Capítulo 7

-Estamos entrando en la bahía —dijo el marqués, que se encontraba de pie frente a la claraboya.

Caterina sintió un pequeño estremecimiento de miedo.

Le había sido muy difícil tratar de ocultarle todo el día al marqués cuánto temía que llegara el momento en que arribaran a su destino y tuvieran que abandonar el yate.

Pensó ahora, recorriendo el camarote con la mirada, que, a pesar de la presencia continua de un soldado, aquél había sido un verdadero refugio de paz, muy distinto a los horrores de una prisión en el barco pirata.

Sabía que el marqués no había exagerado cuando le describió las condiciones en que debía encontrarse su tripulación.

El marqués la había salvado valiéndose de su ingenio. Pero ahora llegaba el momento en que tendría que enfrentarse a sus raptores.

Todas las historias que había oído sobre los Bagnos, las prisiones de los piratas bárbaros, acudieron a su memoria y sintió deseos de gritar.

Pero decidió que debía tener valor. No resistiría que el marqués la mirara con desprecio si su conducta llegaba a recordarle que él no la había llevado en aquel viaje por su propia voluntad.

Ninguno de los dos durmió mucho durante toda la noche. Por la mañana, Caterina se retiró al cuarto de baño para lavarse y cuando entró de nuevo en el camarote vio que el marqués se había cambiado de ropa.

Se había anudado una corbata blanca tan bien como lo hubiera hecho Hedley y llevaba puesta una camisa de lino del mismo color, bordada con su monograma y otra chaqueta.

Parecía, pensó Caterina, que se dispusiera a ir a la calle St. James a reunirse con sus amigos, antes de ir con ellos al club.

Ella en cambio, tenía el vestido, y todos los encajes que lo adornaban, llenos de arrugas.

De cualquier modo, se alegraba de que el vestido de Odette le quedara un poco grande, pues le ayudaba a disimular las perlas que llevaba escondidas en el talle.

—Esta mañana —dijo el marqués—, quiero anotar los nombres y demás datos de todos los hombres que forman mi tripulación, de modo que cuando se pague el rescate por ellos no resulte difícil ponerles en libertad.

Se sentó ante el escritorio.

—El problema es —continuó—, que existe una gran escasez de hombres hábiles en la flota bárbara, según he oído decir, por lo que pueden ofrecerles atractivos sueldos, o tal vez emplear la fuerza, para lograr retener a un marinero que sepa hacer velas, o a uno que tenga experiencia en la construcción de barcos.

Hizo la lista y después se la entregó a Caterina con un gesto indiferente.

—¿Tendrías la bondad de guardármela? —le preguntó.

El marqués se levantó y Caterina comprendió que deseaba que escondiera la lista entre las otras cosas de valor que llevaba con ella.

Después se dedicaron a jugar al ajedrez y a las cartas, naipes, tratando de no pensar en lo que les esperaba.

Con frecuencia se produjeron pausas más prolongadas de lo necesario, cuando el marqués estaba moviendo un peón, o Caterina parecía titubear sobre una carta, mientras se preguntaba qué pasaría cuando llegaran a Túnez.

Cuando se acercaban al puerto ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para no correr al lado del marqués y pedirle que la oprimiera entre sus brazos.

La asaltó el repentino temor de que pudieran separarles. El había dicho que ella era su esposa; pero ¿le creerían?

Estaba muy pálida cuando el marqués se apartó de la claraboya y le cogió la mano.

—Eres muy valerosa, Caterina —dijo él en voz baja llevándose la mano de ella a los labios.

«Está siendo bondadoso, es todo», se dijo Caterina, pero un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando los labios de él tocaron su piel.

Se escuchó un cañonazo, al que siguió otro y el ruido repetido de los disparos de mosquete.

—¿Qué… sucede? —preguntó Caterina asustada.

—No te preocupes —contestó el marqués—. Es común que cuando los piratas traen a casa un botín, lo anuncien con disparos al entrar en la bahía.

Los disparos cesaron. Se escucharon ahora voces que gritaban órdenes, el sonido de las velas al ser arriadas y, finalmente, el del yate cuando lo ataron al muelle.

Ni el marqués ni Caterina dijeron una sola palabra. Parecía como si ya no tuvieran nada que decirse. Se limitaron a esperar, preguntándose qué sucedería.

Durante bastante rato permanecieron en el camarote con el guardián, que había sido cambiado varias veces durante el día.

Escucharon voces procedentes de cubierta y luego se abrió la puerta del camarote y entró el jenízaro.

—He venido para llevarles a tierra firme —le dijo al marqués en francés.

—Estamos listos —contestó el marqués.

En ese momento hubo una interrupción. El capitán bajó la escalerilla a todo correr y entró en el camarote, empujando al jenízaro.

—¡No bajarán hasta que no vea si ha robado algo de lo que ya es mío! —gritó con voz chillona—. Vacíe sus bolsillos y quítese la chaqueta.

El marqués sólo titubeó un momento. Con lentitud y orgullosa deliberación, se quitó su bien cortada chaqueta azul y se la entregó al capitán.

El hombre la revisó, introduciendo sus sucios dedos en los bolsillos, y después la arrojó sobre la cama.

Miró al marqués y comprendió que no tenía más bolsillos, pues llevaba puestos los ajustados pantalones que se acababan de poner de moda entre los aristócratas de St. James.

—¿Satisfecho? —preguntó el jenízaro en tono burlón.

—Uno no puede confiar en estos perros cristianos —contestó el capitán.

—Él confesó que era un hombre rico —le recordó el jenízaro.

—Está bien —contestó el capitán—, ya puedes llevártelos.

El marqués extendió la mano para tomar la chaqueta que había dejado sobre la cama.

—Váyase como está —rugió el capitán y al mismo tiempo, le quitó a Caterina la capa que se había colocado sobre el brazo.

Caterina no s había puesto la capa porque hacía mucho calor, pero cuando el capitán se la quitó, lamentó mucho no haberlo hecho.

Pero no serviría de nada discutir. El jenízaro hizo un gesto con la mano y ella y el marqués le precedieron por el pasillo.

El marqués le había dicho a Caterina que todo lo que el yate contenía, a excepción de lo que había en el camarote principal, se acostumbraba a poner alrededor del mástil para dividirse entre la tripulación, pero ella nunca esperó ver aquel abigarrado y enorme cúmulo de cosas.

Vio los vestidos de Odette, los muebles y cojines del salón, los colchones y mantas de los camarotes; los cuadros, las fuentes, las hamacas, las cacerolas y las ollas que usaba la tripulación.

Pero sólo dedicó a aquello una breve mirada. Después, volvió la vista hacia la bahía donde se veía una gran profusión de embarcaciones ancladas, balanceándose con suavidad.

Un bote se dirigía hacia tierra firme impulsado por remeros. Reconoció a los hombres que iban en él.

Permanecían de pie, sosteniéndose unos a otros para no caer al agua, y todos iban desnudos hasta la cintura.

El marqués los vio también y era evidente, a juzgar por sus apretados labios y su tensa mandíbula, que se sentía muy afectado por el espectáculo.

Pero no había nada que pudieran hacer, excepto caminar por el muelle, con el jenízaro detrás y un soldado a cada lado.

Recorrieron un trecho hasta llegar a un sitio que Caterina reconoció inmediatamente como el Bagno.

Dos soldados guardaban una doble puerta abierta de enormes clavos de bronce, situada en el centro de un elevado muro de piedra. Dentro había un patio de forma ovalada rodeado de establos.

Había también muchas mesas en las que se sentaban soldados y marineros fumando, y bebiendo vino al parecer.

El marqués había dicho que los musulmanes no tocaban el alcohol, pero ella recordó que los soldados y marinos debían ser de muy diferentes nacionalidades y religiones.

Al final del patio, frente a la puerta principal, se erguía un gran edificio. Sin duda, pensó, se trataba de la prisión.

Para llegar a ella tuvieron que abrirse paso entre las mesas de los bebedores, y al pasar vieron a varios esclavos semidesnudos que reparaban las piedras del piso, y a algunos mercaderes ricamente vestidos.

Todos miraron hacia ella. Algunos con aire calculador, otros, con expresión lujuriosa y algunos más con frases y risas burlonas. Aunque no entendía lo que decían, estaba segura de que hablaban de ella en términos obscenos.

Levantó la barbilla con altivez y miró al frente, aunque hubiera querido apoyarse en el marqués y buscar su protección.

Las ventanas de la prisión estaban cubiertas por barrotes. Se entraba en ella por tres puertas y el jenízaro les condujo hacia la de la izquierda.

Pasaron por una puertecilla estrecha y se encontraron en un lugar oscuro, alumbrado tan sólo por la luz de una lámpara que colgaba de un techo bajo. Podía respirarse el tiempo, la humedad, el temor.

Descendieron una docena de escalones de piedra hacia un callejón largo de piso de baldosas, que tenía calabozos a ambos lados.

Un hombre sucio y rudo, que llevaba enormes llaves colgando de un cinturón, obedeció una orden que el jenízaro le dio en árabe y abrió la primera puerta del pasillo.

—Pasarán aquí esta noche —dijo el jenízaro. Su voz se escuchaba fuerte en el silencioso lugar y retumbaba amenazante por las paredes de piedra—. Mañana serán conducidos ante el bey. Ahí explicarán cuál es su posición y él fijará el precio del rescate.

—Comprendo —dijo el marqués con voz serena—. Y quiero agradecerle su bondad, monsieur, ya que me doy cuenta de que nuestro viaje hasta aquí habría sido mucho más incómodo sin su ayuda.

—Espero que su rescate se gestione con rapidez, milord —dijo el jenízaro cortésmente y después se volvió y se marchó.

Caterina y el marqués escucharon el ruido de la llave al dar vuelta en la cerradura.

A la luz de una linterna vieron un jergón de madera al lado de una pared. La celda no tenía ventanas, y Caterina comprendió que la vela de la linterna no duraría mucho tiempo.

Se sentó en el borde del jergón muy asustada. El marqués se acercó a la puerta, asomando la cara por la rejilla hasta que oyó los pasos del carcelero que volvía.

Caterina oía el rumor que hacían las llaves que pendían de la cintura del hombre.

—¿Habla francés? —preguntó el marqués.

—¿De qué quiere hablar? —contestó malhumorado el carcelero en ese idioma.

—El dinero es siempre un tema interesante.

—¿Le han dejado algo? —preguntó el carcelero.

—Lo suficiente para pagarle cualquier favor que me haga —contestó el marqués—. ¿Puede traerme a uno de los padres Redencionistas que, según tengo entendido, ayudan a los prisioneros?

—¿Qué me dará si se lo traigo ahora mismo? —preguntó el hombre.

—Un brillante —contestó el marqués.

—¿Dice la verdad?

—Digo la verdad.

—Entonces traeré al padre —dijo el carcelero—, pero si me engaña, se arrepentirá.

—Recibirá el pago —dijo el marqués.

Se quedó escuchando hasta que oyó al hombre subiendo los escalones de piedra. Entonces se volvió y extendió la mano hacia Caterina.

—Dame tu broche, por favor.

Ella lo sacó del talle de su vestido y se lo entregó. Estaba caliente por haber estado tanto tiempo pegado a su piel.

El marqués lo miró y dijo:

—Tal vez sería más fácil desprender una piedra del brazalete. Puedo sacarla con el alfiler del broche.

Caterina le entregó el brazalete.

—¿Quiénes son los padres Redencionistas? —preguntó.

—Pertenecen a una orden católica que se estableció en la Edad Media para arreglar rescates —contestó el marqués—. Son las únicas personas en las que podemos confiar en este lugar.

—¿Y nos… ayudarán?

—Estoy seguro de que sí.

Mientras hablaba, el marqués logró, con cierta dificultad, desprender uno de los brillantes más pequeños del brazalete. Después le devolvió éste y el broche a Caterina.

—¿Quieres darme la lista, por favor? —dijo el marqués—. Menos mal que no me guardé el papel en mi chaqueta.

Caterina miró su delgada camisa de lino, al entregarle el papel.

—Va a tener frío —dijo preocupado.

—Creo que el frío será la menor de nuestras preocupaciones —contestó el marqués seco.

Caterina acababa de deslizar nuevamente las joyas en el canesú de su vestido, cuando escucharon voces y pasos. La puerta de la celda se abrió y un hombre alto, vestido con una túnica de monje, entró en la celda.

—Le he traído al padre —le dijo el carcelero al marqués en tono significativo.

El marqués le puso el pequeño diamante en la mano. Él lo miró y sus ojos brillaron de codicia a la luz de la linterna.

—¿Es usted uno de los padres Redencionistas? —preguntó el marqués en francés.

—Así es —contestó el sacerdote en el mismo idioma.

—Es muy amable al venir, padre —dijo el marqués—. Tengo entendido que usted puede ayudarnos.

—Es la tarea que nos hemos propuesto los padres Redencionistas: ayudar a los prisioneros que están en poder de los infieles —contestó el sacerdote.

—¿Está el cónsul inglés en Túnez en estos momentos?

—Sí, pero se encuentra en prisión.

—¡En prisión!

—Los cónsules son obligados ahora a arrastrarse en presencia el bey, bajo una vara que colocan frente a ellos —explicó el padre Redencionista—. El cónsul inglés protestó y ha sido arrojado a un calabozo, hasta que se disculpe.

—¡Es increíble! —exclamó el marqués.

—Yo le ayudaré si me es posible —dijo el sacerdote con voz calmada.

—Soy el marqués de Melford. Soy un hombre muy rico y quiero hacer arreglos para mí, para mi esposa y mi tripulación. Aquí está la lista con sus nombres y ocupaciones.

—¿No hace mal en confesar que es rico? Eso hará que el precio del rescate sea mucho más elevado.

—Eso no me preocupa tanto como salir de aquí. ¿Es posible, padre, que alguien de su comunidad salga tan pronto como se fijen los rescates, para traer el dinero, ya sea de Malta o de Inglaterra?

El padre Redencionista pareció sorprendido.

—Malta queda mucho más cerca —dijo el sacerdote—. ¿Puede obtener el dinero allí?

—El Gran Prior es amigo personal mío. Él sabe que le devolveré cualquier suma que gaste en mi nombre.

—Entonces no será difícil rescatarlo. Sólo espero que sea igualmente fácil en el caso de su esposa.

Hubo un momento de silencio y después el marqués preguntó con voz inquieta:

—¿Qué quiere decir con eso?

Quiero decir —contestó el padre Redencionista con lentitud—, que el bey Hamuda se niega con frecuencia a permitir que las mujeres jóvenes y bonitas salgan de Túnez.

—¡No lo comprendo! —exclamó el marqués—. Yo tenía entendido que los musulmanes consideran sagradas a las mujeres y que cualquier hombre que mirara a alguna con lujuria sería castigado.

—Eso se aplica a la mayoría de los musulmanes —aceptó el sacerdote—, pero el bey es una ley en sí mismo y no es un musulmán sincero.

—¿Me quiere decir que sería capaz de quedarse con mi esposa? —preguntó el marqués y Caterina percibió el horror que se reflejaba en su voz.

—Esperemos que como Madame es una mujer casada, y puesto que está usted dispuesto a pagar un considerable rescate por ella, el bey no le interese.

Pero en lo que a las vírgenes se refiere, es una cosa muy diferente.

Hubo un repentino silencio.

—Dígame qué les sucede a las vírgenes —dijo el marqués.

—Bueno, como supongo que usted sabe, milord, sus hombres serán llevados mañana al mercado de esclavos, donde serán vendidos al mejor postor. Los prisioneros por los que se obtienen mejores precios son siempre los que dominan algún oficio y las mujeres jóvenes.

Se detuvo antes de añadir:

—Ellos esperan un enorme rescate por un noble como usted, un Caballero de Malta o una mujer muy bella y cuando se concluye el remate de cada víctima, el bey decide si conservará al cautivo, o cautiva, para él o si permitirá que el comprador que ofreció más se lo lleve.

El padre miró a Caterina y después desvió de nuevo la vista.

—De cualquier modo —dijo—, el bey es, por derecho, dueño de un prisionero de cada ocho. Naturalmente, selecciona lo mejor, como Su Señoría puede imaginar.

El marqués no hizo ningún comentario y el sacerdote continuó diciendo:

—Se examina a los prisioneros varones, semidesnudos generalmente, en el mercado, pero a las mujeres se las revisa de forma más íntima, a puerta cerrada. De nuevo miró a Caterina.

—Si las cautivas son vírgenes, el bey tiene preferencia sobre ellas y se envía a las demás a Constantinopla, donde el sultán las compra por una buena suma, especialmente a las más bellas.

—¡Es increíble! —exclamó el marqués—. ¿Cómo es posible que un comercio tan sucio y tan bárbaro se realice en nuestro mundo moderno?

—Eso es lo que nosotros nos preguntamos con frecuencia —dijo el padre con un suspiro—. Pero nada puede hacerse hasta que se domine la piratería y los barcos de los bárbaros dejen de ser una amenaza para el Mediterráneo.

Fue entonces cuando el marqués se dio cuenta de que una pequeña mano helada se había deslizado en la suya. Apretó los dedos en torno a los de ella y repuso después con voz tranquila:

—Padre, les suplico que nos case.

Los ojos del padre Redencionista eran bondadosos y había una débil sonrisa en sus labios cuando contestó:

—Sabía, milord, que usted comprendería la importancia de eso.

Al decir esas palabras, miró la mano izquierda de Caterina y ella comprendió que se había dado cuenta de que no llevaba anillo de boda.

—Estoy dispuesto a casarles —dijo el padre Redencionista—. Pero hay un problema.

—¿Cuál es? —preguntó el marqués.

—Puedo realizar un matrimonio válido sólo si uno de ustedes ha sido bautizado como católico.

Hubo un momento de silencio. Entonces, Caterina, que hablaba por primera vez desde que vio entrar al sacerdote, dijo en voz muy baja:

—Yo soy católica.

—En cuyo caso, estoy dispuesto a casarles —dijo el padre, extrayendo un misal de su túnica—. Como se trata de un matrimonio mixto, la ceremonia será muy breve. Pero necesitarán un anillo.

Caterina miró al marqués. Sus ojos le preguntaron en silencio si debía sacar el anillo, con el enorme brillante, que tenía oculto en el talle del vestido.

De forma casi imperceptible, él negó con la cabeza. Después de un momento de vacilación, Caterina levantó una mano y se desprendió una horquilla del cabello.

El marqués la retorció y formó con ella un pequeño círculo.

—¿Cuáles son sus nombres? —preguntó el padre.

—Ernest y Caterina —contestó el marqués.

—Arrodíllense, por favor.

Se arrodillaron frente al sacerdote. Después de decir una breve oración en latín, el padre Redencionista le preguntó al marqués:

—Ernest, ¿tomas a Caterina, aquí presente, como tu legítima esposa? —Sí, padre— contestó el marqués.

—Caterina, ¿tomas a Ernest, aquí presente, como tu legítimo esposo?

—Sí…, padre —repuso a su vez Caterina con suavidad.

Repitieron sus votos matrimoniales, siguiendo las indicaciones del sacerdote.

El sacerdote unió las manos de los dos y dijo en latín:

—Ego conjugo vos in matrimonium.

El marqués colocó el anillo hecho con una horquilla sobre el misal y el padre lo bendijo.

—Repita lo que voy a decir —murmuró y el marqués repitió con voz profunda:

—Con este anillo te desposo, con mi cuerpo te venero y con todos mis bienes mundanos te dono.

Deslizó el anillo en el dedo de Caterina. El sacerdote les bendijo haciendo la señal de la cruz sobre sus cabezas y dijo:

—Dominus Deus omnipotens benedicat vos.

Caterina y el marqués se pusieron de pie.

—Les deseo que sean muy felices —dijo el sacerdote con profunda sinceridad—. Rezaré por ustedes.

—Le estamos muy agradecidos, padre. ¿Le veremos mañana? —preguntó el marqués.

—Iré con usted al palacio del bey, milord —contestó el sacerdote—. Mientras tanto, veré cuál de mis hermanos está dispuesto a viajar inmediatamente hacia Malta en representación de usted. Y haré una lista con los nombres que me ha dado.

Fijó los ojos en el papel.

—Cuando estos hombres sean vendidos, me mantendré en contacto con sus compradores, de modo que al llegar el rescate podamos liberarlos.

—Le estoy infinitamente agradecido —contestó el marqués.

El padre llamó a la puerta de la celda y ésta se abrió inmediatamente.

Caterina comprendió que el carcelero había estado escuchando.

El sacerdote salió al pasillo, habló con el carcelero en árabe y se alejó en dirección a la salida.

El carcelero no cerró la puerta. Entró en la celda y le preguntó al marqués en voz baja:

—¿Usted es un hombre rico?

—Lo soy, como seguramente oyó —contestó el marqués.

—¿Puede pagarme por otros servicios que le preste?

—Le haré muy rico si nos ayuda a escapar —contestó el marqués.

El carcelero hizo un gesto expresivo con las manos.

—¡Es imposible! Demasiado difícil. Las puertas del Bagno se cierran con llave por la noche.

—¡Nada es imposible! —exclamó el marqués—. Usted debe tener amigos que también desean dinero. Si pudiera introducirnos furtivamente en un barco que nos llevara a Malta, su recompensa sería muy grande.

El hombre se quedó pensando en las palabras del marqués.

—Piense en eso —dijo el marqués al ver que el carcelero guardaba silencio—. Y recuerde: le digo la verdad. Le prometo que será rico… muy rico… el día que mi esposa y yo escapemos de aquí.

—Un carcelero es pobre, monsieur —dijo el hombre con voz quejumbrosa—. ¿No me recompensará un poco más por lo que ya he hecho por ustedes?

—Ya ha sido adecuadamente recompensado —contestó el marqués—. Ese brillante es de la mejor calidad. Pero puedo darle otros todavía mejores. Puedo hacer tu vida tan fácil que no tendría que trabajar nunca más… pero eso será cuando logremos salir de prisión.

—Lo que me pide es difícil, muy difícil —murmuró el carcelero.

Se escuchó la voz de alguien que gritaba y el carcelero salió a toda prisa de la celda, cerrando la puerta con llave.

—¡Ahmed! ¡Ahmed!

El grito se escuchó de nuevo y a continuación se oyó a Ahmed responder, mientras subía corriendo los escalones de piedra.

El marqués se volvió hacia Caterina. Todavía tenía cogida su mano, pues no se la había soltado desde que colocó el anillo en su dedo.

—Una boda extraña, Caterina —dijo él, con voz profunda.

—Tengo… miedo —contestó ella—, miedo de lo que… el padre nos dijo.

—Yo tengo miedo, también, por ti —dijo el marqués.

—Si el bey me aparta de… tu lado —murmuró ella, decidiéndose a tutearle, prefiero… morir.

—Lo sé —contestó el marqués rápidamente—, pero recemos para que no se interese por ti, como mujer casada que eres.

La rodeó con sus brazos.

—Seré todo lo delicado que pueda —le dijo con suavidad.

Caterina miró al marqués, y él observó los ojos azules de ella, como había hecho la última vez que la tuvo en sus brazos.

—No he olvidado lo dulces que son tus labios —dijo el marqués—. ¿Soy el primer hombre que te besa?

—El… único —contestó Caterina.

Ella había olvidado que estaban en la celda. Olvidó el terror de lo que le esperaba al día siguiente. Se sentía hechizada en los brazos de él.

El marqués la estrechó aún más muy lentamente, como si tuviera miedo de asustarla, buscó su boca.

Entonces, casi por instinto, sin pensar siquiera, Caterina se estrechó más contra él y, al sentir que los labios de ella temblaba bajo los suyos, el beso del marqués se volvió más exigente.

Una emoción indescriptible se apoderó de Caterina. Se sentía como flotando en una nube.

El mundo entero desapareció. Sólo existía el marqués, la maravilla de sus besos.

Todo lo que ella había soñado se convertía, de súbito, en una esplendorosa realidad.

Sentirse unida al marqués era una felicidad superior a cuanto imaginó. La invadió una emoción que era como una vela ardiente que corriera por sus venas. —Eres preciosa… preciosa.

La empezó a besar de nuevo, cada vez con más pasión.

Los labios del marqués recorrieron sus mejillas. Le besó los ojos, buscando después la suavidad de su cuello. Caterina tembló, presa de una sensación desconocida.

Cuando él la oprimió con fuerza sin permitirle apenas respirar, ella se entregó sin reservas.

De pronto, cuando todo el cuerpo de Caterina pulsaba como un instrumento musical en respuesta a los labios del marqués y al contacto de sus manos, se escuchó una violenta explosión que sacudió todo el edificio.

Fue tan ensordecedora y aterrorizante que la dejó sin aliento.

El ruido se repitió varias veces, destructor, violento, como un golpe mortal.

El marqués había levantado la cabeza, pero la estrechaba aún entre sus brazos.

—¿Qué fue… eso? —preguntó ella.

Una nueva explosión ahogó la respuesta del marqués. Nuevamente, el edificio se estremeció.

Estaban todavía abrazados y Caterina se aferraba al marqués con desesperación, cuando se escuchó el sonido de una llave en la cerradura y la puerta de la celda se abrió.

—¡Vengan, monsieur, vengan pronto! —exclamó el carcelero—. ¡Ésta es su oportunidad! Estamos siendo bombardeados y un cañonazo rompió el muro del Bagno.