CAPÍTULO 6

El castillo de Lassan se hallaba en Normandía. Lo llamaban castillo porque en su día había tenido pretensiones de fortaleza y seguía siendo el hogar de una familia noble; pero a decir verdad entonces era poco más que una enorme casa de labranza rodeada de un foso, aunque no se podía negar que se trataba de una alquería muy agradable. Los dos pisos del ala principal estaban construidos con piedra gris de Caen que había sido extraída y labrada cincuenta años antes de que el Conquistador zarpara hacia Inglaterra. En el siglo XV y a raíz de un afortunado matrimonio, el señor del feudo había añadido una nueva ala formando un ángulo a la derecha de la primera. En ella, que incluso entonces, en 1814, todavía se conocía como la «nueva», se había perforado un portal en forma de un alto arco rematado por una torre con almenas. Una capilla privada con profundas ventanas ojivales completaba el castillo, que estaba rodeado de un foso el cual protegía también un acre de terreno que en otro tiempo fuera elegante, lleno de césped y flores.

Habían pasado muchos años desde que el foso había defendido la casa contra un ataque enemigo, de manera que el puente levadizo estaba bajado de forma permanente y su cabrestante de pesado engranaje se lo habían llevado para construir la parte superior de un lagar. Había dos puentes más de madera que atravesaban el foso; uno llevaba del castillo a la lechería y el otro proporcionaba un rápido acceso desde la casa a los huertos. El antiguo jardín rodeado por el foso se convirtió en un corral; un montón de abono se enmohecía caliente junto a la pared de la capilla, pollos y patos escarbaban en busca de comida y dos cerdos engordaban allí donde en otro tiempo los señores y las damas habían paseado por el césped que la guadaña había dejado liso. La «nueva» ala, toda menos la capilla, se había convertido en edificios agrícolas donde los caballos y los bueyes se recogían en establos, se guardaban las carretas y las manzanas se amontonaban cerca de la prensa.

La Revolución había dejado indemne el castillo de Lassan, aunque su señor, que servía diligente y humildemente a su rey en París, había ido a parar a la guillotina únicamente porque poseía un antiguo título. El Comité para la Seguridad Pública local había visitado el acogedor castillo y trató de hacer acopio de un moderno y sanguinario entusiasmo para saquear las pertenencias del difunto conde, pero la familia era apreciada y, después de mucha bravuconería inofensiva, el Comité había mascullado una disculpa a la condesa viuda de Lassan y se conformó con robar cinco barriles de sidra recién prensada y una carretada del vino del antiguo conde. Al nuevo conde, un serio muchacho de dieciocho años, le remordía la conciencia y llegó al convencimiento de que los desastres acaecidos en Francia eran en verdad el resultado de las desigualdades sociales; así que le dijo al Comité local que renunciaría a su título y se alistaría en el nuevo Ejército de la República. El Comité, que quedó asombrado de que alguien renunciara a los privilegios que sus miembros tan públicamente despreciaban, aplaudió la decisión, aunque a la condesa viuda de Lassan se la vio fruncir la boca con desaprobación. Su hija de sólo siete años no comprendía nada de todo aquello. Había habido otros cinco hijos, pero todos habían muerto en su primera infancia. Sólo habían sobrevivido el mayor, Henri, y Lucille, la más pequeña.

En esos momentos, veintiún años después, las guerras que habían empezado contra la República y que continuaron contra el Imperio habían terminado al fin. La condesa viuda todavía vivía y gustaba de sentarse allí donde el sol quedaba atrapado por la unión de las dos alas del castillo y donde las rosas se alzaban hasta alcanzar el musgo que crecía en el tejado de piedra de la construcción. La vieja dama compartía el castillo con su hija. Ésta había estado casada con el hijo de un general, pero a los dos meses de la boda su marido había muerto en las nieves de Rusia, por lo que Lucille Castineau había regresado con su madre en calidad de viuda sin hijos.

Entonces, en la época de paz que llegó después de Pascua, el hijo también había vuelto a casa. Henri, conde de Lassan, había subido por el sendero y había cruzado el puente levadizo tal como si volviera de dar un paseo, su madre había llorado de alegría al ver que su hijo soldado había sobrevivido y esa noche, como si nunca hubiera estado ausente, Henri presidió la mesa a la hora de la cena. Había doblado su uniforme azul tranquilamente y sin remilgos y lo había guardado con la infundada esperanza de que nunca más se vería obligado a llevarlo. Bendijo la mesa antes de comer y luego comentó que daba la impresión de que había pocas flores en los manzanos del huerto.

—Haría falta injertar nuevos vástagos en los árboles —repuso su madre.

—Pero no hay dinero —añadió Lucille.

—Tienes que pedir un crédito, Henri —dijo la condesa viuda de Lassan—. A dos viudas como nosotras no nos prestarían nada, pero si que se lo dejarán a un hombre.

—¿No tenemos nada que se pueda vender?

—Muy poca cosa. —La viuda se sentó con la espalda muy recta—. Y lo poco que queda, Henri, debemos conservarlo. No está bien que un conde de Lassan no tenga la plata de la familia o unos buenos caballos.

Henri sonrió.

—Los títulos de la antigua nobleza se abolieron hace más de veinte años, mamá. Ahora soy monsieur Henri Lassan, nada más.

La viuda resopló en señal de desaprobación. Ella había visto ir y venir las modas de la nomenclatura francesa. Henri, el conde de Lassan, se había convertido en el ciudadano Lassan, luego en el teniente Lassan, después en el capitán Lassan y entonces afirmaba ser monsieur Lassan sin más. Eso, en opinión de la viuda, eran estupideces. Su hijo era el conde de su feudo, señor de sus fincas y heredero de ocho siglos de noble historia. Eso no podría cambiarlo ningún gobierno de París.

No obstante, a pesar de su madre, Henri se negó a utilizar su título, y no le gustaba cuando los habitantes del pueblo le hacían reverencias y lo llamaban «vuestra merced». Uno de aquellos aldeanos había pertenecido en otra época al Comité para la Seguridad Pública, pero había pasado ya mucho tiempo desde esos emocionantes momentos de igualdad y el avejentado revolucionario estaba entonces tan dispuesto como cualquiera a quitarse la gorra ante el conde de Lassan.

—¿Por qué no complaces a mamá? —le preguntó Lucille a su hermano. Era un domingo por la tarde, pocos días después del regreso de Henri, y mientras la condesa viuda echaba su siesta, hermano y hermana habían cruzado uno de los puentes de madera y caminaban entre los manzanos apenas floridos hacia la corriente del caz situado al otro extremo de los huertos del castillo.

—Llamarme a mí mismo conde sería pecar de orgullo.

—¡Henri! —le dijo Lucille en tono de reproche aun a sabiendas de que ninguna recriminación influiría en su dulce pero muy testarudo hermano. Se le hacía difícil imaginarse a Henri como a un soldado, aunque de su correspondencia se desprendía claramente que se había tomado sus responsabilidades militares con gran seriedad y, leyendo entre líneas, que se había ganado la simpatía de sus soldados. Pero siempre, en todas sus cartas, había hablado de sus aspiraciones de convertirse en sacerdote. Cuando se terminara la guerra, escribía, recibiría las órdenes sagradas.

La condesa viuda censuraba, desaprobaba e incluso despreciaba tales aspiraciones. Henri se acercaba a la cuarentena y ya iba siendo hora de que se casara y tuviera un hijo que llevara el apellido Lassan. Eso era lo más importante: el nacimiento un nuevo conde; así, al regreso de Henri, la viuda no tardó en invitar a madame Pellemont y a su hija soltera a visitar el castillo y a partir de entonces acosó a Henri con frecuentes y poco diplomáticas insinuaciones sobre mademoiselle Pellemont, la cual, aun sin ser ninguna belleza, era dócil y tranquila.

—Es ancha de caderas, Henri —decía la viuda tentadoramente—. Soltará los críos como una cerda pare su camada.

La viuda no hizo extensivo su deseo de tener nietos a su hija, puesto que si Lucille se casaba de nuevo sus hijos no llevarían el apellido familiar ni ningún hijo de Lucille sería conde de Lassan. Lo que la viuda quería era que el apellido y el linaje perduraran, de manera que las perspectivas de matrimonio de Lucille no le interesaban. De hecho, dos hombres habían propuesto matrimonio a la viuda Castineau, pero Lucille no quería correr el riesgo de tener la desgracia de perder de nuevo el amor.

—Me volveré vieja y decrépita —le dijo a su hermano, aunque este último aspecto parecía un destino poco probable, porque Lucille poseía una vivacidad innata que le daba a su rostro una sonrisa que lo iluminaba. Tenía los ojos grises, el cabello castaño claro y la cara larga. Se consideraba poco agraciada y realmente no poseía una gran belleza, aunque su personalidad gozaba de una chispa inteligente y el hombre que se había casado con ella se consideraba un marido de los más afortunados.

—¿Te volverás a casar? —le preguntó su hermano mientras bajaban andando hasta el canal del molino.

—No, Henri; me quedaré aquí hasta que me apolille. Me gusta estar aquí, y me mantiene ocupada. Me gusta estar ocupada. —Lucille era una persona madrugadora y rara vez descansaba durante el día. Cuando hubo tantos hombres ausentes en las guerras fue Lucille quien se encargó de llevar la granja, el lagar, el molino, la lechería y el castillo. Supervisó los partos de las ovejas, crió a los terneros y engordó cerdos para el matadero. Remendó las sábanas de lino de siglos de antigüedad con las que la familia dormía todavía, batió mantequilla, hizo queso y estiró los insignificantes ingresos de la familia para tratar de preservar el patrimonio. Se había visto obligada a vender dos campos y la mayor parte de la vieja plata; sin embargo, el castillo había sobrevivido para cuando Henri volvió. Éste creía que el trabajo había dejado agotada a su hermana, porque estaba pálida y delgada, pero Lucille negó esa acusación—. No es el trabajo lo que es agotador, sino el dinero. Nunca hay suficiente. Tenemos que reparar el tejado de la torre, nos hacen falta los manzanos. —Suspiró—. Nos hace falta de todo. Hasta las sillas de la cocina necesitan un arreglo, y no me alcanza el dinero para pagar a un carpintero. Llegaron al canal del molino y se sentaron en el muro de piedra, por encima de la brillante corriente de agua. Henri llevaba un mosquete que entonces apoyó contra la pared. Los bolsillos de su abrigo le pesaban mucho al ir cargado con dos pesadas pistolas. No le gustaba llevar las armas, pero la campiña francesa estaba infestada de bandas de hombres armados que, o bien habían desertado de los ejércitos del emperador o bien habían sido dados de baja y no tenían casa ni trabajo. Esos hombres atacaban a menudo a los habitantes del pueblo e incluso habían saqueado algunas pequeñas ciudades. Todavía no se habían visto forajidos como aquéllos cerca del castillo, pero Henri Lassan no iba a correr el riesgo y por eso llevaba las armas cada vez que se alejaba de la zona segura cercada por el foso. Los pocos trabajadores de la hacienda también iban armados y en el pueblo sabían que si la campana que había encima de la capilla del castillo repicaba, era porque había peligro fuera y tenían que meter su ganado en al patio del castillo.

—No es que pueda prometer una defensa muy satisfactoria —decía en esos momentos Henri en tono compungido—. No lo hice muy bien defendiendo nuestra fortaleza. —Había estado al mando del fuerte Teste de Buch y, día tras día, año tras año, había observado el mar vacío y pensado que la guerra lo estaba dejando de lado hasta que, justo en las últimas semanas de los enfrentamientos, los fusileros británicos habían venido por el lado que miraba hacia tierra y trajeron el horror a su pequeño dominio.

Lucille notó la tristeza en la voz de su hermano.

—Debió de ser horrible.

—Sí —se limitó a decir Henri y luego se quedó callado, por lo que Lucille pensó que no diría nada más; sin embargo, al cabo de un momento, el hermano se encogió de hombros y empezó a hablar de esa única batalla perdida. Le habló de los ingleses vestidos de verde y de cómo habían aparecido como de la nada en su fortaleza—. Eran unos hombres grandotes y llenos de cicatrices. Combatían como demonios. Les encantaba combatir: lo vi en sus caras. —Se estremeció—. Y destrozaron todos mis libros, todos. Había tardado años en reunirlos, y tras la batalla no quedó ni uno.

Lucille se enroscaba un tallo de colleja en el dedo.

—Los ingleses. —Lo dijo en tono despreciativo, como si eso lo explicara todo.

—Son una gente brutal. —Henri nunca había conocido a ningún inglés; sin embargo, los prejuicios contra la raza isleña surgían de su interior normando. Existía una memoria tribal de arqueros con cascos de acero y de hombres armados a caballo que cruzaban el canal para incendiar graneros, llevarse a las mujeres y matar a los niños. Para Henri y Lucille, los ingleses eran una voraz y belicosa raza de protestantes que Dios había creído oportuno situar justo al otro lado del agua—. A veces sueño con esos fusileros —repuso entonces Henri Lassan.

—No consiguieron matarte —afirmó Lucille como si quisiera estimular el amor propio de su hermano.

—Al final pudieron haberlo hecho. Me adentré en el mar, directo hacia su jefe. Se trataba de un famoso soldado, y pensé que tal vez expiara mi fracaso si lo mataba, o pagara por ello si era yo quien moría; pero no quiso luchar. Bajó su espada. Pudo haberme matado, pero no lo hizo.

—¿Así que hay algo bueno en los hombres de verde?

—Creo que simplemente me despreciaba. —Henri Lassan se encogió de hombros—. Se llama Sharpe, y la más ridícula de mis pesadillas me dice que un día volverá para acabar conmigo. Es una tontería, ya lo sé; pero no puedo librarme de esa idea. —Intentó alejar de sí esa estupidez con una sonrisa, pero Lucille supo que de alguna manera ese tal Sharpe se había convertido en el demonio personal de su hermano, el hombre que había avergonzado a Lassan como soldado, y Lucille se maravilló de que a una persona que quería ser sacerdote le preocupara de todas formas no haber sido un gran soldado. Trató de decirle a su hermano que no importaba el fracaso, que él era mejor persona que cualquier soldado.

—Espero ser mejor persona —dijo Henri.

—¿Como sacerdote? —Lucille mencionó el tema de la discusión con la que su madre continuaba tan obstinada.

—Apenas he pensado en otra cosa estos últimos años. —Y hubiera podido añadir que se había preparado para poca cosa más durante ese tiempo. Había leído, estudiado y discutido con el cura de Arcachon, poniendo a prueba continuamente la solidez de su propia fe y encontrándola siempre fuerte. La alternativa al sacerdocio era convertirse en señor de su castillo, pero a Henri Lassan no le hacia ni pizca de gracia esa tarea. Hacia falta gastar una fortuna en las paredes y el tejado del viejo edificio. Sería mejor, pensaba él para sus adentros, si se vendiera el lugar y su madre fuera a vivir cerca de a abadía de Caen; pero sabía que nunca podría convencer a la viuda de esa sensata solución.

—No pareces estar completamente seguro de querer ser sacerdote —dijo Lucille.

Henri se encogió de hombros.

—En esta casa ha habido un Lassan a lo largo de ochocientos años. —Se detuvo, incapaz de argumentar nada en contra del peso abrumador de esa tradición y sintiendo incluso una cierta empatía hacia los fervientes deseos de su madre en cuanto al futuro de la familia. Pero ¿y si el precio de ese futuro era mademoiselle Pellemont? Le sobrevino un estremecimiento y luego miró el reloj—. Mamá se despertará dentro de poco.

Se pusieron en pie. Lassan dirigió de nuevo la mirada hacia las lejanas colinas, pero no había nada malo moviéndose entre los huertos de frutales, ni ningún hombre vestido de verde acechaba en las altas crestas donde crecían los olmos, las hayas y los carpes. El castillo estaba tranquilo, en paz y seguro, así que Henri tomó su mosquete cargado y acompañó a casa a su hermana.

* * * *

—Están asustados, ya verán —apuntó Harper y, como para demostrar que tenía razón, se acercó llevando el orinal por el aire a los centinelas de la policía militar que hacían guardia en el pasillo ante la puerta de la habitación donde lo esperaban Sharpe y Frederickson.

El policía militar retrocedió apartándose del orinal y luego protestó cuando Harper se ofreció a retirar la tira de tela que tapaba el contenido.

—No esperará que unos oficiales de alcurnia vivan en una habitación que apeste a mierda —dijo Harper—; así que tengo que vaciarlo.

—Vaya al patio. Y haga el favor de no quedarse merodeando por ahí. —Fue el sargento de la policía militar quien le dio las órdenes con brusquedad.

—Es usted un gran hombre, sargento.

—¡Lárguese de aquí! ¡Y dese prisa, soldado! —El sargento observó al fornido irlandés bajar las escaleras—. Un maldito irlandés y un maldito fusilero —dijo sin dirigirse a nadie en particular—; las dos cosas que más aborrezco.

El pasillo, que carecía de ventanas, estaba iluminado por dos faroles con la parte delantera de cristal que proyectaban las alargadas sombras de los tres guardias sobre las tablas del suelo. Se oía el retumbar de las risas y los vozarrones provenientes de la planta baja de la prefectura, donde los más altos oficiales de la compañía de transportes daban una cena. Dieron las ocho y media en un reloj que había al pie del profundo hueco de la escalera.

Pasaron más de quince minutos antes de que Harper volviera a subir la escalera silbando. En una mano llevaba el orinal limpio con tres vasos de vino vacíos en su interior mientras que al hombro cargaba un barril de proporciones considerables que primero dejó caer en el rellano y luego hizo rodar con el pie derecho hacia la puerta tras la que se encontraban los oficiales. Le dirigió un alegre saludo con la cabeza al sargento de la policía militar:

—Un caballero de abajo me mandó subir esto para los oficiales, sargento.

El sargento de la policía militar se cruzó en el camino del barril y frenó su avance con la bota.

—¿Quién lo mandó?

—¿Cómo quiere que lo sepa? —Cuando quería, Harper podía hacer el papel de un irlandés corto de entendederas. El hecho de que ese papel, por mucho que tergiversara la verdad, se ajustara, no obstante, a los prejuicios de hombres como el sargento de la policía militar, lo hacia todavía más efectivo—. No me dijo su nombre, no lo hizo, pero dijo que se compadecía de los pobres caballeros. Dijo que no los conocía, pero que le sabía mal por ellos. Pero claro, sargento, ese hombre estaba más que un poco bebido, y eso siempre hace que uno sea más comprensivo. ¿No es verdad? Es una lástima que nuestras esposas no beban más. ¡Vaya si lo es!

—¡Cierre el pico! —El sargento tiró del tonel hasta ponerlo en posición vertical y aflojó el tapón. Se vio recompensado con el intenso aroma del buen brandy. Volvió a empujar el tapón en su sitio—. Tengo órdenes de no dejar que nadie se comunique con los oficiales.

—No les va a negar un traguito ahora, ¿no?

—Cierre esa maldita bocaza. —El sargento se irguió, alargó la mano hacia el orinal y sacó los tres vasos—. Entre ahí dentro y dígales a sus malditos oficiales que si tienen sed tendrán que beber agua.

—Sí, sargento. Lo que usted diga, sargento. Gracias, sargento. —Harper fue avanzando poco a poco por delante del barril y luego atravesó la puerta como una flecha como si de verdad temiera la ira del sargento de la policía militar. Una vez dentro de la, habitación cerró la puerta y le sonrió a Sharpe—. Ha sido tan fácil como robar un vellón de lana de la espalda de un cordero, señor. Un barril de brandy entregado sin novedad. Esos cabrones se morían por quitármelo.

—Esperemos que se lo beban —dijo Frederickson.

—Dentro de dos horas —afirmó Harper con seguridad— esos tres estarán bailando borrachos. Hasta se me ocurrió traerles unos vasos.

—¿Cuánto ha costado el brandy? —preguntó Sharpe.

—Todo lo que usted me dio, señor, pero el tipo de la cocina dijo que era de lo mejorcito. —Harper, que tenía buenas razones para mostrarse satisfecho de sí mismo, continuó ofreciendo el resto de su información. Solamente había tres guardias en el descansillo superior y él no había visto ningún otro centinela hasta que llegó a la planta baja, donde vio a un sargento y dos soldados en el cuarto de guardia situado junto a la puerta principal—. Pero no eran de la policía militar, señor, así que no tendrían por qué ser un problema. Los saludé y vi nuestras armas ahí dentro. —Había otros dos centinelas en la plaza de la ciudad, al otro lado de la puerta que daba a la calle—. Abajo están dando una gran cena, por lo que hay unos cuantos tipos rondando por ahí en busca de un sitio donde mear. ¡Ah!, y hay una estantería en el primer piso, señor, llena de condenados libros de contabilidad.

—¿Ha buscado las caballerizas? —preguntó Sharpe.

—Sí, señor, pero ya están bien cerradas con llave y el portón del patio también.

—O sea, que no hay ninguna posibilidad de robar caballos. Harper considero la cuestión y luego se encogió de hombros.

—Sería difícil, señor.

—Somos de la Infantería —recordó Frederickson quitándole importancia—; bien podemos salir de la ciudad a pie.

—¿Y si envían a la Caballería tras nosotros?

Frederickson desechó el miedo.

—¿Cómo sabrán en qué dirección nos hemos ido? Además, la Caballería francesa nunca nos ha atrapado, así que, ¿qué posibilidades cree que tienen esos adormilados?

—Iremos a pie entonces. —Sharpe estiró mucho los brazos como si se preparara para hacer ejercicio—. Pero, ¿hacia dónde?

—Eso es fácil —dijo Frederickson—. Nos vamos a Arcachon.

—¿A Arcachon? —preguntó Sharpe sorprendido. Era la ciudad más cercana al fuerte Teste de Buch; con todo, aparte de eso, no se le ocurría nada relacionado con ese lugar que fuera de especial relevancia.

Pero Frederickson, mientras Harper representaba su farsa con el orinal, había estado inmerso en sus pensamientos. Nunca había habido oro en el fuerte, explicó entonces; al menos no lo había cuando los fusileros lo capturaron. Si podían probar ese hecho, se habrían terminado sus problemas.

—Lo que tenemos que hacer —siguió diciendo— es encontrar al comandante Lassan. No creo que él escribiera ese informe: creo que lo preparó Ducos. —Frederickson dejó de hablar al tiempo que un soldado se reía al otro lado de la puerta—. Sospecho que su brandy es apreciado, sargento.

—¿Por qué cree que el informe del comandante fue falsificado? —preguntó Sharpe.

Frederickson hizo una pausa para prender una llama en su caja de yesca y encender uno de sus pequeños y asquerosos cigarros.

—¿Se acuerda de sus dependencias?

Sharpe hizo memoria de los frenéticos pocos días que había pasado en la fortaleza de Teste de Buch.

—Recuerdo que ese bastardo tenía un montón de libros. No sabía luchar, pero tenía un montón de malditos libros.

—¿Se acuerda de qué trataban esos libros?

—Tenía cosas mejores que hacer para ponerme a leer.

—Yo eché un vistazo —observó Frederickson—, y recuerdo que el comandante Lassan tenía una biblioteca muy refinada, por lo que fue una verdadera lástima que la convirtiéramos en su mayor parte en papel de dibujo y relleno para los cañones. Recuerdo algunas magníficas ediciones de ensayos y una enorme y verdaderamente amplia colección de sermones y demás literatura piadosa. Un hombre muy devoto, nuestro comandante Lassan.

—Así no es de extrañar que lo dejáramos hecho papilla —dijo Harper alegremente.

—Y si es un devoto —Frederickson no hizo caso del jovial comentario de Harper—, apuesto a que tal vez también sea honesto. Una cosa no siempre implica la otra, por supuesto: me acuerdo de un capellán muy moralista del LX que robó en el comedor de oficiales y luego se escapó con la rancia mujer de un cabo, pero estoy dispuesto a creer que quizá Lassan esté cortado por otro patrón muy distinto. De hecho, ¿me parece recordar que el americano nos contó que era un buen hombre?

—Sí, lo hizo —Sharpe se acordó.

—Pues esperemos que sea buena persona. Esperemos que desmienta ese condenado informe y nos suelte a todos de ese maldito y agudo anzuelo. El truco está en encontrarle y convencerle para que se desplace a Londres.

Las tranquilas palabras de Frederickson hicieron que la tarea sonara extrañamente fácil. Sharpe se volvió hacia la ventana y vio que la oscuridad envolvía la ciudad. A poca distancia por encima de una maraña de mástiles oscuros, una delgada una de puntas afiladas se asomaba sobre los negros tejados. Se veían velas en algunas ventanas y las teas parpadeaban allí donde los antorcheros escoltaban a los transeúntes por las calles.

—Pero, ¿por qué Arcachon? —Sharpe se puso de espaldas a la ventana—. ¿Cree que Lassan vive allí?

—Dudo que tengamos esa suerte —dijo Frederickson—, pero como es un hombre culto y devoto es probable que él y el sacerdote local tuvieran una relación amistosa. Es difícil poder entablar una conversación decente en una plaza fuerte; para qué hablar de encontrar a alguien con quien jugar al ajedrez, y yo recuerdo que encendimos un fuego con un excelente juego de ajedrez que había en las dependencias de Lassan. Así que mi propuesta es que vayamos a ver al sacerdote de Arcachon y esperemos que él nos pueda decir dónde encontrar a Lassan. ¿Están de acuerdo?

—Me parece una idea bastante brillante —repuso Sharpe con admiración.

—Sólo soy un humilde capitán de los fusileros —dijo Frederickson— y por tanto me halagan los elogios de un oficial del estado mayor.

—Pero —observó Sharpe— si Lassan es una persona honorable, ¿por qué iba Ducos a falsificar un informe suyo? Debería saber que Lassan podría desmentirlo.

—No tengo respuesta para eso —admitió Frederickson—, pero nos quedaremos sin saberlo a menos que encontremos a Lassan.

—O que salgamos de aquí —dijo Harper en tono grave—. ¿Me dan permiso para pegarle a un policía militar?

—Nada de muertes —advirtió Frederickson—. Si matamos a alguno de esos cabrones, entonces tendrán verdaderos motivos para someternos a un consejo de guerra. —Se acercó sigilosamente a la puerta—. Me pregunto si nuestro brandy está funcionando.

Se quedaron los tres en silencio mientras intentaban descifrar los leves sonidos que provenían del otro lado de la puerta. Oyeron voces y después, con perfecta claridad, el sonido del líquido al verterlo.

—Media hora más —decidió Sharpe.

La media hora pasó lentamente, pero al fin el primero de los relojes de la ciudad dio las diez. Sharpe hizo una mueca, agarró el picaporte de la puerta y le hizo una señal con la cabeza a Harper.

—Usted primero, sargento.

Abrió la puerta de golpe. Había empezado su huida.

* * * *

El teniente coronel Wigram era el invitado de honor en la cena que la compañía de transportes estaba dando en la prefectura. Los oficiales y sus invitados habían disfrutado de una buena cena a base de añojo asado, pollo asado y peras al horno. En esos momentos, cuando cada vez había más botellas de brandy junto a las que quedaban de vino de Burdeos, a Wigram lo invitaron a que pronunciara un discurso.

Hablaba bien. La amplia mayoría de los hombres que había alrededor de la larga mesa eran civiles provenientes de Londres con el fin de supervisar la pesada tarea de retirar un ejército de Francia. Se pasaban el día liquidando cuentas con los capitanes de los barcos, distribuyendo el espacio en los cascos de las embarcaciones y consiguiendo provisiones para el viaje de vuelta a casa que iba a realizar el Ejército. Entonces, en el esplendor del enorme salón de la prefectura iluminado por las velas, pudieron saber algo de lo que ese ejército había conseguido.

—En los días más aciagos de la guerra —dijo Wigram—, cuando las voces de todos los hombres de nuestro país se levantaban en contra de nuestros esfuerzos, y cuando cualquier hombre prudente podría haber considerado perdida nuestra causa, nunca hubiera tenido lugar una cena tan espléndida como ésta que tan generosamente nos han procurado ustedes. Entonces, caballeros, nos alimentábamos con un rancho realmente pobre. Más de una noche le di a mi caballo la única comida que me quedaba en las alforjas y yo tuve que dormir hambriento. Los franceses nunca se encontraban lejos durante esas frías noches y sin embargo sobrevivimos, caballeros. Sobrevivimos. —Hubo unos murmullos de admiración, y unos cuantos invitados, abrumados tanto por el heroísmo de Wigram como por la plenitud del vino, dieron golpecitos a sus copas con las cucharas para realizar un simpático y resonante aplauso—. E incluso después —las gafas de Wigram reflejaron la luz de las velas cuando levantó la vista para asegurarse de que su voz llegaba al otro extremo de la mesa, donde se encontraban los invitados más jóvenes—, cuando la fortuna nos sonrió de forma más compasiva, las dificultades seguían siendo nuestro constante compañero. —En realidad, Wigram había dormido entre sábanas todas las noches de la guerra y se sabía que había hecho azotar a un cocinero porque su trozo de ternera de todas las noches estaba poco hecho; pero ése no era momento de ser quisquilloso: era momento de que todos los hombres cosecharan el mayor mérito posible de la guerra, y Wigram, podía hacerlo como el mejor. Se inclinó ante el capitán Harcourt, que era otro de los invitados a la cena, y rindió un exagerado tributo a la contribución realizada por la Marina británica. De nuevo hubo aplausos.

Para finalizar, Wigram, pasó a una cuestión sobre la que había reflexionado con frecuencia:

—A menudo me preguntan —dijo— cuáles son las cualidades más deseables en un soldado, y he de confesar que provoco asombro cuando respondo que no es un brazo robusto ni un espíritu aventurero lo que hace ganar a un ejército sus batallas. Esas cualidades son necesarias, por supuesto, pero sin dotes de mando fracasarán indefectiblemente. En efecto, caballeros, es el soldado que mantiene alerta sus facultades mentales quien más contribuye a la gloriosa causa. Un soldado debe ser un pensador. Tiene que ser un maestro de los detalles. Tiene que ser un hombre cuya precisión de pensamiento lo convierta en alguien incondicional y constante en medio del peligro y la incertidumbre. —En ese punto, el teniente coronel Wigram hizo una pausa, se quedó con la boca abierta y uno a uno los invitados se volvieron para mirar con asombro las apariciones que se habían presentado en la entrada.

Solía decirse que la mayoría de soldados se alistaban al Ejército británico sólo para beber. Los franceses acusaban desdeñosamente a los británicos de combatir borrachos, o lo que es más, de no ser capaces de luchar a menos que estuvieran bebidos, aunque, si la acusación era cierta, era asombroso que los franceses no embriagaran a sus soldados, ya que sobrios nunca podían vencer a los británicos. No obstante, había buena parte de verdad en esas acusaciones. El Ejército británico tenía fama de alcohólico y más de una unidad francesa había evitado que la capturaran dejando que tentadoras botellas y barriles detuvieran a sus perseguidores.

Así que no era precisamente motivo de asombro que los tres policías militares estuvieran borrachos. Cada uno de ellos había consumido casi una pinta y media de brandy, y no solamente estaban bebidos, sino que además, de una manera feliz, maravillosa y despreocupada, no eran conscientes de estarlo. A decir verdad, se encontraban en un Nirvana transitorio tan agradable que ninguno de los tres se había percatado siquiera cuando un fornido irlandés les propinó un fuerte golpe en la cabeza para sumergirlos en una inconsciencia temporal. Fue durante ese momento en blanco cuando a los tres policías militares los desnudaron por completo. Luego, para asegurarse de que se quedaban totalmente incapacitados, Sharpe y Frederickson habían echado más brandy aún por sus gargantas, que lo tragaron entre resoplidos.

De ese modo, el discurso del teniente coronel Wigram se vio interrumpido por tres hombres ebrios hasta el delirio y tan desnudos como el día en que vinieron al mundo.

El sargento de la policía militar miró a su alrededor con un asombrado parpadeo cuando se encontró en el salón de banquetes vivamente iluminado. Hipó, se inclinó ante los presentes e intentó hablar.

—Fuego —consiguió decir al fin, y entonces se deslizó por la pared y cayó dormido.

Detrás de él, el humo entró por la puerta abierta. Wigram se quedó mirando horrorizado.

—¡Fuego! —Esta vez la voz provenía del exterior, y fue como un enorme rugido de advertencia.

Al teniente coronel le entró el pánico, pero lo mismo le sucedió a cada uno de los hombres que se encontraban en la habitación. Platos y copas se rompieron en pedazos cuando trataron de librarse de las mesas y salieron apiñados por una de las dos puertas de la estancia. A los policías militares desnudos los pisotearon. En el pasillo el humo se hacía más espeso y subía por el hueco de la escalera. Wigram trató como pudo de escapar con los demás. Perdió las gafas a causa del pánico, pero de alguna manera consiguió salir apresuradamente por la puerta, cruzar el vestíbulo y bajar hasta la plaza de la ciudad, donde se habían congregado los invitados a la cena para observar el inminente incendio.

Sin embargo, no hubo ninguno. Un sargento de guardia llenó un cubo de agua y apagó la pila de uniformes empapados de brandy que, espolvoreados en abundancia con pólvora y colocados después sobre unos libros de contabilidad holgadamente amontonados y mojados también con brandy, habían provocado la acre humareda. Había una seria quemadura superficial en la alfombra que apenas tenía importancia, puesto que, al llevar bordada la inicial imperial «N», estaba destinada a la destrucción de todas formas. La mayor parte de los libros de contabilidad estaban chamuscados y algunos habían quedado reducidos a cenizas, pero el fuego no se había propagado y por tanto no se había causado un verdadero daño. El sargento ordenó que sacaran al patio a los tres policías militares borrachos y los dejaran tirados en un camino de paso de las caballerías y después, deteniéndose sólo para hurtar media docena de botellas de brandy de la mesa de la sala de banquetes, se dirigió a la puerta principal e informó a los oficiales de que todo estaba en orden.

A excepción de que, tal como descubrió al cabo de media hora alguien a quien se le ocurrió mirar en el piso superior de la prefectura, habían desaparecido tres fusileros. También habían desaparecido del cuarto de guardia dos fusiles, una pistola de siete cañones, una bayoneta y seis bolsas de munición.

El coronel Wigram, que se dejó llevar por el pánico como una gallina mojada, quería llamar a la guardia y mandar luego a la Caballería a galopar por toda Francia para encontrar a los fugitivos. El capitán Harcourt estaba más calmado.

—No hace falta —dijo.

—¿Que no hace falta?

—Mi querido Wigram, hay piquetes en cada una de las salidas de la ciudad y, aunque el comandante Sharpe evite a los centinelas, sabemos exactamente hacia dónde se dirigen.

—¿Lo sabemos?

—Naturalmente. Ese fusilero tuerto tenía toda la razón en lo que declaró ante el tribunal: nadie pudo haberse llevado seis toneladas de oro bajo el fuego enemigo. Seguro que usted lo comprendió.

Wigram no había comprendido nada parecido, pero no estaba dispuesto a demostrar tanta ignorancia.

—Por supuesto —repuso de mal humor.

—En ningún caso pudieron llevarse el oro, así que debieron de esconderlo en Teste de Buch, y le garantizo que es allí a donde han ido. Y allí es donde tenemos un balandro desde hace una semana. ¿Sería usted tan amable de mandar a un solo mensajero para advertir a la tripulación de que tendrán que arrestar al comandante Sharpe y a sus compañeros?

—Claro que sí. —Wigram se sintió herido de que nadie le hubiera hablado de las precauciones de la Marina—. ¿Han tenido un balandro allí durante una semana?

—No querrá que esos malditos franceses cojan el oro, ¿no?

—¡Pero les pertenece a ellos por ley!

—Me he pasado los últimos veinte años de mi vida matando a esos cabrones y no tengo ninguna intención de entregarles un montón, de oro sólo porque se haya firmado un tratado de paz. ¡Si hace falta, destrozaremos ese fuerte para encontrar esa maldita cosa! —Harcourt levantó la vista hacia las estrellas como si considerara el tiempo que iba a hacer y luego sonrió—. Hay un único consuelo en todo esto, mi querido coronel. Al escaparse, el comandante Sharpe y el capitán Frederickson han demostrado su culpabilidad, así que, cuando la Marina los atrape, no debería tener usted ningún problema en convocar un consejo de guerra. ¿Quiere que mandemos a ese mensajero? Y como es probable que las carreteras sean peligrosas, tal vez sea mejor que se le facilite una tropa de caballería como escolta. Tal vez entonces le gustaría terminar su discurso. Debo reconocer que me ha causado gran fascinación su teoría respecto al papel del pensador en la consecución de la victoria.

Pero, de alguna manera, la alegría había abandonado la noche de Wigram. Al menos encontró sus gafas, pero alguien las había pisoteado al salir corriendo y tenían un cristal roto y una patilla torcida. Así que renunció a su discurso, maldijo a todos los fusileros y luego se retiró a sus dependencias y se fue a dormir.