Capítulo 6
El capitán alteró el curso del yate y por un momento pensó que el barco que parecía navegar hacia ellos continuaría avanzando hacia el norte. Pero después vio que también había cambiado de dirección.
Regresó al lado de Caterina.
—Baje a su camarote —le dijo en voz baja—, y saque del escondite todas sus joyas, menos la corona nupcial. Ocúltelas en su vestido.
El tono de su voz era autoritario y Caterina, sin hacer preguntas, bajó corriendo a hacer lo que le pedía.
Guardaba la llave de oro del escondite prendida a su vestido. La soltó, deslizó el panel de madera después de accionar el resorte que lo hacía moverse, y abrió la pequeña puerta con la llave.
Antes de guardarla, había envuelto la corona nupcial en uno de los transparentes camisones de Odette. Fue lo único adecuado que encontró en el camarote para protegerla y evitar que las perlas se desprendieran con el movimiento del barco, pues la tela no era lo bastante suave como para no dañar las frágiles flores de brillantes.
Las otras joyas, el broche, el anillo, el brazalete y las perlas, se encontraban junto a la corona. Las cogió a toda prisa y las deslizó bajo el canesú de su vestido.
Las joyas le lastimaban la piel, pero comprendía que el marqués no le habría pedido que las ocultara a menos que lo considerara importante.
Cerró el escondite de nuevo y subió a toda prisa a la cubierta.
Ahora era fácil ver que el bergantín que les perseguía llevaba una bandera holandesa.
En la cubierta algunos marineros parecían estar ajustando las velas y realizando tareas propias de la tripulación de un barco.
Pero Caterina se dio cuenta de que el marqués estaba tenso y de que el capitán no cesaba de mirar por el telescopio.
Cambiaron de dirección, tratando de adquirir mayor velocidad, pero el bergantín continuaba acercándose más y más y, cuando estaban ya a tiro de mosquete, la bandera holandesa desapareció.
Los mástiles y la popa fueron simultáneamente decorados con banderas de todos los colores, ricamente bordadas con medias lunas, estrellas, espadas cruzadas y otros símbolos.
Al mismo tiempo, surgieron numerosos soldados, todos armados de mosquetes, que apuntaron hacia la tripulación de «El Halcón del Mar».
El barco enemigo iba también armado con cañones de diversos tamaños.
Mientras los soldados se colocaban en sus posiciones, listos para disparar, Caterina escuchó un grito repentino:
—¡Meno pero, meno pero!
Sabía que aquello significaba: «¡Ríndanse, perros!», y que era el grito tradicional de los musulmanes cuando capturaban un barco.
No gritó, ni se movió. Se quedó de pie, al lado del marqués, sintiendo como si se hubiera paralizado. Lo que estaba sucediendo frente a sus ojos le parecía una aterradora pesadilla.
Entonces escuchó la voz del marqués que gritaba:
—Debemos rendirnos. ¡Qué nadie trate de resistirse! Todo está en nuestra contra y no tenemos la menor probabilidad de vencer. ¡Les juro que pagaré el rescate de todos!
Surgió un murmullo de gratitud entre los marineros, pero Caterina comprendió, por la expresión desesperada de sus rostros, que para ellos era una tortura levantar las manos por encima de las cabezas y no tratar siquiera de pelear.
Los marineros del otro barco, ataviados con turbantes y provistos de cimitarras, tenían ya listos los ganchos para el abordaje. Se inclinaron por encima de la borda y los sujetaron a la barandilla de «El Halcón del Mar» y un grupo de ellos saltaron al yate.
Destacaba entre ellos un hombre, a todas luces su cabecilla. Caterina supuso que era el agha de los jenízaros, que constituían la fuerza militar de los barcos musulmanes.
—Los jenízaros —le había explicado alguien durante su viaje desde Inglaterra—, son reclutados en Levante y generalmente hablan francés.
El marqués debió haber estado al tanto de esto, porque cuando el agha, vestido con un largo chaquetón y cubierto con un sombrero de plumas, cruzó la cubierta en dirección a él, le dijo en francés en tono autoritario:
—Somos ingleses, monsieur, y tengo entendido que mi país tiene un tratado con el suyo.
—El tratado —contestó el jenízaro en el mismo idioma—, se refiere sólo a los barcos mercantes. Si no me equivoco, éste es un yate privado.
—Está usted en lo cierto —contestó el marqués—. Pero, de cualquier manera, están infringiendo nuestros derechos de paso libre por el Mediterráneo.
—Ustedes no tienen derechos —replicó el jenízaro—, y deben considerarse desde este momento mis prisioneros.
Caterina lanzó un breve grito ahogado, pero el marqués dijo con voz tranquila:
—Soy un noble inglés. Soy el marqués de Melford y poseo una cuantiosa fortuna.
Una leve sonrisa apareció en los labios del jenízaro.
—Es raro en este negocio que alguien acepte ser rico.
—Digo la verdad —contestó el marqués—. Pagaré el rescate que usted me pida, no sólo por mí y por mi esposa, sino por mis hombres. Sólo quiero rogarle que les trate bien.
Como el jenízaro no contestó, el marqués añadió en voz muy baja, que sólo el hombre y Caterina pudieron escuchar:
—Hay un escondite en mi camarote, muy difícil de encontrar. Tengo ahí una fuerte suma de dinero y creo que si toma la mitad de ella para usted, antes que el capitán de ustedes suba a bordo, él no sospechará que usted lo ha hecho.
El jenízaro se quedó inmóvil, pero Caterina vio aparecer en sus ojos el brillo de la codicia. Después de una pausa, dijo:
—¿Por qué me ofrece eso, monsieur?
—Le pido a cambio, solamente, que mi esposa y yo viajemos en nuestro propio barco, adondequiera que nos lleven.
Los ojos del jenízaro se volvieron hacia Caterina. La miró un momento y después dijo al marqués:
—Es usted muy listo. Acepto, pero debemos darnos prisa.
El marqués se volvió hacia la escalerilla y el jenízaro le comunicó a otro soldado, aparentemente su segundo en el mando:
—Quiero ver los papeles de este prisionero. No permitas que los demás suban a bordo hasta que yo dé la orden.
Sin esperar respuesta, el jenízaro siguió al marqués y a Caterina, que bajaron la escalerilla en dirección al camarote del marqués.
Cuando los tres estuvieron dentro, el marqués cerró la puerta, y sacó la llavecita de oro de su bolsillo para abrir el escondite de la pared.
En el interior de éste había una gran cantidad de dinero. El jenízaro se llenó rápidamente los bolsillos de billetes y monedas de oro, pero dejó aún dentro una considerable cantidad de dinero.
—¡Cierre otra vez! —dijo el rufián con voz aguda—. Y cuando el capitán le pregunté dónde esconde el dinero, ofrezca alguna resistencia para revelarlo.
—Así lo haré —contestó el marqués—. Y tengo su palabra, monsieur, de que mi esposa y yo nos quedaremos a bordo de este barco hasta que toquemos puerto.
—Yo lo arreglaré —dijo el jenízaro—, pero estarán vigilados, desde luego. No puedo arriesgarme a perder tan valiosa presa.
Había una nota burlona en su voz. Entonces el hombre abrió la puerta del camarote y salió gritando:
—¡Es una buena presa! ¡Hemos sido afortunados! ¡Nos hemos apoderado de alguien importante! Dejen que los de la fe verdadera aborden el barco.
Caterina se volvió al marqués y habló por primera vez:
—¿Nos… harán daño? —preguntó en un murmullo.
—No creo que se atrevan a hacernos nada físicamente —contestó él—. Somos más valiosos para ellos vivos, pero una prisión musulmana no es un lugar muy agradable.
—¿Cuánto tiempo… tardarán en… rescatarnos?
Antes que el marqués pudiera contestarle, el ruido que producían los invasores apagó sus voces.
Una multitud de hombres de aspecto salvaje y grandes cuchillos a la cintura bajó corriendo la escalerilla. Tenían todos un aspecto tan feroz que instintivamente, Caterina se acercó más al marqués y se aferró a su brazo.
—No te asustes —le dijo él en tono tranquilizador, tuteándola por primera vez—. Los hombres no entrarán aquí. El camarote principal es siempre prerrogativa exclusiva del capitán.
Caterina vio que los piratas se precipitaban al interior de su camarote y salían cargados con los vestidos que habían pertenecido a Odette, las mesitas laterales, el colchón y las sábanas de la cama, las sillas y hasta las alfombras del piso.
En medio de estruendosos gritos de victoria, subieron todo a cubierta, y otros hombres se dirigieron al salón.
Mientras ella los observaban asombrada, apareció en la puerta un hombre que parecía ser el capitán de los piratas.
Entró en el camarote. Era más alto y corpulento y de aspecto aún más feroz que los demás.
—El jenízaro me dice que es usted un noble —le dijo al marqués con voz áspera.
Hablaba muy mal el francés, con un acento terrible.
—Así es —contestó el marqués.
—¿Y es usted rico?
—Lo soy.
—Entonces debemos obtener una buena suma por su rescate.
—Se pueden hacer arreglos para pagarlo —dijo el marqués, como si estuviera discutiendo el pago de alguna mercancía.
—¡Es cierto! —dijo el capitán—. El contenido de este camarote me pertenece, así como el dinero que usted traiga encima o que esté oculto aquí.
—Siempre he entendido —dijo el marqués—, que de acuerdo con el Corán una quinta parte pertenece Alá.
El capitán lo miró entornando los ojos.
—¡Eso es asunto mío! —gritó—. ¿Me va a mostrar dónde guarda todo lo de valor o tendré que torturarlo para obtenerlo?
—No hay necesidad de ello —dijo el marqués—, pero al mismo tiempo, no me gustaría que nadie fuera defraudado. Una parte del botín por ejemplo, debe entregarse para la conservación del puerto y otra, desde luego, al bey.
El capitán le dirigió una penetrante mirada y Caterina se dio cuenta de que le molestaba que un cristiano supiera tanto de las reglas que imperaban en aquel pillaje organizado.
Tratando de mantener su dignidad, gritó agresivo:
—¡Déme todas sus cosas de valor! Entrégueme su reloj, para empezar.
El marqués sacó el reloj y la leontina del bolsillo de su chaleco y se los entregó.
Al hacerlo dejó caer, accidentalmente en apariencia, aunque Caterina estaba segura de que lo había hecho a propósito, la llavecita de oro del escondite.
La llave cayó al piso del camarote.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán.
El marqués cogió la llave con lentitud.
—¡Muéstreme dónde está su dinero, perro! —rugió el pirata.
Sin replicar, el marqués se dirigió al muro, puso en movimiento el mecanismo secreto y abrió el escondite para que el capitán lo inspeccionara.
Como lo había hecho el jenízaro, el capitán se metió los billetes en el bolsillo, hasta que el escondite quedó vacío.
—Déme su billetera y el anillo que trae en el dedo —añadió.
Por un momento, Caterina temió que el capitán insistiera en registrar al marqués. Pero cuando los ojos de los dos hombres se encontraron, todo pareció indicar que se había impuesto la tranquila superioridad de Su Señoría.
El capitán miró a su alrededor.
—Todo esto me pertenece —dijo en voz alta.
El marqués no contestó y, como si hubiera calculado a la perfección el momento de reaparecer, el jenízaro entró en el camarote.
—Como este hombre y esta mujer son muy valiosos —le dijo al capitán—, he decidido que viajen aquí, y no en su barco, como es lo usual. Desde luego, dejaré soldados para vigilarles, con objeto de que no traten de escapar.
—Asegúrese de eso —dijo el capitán—. No hay casi nada de valor en este pequeño barco.
—¿No había mucho dinero? —preguntó el jenízaro, en un tono que expresaba indiferencia.
El capitán movió la cabeza.
—Muy poco —contestó—. Los hombres como éste llevan sólo órdenes bancarias, que para nosotros no tienen valor alguno.
—Así es —contestó el jenízaro.
Cuando el capitán se alejó, el jenízaro se volvió hacia el marqués.
—Llegaremos a Túnez mañana —dijo—. Mientras tanto, habrá un soldado de guardia y ustedes no se moverán de este camarote.
—¿Le dirá al guardia, por favor, que nos dejen usar el cuarto de baño? —dijo el marqués.
—¿El cuarto de baño? ¡Eso es nuevo para mí! —exclamó el jenízaro.
Atravesó el camarote y abrió la puerta del cuarto de baño. Lo miró un momento y se echó a reír.
—Los ingleses siempre han sido exagerados en eso de lavarse —exclamó—. ¡Eso le quita virilidad!
Salió del camarote lanzando burlonas carcajadas y regresó poco después con un soldado.
Le habló a éste en árabe y Caterina no pudo comprender lo que decía.
El soldado era un hombre de aspecto rudo. No pronunció una palabra, pero asintió con la cabeza para dar a entender que comprendía las órdenes recibidas. Cuando el jenízaro se marchó, miró al marqués y a Caterina con una expresión desagradable que le hizo sentirse temerosa.
Después, se sentó en el piso, junto a la puerta, y cruzó las piernas, sacando a continuación una larga pipa de la banda que llevaba en la cintura.
—Creo que no nos molestará —dijo el marqués con suavidad.
—¿Y va a quedarse ahí sentado todo el tiempo? —preguntó Caterina.
—Debemos considerarnos afortunados de que no nos hayan llevado a las bodegas del barco pirata. Amontonan a los prisioneros allí, casi desnudos, como si fueran animales. Muchos mueren de sed a causa del calor y casi siempre la viruela hace estragos entre ellos.
—¡Desnudos! —exclamó Caterina horrorizada—. ¿Es que los piratas les roban la ropa?
—¡Todo lo que poseen!, y casi siempre les pegan, por si han ocultado su dinero pagándoselo.
—¡Qué cosa tan bestial!
—Eso describe con exactitud a los piratas bárbaros —dijo el marqués con amargura—. Asesinan, roban, torturan y destruyen. Y en lugar de que las naciones del mundo, como Inglaterra, Holanda y Francia, se unan, pagan a estos bandidos en busca de protección y la iniquidad continúa.
—¿Es que nadie se les resiste?
—La Orden de San Juan los combate continuamente desde Malta. Pero aunque capturan barcos musulmanes y bombardean sus puertos, no son lo bastante fuertes como para vencerlos, debido a que combaten solos.
—Así que nadie acudirá a rescatarnos —murmuró Caterina con tristeza.
—Sólo el dinero puede conseguirlo —dijo el marqués con aire sombrío.
Se oían ruidos que denotaban actividad en la cubierta. Los hombres corrían de un lado a otro y un momento más tarde escucharon el ruido peculiar del viento al hinchar las velas y el barco empezó a moverse.
Caterina se sentó en la cama.
—¿Adónde van a llevarnos? —preguntó.
—A Túnez —contestó el marqués—, y ahí venderán a nuestra tripulación como esclavos.
—¿Como esclavos? —preguntó Caterina.
—Miles y miles de cristianos se encuentran en manos de estos bárbaros, en esas condiciones.
—¿Y qué sucederá con… usted… y… conmigo?
—Espero que las cosas sean mejores de lo que solían ser —contestó el marqués con lentitud y ella comprendió que estaba escogiendo las palabras con cuidado—. Actualmente hay cónsules de las diferentes naciones civilizadas en Argelia, Túnez y Trípoli, que son los principales lugares desde donde operan los piratas bárbaros.
—¿Tienen estos cónsules algún poder?
—Creo que muy poco. Oí a nuestro secretario de Relaciones Exteriores hablar sobre ello hace apenas un año. Se quejaba de lo difícil que era el trabajo de los cónsules en esas ciudades y cómo eran humillados por el bey o los pashas, que son casi siempre moros incultos cuyo único interés es sacarle dinero a los cristianos.
—¿Por medio de rescates? —preguntó Caterina.
—Y, desde luego, por la venta de sus barcos y de las cargas que llevan —contestó el marqués.
Caterina lanzó un profundo suspiro.
—Trata de no tener miedo. Sabes que te protegeré.
—Usted le dijo… al jenízaro que yo era… su esposa.
—Tuve mis razones para hacerlo.
Caterina esperaba que él le diera una explicación directa, pero el marqués le dijo en su lugar:
—Cuando un barco es capturado, a las mujeres, por lo general, se las trata bien. Los musulmanes tienen gran respeto por las mujeres y el hombre que insulta a una corre el riesgo de que le azoten en los pies hasta hacérselos sangrar. Como habrás notado, no te pidieron que les entregaras ningún objeto de valor que llevaras encima.
—Eso me asombró mucho. ¡Qué lástima que no me haya dado su dinero para que se lo guardara!
—Tendremos suficiente si no te quitan las joyas —contestó el marqués—. Recibí información reciente acerca de los piratas, pero no hice muchas preguntas respecto al tratamiento que les daban a las prisioneras. ¡Nunca se me ocurrió tener una mujer a bordo en una situación como ésta!
Caterina iba a preguntarle si no se le había ocurrido tal posibilidad cuando viajaban hacia Venecia con Odette.
Entonces pensó que debieron ser lo bastante listos como para mantenerse cerca de las costas de Francia y de Italia, donde no era muy fácil que encontraran un barco pirata. Sólo porque el viento los había desviado en esta ocasión de su ruta, se habían visto expuestos a este peligro.
—El jenízaro fue bondadoso —comentó, sintiéndose agradecida de estar en el yate todavía.
—Por fortuna era un hombre dispuesto a dejarse sobornar —contestó el marqués.
—Parece de una clase más elevada que los otros.
—Los jóvenes turcos están todos ansiosos por volverse jenízaros, según creo —dijo el marqués—. Eso le permite casarse con mujeres de la aristocracia musulmana. Tienen mucho poder y viven en casas cómodas, con numerosos esclavos cristianos.
—¿Con qué proporción del botín se quedan? —preguntó Caterina.
—Sólo con el uno y medio por ciento —contestó el marqués—. Por eso le ofrecí dinero. El cinco por ciento es para Alá; del resto, la mitad se entrega a los dueños del barco pirata, que deben darlo al estado, y la otra mitad a la tripulación.
—Y el camarote principal corresponde al capitán —añadió Caterina.
—¡Exactamente! La mayor parte del botín se divide con bastante equidad entre los tripulantes, alrededor del palo mayor, que es donde debe haber puesto todo lo que contenía tu camarote y el resto del barco.
Caterina suspiró.
—Por fortuna yo tenía muy poco.
El marqués no contestó. Estaba todavía de pie, pero se había acercado hacia una claraboya para ver el mar.
Hablaba con calma aparente, pero Caterina comprendió que estaba muy preocupado por lo sucedido. Y no habría sido humano si no se hubiera mostrado ansioso.
Con gran esfuerzo, estaba mucho más asustada de lo que se atrevía a confesar, Caterina dijo:
—Cómo vamos a estar encerrados en este camarote con nuestro guardián más de veinticuatro horas, ¿no tendrá por casualidad un paquete de cartas, para entretenernos?
—¿Cartas? —preguntó el marqués asombrado, como si no las hubiera oído mencionar en su vida.
Caterina le sonrió.
—No creo que ganemos nada con asustarnos con lo que puede o no suceder cuando lleguemos a nuestro destino. Hay muchas preguntas que me gustaría hacerle, pero por el momento creo que debemos divertirnos jugando al piquet o a cualquier otro juego que quiera sugerir. Mi padre me enseñó la mayor parte de ellos.
El marqués la miró con incredulidad y luego se echó a reír.
—Jamás había conocido una mujer tan llena de sorpresas —dijo—. Tengo la impresión de que eres una chica fuera de lo común. En este momento deberías estar llorando en mi hombro.
—Eso es lo que me gustaría hacer —confesó Caterina—. Pero sería bastante… embarazoso… frente… a gente extraña.
Al decir eso miró al soldado, que estaba chupando su pipa maloliente.
—Creo que vamos a hartarnos de olor a tabaco, antes que lleguemos a Túnez —comentó el marqués.
—Yo también lo creo, pero no podemos decirle a él que es una falta de educación fumar en presencia de una dama, ¿no cree?
El marqués, acercándose al escritorio, empezó a abrir los cajones.
—Estoy seguro de que tengo un paquete de naipes en alguna parte —dijo.
Encontró uno, por fin, en el fondo del último cajón.
—Tenemos suerte. Hedley no las había guardado en el salón —dijo—. Supongo que no sabes jugar al ajedrez, ¿verdad?
—Por supuesto que sé —contestó Caterina—. ¿Por qué?
—Porque acabo de recordar que compré un juego en Venecia.
Se acercó al armario y sacó una caja grande. Retiró el papel en el que venía envuelta y Caterina vio un gran estuche de cuero bellamente repujado.
Cuando el marqués lo abrió para sacar las piezas de marfil, que eran muy antiguas, Caterina lanzó una exclamación.
—Lo vi en una tienda —le explicó él—, y no pude resistir la tentación de comprarlo.
—¡Es precioso! —dijo Caterina—. Pero, por la sorpresa que demostró cuando me preguntó si jugaba al ajedrez, no puedo creer que lo haya comprado para una de… sus amigas.
—No, por supuesto. Lo compré para un colega mío, que se dedica también a la política. Como jugamos al ajedrez con frecuencia, pensé que él apreciaría algo tan exquisitamente tallado.
—¿A usted le interesa la política?
—Mucho.
—Entonces me sorprende que después de viajar a Venecia para sugerirle que se armen, en vista de la posibilidad de que Francia ataque Austria, no haya pensado en qué le sucedería a Inglaterra si eso ocurriera.
—¿Qué sucedería? —preguntó el marqués con curiosidad.
—Si hubiera una guerra en gran escala en el continente —contestó Caterina—, estoy convencida de que tarde o temprano Gran Bretaña se vería involucrada en el conflicto. Y nosotros estamos tan poco preparados para luchar como los mismos venecianos.
Los ojos del marqués estaban clavados en el rostro de ella. Notó que hablaba como si fuera completamente inglesa, pero no dijo nada, y Caterina continuó:
—Nuestros barcos necesitan modernizarse; tenemos en pie un ejército muy pequeño y los soldados se sienten descontentos, porque tardan mucho tiempo en pagarles y sirven en condiciones desastrosas.
—¿Cómo sabes todo eso?
—He oído a gente que sabe lo que dice al hablar de ello. He escuchado los debates en la Casa de los Comunes, y leo los periódicos.
—Me asombras de verdad —confesó el marqués—, pero todo lo que has dicho es cierto. Deberíamos estar armados. Los informes que nos llegan de Europa son, como lo ha aceptado del señor Pitt, amenazadores.
—¿Y usted? ¿Está tratando de ayudar? —preguntó Caterina.
—¿En qué forma? —preguntó el marqués.
—Creo que posee una gran cantidad de tierras. Si participáramos en la guerra, o si fuéramos bloqueados, necesitaríamos una cantidad mucho mayor de alimentos de la que nuestros agricultores nos proporcionan por el momento.
El marqués estaba tan interesado en lo que Caterina estaba diciendo que se olvidó del ajedrez.
Hablaron y discutieron sobre la situación internacional durante más de dos horas, antes que se dedicara a colocar las piezas del ajedrez en el tablero para iniciar una partida.
La tarde pasó rápidamente y ambos empezaron a sentir hambre. El marqués calculó, pues lo habían dejado sin reloj, que debían ser casi las siete.
—¿Cree que nos darán de comer? —preguntó Caterina.
—No tengo la menor idea —contestó el marqués.
Al cambio de guardia, sustituyeron al soldado de la pipa por otro que no fumaba, pero que masticaba ajos y tenía el desagradable hábito de escupir. Caterina hubiera querido sugerirle que esa costumbre no iba a mejorar las condiciones de la alfombra, que pertenecía al capitán de los piratas.
Oscurecía ya cuando un hombre trajo dos pedazos de pan sin levadura. Los llevaba en las manos sucias y los colocó frente al soldado, en el piso, y sin duda le dijo a aquel que era para los prisioneros.
El soldado se limitó a hacer un gesto señalando los panes y Caterina los cogió.
Eran dos hogazas planas y redondas. Le entregó una al marqués y miró la suya con aire dudoso.
—No es desagradable y llena el estómago —comentó el marqués—. Come un poco.
—Estoy demasiado hambrienta para ser escrupulosa —contestó Caterina—, pero no puedo menos que pensar en la cena que estaríamos tomando si su cocinero no estuviera prisionero en las bodegas del barco pirata.
El marqués no contestó y ella añadió:
—Trataremos de imaginar que éste es un tierno filete de ternera, cocinado con crema, vino y setas, ¿o prefiere Su Señoría un pichón relleno?
—Me estás despertando el apetito —protestó el marqués.
—Cierre los ojos e imagine que eso es lo que está comiendo —sugirió Caterina—. Hará que este húmedo pan resulte más comestible.
Mientras hablaba cruzó el camarote hacia el cuarto de baño, en busca de agua potable.
Había dos grandes recipientes con agua, dispuestos para el baño del marqués. Caterina llenó dos vasos y se los llevó a Su Señoría.
—¿Champán, milord? —preguntó—. ¿O prefiere beber clarete esta noche?
Él sonrió y cogió el vaso que le ofrecía.
—Tengo la impresión de que va a pasar mucho tiempo antes de que volvamos a probar el vino —dijo—. Como sabes, el profeta Mahoma lo prohibió a los musulmanes.
—Bueno, espero que el agua no esté contaminada —dijo Caterina—. Papá siempre decía que cuando uno venía a los países del oriente debía hervir el agua antes de beberla.
—Creo que uno puede acostumbrarse a cualquier cosa —dijo el marqués, con una sonrisa amarga—. Empiezo a pensar, Caterina, que si voy a estar prisionero, no podía tener mejor compañera de cautiverio que tú. Prefiero tu compañía a la de cualquier otra mujer que haya conocido en mi vida.
Caterina lo miró sorprendida del cumplido.
El marqués pareció que iba a decir algo, pero el soldado que estaba en un rincón de la habitación volvió a escupir ruidosamente y la interrupción le hizo cambiar de opinión.
Cuando oscureció totalmente y habían terminado otra partida de ajedrez, el marqués le dijo a Caterina:
—Debes acostarte y dormir un poco. Espero que no te importará que comparta la cama contigo. Hay una silla, pero sospecho que sería muy incómodo dormir en ella toda la noche.
—¡Por supuesto que no! Ambos debemos dormir cuanto podamos. De todos modos, yo no pienso desnudarme con ese hombre en la habitación.
Miró incómoda al soldado, que seguía escupiendo.
A diferencia del primer guardia, éste le miraba con atrevimiento y Caterina lo había sorprendido contemplándola más de una vez, aunque trataba de disimularlo.
—Ve a lavarte —sugirió el marqués—. Yo me quitaré la chaqueta y las botas y me pondré una bata.
—Me parece muy sensato —reconoció Caterina—. Yo, por desdicha, no tengo nada que ponerme para dormir.
Sin embargo, cuando se vio sola en el cuarto de baño, se quitó el vestido, se lavó, y volvió a vestirse antes de entrar nuevamente en el camarote.
Para entonces la noche había caído ya y el camarote estaba casi sumido en tinieblas, pero notó que el marqués se había puesto una larga bata de brocado y se había quitado la corbata.
Había retirado también la colcha, que era de damasco rojo oscuro, y Caterina se acostó sobre las sábanas, con la cabeza apoyada en una almohada bordada con el monograma del marqués.
—¿Tendremos que estar a oscuras toda la noche? —preguntó con un ligero temblor en la voz.
Le resultaba desagradable saber que había un soldado en un rincón del camarote, sin que ella pudiera verlo.
En aquel momento, se escucharon pisadas fuera. La puerta se abrió y asomó una mano que sostenía una pequeña linterna.
Era sólo una linterna de vela y arrojaba una luz muy tenue. Sólo acentuaba las sombras, que a Caterina le parecían amenazadoras.
El marqués se acostó en el lado opuesto de la cama.
«¡Qué extraño es todo esto!, pensó Caterina. Estamos acostados aquí, uno al lado del otro, prisioneros de los piratas más feroces del mundo y, sin embargo, nos hablamos con toda cortesía y actuamos de forma totalmente convencional».
Sintió un repentino anhelo de volverse hacia el marqués y ocultar la cabeza en su hombro.
Recordó lo fuertes que eran sus brazos cuando la oprimió contra él la noche en que se conocieron. ¡Y entonces la había besado en los labios! «Debe haber obedecido a un impulso repentino», pensó.
Lo cierto era que no le había demostrado ningún afecto desde ese momento. Primero se había mostrado enfadado con ella; ahora es sólo bondadoso y considerado.
«Tal vez, se dijo, ahora que me ha visto sin antifaz ya no le parezco atractiva».
Ella nunca había visto a Odette; sólo escuchó su voz mientras estaba escondida en el armario, pero se había formado una imagen de ella.
Se la imaginaba morena y seductora, con el rostro picaresco; y muy atractiva y mundana.
«¿Por qué iba él a admirarme a mí?» —se preguntó sin pensar en sus ojos azules y en la perfección de sus facciones delicadas.
Se preguntó, también, cómo sería Zanetta Tamiazzo. Había oído hablar a mucha gente de su belleza.
El marqués había sido su protector y Caterina podía comprender muy bien por qué ella había estado dispuesta a dejar al duque de Orleáns por un hombre tan atractivo, tan interesante y apuesto como él.
«Le amo», se dijo Caterina intensamente consciente de la presencia del marqués a unos centímetros de ella.
«¡Te amo! ¡Te amo!», murmuró en el fondo de su corazón y al pensar que estaría con él, no le importaron las penalidades ni las desventuras que tuviera que sufrir en la prisión de Túnez.
Podía verle y hablarle y esforzarse más que nunca por mantenerle entretenido.
Cuando sugirió que jugara a las cartas, había tratado, deliberadamente, que el marqués comprendiera que ella era el tipo de compañera adecuada para compartir una situación como ésta.
«Sin importar lo que pase, se dijo, debo actuar con dignidad. Debo recordar que la gente con sangre noble ha sido capaz de morir en la hoguera sin lanzar un solo quejido, que ha sufrido torturas indescriptibles sin delatar a sus compañeros y que ha preferido sucumbir antes de renunciar a su fe».
Rezó pidiendo a Dios tener ese valor si era necesario; rezó pidiendo que el marqués nunca se sintiera avergonzado de ella.
Deseaba ansiosamente que él la admirara. Había sentido una repentina emoción, que recorrió todo su cuerpo, cuando él brindó por ella con el vaso de agua que le había traído del cuarto de baño.
«Tal vez le gusto… un poco», se dijo tratando de consolarse. —¿Está bien?
La voz del marqués la sorprendió.
Antes que pudiera contestar, la mano de él se posaba en la suya.
—No soporto pensar que por mi culpa te encuentres aquí, en una situación tan peligrosa —dijo él con suavidad.
—¿Por su culpa? —preguntó Caterina sorprendida, tratando de que su voz no revelara la excitación que la invadía al contacto de aquella mano.
—Si te hubiera llevado a Venecia, como era mi deber —contestó el marqués, estarías en estos momentos a salvo, en el palacio de tu abuelo.
—Supongo que no vas a… creerme —murmuró Caterina—. Pero prefiero… mil veces… estar aquí.