Capítulo 5

Cuando Fiorella desmontó de Gyorgy junto a la puerta del frente, le dijo a Thomas, que la había acompañado durante el paseo:

—Gracias, Thomas. Disfruté mucho de esta cabalgata.

—Yo también la disfruté, milady —contestó Thomas. Después de quitarse la gorra con aire respetuoso, condujo los caballos hacia la caballeriza y Fiorella, que se dirigió al interior dela casa, decidió que era un hombre muy agradable.

Al expresar sus deseos de salir a cabalgar en Gyorgy, y cuando comprendió que un palafrenero debía acompañarla, había temido que éste la obligara a correr menos de lo que deseaba, porque no le agradaría que ella lo dejara atrás.

Pero para su sorpresa descubrió que las caballerizas de la casa contenían doce caballos excepcionalmente finos, y que Thomas, que estaba a cargo de ellos, era muy diferente de lo que ella esperaba que fuera un palafrenero inglés.

Era bien parecido, de unos cuarenta años y a Fiorella le pareció que tenía mejores modales y estaba mucho mejor educado de lo que se requería para su puesto.

Desde luego, ella no tenía experiencia en lo relativo a caballerizas inglesas; pero sabía cuándo un hombre era un experto en caballos y no le cabía la menor duda de que Thomas lo era.

Y si ella lo apreciaba a él, comprendió desde el mismo instante en que comenzaron a montar juntos, que él también la apreciaba a ella.

Habría resultado imposible que un conocedor, al ver la forma en que manejaba a Gyorgy, que en general era un animal muy indómito, no se diera cuenta de que era capaz de montar y manejar a cualquier caballo, por salvaje que fuera.

Cuando Gyorgy estuvo más o menos bajo control, Thomas dijo:

—La felicito, milady.

Fiorella sonrió agradecida.

—Gyorgy hace todo esto para divertirse —dijo ella—. Yo nunca he disfrutado tanto de un caballo como de éste, ni jamás me había emocionado la idea de salir a cabalgar como esta mañana.

—Estoy seguro de que no se sentirá defraudada —comentó Thomas.

Recorrieron numerosos kilómetros, pero como durante todo el trayecto él siempre la condujo en dirección contraria a la que sabía que estaba situado el castillo, Fiorella no temió encontrarse con ningún miembro del grupo que pasaba allí el fin de semana.

En realidad, vieron a poca gente. Sólo encontraron a unos cuantos labriegos y, de vez en cuando, la carreta de algún granjero que avanzaba con lentitud por los angostos caminos.

Sólo dos días más tarde Fiorella reunió el valor suficiente para preguntar:

—¿Por qué Su Alteza tiene tantos caballos aquí? ¿Y quién los monta?

Se produjo una breve pausa antes que Thomas contestara:

—Algunos son caballos de tiro, milady, y los otros los deja conmigo para que los dome, cuando él no tiene tiempo de hacerlo.

—¿Hace mucho que trabaja para él? —preguntó Fiorella. Volvió a hacerse una ligera pausa antes que Thomas contestara:

—He estado con Su Alteza durante casi tres años.

Resultaba evidente que Thomas no deseaba hablar del asunto y ella comprendió que era una impertinencia continuar haciéndole preguntas.

Pero sentía curiosidad sobre él y, de manera creciente, a medida que pasaban los días, sobre muchas otras cosas.

No acababa de comprender la organización de la casa misma, que tan hermosa le había parecido a su llegada.

La señora Newman le había llevado el desayuno a su dormitorio sugiriendo que, como la princesa siempre desayunaba en la cama, estaría más cómoda arriba que sentada sola en el comedor.

—Esto es un gran lujo —había contestado Fiorella.

Al decir eso recordó que en los últimos años, después de la muerte de su madre, casi siempre se levantaba muy temprano para preparar el desayuno de su padre. Aun en las ocasiones en que tenían sirvientes, éstos no siempre le preparaban las cosas como a él le gustaban.

A la segunda mañana, cuando ya había terminado de desayunar, Fiorella escuchó un leve arrullo proveniente de la ventana abierta y vio a una paloma blanca sentada en el alféizar, que la miraba con ojos curiosos.

Se levantó de la cama con mucha lentitud y gran cuidado, para no asustarla. Tomó un pedazo de pan tostado de la rejilla de plata y caminó a través de la habitación, partiéndolo en pedacitos a medida que se acercaba a la ventana.

La paloma, sin embargo, no parecía asustada y esperó a que ella colocara un pedacito de pan tostado frente a ella, que procedió a comer, para después tomar el resto de la palma de su mano.

En el momento en que la paloma emprendió el vuelo, la señora Newman entró en la habitación.

—¿Ya terminó de desayunar, milady? —preguntó.

—Sí, gracias —contestó Fiorella—. Lo que no alcancé a comer lo terminó una de esas preciosas palomas blancas.

Se echó a reír, pero notó que la señora Newman tenía el ceño fruncido.

—No creo que deba darles de comer aquí, milady —le sugirió—. Son de la pobre señora.

—¿La pobre señora? —preguntó Fiorella.

La señora Newman ignoró la pregunta y levantó la bandeja.

—No, creo que está bien que lo haga —se apresuró a replicar—. Por favor, olvide lo que acabo de decir, milady. Cometí un error.

Salió de la habitación antes que Fiorella pudiera decir más. Entonces la siguió con la mirada pensando que era muy extraño que se hubiera mostrado tan brusca. Se preguntó quién podría ser la «pobre señora» a la que se había referido.

Supuso que se trataría de la princesa, pero hasta ese momento no había visto a la anciana dándole de comer a las palomas.

De hecho, Fiorella recordó que apenas el día anterior se había quejado de ellas, diciendo que hacían tanto ruido que la despertaban por la mañana, y que en realidad comenzaban a ser demasiadas.

—¡Pero son tan bonitas! —había exclamado Fiorella.

—Tal vez lo sean, pero ensucian demasiado —había respondido la princesa, y después comenzó a hablar de otra cosa.

Pero, si no se trataba de la princesa, ¿quién era la «pobre señora»?

Fiorella había descubierto que había numerosos sirvientes en la casa, muchos más de los que ella hubiera supuesto.

Sabía muy poco respecto a la forma en que se manejaban las casas inglesas aunque su padre le había hablado sobre el ejército de sirvientes que su padre y su abuelo empleaban en su casa ancestral de Huntingdonshire.

Como a él le gustaba hablar de su hogar y de sus ancestros, Fiorella solía suplicarle que lo hiciera.

Le describía con lujo de detalles la forma en que lo habían educado de niño, y las grandes fiestas que se celebraban en la finca familiar, llamada Parque Claye.

Cuando estaba sola con su madre también la alentaba a que hablara de su vida en Hungría, del palacio en el que vivía su familia y de los muchos acres de tierra que poseían en la parte oriental de ese país.

Había sido un contraste fascinante, que ella atesoró en su memoria.

Desde su llegada a Inglaterra había deseado, que su padre estuviera con ella para hacerla reír de todas las reglas y convencionalismos de los que él se había librado al escoger un estilo de vida tan peculiar.

Sin embargo, comprendía que eso era lo que hacía que una casa tan grande como el castillo del príncipe funcionara como un reloj.

La casa Ledbury era muy pequeña. Sin embargo, había doncellas de cofia almidonada y vestidos de algodón a cuadros, que limpiaban por la mañana, así como jóvenes lacayos que lucían libreas con botones grabados con el escudo de armas; que ayudaban a Newman a atender a la princesa a la hora de las comidas.

Fiorella se preguntaba con frecuencia qué harían esos lacayos cuando terminaban su trabajo en el comedor, pero sospechaba que Newman, un hombre de considerable autoridad, debía mantenerlos ocupados en otras tareas durante todo el día.

En lo que a ella se refería, cada día significaba un placer que jamás había esperado encontrar.

Después del desayuno, cuando la princesa no deseaba su compañía, siempre la aguardaba la emoción de cabalgar.

Por la tarde, disfrutaba de cada momento de la charla de la princesa que era inteligente, estaba bien informada y, al mismo tiempo, era tan humana y comprensiva que a Fiorella le parecía estar escuchando a alguien que le leía cuentos de hadas.

El martes, cuando tanto ella como la princesa esperaban que la reunión del príncipe ya hubiera terminado y él llegara a visitarlas, la princesa le dijo:

—¿Le habló János sobre mí?

—Me dijo que era su prima y que él le había dado esta casa cuando vino a vivir a Inglaterra.

—¿No le contó por qué había venido aquí?

—No.

—Entonces, tal vez convenga que usted sepa que si en la tierra existe un ángel, ¡es János Kovác!

—Yo no había pensado de él de esa forma, aunque ha sido muy bondadoso conmigo —contestó Fiorella.

—Es bueno con todos —sonrió la princesa—. Nadie que le haya pedido ayuda a János se ha marchado sin recibirla, y yo paso las noches despierta preguntándome por qué un hombre tan bondadoso no puede ser feliz.

—¿No es feliz? —preguntó Fiorella con sorpresa.

Por un momento pensó que la princesa iba a responderle, pero pareció cambiar de opinión y se limitó a decir:

—Los ricos no siempre son tan felices como la gente cree.

—Cuénteme en qué forma el príncipe fue bondadoso con usted.

Fiorella la miró con interés.

La princesa se quedó pensativa un momento y entonces respondió:

—No veo razón para que usted no lo sepa. Como él ya le explicó, soy su prima, aunque pertenezco a una generación diferente. Supongo que como todas las familias húngaras, los Kovác siempre se mantienen unidos, en las buenas y en las malas, excepto cuando uno de sus miembros corta de forma deliberada los lazos que lo unen con los demás, como lo hice yo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—¡Yo me casé con el hombre que amaba!

—¿Y los Kovác no estuvieron de acuerdo?

—No, se opusieron a mi matrimonio terminantemente.

—Pero ¿por qué?

—Eso es lo que voy a contarle, querida mía. Mi esposo no era aristócrata. Sin ser con exactitud un «hombre del pueblo», casi pertenecía a esa categoría. Y también era un revolucionario.

—¡Qué emocionante!

Fiorella miró a la princesa con los ojos muy abiertos y como si disfrutara de tener un auditorio tan atento, la anciana continuó:

—Cuando amenazaron con matar a Imbe Dábas si se acercaba a mí, me fugué con él.

—¡Qué valeroso de su parte!

Al decir eso, Fiorella pensó que tal vez era más fácil huir con alguien que uno amaba, que sola, como ella había tratado de hacerlo.

—Salí una noche de manera furtiva, como un personaje de novela romántica —continuó la princesa—, llevando todos los objetos de valor que poseía envueltos en un chal. Imbe estaba aguardándome y huimos del palacio de mi padre, sabiendo que si nos daban alcance él moriría y yo quedaría prisionera en mi propia casa, sin oportunidad de escapar jamás.

—¡Pero lograron huir! —exclamó Fiorella.

—Cabalgamos dos días sin dormir, hasta que salimos de la tierra de mi padre. Entonces nos casamos.

—¿En dónde lo hicieron?

—En una iglesia pequeña, al pie de las montañas.

—¿Y nunca se arrepintió de haber huido?

—¡Nunca, nunca! —Casi gritó la princesa—. Yo amaba a Imbe y él me adoraba. Supongo que podía decirse que nacimos el uno para el otro. Sólo nos sentíamos completos cuando estábamos juntos.

—¡Eso parece muy romántico! Pero así era como mis padres se sentían uno con respecto al otro.

—Ése es el verdadero amor —dijo la princesa—, y sin importar lo que sucediera en el futuro, yo comprendí, en el momento en que Imbe me hizo su esposa, que era la mujer más afortunada de la tierra.

Su voz era muy conmovedora y Fiorella preguntó:

—¿Qué sucedió después?

—Continuamos viviendo en Hungría —contestó la princesa—, pero Imbe se hizo notorio porque siempre atacaba la complacencia del gobierno, pedía reformas, tomaba como suya la causa de los oprimidos y de los que eran tratados con injusticia.

—¿Usted lo ayudaba?

—Lo ayudaba amándolo y manteniendo su vida hogareña separada de su vida pública.

Fiorella debió parecer algo desilusionada, porque la princesa añadió:

—Eso era lo que él deseaba. Como me consideraba tan valiosa, no quería exponerme a un mundo donde él siempre era insultado y malinterpretado.

—Supongo que eso le sucede a todos los reformadores.

—Tiene razón. Y, sin embargo, aunque mucha gente criticaba a Imbe y lo odiaba, logró que se corrigieran muchos abusos y se hicieran reformas que no habrían tenido lugar si él no hubiera luchado por quienes eran demasiado débiles para hacerlo por sí mismos.

—¡Debe haber sido un hombre magnífico!

—Lo era para mí. Así que no me importaba que nadie de mi familia me hablara y que mis mal llamados amigos me eludieran en la calle, porque en mi vida no existía más que Imbe.

Como si pensara que. Fiorella no comprendía, agregó:

—No tardé en darme cuenta de que la gente que trabajaba con él y lo seguía, me miraba con desconfianza.

—¿Por qué?

—Yo pertenecía a las «clases elevadas» que ellos odiaban ¡y con plena justificación, por cierto! —Hizo un expresivo gesto las manos al añadir—: ¡su actitud no me importaba más que la de mi propia familia, porque para mí sólo existía Imbe! Imbe, que llegaba a casa y me decía lo mucho que me amaba. En sus brazos podía olvidarlo todo, por conflictivo que fuera.

Había una sonrisa en los labios de la princesa cuando dijo:

—Cuando llegue usted a mi edad, niña, comprenderá que las únicas cosas que vale la pena recordar son los momentos felices, y eso significa los momentos en que uno dio y recibió amor.

Fiorella le hizo más preguntas acerca del hombre con quien se había casado. Supo que había luchado valientemente, y en ocasiones con éxito, contra quienes querían eliminarlo.

—Pero terminaron por vencerlo —dijo la princesa con tristeza—. Un pequeño error cometido por uno de los hombres en los que confiaba, les dio la oportunidad de sentenciarlo a muerte.

—¡Oh, no! —exclamó Fiorella horrorizada.

—Sí, mataron a mi Imbe —afirmó la princesa—, y… ¡ni siquiera me permitieron decirle adiós antes de morir!

—¡Eso fue cruel y despiadado!

—Temían que si le permitían alguna concesión se las ingeniaría para escapar. ¡Siempre había tenido mucha suerte y sus enemigos habían comenzado a pensar que era indestructible!

—¡Debe haber sido espantoso para… usted!

—Se pensó en hacerme prisionera también —continuó la princesa—, y sé que si eso hubiera sucedido, aunque no me hubiesen condenado a muerte, habría muerto de todos modos.

—¿Y el príncipe la salvó? —preguntó Fiorella, aunque ya había adivinado la respuesta.

—Sí, János apareció, justo en el momento en que yo estaba más desesperada, y me sacó de Hungría antes que nadie se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Fue entonces cuando me trajo a Inglaterra… —suspiró antes de continuar—: siempre existía la posibilidad de que el gobierno de Hungría pidiera mi repatriación, así que me trajo aquí, a vivir con tranquilidad y discreción, con la esperanza de que como nadie sabía nada de mí y no podían encontrarme, pronto se olvidarían hasta de mi existencia. Y creo que eso es lo que ha sucedido.

—¡Es la historia más emocionante que he escuchado en mi vida —exclamó Fiorella—, y la admiró por su valor!

—Yo no quiero ser admirada por nada, excepto por haberle brindado gran felicidad al hombre más discutido de mi país a través de todos los años que pasamos juntos —repuso la princesa con sencillez. Permaneció silenciosa por un momento antes de añadir—: ahora sólo deseo morir para volver a estar a su lado.

—¡Y volverá a estarlo! —le aseguró Fiorella—. Papá siempre estuvo seguro de que al morir iría a reunirse con mi madre.

—Si uno ama mucho a alguien, no existe la menor posibilidad de que lo pierda nunca —observó la princesa con voz suave. Entonces, como si considerara que había hablado demasiado sobre sí misma, dijo—: y eso es lo que yo quisiera para mí querido, maravilloso János… que él encontrara el amor.

—Yo creía que era casado —comentó Fiorella.

—Lo es. Fue un matrimonio arreglado por su familia cuando él era muy joven y no le ha brindado ninguna felicidad.

Habló con cierta reserva como si no quisiera decir más. Como Fiorella se dio cuenta de lo que sentía, dijo con tacto:

—Me parece injusto que alguien tan apuesto y bondadoso como el príncipe no sea feliz. Estoy segura de que en algún lugar debe haber una mujer esperando por él, así como su esposo estará aguardando por usted, que le ofrecerá todo lo que él merece.

—Eso es lo que le pido a Dios por la mañana y por la noche —dijo la princesa—; de hecho… cada vez que pienso en él.

* * *

Esa noche, cuando se acostó Fiorella se encontró pensando en el príncipe, sorprendida al saber que era tan diferente delo que había supuesto.

Como estaba rodeado de gente de sociedad como su tíos, el conde y Lady Esme, así como los demás invitados que había conocido en el castillo, había pensado que aunque había sido bondadoso con ella, el solo disfrutaba de la vida de la que su padre siempre se había burlado tanto.

—¿Quién quiere ir al Palacio de Buckingham? —le había dicho una vez a la madre de Fiorella.

—A mí me gustaría ir solo una vez —repuso su madre—, para comprobar si es tan suntuoso como dicen.

—Sólo verías a un gran número de tontos vestidos con sus mejores galas, esperando una sonrisa real o una palmadita en la mano —contestó su padre—, como las focas del circo esperan el pescado.

Su madre se había echado a reír.

—Hablas de forma muy despectiva, querido.

—Es la verdad —insistió él—. Hombres y mujeres que cualquiera pensaría que tienen un poco de sesos dentro de la cabeza, son capaces de ir arrastrándose de aquí hasta el Polo Norte por la simple oportunidad de recibir un favor real o, aún mejor, un trozo de metal que llaman medalla, para colgárselo en el pecho.

—¡No hables así frente a Fiorella! —protestó su madre.

—¿Por qué no? Cuando llegue el momento, ya que tú estás decidida a que llegue, de que sea presentada a Su Majestad la Reina, podrá decidir por sí misma si es lo más emocionante que le ha sucedido en la vida, o si preferiría estar compitiendo conmigo montada en un caballo que necesita ejercicio, por una playa que se extienda frente a nosotros hasta el infinito.

Su madre se había reído y se había puesto de pie para decir:

—¡Las dos correremos contra ti!

Después de esa ocasión, toda charla sobre el Palacio de Buckingham quedó en el olvido.

Pero las burlas de su padre permanecieron en la mente de Fiorella y ella llegó a Inglaterra llena de prejuicios contra la vida social que iba a llevar con sus tíos.

Lo que había sucedido cuando el Conde de Sherburn entrara en su dormitorio por error, confirmó su creencia de que su padre estaba en lo cierto y todo lo que tenía alguna relación con la alta sociedad era desagradable y aterrorizante.

Ahora, lo que había sabido sobre el príncipe la hizo revisar su opinión acerca de él.

«Se debe a que es húngaro», se dijo. «Yo sé que cuando hablo con él es tan perceptivo como mamá. Comprende lo que siento y lo que estoy pensando, como ningún inglés típico podría hacerlo».

* * *

Al día siguiente sucedió otra cosa que le hizo pensar una vez más en lo diferente que era el príncipe. Había estado en el jardín cortando algunas rosas amarillas para la princesa.

Estaba a punto de entrar en el salón llevándolas en la mano, cuando oyó que alguien hablaba en el interior.

Se preguntó quién podría ser y si sería un error entrar en ese momento.

Entonces oyó que un hombre decía en francés:

—No se preocupe, princesa, me alegra que me haya llamado, pero no se trata de nada, serio.

Fiorella comprendió entonces que era el médico quien estaba con la princesa y decidió que si iba a recetarle algo, debía esperar afuera.

En el momento en que se daba vuelta, escuchó que añadía:

—¡Pobre señora! No puedo hacer mucho por ella, excepto mantenerla tranquila. Le he dado algo para que, duerma. Cuando despierte, no recordará lo sucedido.

Al oírlo, Fiorella se quedó inmóvil.

«Pobre señora» eran las palabras que la señora Newman también había usado y si el médico estuviera prescribiendo para uno de los sirvientes, no habría usado esa expresión.

Como sentía curiosidad, entró en el salón. La princesa levantó la vista y dijo en su inglés titubeante:

—¡Oh, aquí está usted, niña! Tengo mucho gusto en presentarle al doctor Bouvais, que atiende mis males y siempre es bienvenido, tanto si llega en plan profesional, como social.

—Su Alteza es muy bondadosa —dijo el médico.

Extendió la mano hacia Fiorella, saludando en francés:

—Encantado, señorita.

No sólo por la forma en que habló, sino por su aspecto mismo, Fiorella comprendió que realmente era francés y ella, en el mismo idioma, contestó:

—¡Encantada de conocerlo, señor!

—Me habían dicho que usted era húngara —exclamó él con sorpresa—, pero habla como una parisina.

—Ése es un cumplido que nunca me ha hecho a mí —exclamó la princesa—. ¡Mi invitada, doctor, es una jovencita de múltiples talentos!

—¡Es una excelente amazona, según sé! —comentó el médico—. Todo el pueblo comenta que nunca había visto que una dama montara uno de los caballos del príncipe.

Fiorella, que no tenía idea de que alguien hubiera notado su presencia fuera de la casa, oró porque eso no resultara peligroso.

Entonces se dijo que la idea del príncipe, acerca de que debía escribirle a su tío y decirle que estaba a salvo, evitaría que él hiciera preguntas respecto a ella.

—Ahora debo dejarla, señora —dijo el médico.

Besó la mano de la princesa, al estilo francés, le dirigió un cumplido a Fiorella con una inconfundible expresión de admiración en los ojos, y se marchó.

Fiorella le entregó las rosas a la princesa al mismo tiempo que decía:

—¿No es extraño tener un médico francés en el pueblo?

La princesa se echó a reír.

—¿No se da cuenta de que es otro de los «patitos cojos» protegidos por el querido János?

—¿Existe alguna razón para que él esté en el Pequeño Ledbury?

—Por supuesto —respondió la princesa—. Prácticamente todos los que habitamos aquí tenemos alguna razón para sepultarnos en vida en este lugar olvidado de Dios. Como podrá imaginar, siento mucha curiosidad por conocer la razón de que esté usted aquí.

Fiorella desvió la vista y se apresuró a decir:

—Por favor, hábleme sobre el doctor.

—¿Por qué no? —preguntó la princesa—. El no guarda en secreto, al menos no para mí, que si no fuera por János habría debido ser sometido a juicio en Francia y, sin lugar a dudas, hubiera recibido una sentencia de varios años de prisión.

—¿Qué hizo? —preguntó Fiorella.

La princesa encogió los hombros.

—No me dio detalles; pero supongo que realizó una operación ilegal y fue descubierto, o tal vez el paciente murió. Pero, sin importar lo que haya sido, estoy segura de que no tuvo la culpa, porque nunca he conocido aun hombre más bondadoso y más considerado que él. También es muy inteligente y aunque para mí resulta muy agradable tenerlo aquí, no puedo menos que sentir que su talento se está desperdiciando.

Cuando se quedó sola, Fiorella descubrió que tenía mucho en qué pensar y una vez más le pareció como si una obra teatral se estuviera representando ante sus ojos, aunque era muy diferente de la que había presenciado en el castillo.

Podía imaginar con toda claridad al príncipe llevándose a la princesa de Hungría y asegurándose de que no sólo estuviera cómoda, sino también segura en su hermosa casa señorial.

No era sorprendente, tampoco, que el médico le estuviera agradecido por lo que había hecho por él.

Entonces se preguntó a cuántas otras personas habría ayudado y se sintió segura de que una de ellas era Thomas.

«Espero que un día me cuente su historia», pensó. «O tal vez lo haga la princesa».

Pero había otra pregunta cuya respuesta ansiaba saber: ¿quién era la «pobre señora»? Y si vivía en la casa, ¿por qué no la había visto?

* * *

El miércoles llegó lo que Fiorella estaba esperando.

Lo habían llevado en diligencia, desde Londres, y tan pronto como vio que subieron a su dormitorio, pensó que era típico del cuidado que el príncipe ponía en todos los detalles.

Había dos baúles, cada uno con una corona sobre la letra «R».

Después de abrirlos, la señora Newman y una de las doncellas los vaciaron y entonces Fiorella vio la ropa que el príncipe le había comprado.

—¡Ya comenzaba a temer que su equipaje nunca llegaría! —exclamó la señora Newman—. Son los transportes los que ocasionan tantos problemas, a pesar de que ahora hay trenes que van desde la costa hasta Londres todos los días. ¡Eso debería facilitarlas cosas!

Fiorella no dijo nada y ella continuó:

—¡Yo jamás arriesgaría la vida subiendo a uno de ellos!

Fiorella no se molestó en contestar, porque estaba ocupada mirando los vestidos y pensando que eran más atractivos y le quedarían mucho mejor que los que su tía le había comprado…

La marquesa sólo se había interesado en hacerla parecer sensacional, con el único objeto de que atrajera un posible marido.

El príncipe, en cambio, al pensar en ella, debió haber usado su instinto húngaro para saber qué le sentaría mejor y qué, según sus propias palabras, sería un «adecuado marco para su belleza».

Los vestidos eran simples, pero poseían una distinción que los hacía diferentes a cuantos había visto en otras mujeres.

No eran del color blanco peculiar de las debutantes inglesas, sino de los colores de las flores alpinas que cubrían las estepas después de que las nieves habían desaparecido y que su madre le había descrito con tanta frecuencia.

Los suaves tonos azules, rosa y amarillo dorado parecían tener vida propia. Cada vestido era original en su diseño y tan atractivo que Fiorella hubiera deseado probárselos todos.

Decidió ponerse uno en su suave tono de verde que parecía acentuar el color de sus ojos y que hacía resaltar la blancura de su piel.

Cuando la señora Newman le ayudó a abotonarlo, comentó:

—Ahora parece, milady, una mañana de primavera. Y primavera, en verdad, es lo que ha traído usted desde que llegó a esta casa.

—Gracias, señora Newman —contestó Fiorella, con sorpresa.

—Es verdad, milady. Cuando oigo su risa y la veo bajar corriendo por la escalera, ¡me hace sentir como si fuera joven otra vez!

—No podía haberme dicho nada más bondadoso, ni más agradable —sonrió Fiorella.

Como quería mostrarle su nuevo vestido a la princesa, atravesó el pasillo a la carrera. Pero entonces, al llegar a lo alto de la escalera, se detuvo porque alguien acababa de entrar por la puerta del frente.

Vio que un hombre avanzaba hacia el vestíbulo y sintió que su corazón daba un vuelco.

Era el príncipe, a quien aguardaban ansiosas de que fuera a visitarlas antes que regresara a la ciudad.

Estaba a punto de gritarle para llamar su atención, cuando advirtió que no era necesario.

Como si lo que ella sentía lo hubiera atraído, el príncipe levantó la vista y le sonrió al ver que se asomaba por encima del barandal.

Ella comenzó a bajar por la escalera a toda prisa y él la siguió con la mirada hasta que llegó a su lado.

Entonces extendió las manos para tomar las de ella.

—¿Está usted bien? —le preguntó.

—Sí, ¡y muy muy contenta de verlo! —contestó Fiorella—. La princesa y yo pensábamos que tal vez ya nos había olvidado.

—Eso sería imposible. ¿Me permite decirle que está muy hermosa?

Fiorella bajó la vista hacia su vestido.

—Acaba de llegar y me da mucho gusto poder mostrárselo.

—Le sienta muy bien.

—Eso es lo que pensé y sentí… aunque supongo que eso es imposible… que usted lo escogió… de forma especial para… mí.

—Digamos que le describí su aspecto y lo que yo quería a alguien que entiende de estas cosas.

—¡Es usted tan inteligente… y tan bondadoso!

La forma en que pronunció estás últimas palabras impulsó al príncipe a decir:

—Tengo la impresión de que mi prima ha estado hablando con usted.

—Me interesó mucho escuchar todo lo que ella me contó.

—¡Debí haber adivinado que no existe una mujer capaz de guardar un secreto! —comentó el príncipe cuando caminaban hacia el salón.

—Yo he guardado el mío —repuso Fiorella con voz baja—, y por favor, debe contarme lo que está sucediendo.

—Por supuesto —contestó él—, pero primero debo saludar a mi prima.

Entraron en el salón y al ver al príncipe la princesa lanzó una exclamación de alegría.

—¡János! Temía que hubieras vuelta a Londres sin visitarnos.

—Tuve que esperar hasta que partiera el último invitado —contestó el príncipe—, y debo decir que lo hizo casi contra su voluntad.

—Sospeché que algo así había sucedido —señaló la princesa—. Abusan de ti, como todos nosotros.

—Eso no es verdad. Y aunque lo fuera, ¡así me gusta!

—Entonces eso es todo lo que importa —respondió la princesa. Miró a Fiorella, en quien no se había fijado hasta entonces, y exclamó:

—¡Ya llegó su ropa! ¡Oh, cuánto me alegro! ¡Y qué bonito vestido! Está preciosa con él, ¿no es cierto, János?

—Acabo de decírselo —contestó el príncipe.

Entonces sus ojos se encontraron con los de Fiorella y por alguna razón que ella no alcanzó a comprender, le resultó difícil desviar la vista.

Había llegado a caballo, y ella pensó que con las botas muy pulidas y su levita, estaba tan elegante y tan increíblemente apuesto que parecía bajado de un cuadro, como uno de los caballeros ingleses de la época del Rey Jorge.

Y, sin embargo, aunque estaba vestido al estilo inglés, no parecía realmente británico.

Habla algo audazmente extranjero en él, que ella no podía describir con palabras.

Newman no tardó en aparecer en el salón, seguido por un lacayo que llevaba una bandeja con copas y una botella de champaña que se enfriaba en un cubo de plata.

—¿Tenemos algo especial por lo cual brindar hoy? —preguntó la princesa.

—Estamos celebrando que estás tan bien como no te he visto desde hace mucho tiempo, prima María —contestó el príncipe—, y que Fiorella parece feliz.

—¡Soy feliz! —exclamó Fiorella.

—Yo también —agregó la princesa—. Estos últimos días, gracias a Fiorella, he estado más contenta de lo que lo había estado en años.

—Eso es lo que quería oírte decir.

Newman sirvió el champaña y cuando los tres tuvieron una copa en las manos, el príncipe levantó la suya.

—¡Por la felicidad! —brindó—. ¿Qué podría ser más importante que eso para todos nosotros?

Bebió el champaña de su copa. Entonces la colocó sobre la mesa y dijo:

—¿Me permites, prima María, llevar a Fiorella al jardín? Tengo un par de cosas personales que discutir con ella.

—Sí, por supuesto —contestó la princesa—, pero ten cuidado de que no se manche su vestido.

—Por supuesto que tendré buen cuidado de ello —contestó el príncipe, entre serio y burlón.

Salieron al jardín a través del ventanal de estilo francés. Cuando cruzaban el césped verde y brillante, Fiorella preguntó:

—¿Qué ha sucedido? Cuéntemelo, por favor.

—Puedo darle la mejor respuesta que existe para su pregunta —contestó el príncipe—, agregando solo: «¡nada!».

—¿Nada?

—Creo que al leer la nota su tío se sorprendió y su tía se enfureció.

—¿Y el conde?

—Me imagino que su tía se la mostró, porque ciertamente parecía mucho más contento al finalizar el día que al comienzo del mismo, y pasó todos los momentos posibles con Lady Esme, hasta que llegó su esposo.

Cuando el príncipe terminó de hablar, advirtió que Fiorella lo miraba estupefacta.

—¿Su… esposo? —preguntó, como si pensara que era imposible que hubiera oído bien—. ¿Quiere decir… que Lady Esme es… casada?

—¡Por supuesto que es casada, creí que usted lo sabía! Su esposo es Sir Richard Meldrum, un distinguido diplomático.

—¡Pero…, yo no tenía la menor idea! Aunque, si es casada, ¿por qué estuvo… coqueteando con el conde? ¿Y por qué trató él de ir a su… dormitorio?

La inocencia de la pregunta hizo que el príncipe contuviera el aliento y enseguida respondiera:

—Creo que es un error, Fiorella, que se interese o se preocupe por la gente que dejó atrás. Usted y yo sabemos el poder que tiene el pensamiento y tal vez, si piensa en ellos demasiado, atraiga su atención hacia usted.

Fiorella lanzó un leve grito de horror.

—Eso es algo que no deseo hacer… y estoy segura de que tiene usted razón —exclamó; se detuvo un momento antes de agregar—: cuando estuvimos en la India, papá me explicó que algunos nativos del país sabían, por medio del pensamiento o del instinto, que algo había sucedido a cientos de kilómetros de distancia, casi en el mismo instante en que sucedía.

—Eso es verdad —contestó el príncipe—, así que quiero que me prometa que dejará de pensar, primero en sus tíos y, después, en el conde. No hay ninguna razón para que él vuelva a cruzarse en su vida.

—¿Quiere usted decir —murmuró Fiorella después de un momento—, que voy a quedarme aquí… para siempre?

—No, por supuesto que no —contestó el príncipe—. Tengo planes para usted, aunque prefiero no hablar sobre ellos por el momento.

Advirtió que lo miraba con curiosidad y agregó:

—Le he pedido que confíe en mí.

—¡Confío en usted! —contestó Fiorella—. ¿Cómo podría no hacerlo, cuando ha sido tan bondadoso conmigo? En el futuro no solo… cuidaré mi lengua, sino también mis… pensamientos.

El príncipe lanzó una carcajada.

—Me parece muy sensato —dijo—. El arte de disfrazarse consiste en pensar como si realmente se fuera el personaje que se está representando.

—Eso es lo que trato de hacer —contestó Fiorella—. La princesa, lo sé muy bien, está convencida de que soy húngara, como lo están todos los demás en la casa.

—¡Usted es húngara!

—De cualquier modo, yo nunca he estado en Hungría y siempre temo, cometer algún… error.

—¿Qué ha sucedido con esa brillante inteligencia que según me dijo era tan preciosa para usted? —preguntó el príncipe.

—Está tratando de asustarme —contestó Fiorella—. Sin embargo, como hasta ahora he tenido suerte, estoy segura de que seguiré teniéndola… en el futuro.

—Estoy seguro de que así será —sonrió él.

—Toda mi suerte reside en haberlo conocido a usted —señaló Fiorella con voz baja—, y nunca, nunca olvidaré que me salvó cuando estaba… sola y asustada… y que evitó que volviera… al castillo de forma ignominiosa… para casarme con… el conde.

—¡Olvídelo, olvídelo todo! —exclamó el príncipe.

Habló de forma casi violenta y Fiorella dijo con humildad:

—Trataré de… hacerlo, porque… usted me lo pide y yo… quiero complacerlo…

—Usted me complace muchísimo —declaró el príncipe—. Y me gustaría, poder quedarme para verla con los otros vestidos que he escogido para usted.

—¿Va a…, dejarnos?

Era casi un grito.

—Debo volver a Londres hoy —contestó el príncipe—, pero regresaré tan pronto como pueda.

—Prométame que lo hará.

Fiorella no supo por qué, pero hubiera deseado aferrarse a él, hubiera querido impedir que se fuera. Lo único que le importaba en esos momentos era que él se quedara.

—Lo prometo —dijo el príncipe—, y quizá la próxima vez pueda quedarme un poco más.

—Usted sabe lo mucho que eso significará para la… princesa —entonces, sin poder evitarlo, añadió—: ¡y para mí!

El príncipe no contestó y ella advirtió que la expresión de su rostro era muy extraña.

Al darse vuelta para entrar de nuevo la casa, varias palomas se elevaron de entre los arbustos y se alejaron aleteando.

—Ahora recuerdo algo que quería preguntarle —dijo Fiorella—. Tanto el médico como la señora Newman mencionaron a alguien a quien llamaron «la pobre señora». ¿A quién se referían?

En el preciso instante en que formulaba su pregunta, comprendió que había cometido un error. El príncipe frunció el ceño. En su rostro apareció una expresión sombría que ella nunca había visto antes.

Entonces, cuando estaba a punto de decir que la perdonara y que lamentaba haberse mostrado tan indiscreta, él contestó con voz inexpresiva:

—¡Se referían a mi esposa!