CAPÍTULO 5
Sharpe saltó de la gabarra y el agua le llegó por encima de las botas. Vadeó hasta la orilla siguiendo al alférez Keogh, quien llevaba un bicornio que parecía una reliquia de su abuelo. El sombrero tenía unos picos exageradamente ganchudos de los que colgaban unas borlas pobres y estaba coronado por un enorme penacho azul que hacía juego con las vueltas de las casacas rojas del 87.º.
—Sigan, sigan, sigan —dijo Keogh entre dientes. No se dirigía a Sharpe, sino a un sargento fornido y a una veintena de soldados que por lo visto aquella noche se hallaban bajo su responsabilidad. El sargento se había quedado enredado en una trampa de mimbre para peces y maldecía mientras intentaba sacársela de las botas a puntapiés—. ¿Necesita ayuda, sargento Masterson? —preguntó Keogh.
—¡Por Dios, no, señor! —respondió Masterson, que pisoteó los restos de la trampa—. Ha sido esta maldita cosa, señor.
—¡Calen las bayonetas, muchachos! —ordenó Keogh—. ¡Háganlo sin hacer ruido, ahora!
A Sharpe le pareció extraordinario que unos cuatrocientos o quinientos soldados pudieran desembarcar tan cerca de los campamentos gemelos situados a orillas del río sin que nadie se diera cuenta, pero los franceses seguían ajenos a la presencia de sus atacantes. Sharpe distinguió unas tiendas pequeñas a la luz de las hogueras, y entre las tiendas había unos burdos refugios hechos con ramas y techados con juncos. A las puertas de una tienda combada se distinguían unos cuantos mosquetes agrupados y Sharpe se preguntó por qué, en nombre de Dios, los franceses habían proporcionado tiendas a esos hombres. Se suponía que los soldados tenían que estar vigilando las lanchas, no durmiendo, pero al menos unos cuantos centinelas aún permanecían despiertos. Dos de ellos deambulaban lentamente por el campamento con los mosquetes colgados al hombro y sin sospechar nada, mientras que una segunda gabarra vertía otra compañía de casacas rojas que se sumaron a los soldados del 87.º. Otras dos compañías vadeaban hacia la costa en la orilla norte.
—For a balla, muchachos —pareció que decía el comandante Gough en voz baja y tono apremiante por detrás de los soldados de Keogh—, for a balla!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sharpe a Harper con un susurro.
—Faugh a ballagh, señor. Significa dejen paso. Quítense de en medio porque vienen los irlandeses. —Harper había desenvainado la bayoneta espada. Al parecer reservaba para más adelante las sietes balas del fusil de descarga múltiple—. ¡Y ya lo creo que venimos! —dijo, y encajó la empuñadura metálica de la bayoneta en la boca del rifle de modo que el cañón sostenía entonces casi sesenta centímetros de mortífero acero.
—¡Vamos, vamos, adelante! —el comandante Gough volvió al inglés, pero siguió hablando en voz baja—. Maten a esos hijos de mala madre. Pero háganlo sin hacer ruido, muchachos. No despierten a esas beldades hasta que no haya más remedio.
El 87.º empezó a avanzar y sus bayonetas destellaron con la débil luz de las hogueras. Los soldados amartillaron sus mosquetes y Sharpe tuvo la seguridad de que los franceses habían oído los chasquidos, pero el enemigo permaneció en silencio. El primero que se percató del peligro fue un centinela de la orilla norte. Quizá viera las formas oscuras de las gabarras en la cala, o quizá percibiera el brillo de las hojas que se acercaban por el oeste pero, fuera lo que fuese lo que lo alarmó, provocó un ahogado grito de asombro seguido por un estallido cuando disparó su mosquete.
—Faugh a ballagh! —gritó el comandante Gough—. Faugh a ballagh! ¡Duro con ellos, muchachos, duro con ellos! —Una vez perdido el elemento sorpresa, Gough no tenía intención de realizar un avance lento y disciplinado. Sharpe recordaba al batallón de Talavera y sabía que formaban una unidad, pero ahora Gough quería velocidad y violencia—. ¡Adelante, granujas! —gritó—. ¡Acaben deprisa con ellos! ¡Y aúllen como demonios! ¡Aúllen!
Los soldados respondieron a su orden dando voces desaforadas. Empezaron a correr por la marisma, a trompicones por las matas de hierba y saltando pequeñas zanjas. El abanderado Keogh, joven y ágil, corría delante con su espada de oficial de hoja fina en alto.
—Faugh a ballagh! —gritaba—. Faugh a ballagh! —saltó por encima de una zanja con las piernas muy abiertas y la vaina golpeteando mientras que con la mano derecha sujetaba su descomunal sombrero para que no se le cayera. Tropezó, pero el sargento Masterson, que casi era tan grande como Harper, agarró al alférez de aspecto frágil y le devolvió el equilibrio.
—¡Mátenlos! —gritó Keogh—. ¡Mátenlos! —Los mosquetes estallaron entre las fogatas, pero Sharpe no oyó pasar ni una sola bala ni vio caer a nadie. Los franceses, desperdigados y adormilados, salían como podían de sus tiendas y refugios. Un oficial en cuya espada se reflejaba la luz de las hogueras intentó formar a sus tropas, pero los gritos de los atacantes irlandeses bastaron para que los franceses recién levantados huyeran adentrándose en la oscuridad. Los irlandeses de Gough dispararon algunos mosquetes, aunque casi todo el trabajo lo hizo la mera amenaza de sus bayonetas de cuarenta y tres centímetros. Una mujer con las piernas desnudas hizo un rebujo con la ropa de cama y salió tras su hombre a toda prisa. Dos perros corrían en círculos, ladrando. Sharpe vio un par de hombres a caballo que desaparecían en la oscuridad por detrás de él. Se dio la vuelta rápidamente y alzó el rifle, pero los jinetes ya habían rebasado el flanco irlandés y se habían sumido en la negrura hacia el lugar donde habían tomado tierra las gabarras. Keogh se había adelantado, seguido por sus soldados, y Sharpe lo perdió de vista, pero él se quedó atrás con Harper.
—Nosotros llevamos casacas verdes, Pat —le advirtió—. Si no tenemos cuidado alguien podría tomamos por franchutes.
Tenía razón. Media docena de soldados con las vueltas de sus casacas rojas de color amarillo aparecieron de repente por entre las fogatas y Sharpe vio un mosquete que se alzaba hacia él.
—¡Noventa y cinco! —gritó—. ¡Noventa y cinco! ¡No disparen! ¿Quiénes son?
—¡Sesenta y siete! —le respondió una voz. El 67.º era un regimiento de Hampshire que había avanzado con más lentitud que los irlandeses pero manteniendo un orden cerrado. Un capitán los dirigía entonces hacia el sudeste para vigilar el perímetro interior del campamento capturado mientras que el comandante Gough les gritaba a sus irlandeses que retrocedieran por entre las tiendas y formaran un cordón similar en el lado de la bahía. Mientras caminaba con Harper hacia donde estaba Gough, Sharpe iba clavando la espada en las pequeñas tiendas y en una de las ocasiones obtuvo un chillido como respuesta. Retiró las portezuelas de lona y dentro vio a dos franceses encogidos de miedo.
—¡Fuera! —gruñó Sharpe. Los franceses salieron arrastrándose y aguardaron a sus pies, temblando—. Ni siquiera sé si tenemos que hacer prisioneros —dijo.
—No podemos matarlos sin más —repuso Harper.
—No voy a matarlos —contestó Sharpe con un gruñido—. ¡En pie! —Pinchó a los hombres con la espada y los condujo hacia otro grupo de prisioneros escoltados por los casacas rojas de Hampshire. Uno de ellos estaba agachado junto a un chico francés que no parecía tener más de catorce o quince años. El muchacho había recibido un balazo en el pecho y estaba muriendo ahogado, golpeando el suelo con los talones en un horrible tamborileo.
—Tranquilo, muchacho —le decía el soldado de Hampshire mientras le acariciaba la mejilla al chico moribundo—. Tranquilo. —En la otra orilla chisporroteó una repentina ráfaga de disparos de mosquete que se desvanecieron con la misma rapidez con la que habían surgido, y se hizo evidente que los casacas rojas habían tenido el mismo éxito allí que sus compañeros en la orilla sur.
—¿Es usted, Sharpe? —era sin duda la voz del comandante Gough.
—Sí, señor.
—Esto ha sido condenadamente rápido —comentó Gough, que parecía decepcionado—. ¡Esos tipos se limitaron a echar a correr! No se resistieron en absoluto. ¿Me hará el honor de informar al general Graham que esta orilla es segura y que no hay ningún contraataque a la vista? Tendría que encontrar al general junto a las balsas.
—Será un placer, señor —respondió Sharpe. Cruzó de nuevo con Harper el campamento capturado.
—Creía que íbamos a combatir un poco —comentó Harper, que parecía tan decepcionado como Gough.
—Esos cabrones estaban durmiendo, ¿no es cierto?
—¿Y he venido hasta aquí sólo para ver cómo una panda de dublineses despierta a unos franchutes?
—¿Los soldados de Gough son de Dublín?
—Allí se formó el regimiento, señor —Harper vio una mochila francesa abandonada, la recogió y rebuscó en su interior—. ¡Vaya mierda! —exclamó, y volvió a tirarla—. ¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?
—El que sea necesario. ¿Una hora, tal vez?
—¿Tanto?
—Los ingenieros tienen mucho trabajo que hacer, Pat —le explicó Sharpe, y de pronto pensó en el pobre Sturridge, que había confiado en que Sharpe lo mantendría con vida en el Guadiana.
Encontraron al general Graham en la orilla en la que estaban amarradas las lanchas incendiarias. La quinta gabarra, la que transportaba a los ingenieros, se había atado a la lancha más próxima, en la que había dos franceses muertos.
Cada una de las cinco lanchas consistía en una gran plataforma cuadrada de madera, con un mástil corto en el que podía sujetarse un retazo de vela. Los franceses se habían mantenido a la espera de una noche oscura, con viento del norte y la marea alta para conducir las lanchas hacia la flota que aguardaba para llevar al ejército al sur. Las lentas y pesadas balsas hubieran estado tripuladas por voluntarios que las habrían guiado hasta una distancia de un cuarto de milla del fondeadero y allí hubieran encendido las mechas de combustión lenta para luego escapar de aquel infierno en sus botes de remos. Si las lanchas hubiesen conseguido meterse entre las embarcaciones británicas y españolas habrían provocado el pánico. Los barcos hubieran cortado los cables del ancla antes que ser pasto de las llamas y, desanclados, el viento los hubiera empujado los unos contra los otros, o hacia las marismas de la Isla de León, y mientras tanto las monstruosas lanchas incendiarias seguirían flotando, provocando más caos. Todas ellas iban cargadas de barriles con munición incendiaria y pedazos de leña, y armadas con viejos cañones en su perímetro. El oído de los cañones estaba conectado a los barriles llenos de munición incendiaria mediante mechas de combustión lenta. Los cañones, algunos de los cuales parecían tener doscientos años, eran todos pequeños, pero Sharpe imaginó que estarían cargados con proyectiles, metralla y cualquier otra cosa que los franceses pudieran meter por sus bocas, de manera que las balsas en llamas escupirían balas, granadas y muerte al tiempo que se adentraban pesadamente en el abarrotado fondeadero.
Los ingenieros se encontraban colocando sus cargas y tendiendo mecha rápida hasta la orilla sur, donde se hallaba el general Graham con sus ayudantes de campo. Sharpe le transmitió el mensaje de Gough y sir Thomas asintió con la cabeza.
—Son unos artefactos infernales, ¿verdad? —dijo, señalando la balsa más cercana con un gesto de la cabeza.
—¡Balgowan! —exclamó una voz desde la orilla norte—. ¡Balgowan!
—¡Perthshire! —respondió sir Thomas con un bramido.
—¡Todo asegurado en este lado, señor! —gritó la voz.
—¡Buen chico!
—¿Balgowan, señor? —preguntó Sharpe.
—Es la contraseña —respondió sir Thomas—. Debería habérselo dicho. Balgowan es el lugar en el que me crié, Sharpe. Es el lugar más hermoso de esta tierra de Dios —hablaba con el ceño fruncido, con la mirada fija hacia el sur, hacia el fuerte de San Luis—. Todo ha resultado demasiado fácil —comentó con preocupación.
Sharpe no dijo nada porque el teniente general sir Thomas Graham no necesitaba sus comentarios.
—Eran tropas malas —sir Thomas se refería a los franceses que presumiblemente se encontraban vigilando las lanchas—. Eso es lo que pasa. Al nivel de batallón, ahí es donde las cosas empiezan a decaer. Le apuesto su paga de un año contra la mía, Sharpe, a que los oficiales superiores del batallón están durmiendo en los fuertes. Tienen camas calientes, fuego en la chimenea y jóvenes lecheras entre las sábanas mientras sus soldados sufren aquí afuera.
—No voy a aceptar la apuesta, señor.
—Sería idiota si lo hiciera —dijo sir Thomas. A la luz de las hogueras francesas que empezaban a extinguirse el general vio las filas de casacas rojas de cara al fuerte. Aquellos soldados quedarían perfilados contra las fogatas y ofrecerían un blanco de primera a la artillería del fuerte—. Willie —dijo—, dígales a Hugh y a John que ordenen a sus hombres que se tumben en el suelo.
—A la orden, mi capitán —respondió lord William con el argot de la marina, y echó a correr hacia el sur. Sir Thomas se metió chapoteando en el barro y subió a bordo de la lancha más cercana.
—¡Venga a echar un vistazo, Sharpe! —lo invitó.
Sharpe y Harper siguieron al general, que utilizó su pesada claymore para abrir el barril más próximo. La tapa salió despedida y descubrió media docena de bolas pálidas, todas las cuales tenían aproximadamente el mismo tamaño que una bala de cañón de nueve libras.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó sir Thomas—. Parecen albóndigas gigantes.
—Son balas de humo, señor —dijo un teniente de ingenieros tras echar un rápido vistazo a las bolas. Un sargento de ingenieros y él estaban reemplazando la mecha de combustión lenta de los cañones por mecha rápida.
Sir Thomas levantó una bala de humo y tocó con cuidado el mixto que había bajo ella.
—¿Qué hay en el resto del barril? —preguntó.
—En su mayor parte salitre, señor —contestó el teniente—, probablemente mezclado con azufre, antimonio y brea. Arderá como el mismísimo infierno.
Sir Thomas sopesó la bala de humo. El receptáculo tenía una docena de agujeros y cuando sir Thomas le dio unos golpecitos sonó a hueco.
—¿Cartón piedra? —conjeturó el general.
—Así es, señor. Cartón piedra lleno de pólvora, antimonio y polvo de carbón. Actualmente ya no se ven mucho. Equipo naval. Se supone que las enciendes y las arrojas a través de las portas enemigas, señor, para asfixiar a los artilleros. Claro que lo más probable es que mueras haciéndolo, pero pueden resultar muy desagradables en espacios cerrados.
—¿Y por qué están aquí? —preguntó sir Thomas.
—Me imagino que los franchutes esperaban que arrojaran una nube de humo, la cual flotaría por delante de las balsas y las ocultaría, señor. Y ahora, si me disculpa, señor.
—Por supuesto, hombre. —El general se apartó del camino del teniente. Volvió a poner la bala de humo en el barril y estaba a punto de colocar nuevamente la tapa cuando Sharpe alargó la mano hacia las balas.
—¿Puedo quedármelas, señor?
—¿Las quiere? —preguntó sir Thomas, sorprendido.
—Con su permiso, señor.
Sir Thomas puso cara de pensar que Sharpe era muy extraño, pero luego se encogió de hombros.
—Como quiera, Sharpe.
Sharpe envió a Harper a buscar una mochila francesa. Estaba pensando en la cripta de la catedral, en las cavernas y pasadizos en tomo a la cámara subterránea y en hombres acechando en la oscuridad con mosquetes y espadas. Llenó la mochila con las balas de humo y se la dio a Harper.
—Cuídela bien, Pat. Podría salvarnos la vida.
El general Graham había saltado a la siguiente balsa donde un pelotón de ingenieros colocaba mechas nuevas en los cañones cargados y cargas de pólvora en el centro de la lancha.
—Aquí hay más balas de humo, Sharpe —le gritó.
—Tengo suficientes, señor; gracias, señor.
—¿Para qué necesita…? —empezó a preguntar el general, pero se interrumpió bruscamente porque un cañón había disparado desde el fuerte de San Luis. La guarnición se había dado cuenta al fin de lo que ocurría en las marismas y cuando cesó el retumbo del cañón Sharpe oyó las balas de mosquete que pasaban silbando por encima de sus cabezas. Eso significaba que el cañón estaba cargado con botes de metralla o metralla suelta. El sonido del cañón apenas se había desvanecido cuando el humo de su disparo quedó iluminado por tres violentas explosiones de luz roja de otras piezas que lanzaron sus proyectiles desde las troneras. Una bala de cañón pasó aullando por encima de la cabeza del general y un enjambre de balas de mosquete bulló por el terreno pantanoso.
—No van a utilizar granadas —le dijo Sharpe a Harper—, porque no querrán prender fuego a las balsas.
—No sirve de mucho consuelo, señor —repuso Harper—, teniendo en cuenta que apuntan los cañones directamente hacia nosotros.
—Sólo disparan contra el campamento —dijo Sharpe.
—Y resulta que nosotros estamos en el campamento, señor.
Entonces abrieron fuego los cañones del fuerte de San José, el de la orilla norte. Éstos se hallaban mucho más lejos y la metralla, más que silbar, suspiraba en la oscuridad. Una de las balas cayó en la cala y salpicó de agua la balsa más próxima. Los fogonazos de los cañones se veían ahora tanto en el norte como en el sur e iluminaban la noche con repentinos destellos refulgentes que resplandecían en la arremolinada humareda para luego desvanecerse, deslumbrando a Sharpe. Él sabía que no tenía que haber ido, ni siquiera sir Thomas tendría que estar ahí. Un teniente general no tenía que unirse a un grupo de asalto que debería haber estado a las órdenes de un comandante o, a lo sumo, de un teniente coronel. Pero estaba claro que sir Thomas era un hombre que no podía resistirse al peligro. El general miraba hacia el sur, intentando ver, a la luz intermitente de los fogonazos de las bocas de los cañones, si la infantería francesa había efectuado una salida desde el San Luis.
—¡Sharpe! —gritó.
—¿Señor?
—El capitán Vetch me ha dicho que los ingenieros van a buen ritmo. Vuelva a las gabarras, ¿quiere? Allí encontrará a un capitán de la armada llamado Collins. Dígale que tocaremos retirada en cuestión de veinte minutos. Quizá media hora. ¿Recuerda el santo y seña?
—Balgowan y Perthshire, señor.
—Buen chico. En marcha. ¡Y no he olvidado que necesita pedirme un favor! Hablaremos de ello durante el desayuno.
Sharpe condujo de nuevo a Harper a lo largo de la cala. Los infantes de marina les dieron el alto con la contraseña y Sharpe les gritó la respuesta. El capitán Collins resultó ser un hombre robusto que miraba con recelo a la veintena de prisioneros que habían sido puestos bajo su responsabilidad.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con ellos? —preguntó lastimeramente—. En las gabarras no hay espacio para llevarlos de vuelta.
—Pues los dejaremos aquí —dijo Sharpe. Le transmitió el mensaje del general. Luego se quedó al lado de Collins y observó los fogonazos de la artillería. Una bala de cañón francesa alcanzó los restos de una fogata, con lo que rescoldos, chispas y llamas se alzaron a unos diez o doce metros por los aires. Algunos fragmentos en llamas cayeron sobre las tiendas e iniciaron pequeños incendios que iluminaron las voluminosas lanchas.
—No me gusta combatir de noche —admitió Collins.
—No es fácil —repuso Sharpe. Todas las sombras parecían moverse y las marismas estaban llenas de ellas, proyectadas por las hogueras. Recordó la víspera de Talavera, la noche en que descubrió que los franceses subían por la colina. Fue una noche de locura y confusión pero hoy, al menos, el enemigo parecía abúlico. La artillería de la fortaleza seguía disparando, no obstante las balas y la metralla caían lejos, a la izquierda de Sharpe.
—Vinieron dos de esos cabrones —dijo Collins—. ¡Los dos a caballo! Sé que no tenemos caballos, pero pensé que podría tratarse de una pareja de nuestros muchachos que habían capturado un par. Se acercaron a mí, con toda la calma que pueda imaginarse, y luego se alejaron al galope. Nadie disparó. Uno de ellos incluso me dio las buenas noches mientras se marchaba, el insolente cabrón.
De modo que los franceses, pensó Sharpe, sabían que las gabarras se hallaban a bastante distancia del campamento, río abajo, y sabían además que estaban vigiladas únicamente por un pequeño piquete de infantes de marina.
—Si no le molesta que se lo sugiera —dijo Sharpe—, yo trasladaría las gabarras río arriba.
—¿Por qué?
—Porque hay un hueco muy grande entre usted y los muchachos irlandeses.
—Tuvimos que desembarcar aquí —dijo Collins—. No podíamos subir directamente hasta el campamento, ¿verdad?
—Podría subir hasta allí ahora —sugirió Sharpe, que movió la cabeza en dirección a los marineros que esperaban en los bancos de los botes.
—Mi trabajo es vigilar estas embarcaciones —repuso Collins con dureza—. No estoy al mando.
—¿Y quién lo está?
Un teniente de la marina estaba al mando de las gabarras, pero al parecer había ido río arriba a bordo del quinto bote y en aquellos momentos se encontraba con los ingenieros, por lo que Collins, sin órdenes directas, no se arriesgaría a trasladar las dos gabarras por propia iniciativa. Pareció ofenderse por el hecho de que Sharpe lo hubiera sugerido siquiera.
—Esperaré a recibir órdenes —declaró, indignado.
—En tal caso le serviremos de piquete —se ofreció Sharpe—. Estaremos allí —señaló hacia el sur—. Advierta a sus muchachos que no nos disparen cuando regresemos.
Collins no respondió. Sharpe le dijo a Harper que dejara la mochila con las balas de humo en la gabarra del general y luego lo llevó hacia el sur.
—Manténgase alerta, Pat.
—¿Cree que vendrán los franceses?
—No pueden quedarse cruzados de brazos y dejar que quememos las balsas, ¿no?
—De momento parecen amodorrados.
Se agacharon entre los juncos. El viento suave venía del lejano océano y traía el olor de las salinas del otro lado de la bahía. Sharpe veía el reflejo de las luces de la ciudad, que cabrilleaba y temblaba en el agua. El cañoneo de los fuertes salpicaba la noche, pero desde aquella distancia resultaba difícil saber si los disparos causaban algún daño en los campamentos capturados. Resultaba difícil ver cualquier cosa. Los soldados de Dublín y Hampshire se hallaban tendidos en el suelo y los ingenieros andaban entre las sombras, atareados con las lanchas.
—Si yo estuviera en el bando de los franchutes —comentó Sharpe— no me preocuparía de las lanchas. Vendría y tomaría estas gabarras. Eso nos dejaría a todos aquí varados, ¿no? Capturarían a un par de centenares de prisioneros, incluido a un teniente general. No sería una mala noche para una panda de cabrones adormilados, ¿eh?
—Usted no está con los franchutes, ¿verdad, señor? Probablemente se estén emborrachando. Dejando que sus artilleros hagan todo el trabajo.
—Pueden permitirse el lujo de perder esas lanchas incendiarias —siguió diciendo Sharpe— si capturan cinco gabarras. Podrían utilizarlas en lugar de las balsas.
—No tardaremos en marcharnos de aquí, señor —terció Harper a modo de consuelo—. No hay necesidad de preocuparse.
—Esperemos que no.
Guardaron silencio. Las aves de las marismas, a las que los disparos habían despertado, chillaban desesperadas en la oscuridad.
—Así pues, ¿qué vamos a hacer en la ciudad? —preguntó Harper al cabo.
—Hay unos cabrones que tienen unas cartas y tenemos que comprárselas para recuperarlas —explicó Sharpe—. O al menos hemos de procurar que nadie haga nada desagradable mientras las compran, y si todo sale mal, que saldrá, tendremos que robar esas condenadas cartas.
—¿Cartas? ¿No hay oro?
—No hay oro, Pat.
—¿Y saldrá mal?
—Seguro. Tratamos con chantajistas. Nunca se conforman con el primer pago, ¿no es verdad? Siempre vuelven a por más, por lo que probablemente vamos a tener que matar a esos cabrones para que todo termine.
—¿De quién son esas cartas?
—Las escribió una puta —contestó Sharpe vagamente. Imaginó que Harper no tardaría en enterarse de la verdad, pero Sharpe sentía la suficiente simpatía por Henry Wellesley como para no divulgar aún más su vergüenza—. Debería ser bastante fácil —prosiguió—, pero a los españoles no les gustará lo que estamos haciendo. Si nos atrapan nos arrestarán. O nos pegarán un tiro.
—¿Nos arrestarán?
—Tendremos que ser listos, Pat.
—Entonces no pasa nada —repuso Harper—. No tenemos ningún problema, ¿verdad?
Sharpe sonrió. El viento movió los juncos. La marea estaba en calma. Los cañones disparaban sin cesar y sus proyectiles caían ruidosamente en el terreno pantanoso o batían la cala.
—¡Ojalá estuviera aquí el condenado 8.º! —comentó Sharpe en voz baja.
—¿Los «Sombreros de cuero»? —preguntó Harper, creyendo que Sharpe se refería a un regimiento de Cheshire.
—No, el 8.º francés, Pat. Los cabrones que nos encontramos en el río. Los que hicieron prisionero al pobre teniente Bullen. Han de regresar aquí, ¿no? Ahora no pueden alcanzar Badajoz sin un puente. Quiero volver a encontrármelos. A ese maldito coronel Vandal. ¡Qué ganas tengo de pegarle un tiro en la cabeza a ese hijo de puta!
—Lo encontrará, señor.
—Tal vez. Pero no aquí. Dentro de una semana nos habremos marchado. Sin embargo, un día, Pat, encontraré a ese cabrón y lo mataré por lo que le hizo al teniente Bullen.
Harper no respondió. En cambio, puso la mano en la manga de Sharpe y éste, en el mismo instante, oyó un roce entre los juncos. No era el sonido de la brisa que agitaba las plantas, éste era más regular. Como pasos. Y estaba cerca.
—¿Ve algo? —susurró.
—No. Sí.
Entonces Sharpe los vio. O más bien percibió unas sombras que corrían agachadas. Divisó el destello de la luz reflejándose en un trozo de metal, quizá la boca de un mosquete. Las sombras se detuvieron y se confundieron con la oscuridad, pero Sharpe vio que más hombres se movían detrás. ¿Cuántos había? ¿Veinte? No, el doble. Se inclinó hacia Harper.
—Fusil de descarga múltiple —murmuró al oído del sargento—. Luego iremos a la derecha. Correremos como locos unos treinta pasos y nos echaremos al suelo.
Harper alzó el fusil de siete cañones despacio, muy despacio. Entonces, con la culata apoyada en el hombro derecho, lo amartilló. El trinquete del cerrojo chasqueó al engranar, los franceses lo oyeron y Sharpe vio que sus rostros pálidos se volvían hacia él, en cuyo momento Harper apretó el gatillo y el fusil atronó las marismas y las iluminó con una ráfaga de fogonazos. El humo ocultó a Sharpe, que echó a correr. Contó los pasos y, cuando llevaba treinta, se tiró al suelo. Oyó gemir a un hombre. Dispararon dos mosquetes, luego una voz gritó una orden y ya no sonaron más disparos. Harper se dejó caer a su lado.
—Ahora los rifles —dijo Sharpe—, y luego vamos hacia los botes.
Oyó que los franceses hablaban unos con otros entre dientes. Las siete balas los habían alcanzado con dureza y sin duda estaban hablando de las bajas, pero entonces guardaron silencio y Sharpe los vio con más claridad, pues de pronto quedaron perfilados contra las llamas de las bocas de los cañones que dispararon desde el fuerte. Hincó una rodilla en el suelo y apuntó su rifle.
—¿Preparado?
—Sí, señor.
—Fuego.
Los dos rifles escupieron hacia las sombras. Sharpe no tenía ni idea de si alguna de las balas había alcanzado un objetivo. Lo único que sabía era que los franceses intentaban capturar las gabarras, que se hallaban peligrosamente cerca de la cala y que los disparos habrían dado la voz de alarma. Esperaba que el capitán de la marina hubiera tenido la iniciativa de ordenar que los botes se dirigieran río arriba.
—Vamos —dijo—, y corrieron torpemente, a trompicones entre las matas de hierba, y Sharpe tuvo la sensación de que los franceses habían prescindido de la cautela y corrían a su derecha. ¡Llévense los botes! —le gritó Sharpe al piquete de la marina—. ¡Llévense los botes! —Le dolía muchísimo la cabeza, pero intentó hacer caso omiso del dolor. Los mosquetes franceses traquetearon en la noche. Una bala penetró en el barro con un ruido sordo a los pies de Harper en el preciso momento en el que los infantes de marina disparaban una descarga irregular contra la oscuridad.
La repentina ráfaga de mosquetería alertó a los marineros, que habían cortado las amarras de los rezones de abordaje que utilizaban como anclas y empujaron las gabarras para alejarlas de la orilla, pero eran unas embarcaciones pesadas y se movían con una lentitud exasperante. La que se hallaba más lejos de Sharpe avanzaba más rápido, pero la más próxima parecía estar medio encallada. Dispararon más mosquetes franceses, escupiendo un humo en el que Sharpe vio el destello de las bayonetas. Los infantes de marina, superados en número, treparon como pudieron a bordo de la gabarra más cercana cuando los franceses llegaron a la orilla. Un soldado de la infantería de marina disparó, un francés de casaca azul salió despedido hacia atrás y otros dos se acercaron a la gabarra y la emprendieron a bayonetazos con los marineros que intentaban alejar el bote de la orilla con los remos. Los atacantes agarraron los remos. Los prisioneros franceses que habían permanecido bajo vigilancia estaban libres y, aunque desarmados, también trataban de abordar la gabarra. Una pistola disparó con un sonido más seco que el de un mosquete. Entonces se oyeron una docena de chasquidos más fuertes y Sharpe se figuró que a los marineros les habrían proporcionado pistolas pesadas de las que utilizaban las partidas de abordaje. También les habían suministrado alfanjes, aunque seguramente ninguno de ellos sabría cómo utilizarlos, pero ahora los marineros arremetían contra los hombres que intentaban subir por la borda de la gabarra.
Sharpe se encontraba a unos veinte metros de distancia, agachado al borde de la cala. Se dijo que aquélla no era su lucha, que su responsabilidad radicaba en la ciudad cuyas luces titilaban por la amplia bahía. Sin embargo, tenía seis balas de humo a bordo de la gabarra amenazada y quería recuperarlas; además, si los franceses tomaban aunque sólo fuera una de las gabarras, a sir Thomas le resultaría casi imposible la retirada.
—Vamos a tener que echar a esos canallas del bote —dijo Sharpe.
—Deben de ser unos cincuenta, señor. O más.
—Aún hay muchos de los nuestros luchando —repuso Sharpe—. Asustaremos a esos hijos de puta. Tal vez salgan corriendo. —Se puso de pie, se colgó el rifle a la espalda y desenvainó la espada.
—Dios salve a Irlanda —dijo Harper.
El reglamento del ejército decretaba que Sharpe, como oficial de tiradores, debía ir armado con un sable de caballería, pero a él nunca le había gustado dicha arma.
La curva del sable lo hacía bueno para asestar tajos, pero en realidad la mayoría de oficiales portaban las espadas como mera decoración. Él prefería la espada de los soldados de la caballería pesada, una de las más largas que se fabricaban. La hoja era recta, casi un metro de acero de Birmingham. La caballería se quejaba constantemente de dicha arma. Se desafilaba enseguida, la hoja era demasiado pesada y la punta asimétrica la tornaba ineficaz. Sharpe había rebajado el dorso de la hoja para hacer la punta simétrica y el peso del arma le gustaba, pues convertía la espada en un garrote eficaz. Harper y Sharpe se metieron en el bajío de la cala y se acercaron a los franceses por su izquierda. Los hombres de casaca azul no se esperaban un ataque y quizás incluso hubieran creído que los dos soldados de uniforme oscuro eran franceses, pues ninguno de ellos se dio la vuelta para enfrentárseles. Aquellos soldados eran los rezagados franceses, los que no querían meterse en el agua y combatir contra los infantes de marina y los marineros, y ninguno de ellos deseaba luchar. Algunos estaban recargando los mosquetes, pero la mayoría no hacía nada más que observar la lucha por la gabarra cuando Sharpe y Harper cayeron sobre ellos. Sharpe arremetió con la espada contra una garganta, el hombre cayó y la baqueta traqueteó en el cañón de su mosquete. Sharpe arremetió de nuevo. Harper embestía con la espada bayoneta y gritaba a voz en cuello en gaélico. Una bayoneta francesa brilló a la derecha de Sharpe, quien propinó un fuerte golpe en la cabeza a un soldado con la punta roma de la espada, y de pronto no tuvo delante a ningún enemigo inmediato, sólo un tramo de agua y un grupo de franceses intentando abordar la proa de la gabarra que los infantes de marina defendían con alfanjes y bayonetas. Sharpe se adentró en la cala y le clavó la espada en la espalda a un soldado; supo entonces que se había arriesgado demasiado, pues los hombres que estaban asaltando la gabarra se volvieron contra él con ferocidad. Una bayoneta le rajó la casaca y se quedó allí enredada. Sharpe asestó un tajo lateral en el preciso momento en el que Harper llegó junto a él.
Harper gritaba de forma incoherente. Estrelló la culata de su rifle contra el rostro de un hombre, pero se acercaban más franceses y Sharpe arrastró a Harper lejos de sus armas. Cuatro hombres les atacaban, y no eran de los rezagados. Aquéllos eran soldados que querían matar, y Sharpe vio sus dientes apretados y sus espadas largas. Sharpe efectuó un amplio movimiento de guadaña con la espada y desvió dos arremetidas de bayoneta, tras lo cual volvió a retroceder. Harper estaba a su lado, y los franceses atacaban con fuerza, creyendo que tenían unas víctimas fáciles. Sharpe pensó que al menos el enemigo no tenía los mosquetes cargados. En aquel preciso momento se oyó un disparo y el fogonazo de la boca del arma lo cegó, rodeándolo de humo. Sin embargo, la bala había ido a parar Dios sabe dónde y Sharpe, que se apartó de manera instintiva, cayó de lado en la cala. Los franceses debieron de pensar que estaba muerto, porque no le hicieron caso y atacaron a Harper, que hundió la bayoneta en los ojos de uno de ellos justo cuando arremetía contra él.
El comandante Gough había llevado a su compañía de vuelta a la cala y la primera señal que Sharpe percibió de su llegada fue una descarga que sumió la marisma en un terrible estruendo. A continuación se oyeron los gritos de los casacas rojas que atacaban. Llegaron con sus bayonetas y su furia. «Faugh a ballagh!», gritaron, y los franceses obedecieron. El ataque del 87.º desbarató el asalto a la gabarra. Un francés se agachó sobre Sharpe, creyéndole muerto y seguramente con intención de quedarse con su espada, pero Sharpe le pegó un puñetazo en la cara y salió del agua blandiendo la espada, con la que le rajó el rostro a aquel hombre. El francés echó a correr. Sharpe vio que el alférez Keogh arremetía con su espada recta contra un enemigo mucho más corpulento que él, el cual, a su vez, intentaba golpear al delgado oficial con su mosquete. Entonces, el gigantón del sargento Masterson hundió la bayoneta en las costillas de ese hombre. El peso de Masterson derribó al francés. Keogh le clavó la espada al hombre caído y quiso más. Estaba profiriendo un grito agudo cuando vio dos figuras oscuras en el bajío de la cala y se volvió para atacar, gritándoles a sus hombres que lo siguieran.
—Faugh a ballagh! —bramó Harper.
—¡Son ustedes! —Keogh se detuvo al borde del agua. Sonrió de repente—. Fue un buen combate.
—Muy desesperado, maldita sea —masculló Harper.
El comandante Gough, a voz en cuello, ordenaba a sus soldados que formaran en línea de cara al sur. Los sargentos tiraban de los casacas rojas para alejarlos de los cadáveres enemigos que estaban desvalijando. Los infantes de marina supervivientes echaban de la gabarra a garrotazos a los pocos franceses que quedaban, pero el capitán Collins había muerto con un alfanje en la mano.
—Tendría que haber movido los dichosos botes, señor —le dijo un sargento de la marina cuando saludó a Sharpe. El sargento escupió un oscuro torrente de jugo de tabaco sobre un cadáver francés—. Está usted empapado, señor —añadió—. ¿Se cayó al agua?
—Me caí al agua —respondió Sharpe, y la primera explosión partió la oscuridad.
El estallido provenía de una de las cinco lanchas incendiarias. Un obelisco de llamas, de un blanco brillante, se alzó hacia el cielo, a lo que siguió una luz roja cuyo fogonazo formó un anillo que aplastó la hierba de la marisma. El fuego inundó la noche. Posteriormente se decidió que una chispa errante de la fogata de uno de los campamentos franceses capturados había prendido en una mecha rápida. Ya se habían dispuesto las cargas y los ingenieros estaban tendiendo la última mecha cuando uno de ellos vio el chisporroteo brillante de una mecha rápida ardiendo. Lanzó un grito de advertencia y saltó de la balsa en el mismo instante en el que estalló el primer barril de pólvora. Las mechas chispearon entonces en todas las lanchas y humearon como sinuosas serpientes de fuego.
El obelisco blanco se retorció disipándose. El retumbo de la explosión se desvaneció por la marisma y sonó una corneta que ordenó a las tropas británicas su regreso a las gabarras. La corneta seguía tocando cuando explotaron las otras cargas, una tras otra, con una fragorosa conflagración que se alzó hacia las nubes y un estruendo que hendió el aire de las marismas, donde los juncos y hierbas se combaron ante aquellos vientos ardientes e inesperados. Empezó a salir humo de las lanchas, donde el material incendiario colocado por los franceses se inflamó y sus llamas iluminaron alas tropas francesas que se habían alejado de las gabarras.
—¡Fuego! —rugió el comandante Gough, y su compañía del 87.º lanzó una descarga, pero las cargas seguían estallando y las lanchas ardían. Los cañones situados en el perímetro de las balsas empezaron a disparar y las balas y la metralla silbaron por la cala y el terreno pantanoso.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritaba sir Thomas Graham. La corneta volvió a sonar. Los casacas rojas abandonaban el campamento en tropel tras cumplir con su deber. Algunos tenían que ayudar a sus compañeros. Al menos había cesado el fuego de artillería del fuerte, probablemente porque los artilleros estaban mirando los fuegos artificiales de la cala. Pedazos de madera ardiendo daban vueltas en el aire, nuevas ráfagas de fuego atravesaban la noche, y estalló otro cañón. Sharpe tropezó con un cadáver francés medio hundido al borde del agua.
—¡Cuéntenlos al subir! —gritó el comandante Gough—. ¡Cuéntenlos al subir!
—¡Uno, dos, tres! —el alférez Keogh tocaba a los soldados en el hombro a medida que iban subiendo a bordo. Un marinero recuperó uno de los remos que les habían arrebatado los franceses. Se oyó un traqueteo de disparos de mosquete procedente de las marismas y un soldado del 87.º cayó de bruces en el lodo—. ¡Recójanlo! —gritó Keogh—. Seis, siete, ocho, ¿dónde está su mosquete, granuja?
Los soldados de Hampshire se encontraban embarcando en la otra gabarra. El general Graham, acompañado por sus dos ayudantes de campo y un grupo de ingenieros, esperaba para subir a bordo en último lugar. Las lanchas estaban totalmente envueltas en llamas. No iban a poder salir de la cala. El humo se alzaba decenas de metros en el cielo nocturno, pero las llamas que alimentaban la humareda bastaban para iluminar las marismas y los artilleros del San Luis podían ver a los casacas rojas agrupados a orillas de la cala. Debían de saber que las gabarras se encontraban allí y de repente los cañones empezaron a disparar de nuevo. Además de balas ahora utilizaban granadas. Una de ellas estalló en la orilla contraria mientras que otra se hundió en el agua y la estela de la mecha trazó un rojo zigzag en la noche inundada de llamas. Una bala de cañón atravesó las filas de los soldados de Hampshire.
—¡Todos presentes! —gritó Keogh.
—¡Sir Thomas! —chilló el comandante Gough, Estalló una granada que mandó barro, juncos y un mosquete francés por los aires. Un cañón de los antiguos abrió fuego desde la lancha más cercana y Sharpe vio avanzar la bala rozando el agua—. ¡Sir Thomas! —gritó de nuevo el comandante Gough, pero sir Thomas esperaba para asegurarse de que todos los soldados de Hampshire hubieran embarcado, y sólo entonces se acercó a la gabarra. Estalló una granada a tan sólo unos pasos de donde estaba, pero milagrosamente los pedazos del casquillo pasaron silbando junto a él sin causarle daños. Los marineros empujaron la gabarra para alejarla de la orilla y el reflujo de la marea la llevó hacia la bahía. Las lanchas incendiarias formaban entonces una gigantesca pira incandescente bajo un nubarrón de humo. Los reflejos de las llamas que cabrilleaban en el agua quedaron rotos por una bala de cañón que con su salpicadura empapó a los soldados de las dos barcazas que se alejaban de la orilla norte. La quinta barcaza se encontraba en mitad de la cala y sus marineros movían los remos para escapar del fuego de artillería.
—¡Remen! —gritó un oficial de la marina que iba en el mismo bote que Sharpe—. ¡Remen!
Tres cañones dispararon a la vez desde el San Luis y Sharpe oyó un breve estruendo por encima de sus cabezas. Los fogonazos de unos mosquetes parpadearon en las marismas y unos cuantos casacas rojas se pusieron de pie en el vientre de la barcaza y devolvieron los disparos.
—¡No disparen! —gritó Gough.
—¡Remen! —repitió el oficial de la marina.
—Ésta no es exactamente la retirada ordenada que tenía prevista —comentó sir Thomas. Una granada cuya mecha azotó la oscuridad con su hilo de frenética luz roja cayó en la cala—. ¿Es usted, Sharpe?
—Sí, señor.
—Está empapado, hombre.
—Me caí al agua, señor.
—¡Va a coger una pulmonía! Quítese la ropa. Tome mi capa. ¿Qué tal la cabeza? Me había olvidado de que está usted herido. No debería haberle pedido que viniera.
Otros dos cañones abrieron fuego, y luego otros dos lo hicieron desde el fuerte de San José, al norte, pero cada golpe de los grandes remos llevaba las gabarras más lejos de las llamas, adentrándolas en la negrura de la bahía. Los heridos gemían en las bodegas de los botes. Otros soldados hablaban con excitación y Gough lo permitió.
—¿Cuál es su lista de bajas, Hugh? —preguntó sir Thomas al irlandés.
—Tres soldados muertos, señor —respondió Gough—, y ocho heridos.
—Ha sido una buena noche —dijo sir Thomas—, una muy buena noche.
Porque la flota estaba a salvo y, cuando los españoles estuvieran listos por fin, sir Thomas podría llevarse su pequeño ejército al sur.
* * * *
Las dependencias de sir Thomas Graham en San Fernando eran modestas. Había requisado el taller de un constructor de barcos que tenía encaladas las paredes de piedra. Lo había amueblado con una cama, una mesa y cuatro sillas. El taller poseía una gran chimenea frente a la cual se puso a secar la ropa de Sharpe. Éste también había dejado allí su rifle después de quitarle la platina para que el calor del fuego llegara al muelle real. Iba envuelto en una camisa y una capa que el general Graham se había empeñado en prestarle. Mientras tanto, el general se hallaba dictando su informe.
—Pronto desayunaremos —le dijo el general entre una frase y otra.
—Me muero de hambre —comentó lord William Russell.
—Sea buen chico, Willie, y vaya a ver por qué se retrasa —dijo el general, quien después se prodigó en grandes elogios para los soldados que había comandado hasta la cala. El amanecer perfilaba las colinas del interior, mas el resplandor de las lanchas ardiendo seguía siendo intenso en las marismas oscuras, y la columna de humo debía de ser visible desde Sevilla, a casi cien kilómetros de distancia—. ¿Quiere que mencione su nombre, Sharpe? —le preguntó sir Thomas.
—No, señor —contestó Sharpe—. Yo no hice nada, señor.
Sir Thomas le dirigió una mirada astuta.
—Si usted lo dice, Sharpe. Y bien, ¿cuál es ese favor que quería pedirme?
—Quiero que me dé una docena de granadas, señor. De doce libras, si tiene; en caso contrario, las de nueve libras servirán.
—Las tengo. Bueno, las tiene el comandante Duncan. ¿Qué le ha pasado a su casaca? ¿Un corte de espada?
—De bayoneta, señor.
—Le diré a mi criado que se lo cosa mientras desayunamos. Doce granadas, ¿eh? ¿Para qué las quiere?
Sharpe vaciló.
—Quizá sea mejor que no lo sepa, señor.
Sir Thomas soltó una risotada ante aquella respuesta.
—Anótelo, Fowler —le dijo al secretario, y lo despachó. Aguardó a que el hombre se marchara y entonces se aproximó al fuego y acercó las manos al calor—. Deje que lo adivine, Sharpe, deje que lo adivine. Hele aquí, huérfano de su batallón, y de repente me ordenan que lo retenga en vez de mandarlo de vuelta al lugar al que pertenece. Y mientras tanto la carta de amor de Henry Wellesley sirve de entretenimiento a los ciudadanos de Cádiz. ¿Acaso están relacionadas ambas cosas?
—Sí, señor.
—¿Hay más cartas? —preguntó sir Thomas con perspicacia.
—Hay muchas más, señor.
—¿Y qué quiere el embajador que haga usted? ¿Qué las encuentre?
—Quiere que las compre para recuperarlas, señor, y si eso no funciona quiere que las robemos.
—¡Robarlas! —Sir Thomas le dirigió a Sharpe una mirada escéptica—. ¿Tiene experiencia en ese negocio?
—Un poco, señor —contestó Sharpe que, tras una pausa, se dio cuenta de que el general quería oír más—. Fue en Londres, señor…, de niño. Aprendí el oficio.
Sir Thomas se rió.
—Una vez me acorraló un asaltante en Londres. Lo derribé. ¿No sería usted, por casualidad?
—No, señor.
—De modo que Henry desea que robe las cartas y usted quiere una docena de mis granadas, ¿no es así? Explíqueme por qué, Sharpe.
—Porque si no se pueden robar las cartas, señor, habrá que destruirlas.
—¿Va a hacer estallar mis granadas dentro de Cádiz?
—Espero que no, señor, pero podría ser necesario.
—¿Y esperará que los españoles se crean que fue una bomba de un mortero francés?
—Espero que los españoles no sepan qué pensar, señor.
—No son idiotas, Sharpe. Los don pueden resultar muy poco dispuestos a colaborar, pero no son estúpidos. Si averiguan que hace estallar granadas en Cádiz lo meterán en esa prisión pestilente que tienen en menos que canta un gallo.
—Motivo por el cual es mejor que usted no lo sepa, señor.
—Ahí viene el desayuno —anunció lord William Russell, que irrumpió en la habitación—. Filete de ternera, hígado frito y huevos frescos, señor. Bueno, casi frescos.
—Supongo que querrá que todo eso se entregue en la embajada, ¿no? —Sir Thomas hizo caso omiso de lord William y le habló a Sharpe.
—Si es posible, señor, y dirigidas a lord Pumphrey.
Sir Thomas soltó un resoplido.
—Sentémonos, Sharpe. ¿Le gusta el hígado frito?
—Sí, señor.
—Me encargaré de que la mercancía se embale y se entregue hoy mismo —dijo sir Thomas, y le dirigió una mirada recriminatoria a lord William—. No le servirá de nada mostrar curiosidad, Willie. El señor Sharpe y yo estamos tratando asuntos secretos.
—Puedo ser la discreción personificada —afirmó lord William.
—Puede serlo —coincidió sir Thomas—, pero muy pocas veces lo es.
Se llevaron la casaca de Sharpe para coserla y él tomó asiento frente a un desayuno de filete de ternera, hígado, riñones, jamón, huevos fritos, pan, mantequilla y café fuerte. Aunque sólo iba medio vestido, Sharpe disfrutó de él. A mitad de la comida cayó en la cuenta de que, a pesar de que uno de los compañeros de mesa era el hijo de un duque y el otro un rico terrateniente escocés, él se sentía extrañamente cómodo. No había malicia en lord William, mientras que por otra parte era obvio que a sir Thomas, sencillamente, le gustaban los soldados.
—Nunca pensé que llegaría a ser soldado —le confesó a Sharpe.
—¿Por qué no, señor?
—Porque era feliz tal como estaba, Sharpe, ya era feliz tal como estaba. Cazaba, viajaba, leía, jugaba al críquet y tenía la mejor esposa del mundo. Entonces mi Mary murió. Estuve rumiando un tiempo y se me ocurrió que los franceses son una especie maligna. Predican la libertad y la igualdad pero, ¿ellos qué son? Son degenerados, bárbaros e inhumanos, y comprendí que mi deber era combatirlos. De manera que me puse un uniforme, Sharpe. Tenía cuarenta y seis años cuando me puse la casaca roja por primera vez, y de eso ya hace diecisiete años. Y debo decir que, en general, han sido unos años felices.
—Sir Thomas —comentó lord William al tiempo que destrozaba el pan con un cuchillo romo— no solamente vistió un uniforme. Creó el 90.º de Infantería de su bolsillo.
—¡Y vaya dispendio! —dijo sir Thomas—. Sólo los sombreros me costaron cuatrocientas treinta y seis libras, dieciséis chelines y cuatro peniques. Siempre me pregunté a qué se debían los cuatro peniques. Y aquí estoy, Sharpe, sigo combatiendo a los franceses. ¿Ha comido bien?
—Sí, señor; gracias, señor.
Sir Thomas se empeñó en acompañar a Sharpe a los establos. Antes de llegar al edificio, el general detuvo a Sharpe.
—¿Juega usted al críquet, Sharpe?
—Solía jugar en Shorncliffe, señor —respondió Sharpe con cautela, refiriéndose a los barracones donde se entrenaban los fusileros.
—Necesito jugadores de críquet —le explicó el general, que frunció el ceño, pensativo—. Henry Wellesley fue un verdadero estúpido —afirmó, cambiando inopinadamente de tema—, pero es un estúpido como es debido. ¿Sabe a qué me refiero?
—Creo que sí, señor.
—Es muy buena persona. Tiene buen trato con los españoles, que pueden llegar a sacarte de quicio. Te prometen el mundo y te entregan las sobras, pero Wellesley tiene paciencia para tratar con ellos y los españoles sensatos saben que pueden confiar en él. Es un buen diplomático y lo necesitamos como embajador.
—A mí me cae bien, señor.
—No obstante, el condenado hizo el ridículo con esa mujer. ¿Ella tiene las cartas?
—Creo que tiene algunas, señor.
—Así pues, la estará buscando, ¿no?
—Sí, señor.
—No va a hacerla volar en pedazos con mis granadas, ¿verdad?
—No, señor.
—Espero que no, porque es una cosita muy hermosa. La vi una vez con él y Henry parecía un gato que hubiera encontrado un cuenco de crema. Ella también parecía feliz. Me sorprende que lo traicionara.
—Lord Pumphrey dice que fue su chulo, señor.
—¿Y usted qué piensa?
—Yo creo que ella se dejó tentar por el oro, señor.
—Claro que, lo que ocurre con Henry Wellesley —dijo sir Thomas, que al parecer no hizo caso de las palabras de Sharpe— es que resulta un hombre comprensivo. No me sorprendería que siguiera tratándola con dulzura. Bueno, quizás esté diciendo tonterías. Anoche disfruté con su compañía, señor Sharpe. Si termina su trabajo con tiempo suficiente, espero que juegue con nosotros un partido o dos. Tengo un secretario que es un lanzador feroz, pero el condenado se ha torcido el tobillo. Y confío en que me hará el honor de navegar hacia el sur con nosotros. Podemos lanzarle unas cuantas bolas rápidas al mariscal Victor, ¿eh?
—Eso me gustaría, señor —repuso Sharpe, aunque sabía que no había esperanza de que se convirtiera en realidad.
Fue a buscar a Harper y a los demás fusileros. Encontró una ropavejería en San Fernando donde, con dinero de la embajada, adquirió ropa de civil para sus soldados y después, bajo el humo de las balsas ardiendo que flotaba sobre Cádiz como una gran nube oscura, se dirigieron a la ciudad.
Por la tarde la nube seguía estando allí y doce granadas comunes, embaladas y etiquetadas como si fueran repollos, habían llegado a la embajada.