CAPÍTULO 8
El padre Marin había advertido a Frederickson de que un hombre tardaría un mes entero en ir andando desde Arcachon a Caen, eso si viajaba de día y sin necesidad de eludir tanto a los rapaces bandidos como a las patrullas de la policía militar. Había carruajes de servicio público que podían hacer el viaje en una semana y que iban bien protegidos con escoltas armados; pero tanto Sharpe como Frederickson pensaban que el nuevo Gobierno francés, que los tomaba por ladrones, podría estar buscándolos todavía. Asimismo, la noticia de que los marineros británicos estaban registrando el Teste de Buch convenció a Sharpe de que corrían el mismo peligro con sus propios compatriotas que con los franceses. Frederickson se mostró de acuerdo con él en que era mejor caminar de noche para evitar así todas las miradas.
Se tropezaron con su mayor obstáculo sólo tres noches después de haber dejado Arcachon. Se habían dirigido hacia el este para llegar hasta el río Garona a su paso por el sur de Burdeos. El río era demasiado ancho y profundo para poder atravesarlo nadando sin peligro, y se pasaron toda una noche buscando hasta que encontraron una embarcación. Era el esquife de un barquero, que estaba atado a un grueso poste de madera clavado en las profundidades de la orilla del río. Harper se escupió en las manos, se agachó, agarró el poste y tiró de él hasta desencajarlo del suelo silíceo. Frederickson ya había cortado dos ramas para usarlas como remos. La corriente del río era tan rápida que Sharpe tuvo miedo de que arrastrara su bote hasta el mismo Burdeos, pero de alguna manera lograron dirigir la embarcación hacia la orilla del este sin ningún percance.
La noche siguiente cruzaron otro río más pequeño y entonces pudieron poner rumbo al norte. El padre Marin le había confiado a Frederickson la ruta que debían seguir, y que pasaba por Angoulême, Poitiers, Tours, Le Mans, Alençon, Falaise y así hasta Caen.
Los tres fusileros estaban acostumbrados a viajar de noche, puesto que el Ejército siempre había realizado sus marchas mucho antes del amanecer para poder recorrer el camino diario antes de que el sol de España llegara a su cenit. En esos momentos, en medio de la campiña francesa, era dudoso que alguien se diera cuenta del paso de los fusileros. Las habilidades que utilizaban ya les eran innatas entonces; eran las habilidades de unos soldados que habían patrullado en la guerra durante toda su vida. Sabían cómo viajar en silencio y cómo cazar. Una noche, a pesar de la presencia de tres perros guardianes en un corral, Frederickson y Harper robaron dos cochinillos recién paridos, que asaron al día siguiente en una casa de labranza abandonada y en ruinas situada en lo alto de una colina. Dos noches después, en un bosque repleto de flores silvestres, Sharpe cazó un venado al que destriparon y descuartizaron. Sacaron peces de los arroyos sólo con las manos. Cenaron setas y raíces de diente de león. Comieron liebres, conejos y ardillas y lo único que echaron de menos en su dieta fue el vino y el ron.
Evitaron pasar por ciudades y pueblos. A veces oían repicar la campana de una iglesia al anochecer o percibían el hedor de una gran ciudad, pero siempre se desviaban hacia el este o hacia el oeste antes de continuar por senderos desiertos o de bordear los enormes viñedos. Vadearon los arroyos, treparon por las colinas y atravesaron como pudieron los salobres pantanales. En las noches claras seguían la estrella polar y en las otras caminaban hasta una carretera principal para orientarse con los mojones. Parecían vagabundos con sus uniformes hechos jirones, pero unos vagabundos tan bien armados que debían de tener un aspecto más aterrador que el de los forajidos que tanto se molestaban en evitar.
La décima noche de su viaje se vieron obligados a detenerse en medio de la oscuridad. Durante todo el día habían visto que las nubes se amontonaban en el oeste y al caer la noche todo el cielo estaba cubierto de sombrías y negras nubes tormentosas. Los tres fusileros se habían acomodado en un establo en ruinas y cuando el primer relámpago punzante fulminó el suelo Sharpe decidió quedarse. Ya había empezado a chispear, suavemente al principio, pero pronto empezó a llover de un modo malévolo cada vez con más fuerza hasta que el aguacero golpeó la tierra con un diluvio hiriente y continuo. Los truenos restallaban y recorrían el cielo con un sonido como el del paso de una fuerte ráfaga de disparos.
Harper dormía mientras Sharpe y Frederickson permanecían en cuclillas a la entrada del establo. Ambos estaban fascinados con la violencia de la tormenta. Los rayos serpenteaban y se dividían en riachuelos de brillante fuego blanco de manera que parecía como si el mismísimo cielo estuviera en un grito.
—¿No tronó también la noche antes de la batalla de Salamanca? —Frederickson tuvo casi que gritar para hacerse oír por encima del violento ruido.
—Sí. —Sharpe oía los balidos de pánico de unas ovejas hacia el oeste y estaba considerando la posibilidad de desayunar añojo.
Frederickson resguardó su caja de la yesca en el interior de su sobretodo y prendió una llama para encender uno de los pocos cigarros que le quedaban.
—Me asombro a mí mismo al disfrutar verdaderamente de esta vida. Creo que quizá sería capaz de vagar en la oscuridad el resto de mi vida.
Sharpe sonrió.
—Yo prefiero llegar a casa.
Frederickson soltó una carcajada desdeñosa.
—Oigo el eco de la lujuria de un hombre casado.
—Estaba pensando en Jane, si es a lo que se refiere. —Desde que habían salido de Burdeos Sharpe había procurado no mencionar a su esposa, porque sabía la poca simpatía que a Frederickson le merecía el estado del matrimonio; pero las preocupaciones de Sharpe no habían hecho más que aumentar con ese silencio y entonces, bajo la amenaza de la tormenta, no pudo resistirse a expresar su preocupación—. Estará inquieta.
—Es la mujer de un soldado. Si no está preparada para las largas ausencias y los largos silencios, no tendría que haberse casado con usted. Por otra parte, D’Alembord la verá muy pronto.
—Eso es cierto.
—Y tiene dinero —continuó diciendo Frederickson implacablemente—, así que no veo que tenga muchos motivos para estar intranquila. En realidad, sospecho que está usted más preocupado por ella que ella por usted.
Sharpe vaciló antes de reconocerlo, pero como necesitaba el consuelo de un amigo, asintió con la cabeza.
—Es verdad.
—¿Le preocupa que se haya cansado de usted? —insistió Frederickson.
—¡Por Dios, no! —protestó Sharpe con vehemencia, con demasiada vehemencia, porqué a decir verdad, esa idea nunca había estado muy lejos de sus pensamientos. Era una preocupación natural provocada por la triste manera en que se habían separado y el subsiguiente silencio de Jane, pero a Sharpe no le gustaba hablar de sus intimidades ni siquiera con Frederickson. Su voz sonó áspera—. Estoy preocupado porque el maldito Wigram sabía que ella había retirado ese dinero. Eso significa que alguien ha investigado sus asuntos domésticos. ¿Y si intentan confiscarle el dinero?
—Entonces será pobre —afirmó Frederickson con crueldad—, pero no hay duda de que vivirá hasta que usted limpie su nombre. Es de suponer que su esposa tiene amistades que no dejarán que acabe en una penuria ignominiosa, ¿no?
—No tiene amigos que yo sepa. —Sharpe había raptado a Jane de la casa de su tío, donde la habían obligado a llevar una vida recluida. Esa clase de vida le había impedido hacer buenas amistades y, despojada de un apoyo así, Sharpe no sabía cómo sobreviviría Jane a la pobreza y la soledad. Era demasiado joven e inocente para pasar privaciones, pensaba él, y al darse cuenta de ello sintió que le invadía un sentimiento de afecto y lástima por ella. De pronto deseó haberse arriesgado a hacer el viaje en carruaje. Quizás a esas alturas podrían haber encontrado ya a Lassan y estar regresando a casa con la prueba que necesitaban, pero en lugar de eso Sharpe se encontraba aislado en medio del azote de esa tormenta de agua, y se imaginó a una Jane sin un céntimo, agitada bajo la misma atronadora violencia, presa de un miedo solitario y lamentable—. Tal vez piense que estoy muerto.
—¡Por el amor de Dios! —A Frederickson le indignó la autocompasión de Sharpe—. Puede leer las relaciones de bajas, ¿no es verdad? Y debe de haber recibido alguna de sus cartas. Además, D’Alembord estará pronto con ella, y puede estar seguro de que no permitirá que se muera de hambre. ¡Por Dios, hombre, deje de inquietarse por algo que no se puede cambiar! Encontremos a Henri Lassan y entonces ya nos preocuparemos por el resto de nuestras condenadas vidas. —Frederickson se quedó callado al tiempo que el tremendo estallido de un trueno lanzaba una relampagueante lengua de serpiente hacia un bosque de una colina cercana. Las retorcidas ramas empezaron a arder tras caer el rayo, pero la fría lluvia extinguió enseguida las hojas en llamas. Frederickson chupó su cigarro—. Ojalá comprendiera el amor —dijo en un tono más familiar—; me parece un fenómeno muy extraño.
—¿Ah, sí?
—Recuerdo que la última vez que estuve en Londres pagué seis peniques para ver a la mujer con cara de cerdo. ¿Se acuerda de lo famosa que fue durante unos meses? Recuerdo que la exhibieron en la mayoría de las ciudades más grandes e incluso se dijo que tal vez la expusieran en Alemania y Rusia. Confieso que fue una experiencia de lo más singular. Era verdaderamente porcina, con un rostro bastante hocicudo, unos ojos pequeños y unos pelos hirsutos en las mejillas. No era exactamente una cara de cerda, pero si una gran aproximación. Yo más bien creo que su representante le había rajado los orificios nasales para aumentar esa impresión.
Sharpe no sabía qué tendría que ver la mujer con cara de cerdo con el escepticismo de su amigo en relación con el amor.
—¿Y valió la pena pagar seis peniques para ver a una mujer fea? —preguntó sin embargo.
—Te compensaba el dinero que habías pagado, tal como lo recuerdo. Su representante solía hacer que la desdichada criatura sorbiera por la nariz trozos de manzana y gachas frías de un comedero que había en el suelo, y si le dabas un florín más, se desnudaba de cintura para arriba y amamantaba a una camada de lechones bastante regordetes. —Frederickson se rió al acordarse—. Hay que reconocer que era una mujer terriblemente repugnante, pero un mes después me enteré de que un caballero de Tamworth le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Le pagó al representante cien guineas por la pérdida del negocio y luego se llevó a la señora cerdo hacia una feliz vida conyugal en Stafordshire. ¡Increíble! —Frederickson meneó la cabeza ante esa evidencia de la irracionalidad del amor—. ¿No lo, encuentra increíble?
—Preferiría saber si pagó usted el florín de más —le dijo Sharpe.
—Claro que sí. —Frederickson pareció molesto de que hubiera tenido que preguntárselo—. Tenía curiosidad.
—¿Y?
—Tenía unos pechos completamente normales. ¿Cree usted el caballero de Tamworth estaba enamorado de ella?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Uno tiene que suponer que sí. Pero tanto si lo estaba como es totalmente inexplicable. Sería como irse a la cama con el sargento Harper. —Frederickson hizo una mueca, y Sharpe sonrió.
—¿Nunca se ha sentido tentado, William?
—¿De acostarme con el sargento Harper? No sea impertinente.
—Me refiero a casarse.
—Ah, casarme. —Frederickson se quedó callado unos momentos, y Sharpe creyó que su amigo no iba a responderle. Entonces se encogió de hombros—. Me dejaron plantado.
Sharpe lamentó inmediatamente haberle hecho esa pregunta.
—Lo siento.
—No veo por qué tendría que sentirlo. —Frederickson parecía enfadado por haber revelado ese aspecto de su pasado—. Ahora considero que fui muy afortunado al librarme. He observado a mis amigos casados, y no excluyo a los aquí presentes, y todo lo que puedo decir, con el mayor de los respetos, es que la mayoría de las esposas resultan ser unos incordios muy caros. Su principal atractivo se puede alquilar por horas de manera mucho más práctica, por lo que no parece muy lógico incurrir en el gasto de mantenerla una durante años. Pero bueno, dudo que esté usted de acuerdo conmigo. Los hombres casados rara vez lo están. —Se dio la vuelta y fue hacia el interior del establo a por la bayoneta de Harper, la sacó de la vaina y la comprobó contra su pulgar—. Tengo ganas de desayunar añojo.
—Yo he tenido el mismo deseo.
—¿O preferiría usted cordero? —preguntó Frederickson solícitamente.
—Creo que añojo. ¿Quiere que vaya yo?
—Me hace falta el ejercicio. —Frederickson apagó con cuidado su cigarro y lo guardó en su chacó. Se puso en pie, observó unos instantes la intensa lluvia y luego se adentró en la noche.
Harper roncaba detrás de Sharpe. En la cima de la colina las enormes ramas del follaje se agitaban y se combaban con el empapado viento. Los relámpagos cortaban el cielo, y Sharpe se preguntó qué malévolo destino había llevado su carrera a ese extremo; luego rezó para que el tiempo aclarara y pudiera así terminar su viaje y encontrar a un francés honesto.
* * * *
Henri Lassan había luchado con su conciencia. Incluso había llegado a consultarlo con el obispo, y había rezado hasta tomar por fin una decisión, de la que informó a su madre una noche durante la cena. La familia estaba comiendo sopa de acedera y pan negro. Bebían un vino tinto tan malo que Lucille había tenido que poner un poco de jengibre rallado en la botella para mejorarle el sabor. Henri estaba sentado a la cabecera de la mesa.
—¿Mamá?
—¿Henri?
Henri se detuvo con la cuchara llena de sopa a unas pulgadas por encima de su plato.
—Me casaré con mademoiselle Pellemont, tal como tú deseas.
—Me alegro mucho, Henri. —La anciana dama no iba a deleitarse con su victoria, sino que respondió con gravedad y con una pequeñísima inclinación de la cabeza.
Lucille mostró más alegría.
—Creo que es una noticia maravillosa.
—Tiene unas caderas excelentes —observó la viuda—. Su madre tuvo dieciséis hijos y su abuela doce, así que es una buena elección.
—Una elección muy concienzuda —dijo Henri Lassan esbozando una sonrisa.
—Tiene un carácter encantador —apuntó Lucille afectuosamente, y era cierto: podría ser que algunas personas pensaran que Marie Pellemont tenía la misma placidez y atractivo que una vaca mansa y no muy activa, pero a Lucille siempre le había gustado Marie, que era de su misma edad y que ahora se convertiría en nueva condesa de Lassan.
La ceremonia de esponsales se fijó para dos semanas después, y aunque el castillo pasaba una mala época, la familia se esforzó para hacer las provisiones adecuadas para la ocasión. Se dieron todos los caballos de silla del castillo menos uno para de esa forma los invitados pudieran recibir los tradicionales regalos: lazos para las empuñaduras de las espadas en el caso de hombres y ramilletes de flores para las mujeres. También habría comida abundante y vino decente para los invitados de calidad. A los habitantes del pueblo y los arrendatarios también les darían de comer y se les suministrarían enormes cubas de sidra. Lucille se encontró atareada horneando pasteles de manzana y prensando grandes bandejas de queso envuelto en ortigas. Se aseguró de que los jamones que colgaban en las chimeneas del castillo no estuvieran demasiado mordisqueados por los murciélagos. Cortó los peores estragos y luego frotó con pimienta los oscuros jamones para mantener a raya a los animales. Eran unos momentos felices. Los días eran cada vez más largos y hacia más calor.
Entonces, una semana antes de la ceremonia de esponsales, llegó la noticia de los primeros forajidos armados en las inmediaciones del castillo.
La noticia venía de un hombre que cavaba zanjas en los campos más altos por encima de la corriente del caz. Había visto cómo los fugitivos harapientos, todos armados y con los vestigios unos uniformes imperiales, caminaban a lo largo del cauce de la corriente intentando pasar desapercibidos. Llevaban dos corderos muertos.
Esa noche Henri Lassan durmió con un mosquete cargado junto a su cama. Cerró los puentes que atravesaban el foso con barricadas hechas de viejas cubas de sidra y luego soltó a las ocas en el patio para que hicieran de centinelas. Las ocas eran más fiables que los perros, pero ningún extraño las molestó esa noche ni la siguiente, y Henri se atrevió a esperar que los vagabundos sólo hubieran estado de paso por la zona.
Pero entonces, al otro día, llegó la espantosa noticia de que una granja se estaba quemando pasado el vecino pueblo de Seleglise. El humo del granero en llamas era claramente visible desde el castillo. Habían matado al granjero, a toda su familia y a sus dos sirvientas. Los detalles de la masacre, transmitidos por el molinero de Seleglise, eran atroces, tanto que Henri no se los contó ni a su madre ni a Lucille. El molinero, un hombre mayor y devoto, sacudió la cabeza.
—Eran franceses los que lo hicieron, milord.
—O polacos, o alemanes o italianos. —Lassan sabía que había hombres desesperados de todas esas nacionalidades salidos de los derrotados ejércitos de Napoleón. De alguna manera no quería creer que los franceses pudieran hacer tales cosas a sus propios semejantes.
—Da lo mismo —dijo el molinero—: en su día todos fueron soldados de Francia.
—Cierto. —Y ese mismo día Henri Lassan se puso el uniforme que había esperado no volver a vestir más, se sujetó una espada y condujo a un grupo de sus vecinos a la caza de los asesinos. Los granjeros que cabalgaban con él eran hombres valientes, pero incluso ellos evitaron adentrarse en el profundo bosque más allá de Seleglise, donde sin duda se habían refugiado los vagabundos de instintos asesinos. Los granjeros se contentaron con disparar a ciegas hacia los árboles. Asustaron a un montón de palomas y dañaron muchas hojas, pero nadie les devolvió los disparos.
Lassan se planteó posponer la ceremonia de esponsales, pero su madre se opuso categóricamente a tal maldición. A la condesa viuda le había costado casi veinte años convencer a su hijo adulto de que tomara una esposa y no iba a poner en peligro feliz evento sólo porque unos canallas vagabundos estuvieran merodeando a ocho kilómetros de distancia. Pareció que su fe se veía recompensada, ya que no hubo más incidentes y todos los invitados llegaron al castillo sin ningún percance.
La ceremonia de esponsales, aunque modesta, fue muy bien. Hizo buen tiempo, Marie Pellemont tenía el aspecto más bello que su aliviada madre había podido conseguir que tuviera, mientras que Henri Lassan, vestido con un traje de una excelente tela azul que había sido de su padre, parecía un noble como es debido. La viuda había sacado lo que quedaba de la plata de la familia, incluida una gran fuente, de casi un metro de ancho y treinta centímetros de hondo, a la que se le había dado la forma de una concha de vieira que sostenía el escudo de armas de la familia Lassan. Un flautista, un violinista y un tambor del pueblo proporcionaron la música; hubo danzas populares y se realizó el solemne acto de promesas seguido por el intercambio de regalos. Mademoiselle Pellemont recibió un rollo de hermosa seda de China de color azul pálido, un tesoro que la condesa viuda había poseído durante cincuenta años siempre con la intención de convertirlo en un vestido digno del mismísimo Versalles. Henri recibió una pistola con la empuñadura de plata que en su día, había pertenecido al padre de Marie. El cura del pueblo se hizo un lío con las palabras al dar la bendición, mientras que el médico local, un viudo, bailó tanto con Lucille que fueron un alegre tema de conversación por todo el patio del castillo, del que se había retirado el montón de abono en honor de ese gran día. Pronto, pensaron los habitantes del pueblo, la viuda Castineau también se casaría y no antes de tiempo, porque Lucille ya tenía casi treinta años, no tenía hijos y era una mujer de una generosidad y disposición excelentes. A médico, pensaban los del pueblo, podría irle mucho, mucho peor, aunque sin duda a la viuda de Castineau le podía ir mucho mejor.
A eso de media noche ya se habían marchado todos los invitados excepto tres primos que habían venido de Rotien y que se quedarían a pasar la noche en el castillo. Henri metió su pistola nueva en un cajón y luego se fue a la cocina, donde sus tres primos se estaban empapando de buen Calvados. Lucille y Marie, la vieja cocinera, restregaban la fuente de concha de vieira con unos puñados de paja abrasiva mientras que la condesa viuda se quejaba de que madame Pellemont no se hubiera mostrado suficientemente agradecida por el rollo de seda.
—Os aseguro que no ha visto un género de esa calidad desde antes de la Revolución.
—A Marie le gustó —Lucille era la eterna conciliadora— y ha prometido que se hará el vestido de novia con esa tela, mamá.
Henri, al acordarse de la terrible experiencia que tendría que afrontar al cabo de un mes, dijo que se iba fuera a soltar a las ocas. Lo hizo al tiempo que se preguntaba si había tomado la elección acertada al acceder a casarse, se apoyó contra la pared del castillo y levantó la vista para mirar la luna llena. Era una noche cálida, bochornosa incluso, y la luna estaba rodeada de un halo como de gasa. Oía una música proveniente del pueblo y supuso que el jolgorio continuaba en la bodega que había junto a la iglesia.
—Mañana lloverá. —La condesa viuda salió por la puerta de la cocina y levantó la mirada hacia la brumosa luna.
—Hace falta que llueva un poco.
—Esta noche hace calor. —La viuda ofreció el brazo a su hijo—. Tal vez sea un verano caluroso. Espero que sí: noto que el frío me afecta mucho más que antes.
Henri acompañó a su madre hasta el puente que conducía a la lechería. Se detuvieron sobre las tablas del puente, a poca distancia de la nueva barricada, y se quedaron mirando las tranquilas y negras aguas del foso, en las que se reflejaba la luna.
—Veo que llevas la espada de tu padre —dijo de pronto la condesa.
—Sí.
—Me alegro. —La viuda alzó la cabeza para escuchar la música que seguía sonando en el pueblo—. Es casi como en los viejos tiempos.
—¿Ah, sí?
—Solíamos bailar mucho antes de la Revolución. Tu padre era un gran bailarín y tenía muy buena voz.
—Lo sé.
La viuda sonrió.
—Gracias por acceder a casarte, Henri.
Henri también sonrió, pero no dijo nada.
—Ya verás cómo mademoiselle Pellemont es una chica de lo más agradable —repuso la viuda.
—No será una mujer difícil —asintió Henri.
—En algunos aspectos es como tu hermana. No es de las que alardean o se dan aires. No me gustan las mujeres de carácter jactancioso: no se puede confiar en ellas.
—Por supuesto que no. —Henri estaba apoyado en la baranda del puente y se puso derecho de golpe cuando de repente las ocas chillaron detrás de él.
La viuda se agarró al brazo de su hijo.
—¡Henri!
A la viuda del conde la habían alarmado unos pasos que se oyeron de pronto junto a la lechería, donde las losas proporcionaban un firme punto de apoyo en medio del mar de barro revuelto por las pezuñas de los animales. Unas sombras oscuras se movían entre las que proyectaba la luna.
—¿Quién anda ahí? —gritó Henri.
—¿Milord? —Era una voz profunda la que contestó. El tono de esa voz era respetuoso y hasta cordial.
—¿Quién es? —volvió a preguntar Henri, y empujó suavemente a su madre hacia la iluminada puerta de la cocina.
Pero, antes de que la viuda pudiera dar un solo paso, dos hombres sonrientes aparecieron de entre las sombras. Los dos eran unos hombres altos, de pelo largo, que llevaban unas chaquetas de uniforme de color verde. Caminaron hasta el extremo más alejado del puente con las manos extendidas para mostrar que no tenían intención de causar ningún daño. Los dos llevaban espadas y tenían unos mosquetes colgados al hombro.
—¿Quiénes son ustedes? —Lassan abordó a los desconocidos.
—¿Es usted Henri, conde de Lassan? —le preguntó de manera educada el más alto de los dos.
—Sí —contestó Lassan—. ¿Y quiénes son ustedes?
—Tenemos un mensaje para usted, milord.
La viuda, más tranquila al oír el respeto en la voz del desconocido, se quedó al lado de su hijo.
—¿Y bien? —preguntó Lassan. Los dos hombres uniformados estaban muy cerca de la barricada, ni a dos pasos de Lassan. Todavía sonreían cuando, con una experta rapidez, se descolgaron del hombro las pesadas armas.
—¡Corre mamá! —Henri empujo a su madre hacia el castillo—. ¡Lucille! ¡La campana! ¡Haz sonar la campana! —Se dio la vuelta para ir tras su madre y trató de protegerla con su cuerpo.
El hombre más alto disparó primero, y su bala penetró en la espalda de Lassan entre dos de sus costillas inferiores. El proyectil se desvió hacia arriba, hizo estallar su corazón en pedazos sangrantes y se le alojó en la parte interior del esternón. Al caer golpeó a su madre en la espalda y la hizo caer de rodillas.
La viuda se volvió para encontrarse con que el arma del otro hombre la apuntaba. Ella lo miró fijamente de manera desafiante.
—¡Animal!
El otro hombre disparó y su bala entró por el ojo derecho de la viuda hasta el cerebro.
Madre e hijo estaban muertos.
Lucille llegó a la puerta de la cocina y dio un grito.
Los dos hombres treparon por la barricada y entraron en el patio del castillo. Había otras formas inmersas en la oscuridad detrás de ellos.
Lucille volvió corriendo a la cocina, donde sus primos trataban de ponerse en pie. Uno de ellos, menos borracho que sus compañeros, sacó su pistola, la amarilló y se fue hacia la puerta, donde vio las formas oscuras en el extremo más alejado del patio. Disparó. Lucille lo empujó a un lado y levantó el enorme trabuco que guardaban cargado y listo encima de los tanques para el jabón. Lo armó y disparó contra los asesinos. La culata le golpeó el hombro y le causó un dolor atroz. Uno de los dos asesinos soltó un grito agónico al ser alcanzado. Los otros dos primos se abrieron paso por delante de Lucille y se adentraron corriendo en la oscuridad, pero una descarga de fusilería disparada desde el otro lado del foso hizo que se tiraran contra los adoquines. Las balas dieron en la antigua pared de piedra del castillo. Marie, la cocinera, gritaba. Las ocas chillaban y estiraban el cuello. Los perros que había en el granero ladraban de una manera que podría despertar a los muertos.
Lucille agarró una vieja y abollada pistola de caballería, echó hacia atrás el percutor y se fue corriendo en dirección a las oscuras formas que estaban agazapadas sobre los cuerpos de su madre de su hermano.
—¡Deténganla! —gritó una voz grave en francés desde el otro lado del foso, y uno de sus primos, como obedeciendo a esa voz, puso en pie, agarró a Lucille de la cintura y la arrastró contra adoquines justo cuando otras tres armas dispararon desde el otro lado del foso. Las balas pasaron como un latigazo por encima de Lucille y de su primo. Ella levantó la cabeza y vio que los hombres que habían matado a su familia volvían a trepar por la barricada. Había herido a uno de ellos, pero no de gravedad. Lucille estaba llorando, gritando por su madre, pero a la luz de la luna vio que los hombres que escapaban a su venganza llevaban unas casacas verdes. ¡Los hombres de verde! Esos demonios ingleses que habían perseguido a su hermano habían regresado una noche funesta para terminar su repugnante trabajo. Aulló como un perro a esas formas que se retiraban y disparó la pistola contra los asesinos que huían. Los pedacitos de pólvora explosionada que salieron de la cazoleta de la pistola le quemaron la cara y fogonazo la deslumbró.
Los perros encerrados en el granero escarbaban en la puerta. Marie sollozaba. Un sirviente fue corriendo a la capilla y empezó a tañer la campana para dar la alarma. Los habitantes del pueblo, alertados por los disparos y atribulados por el frenético ruido la campana, atravesaron el arco principal del castillo en manada. Algunos llevaban faroles; todos llevaban armas. Los que llevaban pistolas dispararon sin tregua hacia el este, por donde los atacantes hacía rato que habían desaparecido. Los disparos de los aldeanos causaron más daños a la lechería y a los invernáculos del castillo que a los asesinos.
Lucille, llorando desconsolada, se abrió paso entre los habitantes del pueblo hacia el lugar donde yacían su madre y su hermano en medio del foco de luz de los faroles. El sacerdote del pueblo le había tapado el rostro a la viuda con un pañuelo. El vestido negro de la anciana estaba empapado de sangre que brillaba bajo la luz amarillenta.
Henri Lassan estaba tendido de espaldas. Su excelente traje había sido cortado con cuchillos, casi como si sus asesinos hubieran pensado que guardaba monedas en las costuras de su chaqueta. Le habían robado su antigua espada grabada. Lo más raro de todo era la presencia de un hacha de mango corto junto a su cuerpo. Esa barata hacha la habían utilizado para cortar dos dedos de la mano derecha de Henri Lassan. Lo habían hecho con torpeza, de manera que el pulgar y el dedo anular también estaban medio amputados. No había ni rastro de los dos dedos que faltaban.
El cura pensó que la desfiguración se había hecho en pro del satanismo. Pocos años antes había habido un brote de culto al demonio en las montañas de Normandía y el obispo lo había prevenido contra un resurgimiento de esas prácticas abyectas. El sacerdote se santiguó pero se reservó su opinión. Por esa noche bastaba con el mal que ya estaba hecho.
Lucille, que ya era viuda y ahora huérfana y privada de la vida de su buen hermano, lloraba como una niña desconsolada mientras la campana de la capilla seguía anunciando su inútil mensaje en una noche vacía.