Capítulo 4
Caterina entró en el salón lentamente y se quedó de pie un momento en el umbral, mirando al marqués que la esperaba sentado en un sofá.
El se puso de pie y al ver su expresión comprendió que estaba asustada.
Caterina se había puesto uno de los vestidos que había dejado Odette, de muselina azul pálido, con una pequeña capa y ancha banda de satén blanco que rodeaba su pequeña cintura.
El vestido le quedaba un poco grande, lo que contribuía a que pareciera aún más frágil y joven.
Su cabello, todavía húmedo, brillaba bajo la luz del sol que entraba por las claraboyas.
Caterina se dirigió hacia él.
—¿Quieres sentarse? —dijo el marqués.
Ella se sentó en el borde de una silla, frente al sofá, con los dedos entrelazados en un gesto que él recordaba.
—He estado pensando en la situación que usted ha provocado, Caterina —dijo él—, y quisiera discutir las cosas con calma. Quiero saber la verdad sobre por qué se escondió en mi yate y por qué su abuelo le fue difícil arreglar un matrimonio para usted.
Se detuvo y sus ojos se clavaron en ella al añadir:
—¡Quiero saber la verdad… toda la verdad!
El marqués no era un déspota, pero podía ser implacable cuando algo se interponía en su camino.
Era un hombre muy inteligente y gozaba de gran influencia en la Cámara de los Lores. Tanto el primer ministro como los pares reconocían su habilidad y el conocimiento como estadista.
Aunque disfrutaba mucho con el sexo femenino y sus innumerables idilios daban lugar a muchos comentarios, cuidaba que su imagen pública fuera inmaculada.
Por lo tanto había decidido, mientras esperaba a Caterina, que no tenía intención alguna de involucrarse en un escándalo que él no había provocado y que podía tener terribles consecuencias para su carrera política si alguien lo acusaba de haber secuestrado a la nieta del dux.
No podía negar que Caterina le inspiraba una gran compasión.
Era una chica encantadora y le había sido imposible olvidar la dulzura de sus labios cuando, obedeciendo a un impulso, la había besado la noche en que la conoció.
Pero eso no era suficiente razón para que se mezclara en los asuntos de ella, se dijo. Lo más sensato sería volver a Venecia cuanto antes, sin averiguar nada más.
Si Caterina se ponía histérica o trataba de tirarse nuevamente al mar la encerrarían con llave en el camarote hasta que pudiera llevarla con su abuelo.
Pensaba que el dux se preguntaría, sin duda alguna, por qué Caterina había elegido su yate si en realidad no se conocían.
El marqués recordaba ahora, que una vez había rechazado la hospitalidad del dux.
El ya tenía amigos en Venecia y había decidido que si encontraba quien se hiciera cargo de Odette, iría a ver a Zanetta Tamiazzo.
No le había parecido particularmente interesante pasar una velada en el círculo familiar del dux y se las había ingeniado para rechazar la invitación de la forma más diplomática posible.
Ahora se preguntó cómo podría explicar que conocía a Caterina y tenía remordimientos por haberla besado cuando se despidieron en la escalinata del canal.
«Todo era parte del espíritu del carnaval, desde luego», se dijo, pero sabía que, si era sincero consigo mismo, ésa no era la verdadera explicación.
La había besado atraído por su suave voz. Le halagó la atención que ella le prestó y le atrajo la curva de sus jóvenes y virginales labios.
«Volver a Venecia puede ser lo más adecuado para Caterina», pensó. «Pero, en lo que a mí se refiere, sólo provocaría incontables chismes y comentarios».
Todo el asunto, decidió antes que Caterina entrara en el salón, era muy preocupante.
Se había imaginado, con gran optimismo, que una vez que Odette abandonara el yate, se vería libre de escenitas, de reproches, de argucias femeninas. Le encantaba la perspectiva de hacer sólo el viaje de regreso.
Se le había ocurrido una solución al problema, pero quería, ante todo, escuchar la historia de Caterina y satisfacer su curiosidad respecto al porqué de su extraño comportamiento.
—Quiero la verdad, Caterina —repitió al ver que ella no decía nada.
—¿Por dónde… debo empezar? —preguntó ella con nerviosismo.
Nunca había visto, pensó el marqués mientras la miraba, un contraste tan asombroso como el que formaban aquellos ojos azules y el dorado del cabello.
Observó las oscuras pestañas, su pálido rostro que no se reponía de la impresión recibida al arrojarse al mar. Era evidente, además, que estaba temerosa respecto al resultado de aquella conversación.
«Es preciosa», pensó el marqués para sí mismo. «Su belleza es tan exquisita que casi le quita a uno el aliento, pero eso no tiene importancia ahora mismo».
—Supongo que todo empezó —dijo Caterina en voz baja—, cuando mi abuelo inglés vino a Venecia hace veintiún años, en 1770.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó el marqués.
—Simeón Wallace. Era… pintor.
—¡Por supuesto! —exclamó el marqués—. He oído hablar de él.
—El rey compró dos de sus cuadros —dijo Caterina—, y el Príncipe de Gales adquirió otros, antes de que mi abuelo muriera el pasado año.
—Era un pintor muy importante.
—Mi abuelo era amigo de Sir Joshua Reynolds y del señor Gainsborough. Y durante los últimos años de su vida trabajó con John Zoffany.
Caterina pensó que el marqués iba a hacer un comentario, pero al ver que no era así, continuó diciendo:
—No era, desde luego, tan bien conocido cuando llegó a Venecia. Quería estudiar la pintura de Canaletto y de Guardi y ellos lo recibieron con los brazos abiertos.
Lanzó un pequeño suspiro, como si hiciera un esfuerzo por escoger sus palabras, en un deseo de impresionar al marqués.
En ese momento la puerta del camarote se abrió y Hedley apareció con una bandeja.
—Discúlpeme —dijo el marqués—. Debí ocuparme de que comiera algo antes de que empezara a hablar. Debe estar muy cansada.
—Estoy un poco hambrienta —dijo Caterina con una sonrisa.
Hedley colocó la bandeja en una mesita y Caterina se acercó a ella dirigiendo al marqués una mirada de disculpa.
Había varios platos, pero aunque se sirvió un poco de todos, cuando tuvo ante sí la comida pareció perder el apetito.
Se limitó a tomar un poco del chocolate con un bizcocho.
El marqués, al otro lado del salón, se recostó en el sofá y la observó.
Era mucho más guapa que Odette, pensó, a pesar del agotador entrenamiento que ésta había recibido en las clases de ballet.
Caterina poseía una gracia natural: los movimientos de sus manos y de su cuerpo y la forma en que inclinaba la cabeza eran una delicia para la vista.
Ella pareció darse cuenta de que él tenía los ojos clavados en ella y, turbada, terminó de tomar el chocolate a toda prisa, después se levantó y se volvió a sentar junto al marqués.
—No quiero nada más —dijo—. ¿Continúo?
Estaba tan tensa, pensó el marqués, como si luchara por defender su vida en el banquillo de los acusados, y él fuera el juez.
—¿En dónde… me quedé? —preguntó nerviosa.
—Su abuelo, Simeón Wallace, había llegado a Venecia.
—Mi padre, como habrá adivinado —dijo Caterina—, era le hijo mayor de Ludovico Manin. Mi abuelo ya era senador y se le consideraba como uno de los miembros más brillantes del Gran Concilio. Su hijo, Nicoletto, que habría de ser mi padre, fue una desilusión para él.
Mientras Caterina continuaba hablando, el marqués descubrió que estaba fascinado, no sólo por la historia que ella le contaba, sino por la forma en que lo hacía.
Era fácil, al observar sus expresiones y al ver los rápidos gestos de sus manos, imaginarse toda la historia.
Nicoletto Manin, desde el momento en que entró en la Universidad de Papua, tuvo fama de ser un chico muy inteligente.
Se distinguió entre sus contemporáneos, no sólo por su increíble capacidad para aprender, sino por sus ideas revolucionarias.
Su padre había discutido en muchas ocasiones con él por ser tan franco al expresar sus ideas y, sobre todo, por publicarlas en poderosos artículos de crítica que aparecían en la Gazeta Veneta y el Osservatore.
Venecia era la primera ciudad en el mundo que tenía un periódico y la enorme cantidad de gacetas publicadas en el siglo XVIII resultó un fenómeno extraordinario.
Pero el Osservatore, donde escribían nombre de letras, intelectuales y eruditos de prestigio, era una publicación de peso y los artículos de Nicoletto empezaron a ser muy leídos y a causar comentarios entre los miembros más influyentes del Senado.
Finalmente, como Nicoletto quería de verdad a su padre, renunció a escribir de política y al salir de la Universidad volvió su atención al teatro.
Después, se decidió por la pintura. ¡Si no le permitían escribir, se expresaría por medio del dibujo!
Pronto empezó a moverse por los estudios de los grandes pintores venecianos que abundaban en aquella época.
Los hermanos Guardi se encariñaron con él, al igual que el Canaletto. Era inevitable, por tanto, que cuando Simeón Wallace llegó a Venecia conociera a Nicoletto Manin.
Pero Simeón Wallace no había llegado solo: lo acompañaba su hija Elizabeth, una joven bellísima, de cabello rubio, ojos intensamente azules y un encanto que fascinaba a cuantos la trataban. Nicoletto Manin no fue una excepción.
Al mes de haberla conocido, solicitó al Gran Consejo para casarse con ella, pero su solicitud fue rechazada, a pesar del apoyo de su padre, que comprendía lo mucho que aquel matrimonio significaba para su hijo. El Consejo le confirmó a Nicoletto que no encontraba justificación alguna para la boda de un noble con una extranjera desconocida y plebeya.
Nicoletto había suplicado, entrevistado a numerosos senadores a los que expuso su caso, pero todos se negaron a apoyarle. Contribuían también el hecho de que Nicoletto, con sus francos artículos periodísticos, se había ganado la antipatía de los senadores que había atacado.
Cuando Simeón Wallace decidió dejar Venecia y llevarse con él a su hija, Nicoletto se marchó también.
Él y Elizabeth se casaron en Londres. Como la sociedad inglesa era mucho más permisiva que la veneciana, pronto se encontraron en un círculo de gente intelectual y Nicoletto se pudo establecer como pintor.
Su suegro lo presentó a los pintores ingleses y él descubrió que el estilo particular de Richar Cosway, sobre todo sus miniaturas, era el medio que necesitaba para trabajar.
No había pretendido llegar a ser un gran maestro, pero se concentró tanto en pintar hermosas miniaturas que todos empezaron a encargárselas.
La reina llegó a encargarle el retrato de varios de sus hijos y esto lo puso de moda entre la aristocracia.
Él y Elizabeth no eran ricos, pero vivían con toda clase de comodidades y como se trataba de personas inteligentes, ingeniosas y divertidas, atrajeron a su casa a otras inteligencias similares.
Richard Brinsley Sheridan, el famoso dramaturgo; Charles James Fox, el brillante político y amigo íntimo del joven Príncipe de Gales y otros hombres de este calibre, se sentaban con frecuencia en el estudio de Nicoletto Manin y charlaban hasta la madrugada.
Caterina había crecido pensando que la conversación era más interesante que el baile; el ingenio, más divertido que las adulaciones y los cumplidos, y una buena frase tan emocionante como un vestido nuevo y lujoso.
—Papá solía decir que una palabra ingeniosa favorecía más a la mujer que una joya —le dijo Caterina al marqués.
Cuando ella continuó su relato, el marqués supo la tragedia que había empañado su vida. Primero, había muerto su madre, a consecuencia de una prolongada enfermedad que los médicos no lograron diagnosticar. Después, su padre sucumbió al frío del pasado invierno.
Al quedar huérfana, uno de los amigos de sus padres se había puesto en contacto con el embajador de Venecia en Londres, que hizo arreglos para que ella se reuniera con su abuelo, que había sido elegido Dux de Venecia dos años antes.
Los ojos de Caterina se llenaron de lágrimas al recordar lo que había sufrido cuando supo que debía abandonar Londres, pero las cartas de Venecia le ordenaban que partiera inmediatamente, por lo que emprendió el viaje en un barco que llevaba la bandera veneciana.
Su voz dudó y pareció ahogarse al llegar a este punto, advirtiendo, desolada, que el marqués no la escuchaba con amabilidad.
—Continúe —dijo él en voz baja—. Empiezo a comprender ahora por qué a su abuelo le costó tanto trabajo conseguirle un pretendiente.
—Papá, desde luego, había renunciado a su rango de nobleza, no sólo para él, sino para sus hijos —dijo Caterina—, y cuando fui a vivir con mi abuelo al palacio, él me lo hizo ver con toda claridad. Al mismo tiempo, me di cuenta de que ninguno de mis parientes me quería.
Un ligero temblor en la voz acompañó aquellas palabras.
—Todos estaban muy ocupados con su propia vida —siguió diciendo ella—, y no podían desperdiciar el tiempo en una chica a la que jamás habían visto y cuyo padre había realizado un matrimonio que escandalizó a la familia y que todavía mi abuela, la esposa del dux, recordaba con horror.
—¿Ella no se alegró al verla? —preguntó el marqués.
—Mi abuela nunca perdonó a su hijo y creo que había intentado olvidar su existencia —contestó Caterina—. Yo era un incómodo recordatorio de la mancha que él impuso al nombre de la familia, por lo que, como mi abuelo, pensaba que lo mejor que podía hacer era casarme cuanto antes.
—¿Y usted aceptó eso?
—¿Qué otra cosa… podía hacer?
El tono de la joven era de desamparo y el marqués tuvo que hacer un esfuerzo para decir con firmeza:
—Pero su abuelo encontró a alguien que estaba dispuesto a casarse con usted, ¿no?
—Sí, el marqués de Soranzo —dijo Caterina—. Pero, como ya le he dicho, es un anciano. Tiene casi sesenta años y se había casado dos veces. Cuando mi abuelo me dijo que me iba a casar con él, me horroricé. Le supliqué que no me obligara a un matrimonio que me resultaba tan desagradable, pero no quiso escucharme.
Caterina le explicó al marqués que había ido a la biblioteca y encontrado, en un libro en francés unas palabras que significaron mucho para ella.
—Me hicieron… sentir —dijo lentamente—, que podía… luchar contra ellos, que de algún modo podía librarme de tener que… casarme con el marqués. Me dije que tal vez podría convencerle para que le dijera a mi abuelo que había… cometido un error, y que deseaba retirar su ofrecimiento.
Lanzó un pequeño suspiro.
—Supongo que fui muy infantil al pensar eso. El marqués de Soranzo jamás habría aceptado, pues habría sido un insulto para el dux retirar la palabra que había prometido.
Se detuvo y continuó con gran esfuerzo:
—Volví a mi habitación. Mi doncella estaba muy nerviosa porque se nos estaba haciendo tarde para vestirme. Mi tía había elegido un traje de brocado blanco y plata y me había enviado la corona nupcial. Entonces llegó un mensajero con los regalos de mi futuro… esposo.
—Fueron verdaderamente magníficos —dijo el marqués con voz seca.
—Creo que sus dos… mujeres anteriores los habían usado —contestó Caterina—, porque mi tía me dijo cuánto había admirado esas joyas… en otra época.
Caterina procedió entonces a describir la fiesta de esponsales. Había tenido lugar en la Sala Mayor del Consejo, la cual reconstruida en el siglo XVI después del gran incendio, podía dar cabida a muchos cientos de invitados. Era allí donde el dux ofrecía los banquetes oficiales.
Es noche asistieron los familiares y amigos personales del dux y su esposa, quienes llenaron el salón para celebrar los esponsales de la nieta de aquél.
En las mesas había un verdadero tesoro de fuentes, adornos y candelabros de oro. Asistieron cuatrocientos invitados a la cena, otros menos importantes llegarían al final de la velada.
Se había servido doce platos, cada uno de los cuales fue llevado al salón al acorde de oboes, violines y el clavicordio. Mientras los invitados comían, la orquesta tocaba y voces de tenor cantaban arias de las más recientes óperas.
El dux llevaba la túnica púrpura que constituía la vestimenta oficial de su rango y el marqués había llegado resplandeciente con una chaqueta de terciopelo, que estaba bordada con piedras preciosas y oro.
Caterina recibió tantas felicitaciones, tantos buenos deseos, que había empezado a preguntarse si no era perverso no corresponder a ellos.
«Tal vez pueda ser una buena esposa para el marqués», pensó.
«Quizá él sea… bueno conmigo. Es posible que, después de todo, sea como los demás maridos venecianos, que no se interesan realmente por su esposa, y me dejará hacer mi vida».
Mientras un plato seguía a otro, se le ocurrió que tal vez podía dedicarse a la pintura o al bordado de encajes.
Debía haber muchos maestros en Venecia y, si estaba muy ocupada todo el tiempo, no necesitaría preocuparse de conseguir un cicisbeo.
«Debo ser sensata», se había dicho a sí misma. «Para mí no existe otra vida que la que me ofrecen aquí y debo sacarle el mejor partido posible».
Cuando terminó el banquete, retiraron las mesas y la música se hizo más animada, al llegar los últimos invitados todos empezaron a bailar.
El baile formaba tanta parte de la vida veneciana como la risa, y Caterina encontró innumerables compañeros que la sacaban a bailar.
Un poco más tarde, sin percatarse del todo de cómo había sucedido, se encontró de pie en un balcón, mirando hacia la laguna, con su futuro esposo.
La música era muy romántica.
El agua reflejaba las luces de las góndolas y las de las casas del Gran Canal.
Mirando a través de la laguna, Caterina divisó un gran barco que salía en esos momentos, aprovechando la marea nocturna. Tenía desplegadas las velas y las luces encendidas.
Se preguntó si sería el yate del marqués y al hacerlo había recordado una vez más la presión de los labios de él sobre los suyos y la magia del primer beso que había recibido en su vida.
«Él vuelve a Inglaterra», pensó, y se le había contraído el corazón. —Vousêtres très belle, ma petite.
La voz del marqués le había hecho estremecerse; casi se había olvidado de su presencia.
—Molto grazie —contestó en italiano, pues había observado que a los venecianos les encantaba hablar en francés sólo porque lo consideraban un idioma más elegante que el suyo.
Él le había cogido la mano, mirándole el anillo.
—¿Te han gustado mis regalos? —le preguntó.
—Son impresionantes —contestó Caterina.
Había tratado con todas sus fuerzas de no estremecerse al contacto de aquella mano, pero sin saber por qué, sentía fríos y pegajosos los dedos del marqués.
—Mañana me darás las gracias —dijo él, y al mismo tiempo le besó la mano.
Mientras los labios de aquel hombre se movían sobre la suavidad de su piel, rozándola con la punta de la lengua, Caterina sintió una gran repulsión, como si traspasara su cuerpo una flecha envenenada.
Experimentó un inmenso asco, como jamás había sentido en su vida.
Trató de retirar la mano, pero el hombre la tenía cogida con firmeza. Entonces, al mirarlo a los ojos, la invadió un temor que hizo que se le ahogara la voz.
A la luz de la luna, había podido reconocer con claridad, a pesar de su inocencia, la lujuria que reflejaba aquella mirada.
Podía ver también su sonrisa lasciva y los dientes amarillentos y carcomidos.
Con un murmullo incoherente se había apartado de aquel hombre.
—Hasta mañana —dijo él suavemente, pero a ella le había parecido que una bestia salvaje le acechaba.
—Debemos… volver con… nuestros invitados —dijo, y antes que él pudiera impedírselo, entró en el salón del banquete y se alejó mezclándose entre la multitud que bailaba.
No tenía idea de adónde se dirigía. Se sentía poseída de un intenso horror, que la impulsaba a escapar, sin importar el sitio, con tal de que él no estuviera.
Había comprendido en ese instante, que no podía casarse con él. ¡Era imposible!
No podía permitir que la tocara siquiera. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, se frotó la mano como si pudiera borrar su beso.
Deslizándose por entre los bailarines, encontró el camino hacia las grandes puertas del salón. Todavía sin detenerse a pensar, bajó corriendo la escalera de mármol.
En el vestíbulo, vio esparcidos los abrigos, capas y sombreros de los visitantes y, casi como si alguien la estuviera ayudando a escapar, vio entre ellos varios grandes dominós.
En época de carnaval nunca era conveniente lanzarse a la calle sin disfraz, pues eso atraía la atención y lo exponía a uno a insultos, por no estar de acuerdo con el espíritu festivo que reinaba.
Los sirvientes del vestíbulo estaban muy ocupados con sus cotilleos y fue muy fácil para Caterina coger un dominó y un antifaz cuando nadie la miraba.
En un rincón oscuro, se cubrió con el dominó, que tapaba totalmente su vestido. Era demasiado grande y largo para ella, pero se cubrió la cabeza con la capucha y se colocó el antifaz.
Entonces, sin vacilar, se dirigió hacia las puertas que daban a la calle.
Dos lacayos las abrieron para dejarla salir, sin hacer el menor comentario.
Cubierta totalmente por el dominó, podía fácilmente pasar por un hombre joven.
Los criados no sospecharon siquiera que se trataba de una mujer.
Fuera, en la Piazza San Marco, la fiesta estaba en todo su apogeo.
Había ruido, música, risas. Los payasos le gastaban bromas a la multitud y los espectadores observaban a los acróbatas hacer una pirámide humana.
Caterina se había deslizado discretamente por una calle lateral y después, casi por instinto, se fue acercando al muelle.
Había oído hablar a la gente del yate del marqués y sabía dónde estaba anclado.
En medio de su desventura, aquel yate significaba para ella un trocito de Inglaterra y un hombre que había sido bueno con ella y que no le había inspirado temor.
Al acercarse al barco, se preguntó por vez primera qué le diría al marqués.
¿Y si él se negaba a escuchar su súplica de darle asilo en el barco? ¿Y si no la dejaba siquiera subir a bordo?
Encontró el yate. La escala para subir estaba puesta y vio que había un vigía en el extremo opuesto de la cubierta.
Sin pensarlo dos veces, subió a bordo. El vigía la vio, pero como él no la detuvo, Caterina supuso que pensaba que era la amiga del marqués.
Bajó la escalerilla. Estaba familiarizada con el interior de los barcos y el yate del marqués no era muy distinto al bergantín que la había llevado a Venecia.
Le había resultado fácil adivinar en qué dirección se encontraban los camarotes principales. Abrió una puerta, y al ver ropa de mujer esparcida por todos lados, volvió a cerrarla.
Probó a abrir la puerta del camarote contiguo y al no oír ningún ruido comprendió que el marqués se encontraba todavía en tierra firme y cuando vio el camarote vacío y la cama sin tocar, quedó convencida de ello.
Una vela encendida le hizo mirar a su alrededor. Abrió la puerta y vio que daba al cuarto de baño. Entonces se fijó en el armario.
Se ocultó dentro, encogiéndose lo más posible, y cerró. Había pensado que tal vez lograra permanecer allí, sin ser descubierta, hasta que el marqués se hubiera hecho a la mar.
Consideró que una larga espera, y aun el hambre, la sed y los calambres que pudiera sufrir eran preferibles a tener que volver al palacio, junto a aquel viejo marqués veneciano.
Se ha instalado lo mejor que pudo y cerró los ojos.
«Por favor, Dios mío», rezó, «no permitas que me encuentre nadie. Por favor, déjame quedarme aquí hasta que estemos navegando».
Había apoyado la cabeza contra el armario, pero al hacerlo sintió que la corona nupcial golpeaba en la pared.
Impaciente, se la quitó y trató de sentarse lo más cómodamente posible para evitar los calambres, quedándose inmóvil, esperando que el marqués volviera.
Caterina titubeó un poco y concluyó su relato en voz muy baja:
—Esperaba que… no me encontrara… tal vez… en varios días.
—Habría sufrido un hambre terrible en ese tiempo —comentó el marqués.
—Eso no era… importante —contestó Caterina—. Ahora ya le he explicado… por qué… lo hice.
El marqués se movió, un poco inquieto.
—Comprendo su problema —dijo—; pero, al mismo tiempo, debe darse cuenta, Caterina, tal vez mejor que nadie, que yo no me encontraba en Venecia solo por viaje de placer.
—Lo sé —contestó Caterina—. Pero si el Senado no se impresionó por lo que usted vino a decirles, ¿por qué debe preocuparse por lo que piensen acerca de mí?
—Porque es el tipo de cosa que causaría un incidente internacional —contestó el marqués—. El Senado, sin duda, se quejaría de mi conducta ante el gobierno británico y yo estaría traicionando la confianza que el primer ministro depositó en mí, al hacer algo como ayudar a escapar a la nieta del dux e impedirle cumplir lo que los venecianos consideran un deber ineludible.
Su voz era dura y Caterina se estremeció como si le hubiera golpeado.
—¿No me… hará regresar? —preguntó con un hilo de voz.
—Ésa era mi primera intención —contestó el marqués—, pero ahora se me ha ocurrido otro plan.
Caterina lo miraba, muy tensa, mientras él continuaba diciendo:
—No me convendría regresar por el momento. Por lo tanto, estoy pensando tanto en usted como en mí. Lo que haré será llevarla a Nápoles, que no está demasiado lejos de la ruta que pienso seguir para volver a casa.
Su tono de voz denotaba indiferencia.
—Allí la entregaré al embajador de Venecia y después de eso puede usted actuar como le parezca. Sin embargo, la dejaré con suficiente dinero para que pueda subsistir, por lo menos un tiempo.
Parecía muy decidido y Caterina se quedó callada antes de decir con desdén:
—¡Una solución de político!
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el marqués.
—Es una aparente concesión —dijo ella—, pero en realidad no afecta en lo más mínimo su objetivo.
Se detuvo para añadir con voz acusadora:
—Que es, desde luego… ¡deshacerse de mí!
El marqués arqueó las cejas. Caterina parecía tan pequeña, frágil y femenina que casi le sorprendía escuchar aquellas palabras.
Hubiera podido ser un hombre el que hablaba así. Y, sin embargo, un momento después actuó de manera muy femenina.
Se levantó de la silla y se arrojó de rodillas a sus pies.
—Por favor —imploró—, ¡por favor, lléveme a Inglaterra! Tengo… familiares allí que cuidarán de mí. No seré ningún problema para usted, y nunca… nadie sabrá, jamás, que estuve a bordo de su yate. Me encerraré en mi camarote en cada puerto que toquemos. Y estoy segura de que si usted se lo ordena, su tripulación no dirá nada.
Levantó las manos y se aferró a su brazo.
—Por favor… —suplicó—. Como se ha dado cuenta, tendré suficiente dinero para defenderme una vez que esté en Inglaterra. No necesito su ayuda, ni la de nadie. Acudiré a… mis parientes y ellos se… encargarán de mí.
—¿Por qué no recurrió a ellos antes? —preguntó el marqués.
Caterina titubeó y él pensó que buscaba las palabras precisas.
—No son… ricos —dijo por fin—. Yo no quería causarles molestias, y pensé que… lo correcto era ir a ver a la… familia de mi padre.
—Sí, eso tiene su lógica —aceptó el marqués.
—¿Me… llevará a Inglaterra?
El marqués pareció considerar la posibilidad; sin embargo, la firme expresión de su boca, hizo comprender a Caterina que todavía continuaba pensando en el escándalo que podría suscitarse y en los problemas en lo que podría verse involucrado.
—Le juro por todo cuanto me es sagrado —prometió ella—, que jamás le revelaré a nadie, una vez que desembarquemos en Inglaterra, que lo conozco siquiera. Negaré haberlo visto jamás… Será un secreto entre… nosotros. ¡Y procuraré no molestarle durante el viaje! Sé que considera que las mujeres somos un fastidio, pero procuraré no aburrirlo en ningún momento.
—¡En realidad me pone muy nervioso! —dijo el marqués—. Es la situación más complicada en que me he visto envuelto.
Se liberó de las manos de Caterina, que se aferraban a él, y se puso de pie.
Ella se sentó sobre sus talones, mirándolo mientras él se movía con aire nervioso por el salón, con el objeto de sentarse tan lejos de ella como fuera posible y evitar mirarla.
—Debió dejar que… me ahogara —dijo Caterina en voz baja—. Eso habría resuelto… el problema para ambos.
—Ésa es una forma histérica y dramática de hablar, como bien lo sabe —dijo el marqués secamente—. Me atrevo a decir que se daba perfecta cuenta, al arrojarse al mar, de que sería rescatada y que no la dejaríamos ahogarse.
Vio en los ojos de Caterina y en su repentina palidez que aquella acusación le había hecho mucho daño.
Se preguntó por qué ella hacía que se sintiera como si hubiera golpeado a una criatura pequeña y vulnerable que no podía defenderse.
Había algo tan infantil y tan indefenso en ella… Recordó que sólo había tenido experiencias con mujeres expertas, capaces de cuidar de sí mismas.
—¡Dios santísimo! —exclamó en voz alta—. ¿Ha habido un hombre más abrumado que yo por las tonterías de las mujeres?
—Lo… siento —dijo Caterina.
El tono del marqués se volvió aún más iracundo cuando vio que los ojos azules de ella se llenaban de lágrimas.
—¡Maldita sea! —rugió—. ¡Ahora tenemos lágrimas! ¿Es que no hay un truco al que usted no recurra para salirse con la suya?