Capítulo 2

-¡Buenos días, Caterina, quiero hablar contigo!

Caterina le hizo una reverencia a su abuelo y cruzó la espesa alfombra del salón, para acercarse al anciano, que estaba desayunando junto a la ventana, en una pequeña mesa.

El dux, Ludovico Manin, era todavía un hombre apuesto y la sonrisa que dirigió a su nieta demostraba que en su juventud debió haber sido irresistible por su galanura y simpatía.

A pesar de la importancia de su posición, ya que como dirigente de la República de Venecia era en realidad una especie de monarca, Ludovico Manin admiraba todavía a las mujeres bonitas.

Miró a su nieta con placer; el vestido verde pálido de ella hacía resaltar su cabello dorado rojizo, típicamente veneciano.

Sin embargo, en contraste con el resto de su apariencia, los ojos azules no permitían a sus parientes venecianos olvidar que tenía sangre inglesa.

—Quiero hablar contigo, Caterina —dijo el dux, pero mientras ella esperaba en atento silencio, fueron interrumpidos.

Francesco Manin entró en la habitación y, como siempre, Caterina notó cuánto se parecía a su padre. Nunca podía ver a su tío más joven sin sentir que se le contraía el corazón.

—Buenos días, papá; buenos días, Caterina —dijo Francesco—. Hace un día perfecto para el carnaval, pero, en fin, todos los días son perfectos en esta época del año.

Francesco depositó un ligero beso en la mejilla de Caterina y se sentó en la mesa, junto a su padre.

—¿Es cierto, papá —preguntó—, que convocaste una reunión del Collegio hoy por la mañana?

—Así es —contestó el dux—. Y se enfadaron al tener que renunciar por unas horas a las alegrías del carnaval, para escuchar una vez más al marqués de Melford, que viene a sermonearnos de nuevo.

—¿Sermonearte a ti? —exclamó Francesco—. ¿Con qué autoridad?

—Tal vez «sermonear» resulte una palabra demasiado fuerte —dijo el dux sonriendo—. En realidad nos viene a advertir y su tono es más de súplica que de amenaza.

—¿Sobre qué? —preguntó Francesco con autoridad.

—Aparentemente, el Primer Ministro de Inglaterra, el señor Pitt, dispone de información secreta que revela que Francia podría declararle la guerra a Austria.

Teme que, de ser así, nuestra propia independencia se vería amenazada.

¡Personalmente considero la idea bastante ridícula!

—Por supuesto que lo es —reconoció Francesco—. ¿Y qué piensa la Signoria?

Se refería al Concilio de los Diez, que era el organismo más importante del gobierno.

—Están de acuerdo conmigo en que el señor Pitt se alarma sin necesidad respecto a la posición de Francia. Es posible que haya conflictos internos, pero eso no significa que vayan a terminar en guerra.

—¡No, por supuesto que no! —exclamó Francesco—. Y además, si ocurriera tal catástrofe, nuestra independencia podría resultar ventajosa para ambos bandos.

—Ése es el argumento que usé precisamente con el marqués —dijo el dux.

—Debiste haber añadido que no hay la menor posibilidad de que nosotros peleemos con nadie —comentó Francesco.

Se levantó de la mesa al decir eso y caminó a través de la habitación con aire inquieto, antes de añadir:

—Es humillante, papá. Una vez fuimos una gran potencia. Éramos los amos y señores del mar y el simple nombre de Venecia conjuraba imágenes de victoria.

—Eso fue en el siglo XV —dijo el dux—, pero perdimos catorce de nuestras islas en el Archipiélago griego, en 1540. El sultán nos arrebató Chipre treinta y un años después y Candia en 1645. Nada nos queda ya, excepto las zonas costeras de Istria y Dalmatia.

Se detuvo y añadió con amargura:

—Hace diez años, mi predecesor dijo al Gran Concilio: «No tenemos fuerzas de tierra, ni de mar, ni aliados».

—No tiene objeto lamentarnos del pasado —dijo Francesco con aspereza—, pero hay una cosa muy clara y que debes decírsela al marqués: no estamos ya en posición de luchar y no tenemos intenciones de hacerlo. Y ahora, cambiemos de tema.

Francesco se sentó de nuevo ante la mesa y el dux le hizo un gesto a Caterina, que había permanecido de pie escuchando, para que lo hiciera también.

Ella se deslizó hacia una silla de alto respaldo de terciopelo, junto a su abuelo, pero ya había desayunado en su propia alcoba.

Supuso que su tío debía haber hecho lo mismo. La mano de él sólo se extendió para tomar un melocotón, de una fuente de oro colmada de frutas, que había en el centro de la mesa del desayuno.

—Debo decirte una cosa, papá —dijo Francesco con una sonrisa, mientras pelaba la fruta—. Dudo mucho que el noble marqués sea muy enérgico en su discurso de esta mañana.

—¿Por qué no? —preguntó el dux.

—Porque pasó la noche con Zanetta Tamiazzo.

—Tiene buen gusto —comentó el dux—. Es una mujer muy hermosa.

—Según parece son viejos amigos —continuó diciendo Francesco—. Yo estaba con ella cuando llegó y Zanetta nos despidió, como si fuéramos simples lacayos que ya no necesitara más.

Francesco habló con amargura y Caterina comprendió que lo irritaba que la mujer hubiera concedido sus favores al marqués.

Estaba escuchando con atención y no pudo menos que darse cuenta de que si su abuelo y su tío hablaban con tanta franqueza delante de ella era porque no concedían ninguna importancia a su presencia.

—No cabe duda que el marqués es un casanova, en lo que a las mujeres se refiere —continuó Francesco—. Creo que ya te he dicho, papá, que trajo en su yate a una amante. Se llama Odette y anoche el embajador de Austria no se separó de ella durante toda la velada.

—¿En dónde los viste? —preguntó el dux.

—En una fiesta que dieron en la Casa Doffino —contestó su hijo—. Fue muy divertida. Había mujeres notablemente hermosas.

Al dux no parecían interesarle mucho las habladurías de su hijo y Francesco, después de comerse la mitad del melocotón, se puso de pie.

—Tengo una cita, papá, así que te dejaré con Caterina. Es una pena que ella no pueda asistir todavía a las fiestas del carnaval. Pero el próximo año estará ya casada y entonces las cosas serán muy diferentes.

—De eso iba yo a hablar con ella hoy —dijo el dux.

—En ese caso, me retiro —dijo Francesco sonriendo y salió del salón.

Caterina se volvió hacia su abuelo con una mirada interrogante.

—Tengo buenas noticias para ti, hija mía —dijo él—. Muy buenas noticias, en verdad.

—¿De qué se trata, abuelo? —preguntó Caterina temerosa.

—He arreglado tu matrimonio —dijo el dux.

Caterina unió las manos en su regazo. Era un gesto nervioso, casi convulsivo, que revelaba que estaba haciendo un gran esfuerzo por controlarse, y pensar antes de hablar.

—¿Con… quién? —Logró preguntar, después de un momento de silencio.

—Con el marqués de Soranzo —contestó el dux.

—No lo dirás en serio… ¿Con ese… anciano… que cenó con… nosotros hace tres noches? —exclamó Caterina.

—Creo que debo decirte con toda franqueza, Caterina —dijo el dux con lentitud—, que no ha sido fácil para mí encontrarte un marido.

—Lo comprendo… muy bien —dijo Caterina en voz baja.

—Cuando tu padre abandonó a su familia para casarse con tu madre, renunció a su posición en la nobleza veneciana, no sólo para sí mismo, sino para sus hijos.

—Papá me lo explicó así hace algunos años —dijo Caterina—. Desde luego, en Inglaterra las cosas son diferentes.

—Muy diferentes —dijo el dux con voz cortante—. Un par en Inglaterra no pierde su título por casarse con una campesina, pero en la Serenísima República de Venecia, si un patricio se casa con alguien que no es de su clase, no sólo sus hijos pierden su condición de nobles, sino que él mismo renuncia a su derecho a sentarse en el Gran Concilio.

—Sí, sé todo eso —dijo Caterina.

—Pero tus padres han muerto. Eres mi nieta y has llegado a Venecia en el momento en que yo ocupo el más alto puesto oficial en la república.

Se detuvo como si esperara que Caterina dijera algo, pero como ella permaneció en silencio continuó, bajando la vista:

—Sin embargo, ha sido una tarea muy difícil encontrar marido para ti. Los jóvenes nobles cuyo nombre está registrado en El Libro de Oro son conscientes de su propia importancia. Seleccionan esposa cuando ésta se encuentra todavía estudiando en un convento. Es siempre una joven de la nobleza, que aporte, además, una buena dote.

Hubo un prolongado silencio.

Caterina sabía que su abuelo estaba diciendo la verdad. El Libro de Oro contenía los nombres de todas las familias nobles y era cuidadosamente revisado y puesto al día cada año.

Había menos de cuatrocientas familias nobles, que comprendían unos dos mil quinientos varones. El matrimonio de un aristócrata tenía que ser autorizado por el Gran Concilio y muy pocas veces aprobaba la unión de uno de sus miembros con una mujer de clase social inferior.

—Tal vez sería mejor… para mí no… casarme nunca —dijo Caterina en voz baja.

—Pensé en esa posibilidad. Pero afortunadamente eres muy bella y el marqués, un noble de sangre azul, miembro de una de las familias más antiguas de Venecia, me ha pedido tu mano.

—Él es… viejo… muy viejo —dijo Caterina horrorizada.

—Reconozco que el marqués no es un jovencito —repuso el dux—, pero debes recordar lo que dijo una inglesa, Lady Mary Worth Montagu, cuando nos visitó:

«No hay gente vieja en este país, ni en vestuario, ni en galantería».

El dux sonrió, pero como Caterina permaneció callada, siguió diciendo:

—El marqués ha estado casado dos veces, pero ninguna de sus mujeres le dio un heredero que continuara su estirpe y heredara su título, su riqueza y las grandes propiedades que tiene fuera de Venecia. Eres una chica muy afortunada, Caterina, porque él está dispuesto a olvidar que tu padre se casó con una mujer que no era de su clase, y a pasar por alto que tu madre era una plebeya, para convertirte en su esposa.

—No puedo… casarme con él…, abuelito —dijo Caterina.

Estas palabras fueron dichas con una voz que era apenas poco más que un susurro, pero el dux las oyó.

—Ya te he explicado las cosas —dijo él con severidad—. Eres una chica afortunada, repito. Te casarás con el marqués y debes sentirte agradecida de que, gracias a mi posición, yo haya podido arreglar una unión tan ventajosa. La fiesta de vuestro compromiso matrimonial, tendrá lugar esta noche.

El dux se levantó de la mesa al decir eso.

—Pero, abuelo… por favor, escúchame —suplicó Caterina.

El dux no dio señales de haberla oído. Salió del salón con la dignidad característica de su alta posición y Caterina se quedó sol, mirando hacia la puerta, que cerraba un lacayo.

Levantó las manos y se cubrió el rostro, en un gesto de absoluta desolación.

Después de salir del salón, el dux caminó hacia donde lo esperaba su séquito.

Se puso su túnica bordada de oro y plata con el emblema propio de su rango. En la cabeza llevaba la corona puntiaguda, el precioso como de oro.

Durante la época de carnaval y en todas las ocasiones solemnes a las que asistía, el dux iba siempre precedido por cortesanos con velas encendidas, músicos que tocaban trompetas de plata y por los ocho estandartes de brillantes colores, con las armas de Venecia.

Se sentó en su silla cubierta de tela tejida con hilos de oro. El dosel de ceremonia fue colocado por encima de su cabeza y un grupo de oficiales del ejército, de espléndidos uniformes y espada envainada, inició la procesión a través de los amplios corredores del palacio, en dirección a la Sala Mayor del Consejo.

Caterina permaneció sentada largo rato, en actitud de profundo abatimiento, en el salón donde había hablado con su abuelo. Luego, subió a buscar a Ancilla, la esposa de su tío Francesco, que era a quien más quería de su familia veneciana.

Ancilla Manin era una mujer muy alegre y muy atractiva. Era mucho más joven que su esposo y, por lo tanto, Caterina tenía más confianza con ella que con cualquiera de sus otras tías.

Acostada en la lujosa cama de amplios cortinajes, Ancilla estaba muy hermosa entre los cojines de seda.

Tenía las facciones delicadas, el cutis inmaculado, y la esbelta elegancia características de las damas venecianas. Como ellas, y a diferencia de sus contemporáneas francesas, era muy escrupulosa en su aseo personal.

A todas la venecianas les gustaba darse baños con agua perfumada con almizcle, mirra y menta.

Ancilla usaba numerosas cremas para suavizar sus pequeñas y blancas manos y por las noches se ponía una mascarilla embellecedora.

Acababa de terminar de tomar su chocolate y cuando una de sus doncellas le anunció la llegada de Caterina, extendió al ver a ésta una de sus manos llena de anillos.

—Eres muy madrugadora, Caterina —dijo—, pero estoy encantada de verte.

—Quiero hablar contigo, tía Ancilla.

Caterina miró, al decir esto, a las tres doncellas que estaban arreglando el cuarto y poniendo en orden los numerosos accesorios de belleza que había sobre el tocador, o bien obedeciendo las órdenes de su ama, que se sucedían una tras otra.

—¿Es secreto lo que tienes que decirme? —preguntó Ancilla.

—Sí —contestó Caterina—. Por favor, concédeme unos minutos.

—Por supuesto, querida niña —contestó Ancilla.

Despidió a las doncellas y les dijo:

—No tengo prisa, en realidad, y estoy un poco cansada, regresé a casa casi al amanecer.

—¿Qué estabas haciendo tan tarde? —preguntó Caterina.

Una ligera sonrisa asomó a los rojos labios de su tía.

—Yo también tengo mis secretos, Caterina —dijo—, pero la noche de ayer en la laguna fue muy romántica.

Caterina estuvo segura de ello. Sabía que muchas de las damas venecianas salían por la noche a pasear en góndola después de haber asistido a los bailes, a los conciertos o al teatro y a las demás diversiones del carnaval.

En los pequeños cubículos cubiertos de las góndolas nadie veía a sus ocupantes y ¿quién podía saber lo que sucedía cuando una estaba lejos, en medio de la laguna?

¿Qué querías decirme? —preguntó Ancilla—. ¿Será que te has enamorado?

—No, no es eso —se apresuró a contestar Caterina—, pero mi abuelo acaba de decirme que tengo que casarme con el marqués de Soranzo.

—¡Ah, entonces papá logró convencerlo! —exclamó Ancilla uniendo las manos—. ¡Qué espléndido, qué maravilloso para ti, Caterina! No creí que fuera posible, pero si se ha arreglado, te felicito. Eres una muchacha muy afortunada.

—Pero he hablado con él una sola vez —dijo Caterina—, y es… muy viejo. Ancilla se encogió de hombros.

—¿Qué importa eso?

—Pero yo… no lo amo. ¿Cómo podría amar a alguien que es mucho mayor que yo?

—¿Amar a tu esposo?

Ancilla levantó sus lindas manos en un gesto de aparente horror.

—¿Cómo puedes ser tan burguesa para imaginar tal cosa? Mi querida niña, creo que tengo que explicarte que el matrimonio en Venecia es sólo una formalidad. Es algo que un hombre realiza sólo porque desea que su nombre y sus propiedades pasen a sus hijos.

—Pero papá y mamá se amaban —murmuró Caterina.

—¡Y qué terrible lío hizo de su vida tu pobre padre, según he oído decir! Por supuesto, nunca lo conocí, pero Francesco me ha dicho con frecuencia que escandalizó a todo el mundo cuando se casó con tu madre y, al hacerlo, renunció a su familia y herencia.

Miró a Caterina y dijo:

—Pero, no hablemos de eso ahora. Ya está olvidado. ¡Debes sentirte feliz, muy feliz, de casarte con alguien tan importante! Y desde luego, una vez que seas ya una mujer casada, te podemos escoger un cicisbeo (amante).

Caterina miró a su tía con expresión de sorpresa y Ancilla continuó:

—Te habrás dado cuenta, aunque llevas tan poco tiempo aquí, que toda dama en Venecia, de hecho, toda mujer, tiene un cavaliere servente, o cicisbeo.

Sabrás, por ejemplo, que Paolo es el mío, ¿no?

—Yo me preguntaba por qué él estaba siempre contigo —dijo Caterina un poco desconcertada.

—No existe diferencia si una es una dama de la nobleza, como yo, o la esposa de un rico burgués. Toda dama importante tiene un cicisbeo.

—¿Y a mi tío Francesco no le importa eso?

—¡Por supuesto que no! Consideraría el colmo de la vulgaridad que lo vieran acompañándome, diciéndome cumplidos, paseándose a mi lado en la Piazza, o murmurando dulces frases de amor a mi oído.

Ancilla rió brevemente.

—En realidad, Francesco está enamorado de Madame de Caget. Aunque dudo mucho que su relación dure mucho tiempo.

—¿Y al signor Paolo… tú lo amas? —preguntó Caterina.

Ancilla rió de nuevo con cierta afectación.

Vamos, Caterina, no debes hacerme preguntas tan embarazosas —dijo—.

Paolo es como mi segundo yo. No hay nada que él no sea capaz de hacer por mí, desde atarme una cinta, ceñirme el talle o ponerme una liga.

Suspiró con placer antes de continuar:

—Pero él es un cavaliere…, y ningún marido, ni siquiera Francesco, se permitiría ser tan tonto para mostrarse celoso de un cicisbeo.

Caterina la miró preocupada, con profunda expresión de desdicha.

—¿Y si yo… me casara tendría entonces que… encontrar a alguien que me prestara tales atenciones?

—Habrá muchos caballeros entre los que podrás escoger —contestó Ancilla, y te aseguro que una vez que seas la esposa del marqués, encontrarás que la vida es más alegre y divertida.

Levantó las dos manos en un gesto expresivo.

—Es un hombre muy rico, Caterina. Puede darte las joyas más fabulosas, los vestidos más elegantes. Te dejará hacer lo que quieras. Nunca olvides el viejo dicho: «No hay tonto más tonto, que un viejo tonto».

Caterina no contestó y Ancilla le preguntó entonces:

—¿Es tu fiesta de compromiso esta misma noche?

—Sí —contestó Caterina en voz baja.

—Entonces debemos buscarte un vestido nuevo. Debes saber que cuando la hija de un noble se compromete en matrimonio, el dux coloca en su cuello un exquisito collar de perlas que ella debe usar durante un año, después de su matrimonio.

Ancilla se detuvo, esperando la reacción de Caterina, pero ésta no se produjo.

—El collar —continuó diciendo—, deberá ser un regalo de los padres de ella, pero en tu caso te lo dará tu abuelo.

Caterina murmuró una frase de gratitud y su tía añadió:

—Tu prometido te dará un anillo llamado ricordino y te pondrá la corona nupcial.

—¿Qué es eso?

—No llevarás cubierto el rostro con un velo como en la ceremonia del matrimonio; pero esta noche, en cambio, lucirás una enorme diadema, en forma de guirnalda de flores, hecha con brillantes y perlas.

Los ojos de Ancilla se llenaron de envidia al añadir:

—¡Cómo quisiera que me permitieras usarlas! ¡Es parte del tesoro de los dux! Los brillantes son enormes y las perlas tan grandes como huevos de paloma. Cuando terminó de hablar, Ancilla hizo sonar una campanita de oro que había junto a la cama y sus doncellas entraron rápidamente en la habitación.

—Quiero a la modista, al peluquero, a la sombrerera, al fabricante de guantes y al vendedor de abanicos. Díganles a todos que vengan inmediatamente.

Las doncellas hicieron una reverencia y salieron corriendo a cumplir órdenes.

Vamos a gastar mucho dinero, pequeña Caterina —dijo su tía con visible alegría—, y cuando Paolo llegue, lo que ocurrirá en cualquier momento, él nos aconsejará. Tiene un gusto exquisito y esta noche, en la fiesta de tu compromiso, debes deslumbrar a todos con tu belleza y, desde luego, con tus joyas.

Caterina se sintió, durante el resto del día, sin voluntad propia; se había convertido en un títere al que debían vestir, adornar y cubrir de joyas, para complacer a quienes manejaban los hilos.

Era evidente que el señor Paolo, el cicisbeo de su tía, estaba encantado de ofrecerles su consejo, pero a Caterina no le simpatizó.

Había algo casi femenino en él. ¿Cómo podía un hombre prestar tanta atención al sitio exacto donde una dama debía pintarse un lunar en la barbilla, o pasar casi una hora seleccionando abanicos pintados y adornos de encaje para el trousseau de ella?

Al mismo tiempo, el señor Paolo estaba siempre dispuesto a satisfacer el más pequeño capricho de Ancilla. Aprovechaba cuanta oportunidad se le prestaba para prodigarle cumplidos y levantar su blanca mano para llevársela a los labios.

«¿Cómo podría ser realmente feliz —se preguntó Caterina a sí misma— con un hombre cuya única función en la vida es decir cumplidos y hablar de trivialidades?».

De pronto pensó en el marqués y se lo imaginó en el Collegio, comunicando a sus miembros los temores del señor Pitt sobre el equilibrio del poder en Europa, sólo para encontrarse, como Francesco había predicho, sordos a sus advertencias e indiferentes a sus ruegos.

Esa misma noche, el marqués comprendería que había fracasado en su misión y se prepararía para volver a Londres.

Al pensar en Inglaterra, el país que había dejado atrás y donde había vivido tan feliz durante casi dieciocho años, olvidó las conversaciones y la excitación que la rodeaban.

Se olvidó del vestido que le estaba probando la modista y sus ayudantes, del peluquero, que le retorcía y rizaba el rubio cabello de reflejos rojizos, de las exclamaciones de su tía, quien la incitaba a admirar la corona nupcial que había sido llevada a su alcoba para que la viera.

La corona era, en realidad, una pieza magnífica de joyería. Con la luz del sol, que penetraba por las ventanas, los brillantes lanzaban relucientes destellos y las perlas se veían tan tenues como la débil neblina que pendía sobre la laguna.

Pero cuando la miró, Caterina sólo pudo ver el rostro viejo y arrugado del marqués.

Era él un hombrecillo pequeño, sumamente pequeño en comparación con los ingleses de elevada estatura con los que estaba acostumbrada a tratar.

Se había mostrado muy atento con ella durante la cena que había dado su abuelo y en esos momentos a ella le pareció que era muy bondadoso por su parte pasar tanto tiempo conversando con una jovencita con la que no podía tener nada en común.

Imaginó que, debido a su avanzada edad, podría contarle cosas interesantes sobre la historia de Venecia.

Pero, en cambio, se había concretado a relatar los últimos chismes sobre gente que ella no conocía; eran simples nombres que no tenían ningún significado para ella…

Había reído de forma burlona al hablarle de la conducta escandalosa de la esposa de uno de los miembros del Concilio de los Diez, y se mostró muy perverso al referirse a un hombre que se había enemistado con él.

La hora que pasó en su compañía no fue grata en absoluto para Caterina. Después de la cena, se las ingenió para no hablar de nuevo con él, aunque se dio cuenta de que la buscaba y sospechó que quería continuar la conversación.

¡Y ahora iba a casarse con él!

No podía ser cierto, se dijo. Sin embargo, después de haber pasado tres semanas en Venecia, había comprendido que el matrimonio era absolutamente necesario para una muchacha joven.

Era el deber de todo padre y madre de familia encontrar un partido aceptable para sus vástagos, especialmente para sus hijas.

Educar a una hija no causaba problema alguno. Las muchachas salían del convento que les servía de escuela para casarse, y como no había ningún tipo de afecto o de amor en la unión, casi tan pronto como terminaba la ceremonia podían lanzarse hacia el torbellino de la vida social.

Pero, sin casarse, una mujer era un estorbo, una molestia, una demostración de fracaso para los padres.

Caterina comprendió que la fiesta en la que se anunciaban los esponsales era aún más emocionante que estos mismos.

La ceremonia nupcial, en sí, no era particularmente impresionante, aunque en su caso, como se iba a casar en el palacio del dux, tendría una boda más formal y un poco más grandiosa que los demás matrimonios que se celebraban en Venecia.

—Quizá esta misma noche podrás escoger tu cicisbeo —estaba diciendo Ancilla—. Toda Venecia se habrá enterado ya de tu matrimonio y los hombres más elegantes y más interesantes vendrán a la fiesta para admirarte.

—No hay la menor duda al respecto —reconoció Ancilla—. Tu vestido es sensacional, Caterina, y cuando te miro no puedo imaginarme cómo yo, que soy auténtica veneciana, no tengo el cabello de tu color, sino negro.

—¡Tan negro y tan bello como el ala de un cuervo! —exclamó Paolo.

Caterina esperaba que su tía se riera de él, por la forma dramática en que había hablado, pero Ancilla simplemente agitó las pestañas y lo miró embelesada. «¿Cómo podría yo actuar de esa manera, día tras día?», se preguntó Caterina. «Para empezar, detestaría a un hombre que esperara que yo respondiera a tales banalidades».

Se sintió de pronto asqueada de toda aquella farsa, de su tía y su cicisbeo, de los lacayos que ayudaban a traer los adornos, del viejo marqués que la esperaba, y de los jóvenes venecianos que iban a presentarle esa noche y que tratarían de atraer su atención.

«¡Los detesto y detesto este matrimonio!», se dijo con desesperación.

Al fin logró escapar de aquel torbellino de actividad y se deslizó en busca de algún sitio donde pudiera estar sola.

Ello resultaba difícil en el palacio del dux, donde todas las habitaciones parecían estar ocupadas por la gente que vivía en él, por quienes trataban de tener audiencia con el dux o por miembros de su séquito.

Instintivamente, tratando de encontrar un poco de paz y la oportunidad de ordenar sus pensamientos, se dirigió a la biblioteca.

Decorada de forma magnífica, no era tan grande como la Librería Vecchia, que quedaba al otro lado de la Piazza, pero aún así era muy impresionante.

Caterina ya la había visto y se proponía, en cuanto tuviera tiempo, ir de nuevo a buscar los libros que deseaba leer.

No se equivocó al pensar que, salvo un viejo bibliotecario que dormitaba en un rincón, no encontraría a nadie allí. Se sentía el inevitable olor a polvo, a cuero y a viejo, característico de las bibliotecas que han acumulado libros durante siglos.

Caterina observó toda una pared, contemplando los volúmenes, lujosamente encuadernados.

«¡Tanto para aprender! ¡Tanta riqueza histórica…!», pensó, «y sin embargo, no significaba nada para los venecianos. Todo lo que quieren es placer y divertirse».

Lanzó un pequeño suspiro.

«Con razón», se dijo a sí misma, «han perdido toda su grandeza. ¡Han dejado de ser la potencia marítima que eran! ¡Se ha vuelto más importante decidir dónde debe pintarse una mujer un lunar, que gobernar el mundo!».

Su expresión se tornó despreciativa.

«¡Merecen ser derrotados!», se dijo.

Entonces se encontró pensando en los narcisos que formaban una alfombra dorada alrededor de la casa de campo del marqués, y los que brillaban como trompetas doradas bajo los arbustos en el Parque de St. James.

Los patos que Carlos II introdujo allí debían estar nadando sobre el agua plateada y, en la distancia, se verían las torres y los techos de Whitehall. Todo ello inspiraba un sentimiento de seguridad que era muy inglés y muy poco veneciano.

Caterina lanzó un sollozo ahogado.

«¡Oh, papá! ¿Por qué tuviste que morir y dejarme sola?», murmuró. «¿Cómo puedo vivir aquí el resto de mi vida, con un viejo que sólo desea que yo le dé un hijo y me divirtiera con un cicisbeo que me colmara de halagos tontos y absurdos?».

Sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos y se inclinó contra una estantería, para sentir el contacto del suave cuero contra su mejilla.

«¿Qué puedo hacer?», se preguntó. «¿Qué puedo hacer?».

Como si esperara encontrar una respuesta a su pregunta, sacó un libro del anaquel.

Lo abrió y descubrió que estaba escrito en francés. Entonces, una frase pareció saltar del texto: una frase que podía traducir fácilmente y que parecía ser la respuesta a su pregunta:

«¡Sólo un cobarde aceptaría lo insoportable como si fuera inevitable!».

Caterina leyó aquellas palabras muchas veces. Luego, cerró el libro y volvió a colocarlo en el anaquel.

—Gracias —dijo con suavidad y se volvió para salir de la biblioteca.