CAPÍTULO 2

Durante los días que siguieron pareció que Wellington le ofrecía una oportunidad a la paz, ya que interrumpió su avance directo hacia Toulouse y, en su lugar, ordenó al Ejército que realizara una serie de confusas maniobras que no harían más que retrasar cualquier enfrentamiento con las fuerzas del mariscal Soult. Si las maniobras estaban pensadas para ofrecer a los franceses una oportunidad para retirarse, éstos no la aprovecharon, sino que se limitaron a esperar en Toulouse mientras las fuerzas de los británicos, españoles y portugueses realizaban su lento y pesado avance. Una noche, la brigada de Nairn marchó bajo un aguacero hacia el lugar donde los ingenieros estaban instalando un pontón para cruzar un ancho río. Sharpe sabía que ése no era el Garona porque así constaba en sus órdenes, pero no tenía ni idea de cuál era la parte de Francia por la que pasaba. Tampoco importó mucho, puesto que la noche se convirtió en un fracaso cuando los ingenieros se dieron cuenta de que su puente era demasiado corto. Los soldados de Nairn, durmieron al borde del camino mientras los ingenieros maldecían y lidiaban con las toscas embarcaciones de hojalata que deberían haber transportado la vía de madera. Al final se suspendió el cruce.

Tres días después instalaron con éxito un puente en otro lugar del río, que emplearon las tropas para cruzar; sin embargo, el pontón parecía conducir tan sólo a una ciénaga donde la artillería se hundía hasta los ejes. En España no se habría cometido un error así, porque allí siempre había serviciales guías locales ansiosos por guiar al Ejército británico hacia los odiados franceses; pero en la propia tierra del emperador no había una ayuda como aquélla. Tampoco había ninguna clase de oposición por parte de la población local, que simplemente parecía haberse vuelto insensible por los años de guerra.

Así las cosas, se ordenó a las tropas que se abrían camino penosamente por el pantano que volvieran y se desmanteló el puente. No hubo ninguna intromisión por parte del ejército del mariscal Soult, que se hallaba afianzado en los alrededores de la ciudad. Un desertor alemán informó de la disposición del enemigo y dijo también que el emperador Napoleón se había suicidado.

—Un soldado alemán dirá cualquier cosa con tal de conseguir una comida decente —refunfuñó Nairn—, y uno inglés haría lo mismo por una botella de ron.

No llegó confirmación alguna sobre la muerte del emperador. Parecía ser que Napoleón todavía estaba con vida, no se había tomado París y, por lo tanto, la guerra continuaba. Wellington ordenó que se fabricara un nuevo puente y en esa ocasión cruzó casi todo el Ejército para encontrarse con que estaban al norte de Toulouse y entre dos ríos. Marcharon hacia el sur y para el Viernes Santo ya se habían acercado lo bastante para oler el fuego de las cocinas de la ciudad. Al día siguiente el Ejército se acercó aún más, y Sharpe, que cabalgaba delante con Nairn, vio qué clase de obstáculos protegían la ciudad. Entre los británicos y Toulouse se extendía una larga cadena de colinas peraltadas. Pasadas las colinas había un canal, pero la cadena de montañas era lo que proporcionaba verdadera protección a la ciudad, porque era terreno alto y quien se apoderara de él podía verter una asesina lluvia de disparos sobre sus enemigos. Sharpe extendió el catalejo y observó la cima de la cresta, donde vio marcas frescas de tierra recién cavada, lo cual revelaba que los franceses, lejos de estar dispuestos a rendirse, todavía estaban fortificando la cima de la colina.

—Odio esas malditas trincheras —le dijo a Nairn.

—¿Les ha hecho frente antes?

—En los Pirineos. No fue agradable.

Empezó a llover al tiempo que los dos hombres regresaban a caballo a donde estaban las líneas británicas.

—Mañana es Domingo de Pascua —dijo Nairn con malhumor.

—Sí.

Nairn tomó un largo trago de ron de su petaca y después se la ofreció a Sharpe.

—Incluso para un incrédulo como yo, es un día puñeteramente inapropiado para combatir, ¿no cree?

A Sharpe le impidió responder un cañonazo que tronó detrás de él. Se dio la vuelta sobre su montura y vio la sucia bocanada de humo en la cresta de la colina y, al cabo de sólo un segundo, vio que un chorro de agua salpicaba y moría en los pantanos del oeste. Los franceses estaban ajustando la mira de sus doce libras, esas mortíferas armas con cañones de más de dos metros.

Al pensar en esas armas utilizadas de manera eficiente, Sharpe sintió una repentina punzada en el estómago. De alguna forma se había convencido de que no habría lucha, de que los franceses se darían cuenta de lo imposible de su causa; sin embargo, incluso en esos momentos los artilleros enemigos alineaban sus baterías y Sharpe podía oír el chirrido del acero de las espadas que se afilaban contra la piedra en las líneas de la Caballería británica. A la hora del almuerzo, que la familia militar de Nairn tomaba dentro de una enorme tienda, Sharpe se encontró deseando que se anunciara la paz esa misma tarde, pero, cuando llegó un mensaje, resultó que eran órdenes para que la brigada se preparara para la batalla que tendría lugar al día siguiente.

Nairn brindó solemnemente por sus ayudantes de campo.

—Por la muerte de los franceses en Pascua, caballeros.

—Muerte a los franceses —los edecanes repitieron el antiguo brindis y luego se pusieron en pie para beber a la salud del rey.

Sharpe durmió mal. No fue el trabajo lo que lo mantuvo despierto; las últimas órdenes sobre el avance ya se habían copiado y enviado mucho antes de caer la noche. Tampoco era la cena de ternera en salazón y vino agrio lo que le impedía descansar: era el temor de un soldado antes de la batalla, ése mismo temor que no lo había dejado dormir la noche anterior al duelo con Bampfylde. El temor era miedo, puro miedo, y Sharpe sabía que, batalla tras batalla, el miedo que sentía era cada vez peor. Cuando se unió al Ejército como soldado raso era joven y engreído; incluso se sentía lleno de euforia antes de un combate. Entonces se creía inmortal, y eso le daba la seguridad de que podía atacar, destrozar y matar a cualquier soldado que se enfrentara a él. En esos momentos, como oficial (además de como casado) sabía más cosas, y por lo tanto tenía más miedo. Podía morir al día siguiente.

Probó los viejos trucos para hacerse con una certeza, tratando de obtener un augurio de vida o muerte de las cosas comunes y corrientes. Si un gorrión se posaba a ese lado del charco, entonces viviría. Despreciaba esa clase de obsesiones supersticiosas y, sin embargo, no podía evitar permitírselas, aunque demasiado a menudo en el pasado había intentado creer en alguno de esos triviales presagios. En realidad, Sharpe sabía que cada uno de los soldados de los dos ejércitos trataba de arrebatar esas profecías a sus miedos, pero eran pocos los que se permitían ver la muerte escrita en los astros, aunque muchos de ellos debían morir. La víspera de la batalla era momento de talismanes, amuletos, fetiches y plegarias, pero el amanecer traería consigo los golpes de culata de los mosquetes, el silbido de los sables y el sonido de los disparos de artillería que destrozaba el cerebro. Así que Sharpe se estremeció en la noche y esperó que su muerte fuera rápida y que no tuviera que gritar bajo el escalpelo del cirujano.

Al amanecer la lluvia había cesado y por la campiña soplaba un viento que lo secaba todo. Unas nubes altas huían raudas de la salida del sol al tiempo que Sharpe caminaba entre las humeantes fogatas del campamento en busca de un armero de la caballería que pudiera afilarle la espada. Era la espada de un soldado de la Caballería pesada, un arma de largo filo, gravosa y desequilibrada. Era demasiado pesada y difícil de manejar para la mayoría, incluso para los soldados fornidos que montaban caballos grandes y que se entrenaban con pesas para fortalecer los brazos con los que blandían sus aceros. A Sharpe le gustaba esa espada, y era lo bastante fuerte para hacer de ella un arma manejable y mortífera.

Encontró a un armero que pasó el filo por su rueda de pedal y después la suavizó en su mandil de cuero. Sharpe le dio una moneda y compartió con él una taza de hojalata llena de té.

Después, con el engrasado filo de la espada seguro en su vaina, regresó a la tienda de Nairn y en su exterior encontró al viejo escocés desayunando pan, carne fría de ternera en salazón y té fuerte. Nairn observó con aire divertido cómo Sharpe desenrollaba la vieja y raída casaca de su mochila.

—Mientras usted estaba ausente —dijo Nairn— se me ofreció la oportunidad de volver a ver a nuestro noble coronel Taplow.

Sharpe agradeció que lo distrajeran de sus miedos.

—Cuéntemelo, por favor.

—Va a llevar a cabo una ceremonia de la Sagrada Comunión sólo para oficiales, fíjese usted, detrás de las letrinas dentro de diez minutos. Está usted invitado, pero me tomé la libertar de rehusar en su nombre. Y resulta que en el mío también.

Sharpe soltó una carcajada. Estaba sentado enfrente de Nairn y se preguntó si su mano derecha temblaba o no cuando la alargó para coger una rebanada de pan horneado dos veces. La mantequilla estaba rancia, pero la sal de la ternera suavizaba el agrio sabor. Nairn se sacó un trozo de ternera en salazón de entre los dientes.

—Imaginar a Taplow en sus oficios sagrados es bastante repugnante. ¿Cree usted que Dios escucha a un hombre o así? —Nairn vertió ron en su té.

—No lo sé, señor.

—¿No es usted creyente, Sharpe?

—No, señor.

—Ni yo tampoco, por supuesto, pero aún así estuve medio tentado de asistir a los ensalmos mágicos de Taplow. Sólo por si acaso servían de algo. Estoy endiabladamente nervioso Sharpe.

Sharpe sintió un repentino y fuerte aumento de su afecto por Nairn.

—Yo también, señor.

—¿Usted? ¿De verdad?

Sharpe asintió con un movimiento de la cabeza.

—De verdad. Esto no es algo a lo que uno se acostumbra con el paso del tiempo.

—¿En cuantas batallas ha peleado?

Sharpe remojaba un pedazo de pan duro en su té. Lo dejó allí mientras pensaba y luego se encogió de hombros.

—¡Qué sé yo, señor! En docenas de esas malditas cosas. Demasiadas.

—Suficientes para tener derecho a ser cauto, Richard. Hoy no tiene que comportarse de manera heroica. Deje eso para algún teniente sin experiencia que tenga la necesidad urgente de hacerse un nombre.

Sharpe le dio las gracias con una sonrisa.

—Lo intentaré, señor.

—Y si hoy hago algo estúpido, ¿me lo dirá?

Sharpe levantó la vista hacia el escocés, sorprendido por esa confesión de incertidumbre.

—No le va a hacer falta que lo haga, señor.

—Pero ¿me lo dirá? —insistió Nairn.

—Sí, señor.

—No es que vaya a compartir la gloria con usted, Sharpe, no debe pensar eso, aunque tal vez yo dijera después que «me fue de moderada utilidad.» —Nairn se rió y luego saludó con la mano a dos de sus otros ayudantes que se acercaban a la mesa del desayuno—. ¡Buenos días, señores! Anoche pensaba que quizá París no cuente.

—¿París? —preguntó uno de los desconcertados ayudas de campo.

Era evidente que Nairn estaba pensando en el final de la guerra.

—Tal vez los aliados del norte tomarán París, pero puede que Napoleón no haga más que replegarse una y otra vez; nosotros seguiremos avanzando y algún día del próximo verano nos encontraremos todos justo en medio de Francia. En el centro estará Boney en persona y con él todos los soldados franceses que queden con vida y el resto de Europa rodeándole, y entonces tendremos una batalla como Dios manda. Una última y verdadera mierda de matanza. No parece justo haber llegado tan lejos y no haber luchado directamente contra Napoleón en persona. —Nairn miró con añoranza por encima del campamento, donde el humo de las hogueras de la comida se combinaba en madejas como la neblina de noviembre—. Reservaré a los soldados del regimiento de los Highlanders, Sharpe. De ese modo nadie podrá acusarme de demostrarles ningún favoritismo.

Era un mundo extraño, pensó Sharpe, aquel en el que dejar a un batallón apartado de la línea de combate se interpretaba como un insulto.

—Sí, señor.

—Supongo que no tiene sentido darle órdenes directas al capitán Frederickson.

—No si quiere que esas órdenes se cumplan, señor. Pero él sabe lo que tiene que hacer, y sus hombres agradecerán que les haga una visita.

—Claro, claro. —Nairn añadió más ron a su té y frunció el ceño—. Los fusileros de Frederickson son los únicos soldados de esta brigada que comen como es debido. ¡Nunca toman ternera en salazón! ¿Por qué nunca los pillamos saqueando?

—Porque son fusileros, señor. Son demasiado listos.

Nairn sonrió.

—Por lo menos no habrá más ternera en salazón cuando ganemos esta batalla: tendremos víveres franceses.

Llegaron los demás ayudantes con los rostros relucientes por las navajas de afeitar. Sharpe todavía no se había afeitado y de pronto tuvo la irracional convicción de que sobreviviría a ese día si no se afeitaba; luego otro impulso igual de fuerte le dijo que sólo viviría si lo hacia, y notó en su barriga el retortijón, como un reptil, ocasionado por el miedo. Dirigió la mirada hacia la larguísima colina que, al igual que los campamentos británicos, estaba coronada por una cambiante capa de humo. Éste era lo bastante espeso para sugerir la gran cantidad de soldados franceses que estarían defendiendo el terreno alto ese día. Sharpe pensó en Jane y de pronto anheló la casa de Dorset con su promesa implícita de una habitación para los niños. Estaba a punto de preguntar si había llegado algún correo cuando una luz brilló en la cima de la colina y Sharpe supo que era el sol que se reflejaba en un catalejo mientras un oficial enemigo observaba las líneas británicas. El miedo se agitó dentro de él. Sintió la tentación de beber un poco del ron de Nairn, pero se contuvo.

La espera iba carcomiendo el temor. Las primeras brigadas españolas, portuguesas y británicas habían emprendido la marcha mucho antes del amanecer, desplegando sus largas filas desde el campamento con un movimiento lentamente macabro; pero la brigada de Nairn sería una de las últimas en abandonar las líneas. Sólo podían esperar, con seguridad fingida, mientras iban transcurriendo los minutos. Nairn revisó a sus batallones y les lanzó unos bruscos ánimos a los soldados. Algunos de los del cuerpo de Highlanders entonaban salmos, pero sus melodías eran tan parecidas a un canto fúnebre que Sharpe se alejó para no oírlos. Había decidido que su supervivencia radicaba en no afeitarse.

Pasó otra media hora antes de que llegaran las órdenes de la división y al fin Nairn pudo mandar a sus soldados que avanzaran. El batallón de Taplow se puso al frente y los Highlanders marcharon en la retaguardia. La brigada siguió a los otros batallones, que ya se dirigían hacia las laderas del sur de la cadena de colinas. Sharpe, montado en su yegua Sycorax, vio las divisiones españolas que esperaban en el extremo norte de la montaña. Ese día aquellos españoles tenían el lugar de honor, porque serían ellos los que realizarían el ataque principal hacia la columna vertebral de las colinas. Habían solicitado que se les concediera ese honor. Mientras ellos atacaban, los británicos y portugueses, al mando del mariscal Beresford, asaltarían el extremo sur de las montañas para romper las defensas francesas. Había otros escuadrones británicos rodeando la ciudad con la intención de efectuar unos amenazadores amagos de ataque pensados para que el mariscal Soult dejara de concentrar su ejército en las colinas.

Los franceses, a salvo en los cerros, veían todo lo que Wellington planeaba. Ese día no podía haber ningún engaño, ningún juego de manos para cegar al enemigo y burlarlo. Costaría trabajo, mucho trabajo, trabajo para la bayoneta y la bala, trabajo para la infantería.

La marcha hacia el sur no era fácil, pues el terreno era blando. La brigada de Nairn, entre las últimas de la larga columna de Beresford, encontró las huellas revueltas en una ciénaga. Al principio su único problema era el barro que se pegaba, pero a medida que su recorrido se torcía y se acercaba más a las colinas, la brigada se puso a tiro de los artilleros franceses. Nairn ordenó a sus soldados que se dirigieran hacia el oeste de donde estaban las huellas a través de los campos pantanosos, pero aún así las descargas alcanzaron las columnas de su batallón. La artillería británica intentó reaccionar, pero estaba disparando colina arriba a unas baterías enemigas bien atrincheradas tras unos fuertes emplazamientos.

—¡Cierren filas, escoria! —bramó el teniente coronel Taplow a su compañía en cabeza después de que una bala de cañón se hubiera estrellado contra una hilera de soldados, lo que dejó a tres de ellos ensangrentados y temblando sobre el suelo empapado—. ¡Déjenlos ahí! —gritó a dos soldados que se agachaban para ayudar a las víctimas—. ¡Les digo que los dejen o haré que los azoten!

En la retaguardia de los fusileros de Taplow tocaba una banda cuya música sonaba irregular debido al accidentado avance por el blando terreno cubierto de matas. Se ordenó a los chicos de los tambores que atendieran a los tres soldados, pero dos de ellos ya estaban muertos, y el tercero no iba a vivir mucho más. El cirujano del batallón lo remató con un rápido corte de cuchillo y después, encogiéndose de hombros, se limpió las manos cubiertas de sangre en sus bombachos grises.

La artillería francesa hacía surgir humo de la cresta de la colina. Sharpe, con la mirada dirigida hacia el este, distinguía en ocasiones el trazo de una línea oscura en el cielo y sabía que estaba mirando una bola de cañón en el punto más alto de su arqueado vuelo; también sabía que una línea perfilada como aquélla sólo era visible en el cielo cuando la bala iba directa al observador. En esos momentos sintió la tentación de espolear a Sycorax para que avanzara y simular que tenía alguna obligación urgente, pero se refrenó para que ningún soldado creyera que era un cobarde. En lugar de eso, cabalgó a un ritmo constante, estremeciéndose por dentro, y ocultó su alivio cada vez que fallaba una bala. Una descarga golpeó contra el barro justo delante de Sycorax e hizo que la yegua se encabritara frenética. De algún modo Sharpe mantuvo los pies en los estribos y su trasero en la silla mientras los pedazos de barro húmedo caían como lluvia a su alrededor. La yegua no estaba debidamente adiestrada para el combate, pero era un caballo bueno y seguro. Había sido un regalo de Jane, y pensar en ello le causaba a Sharpe un vehemente y sentimental deseo de ver a su esposa. Se preguntaba si se habría perdido su correspondencia, porque aún no había llegado ninguna carta suya; entonces pasó una bala de cañón justo por encima de su chacó y decapitó a un casaca roja que marchaba a la izquierda de Sharpe, el cual olvidó a su mujer con el repentino resurgir del miedo.

—¡Cierren filas! —gritó un sargento—. ¡Cierren filas! —Era la letanía de la batalla y el único obituario del soldado raso.

—Supongo que usted está acostumbrado a esto. —Un teniente, uno de los ayudantes de campo más jóvenes de Nairn, apretó el paso al lado de Sharpe. Delante de ellos, los soldados pisoteaban las entrañas de un compañero en el barro, pero el teniente no se dio cuenta o no reconoció lo que veía.

—No creo que uno se acostumbre nunca —dijo Sharpe, aunque no era cierto: uno sí se acostumbraba a aquello, pero eso no evitaba el temor. No había duda de que el teniente, para quien la guerra era algo nuevo, estaba aterrorizado, aunque se esforzaba para no demostrarlo—. Es mejor —aseguró con toda sinceridad—, cuando ya puedes responder a los disparos. Entonces es mucho menos espantoso.

—Muchísimas gracias, señor; no estoy asustado.

—Yo sí. —Sharpe esbozó una sonrisa, luego miró a su derecha y vio que de momento los hombres de Frederickson estaban ilesos. Frederickson había llevado a sus fusileros más cerca del enemigo, lo cual había sido un movimiento inteligente, ya que los casacas verdes suponían un blanco pequeño y en apariencia insignificante comparado con la larga y torpe columna de casacas rojas. Los franceses disparaban por encima de las cabezas de los fusileros.

Un oficial de caballería pasó al galope junto a los soldados de Frederickson y se dirigió a la cabeza de la columna de Beresford. Sharpe reconoció a ese hombre como uno de los ayudantes de campo de Wellington, y por lo aprisa que iba supuso que llevaba un mensaje urgente. Llegó una pista acerca de su contenido cuando el extremo norte de las colinas hizo explosión con fuego de cañones. Sharpe giró sobre su silla de montar y vio que los franceses descubrían una docena de baterías para martillear sus proyectiles colina abajo contra los españoles que atacaban.

El teniente frunció el ceño.

—Creí que se suponía que teníamos que atacar al mismo tiempo que los hispanos, señor.

—Se suponía que sí.

Algo había salido mal, aunque sólo Dios sabía qué era. Los españoles, en lugar de esperar hasta que el ataque de diversión de Beresford estuviera en posición en el sur, habían cargado de forma precipitada subiendo las laderas de la parte norte de la cadena de colinas. Sus brillantes uniformes y colores chillones eran un despliegue de valentía, pero el aguerrido alarde estaba siendo destripado por los concentrados disparos de los mortíferos cañones de doce libras.

—¡Alto! ¡Alto! —Los oficiales de división bajaban galopando de vuelta a la columna de Beresford—. ¡A la derecha! ¡A la derecha!

Los oficiales y sargentos del batallón se unieron al grito, y la enorme columna se detuvo y se dio la vuelta torpemente para quedar frente a la inhóspita y empinada ladera del centro de la cadena de colinas.

Nairn, que había estado galopando a la cabeza de su brigada, espoleó a su caballo y retrocedió.

—¡En columnas de media compañía! —ordenó.

Parecía que el mariscal Beresford debía de estar considerando un asalto inmediato a la cresta de la colina. Por supuesto, si Beresford iba a desviar la atención del ataque de los españoles no podía esperar hasta alcanzar las laderas menos empinadas del extremo sur de las colinas, sino que se vería obligado a lanzar a sus once mil soldados en una desesperada escalada colina arriba contra las trincheras de los franceses.

Las baterías francesas, al ver que los batallones británicos y portugueses se agitaban para formar las columnas de ataque, siguieron disparando.

—¡Al suelo! —gritó Nairn—. ¡Al suelo!

Los batallones se echaron al suelo con el fin de convertirse en un blanco más pequeño y bajo para la artillería enemiga, pero hicieron que los oficiales a caballo se sintieran horriblemente expuestos. Sharpe miró hacia la cresta de la colina y tuvo miedo de esa cuesta escarpada que debía de socavar los músculos. El sol, que se alzaba por encima de la cumbre, comenzó, de pronto, a resultar cegador.

—¡Aguarde aquí, Sharpe! —Nairn estaba excitado—. Voy a averiguar que está ocurriendo. ¡Usted espere aquí!

Sharpe esperó. Después del desayuno había metido un poco de pan y carne de ternera en una de las bolsas de su montura y entonces, repentinamente hambriento, mordisqueó un pedazo de carne.

—¡La han cagado! —El coronel Taplow, con su rojo semblante malhumorado como siempre, llegó a caballo junto a Sharpe—. ¡Los españoles la han cagado, Sharpe!

—Eso parece, señor. —Una bala de cañón golpeó el suelo a su izquierda. Sycorax empezó a moverse de lado hasta que Sharpe la tranquilizó.

—¿Lo parece? —A Taplow le indignó lo suave de la expresión—. La han cagado; eso es lo que han hecho. ¡Cagarla! —Señaló hacia el norte, de donde estalló un nuevo sonido cuando las descargas de los mosquetes franceses empezaron a despellejar a los españoles. El traqueteo de los mosquetes era un ruido fuerte, un sonido de esquirlas que ponía en evidencia la cantidad de defensores que habían estado esperando a los españoles—. Han avanzado demasiado pronto. —Taplow parecía deleitarse con el error de los españoles—. No podían quedarse con los bombachos puestos, no. Demasiado maldito entusiasmo, Sharpe. No tienen monteros de traílla, ése es su problema. No tienen aguante. No como los ingleses. Ahora dependerá de nosotros, Sharpe, ya verá. ¡Dependerá de nosotros!

—Ya lo creo, señor.

La descarga de los mosquetes era interminable; formaba un continuo sonido aterrador semejante al que producirían millones de barandas de madera al romperse. Y cada uno de esos chasquidos significaba que habían lanzado otra bala ladera abajo para que hiciera blanco en las agrupadas tropas españolas.

—¡Ajá! ¡Ya se lo dije! ¡No tienen aguante! —alardeó triunfalmente Taplow porque los españoles habían empezado a batirse en retirada. Al principio fue un movimiento lento, poco más que un ligero retroceso, pero rápidamente se convirtió en una veloz carrera para escapar de las destructoras balas. A Sharpe le sorprendió que los españoles hubieran recorrido tanta distancia trepando como lo habían hecho y dudó que cualquier otra tropa del mundo hubiera podido llegar más lejos; pero el coronel Taplow no era tan magnánimo—. Son todo cebo y sin nada de carga, ése es el problema de los españolitos: no tienen aguante, Sharpe; no tienen aguante. Tome un huevo duro.

Sharpe aceptó el huevo duro y se lo comió mientras la columna de Beresford esperaba pacientemente. En esos momentos el calor del sol ya era perceptible y la leve neblina que envolvía los pantanos del oeste había desaparecido por completo. Una garza batió con torpeza las alas en el aire y se dirigió volando hacia el sur. Una bala de cañón alcanzó a la banda de Taplow, y Sharpe observó cómo una trompeta salpicada de sangre saltaba por los aires.

—¡Ahora dependerá de nosotros! —afirmó Taplow con inmensa satisfacción—. No sirve de nada confiar en los extranjeros, Sharpe; lo único que hacen es fastidiarlo todo. Deje que lo salude.

De pronto Sharpe se dio cuenta de que el irascible Taplow le tendía la mano. Él se la estrechó.

—¡Buen soldado! —dijo Taplow—. ¡Estoy orgulloso de conocerle! Aunque siento que no tomara usted la comunión. Uno debería saldar cuentas con el Todopoderoso antes de matar a los enemigos del rey: es lo correcto. ¿Se ha fijado en que su sirviente se olvidó de afeitarle esta mañana? Azote a ese tipo. ¡Y ahora déjeme desearle que tenga un buen día!

Taplow se fue al galope hacia el sur, donde estaban sus soldados, y Sharpe suspiró. El huevo le había calmado un poco el hambre, por lo que volvió a meter el trozo de carne de ternera salada en su bolsa. Sycorax bajó la cabeza para pacer en la hierba pisoteada.

Llegaron nuevas órdenes. Se tenía que reanudar la marcha hacia el sur porque estaba claro que no se ganaba nada con asaltar el centro de la colina entonces, cuando el ataque de los españoles ya había sido rechazado. Nairn dijo que había una esperanza de que los españoles se reagruparan y volvieran a atacar, pero no pudo ofrecer ninguna explicación sobre el carácter prematuro de su primer asalto.

—Tal vez han querido poner fin a la guerra sin nosotros.

La columna de Beresford volvió a formar y avanzó con dificultad. El cañoneo a distancia de los franceses continuó. Los soldados marcharon en silencio, sin cantar siquiera, porque todos sabían que pronto tendrían que desviarse hacia el este y asaltar la colina. Habían visto un ataque repelido de forma sangrienta y podían adivinar que, incluso en esos momentos, el mariscal Soult estaba mandando refuerzos a las laderas de la parte sur del collado. Desde el norte y el este de la ciudad llegaba la amortiguada explosión de los disparos de artillería a medida que los cañones aliados disparaban a las defensas, pero era dudoso que los franceses se dejaran engañar por unos amagos de ataque tan evidentes como aquéllos. Sabían la importancia que tenían las colinas y que éste era sin duda el motivo por el que la cima resultaría ser un infierno de trincheras y baterías. Los temores se retorcían en el interior de Sharpe, agravados por el cañoneo que retumbaba en el cielo como los golpes de un martillo gigante.

La infantería de Beresford siguió marchando durante otra hora antes de girar a la derecha hacia las laderas de la parte sur de las montañas. Al menos la larga marcha por el frente enemigo había conducido a los soldados de Beresford a un lugar que los franceses no habían fortificado. No había ningún cañón orientado hacia esas laderas del sur que se alzaban extendiéndose de forma incitante hacia el cielo brillante y pálido. Sin embargo, lo que había más allá del horizonte era otra cosa.

Se ordenó a las brigadas que formaran en tres extensas líneas; cada una de ellas consistía en dos brigadas en formación de dos soldados. Los hombres de Nairn constituirían el extremo derecho de la segunda línea. Llevó bastante tiempo preparar la formación, un trabajo que era mejor dejar para los sargentos, por lo que los oficiales observaron el horizonte y fingieron no tener miedo. El único enemigo que había a la vista, aparte de los pocos oficiales que se divisaban alguna que otra vez cuando avanzaban con su montura para observar lo que había ladera abajo, eran unas fuerzas de caballería que se desplegaban justo por debajo del centro de la colina. Habían mandado a la caballería enemiga para que amenazara el flanco derecho del asalto de Beresford, pero unas fuerzas de caballería aún mayores formadas por jinetes británicos y alemanes salieron al galope para cortarles el paso.

—¡Adelante, escaramuzadores! —Un edecán cabalgó a medio galope a lo largo de la primera línea.

—Creo que pondremos a los muchachos de la ligera en el flanco —observó Nairn—. ¿Se encargará de ello, Sharpe?

—¿Puedo quedarme con ellos, señor?

Nairn dudó y luego asintió con la cabeza.

—Pero infórmeme de cualquier amenaza. —Le tendió la mano—. Recuerde que esta noche cena conmigo, así que tenga cuidado: no quiero escribirle una carta triste a Jane.

—Tenga cuidado usted también, señor.

Sharpe reunió a las tres compañías ligeras de la brigada y las mandó corriendo al flanco derecho, donde se unirían a los fusileros de Frederickson. A medida que se desarrollara el ataque, los soldados de esa avanzada se dispersarían para luchar sus batallas solitarias contra las tropas ligeras de los franceses. Sharpe, un escaramuzador por naturaleza, quería combatir con ellos y, como siempre, quería combatir a pie. Mandó llamar a un empleado del cuartel general y le dio las riendas de Sycorax.

—No deje que se meta en líos.

—Sí, señor.

Un tambor ejecutó un redoble al tiempo que Taplow sacaba el estandarte de su batallón. Sharpe, al pasar por delante del grupo del estandarte, se quitó el chacó para saludar las dos pesadas banderas bordeadas de colores. Una descarga de los franceses disparada al azar a una distancia extrema desde una de las baterías situadas en el centro de la colina chocó contra el suelo húmedo y, en vez de rebotar, abrió un surco que se llenó de lodo delante de Sharpe. Él se limpió el barro de la cara y cogió el fusil que llevaba en bandolera.

El fusil era otra de las excentricidades de Sharpe. No era extraño que un oficial llevara una pistola en la batalla, aunque resultaba chocante que emplease un arma larga; con todo, Sharpe se empeñaba en seguir con el arma de soldado raso. La cargó mientras caminaba, comprobó que el pedernal estuviera bien colocado en el rastrillo forrado de piel y luego se la volvió a echar al hombro.

—Bonito día para una batalla. —Frederickson saludó alegremente a Sharpe.

—¿Cree que el día de Pascua es apropiado?

—Trae una promesa implícita de que nos alzaremos de la tumba. No es que tenga intención alguna de comprobar esa promesa… —Frederickson dirigió la mirada de su único ojo hacia el horizonte—. Si usted fuera el mariscal Soult, ¿qué tendría aguardando allí arriba?

—Todos y cada uno de los malditos cañones de campaña de mi ejército. —El nudo se fue enroscando en el estómago de Sharpe cuando se imaginó los eficientes doce libras franceses alineados rueda con rueda.

—Esperemos que no tenga suficientes cañones. —Frederickson no parecía esperanzado. Al igual que Sharpe, podía imaginarse los grupos de caballos arrastrando los cañones de campana desde donde habían rechazado el ataque de los españoles hacia un lugar donde pudieran diezmar el nuevo asalto.

Unos toques de trompeta sonaron en la lejanía a la izquierda de donde estaba Sharpe, se repitieron más cerca y la primera línea de ataque de Beresford empezó a avanzar. La segunda esperó un momento antes de que se le ordenara también ponerse en movimiento. Casi enseguida, la cuidadosa alineación de las delgadas hileras de soldados se onduló debido a lo desnivelado de terreno. Los sargentos empezaron a gritar las órdenes a los soldados para que tuvieran cuidado con la alineación. Los caballos de los oficiales se asustaron, como si presintieran lo que les esperaba.

—¿Está aquí para tomar el mando? —le preguntó Frederickson a Sharpe al tiempo que la avanzadilla iniciaba la marcha.

—¿Es usted el capitán más antiguo?

Frederickson lanzó una adusta mirada a los capitanes de las tres compañías ligeras de los casacas rojas.

—Y con mucha ventaja.

Por su tono amargo Sharpe supo que Frederickson estaba molesto porque no lo ascendían. Evidentemente, el rango era más importante para un soldado que tenía pensado quedarse en el Ejército, y Frederickson sabía muy bien lo mucho que podía costar un ascenso en tiempos de paz, cuando no había cañones ni mosquetes que crearan convenientes vacantes. Y él se merecía un ascenso más que cualquier otro soldado que conociera Sharpe. Éste tomó nota mentalmente de preguntarle a Nairn si podía ayudar y acto seguido sonrió.

—No voy a estorbarle, William. Me limitaré a observar, así que luche su propia batalla.

—La última —dijo Frederickson casi maravillado—. Estoy convencido de que éste será nuestro último combate. Hagamos que sea bueno, señor: mandemos algunas almas al infierno.

—Amén.

Las tres líneas de avanzada parecían muy frágiles mientras realizaban el ascenso. El recorrido que trazaban se veía interrumpido por el estandarte del batallón, unas manchas de tela de color vivo custodiadas por las largas alabardas de acero reluciente. Siguiendo a las tres líneas iban las bandas de batallón, todas tocando melodías distintas de manera que los golpes de sus grandes tambores, que hacían vibrar las entrañas, desentonaban. La música era desenfadada, rítmica y sencilla: la música adecuada para morir.

Los fusileros de Frederickson se mezclaron con los casacas rojas de las otras tres compañías ligeras. Éstos llevaban los mosquetes de repetición pero de corto alcance, mientras que los casacas verdes tenían fusiles más certeros, de más largo alcance, aunque lentos de recargar. La combinación de armas podía ser mortífera; los fusiles mataban con precisión y estaban protegidos por los mosquetes. En esos momentos los soldados se habían dispersado para crear una cortina con el fin de repeler el ataque de cualquier escaramuza francesa.

Sin embargo, hasta entonces ningún enemigo había amenazado el trabajoso avance. Incluso las baterías de la parte central de la colina habían detenido sus aventurados disparos. Sharpe no veía nada más que el horizonte vacío y una voluta de nubes altas. La delgada capa de hierba que cubría la ladera estaba más seca que el terreno que se extendía al pie. Una liebre atravesó a toda velocidad el frente de avance, dio un giro brusco y se fue correteando colina abajo. Un halcón se cernió durante unos segundos sobre el estandarte de Taplow y luego se alejó con desdén hacia el oeste. Desde el otro lado de la cima llegaba el sonido de una banda de franceses que tocaba una marcha rápida, la única evidencia de que un enemigo auténtico estaba esperando que llegaran las líneas de Beresford.

La ladera se empinaba y Sharpe se quedaba sin aliento. La invisibilidad del enemigo no parecía presagiar nada bueno. El mariscal Soult había dispuesto de tres horas para observar los preparativos de ese ataque, tres horas durante las cuales pudo preparar una recepción de mil demonios para las tres líneas que subían trabajosamente por la colina. En algún lugar por delante de la línea de ataque, más allá del horizonte vacío, el enemigo aguardaba con los cañones de los fusiles cargados y las espadas desenvainadas. Estaban a punto de jugar una vez más al viejo juego, el juego de los malditos ingleses contra los franchutes, el juego de Crecy y Agincourt, Ramillies y Blenheim. La atmósfera era muy limpia, tanto que cuando Sharpe se volvió pudo distinguir a una mujer que llevaba a pastar a dos vacas a casi un kilómetro de distancia pasado el río del lado oeste. La visión de esa mujer hizo que Sharpe pensara en Jane. Sabía que podía haberla acompañado a casa sin avergonzarse en absoluto y que en esos instantes podía estar sentado en Inglaterra, pero en lugar de eso se hallaba en una ladera, en Francia y al borde del horror de un combate. Volvió a girar hacia el este justo a tiempo para ver que un casaca roja de entre la avanzadilla del flanco de Frederickson se doblaba por la mitad, se agarraba el vientre y empezaba a respirar con dificultad. En un primer momento, Sharpe pensó que el soldado se había quedado sin resuello; entonces vio la bocanada de sucio humo blanco más arriba en la ladera. El casaca roja cayó hacia atrás con los pantalones grises empapados de sangre. Más escaramuzadores franceses dispararon desde posiciones que estaban ocultas tras unas peñas. El enemigo pronto estaría en el flanco de la avanzada a menos que los hicieran cambiar de dirección.

—¡Vamos a echar de aquí a esos cabrones! —Frederickson se había dado cuenta del peligro tan pronto como Sharpe. Hizo que una compañía de casacas rojas abriera fuego graneado para contener al enemigo mientras el sargento Harper dirigía un pelotón con las espadas caladas en los fusiles a una carga de flanqueo. Los franceses no se quedaron para defender los peñascos, sino que se retiraron ágilmente hacia arriba, hacia el horizonte vacío. Uno de los franceses que se batían en retirada fue alcanzado en la espalda por una bala de fusil y Marcos Hernández, uno de los fusileros españoles de Frederickson, sonrió de placer ante su mortífera puntería.

—¡Alto el fuego! —gritó Frederickson—. Bien hecho, muchachos. ¡Ahora no se agrupen al subir! ¡No están enamorados unos de otros, así que despliéguense! —El Dulce William se había sacado el parche del ojo y la dentadura postiza, de manera que parecía un ser monstruoso salido de la tumba. Parecía estar mucho más contento entonces, cuando se habían realizado los primeros disparos.

Hernández recargó su fusil y luego hizo una muesca en la culata para señalar que había matado a otro odiado francés. Los supervivientes de la avanzada francesa corrían por la línea del horizonte, desde donde llegó el repentino sonido de tambores franceses concentrados, aunque la fuente del ruido permanecía oculta. Los instrumentos repiqueteaban en el cielo. Sharpe había oído por primera vez ese sonido malicioso cuando tenía dieciséis años y desde entonces se había encontrado con él en innumerables campos de batalla. Sabía lo que presagiaba. Estaba escuchando el pas de charge, el latido de un imperio y el sonido que llevaba a la carga a la Infantería francesa.

—¿Ve usted algún cañón, sargento? —le gritó Frederickson a Harper, que se encontraba en la ladera, unos metros más arriba.

—¡Ni uno, señor!

Entonces, de la línea del horizonte, como si hubiera sido sembrada por dientes de dragón, emergieron los soldados.

* * * *

—¡Por Cristo en su cielo escocés! —El general de división Nairn, rodeado por sus ayudantes de campo más jóvenes, parecía indignado con el enemigo—. Hubiera dicho que a estas alturas esos cabrones con cabeza de chorlito ya habrían aprendido. —Enfundó la espada y dirigió una mirada de adusta desaprobación a las dos columnas enemigas.

—¿Aprendido, señor? —preguntó en tono nervioso el joven edecán para quien ésta era su primera batalla.

—Está a punto de ver a esos condenados franchutes más condenados todavía. —Nairn sacó un reloj del bolsillo de su chaleco y abrió la tapa—. ¡Dios santo! ¡Si van a presentar batalla sería mejor que lo hicieran como es debido!

El ayuda de campo no lo comprendía, pero todos los veteranos que formaban parte del ataque británico sabían lo que estaba a punto de suceder y se sintieron aliviados por ello. Habían trepado con miedo a que los estuviera aguardando la artillería, que hubiera causado sangrientos destrozos en las tres líneas de ataque. Habían temido más todavía a la combinación de artillería y caballería, ya que esta última hubiera obligado a que la infantería atacante formara en cuadros de protección, que hubiesen sido un blanco de primera para los artilleros franceses. En lugar de eso, se vieron ante la táctica francesa más antigua: un contraataque realizado por soldados de infantería concentrados en columnas.

Dos de esas columnas avanzaban por la línea del horizonte. Ambas columnas constituían inmensas formaciones de soldados apretujados, filas y filas de infantes agrupados en arietes humanos que apuntaban a las aparentemente frágiles líneas británicas. Eran las mismas columnas que el emperador Napoleón había conducido por todo un continente para aplastar a los ejércitos enemigos y convertirlos en muchedumbres destrozadas y presas del pánico, pero ninguna columna como aquélla había destrozado nunca un ejército en el que Wellington estuviera al frente.

—¡Alto! —La orden se gritó por todas las líneas de británicos y portugueses. Los sargentos alinearon los batallones mientras los escaramuzadores se preparaban para rechazar a las tropas ligeras francesas que avanzaban delante de las columnas y tenían que desestabilizar la línea británica disparando sus mosquetes al azar.

Las compañías ligeras francesas no constituían ninguna amenaza para Beresford: lo que debía causar el caos entre sus hombres era el ímpetu de las dos enormes columnas. No obstante, al igual que Wellington, Beresford se había enfrentado a demasiadas columnas para estar preocupado en esos momentos. Su primera línea se ocuparía de la amenaza, mientras que la segunda y la tercera serían meros espectadores. Los soldados de esa primera línea se pusieron en posición de firmes, los mosquetes apoyados contra el suelo, y miraron fijamente hacia la inclinada extensión de césped sobre la que marchaban las dos gigantescas formaciones. Las columnas francesas tenían un aspecto imparable; parecía que iban a tener suficiente con su propia fuerza para atravesar las delgadas líneas de soldados que esperaban. Por encima de las cabezas de los franceses ondeaban sus banderas y sus águilas. En el centro de las formaciones, los tambores seguían tocando el pas de charge, deteniéndose únicamente para dejar que los soldados que marchaban gritaran: «Vive l’Empereur!», entre una y otra ráfaga de redobles. Los veteranos de los batallones de británicos y portugueses que aguardaban y que ya habían visto todo eso otras veces parecían indiferentes.

Los soldados de la escaramuza se replegaron lentamente ante el peso de las compañías ligeras enemigas, pero habían hecho su trabajo, que era evitar que el fuego de la avanzadilla francesa alcanzara a las líneas que esperaban. Los oficiales franceses, con las espadas desenvainadas, marchaban con seguridad al frente de las columnas. El general de división Nairn observó la columna más cercana con un catalejo y luego plegó los tubos de un golpe.

—¡Allí no hay muchos bigotes! —Los viejos veteranos con bigote, la espina dorsal de Francia, yacían en sus tumbas, y Nairn había visto lo jóvenes que eran esos franceses que contraatacaban. Tal vez fuera ése el motivo por el que Soult los había lanzado al ataque en columna, porque a las tropas novatas sin experiencia la mera proximidad de sus compañeros en esa concentración de soldados apretujados les daba ánimos. Era una formación apropiada para un ejército reclutado, de ciudadanos, pero esos ciudadanos reclutas se acercaban entonces a los asesinos profesionales de Gran Bretaña y Portugal.

Cuando las columnas estuvieron a unos ochenta pasos de la línea delantera de Beresford, los oficiales británicos y portugueses se movieron para dar una sencilla orden lacónica:

—¡Presenten armas!

Cuatro mil mosquetes pesados surgieron con un solo movimiento susurrante. Las tropas que iban en cabeza de las dos columnas francesas, al verse ante la muerte, frenaron el paso; pero el empuje de los soldados que iban detrás los obligó a seguir avanzando.

—¡No disparen! —advirtieron los sargentos a los casacas rojas, que echaron hacia atrás los percutores de sus armas. Los franceses, nerviosos a causa de la silenciosa amenaza, abrieron fuego mientras avanzaban. En realidad sólo pudieron disparar los soldados de las primeras dos filas; el resto estaba ahí sólo para añadir peso. Puede que cayera algún hombre aquí y allá en la línea de los casacas rojas, pero la puntería de los franceses se echó a perder por la necesidad de tener que disparar en marcha.

—¡Cierren filas! —Un sargento arrastraba a un soldado muerto para sacarlo de la línea de ataque.

—¡Alto el fuego! —Un oficial, con la delgada espada desenvainada, observó cómo se acercaba la columna francesa de casacas azules. Había cuatro mil mosquetes apuntando a las cabezas de los soldados de las dos columnas.

Un redoble de tambores, una pausa, «Vive l’Empereur!».

Un latido del corazón. Los mosquetes británicos estaban firmes y las espadas de los oficiales levantadas, mientras que los soldados de ambos ejércitos se encontraban entonces tan cerca que podían ver las expresiones en los rostros de los demás.

—¡Fuego!

Como un enorme chasquido, o como una gigantesca explosión ahogada, cuatro mil mosquetes escupieron humo y plomo y, con el retroceso, cuatro mil culatas recubiertas de latón golpearon los hombros de los soldados como coces de mula. El humo que arrojaron ocultó a los franceses.

—¡Carguen!

Sharpe, que seguía apartado en el flanco derecho, vio que la columna enemiga más cercana temblaba cuando las pesadas balas dieron en el blanco. Las casacas azules estaban salpicadas de sangre. Toda la primera línea se hundió y cayó, lo mismo que la mayor parte de la segunda. Sólo quedó un oficial en pie y estaba herido. Las siguientes filas de tropas francesas se encontraron con que la barrera de sus propios muertos y heridos les obstaculizaba el paso; pero entonces, la mera concentración de la columna del fondo forzó a la nueva fila frontal a saltar por encima de los cuerpos y continuar el avance. «Vive l’Empereur!».

—¡Fuego!

En esa ocasión fueron los disparos mortíferos de las secciones los que salieron de las líneas británicas y portuguesas.

Horas de entrenamiento habían convertido a esos soldados en máquinas de matar. Cada una de las secciones de un batallón disparó un par de segundos después de que lo hiciera la sección que tenían a su izquierda; de esta manera, las balas parecían no terminarse nunca cuando atravesaron la cortina de humo para alcanzar a los franceses. El fuego hizo trizas al enemigo y despellejó a los soldados del frente y los flancos de las columnas, de forma que parecía como si el enemigo dirigiera su marcha hacia una invisible máquina de picar carne. Los supervivientes franceses, obligados de forma inexorable a situarse en las líneas del frente, trataron de abrirse camino en medio de la tormenta de descargas de mosquete; pero no había soldado capaz de sobrevivir a esos disparos. Antaño, en los gloriosos días en que el nombre del emperador infundía el miedo en toda Europa, las columnas habían vencido porque intimidaban a sus enemigos; pero los soldados de Wellington hacía mucho tiempo que dominaban el macabro arte de manchar de sangre la gloria de los franceses. Lo hicieron con varias descargas de mosquete, el fuego de mosquete más rápido del mundo. Sus rostros se tiznaban con las explosiones de la cebadura en las cazoletas de sus armas y sus hombros se contusionaban a causa de los golpes del retroceso a medida que destrozaban al enemigo. Los soldados abrían los cartuchos uno tras otro de un mordisco, los cargaban y los disparaban, mientras que en la línea de frente británica, el relleno de los mosquetes ardía pálido sobre la hierba chamuscada.

Las columnas no podían moverse. Unos cuantos soldados valientes trataron de avanzar, pero sucumbieron ante las balas.

Los supervivientes retrocedieron poco a poco y el redoble de los tambores decayó.

—¡Alto el fuego! —gritó una voz británica—. ¡Calen las bayonetas!

Cuatro mil soldados sacaron sus hojas de cuarenta centímetros y las encajaron en las calientes bocas de los fusiles.

—¡Presenten armas! —Las voces de los oficiales y sargentos eran calmadas. La mayoría de esos hombres eran veteranos y se enorgullecían de parecer impasibles ante la carnicería de una batalla—. ¡Avanzarán los batallones! ¡Adelante!

Los batallones marcharon de forma imperturbable a lo largo de la línea de frente y se adentraron en la niebla de su propio humo. Habían disparado a ciegas a través de la asfixiante cortina, pero era difícil fallar contra una columna aunque el humo impidiera la visión a los soldados. Al final, atravesaron la humareda para ver la matanza a que habían dado pie sus disciplinados disparos.

Las espadas de los oficiales bajaron con un golpe.

—¡A la carga!

Entonces, y sólo entonces, los soldados británicos y portugueses gritaron. Hasta ese momento habían permanecido en silencio, pero en ese instante, con los rostros ennegrecidos y las bayonetas niveladas, gritaron con entusiasmo e iniciaron una rápida marcha.

Los franceses rompieron filas. Echaron a correr. Dejaron atrás dos montones de ensangrentados soldados muertos, agonizantes y heridos, y retrocedieron a toda prisa hacia un lugar seguro. Un joven tambor lloraba porque tenía una bala en las tripas. Moriría antes del mediodía, y el resto no dudaría en destrozar su tambor para utilizarlo como leña.

—¡Alto! —Los británicos no aprovecharon su carga. No era necesario porque las columnas habían huido presas del pánico.

—¡Formen filas! ¡Desmonten las bayonetas! ¡Adelante la avanzadilla! ¡Carguen!

El general de división Nairn bajó la mirada a su reloj y observó que habían tardado exactamente tres minutos y veinte segundos en romper el ataque de los franceses. En otros tiempos, reflexionó, cuando había más bigotes en las filas enemigas, les hubiera llevado unos seis minutos más. Guardó el reloj.

—¡Avanzará el batallón!

—¡Silencio en las filas!

—¡Adelante!

Las líneas aparentemente endebles empezaron a avanzar de nuevo. En dos lugares ensangrentados los hombres pasaron con torpeza por encima de los montones de enemigos muertos. Los soldados, que tenían una larga práctica en ese arte, arrastraron los cuerpos de sus enemigos unos cuantos pasos dándose el tiempo suficiente para vaciar los bolsillos y las bolsas de los muertos o heridos. Cogieron comida, monedas, talismanes y bebida. Un casaca roja le propinó una patada al instrumento del tamborilero herido y lo mandó cuesta abajo. Los bordones del tambor vibraron mientras rebotaba y caía rodando por la extensa colina.

—¡Me da la impresión de que va a ser una Pascua tranquila! —dijo Frederickson alegremente.

Pero entonces llegaron a la línea del horizonte, quedó al descubierto la meseta que había en la cima de las montañas y ya nada pareció tranquilo.