CAPÍTULO 4
A Sharpe le dieron una habitación en el desván de la embajada. El tejado era plano y en algún momento había tenido muchas goteras, pues faltaba un buen trozo de revoque y el resto estaba peligrosamente agrietado. Había una jarra de agua encima de una mesa pequeña y un orinal debajo de la cama. Lord Pumphrey se había disculpado por el alojamiento.
—El cónsul de Cádiz se encargó de alquilar las viviendas. Seis casas en total. Yo tengo una de ellas, pero pensé que preferiría quedarse en la embajada.
—Sí, así es —se apresuró a decir Sharpe.
—Ya me lo figuraba. Entonces, nos veremos mañana a las cinco de la tarde.
—Necesito ropa de civil —le recordó Sharpe a su señoría, y cuando se fue a la cama encontró un par de pantalones, una camisa y una chaqueta allí dispuestos para él. Imaginó que la ropa había pertenecido al desafortunado Plummer. Las prendas eran de color negro, demasiado grandes, duras y ligeramente húmedas, como si no se hubieran acabado de secar bien después de lavadas.
Sharpe salió de la embajada a las seis de la mañana. Lo supo porque una veintena de campanas de iglesia dieron la hora lanzando una cacofonía de repiques al viento que arreciaba. No llevaba ni espada ni rifle, pues las dos armas llamaban la atención, aunque había pedido prestada una pistola en la embajada.
—No la necesitará —había dicho lord Pumphrey la noche anterior.
—No me gusta ir desarmado —replicó Sharpe.
—Seguro que sabe lo que hace —había dicho Pumphrey—, pero no asuste a los lugareños, por lo que más quiera. Ya recelan bastante de nosotros tal como están las cosas.
—Sólo voy a explorar —explicó Sharpe. No tenía otra cosa que hacer. Lord Pumphrey aguardaba un mensaje de los chantajistas. Nadie sabía quiénes eran dichos chantajistas, pero la aparición de la carta en el periódico apuntaba a la facción política más interesada en romper la alianza con los británicos—. Si sus negociaciones fracasan —había dicho Sharpe—, empezaremos por el periódico.
—Mis negociaciones nunca fracasan —afirmó lord Pumphrey con aire presuntuoso.
—Aun así iré a echar un vistazo al periódico —insistió Sharpe, de modo que se marchó temprano y, aunque le habían proporcionado indicaciones precisas, no tardó en perderse. Cádiz era un laberinto de callejones estrechos y oscuros y edificios altos. Allí nadie utilizaba carruaje porque las calles no eran lo bastante anchas, de manera que los ricos iban a caballo, eran transportados en palanquines o caminaban.
Aún no había salido el sol y la ciudad dormía. Las pocas personas que estaban despiertas probablemente todavía no se habían acostado o eran criados que barrían los patios o acarreaban leña. Un gato se le restregó contra los tobillos y Sharpe se agachó para acariciarlo. Luego enfiló otro callejón adoquinado en cuyo extremo encontró lo que necesitaba, frente a una iglesia. Despertó a un mendigo que dormía en los escalones y le dio una guinea, la chaqueta y el sombrero de Plummer. A cambio obtuvo la capa y el sombrero de ala ancha del mendigo. Las dos prendas estaban grasientas y manchadas.
Caminó hacia lo que atisbaba del alba y se encontró en la muralla de la ciudad. La cara exterior caía abruptamente hacia los muelles del puerto, pero la banqueta se encontraba casi al mismo nivel que las calles de la ciudad. Caminó por la ancha parte superior, donde había unos cañones oscuros y encorvados tras las troneras. Un destello de luz apareció al otro lado del agua, en la península del Trocadero, donde los franceses habían emplazado sus morteros gigantescos. Una compañía de soldados españoles se hallaba apostada en la muralla, y al menos la mitad de ellos estaban roncando. Los perros andaban en busca de comida por el borde de la muralla.
El mundo entero parecía estar durmiendo, igual que la ciudad; mas de pronto, por el este, una explosión de luz partió en dos el horizonte. La luz se extendió plana, como un disco, súbita y blanca, y perfiló los pocos barcos anclados cerca de los muelles para desvanecerse después, retorciéndose sus últimos indicios en una gran flor de humo que se alzó por encima de uno de los fuertes franceses, y entonces llegó el ruido. Un trueno retumbó por la bahía y despertó con un sobresalto a los centinelas que dormían, al tiempo que la granada caía al otro lado de los muros, a unos ochocientos metros por delante de Sharpe. Hubo un breve silencio antes de que estallara el proyectil. La ondulante estela de humo que había dejado la mecha ardiendo permaneció flotando bajo las primeras luces del día. La granada había estallado en un pequeño naranjal y, al llegar allí, Sharpe percibió el olor del humo de pólvora. Le dio un puntapié a un fragmento de casco roto que resbaló por el terraplén. Luego bajó de un salto a la hierba chamuscada, atravesó el naranjal y entró en una calle oscura. Las paredes de las casas eran de un blanco sucio ahora que el amanecer brillaba en el este.
Estaba perdido, pero se encontraba en el extremo norte de la ciudad, que era donde quería estar. Explorando las angostas calles encontró por fin la iglesia con el crucifijo pintado de rojo en su pared exterior. Lord Pumphrey le había contado que el crucifijo lo habían traído de Venezuela y no eran pocos los que creían que el día de San Vicente la pintura roja se convertía en sangre. Sharpe se preguntó cuándo sería dicha fiesta. Le gustaría ver cómo la pintura roja se convertía en sangre.
Se acuclilló en el último escalón de la entrada de la iglesia. La capa mugrienta lo envolvía y el sombrero ancho ocultaba su rostro. La calle no tenía más de cinco pasos de ancho y, casi frente a él, había un edificio de cuatro pisos, señalado con una concha de Vieira de piedra unida con cemento a la fachada blanca. Un callejón corría junto al lateral de la casa, que contaba con otra ornamentada puerta principal flanqueada por dos ventanas. Éstas tenían los postigos cerrados por dentro mientras que por fuera del cristal había unas rejas gruesas pintadas de negro. Cada uno de los pisos superiores disponía de tres ventanas que daban a unos balcones estrechos. Según le había asegurado Pumphrey, allí era donde se imprimía El Correo de Cádiz.
—El edificio pertenece a un hombre llamado Núñez, que es el dueño del periódico. Él vive encima de las instalaciones de la prensa.
No se percibía movimiento en la casa de Núñez. Sharpe se agachó y permaneció inmóvil, con un cuenco de madera que había tomado de la cocina de la embajada junto a él en el escalón. Había puesto unas cuantas monedas en el cuenco, pues recordó que era la manera de estimular la generosidad de la gente, aunque como la calle estaba vacía no había generosidad alguna que estimular. Pensó en los mendigos de su niñez. En Michael el Ciego, que podía ver como un halcón, en Kate la Andrajosa, que alquilaba bebés por dos peniques la hora y les quitaba los mantones a las mujeres bien vestidas del Strand. Llevaba un alfiler de sombrero para hacer llorar a los bebés y a veces, en un buen día, había conseguido dos o tres libras que se había gastado bebiendo en una noche. También estaba Moses el Apestoso, que afirmaba haber sido párroco antes de incurrir en deudas. Le decía la buenaventura a la gente por un chelín.
—Diles siempre que tendrán suerte en el amor, chico —había aconsejado a Sharpe—, pues prefieren ser afortunados en la cama que ir al cielo.
Todo estaba extrañamente tranquilo. Sharpe permaneció agachado y, cuando apareció el primer transeúnte, farfulló las palabras que Pumphrey le había sugerido. Por favor, Madre de Dios. Repitió las palabras una y otra vez, y de vez en cuando daba las gracias entre dientes cuando una moneda de cobre caía al cuenco con un tintineo. Durante todo aquel tiempo estuvo observando la casa con la concha de Vieira, y se fijó en que la gran puerta principal no se utilizaba nunca y que los postigos tras las pesadas rejas de las ventanas no se abrían, aun cuando las demás casas de la calle abrieran los suyos para aprovechar la poca luz que penetraba por entre los altos edificios. Seis hombres llegaron a la casa y utilizaron una puerta lateral que había en el callejón. Más avanzada la mañana Sharpe se trasladó hacia allí, mascullando su ensalmo mientras caminaba, volvió a acuclillarse, en aquella ocasión justo en la boca del callejón, y vio que un hombre se acercaba a la puerta lateral y llamaba. Se abrió una mirilla, se formuló una pregunta que evidentemente se respondió de manera satisfactoria, y la puerta franqueó la entrada. Durante la siguiente hora tres mozos entregaron unos cajones de embalaje y una mujer trajo un atado de ropa limpia. La mirilla se abrió en todas las ocasiones antes de dejar entrar a los visitantes. La lavandera le echó una moneda en el cuenco a Sharpe.
—Gracias —dijo él.
A media mañana un sacerdote salió por la puerta del callejón. Era un hombre alto, de cara larga. Echó una moneda en el cuenco de Sharpe y al mismo tiempo le ordenó algo que Sharpe no entendió, pero el sacerdote señaló la iglesia y Sharpe supuso que le había ordenado que se marchara del callejón. Recogió el cuenco, se dirigió a la iglesia arrastrando los pies y allí vio que le aguardaban problemas.
Tres mendigos habían ocupado su lugar en las escaleras. Todos eran hombres. Al menos la mitad de los mendigos varones de Cádiz eran tullidos, supervivientes de batallas contra británicos o franceses. Estaban mutilados, llenos de cicatrices y cubiertos de úlceras. Algunos de ellos portaban unos letreros con el nombre de las batallas en las que habían resultado heridos, en tanto que otros vestían con orgullo los restos de sus uniformes, pero ninguno de los tres hombres que esperaban allí era tullido ni llevaba uniforme, y los tres miraban a Sharpe.
Se había entrometido. Los mendigos de Londres estaban tan bien organizados como un batallón. Si uno ocupaba un puesto en el que otros mendigos solían obtener sus ganancias sería advertido, y si no hacía caso de la advertencia se haría salir de sus guaridas a los señores de los mendigos. Moses el Apestoso siempre había trabajado en la iglesia de Saint Martin in the Fields, y en una ocasión lo asaltaron dos marineros que lo patearon por toda la calle hasta la puerta del asilo de pobres, donde lo habían despojado de sus monedas y le habían quitado su lugar en la escalinata de la iglesia. A la mañana siguiente Moses el Apestoso volvía a estar en la iglesia y en Moons Yard se hallaron dos cadáveres.
Aquellos tres hombres tenían una misión similar. Cuando Sharpe salió del callejón no dijeron nada, se limitaron a rodearlo. Uno de ellos le cogió el cuenco y los otros dos lo agarraron por los codos y lo condujeron rápidamente hacia el oeste hasta que llegaron a un arco ensombrecido.
—Madre de Dios —masculló Sharpe. Seguía agachado, como si tuviera dolor de espalda.
El hombre que sostenía el cuenco exigió saber quién era Sharpe. Éste no entendió su español rápido y coloquial, pero se imaginó lo que quería saber, igual que se imaginó lo que iba a suceder a continuación. Un cuchillo centelleante apareció de debajo de la capa raída de aquel hombre y se acercó al cuello de Sharpe. En aquel momento, el mendigo aparentemente lisiado se convirtió en un soldado. Sharpe agarró a aquel hombre por la muñeca y empujó el cuchillo hacia arriba, y luego hacia su propietario, y sonrió cuando la hoja penetró suavemente en la carne blanda de debajo de la barbilla de aquel individuo. Le dio una última sacudida a la muñeca para que el cuchillo le atravesara la lengua hacia el paladar. El hombre profirió una especie de maullido y la sangre empezó la manar de sus labios. Sharpe, que había liberado fácilmente el brazo derecho, tiró entonces del izquierdo para soltarse y el hombre que tenía a ese lado soltó una potente patada; Sharpe le agarró la bota, la empujó hacia arriba y el hombre se fue hacia atrás, cayó golpeándose con fuerza contra los adoquines y su cabeza hizo el mismo ruido que la culata de un mosquete al caer sobre una piedra. Sharpe le dio un codazo entre los ojos al tercer individuo. Todo había ocurrido en cuestión de segundos. El primer hombre miraba con los ojos desorbitados a Sharpe, quien entonces sacó su pistola. El hombre que había caído se hallaba ahora de rodillas, atontado. Al segundo le salía sangre por la nariz y la pistola apuntaba a la entrepierna del cabecilla. Sharpe amartilló el arma y, debajo del arco de entrada, el sonido fue alarmante.
El hombre, que no podía abrir la boca porque aún llevaba su propio cuchillo clavado en ella, dejó el cuenco en el suelo. Extendió las manos, como si quisiera ahuyentar el peligro.
—Largaos —dijo Sharpe en inglés y, aunque ellos no lo entendían, obedecieron. Retrocedieron lentamente hasta que Sharpe apuntó la pistola y entonces echaron a correr.
—¡Mierda! —exclamó Sharpe. Tenía la cabeza a punto de estallar. Se tocó el vendaje y se estremeció de dolor. Se agachó a recoger las monedas. Al incorporarse se sintió mareado, por lo que se apoyó a un lado del arco de entrada y levantó la vista, pues eso parecía aliviarle el dolor. En la dovela del arco había una cruz grabada. Se la quedó mirando hasta que el dolor fue aminorando. Se guardó la pistola, que seguía sosteniendo sin la debida atención aunque el arco de entrada era lo bastante profundo para ocultarlo de los pocos transeúntes que pasaban por allí. Se fijó en que las malas hierbas crecían a los pies de la verja, sujeta por un candado grande y anticuado, igual que el que protegía el cobertizo de los botes de la marquesa. Este candado estaba oxidado. Sharpe salió a la calle y vio que las ventanas del edificio tenían los postigos cerrados y estaban atrancadas. Una torre de vigilancia se alzaba por encima del edificio, entre cuyas piedras crecían más hierbajos. Era un edificio abandonado y se encontraba a no más de cuarenta pasos de la casa de Núñez—. Perfecto —dijo Sharpe en voz alta, y una mujer que llevaba una cabra sujeta a un trozo de cuerda se santiguó porque creyó que estaba loco.
Era casi mediodía. Pasó largo rato recorriendo las calles en busca del comerciante que quería encontrar y tuvo que ponerse la capa mugrienta y el sombrero bajo el brazo antes de entrar en la tienda, donde compró un candado nuevo. La cerradura procedía de Gran Bretaña y tenía guardas dentro de la caga de acero para que no pudiera forzarse. El tendero le cobró demasiado, probablemente porque su cliente era inglés, pero Sharpe no discutió. El dinero no era suyo, sino que se lo había dado lord Pumphrey de la caja de la embajada.
Regresó al crucifijo milagroso y se acomodó en los escalones bajo su dosel de piedra. Sabía que los tres hombres regresarían, o al menos dos de ellos, pero no sin antes ir en busca de refuerzos, y calculó que eso le daba una o dos horas de margen. Un perro investigó los interesantes olores de la capa que le habían prestado y después orinó contra la pared. Las mujeres entraban y salían de la iglesia y la mayoría de ellas le echaban calderilla en el cuenco. Otro mendigo, una mujer, gemía al otro extremo de las escaleras. Intentó trabar conversación con Sharpe, pero lo único que decía él era «Madre de Dios», por lo que la mujer abandonó sus intentos. Él sólo miraba a la casa y se preguntaba cómo podía imaginar siquiera que podría robar nada de allí dentro, en el caso improbable de que las cartas estuviesen allí. Era evidente que el lugar estaba bien protegido y Sharpe supuso que la puerta principal y las ventanas de la planta baja estarían atrancadas. Un monje que iba de casa en casa, probablemente recaudando dinero para beneficencia, había golpeado la puerta en vano hasta que el cura de cara larga apareció por el callejón y le gritó que se fuera. Así pues, la puerta principal no se podía abrir, cosa que sugería que la habían bloqueado, al igual que las dos ventanas enrejadas. Los morteros franceses dispararon dos veces más, pero ninguna de sus granadas cayó cerca, en la calle en la que Sharpe estaba esperando. Él permaneció sentado en las escaleras hasta que las calles se vaciaron cuando la gente se fue a dormir la siesta, y entonces caminó arrastrando los pies hacia el edificio abandonado donde aquellos tres hombres habían intentado robarle. Partió el candado con un adoquín suelto, desenredó la cadena y entró.
Se encontró en un pequeño patio enclaustrado. Una parte del claustro se había derrumbado y el resto de la mampostería estaba chamuscada. Algo había atravesado el tejado de una pequeña capilla que había a un lado y quemado todo lo que había en su interior. ¿Una granada de mortero francés? Sin embargo, por lo que Sharpe veía, los grandes morteros franceses no tenían suficiente alcance para llegar hasta ese punto de la ciudad y, además, los daños eran antiguos. En las zonas chamuscadas crecía el moho, y malas hierbas entre las losas del suelo de la capilla.
Subió la escalera de la torre de vigilancia. La línea del horizonte de la ciudad aparecía salpicada de atalayas, había cerca de doscientas, y Sharpe imaginó que se habrían construido para que los comerciantes pudieran observar la llegada de sus embarcaciones aproximándose desde el Atlántico. O quizá se había construido la primera torre cuando Cádiz era joven, cuando los romanos habían guarnecido la península y vigilaban los movimientos de los piratas cartagineses. Después Cádiz fue ocupada por los moros, que a su vez vigilaban a los asaltantes cristianos, y cuando al fin los españoles se habían apoderado de la ciudad, no tuvieron más remedio que estar alerta ante las incursiones de los bucaneros ingleses. A sir Francis Drake lo habían apodado el Draco, y el dragón había llegado a Cádiz y había quemado gran parte de la antigua ciudad, de manera que las torres fueron reconstruidas, una tras otra, porque Cádiz nunca andaba corta de enemigos.
Aquella atalaya tenía seis pisos de altura. El piso de arriba era una plataforma con tejado y balaustrada de piedra y Sharpe se asomó al parapeto poco a poco, para que nadie que estuviera observando percibiera un movimiento repentino. Miró hacia el este y vio que estaba en lo cierto, aquel lugar era perfecto para vigilar la casa de Núñez, la cual se hallaba a tan sólo unos cincuenta pasos de distancia y quedaba unida al edificio abandonado mediante otras viviendas, todas ellas con tejado plano. Casi todas las casas de la ciudad tenían el techo plano, lugares para disfrutar del sol que rara vez llegaba a los profundos y estrechos barrancos obstruidos por balcones que eran las calles. Las chimeneas proyectaban negras sombras y fue en una de ellas donde Sharpe vio al centinela en casa de Núñez: un solo hombre, con una capa oscura, sentado con un mosquete en las rodillas.
Sharpe se quedó observando casi una hora, durante la cual el hombre apenas se movió. Los morteros franceses habían dejado de disparar pero a lo lejos, en dirección sudeste, el humo de la pólvora flotaba sobre las marismas donde los sitiadores franceses se enfrentaban al pequeño ejército británico que protegía el istmo de Cádiz. El sonido de los cañones quedaba amortiguado, era un mero retumbo distante que, al cabo, también cesó.
Sharpe regresó a la calle y allí cerró la verja, volvió a poner la cadena y utilizó su nuevo candado para asegurarla. Se metió la llave en un bolsillo y empezó a caminar en dirección sudeste, alejándose de la casa de Núñez. Mantuvo el océano a la derecha, a sabiendas de que eso le llevaría a la catedral, donde tenía que encontrarse con lord Pumphrey. Mientras caminaba pensó en Jack Bullen. Pobre Jack, prisionero, y recordó el estallido de humo del mosquete de Vandal. Quedaba una venganza pendiente. Le dolía la cabeza. A veces una punzada de dolor le oscurecía la visión del ojo derecho, lo cual era extraño, porque la herida la tenía en el lado izquierdo de la cabeza. Llegó a la catedral antes de tiempo, de modo que se sentó en el malecón y contempló las grandes olas que llegaban del Atlántico para romper contra las rocas y retirarse de nuevo, blancas. Un pequeño grupo de hombres salvaba el recortado arrecife que se extendía al oeste de la ciudad y en cuyo extremo había un faro. Sharpe vio que iban cargados, probablemente con leña para el fuego que se encendía todas las noches en la plataforma del faro. Avanzaban por entre las rocas con paso vacilante y sólo saltaban cuando el mar retrocedía y la espuma blanca se escurría por las piedras.
Un reloj dio las cinco y Sharpe se dirigió a la catedral que, todavía inacabada, se alzaba imponente por encima de las casas más pequeñas. El techo estaba medio cubierto con lonas, por lo que resultaba difícil decir qué aspecto tendría cuando estuviera completo, pero de momento era un feo e inmenso conjunto de piedra de color gris terroso con unas cuantas ventanas y una telaraña de andamios. A la entrada, que daba a una calle estrecha en la que se amontonaba la mampostería, se accedía por un magnífico tramo de escaleras en las que aguardaba lord Pumphrey, que ahuyentaba a los mendigos con un bastón de punta de marfil.
—¡Dios Santo, Richard! —dijo su señoría al saludar a Sharpe—, ¿de dónde ha sacado esa capa?
—De un mendigo.
Lord Pumphrey iba vestido con sobriedad, aunque un olor a lavanda emanaba de su chaqueta oscura y su larga capa negra.
—¿Ha tenido un día provechoso? —preguntó en tono despreocupado mientras se valía del bastón para apartar a los mendigos y llegar a la puerta.
—Tal vez. Todo depende de si las cartas están en ese periódico, ¿no?
—Confío en que no sea necesario —dijo lord Pumphrey—. Confío en que los chantajistas se pongan en contacto conmigo.
—¿Todavía no lo han hecho?
—Todavía no —respondió Pumphrey. Hundió el índice en la pila del agua bendita y se lo pasó por la frente—. No soy papista, por supuesto, pero no se pierde nada por fingirlo, ¿no? El mensaje insinuaba que nuestros oponentes están dispuestos a vendemos las cartas, pero sólo por una gran cantidad de dinero. ¿No resulta espantoso? —esta última pregunta se refería al interior de la catedral, que a Sharpe no le pareció espantoso, sino espléndido, ornamentado e inmenso. Miraba hacia una larga nave flanqueada por grupos de columnas. De los pasillos laterales salían sendas hileras de capillas en las que brillaban las estatuas pintadas, los altares dorados y las velas que encendían los fieles—. Llevan noventa y tantos años construyéndola —dijo lord Pumphrey—, y ahora las obras prácticamente se han detenido a causa de la guerra. Supongo que algún día la terminarán. Quítese el sombrero.
Sharpe se descubrió rápidamente.
—¿Escribió a sir Thomas?
—Sí. —Lord Pumphrey había prometido escribir una nota solicitando que los fusileros de Sharpe permanecieran en la Isla de León en lugar de embarcarlos rumbo al norte, hacia Lisboa. El viento había soplado del sur durante el día y algunas embarcaciones ya habían zarpado hacia el norte.
—Esta noche iré a buscar a mis hombres —dijo Sharpe.
—Tendrán que alojarse en los establos —repuso Pumphrey— y fingir que son criados de la embajada. Vamos al crucero.
—¿Al crucero?
—A la intersección entre el transepto y la nave. Debajo hay una cripta.
—¿El lugar en el que murió Plummer?
—El lugar en el que murió Plummer. ¿No es lo que quería ver?
El extremo más alejado de la catedral todavía estaba sin construir. Un sencillo muro de ladrillo se alzaba allí donde algún día estarían el presbiterio y el altar mayor. El crucero, situado frente a dicho muro, era un espacio elevado, amplio y aireado, con columnas que se elevaban en cada esquina. Por encima de Sharpe se hallaba la cúpula inacabada en la que trabajaban unos cuantos hombres en los andamios que subían por cada grupo de columnas y que se extendían luego por la base de la cúpula. En lo alto de los andamios de la cúpula se había sujetado una grúa improvisada con la que dos hombres izaban una plataforma de madera cargada con mampostería.
—Me había parecido entender que ya no construían —dijo Sharpe.
—Supongo que necesitan hacer reparaciones —repuso lord Pumphrey con ligereza. Condujo a Sharpe por un púlpito tras el cual se había construido un arco en una de las enormes columnas. Un tramo de escaleras desaparecía abajo—. El capitán Plummer encontró su muerte ahí abajo —lord Pumphrey señaló las escaleras—. Trato de sentir dolor por su fallecimiento, pero debo decir que era un hombre de lo más odioso. ¿Quiere bajar?
—Por supuesto.
—Dudo mucho que vuelvan a elegir este lugar —comentó su señoría.
—Depende de lo que quieran —dijo Sharpe.
—¿Qué quiere decir?
—Si nos quieren muertos entonces elegirán este lugar. Les funcionó una vez, así pues, ¿por qué no volver a utilizarlo? —Fue el primero en descender por las escaleras y salió a una cámara extraordinaria. Era circular, con un techo bajo y abovedado. En un extremo de la cámara había un altar. Tres mujeres se hallaban arrodilladas frente al crucifijo, pasando las cuentas del rosario entre los dedos mientras miraban a Cristo crucificado, y Pumphrey se dirigió al centro de la cripta de puntillas. Una vez allí se llevó un dedo a los labios y Sharpe supuso que su señoría se mostraba reverente; en cambio, Pumphrey golpeó el bastón con fuerza contra el suelo y el sonido resonó una y otra vez.
—¿No es asombroso? —le preguntó lord Pumphrey. «Asombroso», dijo el eco, y otra vez, y otra, y otra. Una de las mujeres se volvió a mirarlos con el ceño fruncido, pero su señoría le sonrió y le brindó una elegante reverencia—. Aquí uno puede cantar en armonía consigo mismo —dijo Pumphrey—. ¿Le gustaría probar?
A Sharpe le interesaban más los arcos que salían de aquella gran estancia. Había cinco. El del centro conducía a otra capilla que tenía un altar iluminado con velas, en tanto que los otros cuatro eran oscuras cavernas. Sharpe exploró la más cercana y descubrió un pasadizo que salía de ella. El pasadizo rodeaba la estancia mayor y llevaba de una caverna a otra.
—Unos cabrones muy listos, ¿no cree? —le dijo a lord Pumphrey, que lo había seguido.
—¿Listos?
—Plummer debió de morir en medio de la estancia más grande, ¿no?
—Allí estaba la sangre, desde luego. Aún se ve si mira con atención.
—Y esos hijos de puta debían de estar en esas cuevas laterales. Y nunca sabes dónde están porque van dando vueltas por el pasadizo. Sólo hay un motivo para querer reunirse en un lugar como éste. Es una zona de aniquilamiento. ¿Va a negociar con esos cabrones? Dígales que se reúnan con nosotros en un lugar público, a la luz del día.
—Me temo que tenemos motivos para contemporizar con ellos en lugar de hacerlo contrario.
—Lo que sea que signifique eso —dijo Sharpe—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
—De mil guineas. Como mínimo. Probablemente sea mucho más.
—¡Demonios! —exclamó Sharpe, y soltó una risa forzada—. Así el embajador aprenderá a elegir sus mujeres con más cuidado.
—Henry pagó las trescientas guineas que perdió Plummer —dijo Pumphrey—, pero puede permitírselo. El hombre que le robó a su esposa tuvo que pagarle una fortuna. Sin embargo, a partir de ahora el dinero será del gobierno.
—¿Por qué?
—Porque en cuanto nuestros enemigos imprimieron la carta se convirtió en un asunto público, de interés general. Ya no se trata de la desafortunada elección de compañera de cama de Henry, sino de la política británica hacia España. Quizá sea éste el motivo por el que han publicado esa única carta. Hizo aumentar el precio y afectó al presupuesto de su majestad. Si éste era su móvil, debo decir que fue muy ingenioso por su parte.
Sharpe regresó a la estancia central. Se imaginó a los enemigos escondidos alrededor, enemigos que se movían por el pasadizo oculto, enemigos que acechaban desde un arco distinto cada pocos segundos. Plummer y sus compañeros debieron de parecer ratas atrapadas, sin saber de qué agujero saldrían los terriers.
—Suponga que le venden las cartas —dijo—. ¿Qué les impediría guardarse unas copias y publicarlas de todos modos?
—Se comprometerán a no hacerlo. Es una de nuestras condiciones inmutables.
—Pamplinas inmutables —apostilló Sharpe con desdén—. ¡No está tratando con diplomáticos como usted, sino con unos malditos chantajistas!
—Lo sé, Richard —repuso Pumphrey—. Lo sé. No es lo más deseable, pero debemos hacer todo lo posible y confiar en que la transacción se realice con honor.
—¿Significa eso que sólo espera que la suerte lo acompañe?
—¿Eso es malo?
—En batalla, milord, espere siempre lo peor. Entonces estará preparado para ella. ¿Dónde está la mujer?
—¿La mujer?
—Caterina Blázquez, ¿no se llama así? ¿Dónde está?
—No tengo ni idea —respondió Pumphrey con aire distante.
—¿Ella participa en esto? —preguntó Sharpe en tono enérgico—. ¿También quiere unas guineas?
—¡Las cartas se las robaron a ella!
—Eso dice.
—Tiene usted una mente muy desconfiada, Richard.
Sharpe no dijo nada. No le gustaba la manera en que Pumphrey utilizaba su nombre de pila. Denotaba algo más que familiaridad. Sugería que Sharpe era un inferior apreciado, una mascota. Era condescendiente y falso. A Pumphrey le gustaba dar impresión de debilidad, ligereza y frivolidad, pero Sharpe sabía que en aquella cabeza bien amueblada había una mente aguda en funcionamiento. Lord Pumphrey era un hombre que se hallaba cómodo en la oscuridad, un hombre que sabía muy bien que los motivos ocultos eran la fuerza que impulsaba el mundo.
—Creo que usted ya sabe, y muy bien, que van a engañarnos, Pumps —dijo, y fue recompensado por el leve movimiento de una ceja.
—Ése es el motivo por el que pedí su ayuda, capitán Sharpe.
Eso ya estaba mejor.
—No sabemos si las cartas están en el edificio del periódico, ¿verdad?
—No.
—Pero si nos engañan, que lo harán, voy a tener que ocuparme de ellos. ¿Cuál es el objetivo, milord? ¿Robarlas o evitar que se publiquen?
—Al gobierno de su majestad le gustarían ambas cosas.
—Y es el gobierno de su majestad quien me paga, ¿no es cierto? Diez chelines y seis peniques al día, menos cuatro chelines y seis peniques por los gastos del comedor.
—Estoy seguro de que el embajador le recompensará —dijo Pumphrey con frialdad.
Sharpe no respondió. Se dirigió al centro de la estancia donde vio la sangre seca y negra entre las losas. Dio unos golpes en el suelo con la punta del pie y escuchó el eco. Pensó en ruido, ruido y balas. En darles un susto de muerte a esos cabrones. Pero tal vez Pumphrey tuviera razón. Quizá su intención fuera vender las cartas. Sin embargo, Sharpe creía que si elegían aquella cripta para el intercambio era porque querían tanto las cartas como el oro. Subió las escaleras para regresar al crucero de la catedral y lord Pumphrey lo siguió. En la pared de ladrillo provisional había una puerta y Sharpe probó a abrirla. Se abrió fácilmente y por ella se accedía al aire libre y a unos grandes montones de mampostería abandonada que esperaba a que se reanudaran las obras en la catedral.
—¿Ya ha visto suficiente? —le preguntó lord Pumphrey.
—Rece para que no quieran vernos en la cripta —repuso Sharpe.
—Suponga que es así.
—Usted rece para que no lo sea —dijo Sharpe, pues nunca había visto un lugar tan adecuado para emboscarse y asesinar.
Recorrieron las callejuelas en silencio. Una granada de mortero estalló sordamente en el otro extremo de la ciudad y al cabo de un momento empezaron a repicar todas las campanas de las iglesias de la ciudad. Sharpe se preguntó si no tocarían a rebato para que los ciudadanos extinguieran un incendio provocado por la granada. Entonces vio que todos los que estaban en la calle se habían detenido. Los hombres se quitaron el sombrero e inclinaron la cabeza.
—Las oraciones —dijo lord Pumphrey, que también se descubrió.
—¿Las qué?
—El oficio de vísperas. —La gente se santiguó cuando las campanas dejaron de sonar. Sharpe y Pumphrey siguieron andando pero tuvieron que pegarse a la fachada de una tienda para dejar pasar a tres hombres que portaban a la espalda unos cargamentos de leña gigantescos—. Es toda importada —comentó lord Pumphrey.
—¿La madera?
—No podemos obtenerla de la península, ¿no es cierto? Así pues, van a buscarla a las Baleares o a las Azores. Cuesta mucho dinero cocinar o mantenerse caliente en el invierno de Cádiz. Por suerte, la embajada recibe carbón desde Gran Bretaña.
Leña y carbón. Sharpe se quedó mirando a aquellos hombres hasta que se perdieron de vista. Le dieron una idea. Una manera de salvar al embajador si esos cabrones no vendían las cartas. Un modo de ganar.
* * * *
El padre Salvador Montseny hizo caso omiso de los dos hombres que manejaban la prensa mientras que ellos, en cambio, eran muy conscientes de su presencia. Había algo inquietante en la calma del sacerdote. Su patrono, Eduardo Núñez, que había traído a Montseny a la imprenta, se hallaba sentado en una silla alta en una esquina de la habitación fumando un cigarro mientras Montseny inspeccionaba la estancia.
—Se ha hecho un buen trabajo —dijo Montseny.
—Ahora no vemos nada —Núñez señaló los rectángulos de ladrillos allí donde antes habían estado las dos ventanas—. La luz ya era mala de todos modos. Ahora trabajamos a oscuras.
—Tienen faroles —observó el padre Montseny.
—Se trata de un trabajo muy delicado —dijo Núñez, y señaló a sus dos empleados. Uno de ellos entintaba el molde de la prensa con una bola de piel de cordero mientras el otro recortaba una hoja de papel.
—Pues háganlo con cuidado —comentó Montseny agriamente. Estaba satisfecho. La única entrada al sótano en el que vivían los dos aprendices de impresor era una trampilla que había en el suelo de la imprenta, que a su vez ocupaba casi toda la planta baja y era accesible únicamente por la puerta que daba al patio. El primer piso era un almacén abarrotado de papel y tinta al que sólo se podía llegar por una escalera abierta que había junto a la trampilla. El segundo y tercer pisos constituían la vivienda de Núñez, y Montseny había bloqueado la escalera que conducía a la azotea, en la que había un guardia apostado a todas horas que subía a su puesto por una escalera de mano desde el balcón del dormitorio de Núñez. A éste no le gustaban todas aquellas disposiciones, pero le pagaban bien con oro inglés.
—¿De verdad cree que nos atacarán? —preguntó Núñez.
—Espero que lo hagan —contestó Montseny.
Núñez se santiguó.
—¿Por qué, padre?
—Porque entonces los hombres del almirante matarán a nuestros enemigos —respondió Montseny.
—No somos soldados —dijo Núñez con nerviosismo.
—Todos somos soldados —replicó Montseny— que luchamos por una España mejor.
Tenía nueve guardias para proteger la imprenta. Ellos vivían en el almacén de arriba y se hacían la comida en el patio, junto al retrete. Eran unos hombres robustos como bueyes, con manos grandes manchadas por los años que habían pasado entre las jarcias alquitranadas de buques de guerra, todos ellos familiarizados con las armas y todos dispuestos a matar por su rey, por su patria y por su almirante.
Junto al taller de la imprenta había una habitación pequeña. Era el despacho de Núñez, un osario de facturas antiguas, papeles y libros, pero Montseny había echado de allí a Núñez y lo había reemplazado por una criatura que le había proporcionado el almirante; una criatura miserable cargada de humo, empapada en alcohol, que apestaba a sudor y que no merecía llamarse hombre: un escritor. Benito Chávez era grueso, nervioso, malhumorado y presuntuoso. Se había ganado la vida escribiendo opiniones para los periódicos, pero cuando el territorio gobernado por los españoles menguó, los periódicos que aceptaban sus opiniones desaparecieron hasta que sólo le quedó El Correo de Cádiz, pero ése, al menos, ahora prometía pagarle bien. Volvió la vista cuando Montseny abrió la puerta.
—Magnífico —dijo—, absolutamente magnífico.
—¿Está borracho?
—¿Cómo quiere que esté borracho? ¡Aquí no hay licor! ¡No, me refiero a las cartas! —Chávez se rió—. Son magníficas. ¡Escuche! «No veo el momento de acariciarte.»
—Ya he leído las cartas —lo interrumpió Montseny con frialdad.
—¡Pasión! ¡Ternura! ¡Lujuria! Escribe bien.
—Usted escribe mejor.
—Por supuesto que sí, claro. Pero me gustaría conocer a esta chica. —Chávez le dio la vuelta a una carta— a esta tal Caterina.
—¿Acaso cree que ella querría conocerle a usted? —preguntó Montseny. Benito Chávez era corpulento, iba vestido de forma descuidada y su barba canosa estaba salpicada de briznas de tabaco junto a él tenía un cubo casi lleno de colillas y ceniza. En un platillo sobre la mesa había dos cigarros a medio fumar—. Caterina Blázquez —dijo Montseny— sólo sirve a los mejores clientes.
—Sin duda sabe cómo desgastar un colchón —comentó Chávez haciendo caso omiso del desprecio de Montseny.
—Haga las copias —le dijo Montseny— y cumpla con su trabajo.
—No es necesario hacer las copias —dijo Chávez—. Lo reescribiré todo y podremos imprimirlo de una vez.
—¿De una vez?
Chávez tomó uno de los cigarros, lo volvió a encender en una vela y se rascó la barriga, que le picaba.
—Los ingleses —dijo—, proporcionan los fondos que mantienen la regencia. Los ingleses suministran los mosquetes para nuestro ejército. Los ingleses nos dan la pólvora para los cañones de las murallas de la ciudad. Los ingleses tienen un ejército en la Isla de León que protege Cádiz. Sin Inglaterra, padre, no hay Cádiz. Si contrariamos lo suficiente a los ingleses, convencerán a la regencia para que cierre el periódico, ¿y de qué servirán entonces las cartas? Así pues, ¡disparemos nuestra munición de una vez! Démosles una descarga que acabe con ellos. Todas las cartas, toda la pasión, todo el sudor en las sábanas, todas las mentiras que escribiré, todo de una vez. Acribíllelos con una sola edición. Entonces ya no importará si cierran el periódico.
Montseny se quedó mirando a la criatura miserable. Reconoció que sus palabras tenían cierto sentido.
—Sin embargo, si no cierran el periódico —señaló— no tendremos más cartas.
—Pero hay más —afirmo Chávez con entusiasmo—. Aquí —revisó las hojas de papel— hay una referencia a la última carta de su excelencia y ésa no está aquí. Supongo que esta criatura maravillosa todavía guarda algunas, ¿verdad?
—Así es.
—Pues hágase con ellas —dijo Chávez—, o no, como quiera. No importa. Yo soy periodista, padre, me invento las cosas.
—Publíquelas de una vez —ordenó Montseny con aire pensativo.
—Necesito una semana —anunció Chávez—, y reescribiré, traduciré e inventaré. Diremos que los ingleses están enviando mosquetes a los rebeldes de Venezuela, que tienen planeado imponer las herejías protestantes en Cádiz. —Hizo una pausa y chupó el cigarro—. Y diremos —continuó más lenta y pensativamente— que están negociando una paz con Francia que le otorgaría la independencia a Portugal al precio de España. ¡Eso servirá! ¡Deme una semana!
—Diez días —dijo Montseny con un resoplido—. Tiene usted cinco.
El ancho rostro de Chávez adoptó una expresión astuta.
—Trabajo mejor con brandy, padre —hizo un gesto hacia la chimenea vacía—, y aquí dentro hace frío.
—Dentro de cinco días, Chávez —repuso Montseny—, tendrá oro, tendrá brandy y tendrá todo el combustible que pueda quemar. Hasta entonces, trabaje —cerró la puerta.
Ya podía saborear la Victoria.
* * * *
El nuevo viento del sur había permitido que una docena de embarcaciones emprendieran su travesía hasta Portugal. El sargento Noolan y sus soldados se habían marchado, pues les habían ordenado embarcar en un balandro de la armada que llevaba despachos a Lisboa, pero la nota que lord Pumphrey le mandó a sir Thomas Graham bastó para que los fusileros de Sharpe permanecieran en la Isla de León. Aquella noche Sharpe fue a buscarlos a las líneas de tiendas. Se había vuelto a poner el uniforme y había tomado prestado uno de los caballos de la embajada. Ya había oscurecido cuando llegó al campamento, y allí encontró a Harper intentando reavivar una fogata que se extinguía.
—En esa botella hay ron, señor —le dijo Harper señalando con un gesto de la cabeza una botella de cerámica que había en la puerta de la tienda.
—¿Dónde están los demás?
—En el mismo lugar en el que estaré yo dentro de diez minutos. En una taberna, señor. ¿Cómo tiene la cabeza?
—Parece a punto de estallarme.
—¿Ya mantiene el vendaje húmedo tal como le dijo el cirujano?
—Me olvidé.
—El sargento Noolan y sus hombres se han marchado —dijo Harper—. Tomaron un balandro de guerra rumbo a Lisboa. Nosotros nos quedamos, ¿no es eso?
—No por mucho tiempo —repuso Sharpe. Se deslizó de la silla torpemente y se preguntó qué demonios iba a hacer con el caballo.
—Sí, recibimos órdenes del mismísimo teniente general sir Thomas Graham —dijo Harper, poniendo énfasis en el rango y título— que nos transmitió nada menos que lord William Russell —le dirigió una mirada burlona a Sharpe.
—Tenemos un trabajo que hacer, Pat —dijo Sharpe—, hay unos cabrones de la ciudad que necesitan una paliza.
—¿Un trabajo, eh? —la voz de Harper mostraba un deje de resentimiento.
—¿Está pensando en Joana?
—Sí, señor.
—Sólo serán unos cuantos días, Pat, y podría ser que sacáramos algo de dinero. —Se le había ocurrido que lord Pumphrey tenía razón y que bien podía ser que Henry Wellesley les recompensara generosamente si recuperaban las cartas. Se acercó al fuego y se calentó las manos—. Hemos de conseguir ropa de civil para todos y trasladarlos después a Cádiz un día o dos; sólo entonces podremos volver a casa. Joana esperará.
—Eso deseo. ¿Qué hace con ese caballo, señor? Se está alejando.
—¡Maldita sea! —Sharpe recuperó la yegua—. Voy a llevarlo a las dependencias de sir Thomas. Allí habrá establos. De todos modos quiero verle. Tengo que pedirle un favor.
—Iré con usted, señor —dijo Harper. Abandonó el fuego y Sharpe se dio cuenta de que Harper lo había estado esperando. El irlandés corpulento tomó su rifle, su fusil de descarga múltiple y el resto de su equipo de la tienda—. Si nos dejamos algo aquí, señor, estos cabrones lo robarán. En este ejército no hay más que condenados ladrones. —Harper ya estaba más animado, no porque Sharpe hubiese regresado, sino porque su oficial se había acordado de preguntarle por Joana—. Bueno, ¿qué trabajo es ése, señor?
—Hemos de robar una cosa.
—¡Dios salve a Irlanda! ¿Y nos necesitan a nosotros? ¡Este campamento está lleno de ladrones!
—Quieren un ladrón en quien puedan confiar —dijo Sharpe.
—Supongo que eso es difícil. Déjeme llevar el caballo, señor.
—Tengo que hablar con sir Thomas —le explicó Sharpe al tiempo que le pasaba las riendas—. Después nos reuniremos con los demás. Me vendría bien tomar un trago.
—Creo que va a encontrarse con que sir Thomas está ocupado, señor. Se han pasado toda la tarde corriendo por ahí como estorninos, ya lo creo. Algo se está tramando.
Se adentraron en la pequeña ciudad. Las calles de San Fernando eran mucho más espaciosas que los callejones de Cádiz y las casas más bajas. En algunas esquinas había lámparas encendidas y la luz salía de las tabernas donde los soldados británicos y portugueses bebían, observados por la omnipresente policía militar. San Fernando se había convertido en una plaza fuerte que albergaba a los cinco mil soldados enviados para proteger el istmo de Cádiz. Sharpe le preguntó a uno de los policías dónde estaban los aposentos de sir Thomas y éste le indicó un callejón que conducía a los muelles junto a un pequeño río que convertía el istmo en una isla. Dos grandes antorchas llameaban en la puerta del cuartel general, iluminando a un grupo de animados oficiales. Sir Thomas era uno de ellos. Se encontraba de pie en el umbral y era evidente que Harper tenía razón: se estaba tramando algo y el general se hallaba ocupado. Estaba dando órdenes, pero en cuanto vio a Sharpe se detuvo.
—¡Sharpe! —gritó.
—¿Señor?
—¡Buen chico! ¿Quiere venir? ¡Buen chico! Willie, cuide de él. —Sir Thomas no dijo nada más, se dio la vuelta bruscamente y, acompañado por media docena de oficiales, se dirigió hacia el río.
Lord William Russell se volvió hacia Sharpe.
—¡Va a venir! —dijo lord William—. ¡Bien!
—¿Adónde? —preguntó Sharpe.
—A cazar ranas, por supuesto.
—¿Necesito un caballo?
—¡Por Dios, no! A menos que sepa nadar.
—¿Puedo guardarlo en la cuadra?
—¡Pearce! —gritó lord William—. ¡Pearce!
—Estoy aquí, su señoría. Estoy aquí, siempre presente y correcto, señor. —Un soldado de caballería patizambo que parecía lo bastante mayor como para ser el padre de lord William apareció por el callejón que había junto al cuartel general—. Su señoría ha olvidado el sable de su señoría.
—¡Dios Santo! ¿Lo he olvidado? Es cierto, Pearce. —Lord William tornó el sable que le ofrecían y lo deslizó en la vaina—. Cuide del caballito del capitán Sharpe, Pearce, ¿quiere? Buen chico. ¿Seguro que no quiere venir con nosotros?
—Tengo que prepararle el desayuno a su señoría.
—Así es, Pearce, así es. Espero que sea filete, ¿no?
—¿Puedo desearle una buena cacería a su señoría? —dijo Pearce al tiempo que sacudía una mota de polvo de una de las charreteras de lord William.
—Aunque raro, resulta muy amable por su parte, Pearce, gracias. Vamos, Sharpe, no podemos entretenernos. ¡Tenemos que atrapar la marea! —Lord William se puso en marcha detrás de sir Thomas con un correteo. Sharpe y Harper, que seguían desconcertados, lo siguieron hasta un largo embarcadero donde, bajo la leve luz de la luna, Sharpe vio unas filas de casacas rojas que subían a unos botes. El general Graham iba vestido con botas negras, bombachos negros, casaca negra y un sombrero bicornio negro. Portaba un claymore al cinto y estaba hablando con un oficial de la armada, pero interrumpió su conversación el tiempo suficiente para saludar de nuevo a Sharpe.
—¡Buen chico! ¿Cómo tiene la cabeza?
—Sobreviviré, señor.
—¡Así me gusta! Éste es su bote. Suba.
El bote era una gabarra grande, de fondo plano, tripulada por una veintena de marineros con largos remos. Mediante un salto corto se alcanzaba la amplia cubierta de popa. La bodega de la barcaza ya estaba ocupada por casacas rojas sonrientes.
—¿Qué demonios estamos haciendo? —preguntó Harper.
—¡Que me aspen si lo sé! —repuso Sharpe—, pero necesito hablar con el general y parece que no tendré mejor oportunidad que ésta.
Detrás había otras cuatro gabarras, y poco a poco se iban llenando todas de casacas rojas. Un oficial de ingenieros arrojó un rollo de mecha rápida en una de las barcazas posteriores. Unos cuantos de sus soldados transportaron barriles de pólvora a la bodega. Lord William Russell saltó detrás de Sharpe, mientras que el general Graham, que casi se había quedado solo en el muelle, caminaba por encima de las barcazas.
—¡No fumen, muchachos! —gritó el general—. No podemos permitir que los franceses vean una luz porque ustedes fumen una pipa. Nada de ruido tampoco. Y asegúrense de que sus armas no están amartilladas, maldita sea. Y diviértanse, ¿me oyen? Diviértanse. —Repitió las órdenes a los soldados de todas las barcazas y después bajó a la última de ellas. La amplia cubierta de popa tenía espacio para una docena de oficiales de pie o sentados y todavía quedaba sitio para el marinero que manejaba la larga caña del timón.
—Estos bribones —dijo sir Thomas dirigiéndose a Sharpe e indicando los casacas rojas agachados en la bodega de la gabarra— son del 87. º. ¿Eso es lo que son, muchachos? ¿Unos malditos rebeldes irlandeses?
—¡Lo somos, señor! —respondieron dos o tres de los soldados.
—Y no encontrará mejores soldados a este lado de las puertas del infierno —afirmó sir Thomas en voz lo bastante alta para que lo oyeran los irlandeses—. Bienvenido, Sharpe.
—¿Bienvenido a qué, señor?
—¿No lo sabe? ¿Entonces por qué ha venido?
—He venido a pedirle un favor, señor.
Sir Thomas se echó a reír.
—¡Y yo que pensaba que quería unirse a nosotros! Bueno, el favor tendrá que esperar, Sharpe, tendrá que esperar. Tenemos trabajo que hacer.
Las gabarras habían soltado amarras y ahora los remos las empujaban por un canal a través de las marismas que bordeaban la Isla de León. Por delante de Sharpe, al norte y al este, la llana y alargada silueta negra de la península del Trocadero apenas se percibía en la noche. Unas chispas de luz revelaban la ubicación de los fuertes franceses. Lord William le explicó que había tres fuertes. El más alejado era el de Matagorda, que a su vez era el más cercano a Cádiz, y era el gigantesco mortero que había en el fuerte de Matagorda el que mayor daño había causado en la ciudad. Al sur de dicho baluarte se encontraba el fuerte de San José y, más al sur todavía, más próximo a la Isla de León, estaba el fuerte de San Luis.
—Lo que estamos haciendo —explicó lord William— es ir remando más allá de San Luis, hasta el río. La desembocadura del río es una cala, y cuando lleguemos allí, Sharpe, nos encontraremos justo entre el San Luis y el San José. Podría decirse que estaremos enfilados.
—¿Y qué hay en la cala?
—Cinco malditas y grandes lanchas incendiarias —sir Thomas Graham había oído la pregunta de Sharpe y la respondió—. Esos cabrones están esperando a que sople un viento fresco del norte para lanzarse contra nuestra flota. No podemos permitirlo. —La flota, formada en su mayor parte por pequeños barcos de cabotaje y unos cuantos mercantes, se estaba congregando para transportar a los hombres de Graham y al ejército español del general Lapeña al sur. Desembarcarían en la costa y marcharían hacia el norte para atacar las líneas de asedio desde la retaguardia—. Hemos previsto quemar las balsas esta noche —prosiguió sir Thomas—. No llegaremos allí hasta pasada medianoche. Quizá pueda conceder al 87.º el honor de su compañía, ¿eh?
—Será un placer, señor.
—¡Comandante Gough! ¿Conoce al capitán Sharpe?
Un oficial de aspecto enigmático apareció al lado de sir Thomas.
—No, señor —dijo Gough—, pero le recuerdo de Talavera, Sharpe.
—Esta noche Sharpe y su sargento tendrán el privilegio de combatir con nuestros muchachos, Hugh —dijo sir Thomas.
—Serán bien recibidos, señor —Gough hablaba con un suave acento irlandés.
—Avise a sus muchachos de que tendrán la compañía de dos fusileros descarriados, ¿quiere? —le pidió sir Thomas—. No queremos que sus granujas disparen a dos hombres que capturaron un águila francesa.
»Ya está, Sharpe. El comandante Gough desembarcará a sus hombres en el extremo sur de la cala. Allí hay unos cuantos guardias, pero no resultará difícil ocuparnos de ellos. Me figuro que después los franceses enviarán un destacamento de refuerzo desde el fuerte de San Luis, de manera que la cosa tendría que ponerse bastante interesante.
El plan de sir Thomas consistía en desembarcar dos gabarras en la orilla sur y dos en la norte, y los soldados que desembarcaran ahuyentarían a los guardias franceses y defenderían la cala de los esperados ataques. Mientras tanto, la quinta gabarra, la que transportaba a los ingenieros, se dirigiría hacia las lanchas incendiarias que se hallaban a cierta distancia de los campamentos gemelos franceses situados río arriba, las capturarían y colocarían sus explosivos.
—Parecerá el aniversario de la Conspiración de la Pólvora —dijo sir Thomas con expresión rapaz.
Sharpe se acomodó en cubierta. Lord William Russell había comprado salchicha fría y una botella de vino. Cortaron la salchicha en rodajas y la botella fue pasando de mano en mano mientras los marineros se balanceaban con el oleaje y la gabarra se iba abriendo camino por entre la marejada. De pie junto al timonel había un español.
—Es nuestro guía —le explicó sir Graham—. Un buen tipo.
—¿No nos odia, señor? —preguntó Sharpe.
—¿Odiarnos?
—No dejan de decirme que los españoles nos odian, señor.
—Él odia a los franceses, igual que yo, Sharpe. Si hay una constancia en este valle de lágrimas es la de odiar siempre a los malditos franceses, siempre —sir Thomas habló con verdadero fervor—. Confío en que odiará usted a los franceses, ¿eh, Sharpe?
Sharpe no respondió enseguida. ¿Odiarlos? No estaba seguro de ello.
—No me gustan esos cabrones, señor —contestó.
—Antes, a mí sí —dijo sir Thomas.
—¿Antes? —preguntó Sharpe, desconcertado.
—Antes me gustaban —dijo sir Thomas. El general tenía la mirada fija al frente, dirigida hacia las pequeñas luces que brillaban a través de las troneras de los fuertes—. Me gustaban, Sharpe. Me alegré mucho de su revolución. Creía que sería el despertar de la humanidad. Libertad. Igualdad. Fraternidad. Yo creía en todas esas cosas, y sigo creyendo en ellas, pero ahora odio a los franceses. Los odio desde el día en que murió mi esposa, Sharpe.
Sharpe se sintió casi tan incómodo como cuando el embajador le había confesado su estupidez al escribirle cartas de amor a una prostituta.
—Lo siento, señor —masculló.
—Fue hace diecinueve años —le contó sir Thomas, al parecer ajeno a la inoportuna compasión de Sharpe—, a poca distancia de la costa sur de Francia. El 26 de junio de 1792 fue el día en que mi querida Mary murió. Llevamos su cuerpo a tierra, lo depositamos en un ataúd y mi deseo fue el de que fuera enterrada en Escocia. Así pues, alquilamos una barcaza que nos llevara a Burdeos, donde podríamos encontrar un barco que nos llevara a casa. Y en las afueras de Toulouse, Sharpe —la voz del general se estaba convirtiendo en un gruñido a medida que narraba la historia—, una multitud de granujas franceses medio borrachos se empeñaron en registrar la barcaza. Les mostré mis permisos, les supliqué, les rogué que mostraran respeto, pero no me hicieron caso, Sharpe. Eran soldados que vestían el uniforme de Francia, y rompieron el ataúd y abusaron de mi querida Mary en su sudario, y desde ese día, Sharpe, mi corazón se ha endurecido contra su maldita raza. Me alisté en el ejército para poder vengarme y cada día le pido a Dios que me deje vivir el tiempo suficiente para ver barrido de la faz de la tierra hasta el último de esos condenados franceses.
—Amén a eso —terció lord William Russell.
—Y esta noche, por mi Mary —anunció sir Thomas con deleite—, mataré a unos cuantos más.
—Amén a eso —dijo Sharpe.
* * * *
El suave viento que soplaba del oeste levantaba unas olas diminutas en la bahía de Cádiz, razón por la cual las cinco gabarras avanzaban lentamente, casi invisibles contra el agua negra. No hacía verdadero frío, sólo fresco, pero Sharpe lamentó no haber llevado puesto un capote. A unos ocho kilómetros al norte y a cierta distancia a su izquierda, las luces de Cádiz brillaban trémulas contra las paredes blancas y creaban una franja pálida entre el mar y el cielo, en tanto que, más cerca, quizás a un kilómetro y medio hacia el oeste, la luz amarilla de los faroles salía por las ventanas de popa de las embarcaciones ancladas. Allí, sin embargo, en las entrañas de la bahía, no había ninguna luz, sólo el chapoteo de las palas de los remos pintados de negro.
—Hubiera sido más rápido —sir Thomas rompió un prolongado silencio— haber ido a remo desde la ciudad, pero si hubiéramos puesto las gabarras contra los muelles de la ciudad, los franceses habrían detectado nuestra presencia. Por eso anoche no le hablé de esta excursión. Si hubiera dicho una sola palabra de lo que estábamos planeando, los franceses se hubiesen enterado de todo antes del desayuno.
—¿Cree que tienen espías en la embajada, señor?
—Tienen espías por todas partes, Sharpe. Toda la ciudad está plagada de ellos. Envían sus mensajes con los barcos de pesca. Esos cabrones ya saben que vamos a mandar un ejército para atacar sus líneas de asedio y sospecho que el mariscal Victor sabe más sobre mis planes que yo mismo.
—¿Los espías son españoles?
—Me imagino que sí.
—¿Por qué sirven a los franceses, señor?
Sir Thomas se rió con la pregunta.
—Bueno, algunos de ellos piensan como yo pensaba antes, Sharpe…, que la libertad, la igualdad y la fraternidad son fines admirables. Y lo son, pero en manos francesas sabe Dios que no. Y hay otros que simplemente odian a los británicos.
—¿Por qué?
—Por muchos motivos, Sharpe. ¡Si hace apenas catorce años bombardeamos Cádiz, por Dios! ¡Y hace seis años destrozamos su flota en Trafalgar! Y casi todos los comerciantes locales creen que queremos destruir su comercio con Sudamérica y quedárnoslo para nosotros, y tienen razón. Nosotros lo negamos, por supuesto, pero perseveramos en el intento. Y creen que estamos fomentando la rebelión en las colonias sudamericanas, y no van desencaminados. Nosotros impulsamos la rebelión, aunque ahora finjamos que no es cierto. Después está el tema de Gibraltar. Nos odian por haber ocupado Gibraltar.
—Pensaba que nos lo habían dado, señor.
—Sí, así es, por el Tratado de Utrech de 1713, pero fueron unos completos mentecatos al firmar ese pedazo de papel y ellos lo saben perfectamente. Así pues, son bastantes los que nos odian, y ahora los franceses están divulgando el rumor de que también nos anexionaremos Cádiz. Sabe Dios que no es cierto, pero los españoles están dispuestos a creerlo. Además, en España hay gente que cree con fervor que una alianza con Francia le sería más útil a su país que la amistad con los británicos, y no estoy seguro de que se equivoquen. Pero aquí estamos, Sharpe, aliados tanto si nos gusta como si no. Y hay muchos españoles que odian a los franceses más que a nosotros, de modo que todavía hay esperanza.
—Siempre hay esperanza —terció lord William Russell alegremente.
—Sí, Willie, tal vez —dijo sir Thomas—, pero cuando España se reduce a Cádiz y lord Wellington sólo retiene el territorio en tomo a Lisboa resulta difícil ver la manera de arrojar a esos cerdos franceses a sus pocilgas. Si Napoleón supiera maniobrar adecuadamente les devolvería su rey a los españoles para hacer las paces. Entonces nos darían una buena paliza.
—Al menos los portugueses están de nuestro lado —comentó Sharpe.
—¡Cierto! Y son unos tipos magníficos. Tengo dos mil portugueses aquí.
—Si es que combaten —dijo lord William con desconfianza.
—Combatirán —dijo Sharpe—. Estuve en Bussaco. Lucharon.
—¿Qué ocurrió? —preguntó sir Thomas, y la narración de dicha historia acercó la gabarra a la costa de la península del Trocadero, erizada de carrizos. El fuerte San Luis estaba cerca de allí. Se hallaba a unos doscientos o trescientos pasos tierra adentro, donde las marismas daban paso a un terreno lo bastante firme para sostener las sólidas murallas. Al otro lado del foso lleno de agua del fuerte, Sharpe distinguió un pequeño brillo de luz por encima del glacis. Fue un error por parte de los franceses. Sharpe supuso que los centinelas tenían braseros ardiendo en la banqueta para mantenerse calientes, y hasta la leve luz de las brasas les dificultaría la visión de cualquier cosa que se moviera en los negros bajíos. Sin embargo, el mayor peligro no eran los centinelas del fuerte, sino los botes de vigilancia, y sir Thomas advirtió con un susurro que debían permanecer muy alerta.
—Estén atentos por si oyen los remos —sugirió.
Estaba claro que los franceses poseían una docena de botes de vigilancia. Los habían visto al atardecer, cuando patrullaban la baja costa del Trocadero, pero ahora no había ni rastro de ellos. O se habían adentrado más en la bahía o, más probablemente, el frío viento había conducido a su tripulación de vuelta a la cala. Sir Thomas suponía que las tripulaciones de los botes las constituían soldados en lugar de marineros.
—Estos cabrones nos están eludiendo, ¿verdad? —murmuró.
Una mano tocó el hombro de Sharpe.
—Soy el comandante Gough —dijo una voz desde la oscuridad—, y éste es el alférez Keogh. Quédese con él, Sharpe, y le garantizo que no le dispararemos.
—Probablemente —lo corrigió el alférez Keogh.
—Probablemente él no le dispare —el comandante Gough aceptó la corrección.
Un resto de luz delantera permitió que Sharpe viera que el alférez Keogh era demasiado joven, un muchacho con un rostro delgado e impaciente. La luz provenía de las fogatas del campamento, que ardían a unos cuatrocientos metros por delante. Los cinco botes viraron para entrar en la cala, surcando el agua con sigilo para evitar los sauces que señalaban el canal poco profundo, y las fogatas ardían allí donde los centinelas franceses vigilaban las lanchas incendiarias. Los remos negros de las gabarras apenas rozaban el agua. El oficial de la marina que guiaba los botes había calculado el tiempo de manera que la expedición llegara al término de la pleamar para que así el montante llevara las barcazas contra la pequeña corriente del río. Cuando terminara el ataque la marea habría cambiado y el reflujo se llevaría de allí a los británicos a toda prisa. Ningún francés había visto los botes todavía, aunque no había duda de que los centinelas estaban de servicio, pues Sharpe distinguió un uniforme azul con correaje blanco junto a una de las fogatas.
—Los odio —dijo sir Thomas en voz baja—. ¡Dios, cómo los odio!
Sharpe divisaba el débil trazo de luz que se filtraba por encima del glacis del fuerte de San José. Parecía encontrarse a unos ochocientos metros de distancia. A un disparo largo de cañón, pensó, sobre todo silos franceses utilizaban metralla, pero el fuerte situado más al sur, el de San Luis, se encontraba mucho más cerca, lo bastante cerca para hacer trizas la cala con botes de metralla, que eran unos proyectiles de balas de mosquete revestidas con cilindros de hojalata que estallaban en la boca del cañón. Las balas, cientos de ellas, se diseminaban como perdigones. Sharpe odiaba los botes de metralla. Todos los soldados de infantería los odiaban.
—Esos desgraciados están dormidos —murmuró lord William.
A Sharpe lo acometió un sentimiento de culpabilidad. Había quedado en encontrarse con lord Pumphrey a mediodía para averiguar si los chantajistas habían mandado algún mensaje, y aunque dudaba que hubiera habido noticias, sabía que su sitio estaba en Cádiz, no allí. Su deber era para con Henry Wellesley, no para con el general Graham, y sin embargo allí estaba, y lo único que podía hacer era rezar para no quedar destripado por los disparos nocturnos de metralla, Llevó la mano a la empuñadura de la espada y lamentó no haber afilado la hoja antes de salir. Le gustaba entrar en combate con la hoja afilada. Después tocó su rifle. No había muchos oficiales que llevaran un arma larga, pero Sharpe no era como la mayoría de oficiales. Él había nacido, se había criado y había luchado en los bajos fondos.
Entonces la proa de la gabarra rozó suavemente el barro.
—Vamos a matar a unos cuantos cabrones —dijo sir Thomas, resentido.
Y desembarcaron las primeras tropas.