Capítulo 9
-¡Es una delicia verle, milord, nos ha estado privando de su grata compañía! —dijo la condesa de Breville, extendiendo la mano.
—Debe perdonarme, Madame —contestó el marqués—, pero he estado muy ocupado aprovisionando mi yate y en la compra de una pescadería.
—¿Una pescadería? —repitió la condesa con asombro.
—Para el hombre a quien Caterina y yo debemos el haber podido escapar de la prisión.
—Entonces, de verdad le está agradecido.
—Totalmente. Y puedo también justificar mi ausencia explicando que acabo de estar con el Gran Maestro en su palacio veraniego de Malta.
—Espero que mi hermano le haya atendido bien —dijo la condesa con una sonrisa.
—Su bondad es inagotable —contestó el marqués—. ¿Dónde está Caterina?
—Como no le esperábamos, Caterina está en el pueblo, probándose el último de los vestidos. En realidad, se ha mostrado un poco difícil al seleccionarlos.
—¿Difícil? —preguntó el marqués.
—Me temo, milord, que ha sido usted demasiado severo con la niña —dijo la condesa, dirigiéndole una mirada oblicua—. ¡No me puede engañar, puedo fácilmente adivinar la razón de que haya traído a Caterina de Venecia!
—¿De veras? —exclamó el marqués con sorpresa.
—¡Por supuesto! ¡Fue un romance, que usted no aprueba! En tales circunstancias, es muy natural que Caterina se sienta desventurada.
—¿Por qué supone usted que es desventurada?
—No trate de ocultarme la verdad, milord —dijo la condesa con leve tono de reproche—. Sabe perfectamente que la niña está muy enamorada. Tal vez no apruebe usted al galán a quien ella ha dado su corazón, pero le puedo asegurar que el amor de Caterina por él es muy real y que está sufriendo mucho. —¿Está segura de eso?
—Mi querido marqués, no he conocido a ninguna chica, sobre todo tan hermosa como ella, que no se interese en comprar vestidos bonitos, que no tenga apetito y que llore todas las noches hasta empapar la almohada, a menos que su corazón esté seriamente alterado. Debe perdonar a Caterina y ser bondadoso con ella en el viaje de regreso a casa.
—Haré todo lo que esté en mi mano —prometió el marqués.
Atravesó el magnífico salón de la condesa, con sus relucientes candelabros y sus valiosos muebles franceses, para mirar hacia el jardín. Pero al hacerlo, no prestó atención a las flores multicolores que lo cubrían, ni a las fuentes cuyas aguas jugueteaban alegremente.
La condesa lo observó, con una sonrisa en los labios.
—Caterina tiene una naturaleza muy dulce —dijo—, y estoy segura de que se sobrepondrá a este desafortunado idilio. Pero recuerde, milord, que los jóvenes son muy vulnerables.
—¿Así que Caterina no se ha comprado los vestidos que le dije que adquiriera?
—Usted me dijo que le comprara cuanto necesitara, pero sus necesidades han resultado limitadas hasta un punto increíble. Madame Rachel, a quien convencí de que abandonara París y se estableciera aquí, tiene la más deliciosa colección de vestidos que una mujer pueda desear… vestidos que encantarían a cualquier mujer, pero Caterina parece ser la excepción.
El marqués no hizo ningún comentario. Se despidió de la condesa después de agradecerle sus atenciones con Caterina y dijo al salir:
—¿Tendría la bondad de decir a mi prima que nos vamos pasado mañana? Gracias a los buenos oficios del Gran Maestro hemos podido hacer las cosas con increíble rapidez y todo me ha sido proporcionado en un mínimo de tiempo.
—Quisiera que esperara a que volviera Caterina, para que usted mismo la viera.
—Lamento no poder hacerlo —contestó el marqués—, pues tengo una cena en el Hall.
El Hall de San Miguel y San Jorge, en el Palacio Magisterial, era uno de los edificios más impresionantes que el marqués había visto en su vida.
Aunque los Caballeros de San Juan, en Malta, tenían alojamientos separados para cada nacionalidad, en diferentes partes de Valetta, tenían la obligación de cenar en el Hall cuatro veces por semana.
El marqués se reunió con ellos y pensó que habría sido imposible encontrar, en parte alguna del mundo, un grupo más interesante y lleno de colorido que aquél.
La magnificencia de los muros, de los que colgaban finos espejos y cortinajes de damasco rojo, el friso pintado por un alumno de Miguel Ángel, las largas mesas cubiertas con las fuentes de oro y plata que los caballeros habían reunido a través de los siglos, eran únicos.
El Gran Maestro, Emanuel-Marie de Rohan-Polduc, presidió la cena y posteriormente el marqués, por invitación especial de los Caballeros de Castilla y León, se fue con ellos a su hermoso auberge, de estilo barroco, para sentarse a conversar con algunos de los cerebros más brillantes de la Orden.
Se discutieron cuestiones políticas que el marqués consideró de particular interés para el señor Pitt. Los caballeros viajaban por toda Europa y conocían los secretos de todos los países mejor que cualquier embajador o secretario de Asuntos Extranjeros.
La conversación fue, de hecho, más interesante e informativa que cualquier cosa que el marqués hubiera escuchado nunca en la Cámara de los Lores.
La aurora llegaba ya cuando se despidió de sus anfitriones y salió a la luz dorada del nuevo día, que hacía que los grandes palacios parecieran salidos de un cuento de hadas.
Mientras se deslizaba por las angostas callejuelas, que con frecuencia estaban formadas por largos tramos de escalinata, bajo los balcones adornados con flores multicolores, el marqués pensaba que Malta era uno de los lugares más románticos que había visitado.
Había muy poca gente en la calle porque era todavía muy temprano. El único sonido que se escuchaba, fuera del canto mañanero de los pájaros, era el tañido de las campanas de la iglesia, que llamaban a la primera misa.
Cuando el marqués pasaba frente a la famosa iglesia de San Juan, con sus torres gemelas, el más extraño y uno de los más impresionantes santuarios de la cristiandad, reconoció una esbelta figura que subía la escalinata.
Permaneció inmóvil, a la sombra de un edificio, viendo cómo Caterina cruzaba el umbral y desaparecía en el interior de la iglesia.
Llevaba la cabeza cubierta con una mantilla de encaje negro, pero estaba seguro de que ninguna otra mujer podía caminar con la gracia con que ella lo hacía.
El marqués esperó un momento y entró también en la iglesia, que estaba sumida en la penumbra, a excepción de las lámparas encendidas cerca del altar mayor y de las velas que ardían frente a las imágenes.
El techo, pintado de forma exquisita, nunca dejaba de provocar su admiración, pero ahora miró a su alrededor, preguntándose dónde podría estar Caterina.
La iglesia estaba muy callada y el marqués se quedó esperando. Entonces, cuando empezaba a pensar que había cometido un error y que no era Caterina la joven que había visto en la escalinata la vio salir de una capilla lateral.
Caterina caminó con lentitud por el pasillo y el marqués retrocedió hacia las sombras para que ella no notara su presencia.
Llevaba la cabeza inclinada y cuando se acercó un poco más al sitio donde se encontraba el marqués, él se dio cuenta de que estaba llorando. Luego la vio caminar hacia el altar mayor para hacer una breve genuflexión y salir después por la gran puerta del centro, que se cerró tras ella.
El marqués avanzó con lentitud hacia el fondo de la iglesia.
En esos momentos un sacerdote salía de un confesionario. Se trataba de un anciano de rostro bondadoso.
—¿Puedo hablar con usted un momento, padre? —preguntó el marqués—. Por supuesto, hijo mío —contestó el sacerdote.
El marqués miró hacia el confesionario del que el sacerdote acababa de salir.
—No soy católico —explicó—, pero necesito su ayuda.
—Mi ayuda está siempre disponible para quienes la necesitan —contestó el sacerdote.
Indicó una de las bancas de madera tallada. El marqués se sentó y el sacerdote se sentó también a su lado.
—Quisiera que me dejara —murmuró el marqués—, qué puede hacer una mujer católica, que se ha casado con un protestante, para disolver su matrimonio.
Al marqués le pareció que el sacerdote lo miraba con especial atención antes de contestar:
—Si el matrimonio fue realizado por un sacerdote católico, la unión es indisoluble, excepto en circunstancias muy excepcionales.
—¿Cuáles son esas circunstancias?
—Se puede obtener la anulación de un matrimonio del Santo Padre, en Roma. Lleva muchos años y las razones tienen que ser muy poderosas para que tal solicitud sea concedida. Es también, debo añadir, un procedimiento muy caro.
—¿Y si las dos personas en cuestión no vivieran juntas, la persona católica podría volver a casarse?
—Hacerlo sería cometer un pecado mortal que acarrearía la excomunión —dijo el padre con lentitud—. Es difícil imaginar que un católico fuera capaz de cometer un acto así.
El marqués se puso de pie.
—Gracias, padre —dijo—. Eso es todo lo que quería saber. ¿Puedo ofrecerle una expresión de mi gratitud para los pobres de Malta?
Entregó al sacerdote una considerable cantidad de dinero y salió de la iglesia.
* * *
El sol brillaba con intensidad sobre el mar cuando «El Halcón del Mar» salió de la bahía y empezó a navegar en mar abierto.
Caterina se encontraba en la cubierta, junto al marqués y hacía señales con la mano para despedirse de sus amigos, quienes se habían levantado temprano esa mañana para decirles adiós.
Frente a ellos iba un barco de la Orden, y sus enormes velas portaban la insignia de la cruz de ocho puntas.
—Ya no tenemos que temer que nos capturen de nuevo —dijo el marqués—. El Gran Maestro ha puesto un barco a nuestra disposición para escoltarnos hasta Gibraltar.
Caterina volvió la cabeza.
—¿Gibraltar? —preguntó.
—Será el primer puerto que toquemos —contestó el marqués.
Caterina no dijo nada y él añadió:
—Pensé que Nápoles era una desviación innecesaria, y estoy ansioso por llegar a casa.
El marqués advirtió la mirada interrogante de Caterina, pero desvió la vista hacia el mar, pensando en lo afortunados que eran al poder navegar hacia casa, en lugar de estar prisioneros en una cárcel de Túnez.
Caterina estaba muy guapa esa mañana. Al mismo tiempo, el marqués se daba cuenta de que estaba mucho más delgada y observó las pequeñas sombras oscuras bajo sus ojos, pero no existían cuando salieron de Venecia.
Su vestido era muy sencillo, pero le quedaba muy bien.
Era bastante puritano, con una pequeña capa blanca que cubría el escote un poco bajo. El talle era ajustado y se cerraba con botones de perlas. En la cintura llevaba una banda de color azul oscuro que combinaba con el tono de la muselina del vestido.
El color y la severidad del traje resultaban un marco perfecto para el hermoso cabello dorado rojizo de Caterina y la pálida transparencia de su piel.
Estaban ya navegando en aguas profundas y Malta iba quedando rápidamente atrás. El marqués se volvió hacia Caterina.
—Ven a inspeccionar el yate —dijo—. Tengo muchas cosas que enseñarte.
—Me encantaría ver todo —contestó ella, pero parecía alterada al saber que no irían a Nápoles.
Bajaron por la escalerilla y entraron en el salón.
Caterina lanzó una exclamación. El salón estaba decorado en verde pálido y la alfombra era de un tono más oscuro que las paredes. Los sofás, las cortinas de las claraboyas y los suaves cojines eran todos del color de las hojas.
Había grabados franceses con marcos dorados en los muros, y una gran profusión de flores que le habían enviado al marqués sus amigos de Malta.
—Ha quedado muy bonito —dijo Caterina con visible admiración—. Esperaba que te gustara.
Entonces, como si no pudiera esperar un momento más, Caterina preguntó:
—¿Me va… a llevar… con usted… a Inglaterra?
—Si quieres venir conmigo. Quiero decirte dos cosas, Caterina. Primero: un padre Redencionista salió para Túnez al día siguiente de nuestra llegada, llevando dinero suficiente para pagar el rescate del resto de la tripulación.
—¡Oh, cuánto me alegro!
—Segundo —continuó el marqués—: supe que un Caballero de Malta partía para Venecia ayer, y envié con él la corona nupcial y el collar de perlas a tu abuelo, con una carta de explicación.
La expresión de Caterina se oscureció y sus ojos se llenaron de asombro cuando el marqués continuó diciendo:
—También le devolví todas las otras joyas al marqués de Soranzo.
—¿Cómo pudo hacer tal cosa? —preguntó Caterina enfadada—. ¡Eran todo lo que poseía! ¡No tenía derecho a disponer de ellas! ¡Eran mías!
—No eran realmente tuyas —corrigió el marqués—. La corona nupcial pertenece al tesoro de Venecia y las otras joyas las obtuviste bajo falsas promesas. —¡Eran… todo lo que… tenía!
—Yo te daré todo el dinero que necesites.
—No quiero… su dinero. No quiero estarle agradecida… por una orden bancaria.
El marqués recordó que le había dado dinero a Odette y comprendió por qué a Caterina le enfadaba eso.
—Si no me permites que te ayude —dijo él con voz muy suave—, ¿qué vas a hacer cuando llegues a Inglaterra?
—Intento… entrar en un convento.
—¡Los conventos son para católicos!
El marqués vio cómo el color cubría las pálidas mejillas de Caterina, pero antes de que ella tuviera tiempo de buscar una explicación que darle, él exclamó:
—Ven, quiero enseñarte los otros camarotes.
Como si no encontrara palabras con qué negarse, Caterina lo siguió por el pasillo.
Él abrió la puerta del camarote principal, miró a su alrededor y lanzó un grito ahogado.
Antes, el camarote había estado amueblado de forma encantadora, pero muy masculina. La cama era de caoba y la colcha de damasco rojo oscuro, y las cortinas que cubrían las claraboyas del mismo tono.
Pero ahora la cama estaba cubierta con un alto dosel del que pendían cortinajes de seda azul y muselina blanca, recogidos a los lados, en grandes pliegues.
La colcha era de hermoso encaje maltés. Las cortinas de las claraboyas y la suave alfombra eran del tono azul de una túnica de la Madonna.
—¡Es precioso! —exclamó Caterina—. ¡Bellísimo!
—Esperaba que te gustara —contestó el marqués.
Al decir esto se volvió hacia un armario pintado, no muy diferente de aquél en el que Caterina se había ocultado al salir de Venecia.
El marqués abrió las puertas y Caterina vio colgando en el barrote, que antes sostenía las chaquetas del marqués, los sencillos vestidos de muselina que ella le había encargado a Madame Rachel, en Malta, y una docena de vestidos más.
Los trajes que había visto, y rechazado, de brocados de oro y plata, de encaje, de satenes y taffetas, de tules y gasas, estaban allí, en una variedad de colores que parecían imitar los del arco iris.
Se quedó mirándolos, con expresión desconcertada.
Entonces el marqués le tomó la mano izquierda en la suya, antes de que ella pudiera comprender lo que estaba sucediendo y deslizó una alianza de oro en su dedo anular.
—Con este anillo yo te desposo —dijo con suavidad.
A él añadió otro anillo, un enorme zafiro, azul como el mar, rodeado de brillantes.
—¿Realmente pensabas que iba a permitirte usar joyas que te había dado otro hombre? —preguntó el marqués.
Caterina le miró fijamente e incapaz de decir nada.
Entonces, una ráfaga de viento hizo que «El Halcón del Mar» se inclinara para conservar el equilibrio. Caterina levantó las manos buscando un punto de apoyo.
El marqués la tomó en sus brazos y la depositó en la cama, y ella quedó apoyada sobre las almohadas.
—Quiero hablar contigo —le dijo—, y creo que podemos ponernos cómodos para hacerlo.
Caterina le miró con ojos asustados, pero cuando él le sonrió sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.
El marqués se quitó su elegante chaqueta gris y la dejó sobre una silla.
Luego se sentó en la cama, para quedar frente a ella.
Su camisa de lino blanco, con la corona y el monograma bordados, le hizo recordar la que llevaba puesta cuando la tuvo en sus brazos, en la prisión de Túnez.
—Cuando te conocí —dijo el marqués con voz profunda—, llevabas puesto un antifaz, Caterina. Creo que es tiempo ya de que te quites esa máscara con la que has estado tratando de engañarme.
—No… sé lo que… quieres decir —tartamudeó ella.
—Creo que sí lo sabes. Cuando cenamos juntos a bordo de este barco, la primera noche después que salimos de Venecia, dijiste que te preguntabas cómo reaccionaríamos si tuviéramos que enfrentarnos a adversidades reales, ¿recuerdas?
—Lo… recuerdo —murmuró Caterina.
—Y añadiste —continuó el marqués—, que bajo tales circunstancias uno podría descubrir algo maravilloso que no sospechaba que existía.
Se detuvo y miró a Caterina antes de decir con voz muy suave:
—Yo descubrí que eras, no sólo la mujer más valiente y encantadora que uno podría tener al lado en un momento de peligro, sino también que me amabas.
Caterina lanzó una pequeña exclamación. El color subió a sus mejillas y bajó los ojos.
—Pensé que era amor —siguió diciendo el marqués—, cuando te tuve en mis brazos en esa horrible celda, pero estuve seguro de ello cuando te ofreciste a quedarte mientras yo me ponía a salvo nadando.
Se detuvo y extendió la mano para acariciarle el pelo.
—Estuve todavía más seguro —continuó con voz aún más grave—, cuando dijiste que nuestro matrimonio no era válido, porque no eras católica. Dijiste esa mentira, Caterina, para que yo me sintiera libre. Sólo el amor puede impulsarte a hacer algo tan absurdamente generoso.
Caterina estaba temblando y permaneció con la cabeza baja.
—Mírame, Caterina —ordenó el marqués.
Ella no pudo obedecerle y después de un momento el marqués colocó sus dedos bajo la barbilla de ella y le hizo volver la cara.
—¡Mírame! —le dijo con firmeza—. Quiero decirte algo que descubrí sobre mí mismo.
La sintió estremecerse a su contacto.
—¡Descubrí —dijo el marqués con lentitud—, que estaba desesperadamente enamorado, como jamás en mi vida lo había estado!
Por un momento, Caterina pareció no dar crédito a sus oídos.
Entonces, una luz repentina llenó su rostro.
—¿Tú… me amas? —murmuró en voz tan baja que el marqués apenas pudo oírla.
—Te amo —dijo él con firmeza.
Los labios de él descendieron para buscar los de ella y, cuando la besó, Caterina sintió que el camarote daba vueltas a su alrededor.
—Te amo, mi cielo —repitió el marqués—. Tú eres todo lo que anhelaba en una mujer y que nunca pensé encontrar.
Se apoderó de nuevo de los labios de ella y a Caterina le pareció que no podía existir mayor felicidad.
—¡Eres tan hermosa! —dijo el marqués—. ¡Tan increíble, tan inmensamente hermosa… y eres mía, Caterina… eres mi esposa!
Ella ocultó el rostro en el hombro de él. El marqués besó su cabello y entonces la oyó decir titubeante:
—Tengo… miedo.
—¿De mí?
—¡No… por supuesto que no!
—Entonces, ¿qué es lo que te asusta, mi amor?
Ella titubeó un momento y él comprendió que estaba buscando las palabras.
—Tengo miedo de… aburrirte —murmuró—. Siempre le has… hecho el amor a mujeres muy experimentadas… muy mundanas. Temo que… junto a ellas yo resulte… inadecuada. ¿Me enseñarás… a… agradarte?
El marqués se echó a reír.
—Esa lección es del tono innecesaria, preciosa mía —dijo él—. ¡Tú me agradas hasta el borde de la locura! Pero lo que siento por ti es muy diferente de lo que había sentido en el pasado.
Caterina murmuró algo y el marqués continuó:
—Pero eso es lo menos importante acerca de lo que sentimos el uno hacia el otro. Cuando nos casaron comprendí, mientras estaba arrodillado en el piso de ese calabozo, que las palabras que iba repitiendo, según las decía el padre Redencionista, eran del todo ciertas.
Sintió a Caterina temblar en sus brazos mientras le decía:
—Juré que te amaría aunque estuvieras enferma, y que si las cosas llegaban a ser peores de lo que eran en ese momento, continuaría amándote. Y lo sentía así, en verdad. Sabía que el amor que me habías inspirado era sagrado y que Dios bendecía nuestro matrimonio.
Oprimió un poco más a Caterina contra su pecho al añadir:
—Ninguno de los dos sabíamos en ese momento qué nos reservaba el destino, pero nos casamos, mi cielo, de forma tan definitiva como si la ceremonia hubiera tenido lugar en la catedral más grande del mundo. Y yo comprendí que Dios nos había dado su bendición.
—Eso es lo que yo… sentí también —le dijo Caterina—, pero como te amaba tanto… de forma tan irresistible, con todo mi ser, no podía… soportar la idea de que te hubieras casado conmigo sólo para… salvarme de la lujuria del… bey.
—Había decidido casarme contigo mucho antes de que llegáramos a Túnez. Creo, mi amor, que estábamos destinados a amarnos desde el principio del tiempo, y que ahora estaremos juntos el resto de nuestra existencia.
Caterina lanzó un pequeño grito de auténtica felicidad y el marqués buscó una vez más sus labios.
—¡Te amo! ¡Te adoro! —exclamó—. ¿Realmente pensabas que podía dejarte, después de haber jurado que te retendría «ahora y para siempre»? Jamás te dejaré escapar.
—Deseaba… pertenecerte… ser tuya —murmuró Caterina—, pero no quería que pensaras que… te había… atrapado.
—¡Pero si eso fue exactamente lo que hiciste! —dijo el marqués con una sonrisa—. Me atrapaste, me capturaste, me esclavizaste con tu mágico encanto… y no quiero liberarme jamás.
Caterina volvió a reír, llena de dicha, y él volvió a besarla.
Al sentir que ella temblaba en sus brazos y al descubrir en los ojos de Caterina una llama de deseo, que reflejaba su propio fuego, los besos del marqués se volvieron apasionados.
Le besó los ojos, las mejillas, el pulso que latía en la base de su blanco cuello y, quitándole la pequeña capa que cubría su vestido, le desabrochó los botones de perlas del talle.
—¡Eres mía! —dijo casi con ferocidad.
Caterina comprendió que ya eran una sola persona, un todo indivisible. Cuando uno formaba parte del otro y juntos habitaban un mundo maravilloso, en el que reinaba el amor.
—¡Te amo… te amo! —Trató de decir ella, pero la boca del marqués selló las palabras en sus labios.
Por encima de sus cabezas, las velas se hinchaban con el viento, mientras «El Halcón del Mar» se deslizaba serenamente hacia Inglaterra.
FIN