Capítulo 7

Al volver del jardín con algunas rosas que había cortado para la princesa, Fiorella pensaba con entusiasmo en que era posible que el príncipe llegara ese mismo día.

Estaba segura de que tomaría en cuenta su llamado; pero temía que no estuviera en Londres, que tal vez se encontrara gozando del triunfo de sus caballos en alguna pista lejana.

Sin embargo, como existía la posibilidad de que la viera, se había puesto uno de los vestidos más bonitos que él le había enviado.

Al mirarse en el espejo, se daba cuenta de que tenía los ojos brillantes de excitación y una expresión que la hacía sentirse avergonzada, porque sin duda alguna era de amor.

Le parecía increíble amarlo de esa forma tan completa e inesperada, cuando sabía tan poca sobre él.

No obstante, su padre se había enamorado de su madre en el momento mismo en que la viera y a su madre le había sucedido lo mismo con respecto a él.

—Pensé que era el hombre más apuesto que había visto en mi vida —le había contado—. Cuando él me miró, sentí que mi corazón daba un vuelco en mi pecho y, aunque aún ahora me parece imposible, ¡me enamore!

«Ahora entiendo», se dijo Fiorella, «y así como mamá amó a papá durante toda su vida, así yo jamás podré amar a nadie, más que al Príncipe János».

Entonces recordó a la «pobre señora» que vivía arriba y sintió como si una sombra hubiera descendido sobre el sol.

En ese momento lo más importante era la posibilidad de que ya la hubieran localizado.

Y a menos que el príncipe pudiera volver a salvarla, la conducirían de regreso a Londres y después de que su tía la reprendiera con severidad, la obligarían a casarse con el conde, lo quisiera o no.

«Si el príncipe no llega mañana tal vez lo mejor será que huya», pensó Fiorella.

Pero ahora, después de la seguridad y felicidad que había encontrado en aquella casa solariega, ya no podía imaginarse a sí misma partiendo sola en Gyorgy, sin saber adónde iba y con tan poco dinero.

«¡El príncipe vendrá, yo sé que vendrá, a mi!», se dijo a modo de consuelo.

Ella no lo esperaba tan temprano y cuando él apareció, por un momento pensó que había salido de sus sueños.

Pero era real, era humano, y se encontraba de pie mirándola con una expresión en los ojos que hacía imposible para ella respirar.

Fiorella no tenía idea de que, como estaba de espaldas a la luz del sol, los destellos rojizos de su cabello danzaban como pequeñas lenguas de fuego, confiriéndole una belleza increíble.

Después de lo que le pareció mucho tiempo, logró murmurar:

—¡Está usted… aquí!

Su voz rompió el hechizo que parecía haberse establecido entre ellos y el príncipe dio unos pasos para acercarse a Fiorella.

—Si, aquí estoy —dijo con voz profunda—. Vine tan pronto como pude.

—Es tan… temprano —dijo Fiorella—, que la princesa no estará… lista para… verlo.

Hablaba sin pensar en lo que decía.

Sólo se daba cuenta de lo apuesto que era él y de que su proximidad la hacía sentir como si los rayos del sol atravesaran su cuerpo y al tocar su corazón se convirtieran en pequeñas lenguas de fuego.

—Es a usted a quien deseo ver —dijo el príncipe con suavidad—. Pero primero quiero averiguar qué ha sucedido aquí y la razón de ello.

En el momento en que terminó de hablar, para sorpresa de Fiorella un niño entró corriendo en la habitación.

—¡Ya los encontré, tío János! —gritó lleno de excitación—. Y ahora quiero usarlos.

El príncipe sonrió y dijo.

—Miklos, primero permíteme presentarte a una dama encantadora. Fiorella, él es mi sobrino. Ha venido a Inglaterra para estudiar y de ahora en adelante será conocido como Michael.

Fiorella extendió la mano y Miklos, que debía tener unos doce años, se inclinó sobre ella de forma muy elegante y preguntó, como si deseara hacerla participe de su excitación:

—¿Sabe qué tengo aquí?

Llevaba una caja en la mano y Fiorella contestó:

—No tengo la menor idea.

—Tío János dice que es un telescopio que se usó en la Batalla de Trafalgar, y como cuando crezca voy a ser marino, quiero saber cómo funciona.

—En realidad —dijo el príncipe—, hay dos telescopios en la caja, y creo que deberías mostrarle a la condesa cómo usar uno de ellos.

—Por supuesto —aceptó Miklos.

El príncipe miró a Fiorella.

—Lleve a Miklos al jardín —dijo—, y cuando haya visto a Thomas, a quien ya he enviado a buscar, sabré más y podremos hablar al respecto.

Fiorella colocó las rosas en una mesita lateral. Miklos corrió, hacia los ventanales y salió al jardín.

—No tenga miedo —dijo el príncipe con voz baja—. Usted sabe que yo la protegeré.

—Vi al hombre anoche… mirando hacia mi ventana —contestó Fiorella—. Estoy segura de que tío George debe haber ordenado… que me encuentren.

—Confíe en mí. Tal vez no sea tan peligroso como usted teme.

—Espero que…, no.

Hubiera deseado quedarse con él, hubiera querido seguir hablando con el único fin de estar a su lado.

En ese momento llamaron a la puerta y ella supuso que debía ser Thomas. Sin decir más, se apresuró a salir a través del gran ventanal, hacia el jardín, en busca de Miklos.

Cuando se reunió con él, Fiorella dijo:

—Debes contarme la historia de esos telescopios.

—Tío János dice que son muy finos y que en su época eran los telescopios más potentes que se habían fabricado.

Abrió la caja y Fiorella vio dos telescopios.

—Creo —dijo ella—, que debemos ir hacia el bosque. La vista es buena desde allí y podremos descubrir cuán lejos se puede ver con ellos.

—Sí, por favor, hagámoslo —aceptó Miklos.

Era un niño muy guapo y Fiorella pensó, como lo había hecho antes, que era una crueldad que el príncipe no pudiera tener un hijo propio.

Estaba segura de que si tuviera uno, sería muy apuesto.

Al príncipe le gustaría enseñarle a montar tan bien como él lo hacía, y tomar parte en todas las actividades en que él era tan eficiente.

Pensó que debía ser un pobre consuelo para él interesarse en los hijos de su hermana, porque ella se había enterado a través de la princesa de que el príncipe no tenía hermanos varones.

—¿A qué escuela irás? —le preguntó a Miklos.

—Tío János ha dispuesto que vaya a Eton —contestó—. Dice que es la mejor escuela del mundo y que yo soy muy afortunado de haber sido admitido. Pero primero iré a una Crammer.

—Estoy segura de que Eton te gustará tanto como le gustaba a mi padre —contestó Fiorella.

Para entonces habían llegado a la escalinata que había al final, del jardín y que conducía al bosque.

Cuando ya habían subido un pequeño tramo de la escalinata, Fiorella pensó que tal vez no debieran internarse en el bosque, porque corrían el riesgo de encontrarse con el hombre que había estado vigilando la casa.

Por lo tanto, se detuvo y dijo:

—Veamos cuán lejos podemos ver desde aquí.

A Miklos le pareció una excelente idea.

Puso la caja en el suelo, sacó los dos telescopios y le entregó uno a ella.

—Espero que sepa cómo ajustarlo —dijo.

—Creo que lo sé —sonrió Fiorella.

Lo tomó en la mano y miró hacia el valle. El calor producía neblina, lo que hacía difícil ver con claridad.

Hizo girar el telescopio hacia la casa, deseando poder ver al príncipe.

Entonces se le ocurrió una idea.

—Te diré lo que vamos a hacer, Miklos —dijo—. Si los dos miramos por los telescopios, podremos ver las palomas blancas en el techo y en los altillos, así como en las ventanas. Competiremos para ver quién cuenta más.

—Me gusta eso —exclamó Miklos—. ¿Y cuál será el premio?

—Eso tendrás que preguntárselo a tu tío János —contestó Fiorella—. Avísame cuando estés listo para empezar.

—¡Ya estoy listo!

—Bueno —contestó Fiorella colocando el telescopio en su ojo derecho, al mismo tiempo que cerraba el izquierdo.

—Uno… dos… tres… ¡ahora!

Los telescopios eran bastante potentes y ella pudo ver con toda claridad las palomas blancas que revoloteaban por los altillos.

De pronto advirtió que varias de ellas se encontraban en el alféizar de una ventana del tercer piso y comprendió que allí era donde la «pobre señora» debía darles de comer.

Sin pensarlo, comenzó a contar las que estaban picoteando en la ventana.

En ese momento alguien se acercó a ésta.

Era una mujer. Fiorella veía su rostro con toda claridad y supo que estaba mirando a la esposa del príncipe.

No cabía la menor duda de que era aún bonita, pero tenía un rostro muy infantil y aun a esa distancia a Fiorella le pareció que era demasiado aniñada.

Entonces, al mirarla, olvidándose ya de las palomas, notó un repentino aleteo, como si algo las hubiera asustado, y se dio cuenta de que la princesa se estaba inclinando mucho hacia afuera.

Por la mente de Fiorella cruzó la idea de que eso era peligroso y que ella podía caerse.

En el preciso instante en que lo pensaba vio que las manos de la «pobre señora» se movían en el aire, como tratando de asirse a algo para salvarse, y con un sentimiento de horror comprendió que no estaba cayendo, sino que… ¡la estaban empujando!

Había un hombre detrás de ella y pudo ver con claridad sus brazos y sus hombros.

Cuando la «pobre señora» caía por la ventana hacia el espacio, Fiorella sintió que casi podía escuchar el grito que debió haber escapado de sus labios.

Todo sucedió en cosa de segundos: Hubo el estremecimiento de algo blanco, no muy diferente a las alas de las palomas, y entonces la «pobre señora» desapareció.

¡A Fiorella le pareció imposible que eso hubiera sucedido!

Y, cuando aún continuaba mirando por el catalejo, un hombre apareció en la ventana y Fiorella pudo ver su rostro con perfecta claridad.

Era alguien a quien nunca había visto antes. Tenía el cabello oscuro y un espeso bigote negro.

Miró hacia el suelo. Después retrocedió y desapareció en el interior.

Cuando Fiorella trataba de asimilar lo que acababa de ver, Miklos gritó junto a ella:

—¡Alguien se cayó de la ventana! ¿La vio usted? ¡Se cayó! ¡Yo la vi!

—Eso… me… pareció.

—Y había un hombre en la ventana. ¿Por qué no la salvó?

Como lo que había visto era tan espantoso y, al mismo tiempo, parecía casi imposible, como si sólo hubiera sido un truco del telescopio, Fiorella añadió:

—Creo que… Miklos deberíamos… volver a la casa:

—Debemos ir a avisarle a tío János lo que vimos. ¿Cree usted que la señora esté muy lastimada?

—No… lo sé… pero… debemos… averiguarlo… —balbuceó.

Después resultó imposible decir más, porque habían llegado al césped y comenzaron a correr. Miklos corría a su lado, con el telescopio en una mano y la caja, que había recordado levantar del suelo, en la otra.

Cuando estaban a punto de llegar a la casa, Fiorella redujo un poco el paso para recobrar el aliento.

Quería llegar junto al príncipe. Al mismo tiempo, temía que todo el asunto hubiera sido sólo una extraña alucinación. Sin embargo, sabía que había sucedido y que Miklos lo había visto también.

Llegaron hasta el ventanal del salón y Miklos se disponía a echarse a correr para decirle a su tío lo que había visto, cuando Fiorella oyó voces y extendió una mano para detenerlo.

—Espera un momento —murmuró.

No quería decirle al príncipe lo sucedido en presencia de otras personas.

Entonces, mientras permanecía indecisa, preguntándose cómo podría contarle lo ocurrido, oyó que él decía en un tono de furia que nunca le había oído:

—¿Qué estás diciendo, Jacques? Y aún no me has explicado qué haces aquí.

Hablaba en francés y cuando Fiorella se preguntaba quién podía ser el visitante, oyó que un hombre contestaba:

—Tienes exactamente dos minutos, Kovác, para decidir qué vas a hacer. ¡La decisión es tuya!

—¡Aún no acabo de entender de qué estás hablando!

—Te lo explicaré con toda claridad… Lucille y yo llegamos aquí juntos.

—¿Lucille está aquí?

—Escucha, no tienes tiempo de hablar. Le dijo a la enfermera que atendía a tu esposa que se había luxado un tobillo. ¡Y cuando ellas estaban afuera, alguien empujó a esa pobre criatura loca por la ventana!

—¡No entiendo nada de lo que dices! —exclamó el príncipe.

—La alternativa —continuó Jacques como si el príncipe no hubiera hablado—, es que jures que te casarás con mi hermana. De otro modo… ¡serás acusado de asesinato! Yo estoy dispuesto a declarar que te vi arrojar a tu esposa por la ventana, cuando no había nadie más en la habitación.

—¡Creo que estás loco o borracho! —gritó el príncipe, furioso—. Mi palafrenero en jefe estuvo conmigo hasta un segundo antes de que tú entraras.

—La declaración de un sirviente tuyo no será admitida en los tribunales, tratándose de un homicidio —replicó Jacques con desprecio—. Así que decide qué prefieres, Kovác… ¿casarte con mi hermana o ser sometido a un juicio criminal?

En ese momento Fiorella aspiró una gran bocanada de aire y con Miklos de la mano atravesó pon el ventanal y entró en el salón.

Se había dado cuenta, cuando el príncipe hablaba con el hombre llamado Jacques, de que el niño no entendía francés.

Al entrar en el salón, Fiorella vio que, tal como esperaba, el hombre que estaba frente al príncipe tenía un espeso bigote negro y era, el mismo que había visto en la ventana.

Cuando ellos aparecieron el príncipe levantó la mirada y, antes que Fiorella pudiera hablar, Miklos corrió al lado de su tío.

—Tío János —exclamó—. ¡Yo miré por el telescopio y vi caer a una dama de blanco por una ventana! ¡Yo la vi!

—Te queda un minuto más —dijo el francés, como si quisiera invalidar la interrupción.

—Yo también vi lo que sucedió —dijo Fiorella en francés—. La «pobre señora» cayó desde su ventana, pero la empujó un hombre que después se asomó para ver dónde había caído.

Se detuvo para señalar con la mano al francés y luego aseveró.

—¡Ése fue el hombre que vi!

Jacques se estremeció y exclamó con furia:

—¿Más evidencias de la servidumbre? ¡Dudo de que tengan valor alguno ante el juez y ante el jurado!

—Mi nombre, señor, por si le interesa —dijo Fiorella en francés recalcando cada palabra—, es Fiorella Claye, y mi tío es el Marqués de Claydon, caballero de cámara de Su Majestad, la Reina Victoria.

Habló con claridad y firmeza y le pareció que el francés se desmoronaba ante sus ojos.

Comprendió que había sido derrotado, y aunque hubiera querido protestar, sus ojillos se movieron inquietos de un lado a otro y de pronto pareció empequeñecerse cuando el príncipe dijo con voz autoritaria:

—¡Lucille y tú tienen un minuto para salir de esta casa y veinticuatro horas para salir de Inglaterra! Si se quedan por aquí, o en el país, te acusaré de homicidio y a ella de complicidad. Mi invitada rendirá testimonio de lo que vio y eso significará la horca para ti.

Jacques abrió la boca para hablar y el príncipe añadió con voz de trueno:

—¡Un minuto!

Y luego, casi con la misma rapidez con la que la «pobre señora» había caído desde la ventana, Jaques salió corriendo de la habitación.

Debido a que había estado tan tensa y al mismo tiempo tan asustada por el príncipe, Fiorella sintió como si las paredes dieran vueltas y una gran oscuridad la envolviera.

Pero los brazos del príncipe la sostuvieron y él la ayudó a sentarse en un sofá cercano, al mismo tiempo que Miklos preguntaba:

—¿Por qué corrió ese señor? Yo lo vi en la ventana, después de que la señora cayó.

El príncipe soltó a Fiorella.

—Miklos —dijo con suavidad—, quiero que me hagas un gran favor.

—Sí, tío János, ¿cuál?

—Quiero que vayas a la caballeriza a ver los caballos, y te lleves a la condesa contigo.

—Me gustaría mucho hacerlo, tío János.

—No debes decir nada… ¿comprendes?… absolutamente nada de lo que viste o escuchaste hasta que hayas hablado conmigo sobre eso. Es muy importante y yo sé que tú harás lo que te pido.

—Sí, por supuesto, tío János.

El príncipe se volvió otra vez hacia Fiorella.

—¿Se siente bien? —preguntó—. Si es así, me gustaría que saliera de aquí cuanto antes.

—Ya… estoy… bien —contestó Fiorella en un susurro.

—Me salvó de forma casi increíble —dijo el príncipe—. Ahora, yo quiero evitarle a usted y a todos los demás muchas cosas desagradables.

Fiorella se puso de pie.

La debilidad había pasado y ya se sentía bien. Eso se debía a que el príncipe estaba cerca, la había tocado y ella lo amaba. Extendió la mano hacia Miklos.

—Ven —le dijo—, yo sé que disfrutarás al ver los caballos de tu tío.

El príncipe se dirigió hacia la puerta y la abrió.

—Gracias —dijo con mucha suavidad, cuando Fiorella pasó junto a él, y esa sola palabra fue como una caricia.

El vestíbulo estaba vacío.

Entonces, en el momento en que Fiorella y Miklos daban vuelta a la izquierda por el corredor, hacia una puerta lateral que era la más cercana a las caballerizas, Fiorella vio que Newman avanzaba desde el lado contrario.

Caminaba con mayor rapidez que de costumbre y escuchó lo que decía casi sin aliento, al llegar al lado del príncipe:

—¡Debo pedirle a Su Alteza que venga ahora mismo! ¡Hubo un terrible accidente!

* * *

Más tarde, a Fiorella le resultó difícil recordar con exactitud lo que había sucedido y en qué orden había tenido lugar, porque todo había sido tan dramático que le parecía irreal.

No podía creer que la «pobre señora» hubiera muerto y el príncipe fuera un hombre libre.

Cuando ella estaba en la caballeriza con Miklos, dándole de comer a los caballos y simulando que escuchaba a Thomas explicarle al niño cómo se criaban y de dónde provenían, en realidad sólo podía pensar en el príncipe.

Tal vez, después de todo, su esposa no había sufrido ninguna lesión grave, ni había muerto, como había sido la intención del francés que la había empujado.

Se preguntó quién podía ser «Lucille» y por qué su hermano quería obligar al príncipe a casarse con ella.

Entonces pensó que era muy justo, así como él la había salvado de casarse con el conde, que lo hubiera salvado de ser obligado a casarse con alguien que había conspirado con su hermano para asesinar a la «pobre señora».

Todo parecía tan complicado y tan espantoso… sin embargo, no era posible ignorar que sentía una incontenible felicidad ante la idea de que si la «pobre señora» estaba muerta, el príncipe ya era un hombre libre.

«Aunque él no me… quiera», pensó, «como yo lo amo… deseo que sea… feliz».

Thomas levantó a Miklos y lo puso sobre el lomo de un magnífico potro.

—Yo quiero montar este caballo —dijo Miklos—. ¿Cree usted que tío János me lo permitirá?

—Tendrá que preguntárselo usted mismo —contestó Thomas.

—Hoy no hay tiempo —observó Miklos—, porque mi madre está esperando en el castillo para llevarme a un Crammer.

—Tal vez pueda hacerlo en las próximas vacaciones —sugirió Thomas con una sonrisa.

—Sí, desde luego, en las próximas vacaciones —asintió Miklos.

Fiorella se preguntó si cuando llegaran las vacaciones ella estaría en Hungría, de donde Miklos acababa de llegar.

Su mente daba vueltas y vueltas y la escena de los brazos extendidos de la «pobre señora», cuando trataba de encontrar algo a lo cual aferrarse, había quedado grabada de forma indeleble en su cerebro.

Ahora que podía pensar con claridad, comprendió que cuando el príncipe le había dicho al asesino que saliera de la casa y del país no trataba de salvarlo de las consecuencias de su crimen, sino de evitar el escándalo y la publicidad que derivarían de un juicio por asesinato.

Era algo que no sólo lo afectaría a él, sino que muchas otras personas sufrirían las consecuencias del escándalo, como la princesa, el doctor, Thomas y ella misma.

Si la policía intervenía en el caso y los asesinos eran sometidos a juicio, todos tendrían que rendir testimonio y en ese preciso momento perderían el anonimato.

«Tío George sabría entonces dónde estoy, sin necesidad de buscarme», pensó Fiorella horrorizada.

Comprendió que la noche anterior, cuando había visto a Jacques mirando hacia donde ella pensaba que era su ventana, en realidad miraba hacia la ventana de la habitación donde dormía la «pobre señora».

Ahora estaba segura de lo que Jacques había estado tratando de averiguar en esos últimos días, espiando e interrogando a la servidumbre, la forma exacta en que estaba organizada la casa.

Debió haberse enterado de que cuando una enfermera desayunaba o almorzaba, la otra estaría sola de servicio. Por eso Lucille, sin importar quién fuera esta mujer, le había pedido que atendiera su tobillo luxado.

De ese modo Jacques se había asegurado de que no hubiera nadie con la «pobre señora» cuando entró en la habitación en el momento en que ella le daba de comer a las palomas en la ventana. Debió resultar muy fácil para él, ya que se trataba de una mujer frágil y de baja estatura, empujarla hacia el vacío, como Fiorella y Miklos lo habían visto.

«¡Era una posibilidad en un millón!», pensó Fiorella, «que nosotros observáramos la escena a través de los telescopios».

Y, sin embargo, debió haber sido un poder mucho más grande que la simple casualidad el que impidió que el príncipe fuera acusado de un crimen que la nobleza de su corazón jamás le habría permitido cometer.

Era como si sus oraciones hubieran sido contestadas de forma directa. Ella había orado por la felicidad del príncipe. Dios la había escuchado, salvándolos a ambos.

«Si… pudiera ser… cierto», murmuró Fiorella para sí, y sintió miedo de ser demasiado optimista.

Cuando acababan de inspeccionar los caballos, un lacayo llegó para avisar que Su Alteza quería que regresaran a la casa, donde los esperaba en el salón.

Nerviosa y asustada ante la posibilidad de que hubiera sucedido algo imprevisto, Fiorella estaba muy pálida cuando entraron en la habitación.

El príncipe se hallaba de pie, con la espalda hacia la chimenea y cuando entraron, dijo:

—Miklos, quiero que subas a conocer a uno de tus familiares, la Princesa María Dábas, de quien te hablé cuando veníamos hacia aquí.

—Quiero conocerla, tío János —contestó Miklos—. He leído sobre Imbe Dábas y sobre la forma en que fue ejecutado.

—No le hables a ella de eso —le advirtió el príncipe—. Pero está muy ansiosa por conocerte y date prisa, porque regresaremos al castillo en unos minutos. Encontrarás a Newman esperándote al pie de la escalera para llevarte donde está la princesa.

Miklos salió del salón y el príncipe extendió las manos hacia Fiorella.

—Escucha, mi amor —dijo tuteándola por primera vez—, como aquí hay muchas cosas que hacer, aunque sé que el doctor Bouvais tratará de facilitarlo todo, quiero que te marches ahora mismo a una casa que tengo en el camino hacia Southampton.

Fiorella lo miró con expresión de perplejidad y él añadió:

—Me reuniré contigo más tarde, pero deseo que seas lo bastante valerosa como para ir sola hasta ese lugar y esperarme allí. ¿Lo harás?

—Tú sabes que yo… hago cualquier cosa… que tú me digas que haga —contestó Fiorella—, pero… no… entiendo.

—Yo te lo explicaré todo después, pero es importante que no te vean aquí ahora, tanto porque fuiste lo bastante valiente como para revelar tu verdadero nombre, como porque un accidente y un funeral provocarán chismes y murmuraciones, cuando menos a nivel local.

—Comprendo… y… te… esperaré.

El príncipe levantó la mano de Fiorella y la besó.

—Gracias, mi adorada —dijo con suavidad—. Ahora ve a prepararte, mientras yo le explico a la princesa lo que ha ocurrido. El carruaje está listo y yo me ocuparé de todo lo demás hasta que te hayas ido.

—Gracias… muchas gracias —murmuró Fiorella.

Volvió a besarle la mano y salió de la habitación. Fiorella subió a su dormitorio.

No se sorprendió al encontrar que la señora Newman estaba esperándola.

—Su Alteza me dijo que usted debe irse ahora mismo, milady —dijo—, y eso es muy triste, agregado a lo que ya supimos que sucedió.

—Siento mucho lo que le pasó a la «pobre señora» —murmuró Fiorella.

—Debemos pensar que Dios sabe lo que hace —respondió la señora Newman.

—Eso es lo que yo creo también —reconoció Fiorella, pensando en la forma en que habían sido contestadas sus oraciones.

Se apresuró a ponerse su ropa de viaje y comió un almuerzo ligero.

Cuando fue a despedirse de la princesa, se enteró de que el príncipe ya había partido hacia el castillo para entregarle a Miklos a su madre. De allí pasaría a ver al alguacil del condado para explicarle que había tenido lugar un accidente.

—Si me lo preguntas —dijo la princesa—, es una liberación misericordiosa, no sólo para Gisella, sino también para el querido János; aunque, desde luego, una cosa así no debe decirse en estos momentos.

—No… claro que no —murmuró Fiorella.

—Creo que todos tenemos miedo de que esto llegue a los periódicos —continuó la princesa con voz baja—. Si informan quiénes somos, y por qué estamos aquí, podría suceder cualquier cosa.

—Estoy segura de que el príncipe se encargará de que no haya escándalo —contestó Fiorella.

—En realidad, ¿por qué iba a haberlo? Fue un accidente y aunque podríamos culpar a las enfermeras, pobrecillas, por haberla dejado sola, sólo un hipócrita pretendería que fue una tragedia.

—Debo irme… Alteza.

—János me dijo que te enviará a otra parte —comentó la princesa—. Me encantó tenerte aquí y lo único que lamento es que no me hayas contado tu secreto. ¡Creo que fue injusto de tu parte, considerando que yo te conté el mío!

—Le prometo que le contaré todo la próxima vez que nos veamos —dijo Fiorella, y la princesa se echó a reír.

—Tengo la impresión, aunque tal vez parezca clarividente, de que será más pronto de lo que creemos posible. Y tal vez entonces tus circunstancias serán muy diferentes.

Fiorella no contestó.

Comprendió que los ojos de la princesa brillaban de curiosidad cuando se inclinó para besarle la mejilla.

—Si puedo hacerlo —le contestó—, le escribiré para contarle todo lo que desea saber.

—Entonces hazlo pronto —contestó la princesa—. ¡Si no, creo que moriré de simple curiosidad!

Fiorella rió de buena gana.

Corrió escalera abajo para encontrar un carruaje cerrado que la esperaba junto a la puerta. Sus baúles, con todos sus lindos vestidos nuevos, ya estaban atados a la parte posterior del vehículo.

Notó que el cochero conducía, cuatro magníficos caballos y cuando partieron se dio cuenta de que el carruaje era muy ligero.

Supuso que el viaje no les llevaría mucho tiempo y que sería muy cómodo.

Partir hacia lo desconocido le provocaba una sensación muy extraña; pero como era el príncipe quien había hecho todos los preparativos, no sentía miedo, aunque estaba muy emocionada.

Ya avanzada la tarde, los caballos dieron vuelta y entraron en un sendero al final del cual había una casa muy atractiva, más o menos del mismo tamaño de la Casa Ledbury. Pero era de ladrillos rojos y proclamaba, por la forma de sus ventanas y el pórtico de la entrada, que había sido construida en la época de la Reina Ana.

Había sirvientes esperándola y Fiorella pensó que el príncipe había enviado a un lacayo, para anunciar su llegada.

El mayordomo, un hombre más joven que Newman pero con el mismo aire de consideración y eficiencia, dijo:

—¡Bienvenida, milady!

Esto le reveló a Fiorella que debía seguir usando el apellido de su madre. Al mirar a su alrededor, en el impresionante vestíbulo de mármol, Fiorella exclamó:

—¡Que preciosa es esta casa!

—Su Alteza la compró, milady, al mismo tiempo que su yate, que siempre tiene en Southampton. Es un perfecto lugar intermedio entre Londres, o el castillo, y la costa. Puede cambiar caballos y descansar sin recurrir a una posada. Y a Su Alteza, debo confesar con orgullo, no le agradan esos horribles y peligrosos trenes como medio de transporte.

—Los caballos son mucho más agradables —contestó Fiorella.

—Eso pienso yo, milady —convino el mayordomo—, y encontrará magníficos ejemplares en la caballeriza, aunque estoy seguro de que Su Alteza querrá mostrárselos él mismo.

Fiorella subió como en un sueño. Sabía que el príncipe iba a llegar, aunque lo hiciera tarde, como le había advertido.

La anciana doncella que la esperaba en su habitación sugirió que descansara del viaje. Como todos los acontecimientos del día la habían agotado emocionalmente, Fiorella se durmió.

Cuando despertó era mucho más tarde de lo que esperaba.

Se dio un baño y cuando se vistió con uno de los hermosos vestidos que el príncipe le había enviado desde Londres, bajó con la idea de que cenaría sola.

Sin embargo, al llegar al vestíbulo el mayordomo le informó:

—Acaba de llegar un palafrenero, milady, para avisar que Su Alteza ya se encuentra en camino y que estará con nosotros en una hora más. Tal vez prefiera esperarlo para cenar.

—Sí… por supuesto —contestó Fiorella.

Entró en el salón, que era una amplia habitación amueblada con mucho lujo, pero con el buen gusto que caracterizaba a todas las posesiones del príncipe.

Las flores perfumaban el aire y las ventanas, cuyas cortinas aún no habían sido cerradas, daban a un jardín lleno de rosas y jeringuillas.

«¡Es un lugar encantador!», pensó Fiorella.

Sintió como si su corazón latiera al compás del reloj, al mismo tiempo que su mente repetía el nombre del príncipe, una y otra vez.

* * *

Poco más de una hora después, se abrió la puerta.

Ella esperaba que él apareciera con su ropa de montar; pero debió haber llegado a la casa sin que ella se diera cuenta, porque cuando entró, ya estaba en traje de noche.

Parecía tan apuesto y tan magnífico, que Fiorella lanzó un grito de alegría, no sólo porque estaba allí, sino también por su apariencia.

La puerta se cerró y sin pensarlo, sólo consciente de su alegría, Fiorella corrió hacia él.

Se habría detenido, al llegar a su lado, pero sus brazos la rodearon, la oprimieron contra su pecho y ella pudo sentir su corazón latiendo contra el suyo.

—¡Mi cielo, mi amor! —exclamó con mucha suavidad—. Siento mucho haber tardado tanto.

—¿Está… todo… bien? —preguntó Fiorella.

—Todo —dijo él—. Ven y siéntate, para que te lo cuente.

La soltó y ella caminó hacia el sofá. En ese momento se abrió la puerta y los sirvientes entraron con champaña, que sirvieron en copas de cristal grabadas con la insignia del príncipe.

—La cena estará lista en unos minutos, Alteza —anunció el mayordomo antes de salir de la habitación.

—Debes tener hambre —observó el príncipe—. No pensé que ibas a esperarme.

Hablaba con naturalidad y lo que decía no tenía importancia. Lo que importaba era la expresión de sus ojos y el hecho de que estaba tan cerca de ella que Fiorella temblaba con una loca excitación que la hacía sentir como si flotara en el aire.

Lo que, comió, lo que bebió en el comedor y lo que charlaron durante la cena, no pudo recordarlo jamás.

Todo lo que sabía era que los ángeles cantaban sobre sus cabezas. Su música era una canción de amor que los unía como si estuvieran tocándose.

Cuando volvieron al salón, donde los cortinajes ya habían sido corridos y los candelabros estaban encendidos, el príncipe dijo:

—Tenemos tanto que decirnos, pero lo que realmente deseo decirte es lo bella que eres y lo mucho que significas para mí.

—¿Es cierto…, eso?

—Creo que tú sabes, sin necesidad de que yo te lo diga, lo mucho que te amo. Y mi instinto húngaro me dice, aunque jamás tú lo has dicho, que lo que sientes por mí es el principio del amor.

—¡Te…, amo! —confesó Fiorella—. Pero nunca… pensé que tendría oportunidad de… decírtelo.

—Hubiéramos debido confiar en el destino, o tal vez en Dios, que estaba cuidándonos.

Lanzó un profundo suspiro y agregó:

—Cuando comprendí que debía enviarte lejos de mí, sentí que me arrancaba el corazón del cuerpo, pero era algo que estaba obligado a hacer.

—¿Adónde… me enviarás… ahora? —inquirió Fiorella.

El príncipe sonrió y para ella fue como si toda la habitación se hubiera iluminado con un millón de estrellas.

—No voy a enviarte a ninguna parte, preciosa mía —contestó él—. Te voy a llevar a Hungría después de que nos casemos.

—¿Vamos a casarnos?

—No será el matrimonio que tú debes haber soñado, con damas de honor y una gran recepción —contestó el príncipe—. Como debemos hacerlo todo en secreto, he hecho los trámites para que nos casemos mañana temprano en la pequeña iglesia que hay en este mismo pueblo, antes de partir hacia mi yate, que está en Southampton, e iniciar nuestra luna de miel.

Fiorella unió las manos.

—No puedo creer… lo que estás… diciendo.

—Esto, desde luego —dijo el príncipe—, si tú deseas casarte conmigo.

Se detuvo antes de añadir con suavidad:

—Creo, mi amor, que los dos sabemos que una fuerza, un poder más fuerte que nosotros nos ha unido y nos resultaría imposible vivir el uno sin el otro.

—Es… cierto, pero nunca… pensé que te… casarías conmigo.

—Tú eres lo que yo he estado buscando durante toda mi vida —respondió el príncipe—, y sin importar lo que puedan pensar los demás, no tengo intenciones de perderte, ahora que te he encontrado.

—Eso es lo que quería… que dijeras. Pero, por favor… ¿estás seguro de que yo soy… la persona correcta… el tipo de esposa que necesitas… y que no te… fallaré?

—Estoy muy muy seguro. Me llevó mucho tiempo… tal vez una eternidad, convencerte de cuánto te amo y de cuán convencido estoy de que tú eres la esposa que nació justo para mí ¡y que no podemos perdernos el uno al otro… nunca, jamás!

La forma en que hablaba era muy conmovedora.

Con gentileza, rodeó a Fiorella con sus brazos y la atrajo hacia su pecho. Después la miró por un largo momento.

—¿Cómo puedes ser tan perfecta, tan exquisita? —le preguntó—, que resulta difícil para mí, a pesar de que te estoy tocando, creer que eres real.

No esperó la respuesta de ella. Su boca aprisionó los labios de Fiorella y ella comprendió que esto era lo que había anhelado que él hiciera desde que se había dado cuenta de que lo amaba.

Al principio su boca fue muy gentil; pero cuando sintió como si todo el cuerpo de ella se fundiera con el suyo, y que los labios de Fiorella se rindieron a los de él, su beso se tornó más insistente, mucho más posesivo. La oprimió más contra él, hasta que ella sintió que el éxtasis la invadía y corría por su interior. Siguió besándola con tal pasión, que ella perdió la capacidad de pensar.

Sólo sentía que la estaba transportando a un cielo donde estaban solos, y que tocaban lo divino.

Cuando por fin el príncipe levantó la cabeza, Fiorella logró decir de forma incoherente:

—¡Te… quiero… te… amo! ¿Es posible que esto… esté sucediendo realmente? ¡Creo que estoy… soñando!

—Entonces yo estoy soñando también —dijo el príncipe—. Pero nuestros sueños se han convertida en realidad. Tenía tanto miedo, porque no podía pedirte que fueras mi esposa… de terminar por perderte…

Ella comprendió, al escuchar el tono de su voz, que había sido un temor muy real.

—Mi amor, mi vida, mi corazón, mi alma —continuó diciendo el príncipe—, ¡todo eso eres para mí, además de ser la caballista más perfecta que he conocido en mi vida!

Como esto último era algo que Fiorella no hubiera esperado que dijera, se echó a reír.

—¿Crees, de veras… que soy una buena caballista? —preguntó.

—Por supuesto. Juntos montaremos caballos que yo considero los mejores del mundo y, por supuesto, los más briosos e indómitos.

Por un momento Fiorella contuvo la respiración. Después suspiró y dijo:

—Todo me parece maravilloso… pero tú sabes que lo único que realmente importa es… que tú… estarás allí. Yo no quería ir a Hungría cuando me dijiste que ibas a enviarme… porque significaba dejarte.

—Eso es algo que jamás sucederá —le prometió el príncipe—. ¡Oh, mi amor, nunca creí que podría encontrar tanta felicidad, después de tantos años de sentirme solitario, aun en medio de una multitud!

Porque de pronto sintió deseos de protegerlo, Fiorella levantó la mano para tocar su mejilla.

—Nunca… dejaré que… vuelvas a estar… solo —dijo—. Y quiero… más que nada… en el mundo… darte un… hijo.

El príncipe la miró como si no pudiera dar crédito a lo que le había dicho. Entonces, sin decir nada, la besó con profunda pasión.

Ella comprendió que lo había excitado y que le había ofrecido algo que él deseaba con intensidad. Supo también, que podría llenar su vida como ninguna otra mujer había hecho en el pasado.

—¡Te quiero… te amo! —le dijo, porque no existían otras palabras con las cuales expresar sus sentimientos.

—¡Y yo te adoro! —exclamó el príncipe—. Mañana, mi amor me pertenecerás y no habrá más dificultades, ni desdichas. Se acabaron las noches solitarias en las que pensaba en ti, sabiendo que no había forma de hacerte mía.

La pasión de su voz era muy conmovedora y cuando sintió que la recorría un pequeño estremecimiento, el príncipe dijo:

—Tengo tanto que enseñarte, mi precioso amor… tengo mucho que despertar en tu corazón, en tu mente y en tu bello cuerpo, que es muy húngaro.

Fiorella comprendió lo que él quería decir con eso y rió de felicidad.

Entonces comenzó a besarla de nuevo y a ella le resultó imposible pensar en nada, excepto en que él estaba a su lado.

Le pertenecía, como él a ella, por toda la eternidad.

Ahora que estaban juntos, nadie podría dividirlos ni arruinar ese amor que el destino les había deparado desde el comienzo de los siglos.

FIN