CAPÍTULO 11
Sharpe y sus fusileros, acompañados todavía por el capitán Galiana, caminaron a través del ejército español, que en su mayor parte parecía estar descansando en la playa. Galiana desmontó al llegar al pueblo de Bermeja y guió a su caballo por entre las casuchas. Allí se encontraban el general Lapeña y sus ayudantes de campo, protegiéndose del sol bajo un armazón en el que había unas redes tendidas para secarse. En el pueblo había una torre de vigilancia cuya cúspide se hallaba atestada de oficiales españoles que miraban hacia el sur con catalejos. El sonido de los mosquetes provenía de esa dirección, pero llegaba muy amortiguado y en el ejército español nadie parecía particularmente interesado en él. Galiana volvió a montar al salir del pueblo.
—¿Ése era el general Lapeña? —preguntó Sharpe.
—Lo era —respondió Galiana con amargura. Había llevado el caballo al paso para evitar que el general se percatara de su presencia.
—¿Por qué le tiene antipatía? —le preguntó Sharpe.
—Por mi padre.
—¿Qué hizo su padre?
—Estaba en el ejército, como yo. Retó a Lapeña a un duelo.
—Lapeña no quiso batirse. Es un cobarde.
—¿Por qué discutieron?
—Por mi madre —repuso Galiana de manera cortante.
La playa al sur de Bermeja se hallaba vacía salvo por algunos botes de pesca arrimados ala arena. Los botes estaban pintados de azul, amarillo y rojo y tenían unos grandes ojos oscuros en las amuras. El sonido de los disparos de mosquete seguía siendo amortiguado, pero Sharpe vio alzarse humo al otro lado de los pinos que se extendían espesos tras las dunas. Anduvieron en silencio hasta que, quizás a unos ochocientos metros pasado el pueblo, Perkins afirmó haber visto una ballena.
—Lo que has visto —le dijo Slattery— ha sido tu maldita ración de ron. La viste y te la bebiste.
—¡La vi, en serio señor! —apeló a Sharpe, pero a Sharpe no le importaba lo que Perkins hubiera visto o dejado de ver y no le hizo el menor caso.
—Una vez vi una ballena —terció Hagman—. Estaba muerta. Apestaba.
Perkins volvía a mirar el mar con la esperanza de ver lo que fuera que hubiese tomado por una ballena.
—¿Acaso tenía un espinazo de comadreja? —sugirió Harris. Todos se lo quedaron mirando.
—Otra vez se pasa de listo —dijo Harper con altivez—. No le hagan caso.
—Es Shakespeare, sargento.
—Por mí como si es el maldito arcángel san Gabriel; sólo está presumiendo.
—Había un tal sargento Shakespeare en el 48.º —comentó Slattery—, y era un sinvergüenza de marca mayor. Se asfixió con una nuez.
—¡No te mueres por una nuez! —terció Perkins.
—Él se murió. Se le puso la cara azul. Le estuvo bien empleado. Era un hijo de puta.
—¡Dios salve a Irlanda! —exclamó Harper. Sus palabras no las había provocado el fallecimiento del sargento Shakespeare, sino una cabalgada que bajaba ruidosamente por la playa hacia ellos. Las mulas del bagaje, que se estaban retirando por la playa en lugar de por el camino del pinar, se habían desbocado.
—¡No se muevan! —dijo Sharpe. Permanecieron en un grupo compacto y las mulas se separaron para pasar por ambos lados. Al pasar los muleros, el capitán Galiana les preguntó a gritos qué había pasado, pero ellos siguieron adelante.
—No sabía que hubieses estado en el 48.º, Fergus —dijo Hagman.
—Tres años, Dan. Luego se fueron a Gibraltar, pero yo caí enfermo y me quedé en los barracones. Casi me muero, ya lo creo.
Harris intentó agarrar una mula que pasaba, pero la mula lo esquivó.
—¿Y cómo es que te uniste a los Rifles? —preguntó.
—Yo era el criado del capitán Murray —respondió Slattery— y cuando se pasó a los Rifles me llevó con él.
—¿Qué hace un irlandés en el 48.º? Son de Northamptonshire.
—Los reclutan en Wicklow —repuso Slattery.
El capitán Galiana había logrado detener a un mulero y el fugitivo le explicó una historia confusa sobre un abrumador ataque francés.
—Dice que el enemigo ha tomado esa colina —dijo Galiana, señalando el Cerro del Puerco.
Sharpe sacó el catalejo y, utilizando de nuevo a Perkins como apoyo, miró a lo alto de la colina. En la cima vio una batería francesa y al menos cuatro batallones de casacas azules.
—Están allí arriba —confirmó. Desplazó la lente hacia el pueblo situado entre la colina y el mar y allí vio caballería española. También había infantería española, dos o tres mil, pero habían marchado un pequeño trecho hacia el norte y en aquellos momentos descansaban entre las dunas de la parte superior de la playa. Ni la caballería ni la infantería parecían preocupadas por la procesión francesa de la colina y el sonido de la batalla no provenía de sus laderas, sino del otro lado del pinar, a la izquierda de Sharpe.
Sharpe le ofreció el catalejo a Galiana, mas éste lo rechazó mediante una señal de su cabeza.
—Ya tengo el mío —dijo—, ¿qué están haciendo?
—¿Quiénes? ¿Los franceses?
—¿Por qué no atacan colina abajo?
—¿Qué están haciendo esas tropas españolas? —preguntó Sharpe.
—Nada.
—Lo cual significa que no les necesitan, y eso probablemente implica que hay muchos soldados esperando a que los franchutes bajen por la colina, y mientras el combate se libre allí —hizo un gesto con la cabeza hacia el pinar—, allí es donde voy a ir. —El tropel de mulas asustadas ya había pasado de largo. Los muleros seguían apresurándose hacia el norte, recogiendo las hogazas de pan duro que se habían caído de las alforjas de los animales. Sharpe tomó una y la partió por la mitad.
—¿Estamos buscando al 8.º, señor? —le preguntó Harper mientras caminaban hacia los pinos.
—Sí, lo busco, pero no creo que lo encuentre —respondió Sharpe. Una cosa era manifestar la aspiración de encontrar al coronel Vandal, y otra bien distinta dar con él en medio de aquel caos. Ni siquiera sabía si el 8.º francés estaba allí y, de ser así, podían estar en cualquier parte. Sabía que unos cuantos franceses merodeaban al otro lado del riachuelo, donde amenazaban la ruta del ejército hacia Cádiz. Había muchos más en aquella distante colina y estaba claro que otro contingente se hallaba al otro lado del pinar. Allí era donde se oían los disparos, de modo que Sharpe iría en esa dirección. Caminó hacia lo alto de la playa, subió por un risco arenoso y se adentró en la sombra de los pinos. Galiana, que no parecía tener ningún plan salvo el de permanecer con Sharpe, desmontó de nuevo porque las ramas de los pinos le molestaban.
—Usted no tiene que venir, Pat —dijo Sharpe.
—Ya lo sé, señor.
—Quiero decir que no tiene nada que hacer aquí —puntualizó Sharpe.
—Está el coronel Vandal, señor.
—Si lo encontramos —dijo Sharpe sin confianza—. La verdad es, Pat, que estoy aquí porque me gusta sir Thomas.
—Todo el mundo habla bien de él, señor.
—Y éste es nuestro trabajo, Pat —añadió Sharpe en tono más áspero—. Hay un combate y somos soldados.
—¿De modo que tenemos algo que hacer aquí?
—Claro que sí, maldita sea.
Harper anduvo unos pasos en silencio.
—Entonces, no iba a dejarnos regresar, ¿verdad?
—¿Se hubiera marchado?
—Estoy aquí, señor —dijo Harper, como si con eso respondiera a Sharpe. Los disparos de mosquete que se oían por delante de ellos se intensificaron. Hasta entonces habían sonado como en una escaramuza, el chasquido de la infantería ligera disparando de manera independiente, pero ahora penetraba entre los árboles el poderoso ruido de las descargas cerradas. Por detrás de él Sharpe oyó el nítido clamor de las trompetas y el ritmo de los tambores, mas no reconoció la melodía, por lo que supo que la banda que tocaba debía de ser francesa. Una serie de estrépitos más fuertes anunciaron que los cañones estaban disparando. Las balas pasaron silbando entre los árboles, abatiendo ramas y hojas de pino. Los franceses disparaban metralla y la atmósfera olía a resina y a humo de pólvora.
Alcanzaron un camino lleno de rodadas de las cureñas. Había unas cuantas mulas sujetas a los árboles, vigiladas por tres casacas rojas con vueltas amarillas.
—¿Ustedes son los Hampshire? —preguntó Sharpe.
—Sí, señor —contestó un soldado.
—¿Qué está pasando?
—No lo sé, señor. Nos acaban de ordenar que vigilemos las mulas.
Sharpe siguió adelante. Los cañones disparaban sin parar y las descargas retumbaban rítmicamente, pero los dos bandos no se habían acercado todavía puesto que los tiradores seguían desplegados. Sharpe lo supo por el sonido. Las balas de mosquete y de metralla pasaban rápidamente por entre los árboles, agitando las ramas como un viento repentino.
—Esos malditos cabrones están disparando alto —comentó Harper.
—Siempre lo hacen, gracias a Dios —repuso Sharpe. El fragor de la batalla se fue intensificando a medida que se acercaban a la linde del bosque. Un fusilero portugués, cuyo uniforme pardo se había teñido de negro con la sangre, yacía muerto junto a un tronco de pino. Era evidente que se había arrastrado hasta allí, pues había dejado un rastro de sangre en la pinocha. Retenía un crucifijo en la mano izquierda y el rifle todavía en la derecha. A unos cinco pasos más allá había un casaca roja tendido en el suelo, temblando y ahogándose, con un oscuro agujero de bala en la vuelta amarilla de su guerrera.
Entonces Sharpe salió de los árboles.
Y se encontró una terrible carnicería.
* * * *
El comandante Browne subió por la colina a pie y dejó el caballo atado al tronco de un pino. El comandante iba cantando mientras subía. Tenía buena voz, muy valorada en las actuaciones con las que mataban el tiempo en la plaza fuerte de Gibraltar.
—«¡Ánimo, valientes! —cantaba—. Pues vamos hacia la gloria, para sumar algo más a este maravilloso año. Os llamamos para obtener honor, no para acosaros como a esclavos, pues ¿quién hay más libre que los hijos de las olas?» —Era una canción de la marina, cantada con mucha frecuencia por las tripulaciones que habían desembarcado en Gibraltar, y sabía que no era del todo apropiada para aquel ataque por la ladera norte del Cerro del Puerco, pero al comandante le gustaba Corazón de roble—. ¡Quiero oírles! —gritó, y las seis compañías de su improvisado batallón entonaron el estribillo.
—«Nuestros barcos tienen el corazón de roble, nuestros soldados tienen el corazón de roble —cantaron en tono desigual—. Siempre estamos listos, ¡preparados, muchachos, preparados! Lucharemos y conquistaremos una y otra vez.»
En el breve silencio que siguió al estribillo el comandante oyó claramente el chasquido de los disparadores de las armas que se montaron en la cima de la colina. Distinguía cuatro batallones de infantería francesa allí arriba y sospechaba que habría más, pero los cuatro que podía ver estaban amartillando los mosquetes, preparándose para matar. Hacían avanzar un cañón a pulso para que su boca apuntara cuesta abajo. Una banda tocaba en la cima. Tocaba una canción alegre, música para matar, y Browne se sorprendió a sí mismo tamborileando con los dedos en la empuñadura de la espada al ritmo de la melodía francesa.
—¡Un asqueroso ruido francés, muchachos —gritó—, no le hagáis ni caso! —«Ya falta poco, falta muy poco», pensó, deseando tener su propia banda para tocar una melodía británica como era debido. No tenía músicos, por lo que en lugar de eso cantó el último verso de Corazón de roble con voz estentórea—: «Seguiremos asustándolos, seguiremos haciéndolos huir, los aniquilaremos en tierra como hicimos en el mar. ¡Ánimo, muchachos! ¡Y con una sola voz cantemos, nuestros soldados, nuestros marineros, nuestros jefes, nuestro rey!»
Los franceses abrieron fuego.
La cima de la colina desapareció en una riada de asfixiante humo de pólvora de un color gris blanquecino, y en el centro, allí donde estaba desplegada la batería, el humo era más denso aún, un repentino estallido de una arremolinada oscuridad surcada por unas llamas en medio de las cuales estallaban los botes de metralla y las balas pasaban silbando ladera abajo y a Browne, que iba pegado a sus hombres, le pareció que habían caído casi la mitad. Vio una niebla de sangre sobre sus cabezas, oyó los primeros gritos ahogados y supo que pronto empezarían los chillidos. Entonces, los sargentos y cabos encargados de cerrar las filas gritaron ordenando a los soldados que se concentraran en el centro.
—¡Cierren filas! ¡Cierren filas!
—¡Arriba, chicos, arriba! —gritó Browne—. ¡Démosles una paliza! —Había empezado con quinientos treinta y seis mosquetes. Ahora tenía poco más de trescientos. Los franceses tenían al menos mil más y Browne, al pasar sobre un cuerpo abatido, vio titilar las baquetas enemigas en la humareda que empezaba a disiparse. Pensó que era un milagro que estuviera vivo. Un sargento pasó tambaleándose por su lado; le habían arrancado la mandíbula inferior de un disparo y la lengua le colgaba como si fuera una barba de sangre chorreante—. ¡Arriba, muchachos —gritó Browne—, hacia la victoria! —Disparó otro cañón y tres soldados salieron despedidos hacia atrás, chocando con las filas traseras y manchando la hierba con densos goterones de sangre—. ¡Vamos rumbo a la gloria! —exclamó Browne, y cuando los mosquetes franceses empezaron a disparar de nuevo vio que un muchacho que estaba cerca de él se agarraba el vientre con los ojos muy abiertos y la sangre se deslizaba entre sus dedos—. ¡Adelante! —gritó Browne—. ¡Adelante! —Una bala alcanzó su sombrero bicornio haciéndolo girar. Él llevaba la espada desenvainada. Los franceses disparaban los mosquetes en cuanto los recargaban, no aguardaban las órdenes para lanzar descargas cerradas, y la humareda se inflaba en la cima. Browne oía el sonido de las balas que alcanzaban su blanco en la carne de los soldados, que golpeaban contra las culatas de los mosquetes, y supo que había cumplido con su deber y que no podía hacer más. Sus soldados supervivientes se refugiaron en los más leves desniveles de la cuesta o detrás de los matorrales y empezaron entonces a defenderse, sirviendo de línea de tiradores, y no podían hacer más que eso. Faltaba la mitad de sus hombres, estaban tendidos en la ladera, o regresaban cojeando, o morían desangrados, o lloraban de dolor— y las balas de mosquete seguían zumbando, silbando y machacando las filas rotas.
El comandante Browne caminó de un lado a otro de la línea. Aunque mal se le podía llamar línea. Las filas y columnas habían desaparecido, destrozadas por la artillería o acribilladas por las balas de mosquete, pero los vivos no se habían retirado. Estaban devolviendo el fuego. Cargando y disparando, formando pequeñas nubes de humo que los ocultaban al enemigo. Tenían en la boca la acritud del salitre de la pólvora y las mejillas quemadas por las chispas de las llaves de sus armas. Los soldados heridos subían como podían para unirse a la línea, donde cargaban y disparaban.
—¡Bien hecho, muchachos! —gritó Browne—. ¡Bien hecho! —Creía que iba a morir. Sentía tristeza por ello pero su deber era seguir en pie, recorrer la línea, dar gritos de ánimo y esperar la metralla o la bala de mosquete que pusiera fin a su vida—. «¡Ánimo, muchachos! —cantó—. Pues vamos rumbo a la gloria, para sumar algo más a este maravilloso año; os llamamos para obtener honor, no para acosaros como a esclavos, pues ¿quién es más libre que los hijos de las olas?» —Un cabo cayó de espaldas con los sesos derramándose por su frente. El soldado debía de estar muerto, pero su boca siguió moviéndose de manera compulsiva hasta que Browne se inclinó y le empujó suavemente la mandíbula hacia arriba.
Blakeney, su ayudante, seguía vivo y, al igual que Browne, milagrosamente ileso.
—Nuestros valientes aliados —dijo Blakeney tocándole el codo a Browne y señalando colina abajo. Browne se volvió a mirar y vio que la brigada española que había huido de la colina estaba descansando a menos de cuatrocientos metros de distancia, sentados en las dunas. Apartó la mirada. Tanto podía ser que vinieran como que no, y Browne sospechaba que no lo harían—. ¿Quiere que vaya a buscarlos? —preguntó Blakeney, gritando por encima del ruido de los mosquetes.
—¿Cree usted que vendrán?
—No, señor.
—Y yo no puedo darles órdenes —dijo Browne—. No tengo el rango suficiente. Y esos cagones están viendo que necesitamos ayuda y no se mueven. Prescindamos de esos hijos de puta —siguió andando—. ¡Los están conteniendo, muchachos! —gritó—. ¡Los están conteniendo!
Y era cierto. Los franceses habían roto el ataque de Browne. Habían destrozado las filas rojas, habían hecho pedazos a los Flanqueadores de Gibraltar, pero los franceses no avanzaban cuesta abajo hacia el lugar donde los supervivientes de Browne hubieran sido presa fácil de sus bayonetas. Ellos en cambio disparaban, arremetiendo a tiros contra el desbaratado batallón en tanto que los casacas rojas, los soldados de Lancashire, los Santos de Norfolk y los Cola Plateada de Gloucestershire, respondían a los disparos. El comandante Browne los veía morir. Un chico de los Cola Plateada retrocedió tambaleándose cuando los afilados restos de un bote de metralla le arrancaron el brazo izquierdo, de manera que éste le quedó colgando por los tendones y las costillas rotas asomaban, blancas, por entre el rojo amasijo de su pecho destrozado. Se desplomó y empezó a jadear llamando a su madre. Browne se arrodilló y le sostuvo la mano al chico. Quiso contener la herida, pero era demasiado grande, de modo que el comandante, que no sabía de qué otra forma consolar al muchacho, le cantó.
Y al pie de la colina, allí donde el pinar tenía su caótico fin, la brigada del general Dilkes formó en dos filas. Estaban allí el segundo batallón del Primero de la Guardia de Infantería, tres compañías del segundo batallón del 3.º de la Guardia de Infantería, dos compañías de fusileros y la mitad del 67.º de Infantería, que de algún modo se había enredado con los hombres de Dilkes y, en lugar de ir a reunirse con el resto de su batallón, se habían quedado para combatir con los Guardias y los Deshollinadores. El general Dilkes desenvainó la espada y se enroscó el ceñidor con borla en la muñeca. Tenía órdenes de tomar la colina. Miró hacia arriba y vio la cuesta plagada de soldados heridos de la unidad de Browne. Vio también que sus hombres se hallaban en terrible inferioridad numérica y dudaba que pudieran echar a los franceses de la cima, pero tenía órdenes que cumplir. Sir Thomas Graham, que era quien le había dado dichas órdenes, iba detrás de los brillantes estandartes del 3.º de la Guardia de Infantería, los escoceses, y en aquel momento estaba mirando a Dilkes con preocupación, como si sospechara que estaba retrasando la orden de atacar.
—¡Hágalos avanzar! —dijo Dilkes con gravedad.
—¡La brigada avanzará! —bramó el ayudante de brigada. Un tambor dio un golpe, luego un redoble, respiró hondo y empezó a marcar el ritmo—. ¡Por el centro! ¡Marchen!
Empezaron a ascender.
* * * *
Mientras su colega el general Ruffin atacaba la colina, el general Leval avanzó hacia el pinar. Disponía de seis batallones que, entre todos, contaban con cuatro mil hombres que marchaban en un ancho frente. Leval mantuvo a dos batallones detrás de los cuatro que avanzaban en columnas de divisiones. Los batallones franceses sólo contaban con seis compañías y una columna de divisiones tenía dos compañías de ancho y tres de fondo. Sus tambores les marcaban el paso.
El coronel Wheatley disponía de dos mil hombres para enfrentarse a aquellos cuatro mil y empezó de una manera desorganizada. Cuando se dio la orden de hacer conversión derecha y prepararse para el combate, sus unidades se encontraban en orden de marcha allí donde había reinado la confusión entre los pinos. Dos compañías de la Guardia de Coldstream marchaban entre los soldados de Wheatley, pero no había tiempo para mandarlos al sur para que se reunieran con las unidades de Dilkes a las que pertenecían, de modo que marcharon hacia la batalla a las órdenes de Wheatley. Faltaba la mitad del 67.º de Hampshire. Estas cinco compañías se habían encontrado a las órdenes de Dilkes, mientras que las cinco restantes estaban en el lugar que les correspondía con Wheatley. En resumidas cuentas, aquello era un caos, y la espesura de los pinos implicaba que los oficiales de batallón no pudieran ver a sus hombres, pero los oficiales de compañía y los sargentos hicieron bien su trabajo y llevaron a los casacas rojas hacia el este a través de los árboles.
Los primeros en salir de los pinos fueron cuatrocientos fusileros y trescientos tiradores portugueses que llegaron a toda marcha. Muchos de sus oficiales iban a caballo y los franceses, asombrados al ver salir del bosque al enemigo, pensaron que la caballería estaba a punto de atacar. Dicha impresión se reforzó cuando diez tiros de artillería, ochenta caballos en total, aparecieron de repente de entre los árboles a la izquierda del frente francés. Seguían un camino que conducía a Chiclana, pero en cuanto salieron de los árboles viraron bruscamente a la derecha levantando una nube de arena y polvo. Los dos batallones franceses más cercanos, como sólo veían caballos en medio de una polvareda, formaron en cuadro para rechazar a la caballería.
Los artilleros saltaron de los armones, alzaron los timones de los cañones y apuntaron las bocas mientras llevaban a los caballos a cubierto de los pinos.
—¡Utilicen granadas! —gritó el comandante Duncan. Se trajeron las granadas de los armones y los oficiales cortaron las mechas. Las dejaron cortas porque los franceses se hallaban cerca. Entre los franceses reinó también una repentina confusión. Dos batallones habían formado en cuadro, listos para recibir a una caballería inexistente, y el resto vacilaba cuando los cañones británicos abrieron fuego. Las granadas recorrieron con un silbido los casi trescientos metros de monte, dejando todas ellas su pequeña estela temblorosa del humo de la mecha, y Duncan, que colocó bien su caballo a un lado de las baterías para que el humo de las bocas no le tapara la visión, vio que las granadas apartaban violentamente a los soldados de uniforme azul y que luego estallaban en el centro de sus cuadros—. ¡Bien! ¡Bien! —gritó, y en aquel preciso momento abrió fuego la línea de tiradores formada por fusileros y cazadores cuyos rifles y mosquetes traquetearon y los franceses parecieron retroceder ante la descarga. Las primeras filas de las columnas devolvieron el fuego, pero los tiradores se hallaban diseminados por todo el frente francés y suponían un blanco muy pequeño para los torpes mosquetes, mientras que los franceses estaban formados en orden cerrado y los rifles difícilmente podían fallar. Las baterías gemelas situadas a la derecha de la línea británica dispararon de nuevo. Entonces Duncan vio unos tiros de caballos franceses que eran conducidos a toda prisa por el monte. Contó seis cañones—. ¡Carguen balas! —exclamó—. ¡Tuerzan a la derecha! —Los soldados movieron los timones de los cañones con espeques para cambiar de objetivo—. ¡Disparen a su artillería! —ordenó Duncan.
Los franceses se estaban recuperando. Los dos batallones formados en cuadro se habían percatado de su error y se estaban desplegando de nuevo en columnas. Los edecanes galopaban entre los batallones, ordenándoles que avanzaran, que dispararan, que rompieran la delgada línea de tiradores con descargas de mosquete concentradas. Los tambores empezaron a sonar de nuevo, tocando el pas de charge y haciendo pausas para dejar que los soldados gritaran: Vive l’empereur! El primer intento fue débil, pero los oficiales y sargentos ordenaron a voz en cuello a sus hombres que gritaran más fuerte, así que la segunda vez el grito de guerra fue firme y desafiante. Vive l’empereur!
«Tirez!», gritó un oficial francés, y las primeras filas del 8.º de línea lanzaron una descarga contra los tiradores portugueses que tenían delante. «Marchez! En avant!» Era el momento de asumir las bajas y aplastar a los tiradores. Los cañones británicos habían dirigido su fuego contra la batería francesa, por lo que no cayeron más granadas sobre las tropas. «Vive l’empereur!» Las ocho filas situadas detrás de los soldados que iban al frente de cada columna pasaron sobre los muertos y moribundos. «Tirez!». Otra descarga de mosquetería. Cuatro mil soldados marchaban contra setecientos. La batería francesa disparó botes de metralla contra el frente de las columnas y la hierba se inclinó violentamente, como barrida por una repentina ráfaga de viento. Los cazadores portugueses y los fusileros británicos saltaron por los aires y cayeron de nuevo, ensangrentados. La línea de tiradores se estaba retirando. Los mosquetes franceses se encontraban demasiado cerca y los seis cañones enemigos los enfilaban. Hubo un breve respiro cuando los artilleros franceses, a punto de verse entorpecidos por las columnas que avanzaban, agarraron las cuerdas de arrastre y, a pesar de que los proyectiles surcaban el aire a su alrededor, desplazaron sus cañones unos cien pasos más adelante. Dispararon de nuevo y más tiradores quedaron convertidos en unos andrajos ensangrentados. Los franceses intuían la victoria y los cuatro batallones que iban en cabeza apretaron el paso. Sus disparos eran irregulares porque resultaba difícil cargar el arma en marcha, así que algunos soldados calaron las bayonetas. Los tiradores británicos retrocedieron a toda marcha, casi hasta la linde del bosque. Los dos cañones situados a la izquierda de Duncan se percataron del peligro, dieron la vuelta y lanzaron botes de metralla contra el frente del batallón francés más cercano. Los soldados de sus primeras filas fueron abatidos en medio de una neblina de sangre, como guadañados por una dalla gigante.
De pronto la orilla del bosque se llenó de soldados. Los Cola Plateada estaban a la izquierda de la línea de Wheatley y junto a ellos se encontraban las dos compañías huérfanas de los Coldstream. Los irlandeses de Gough se hallaban a la derecha de los Guardias, después estaba la mitad restante del 67.º y, por último, al lado de los cañones, dos compañías de los Coliflores, el 47.º.
—¡Alto! —tres gritos resonaron a lo largo de la línea de árboles.
—¡Esperen! —bramó un sargento. Algunos soldados habían alzado sus mosquetes—. ¡Esperen la orden!
—¡Formen a la derecha! ¡A la derecha!
Era una confusión de voces, las de los oficiales que gritaban desde sus caballos y las de los sargentos que volvían a formar las filas agitadas por la prisa en cruzar el bosque.
—¡Miren eso, muchachos! ¡Miren eso! ¡Una alegría matutina! —El comandante Hugh Gough, montado en un caballo castrado zaino del condado de Meath, cabalgaba detrás de su batallón del 87.º—. ¡Tenemos prácticas de tiro, queridos míos! —gritó—. Pero esperen un poco, esperen un poco.
Los batallones recién llegados recuperaron su formación.
—¡Háganlos avanzar! ¡Háganlos avanzar! —gritaron los ayudantes de campo de Wheatley, y la línea de dos en fondo penetró en el monte hacia los tiradores muertos y moribundos. Una bala de cañón francesa atravesó el 67.º, cortó a un soldado casi por la mitad, roció a una docena de ellos con la sangre del muerto y se llevó por delante el brazo de uno de la última fila—. ¡Cierren filas! ¡Cierren filas!
—¡Alto! ¡Apunten!
—Vive l’empereur!
—¡Fuego!
Las leyes inexorables de las matemáticas se impusieron entonces en el combate. Los franceses superaban en número a los británicos en una proporción de dos a uno; sin embargo, los cuatro batallones franceses que iban en cabeza estaban desplegados en columnas de divisiones, lo cual significaba que cada batallón estaba formado en nueve filas con una media de unos setenta y dos soldados en cada una. Cuatro batallones con unas filas delanteras de setenta y dos hombres constituían un frente de menos de trescientos mosquetes. Cierto que los soldados de la segunda fila podían disparar por encima del hombro de sus compañeros, pero aun así, los cuatro mil hombres de Leval sólo podían utilizar seiscientos mosquetes contra la línea británica en la que todos los soldados podían disparar, y la línea de Wheatley contaba entonces con mil cuatrocientos efectivos. Los tiradores, que habían hecho su trabajo retrasando el avance francés, corrieron hacia los flancos. Entonces disparó la línea de Wheatley.
Las balas de mosquete azotaron el frente de las unidades francesas. Los casacas rojas quedaron ocultos por la humareda tras la cual recargaron.
—¡Disparen por secciones! —gritaron los oficiales, con lo que entonces empezarían las descargas escalonadas. Media compañía dispararía a la vez y luego lo haría la otra media, de manera que las balas nunca cesaban.
—¡Disparen bajo! —gritó un oficial.
La metralla hendió el humo. Un soldado retrocedió tambaleándose, había perdido un ojo y su rostro era una máscara ensangrentada, pero había mucha más sangre en los batallones franceses, donde las balas estaban convirtiendo las filas delanteras en osarios.
—¡Diantre! —exclamó Sharpe. Había salido del bosque a mano derecha de la línea británica. Delante de él, a su derecha, estaban los cañones de Duncan, todos los cuales retrocedían tres pasos o más con cada disparo. Junto a los cañones se hallaban los restos de los tiradores portugueses, que seguían disparando, y a su izquierda quedaba la línea de casacas rojas. Sharpe se unió a los portugueses de casaca parda. Tenían un aspecto demacrado, el rostro manchado de pólvora y los ojos blancos. Eran un batallón nuevo y nunca habían entrado en batalla hasta entonces, pero habían hecho su trabajo y ahora eran los casacas rojas los que disparaban descargas; no obstante, los portugueses habían sufrido de un modo horrible y Sharpe vio muchos cadáveres de casaca parda tendidos frente a los batallones franceses. También había casacas verdes, todos a la izquierda de la línea británica.
Los batallones franceses estaban extendiendo su frente. No lo estaban haciendo bien. Todos los soldados intentaban encontrar un lugar para disparar el mosquete, o si no trataban de encontrar refugio detrás de compañeros más valientes, y los sargentos los hacían salir a empujones sin orden ni concierto. Los botes de metralla pasaron aullando en tomo a Sharpe, que volvió la vista atrás de manera instintiva para asegurarse de que ninguno de sus hombres fuera alcanzado. Estaban todos sanos y salvos, pero un tirador portugués que estaba agachado junto a Sharpe cayó de espaldas con la garganta desgarrada.
—¡No sabía que estaba con nosotros! —exclamó una voz, y al volverse, Sharpe vio al comandante Duncan a lomos de un caballo.
—Aquí estoy —dijo Sharpe.
—¿Sus fusileros pueden desanimar a los artilleros?
Los seis cañones franceses estaban al frente. Dos de ellos ya habían quedado inutilizados, alcanzados por las balas de Duncan, pero los otros castigaban el ala izquierda de la línea británica con sus odiados botes de metralla. El problema de disparar contra la artillería era la enorme nube de humo sucio que quedaba flotando tras cada disparo, un problema que la distancia empeoraba. Estaban muy lejos, incluso para un rifle, pero Sharpe hizo avanzar a sus hombres con los portugueses y les dijo que dispararan contra los artilleros franceses.
—Es una tarea segura, Pat —le dijo a Harper—; a esto no se le puede llamar combatir.
—Siempre es un placer matar a un artillero, señor —dijo Harper—. ¿No es verdad, Harris?
Harris, que era el que más había expresado su deseo de no entablar ningún combate, amartilló su rifle.
—Siempre un placer, sargento.
—Pues dese un gusto. Mate a un maldito artillero.
Sharpe miró hacia la infantería francesa pero no pudo ver mucho porque el humo de los mosquetes flotaba frente a ella. Distinguió dos águilas a través de la humareda y tras ellas las pequeñas banderas fijadas en las alabardas que llevaban los hombres encargados de proteger las águilas. Oyó que los tambores seguían tocando el pas de charge aun cuando los franceses habían detenido su avance. El verdadero estrépito provenía de los mosquetes, del martilleo de las descargas cerradas, el ruido incesante, y si aguzaba el oído percibía el golpe de las balas contra los mosquetes o al hundirse en la carne. También oía los gritos de los heridos y los chillidos de los caballos de los oficiales abatidos por las balas. Y quedó asombrado, como siempre, por el coraje de los franceses. Les estaban dando duro y sin embargo allí seguían. Se hallaban detrás de un montón desordenado de hombres muertos, se apartaban poco a poco para dejar que los heridos retrocedieran arrastrándose, recargaban y disparaban y mientras tanto las descargas no dejaban de caer sobre ellos. Sharpe vio que el enemigo no mantenía ningún orden de batalla. Las columnas hacía rato que se habían roto para formar una línea densa que se extendía cada vez más a medida que los soldados encontraban espacio para utilizar sus mosquetes, pero aun así, la improvisada línea seguía siendo más densa y más corta que la británica. Sólo los británicos y los portugueses combatían en dos filas. Se suponía que los franceses lo hacían en tres filas cuando se desplegaban en línea, pero aquélla estaba amontonada, con seis o siete soldados en fondo en algunos puntos.
Fue alcanzado un tercer cañón francés. Una bala destrozó una rueda y la pieza se inclinó hacia abajo al tiempo que los artilleros se apartaban de un salto.
—¡Buen disparo! —gritó Duncan—. ¡Una ración extra de ron para los servidores que lo hayan hecho! —No tenía ni idea de cuál de sus cañones había causado los daños, de modo que cuando terminara el combate les daría ron a todos. Una ráfaga de viento despejó la humareda de la batería francesa y Duncan vio a un artillero que se acercaba con una rueda nueva. Hagman, arrodillado entre los portugueses, vio a otro artillero que acercaba su botafuego al cañón francés más próximo, un obús. Hagman disparó y el artillero desapareció tras el corto cañón de la pieza.
Los británicos no tenían música que les inspirara. No había quedado espacio en los barcos para traer los instrumentos, pero sí habían venido los miembros de la banda armados con mosquetes y en aquellos momentos realizaban su tarea habitual en batalla: rescatar a los heridos y llevarlos hacia los árboles, donde trabajaban los cirujanos. Los demás casacas rojas seguían luchando. Hacían aquello para lo que habían sido entrenados, y lo que hacían era disparar un mosquete. Cargar y disparar, cargar y disparar. Sacar un cartucho, arrancar el extremo de un mordisco, cebar la cazoleta con una pizca de pólvora del extremo de cartucho arrancado, cerrar el rastrillo para que la pólvora no se cayera, apoyar la culata del mosquete en el suelo, verter el resto de la pólvora por el cañón caliente, meter luego el papel a modo de relleno, con la bala dentro, y atacarlo. Levantar el mosquete, amartillarlo, acordarse de disparar bajo porque el brutal retroceso del arma era como la coz de una mula, aguardar la orden y apretar el gatillo. «¡Fallo!», gritó un soldado, refiriéndose a que el percutor había provocado una chispa pero la carga del cañón no había prendido. Un cabo le arrebató el mosquete, le dio el de un soldado muerto y dejó el que había fallado detrás, sobre la hierba. Otro soldado tuvo que hacer una pausa para cambiar el pedernal, pero las descargas no cesaban.
Los franceses reaccionaban de forma más organizada, aunque nunca dispararían con la rapidez con la que lo hacían los casacas rojas. Estos últimos eran profesionales, mientras que la mayoría de los franceses eran conscriptos. Los habían convocado en sus depósitos y les habían dado instrucción, pero no se les permitía practicar con pólvora real. Por cada tres balas que los británicos disparaban en batalla, los franceses disparaban dos, de modo que las reglas matemáticas favorecían de nuevo a los casacas rojas si bien los franceses seguían superando en número a los británicos y, a medida que su línea se iba extendiendo, los dioses de las matemáticas iban inclinando de nuevo la balanza a favor de los soldados de casaca azul. Cada vez eran más los soldados del emperador que apuntaban sus mosquetes y cada vez eran más los casacas rojas a los que tenían que llevar al pinar. En el ala izquierda de la línea británica, donde no había artillería de apoyo, los Cola Plateada estaban recibiendo un duro castigo. Ahora los sargentos estaban al mando de las compañías. Se enfrentaban a un enemigo que los doblaba en número, pues Leval había enviado a uno de sus batallones de apoyo para que sumara su fuego y la nueva unidad se había incorporado a la línea y atacaba con dureza con nuevos mosquetes. Ahora la lucha era como la de dos boxeadores acatando la disciplina y golpeando una y otra vez: cada puñetazo limpio hacía sangrar al contrincante, ninguno de los dos se movía y era un combate para ver cuál podía soportar más daño.
—¡Usted, señor, usted! —exclamó con brusquedad una voz por detrás de Sharpe, que se dio la vuelta, alarmado, y vio a un coronel a caballo, pero el coronel no lo estaba mirando a él, sino que le dirigía una mirada fulminante al capitán Galiana—. ¿Dónde diablos están sus hombres? ¿Habla usted inglés? ¡Por el amor de Dios, que alguien le pregunte dónde están sus hombres!
—No tengo soldados —se apresuró a admitir Galiana en inglés.
—¡Por Dios! ¿Por qué no nos manda soldados el general Lapeña?
—Iré a su encuentro, señor —dijo Galiana, que hizo dar la vuelta a su caballo en dirección al bosque ahora que tenía algo útil que hacer.
—Dígale que los quiero a mi izquierda —bramó el coronel mientras Galiana se alejaba—. ¡A mi izquierda! —El coronel era Wheatley, que estaba al mando de la brigada y que cabalgó de nuevo hasta el lugar donde el 28.º, los Petimetres, los Cola Plateada, los Rebanadores, se estaban convirtiendo en soldados muertos y moribundos. El sufrido batallón era el que se encontraba más cerca de las tropas españolas de Bermeja, pero Bermeja se hallaba a más de un kilómetro y medio del combate. Lapeña tenía allí a nueve mil soldados que se hallaban sentados en la arena con los mosquetes apilados mientras se comían lo que les quedaba de sus raciones. Un millar de españoles observaban a los franceses situados al otro lado del río Almansa, pero esos franceses no se movían. Hacía rato que habían terminado los combates más allá del río Sancti Petri y las garzas, animadas por el silencio entre los ejércitos, habían regresado para cazar entre los juncos.
Sharpe había sacado su catalejo. Sus fusileros seguían disparando contra los artilleros franceses pero sólo uno de los cañones enemigos permanecía todavía intacto. Era el obús, y Duncan había hecho pedazos a sus servidores con una ráfaga de metralla muy bien calculada.
—Denles a esos cabrones que están más cerca —dijo Sharpe, señalando la línea francesa, y entonces observó dicha línea a través del catalejo. Tuvo la sensación de que el combate había llegado a una pausa. No era que la matanza hubiera terminado, ni que los mosquetes hubiesen dejado de disparar, pero ninguno de los dos bandos hacía ningún movimiento para cambiar la situación. Estaban pensando, esperando, matando mientras esperaban, y a Sharpe le pareció que los franceses, a pesar de que los mosquetes de los casacas rojas superaban su potencia de fuego, habían obtenido ventaja. Ellos tenían más soldados, por lo que podían permitirse perder el duelo de mosquetería, y su centro y ala derecha avanzaban poco a poco. No daba la impresión de ser un avance deliberado, sino más bien el resultado de la presión de los soldados de las filas traseras que empujaban a la línea francesa hacia el mar. Los cañones de Duncan, que ya habían dejado fuera de combate a la artillería francesa, estaban haciendo trizas el ala izquierda francesa, por lo que ésta se encontraba estancada, pero los cañones no habían afectado a su centro y ala derecha. Los franceses ya habían rebasado la línea de muertos, que era lo único que quedaba de sus filas delanteras iniciales, y su osadía era cada vez mayor. Sus disparos, por ineficientes que fueran según los parámetros británicos, se estaban cobrando numerosas víctimas. Con el ensanchamiento de la línea francesa y la incorporación de uno de sus dos batallones de reserva, las leyes de las matemáticas habían vuelto a inclinarse a favor de los franceses, que habían recibido lo peor de los británicos, habían sobrevivido y ahora avanzaban poco a poco hacia su enemigo debilitado.
Sharpe retrocedió unos pasos y miró más allá de la línea británica. No había tropas españolas a la vista y sabía que no había reservas británicas. Si los soldados del monte no podían hacer su trabajo, los franceses ganarían y el ejército quedaría convertido en una muchedumbre. Regresó con sus hombres, que en aquellos momentos disparaban contra la infantería francesa más cercana. Un águila apareció por encima de ellos y cerca del águila había un grupo de jinetes. Sharpe apuntó el catalejo otra vez y, justo antes de que el humo de los mosquetes ocultara el estandarte, lo vio.
El coronel Vandal. Estaba agitando el sombrero, animando a sus hombres a avanzar. Sharpe vio la borla blanca del sombrero, vio su fino bigote negro y sintió que lo invadía una oleada de fría furia.
—¡Pat! —gritó.
—¿Señor? —Harper se alarmó por el tono de la voz de Sharpe.
—He encontrado a ese hijo de puta —dijo Sharpe. Se descolgó el rifle del hombro. Todavía no lo había disparado, pero entonces lo amartilló.
Y los franceses intuían la victoria. Sería un triunfo conseguido con esfuerzo, pero sus tambores encontraron nuevas energías y la línea volvió a avanzar con una sacudida. «Vive l’empereur!»
* * * *
Al menos treinta oficiales habían cabalgado hacia el sur desde San Fernando. Habían permanecido en la Isla de León cuando las fuerzas de sir Thomas zarparon y aquel martes por la mañana los había despertado el sonido de los disparos. Como no estaban de servicio, habían ensillado sus caballos y cabalgado hacia el sur para averiguar qué ocurría más allá del río Sancti Petri.
Se dirigieron hacia el sur por la larga playa atlántica de la Isla de León donde se les unieron una multitud de jinetes curiosos que venían de Cádiz y que también cabalgaban para presenciar el combate. Había incluso carruajes conducidos a toda prisa por la arena. Que tuviera lugar una batalla cerca de una ciudad no era algo que ocurriera todos los días. El sonido de los disparos que sacudía las ventanas de Cádiz había inducido a montones de espectadores a dirigirse al sur por el istmo.
El hosco teniente que vigilaba el puente de pontones hizo todo lo posible para evitar que dichos espectadores cruzaran el río, pero sus esfuerzos se vieron totalmente frustrados cuando una calesa se acercó rápidamente por el camino. Su conductor era un oficial británico que llevaba a una mujer de pasajera, y dicho oficial amenazó con utilizar su fusta contra el teniente si no se retiraba la barricada. No fue tanto la amenaza de la fusta como el lujoso despliegue de galón plateado del oficial lo que convenció al teniente, que cedió y se quedó mirando agriamente la calesa mientras ésta cruzaba el precario puente. Tenía la esperanza de que una rueda se saliera de los tablones y arrojara a los pasajeros al río, pero los dos caballos estaban en manos expertas y el vehículo ligero cruzó sin ningún percance y aceleró por la lejana playa. Los otros coches resultaban demasiado grandes para cruzar, pero la multitud de jinetes siguió a la calesa y apretaron el paso tras ella.
Lo que vieron cuando pasaron el improvisado fuerte español que protegía el puente de pontones fue una playa llena de soldados españoles que descansaban. Las monturas de la caballería estaban maneadas mientras sus jinetes reposaban con el rostro tapado con el sombrero. Algunos de ellos jugaban a cartas y el humo de los cigarros flotaba en la brisa. Mucho más adelante se encontraba la loma que dominaba Barrosa, envuelta por un humo distinto de aquél y más espeso que se alzaba en una sucia columna por encima de un pinar situado al este, mas en la playa junto al río reinaba la calma.
También reinaba la calma en Bermeja, donde el general Lapeña disfrutaba comiendo jamón frío con los miembros de su estado mayor. Miró sorprendido la calesa que pasó a toda velocidad y cuyas dos ruedas levantaron la arena del camino que pasaba frente a la iglesia del pueblo y la torre de vigilancia.
—¡Un oficial británico que va por el camino equivocado! —observó.
Hubo unas risas educadas. Sin embargo, algunos de los miembros del estado mayor del general se sentían avergonzados por no estar haciendo nada mientras los británicos luchaban, un sentimiento compartido profundamente por el general Zayas, cuyos soldados habían echado de la playa a la división de Villatte. Zayas había solicitado permiso para llevar a sus tropas más al sur y unirse al combate, una petición que fue redoblada cuando llegó el capitán Galiana montado en un caballo traspasado de sudor con el ruego del coronel Wheatley pidiendo ayuda. Lapeña se negó de manera cortante a acceder a la petición.
—Nuestros aliados —había declarado presuntuosamente— sólo están librando un combate de retaguardia. Si hubieran acatado las órdenes, claro está, no hubiera sido necesario luchar, pero ahora nosotros debemos permanecer aquí para asegurarles una posición a la que puedan retirarse sin ningún percance. —Había mirado a Galiana con agresividad—. ¿Y usted qué está haciendo aquí? —le preguntó enojado—. ¿Acaso no está apostado en la guarnición de la ciudad? —Galiana, cuyo nerviosismo por abordar a Lapeña había provocado que su petición sonara áspera e incluso perentoria, ni siquiera se dignó contestar. Se limitó a dirigirle una mirada de absoluto desprecio al general y luego hizo dar la vuelta a su cansada montura y apretó el paso de vuelta al pinar—. Su padre era un idiota insolente —dijo Lapeña con dureza— y el hijo es igual. Necesita lecciones de disciplina. Tendrían que destinarlo a Sudamérica, a algún lugar donde haya fiebre amarilla.
Por un momento nadie dijo nada. El capellán de Lapeña sirvió vino, pero el general Zayas tapó su copa con la mano.
—Al menos déjeme atacar al otro lado del río —instó a Lapeña.
—¿Cuáles son sus órdenes, general?
—Las estoy pidiendo —perseveró Zayas.
—Sus órdenes —dijo Lapeña— son proteger el puente, y ésa es su obligación, con la que cumplirá mejor quedándose donde está.
Así pues, las tropas españolas permanecieron cerca del Río Sancti Petri mientras la calesa avanzaba a toda velocidad hacia el sur. Su conductor era el general de brigada Moon, quien había alquilado el coche en los establos de la casa de postas que había justo al salir de la ciudad. Él hubiera preferido ir a caballo, pero su pierna rota hacía que montar le resultara sumamente doloroso. La calesa sólo era algo más cómoda. Tenía la suspensión muy dura, y aunque Moon llevaba la pierna rota apoyada en el salvabarros que evitaba que la mayor parte de la arena que levantaban los cascos de los caballos le diera en la cara, el hueso que se estaba soldando aún le dolía. Vio un sendero en pendiente que se alejaba de la playa para adentrarse en el pinar y lo tomó con la esperanza de que el camino fuera mejor para sus caballos. Lo era, y Moon avanzó como una exhalación a la sombra de los árboles. Su prometida se aferraba al costado de la calesa y al brazo del general de brigada. La mujer se hacía llamar la marquesa de San Agustín, la marquesa viuda.
—No voy a llevarte donde vuelan las balas, querida —le dijo Moon.
—Me decepcionas —repuso ella. Llevaba un sombrero negro del que colgaba un fino velo que le tapaba el rostro.
—Una batalla no es lugar para una mujer. Y mucho menos para una mujer hermosa.
Ella sonrió.
—Me gustaría ver una batalla.
—Y la verás, la verás, pero desde una distancia prudencial. Puede que yo me acerque cojeando a echar una mano —Moon dio unas palmaditas a las muletas que estaban apoyadas a su lado—, pero tú tienes que quedarte en la calesa. Debes mantenerte a salvo.
—Contigo estoy a salvo —repuso la marquesa. El general de brigada le había dicho que después de la boda sería la señora Moon— La Doña Luna[2] siempre estará a salvo contigo —le dijo, dándole un apretón en el codo. El general de brigada respondió a su afectuoso gesto con una carcajada—. ¿Y esto a qué viene? —preguntó la marquesa, ofendida.
—¡Estaba pensando en la cara que puso Henry Wellesley cuando te lo presenté anoche! —respondió el general de brigada—. ¡Parecía una luna llena!
—Parecía muy agradable —dijo la marquesa.
—¡Estaba celoso! ¡Se lo noté! No sabía que le gustaban las mujeres. Creía que era por eso por lo que su esposa salió corriendo, pero estaba más claro que el agua que le gustaste. Quizá me equivoqué con él.
—Fue de lo más educado.
—Es un jodido embajador, ¿cómo no iba a ser educado? Para eso está. —El general de brigada guardó silencio. Había visto un sendero que salía hacia el este a través del bosque y la curva era cerrada, pero él sabía guiar los caballos como un cochero y viró con maestría. Por delante de ellos el ruido de la batalla era más intenso y no muy lejano, por lo que tiró suavemente de las riendas para aminorar el paso de los caballos. A ambos lados del camino había soldados heridos—. No mires, querida —dijo. Había un hombre sin pantalones que se retorcía con la entrepierna cubierta de sangre—. No tendría que haberte traído —añadió de manera cortante.
—Quiero conocer tu mundo —repuso ella, y le dio un apretón en el codo.
—Entonces debes perdonarme sus horrores —contestó él con galantería, y volvió a tirar de las riendas porque había salido de entre los árboles y la línea de casacas rojas bajo sus banderas desgarradas por las balas se hallaba a tan sólo unos cien pasos por delante. El terreno entre la calesa y los casacas rojas se encontraba cubierto de soldados muertos y heridos, de armas abandonadas y de hierba chamuscada—. Aquí estamos bastante lejos —dijo el general de brigada.
Los franceses habían reemplazado la rueda de uno de los doce libras y en aquellos momentos llevaban el cañón de vuelta a su posición original, pero el comandante de la batería sabía que no podía quedarse porque los cañones enemigos lo habían elegido como objetivo. Se había visto obligado a abandonar su único obús en la posición avanzada, pero no iba a perder su último cañón cargado con granadas. Ordenó al comandante de la pieza que disparara la granada contra los casacas rojas y que luego se retirara rápidamente. El botafuego rozó el estopín, la llama corrió hacia el oído y el cañón disparó dejando una nube de humo denso tras el cual el comandante de la batería pudo arrastrar su última arma hacia una posición más segura.
La granada se estrelló contra las filas del 67.º, donde destripó a un cabo, le arrancó la mano izquierda a un soldado raso y luego cayó al suelo a unos veinte pasos por detrás de los hombres de Hampshire. La mecha humeaba profusamente mientras la granada iba rodando hacia los pinos. Moon la vio venir y arreó a los caballos hacia la derecha para alejarse del proyectil. Tomó las riendas con la mano derecha, con la que ya sostenía la fusta, y rodeó a la marquesa con el brazo izquierdo para protegerla. En aquel momento estalló la granada. Los pedazos de casquillo les pasaron silbando por encima de la cabeza y uno de ellos penetró de forma sangrienta en el vientre del caballo del lado izquierdo, que echó a correr como si tuviera al mismísimo diablo bajo sus cascos. Al otro caballo se le contagió el pánico y ambos se desbocaron. El general de brigada tiró de las riendas, pero los animales no pudieron soportar el ruido, el dolor y el hedor de la humareda y corrieron oblicuamente hacia la derecha con los ojos en blanco y desesperados. Vieron un hueco en la línea británica y se dirigieron hacia él a galope tendido. La ligera calesa iba dando botes de manera alarmante, por lo que tanto el general como la marquesa tuvieron que agarrarse desesperadamente. Pasaron por el hueco como una exhalación. Por delante de ellos había humo y cadáveres, y más allá el aire libre. El general de brigada volvió a tirar de las riendas con todas sus fuerzas; la rueda del lado del conductor golpeó contra un cadáver y la calesa se ladeó. Eran unos vehículos bien conocidos por sus accidentes; la marquesa cayó al suelo y el general fue detrás, profiriendo un grito repentino al golpearse la pierna rota contra la rabera de la calesa. Las muletas saltaron por los aires y los caballos siguieron corriendo hasta que se perdieron de vista en el monte con la calesa haciéndose pedazos tras ellos. Moon y la mujer que él esperaba que se convirtiera en Doña Luna quedaron en el suelo, cerca del obús abandonado en el flanco de la columna francesa.
La cual avanzó con una sacudida y gritó: «Vive l’empereur!»