CAPÍTULO 6

Durante los tres días siguientes no ocurrió nada. El viento sopló del este y trajo una persistente lluvia de febrero que sofocó el fuego de las lanchas incendiarias, aunque el humo siguió manchando las marismas del Trocadero y flotando por la bahía hacia la ciudad, en la que lord Pumphre y esperaba un mensaje de quienquiera que tuviese las cartas en su poder. El embajador temía la publicación de otro ejemplar de El Correo de Cádiz. No apareció ninguno.

—Últimamente se publica muy poco —informó al embajador James Duff, el cónsul británico en Cádiz. Duff había vivido en España durante casi cincuenta años y llevaba más de treinta siendo cónsul. Algunas personas consideraban a Duff más español que los españoles, e incluso cuando España estuvo en guerra con Gran Bretaña él pudo evitar los insultos y se le permitió continuar con su negocio de compra y exportación de vino. Ahora que la embajada se había visto obligada a buscar refugio en Cádiz, no había necesidad de un cónsul en la ciudad, pero Henry Wellesley valoraba la sabiduría y el consejo del anciano—. Creo que Núñez está pasando apuros —dijo Duff, refiriéndose al propietario de El Correo de Cádiz—. Ahora no tiene más lectores que los de la ciudad, ¿y qué puede publicar? ¿Las noticias de las Cortes? Todo el mundo sabe lo que allí ocurre antes de que Núñez pueda componerlo. Sólo le quedan los rumores de Madrid, las mentiras de París y las listas de barcos que llegan y zarpan.

—¿Y aun así no quiere aceptar nuestro dinero? —preguntó Wellesley.

—Ni un penique —respondió Duff. El cónsul era un hombre enjuto, contrahecho, elegante y astuto. Visitaba al embajador casi todas las mañanas y siempre felicitaba a Henry Wellesley por la calidad de su jerez, que el propio Duff le vendía a la embajada, aunque estando Andalucía ocupada por los franceses las existencias escaseaban—. Sospecho que está a sueldo de otra persona —continuó diciendo Duff.

—¿Le hizo una oferta generosa? —preguntó el embajador.

—Tal como usted indicó, su excelencia —contestó Duff. Había visitado a Núñez en nombre de Wellesley y le había ofrecido dinero si accedía a no publicar más cartas. La propuesta fue rechazada, de manera que Duff le hizo una oferta directa por el propio periódico, una oferta sorprendentemente generosa—. Le ofrecí diez veces lo que valen la casa, la prensa y el negocio, pero no aceptó. Le hubiera gustado hacerlo, estoy seguro, pero el hombre está muy asustado. Creo que no se atreve a vender porque teme por su vida.

—¿Y piensa publicar más cartas?

Duff se encogió de hombros, como para insinuar que no sabía la respuesta.

—Lamento mucho ponerle en este aprieto, Duff. Fue todo culpa de mi estupidez, de mi ceguera.

Duff volvió a encogerse de hombros. Él nunca había estado casado y no simpatizaba con las idioteces que las mujeres provocaban en los hombres.

—Pues sólo nos queda esperar —siguió diciendo el embajador— que lord Pumphrey tenga éxito.

—Bien podría ser que su señoría tenga éxito —comentó Duff—, pero ellos tendrán copias y las publicarán de todos modos. No puede fiarse de su palabra, su excelencia. Hay demasiado en juego.

—¡Dios mío! —Henry Wellesley se frotó los ojos y se dio la vuelta en la silla para mirar la constante lluvia que caía sobre el pequeño jardín de la embajada.

—A menos —dijo Duff a modo de consuelo— que posea las originales y pueda demostrar que el Correo las cambió.

Henry Wellesley hizo una mueca. Quizá fuese cierto que pudiera demostrar la falsificación, mas no podría evitar la vergüenza de lo que no se había falsificado.

—¿Quiénes son? —preguntó con enojo.

—Me figuro que son personas a sueldo de Cárdenas —respondió Duff con calma—. Me huelo que el almirante está detrás de esto, y me temo que es implacable. Supongo que… —hizo una pausa y frunció levemente el ceño—, supongo que ha pensado en una acción directa para evitar la publicación, ¿no?

Wellesley guardó silencio unos segundos, tras los cuales asintió con la cabeza.

—Sí, Duff, he pensado en ello. Sin embargo, no consentiré semejante acción sino con muchas reservas.

—Es sensato ser renuente. He notado un aumento de las patrullas españolas por los alrededores del local de Núñez. Me temo que el almirante Cárdenas ha convencido a la Regencia para que vigilen atentamente el periódico.

—Tal vez podría hablar usted con Cárdenas —sugirió Wellesley.

—Podría hacerlo —asintió Duff—, y él se mostraría cortés, me ofrecería un jerez excelente y luego negaría tener el más mínimo conocimiento del asunto.

Wellesley no dijo nada. No hacía falta. Su rostro revelaba su desesperación.

—Nuestra única esperanza —prosiguió Duff— es que sir Thomas Graham consiga levantar el asedio. Una Victoria como ésa confundirá a los que se oponen a una alianza con Gran Bretaña. El problema, claro está, no es sir Thomas, sino Lapeña.

—Lapeña —Wellesley repitió el nombre con desánimo. Lapeña era el general español cuyas fuerzas acompañarían a los británicos hacia el sur.

—Tendrá más hombres que sir Thomas —continuó diciendo Duff de manera implacable—, por lo cual tendrá que estar al mando. Y si no se le otorga el mando entonces los españoles no aportarán sus tropas. Y Lapeña, su excelencia, es una criatura tímida. Todos debemos esperar que sir Thomas le sirva de estímulo para infundir arrojo. —Duff sostuvo su copa de jerez contra la luz de la ventana—. ¿Éste es el de la cosecha de 1803?

—En efecto.

—Es muy bueno —dijo Duff. Se puso de pie y, con la ayuda de un bastón, se acercó a la mesa que tenía en el tablero un damero de taracea. Se quedó mirando las piezas de ajedrez unos segundos e hizo avanzar un alfil blanco que mató una torre—. Me temo que esto es jaque, su excelencia. Seguro que la semana que viene me frustrará.

El embajador acompañó cortésmente a Duff hasta el palanquín que lo esperaba en el patio.

—Si publican más cartas —dijo Wellesley, que cubrió al cónsul con un paraguas mientras se acercaban al palanquín—, tendré que dimitir.

—Estoy seguro de que no será necesario —comentó Duff sin mucho convencimiento.

—Pero si lo es, Duff, usted tendrá que cargar con mis responsabilidades hasta que llegue un sustituto.

—Rezo para que siga usted en el cargo, su excelencia.

—Yo también, Duff, yo también.

Al cabo de cuatro días de la destrucción de las lanchas incendiarias las plegarias del embajador recibieron una respuesta. Sharpe se hallaba en los establos, donde se esforzaba por mantener ocupados a sus aburridos soldados reparando el tejado, un trabajo que odiaban pero que era mejor que malgastar el tiempo emborrachándose. El criado de lord Pumphrey encontró a Sharpe pasándole unas tejas al fusilero Slattery.

—Su señoría solicita su presencia, señor —dijo el criado al tiempo que miraba con desagrado los sucios pantalones de peto de Sharpe—, lo antes posible —añadió el criado.

Sharpe se puso la vieja casaca negra del capitán Plummer, una capa, y siguió al criado a través del laberinto de callejones de la ciudad. Halló a lord Pumphrey en la balconada central de la iglesia de San Felipe Neri. La iglesia consistía en una nave ovalada con el suelo cubierto de baldosas de color blanco y negro intenso sobre la cual tres balconadas circundaban el techo abovedado, del que colgaba una araña enorme que estaba apagada, aunque cubierta de estalactitas de cera de las velas. Ahora la iglesia albergaba las Cortes, el parlamento español, y desde la balconada superior, conocida como paraíso, el público podía escuchar los discursos que se pronunciaban abajo. La balconada central estaba destinada a personalidades, clérigos y diplomáticos, mientras que en la inferior se congregaban las familias y amigos de los diputados.

El enorme altar de la iglesia estaba cubierto por una tela blanca y frente a él, allí donde normalmente residía el crucifijo, había expuesto un retrato del rey de España, quien en aquellos momentos se hallaba prisionero en Francia. Delante del altar cubierto se hallaba el presidente de las Cortes, sentado a una mesa larga flanqueada por un par de tribunas. Los diputados ocupaban las tres hileras de sillas de cara a él. Sharpe se deslizó en el banco junto a lord Pumphrey, quien escuchaba cómo un orador arengaba al clero con estridente vehemencia, aunque resultaba aburrido, pues los diputados abandonaban sigilosamente sus asientos y salían a toda mecha por la puerta principal de la iglesia.

—Está explicando —le susurró lord Pumphrey a Sharpe— el papel crucial que jugó el Espíritu Santo en el gobierno de España.

Un sacerdote se Volvió a mirar a Pumphrey con cara de pocos amigos y éste sonrió y saludó al ofendido moviendo los dedos.

—Es una lástima —comentó su señoría— que hayan tapado el altar. Guarda una pintura exquisita de la Inmaculada Concepción. Es de Murillo, y los querubines son encantadores.

—¿Querubines?

—Sí, esas monadas regordetas —dijo lord Pumphrey al tiempo que se recostaba en su asiento. Aquel día olía a agua de rosas, aunque afortunadamente se había resistido a ponerse el lunar de terciopelo e iba austeramente vestido de paño negro—. Yo creo que los querubines mejoran una iglesia, ¿usted no? —El sacerdote se dio la vuelta y les exigió silencio. Lord Pumphrey arqueó una ceja, exasperado, tomó a Sharpe por el codo y lo condujo por la balconada hasta llegar al punto situado directamente encima del altar, de manera que frente a ellos aparecían las tres hileras en las que se encontraban sentados los diputados que quedaban—. Segunda fila —susurró Pumphrey—, lado derecho, cuarta silla. He ahí al enemigo.

Sharpe vio a un hombre delgado con un uniforme de color azul oscuro. Tenía un bastón apoyado en las rodillas y parecía aburrido, pues tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Su mano derecha se abría y cerraba repetidamente sobre la empuñadura del bastón.

—El almirante marqués de Cárdenas —dijo lord Pumphrey.

—¿El enemigo?

—No nos ha perdonado por lo de Trafalgar. Allí lo dejamos lisiado y lo hicimos prisionero. Estuvo muy bien atendido en una buena casa de Hampshire, pero nos odia igualmente y ése, Sharpe, es el hombre que según los rumores está pagando a El Correo de Cádiz. ¿Tiene un catalejo?

—Lo tengo en la embajada —respondió Sharpe.

—Por suerte llevo conmigo el equipo básico de un espía —dijo lord Pumphrey, y le dio a Sharpe un pequeño anteojo con el tubo exterior revestido de nácar—. ¿Tendría la bondad de mirar la guerrera del almirante?

Sharpe desplegó el catalejo y enfocó la lente hacia la casaca azul del almirante.

—¿Qué estoy mirando?

—Los cuernos —repuso lord Pumphrey, y Sharpe desvió la lente hacia la derecha y, prendido en la tela oscura, vio uno de los broches en forma de cuernos. La marca de el Cornudo, la insignia burlona del enemigo. Alzó entonces el catalejo y vio que el almirante tenía los ojos abiertos y lo estaba mirando directamente a él. A Sharpe le pareció que tenía una expresión dura, avisada y vengativa.

—¿Qué hacemos con el almirante? —le preguntó a lord Pumphrey.

—¿Qué hacemos? —preguntó lord Pumphrey a su vez—. Nada, por supuesto. Es un hombre honorable, un diputado, un héroe de España y un valioso aliado, al menos públicamente. Sin embargo, es cierto que se trata de una criatura agria, animada por el odio, que probablemente ya esté negociando con Bonaparte. Tengo mis sospechas pero no puedo probarlo.

—¿Quiere que mate a ese cabrón?

—Seguro que así mejorarían las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña y España, ¿verdad? —le preguntó Pumphrey con aspereza—. ¿Por qué no he pensado en ello? No, Richard, no quiero que mate a ese cabrón.

El almirante había llamado a un criado y en aquellos instantes le estaba susurrando, señalando a Sharpe mientras lo hacía. El criado se alejó a toda prisa y Sharpe plegó el catalejo.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Marqués de Cárdenas. Posee muchas tierras en el valle del Guadiana.

—Conocimos a su madre —dijo Sharpe—, y es una bruja perversa. También se acuesta con los franceses.

—¿Literalmente?

—No. Pero no han saqueado su propiedad. Y los avisó enseguida cuando llegamos. Intentaron hacernos prisioneros. ¡Bruja!

—De tal palo, tal astilla —dijo Pumphrey—, y no va usted a matarlo. Debemos frustrar sus bellaquerías, por supuesto, pero tenemos que hacerlo sin que nadie se dé cuenta. Va usted muy sucio.

—Estábamos arreglando el tejado del establo.

—Ésa no es precisamente una ocupación propia de un oficial.

—Tampoco lo es recuperar las cartas de un chantajista —replicó Sharpe—, pero lo estoy haciendo.

—¡Ah! Me figuro que será el mensajero —dijo lord Pumphrey. Se hallaba mirando a un hombre que había entrado en la balconada y que se acercaba a ellos con sigilo por detrás de los bancos. El hombre portaba la misma insignia pequeña con forma de cornamenta que el almirante.

—¿Mensajero? —preguntó Sharpe.

—Me dijeron que esperara aquí. Vamos a celebrar una reunión para discutir la compra de las cartas. Temía que no llegara usted a tiempo. —Pumphrey guardó silencio mientras el hombre se situaba poco a poco detrás de él y se inclinaba para hablarle al oído a su señoría. Le habló brevemente y en voz demasiado baja para que Sharpe pudiera oírlo, luego siguió caminando hacia la segunda puerta de la balconada.

—Hay una cafetería frente a la iglesia —dijo lord Pumphrey—, un enviado se reunirá allí con nosotros. ¿Vamos?

Bajaron las escaleras detrás del mensajero y salieron a una pequeña antecámara de la planta baja donde se encontraba entonces el almirante. El marqués de Cárdenas era un hombre muy alto y delgado y tenía una pierna de madera negra. Se apoyaba en un bastón de ébano. Lord Pumphrey le hizo una reverencia exquisita a la que el almirante respondió con un tenso movimiento de la cabeza antes de darse la vuelta sobre su talón y volver a entrar renqueando en la iglesia.

—El cabrón no se molesta en esconderse de nosotros —comentó Sharpe.

—Ha ganado, Sharpe —dijo lord Pumphrey—. Ha ganado y se regodea con ello.

El viento soplaba por la calle estrecha intentando arrebatarle el sombrero a lord Pumphrey mientras éste se apresuraba bajo la fría llovizna hacia la cafetería. Dentro había una docena de mesas, la mayoría de las cuales estaban ocupadas por hombres que parecían estar hablando todos a la vez. Se gritaban los unos a los otros y gesticulaban exageradamente. Uno de ellos, para enfatizar sus argumentos, hizo trizas un periódico, esparció los pedazos por la mesa y luego se inclinó hacia atrás con aire triunfal.

—Los diputados de las Cortes —le explicó lord Pumphrey. Miró en derredor pero no vio a nadie que pareciera estar esperando, por lo que se abrió paso entre la multitud ruidosa para ocupar una de las mesas vacías situadas al fondo del local.

—La otra silla, milord —dijo Sharpe.

—¿Es usted maniático?

—Quiero ver la puerta desde aquí.

Lord Pumphrey se movió diligentemente y Sharpe tomó asiento de espaldas a la pared. Le pidieron café a una chica y Pumphrey se volvió a mirar a los clientes que discutían bajo una cortina de humo de cigarro.

—Casi todos son abogados —dijo.

—¿Abogados?

—Un gran porcentaje de los diputados son abogados —dijo Pumphrey, que frotaba su rostro delgado con ambas manos—. Esclavos, liberales y abogados.

—¿Esclavos?

Lord Pumphrey se estremeció de forma exagerada y se arrebujó más en su casaca.

—A grandes rasgos, hay dos facciones en las Cortes. Por un lado están los tradicionalistas, compuestos por los monárquicos, los beatos y los anticuados. Los llaman los serviles. Es un nombre insultante, es como llamar tory a alguien. Serviles se refiere a los esclavos, que desean ver reinstaurado al rey y a la Iglesia triunfante. Son la facción de los terratenientes, privilegiados y aristócratas —volvió a estremecerse—. A los serviles se oponen los liberales —prosiguió—, que se llaman así porque siempre están hablando de la libertad. Los liberales quieren ver una España en la que los deseos de las personas tengan más influencia que los decretos de una Iglesia tiránica o los caprichos de un rey despótico. El gobierno de su Británica Majestad no tiene una opinión oficial sobre estas discusiones. Nosotros simplemente queremos ver un gobierno español dispuesto a continuar con la guerra contra Napoleón.

Sharpe puso cara de menosprecio.

—Ustedes están de parte de los serviles, ya lo creo que sí.

—Por extraño que parezca, no es así. En todo caso apoyamos a los liberales, siempre y cuando, claro está, sus ideas alocadas no se exporten a Gran Bretaña; Dios no lo quiera. Sin embargo, bastará cualquiera de las dos facciones con tal de que continúen combatiendo a Bonaparte.

—¿Y dónde está la confusión?

—La confusión, Sharpe, es que no les gustamos a ninguno de los dos bandos. Hay tanto serviles como liberales que creen de todo corazón que el enemigo más peligroso de España no es Francia, sino Gran Bretaña. El cabecilla de dicha facción, por supuesto, es el almirante Cárdenas. Él es un servil, naturalmente, pero si puede asustar a suficientes liberales y hacerles creer que nos anexionaremos Cádiz, entonces se saldrá con la suya. Quiere que España esté gobernada por un rey católico, asumiendo él mismo el papel de consejero principal del monarca, y para lograrlo necesita hacer las paces con Francia y, en ese caso, ¿adónde iríamos a parar? —Lord Pumphrey se encogió de hombros—. Dígame, ¿por qué el temible sir Thomas Graham me ha mandado un presente compuesto de granadas de artillería? No es que sea un desagradecido, por supuesto que no lo soy, sólo es por curiosidad, ¿sabe? ¡Dios santo! ¿Qué está haciendo?

La pregunta la provocó la repentina aparición de una pistola que Sharpe dejó sobre la mesa. Pumphrey iba a protestar pero se dio cuenta de que Sharpe miraba más allá. Se dio la vuelta y vio un hombre alto vestido de negro que se acercaba a ellos. El hombre tenía un rostro alargado que a Sharpe le resultó familiar, no sabía por qué.

El hombre tomó una silla de otra mesa, le dio la vuelta y se sentó entre Sharpe y Pumphrey. Miró la pistola, se encogió de hombros y le hizo un gesto con la mano a la camarera.

Vino tinto, por favor —dijo con brusquedad—. No he venido aquí a pelear —añadió entonces en inglés—, de modo que puede guardar la pistola.

Sharpe le dio la vuelta al arma de forma que la boca apuntara directamente a aquel hombre, que se quitó la capa húmeda revelando que era sacerdote.

—Soy el padre Salvador Montseny —se dirigió a lord Pumphrey—. Ciertas personas me han pedido que negocie en su nombre.

—¿Ciertas personas? —preguntó lord Pumphrey.

—No esperará que revele su identidad, milord. —El sacerdote echó un vistazo a la pistola de Sharpe y fue entonces cuando éste lo reconoció. Era el sacerdote que había estado en casa de Núñez, el que le ordenó que se marchara del callejón—. No tengo ningún interés personal en este asunto —siguió diciendo el padre Montseny—, pero los que me pidieron que hablara por ellos pensaron que el hecho de que eligieran a un cura les inspiraría confianza.

—Esconda el arma, Sharpe —dijo lord Pumphrey—. Está asustando a los abogados. Creen que podría ser uno de sus clientes. —Aguardó a que Sharpe hiciera descender el percutor y se metiera la pistola debajo de la capa—. Habla usted un inglés excelente, padre.

—Tengo facilidad para los idiomas —repuso Montseny con modestia—. Crecí hablando francés y catalán. Luego aprendí español e inglés.

—¿Francés y catalán? ¿Es usted de la frontera?

—Soy catalán. —El padre Montseny hizo una pausa cuando depositaron café y una jarra de vino en la mesa. Se sirvió vino—. Tengo instrucciones de decirles que el precio es de tres mil guineas de oro.

—¿Está autorizado a negociar? —preguntó lord Pumphrey.

Montseny no dijo nada. En lugar de responder, tomó un pedazo de azúcar de un cuenco y lo dejó caer en su vino.

—Tres mil guineas es un precio hilarante —dijo Pumphrey—, totalmente desmedido. Pero para poner fin a este embarazoso asunto el gobierno de su majestad está dispuesto a pagar seiscientas.

El padre Montseny meneó levemente la cabeza, como para insinuar que la contraoferta era absurda; luego tomó una copa vacía de la mesa de al lado y le sirvió un vaso de vino a Sharpe.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Cuido de él —respondió Sharpe, señalando a lord Pumphrey con la cabeza y deseando no haberlo hecho porque el dolor le azotó el cráneo.

Montseny miró la cabeza vendada de Sharpe. Pareció resultarle gracioso.

—¿Le han dado a un hombre herido? —le preguntó a lord Pumphrey.

—Me dieron lo mejor que tenían —contestó Pumphrey en tono de disculpa.

—A usted no le hace falta protección, milord —dijo Montseny.

—Olvida —repuso lord Pumphrey— que el último negociador que enviamos fue asesinado.

—Resulta lamentable —comentó el sacerdote con severidad—, pero me han asegurado que fue culpa de ese hombre. Intentó apoderarse de las cartas por la fuerza. Estoy autorizado a aceptar dos mil guineas.

—Mil —dijo Pumphrey—, con la promesa de que no se publicará nada más en El Correo.

Montseny se sirvió más vino.

—Mis mandantes —dijo— están dispuestos a utilizar su influencia en el periódico, pero eso les costará dos mil guineas.

—Lamentablemente —dijo Pumphrey— sólo nos quedan mil quinientas en la caja fuerte de la embajada.

—Mil quinientas —repitió el padre Montseny, como si lo considerara.

—Por cuya suma, padre, sus mandantes deben entregamos todas las cartas y prometer que no publicarán ninguna más.

—Creo que será aceptable —afirmó el padre Montseny. Esbozó una sonrisa, como si estuviera satisfecho con el resultado de las negociaciones, y se reclinó en su asiento—. Si lo desea podría ofrecerle un consejo que les ahorraría dinero.

—Le estaría de lo más agradecido —repuso Pumphrey con exagerada educación.

—Cualquier día de estos su ejército zarpará, ¿no? Desembarcarán sus tropas en algún lugar del sur y se dirigirán al norte para enfrentarse al mariscal Victor. ¿Creen que él no lo sabe? ¿Qué cree usted que ocurrirá?

—Ganaremos —gruñó Sharpe.

El sacerdote le hizo caso omiso.

—¿Qué tendrá Lapeña? ¿Ocho mil hombres? ¿Nueve mil? ¿Y su general Graham llevará a tres o cuatro mil? Así pues, Lapeña tendrá el mando, y ese hombre tiene manías de vieja. El mariscal Victor contará con el mismo número de efectivos, probablemente más, y Lapeña se asustará. Le entrará el pánico y el mariscal Victor lo aplastará. Entonces les quedarán muy pocos soldados para proteger la ciudad y los franceses tomarán las murallas por asalto. Costará muchas vidas, pero en verano Cádiz será francesa. Entonces las cartas no tendrán importancia, ¿no es así?

—En tal caso —dijo lord Pumphrey—, ¿por qué no entregárnoslas sin más?

—Mil quinientas guineas, milord. Tengo instrucciones de decirle que debe traer el dinero usted mismo. Puede llevar a dos acompañantes, ni uno más, y se le hará llegar una nota a la embajada diciéndole dónde tendrá lugar el intercambio. Puede esperar la nota después de las oraciones de hoy. —Montseny apuró la copa, se puso de pie y dejó un dólar en la mesa—. Bueno, ya he cumplido mi función —dijo, saludó con un brusco movimiento de la cabeza y se marchó.

Sharpe hizo girar la moneda de dólar sobre la mesa.

—Al menos pagó el vino que pidió.

—Podemos esperar una nota después del oficio de vísperas —dijo lord Pumphrey, ceñudo—. ¿Significa eso que quiere el dinero esta noche?

—Por supuesto. Es en lo único que puede confiar por parte de ese cabrón —dijo Sharpe—, pero en nada más.

—¿En nada más?

—Lo vi en el periódico. Está metido en esto hasta el cuello. No va a darle las cartas. Cogerá el dinero y echará a correr.

Pumphrey removió su café.

—Creo que se equivoca. Las cartas son un activo amortizable.

—Sea lo que sea lo que eso signifique.

—Significa, Sharpe, que ese hombre tiene razón. Lapeña estará al mando del ejército. ¿Sabe cómo llaman a Lapeña los españoles? Doña Manolito. La señora Manolito. Es un maniático nervioso y Victor le dará una paliza.

—Sir Thomas es bueno —afirmó Sharpe con lealtad.

—Quizá. Pero el que estará al mando del ejército será Doña Manolito, no sir Thomas, y si el mariscal Victor vence a Doña Manolito, Cádiz caerá, y cuando caiga Cádiz los políticos de Londres tropezarán entre ellos en su carrera hacia la cámara de negociaciones. La guerra cuesta dinero, Sharpe, y la mitad del Parlamento ya cree que no podemos ganarla. Si cae España, ¿qué esperanza nos queda?

—Lord Wellington.

—Que está aferrado a un rincón de Portugal mientras Bonaparte domina Europa. Si cae el último pedazo de España, Gran Bretaña hará las paces. Si no, cuando Victor venza a Doña Manolito, los españoles no esperarán a que caiga Cádiz. Negociarán. Preferirán rendir Cádiz a ver la ciudad saqueada. Y cuando se rindan, las cartas no valdrán ni un penique. A esto me refiero cuando digo que son un activo amortizable. El almirante, si es que se trata del almirante, preferirá tener el dinero ahora que unas cuantas cartas de amor sin ningún valor dentro de un mes. De modo que sí, están negociando de buena fe. —Lord Pumphrey añadió unas cuantas monedas al dólar del sacerdote y se puso de pie—. Hemos de ir a la embajada, Richard.

—Ese hombre está mintiendo —le advirtió Sharpe, Lord Pumphrey suspiró.

—En la diplomacia, Sharpe, damos por sentado que todo el mundo miente, siempre. Así es como hacemos progresos. Nuestros enemigos esperan que Cádiz sea francesa dentro de unas semanas, por cuyo motivo quieren el dinero ahora porque dentro de esas pocas semanas ya no habrá dinero. A la ocasión la pintan calva, es tan sencillo como eso.

La lluvia había arreciado y el viento soplaba con fuerza. Los letreros colocados sobre las tiendas se balanceaban peligrosamente y un retumbo de truenos resonó tierra adentro, un sonido asombrosamente parecido al de los proyectiles de la artillería pesada al pasar por lo alto. Sharpe dejó que Pumphrey lo guiara por el laberinto de callejones hasta la embajada. Cruzaron el arco vigilado por un pelotón de soldados españoles aburridos y atravesaron el patio a toda prisa hasta que los frenó una voz desde lo alto:

—¡Pumps! —llamó la voz—. ¡Aquí arriba!

Sharpe, al igual que lord Pumphrey, alzó la vista y vio al embajador asomado a una ventana de la atalaya de la embajada, una modesta estructura de cinco pisos situada en un extremo del patio de los establos.

—¡Suba! —volvió a gritar Henry Wellesley—. ¡Y usted también, señor Sharpe! ¡Vamos! —parecía excitado.

Sharpe salió a la plataforma techada y vio que el general de brigada Moon era el señor de la torre. Tenía una silla y un taburete, y junto a la silla había un catalejo, mientras que en una mesa pequeña había una botella de ron y bajo ella un orinal. La torre estaba provista de ventanas que protegían la plataforma superior de la intemperie, y era evidente que Moon había adoptado el nido. Se había puesto de pie y, apoyado en las muletas, miraba hacia el este con el embajador.

—¡Los barcos! —les dijo Henry Wellesley a Sharpe y a lord Pumphrey a modo de saludo.

Un enjambre de pequeñas embarcaciones surcaba a toda prisa las olas de cresta blanca para entrar en el amplio puerto de la bahía de Cádiz. A Sharpe le resultó extraño el aspecto de dichos barcos. Todos tenían un solo mástil y una única vela gigantesca. Las velas tenían forma de cuña, puntiagudas delante y grandes en la popa.

—Faluchos —dijo el embajador—, una palabra que mejor no intentar pronunciar si vas borracho.

—Tuvieron suerte de llegar antes de que estallara la tormenta —comentó el general de brigada.

Los morteros franceses intentaban hundir los faluchos sin éxito. La lluvia y el viento amortiguaban el ruido de los cañones. Sharpe veía las nubes de humo que salían del fuerte de Matagorda y del fuerte de San José con cada disparo de los morteros, pero no distinguía dónde caían las granadas, pues el agua ya estaba muy turbulenta. Los faluchos avanzaban a sacudidas dirigiéndose al extremo sur de la bahía donde el resto de las embarcaciones se hallaba a cubierto, lejos del alcance de los morteros. Las perseguían oscuras borrascas y lluvias furiosas mientras la tormenta se extendía hacia el sur. Se oyó el chasquido de un rayo a lo lejos, en la costa norte.

—¡Por lo visto los españoles han cumplido su palabra! —exclamó Henry Wellesley con exultación—. ¡Esos barcos han venido desde las Baleares! Un par de días para aprovisionarlos y el ejército podrá embarcar. —Parecía un hombre cuyos problemas estuviesen tocando a su fin. Si el ejército combinado de británicos y españoles podía destruir las obras de asedio francesas y expulsar a las fuerzas de Victor de Cádiz, sus enemigos políticos quedarían neutralizados. Incluso podría ser que las Cortes y la capital española volvieran a capturar Sevilla y el raro sabor de la Victoria se respiraría en el aire—. El plan —explicó Henry Wellesley a Sharpe— es que Lapeña y sir Thomas se encuentren con tropas de Gibraltar, marchen luego hacia el norte, ataquen la retaguardia de Victor, le den una paliza y expulsen a sus tropas de Andalucía.

—Se supone que todo esto es un secreto —terció el general de brigada mediante un gruñido.

—¡Menudo secreto! —repuso lord Pumphrey con acritud—. Un cura acaba de contármelo.

El embajador pareció alarmarse.

—¿Un cura?

—Que parecía estar muy seguro de que el mariscal Victor está perfectamente informado de nuestros planes de asaltar sus líneas.

—¡Pues claro que está informado! —dijo el general de brigada—. Puede que Victor empezara su carrera como trompeta, pero sabrá contar barcos, ¿no? ¿Por qué si no se está reuniendo la flota? —Se volvió a mirar los faluchos que se hallaban entonces fuera del alcance de los morteros, los cuales habían dejado ya de disparar.

—Creo que tendríamos que hablar, su excelencia —dijo lord Pumphrey—. Tengo una propuesta que hacerle.

El embajador desvió la mirada hacia el general de brigada, que observaba las embarcaciones con atención.

—¿Una propuesta útil?

—De lo más alentadora, su excelencia.

—Por supuesto —dijo Henry Wellesley, y se encaminó hacia las escaleras.

—Venga, Sharpe —le dijo lord Pumphrey imperiosamente, pero cuando Sharpe se dispuso a seguir a su señoría, el general de brigada chasqueó los dedos.

—Quédese aquí, Sharpe —le ordenó Moon.

—Ahora voy —le dijo Sharpe a Pumphrey—. ¿Señor? —le preguntó al general de brigada cuando Wellesley y Pumphrey se fueron.

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

—Ayudando al embajador, señor.

—Ayudando al embajador, señor —repitió Moon imitando a Sharpe—. ¿Por eso se ha quedado? Se suponía que tenía que embarcar de vuelta a Lisboa.

—¿No tenía usted que embarcar también, señor? —le preguntó Sharpe.

—Los huesos rotos se curan mejor en tierra —respondió el general—. Es lo que me dijo el médico. Si lo piensa tiene su lógica. Ir dando bandazos dentro de un barco no contribuye a que se suelde un hueso, ¿no? —soltó un resoplido al sentarse—. Me gusta estar aquí arriba. Ves cosas —le dio unos golpecitos al catalejo.

—¿Mujeres, señor? —preguntó Sharpe. No se le ocurría ningún otro motivo por el cual un hombre con la pierna rota subiera con muchas dificultades a lo alto de una atalaya, y desde la torre Moon dominaba docenas de ventanas.

—Cuidado con lo que dice, Sharpe —dijo Moon—, y explíqueme por qué todavía sigue aquí.

—Porque el embajador me pidió que me quedara, señor, para ayudarle.

—¿Adquirió su insolencia con la tropa, Sharpe, o ya nació así?

—El cargo de sargento contribuyó a ello, señor.

—¿El cargo de sargento?

—Debes tratar con los oficiales, señor; todos los días.

—¿Y usted no tiene buena opinión de los oficiales?

Sharpe no respondió. En lugar de eso miró los faluchos que se ponían al pairo y echaban el ancla. La bahía era un hervidero de ondas espumosas y pequeñas olas embravecidas.

—Si me disculpa, señor.

—¿Tiene algo que ver con esa mujer? —quiso saber Moon.

—¿Qué mujer, señor? —Sharpe se dio la vuelta en las escaleras.

—Sé leer los periódicos, Sharpe —dijo Moon—. ¿Qué están tramando usted y esa condenada Mariquilla?

—¿Mariquilla, señor?

—Me refiero a Pumphrey, idiota. ¿O acaso no se ha dado cuenta? —preguntó con desdén.

—Me he dado cuenta, señor.

—Porque si le ha tomado usted demasiado cariño —dijo el general de brigada con maldad— tiene un rival. —Moon disfrutó con la expresión de indignación de Sharpe—. Tendré los ojos abiertos, Sharpe. Soy un soldado. Será mejor que usted también los mantenga abiertos. ¿Sabe quién visita a Mariquilla en su casa? —Señaló por la ventana. La embajada estaba compuesta de una serie de edificios agrupados en torno a dos patios y un jardín, y el general de brigada indicó una casa situada en el patio más pequeño—. ¡Nada menos que el embajador, Sharpe! Entra a hurtadillas en casa de esa Mariquilla. ¿Qué le parece, Sharpe?

—Me parece que lord Pumphrey es un consejero del embajador, señor.

—¿Y ha de aconsejarle durante la noche?

—No lo sé, señor —contestó Sharpe—. Y ahora, si me disculpa.

—Disculpado —repuso Moon con soma, y Sharpe bajó las escaleras ruidosamente y se dirigió al estudio del embajador, donde encontró a Henry Wellesley mirando al jardín, en el que llovía a cántaros. Lord Pumphrey se hallaba junto a la chimenea, calentándose el trasero.

—El capitán Sharpe opina que el padre Montseny miente —le decía Pumphrey a Wellesley cuando Sharpe entró.

—¿Eso piensa, Sharpe? —preguntó Wellesley sin darse la vuelta.

—No se fíe de él, señor.

—¿De un clérigo?

—Ni siquiera sabemos si es un sacerdote de verdad —dijo Sharpe—, y lo vi en el periódico.

—Sea quien sea —terció lord Pumphrey con aspereza—, necesitamos tratar con él.

—Mil ochocientas guineas, ¡Dios santo! —exclamó el embajador al tiempo que tomaba asiento frente a su mesa. Estaba tan consternado que no vio la mirada que Sharpe le lanzó a lord Pumphrey.

Sin querer, el embajador había revelado el desfalco de Pumphrey, que puso cara de inocente.

—Yo diría, su excelencia, que los españoles vieron los barcos antes que nosotros. Llegan a la conclusión de que nuestra expedición zarpará dentro de uno o dos días. Lo cual significa una batalla en menos de quince días, y están totalmente seguros de la Victoria. Y si las fuerzas que defienden Cádiz son destruidas, las cartas ya no tendrán ningún valor. Les gustaría aprovecharse de ellas antes de que esto ocurra y de ahí que hayan aceptado mi oferta.

—Aun así, son mil ochocientas guineas —dijo Henry Wellesley.

—El dinero no es suyo —comentó Pumphrey.

—¡Pero las cartas sí, Pumps, por Dios!

—Al publicar una carta, nuestros adversarios han convertido la correspondencia en un instrumento de la diplomacia. Por lo tanto, tenemos motivos más que justificados para utilizar los fondos de su majestad con el fin de anular dicho instrumento. —Lord Pumphrey hizo un bonito gesto con la mano derecha—. Perderé el dinero, señor, en las cuentas. No es difícil.

—¡No es difícil! —replicó Henry Wellesley.

—Subvenciones a los guerrilleros —dijo lord Pumphrey con elocuencia—, compra de información a los agentes, sobornos a los diputados de las Cortes. Gastamos cientos, miles de guineas en cosas semejantes y el Tesoro nunca ha llegado a ver ni un solo recibo. No es en absoluto difícil, excelencia.

—Montseny se llevará el dinero —dijo Sharpe con terquedad— y se quedará las cartas.

Los otros dos no le hicieron caso.

—¿Insiste en que efectúe el intercambio usted personalmente? —le preguntó el embajador a lord Pumphrey.

—Me figuro que es su manera de garantizarme que no se contempla la violencia —repuso lord Pumphrey—. Nadie osaría asesinar a uno de los diplomáticos de su majestad. Provocaría demasiado jaleo.

—Mataron a Plummer —terció Sharpe.

—Plummer no era diplomático —replicó lord Pumphrey con brusquedad.

El embajador miró a Sharpe.

—¿Puede robar las cartas, Sharpe?

—No, señor. Probablemente puedo destruirlas, pero están muy bien protegidas para robarlas.

—Destrúyalas —dijo el embajador—. Supongo que eso entrañará violencia, ¿no?

—Sí, señor.

—No aceptaré ningún acto que pueda empeorar nuestras relaciones con los españoles, no puedo hacerlo —dijo Henry Wellesley. Se frotó la cara con ambas manos—. ¿Van a cumplir con su palabra, Pumps? ¿No publicarán más cartas?

—Me imagino que el almirante se conforma con el daño que ha causado la primera, milord, y ansía el oro. Creo que mantendrá su palabra. —Pumphrey frunció el ceño cuando Sharpe profirió un ruido de indignación.

—Pues que así sea —dijo Henry Wellesley—. Cómprelas, recupérelas, y le pido disculpas por causar tantos problemas.

—El problema, su excelencia, terminará pronto —dijo lord Pumphrey. Miró el juego de ajedrez del embajador—. Creo que hemos llegado al fin de la cuestión —dijo—. ¿Capitán Sharpe? Supongo que me acompañará, ¿no?

—Allí estaré —respondió Sharpe en tono grave.

—Pues reunamos el dinero —dijo lord Pumphrey con indiferencia— y terminemos con esto.

* * * *

La nota llegó bien entrada la noche. Sharpe se encontraba esperando con sus hombres en un compartimiento vacío de los establos de la embajada. Sus cinco soldados iban vestidos con ropa de civil barata y tenían un aspecto sutilmente distinto. Hagman, que de todos modos era un hombre delgado, parecía un mendigo. Perkins se asemejaba a una desagradable rata callejera, uno de esos chicos de Londres que barrían el estiércol de caballo frente a los transeúntes con la esperanza de conseguir unas monedas. Slattery tenía un aspecto inquietante, propio de un asaltante de caminos que podía volverse violento al menor indicio de resistencia. Harris parecía un hombre al que hubiera abandonado la suerte, tal vez un maestro de escuela borracho que se había visto en la calle, mientras que Harper daba la impresión de ser un campesino recién llegado a la ciudad, grande, tranquilo y fuera de lugar con su gastada chaqueta de paño.

—El sargento Harper viene conmigo —les dijo Sharpe— y los demás aguardarán aquí. ¡No se emborrachen! Puede que los necesite más tarde. —Tenía la sensación de que la aventura de aquella noche acabaría mal. Quizá lord Pumphrey fuera optimista sobre el resultado, pero Sharpe quería estar preparado para lo peor, y los fusileros eran sus refuerzos.

—Si no tenemos que emborracharnos, señor, ¿para qué es el brandy? —preguntó Harris.

Sharpe descorchó las cuatro botellas de brandy que había traído de las provisiones del embajador y vertió su contenido en un cubo del establo. Entonces le añadió una jarra entera de aceite para lámparas.

—Mézclenlo todo y vuelvan a embotellarlo —le dijo a Harris.

—¿Va a encender un fuego, señor?

—No sé qué diablos vamos a hacer. Quizá no hagamos nada. No obstante, manténganse sobrios, esperen y ya veremos qué ocurre.

Sharpe había considerado hablar con todos sus hombres, pero el cura insistió en que Pumphrey trajera sólo dos compañeros, y si su señoría llegaba con más probablemente no ocurriría nada. Sharpe admitió que había una pequeña posibilidad de que Montseny actuara con honestidad, de modo que le daría al sacerdote una pequeña oportunidad con la esperanza de que les entregara las cartas. Lo dudaba. Limpió las dos pistolas de la marina que había cogido del pequeño arsenal de la embajada, engrasó las llaves y las cargó.

Los relojes de la embajada ya habían dado las once cuando lord Pumphrey acudió a los establos. Su señoría llevaba puesta una capa negra y cargaba una bolsa de cuero.

—Es en la catedral, Sharpe —dijo lord Pumphrey—. Otra vez en la cripta. Después de medianoche.

—¡Demonios! —exclamó Sharpe. Se echó agua en la cara y se abrochó el talabarte—. ¿Va armado? —le preguntó a Pumphrey, y su señoría se abrió la capa para mostrarle un par de pistolas de duelo que llevaba metidas en el cinturón—. Bien —dijo Sharpe—, porque esos hijos de puta planean un asesinato. ¿Todavía llueve?

—No, señor —respondió Hagman—. Aunque hace viento.

—Pat, ¿lleva el fusil de descarga múltiple y el rifle?

—Y una pistola, señor —contestó Harper.

—Y éstas —dijo Sharpe. Se acercó a la pared de la que colgaba la mochila francesa y sacó cuatro balas de humo. Recordó lo que dijo el teniente de ingenieros al describirle lo desagradables que podían resultar las balas en espacios reducidos—. ¿Alguien tiene una caja de yesca?

Harris tenía una. Se la dio a Harper.

—¿Por qué no vamos todos, señor? —sugirió Slattery.

—Esperan a tres —dijo Sharpe mirando a Pumphrey, que movió la cabeza a modo de confirmación—, de manera que si ven a más de tres probablemente desaparecerán. Lo harán igualmente cuando tengan lo que hay en esta bolsa. —Señaló la bolsa que llevaba lord Pumphrey—. ¿Pesa?

Pumphrey le dijo que no con la cabeza.

—Unos trece kilos —calculó, levantando la bolsa.

—Pues pesa bastante. ¿Estamos listos?

Las calles adoquinadas estaban mojadas y brillaban bajo la luz intermitente de las antorchas que ardían en los arcos de entrada o en las esquinas. Soplaba un viento frío que tiraba de sus capas.

—¿Sabe qué harán? —le dijo Sharpe a Pumphrey—. Harán que les entreguemos el oro y luego se esfumarán. Tal vez disparen un par de tiros para que no levantemos la cabeza. No conseguirá las cartas.

—Es usted sumamente cínico —repuso Pumphrey—. Para ellos las cartas tienen cada vez menos valor. Si publican más, la Regencia les cerrará el periódico.

—Publicarán más —afirmó Sharpe.

—Preferirán quedarse con esto —replicó lord Pumphrey al tiempo que alzaba la bolsa.

—Lo que preferirán es quedarse con las cartas y el oro —dijo Sharpe—. Quizá no quieran matarle, considerando que es usted diplomático, pero para ellos vale mil quinientas guineas. De modo que lo matarán si tienen que hacerlo.

Pumphrey los condujo en dirección oeste, hacia el mar. El viento era más fresco y el estruendoso gualdrapeo de las lonas que cubrían las partes inacabadas del tejado de la catedral inundaba la noche. Sharpe ya veía la catedral, en cuyo inmenso muro gris parpadeaban parches de luz proyectada por las antorchas de las calles cercanas.

—Llegamos pronto —dijo lord Pumphrey, que parecía nervioso.

—Ya estarán aquí —repuso Sharpe.

—Tal vez no.

—Estarán aquí. Esperándonos. ¿No me debe usted algo?

—¿Le debo algo? —preguntó Pumphrey.

—Un agradecimiento —dijo Sharpe—. ¿Cuánto dinero hay en la bolsa, milord? —le preguntó al ver el desconcierto de lord Pumphrey—. ¿Mil ochocientas o mil quinientas?

Lord Pumphrey miró a Harper, como para sugerirle a Sharpe que no debería hablar de esas cuestiones delante de un sargento.

—Mil quinientas, claro —respondió Pumphrey en voz baja—, y gracias por no decir nada en presencia de su excelencia.

—No significa que no vaya a contárselo mañana —dijo Sharpe.

—Mi trabajo requiere gastos, Sharpe, gastos. Probablemente usted también tenga gastos, ¿no?

—A mí no me incluya, milord.

—Sencillamente hago lo que hace todo el mundo —afirmó lord Pumphrey con precaria dignidad.

—Así que en su mundo todos mienten y son corruptos, ¿no?

—Se llama «servicio diplomático».

—¡Pues doy gracias a Dios de ser solamente un ladrón y un asesino!

El viento los azotó cuando salieron del último callejón y subieron por las escaleras hasta las puertas de la catedral. Pumphrey se dirigió a la de la izquierda, la empujó y la puerta se abrió con un chirrido de bisagras. Harper entró detrás de Sharpe, se santiguó e hizo una breve genuflexión.

Las columnas se extendían hacia el crucero, donde brillaban unas pequeñas luces trémulas. Más velas ardían en las capillas laterales y las llamas parpadeaban con el viento que lograba entrar en aquel vasto espacio. Sharpe fue delante, hacia la nave con el rifle en la mano. No vio a nadie. Había una escoba abandonada contra una columna.

—Si empiezan los problemas —dijo Sharpe— échese al suelo.

—¿No intentamos escapar? —preguntó lord Pumphrey con ligereza.

—Ya los tenemos detrás —respondió Sharpe. Había oído pasos y ahora, al volver la vista atrás, vio a dos hombres en las sombras del extremo de la nave. Entonces oyó el chirrido de los pestillos que se cerraban rápidamente.

Estaban atrapados.

—¡Dios mío! —dijo lord Pumphrey.

—Rece para que esté de nuestro lado, milord. Hay dos hombres detrás de nosotros, Pat, vigilando la puerta.

—Los he visto, señor.

Llegaron al crucero, donde el transepto se cruzaba con la nave. En el altar mayor provisional había más velas encendidas. Los andamios se alzaban en los cuatro enormes pilares y desaparecían en la alta oscuridad de la cúpula inacabada. Pumphrey se había dirigido a las escaleras de la cripta, pero Sharpe lo detuvo.

—Aguarde, milord —le dijo, y se acercó a la puerta del muro provisional construido allí donde algún día se hallaría el presbiterio. La puerta estaba cerrada. No había pestillos en el interior, ni candado ni cerradura, lo cual significaba que estaba asegurada exteriormente, por lo que Sharpe soltó una maldición. Había cometido un error al dar por sentado que la puerta estaría cerrada por el interior, pero cuando exploró la catedral con lord Pumphrey no lo había comprobado, y eso implicaba que tenían cortada la retirada.

—¿Qué pasa? —preguntó lord Pumphrey.

—Necesitamos otra salida —dijo Sharpe. Se quedó mirando las enmarañadas sombras de los andamios que rodeaban el crucero. Recordó haber visto ventanas allí arriba—. Cuando salgamos —dijo—, será subiendo por estas escaleras de mano.

—No habrá ningún problema —dijo lord Pumphrey con nerviosismo.

—Pero si lo hay —repuso Sharpe—, subiremos por las escaleras.

—No se atreverán a atacar a un diplomático —insistió lord Pumphrey con un susurro ronco.

—Por mil quinientas monedas yo atacaría al mismísimo rey —afirmó Sharpe, que empezó a bajar los escalones de la cripta. La luz de las velas brillaba en la gran cámara redonda. Sharpe llegó casi hasta el pie de las escaleras y allí se agachó. Echó hacia atrás el disparador del rifle y el leve ruido resonó. A su derecha vio el segundo tramo de escaleras. También veía tres de los arcos de la caverna, descendió despacio otro peldaño hasta que alcanzó a verlos otros dos pasadizos a su izquierda. No había nadie a la vista, pero una docena de velas ardía en el suelo. Las habían colocado formando un amplio círculo y tenían algo siniestro, como si las hubieran dispuesto para algún ritual bárbaro. Las paredes de piedra aparecían desnudas y en el techo había una cúpula poco profunda de tosca mampostería. Allí abajo no había decoración alguna. La cámara tenía un aspecto tan frío y despojado como una cueva; que lo era, cayó en la cuenta Sharpe, pues la cripta se había excavado en la roca sobre la que se había construido Cádiz—. Vigile nuestras espaldas, Pat —dijo en voz baja, y el sonido de su voz rebotó y volvió a él a través de la amplia cámara.

—Ya vigilo, señor —repuso Harper.

Entonces, por el rabillo del ojo, Sharpe vio fugazmente algo blanco, se dio media vuelta alzando el rifle y vio que era un paquete que habían arrojado desde un pasadizo del otro extremo. El paquete cayó al suelo y el golpe contra las piedras reverberó en múltiples ecos que no se desvanecieron hasta que se hubo deslizado para detenerse casi en el centro del círculo de velas.

—Las cartas —la voz de Montseny sonó desde uno de los pasadizos oscuros—, y buenas noches, milord.

Pumphrey no dijo nada. Sharpe observaba los arcos tenebrosos, pero resultaba imposible saber desde qué caverna hablaba Montseny. El eco ahogaba el sonido, destruyendo cualquier indicio de su fuente.

—Deje el dinero en el suelo, milord —dijo Montseny—, luego coja las cartas y nuestro negocio habrá concluido.

Pumphrey hizo ademán de ir a obedecer, pero Sharpe lo frenó con el cañón del rifle.

—Tenemos que echar un vistazo a las cartas —dijo Sharpe en voz alta. Vio que el paquete estaba atado con cuerda.

—Los tres examinarán las cartas —repuso Montseny— y luego dejarán el oro.

Sharpe seguía sin poder determinar dónde se encontraba Montseny. Le parecía que el paquete había sido arrojado desde el pasadizo más cercano al otro tramo de escaleras, pero tenía la sensación de que Montseny se hallaba en otra cámara. Cinco cámaras. ¿Habría un hombre en cada una? Y Montseny quería que Pumphrey y sus compañeros se situaran en el centro de la estancia donde estarían rodeados de armas. Como ratas en un barril, pensó Sharpe.

—Ya sabe qué hacer —le dijo en voz baja. Bajó el disparador para que el rifle fuera seguro—. ¿Pat? Agarre a lord Pumphrey del brazo y cuando actuemos, lo haremos deprisa. —Confiaba en que Harper haría lo adecuado, pero imaginaba que lord Pumphrey estaría confuso. Lo importante ahora era mantenerse alejados del paquete de cartas porque estaba en el espacio iluminado, la zona de aniquilamiento. Sharpe sospechaba que Montseny no quería matar, pero sí codiciaba el oro y mataría si tenía que hacerlo. Mil quinientas guineas constituían una fortuna. Podías construir una fragata con ese dinero, podías construir un palacio, podías sobornar a una iglesia llena de abogados—. Primero iremos despacio —dijo en voz muy queda—, y luego deprisa.

Se puso de pie, bajó hasta el último peldaño, hizo ver que conducía a sus compañeros hacia el paquete que estaba en el suelo en el centro de la cámara y entonces viró a la izquierda, hacia el pasaje más próximo, en el que encontraron a un hombre fornido al otro lado del arco de mampostería. El hombre puso cara de asombro cuando Sharpe apareció. Sostenía un mosquete, pero era evidente que no estaba listo para dispararlo, y seguía boquiabierto cuando Sharpe lo golpeó con la culata chapada de su rifle. Fue un golpe fuerte en la mandíbula, y Sharpe agarró el mosquete con la mano izquierda y se lo arrebató de un tirón. El hombre trató de golpearlo, pero Harper intervino y le atizó un culatazo en la cabeza con el fusil de descarga múltiple, se oyó un crujido y el hombre cayó como un buey sacrificado.

—Vigílelo, Pat —le ordenó Sharpe, y se dirigió a la parte de atrás de la cámara donde el pasadizo unía las criptas separadas. Una luz tenue se filtraba allí detrás y una sombra se movió. Sharpe hizo retroceder el disparador del rifle y el sonido hizo que la sombra se moviera de nuevo.

—¡Milord! —exclamó Montseny en tono severo desde la oscuridad.

—¡Cierre la boca, sacerdote! —gritó Sharpe.

—¿Qué hago con este cabrón? —preguntó Harper.

—Sáquelo de aquí a patadas, Pat.

—¡Dejen el oro en el suelo! —gritó Montseny. Ahora ya no parecía tan tranquilo. Las cosas no estaban saliendo tal como él había planeado.

—¡Tengo que ver las cartas! —dijo lord Pumphrey subiendo la voz.

—Pueden examinarlas. Salgan, milord. ¡Todos ustedes! Salgan, traigan el oro e inspeccionen las cartas.

Harper empujó al hombre medio aturdido hacia la luz. Se quedó allí, tambaleándose, y luego cruzó la estancia a toda prisa y se metió en uno de los pasadizos del otro extremo. Sharpe estaba agachado al lado de Pumphrey.

—No se mueva, milord —le dijo Sharpe—. Pat, balas de humo.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó Pumphrey, alarmado.

—Conseguirle las cartas —contestó Sharpe. Se colgó el rifle al hombro y amartilló el mosquete capturado.

—¡Milord! —gritó Montseny.

—¡Estoy aquí!

—¡Dese prisa, milord!

—Dígale que primero se deje ver —susurró Sharpe.

—¡Déjese ver! —le gritó lord Pumphrey.

Sharpe había retrocedido hasta el oscuro pasadizo que rodeaba el borde exterior de las cámaras. Allí no había ningún movimiento. Oyó el chasquido de la caja de yesca de Harper, vio surgir la llama y luego el chisporroteo de la mecha de la primera bala de humo.

—Es usted quien quiere las cartas, milord —dijo Montseny—. ¡Venga, pues, a por ellas!

Se encendieron la segunda, tercera y cuarta mechas. Los gusanos de fuego desaparecieron en el interior de las bolas perforadas, pero no pareció ocurrir nada. Harper se apartó de ellas, como si temiera que fueran a explotar.

—¿Quieren que venga yo a buscar el oro? —gritó Montseny, y su voz reverberó por la cripta.

—¿Por qué no lo hace? —le preguntó Sharpe. No hubo respuesta.

Empezaba a salir humo de las cuatro balas. Al principio no era muy espeso, pero de pronto una de ellas emitió un silbido y el humo empezó a hacerse más denso con una rapidez sorprendente. Sharpe cogió una bala y notó el calor a través del recipiente de cartón piedra.

—¡Milord! —gritó Montseny con enojo.

—¡Ahora venimos! —le dijo Sharpe, que hizo rodar la primera bala hacia la cámara grande. Las otras tres balas arrojaban un humo maloliente y Harper las lanzó tras la primera, con lo que de pronto la gran cripta central no fue un lugar bien iluminado, sino una caverna que se estaba llenando de un humo arremolinado y asfixiante que oscurecía la luz de la docena de velas—. ¡Pat! —dijo Sharpe—. Lleve a su señoría escaleras arriba. ¡Ahora!

Sharpe contuvo el aliento, corrió hasta el centro de la cripta y cogió el paquete. Cuando regresó a las escaleras apareció un hombre por entre la humareda con el mosquete en la mano. Sharpe arremetió contra él con el suyo, estampándole la boca del cañón en los ojos. El hombre cayó y Sharpe corrió hacia la escalera. Harper estaba casi en lo alto, con Pumphrey agarrado del codo. Un mosquete disparó en la cripta y el múltiple eco hizo que sonara como una descarga de un batallón. La bala golpeó el techo por encima de la cabeza de Sharpe e hizo saltar una esquirla de piedra, entonces Sharpe llegó a lo alto de la escalera y Harper estaba allí, esperándolo, y había dos hombres con mosquetes a medio camino de la nave. Sharpe sabía que Harper se estaba preguntando si atacarlos y escapar así por el portón principal de la catedral.

—¡Por la escalera de mano, Pat! —dijo Sharpe. Si bajaban por la nave permitirían que Montseny y sus hombres les dispararan desde atrás—. ¡Vamos! —empujó a Pumphrey hacia la escalera más próxima—. ¡Llévelo arriba, Pat! ¡Vamos! ¡Vamos!

Un mosquete disparó desde la nave. El proyectil pasó junto a Sharpe y se hundió en una pila de telas color púrpura que aguardaban para decorar los altares de la catedral durante la próxima Cuaresma. Sharpe no hizo caso del hombre que había disparado y abrió fuego con su mosquete capturado por las escaleras que bajaban a la cripta. Luego cogió el rifle que llevaba al hombro y también lo disparó. Oyó que los hombres se abrían paso con dificultad por la humareda de abajo, los oyó toser. Se esperaban un tercer disparo, pero no se produjo ninguno porque Sharpe había echado a correr hacia el andamio y trepaba por él para salvar la vida.