Capítulo 2

Tan pronto como los caballeros se reunieron con las damas, el conde, sin esforzarse demasiado por ser discreto, se acercó a Esme Meldrum.

Al verla de pie contra un fondo de flores exóticas, en apariencia contemplando los últimos rayos del sol poniente, pensó que era muy hermosa.

El príncipe, a diferencia de la mayoría de los anfitriones, no hacía correr las cortinas hasta que oscurecía.

Las velas ya estaban encendidas en los candelabros del salón y sus luces se reflejaban en los diamantes que Esme lucía alrededor del cuello. Pero no eran, tan brillantes, pensó el conde, como la luz de sus ojos.

Se daba cuenta, gracias a su considerable experiencia con las mujeres, que eso se debía a que lo estaba mirando a él. Parecía radiante y había una indiscutible invitación en la suave sonrisa de sus labios.

Por un momento se quedó mirándola, sin hablar. Luego, como ella pareciera interrogarlo en silencio, dijo:

—Creo que los dos sabemos que aunque tú estás observando el crepúsculo, para nosotros es el preludio del amanecer.

—¿Estás seguro de que eso es lo que tú… quieres que sea? —preguntó ella.

—Como ésa es una pregunta innecesaria, la contestaré después… —Se detuvo un momento antes de preguntar—: ¿en qué habitación duermes?

Ella le dirigió una mirada que expresaba con claridad que lo deseaba tanto como él a ella. El conde pensó que el hecho de que Richard Meldrum no llegara hasta el día siguiente, constituía un regalo de los dioses.

Antes que ella pudiera contestar, se apresuró a decir:

—Creo que este lugar es lo bastante grande como para alojar aun regimiento, así que sigamos el ejemplo del Príncipe de Gales.

Esme se echó a reír y él rió también.

Los dos sabían que cuando el príncipe pretendía a una muchacha bonita en una casa con la que no estaba muy familiarizado, para encontrarla siempre sugería que ella identificara su dormitorio colocando una rosa junto a su puerta.

—Sí, creo que eso sería lo mejor —reconoció Esme—. Después de todo, aunque creo que estamos en el mismo piso, hay numerosos dormitorios y no me gustaría que te perdieras.

La forma en que habló le reveló al conde todo lo que deseaba saber y pensó que lo correcto era que ya se alejara de ella. Podía reunirse con varios hombres que discutían acerca de dónde jugarían a las cartas, o satisfacer con sus atenciones a otra decena de damas.

Pero como era un hombre mimado por la vida, que siempre obtenía cuanto deseaba, decidió que sólo había una persona con la que quería hablar en esos momentos. Por lo tanto, se quedó donde estaba.

El Príncipe János, después de haberle indicado a los invitados que las mesas de juego los esperaban en una habitación contigua, observó a su alrededor para ver si alguien necesitaba atención. Advirtió que la Marquesa de Claydon, resplandeciente en un traje bordado con lentejuelas verdes, se encontraba de pie junto a la chimenea.

Cuando comenzó a caminar hacia ella se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino a dos personas que charlaban junto a la ventana.

La expresión de su rostro y la furia de sus ojos eran tan intensas que el príncipe no necesitó adivinar qué la estaba alterando.

Con el tacto que lo había hecho famoso y el encanto que siempre resultaba irresistible, se dirigió a ella y tomando su mano, le dijo:

—No necesito decirte, Kathie, que eres la mujer más bella que hay aquí esta noche. Cada vez que te veo me convenzo más de que cada día que pasa te vuelves más hermosa.

Por un momento los ojos de la marquesa se agrandaron por el asombro.

El príncipe siempre había sido cortés y amable con ella. Además, representaba una gran satisfacción que ella y George fueran incluidos con tanta frecuencia en sus reuniones.

Sin embargo, él nunca le había demostrado atenciones especiales. Como era un hombre tan enigmático, jamás consideró la posibilidad de que pudiera convertirse en su amante.

Desde luego, se habría sentido muy emocionada si hubiera existido la menor probabilidad de ello. Capturar el corazón del Príncipe János Kovác habría enorgullecido a la mujer más vanidosa. Pero ella no había concedido el más leve pensamiento a algo tan improbable.

Ahora, por primera vez, cruzó por su mente la idea de que si él la consideraba realmente atractiva, ciertamente sería un excelente sustituto del conde.

Entrecerrando los ojos y mirándolo de la forma enigmática que había descubierto que intrigaba a los hombres, contestó:

—Mi querido János, tú siempre tan bondadoso. Me gustaría creer que hablas con sinceridad.

—¿Cómo puedes dudarlo? —preguntó el príncipe—. Además, Kathie, acabo de comprar un cuadro sobre el cual me gustaría oír tu opinión. Creo que te divertirá, porque existe un cierto parecido entre la modelo y tú.

Sin esperar la respuesta de la marquesa, la condujo a través del vestíbulo, hacia una salita muy atractiva, en la que el cuadro al que se refería se hallaba colgado sobre la repisa de la chimenea.

Era el retrato de una mujer veneciana desconocida, pintada a principios del siglo XVIII.

No sólo era muy hermosa; también como pudo comprobar la marquesa, tenía un indiscutible parecido con ella en el cabello y los ojos oscuros.

Se dio cuenta cuando contemplaba el cuadro arqueando el cuello hacia atrás para mostrar lo que solía describirse como «de exquisita línea», de que el príncipe la estaba observando.

—Gracias János —dijo con suavidad—. Pero creo que estás adulándome.

—Sólo digo la verdad. Tú sabes bien que eres la más bella de cuanto baile se engalana con tu presencia. La otra noche, en la Casa Marlborough, noté que no había nadie que pudiera compararse contigo. Y oí que el Príncipe Alberto decía lo mismo.

—¿Debo simular que me estás haciendo ruborizar? ¿O acaso pedirte que sigas hablándome de ese modo?

—Yo me sentiría encantado de hacerlo —contestó el príncipe—, pero, como tú sabes, primero debo atender a mis invitados. De cualquier modo, Kathie, tenemos todo el fin de semana por delante.

Al decir eso le tomó la mano, la hizo girar y besó su palma. Era un gesto gracioso, al que el príncipe otorgaba gran encanto.

La marquesa contuvo la respiración. Cuando se dirigieron hacia la puerta tomados de la mano, ella sonreía y parecía muy diferente a unos minutos antes.

El príncipe la condujo hacia el salón de juegos y se instaló en la mesa de baccarat, donde varios invitados esperaban que tomara la banca. Después de invitarla a sentarse a su derecha, le dijo:

—Tengo el presentimiento de que esta noche me darás suerte, así que jugaremos juntos.

La marquesa se mostró encantada. Sabía que eso significaba que él cubriría sus pérdidas, en tanto que las ganancias serían suyas.

Sin importar cuán rica fuera una persona en el ambiente de la alta sociedad londinense, nunca lo era lo bastante como para rechazar nuevas riquezas.

La marquesa ya estaba imaginando cuando comenzaron a jugar, que tal vez podría comprarse la estola de marta cebellina que tanto deseaba, pero que George se había negado a comprarle con el pretexto de que era demasiado costosa.

Como el príncipe era tan rico y la mayoría de sus invitados también gozaban de una posición acomodada, en la mesa de baccarat las apuestas eran muy altas.

El Príncipe János, que era un anfitrión perfecto, casi siempre procuraba que aquellos invitados que no podían darse el lujo de perder mucho dinero se encontraran sentados frente a una mesa de bridge antes que pudieran darse cuenta siquiera de cómo había sucedido.

Sólo dos horas más tarde la marquesa volvió a pensar en el conde y en Esme Meldrum.

Para entonces, la pila de monedas de oro que había frente a ella se había multiplicado de forma considerable.

Pero cuando perdió en la última tanda de cartas, pensó que tal vez su suerte había cambiado y que quizá fuera mejor retirarse mientras aún había ganancias a su favor.

Como si el príncipe comprendiera lo que estaba pensando, dijo:

—Creo que me caería muy bien una copa de champaña. ¿Qué te parece si vamos a beber algo antes de comenzar una nueva tanda?

—¡Me parece una idea deliciosa! —contestó la marquesa.

Se levantaron y uno de los jugadores se apresuró a exclamar:

—¡No me digas que te vas, Kovác!

—No, por supuesto que no —contestó el príncipe—. Sólo vamos a estirar las piernas y a buscar algo con qué apagar la sed.

—Te permitiremos ir a brindar por ti mismo —dijo otro—, pero vuelve pronto. Quiero que me des la revancha.

—Con mucho gusto —contestó el príncipe de buen humor.

Cuando caminaba hacia el salón contiguo acompañado de la marquesa, se dio cuenta de que en un extremo, sentados en un sofá, el conde y Esme Meldrum se encontraban hablando de una forma muy íntima.

Había dos personas más en la habitación y la marquesa advirtió con asombro que se trataba de su esposo y Fiorella. Ellos también hablaban, sólo que con gran animación; cuando ella y el príncipe se acercaban a su lado, la risa de Fiorella estalló con gran espontaneidad.

Como la muchacha parecía tan linda, y al mismo tiempo ella estaba intensamente consciente de lo interesado que se mostraba el conde en su rival, la marquesa se sintió impulsada a volcar su furia buscando algo que criticar.

Por lo tanto, se detuvo juntó a su esposo y le dijo a Fiorella:

—Esperaba que a estas horas ya hubieras tenido el buen sentido de irte a la cama y no molestar a tu pobre tío, que seguramente debe estar ansioso por ir a jugar a las cartas.

—¡Te equivocas! —contestó el marqués antes que su sobrina pudiera responder—. Fiorella y yo estamos sosteniendo una conversación muy interesante y yo me divierto mucho con ella.

—Me alegra saberlo —contestó la marquesa, aunque era evidente que no prestaba atención a lo que él decía, sino que miraba al conde con el rabillo del ojo.

El príncipe, que había ido a buscar las bebidas, llegó con dos copas de champaña. Al entregarle una a ella, se volvió hacia el marqués:

—¿Qué me dices de ti, George? ¿Te traigo también una copa?

—No te preocupes —contestó el marqués—, yo me la serviré. Aunque en realidad durante la cena tus vinos fueron tan excelentes que no tengo sed.

—Me agrada saber que los has disfrutado.

En ese momento la marquesa se dio cuenta de que Fiorella se encontraba de pie al lado de su tío, esperando para dar las buenas noches; pero de forma deliberada le dio la espalda y se puso a charlar con el príncipe.

Aun así pudo escuchar que Fiorella decía:

—Gracias, tío George, has sido muy bondadoso conmigo y he disfrutado de esta velada más de lo que podría decirte.

Besó la mejilla de su tío y deseosa de escapar de las acusaciones de la marquesa, se alejó a toda prisa hacia la puerta.

La marquesa pensó que era imperativo encontrarle un marido. Entonces, como caída del cielo, una idea cruzó por su cerebro.

* * *

Una vez en el vestíbulo, Fiorella no se apresuró. Subió con lentitud la magnífica escalera tallada, pensando que el castillo era el edificio más espléndido que había visto en su vida y, desde luego, el lugar más elegante en el que se había hospedado hasta ese momento.

Se dijo con firmeza que, sin importar lo que hicieran los demás, el día siguiente buscaría a alguien que le mostrara la casa y le hablara acerca de todo lo que contenía, en particular sobre los cuadros.

Había sido su madre quien despertara su interés en el arte y quien la hiciera visitar los museos, siempre que se encontraban en alguna ciudad donde había uno o varios de ellos.

También le había enseñado a apreciar la belleza de las tierras extrañas que visitaban.

—Hay belleza en todas partes, querida —le había dicho cierta vez—, y no necesitas ser dueña de cosas bellas para apreciarla. Puedes capturarla y retenerla en tu mente, y sin importar que seas rica o pobre, siempre te pertenecerá.

Era algo que Fiorella nunca había olvidado.

Ahora, cuando caminaba por un corredor repleto de muebles magníficos, enormes espejos de marco tallado y cuadros de viejos maestros, se dijo que eso le pertenecía.

«La próxima vez que duerma en una tienda en el desierto», pensó, «o en un pequeño camarote de algún barco maloliente, podré conjurar con mi pensamiento lo que estoy viendo ahora»… Ahora recordó con gran dolor que ya no habría más viajes a lo desconocido, ni más tribulaciones y aventuras que siempre resultaban excitantes vistas en retrospectiva.

En cambio, sólo quedaría la vida social que a veces encontraba aburrida, y otras, incomprensible.

«Comen y hablan, hablan y comen, y eso es todo lo que hacen, día tras día», pensó. «Con razón los hombres se vuelven gordos y las mujeres intrigantes…».

Como era sumamente inteligente, aunque no supiera nada acerca de la vida en la alta sociedad, se había dado cuenta de la crueldad de los comentarios sobre las otras mujeres que su tía solía hacerle de sus amistades, a su marido y, cuando no había nadie más con quién hablar, a la propia Fiorella.

También había descubierto que su tía hablaba con una voz muy diferente cuando se dirigía a los hombres bien parecidos que visitaban la casa. Eran hombres que a ella no le prestaban particular atención; pero sin duda eran amigos muy íntimos de su tía y formaban parte de su vida diaria.

Fiorella no entendía sus chistes y muchas de las insinuaciones que había detrás de sus palabras le resultaban incomprensibles.

Pero se daba cuenta de que todo era frívolo y superficial. Anhelaba charlar con su padre sobre las costumbres de los berberiscos, la importancia de La Meca para un musulmán, o planear con él expediciones que los llevarían a territorios que muy pocos europeos conocían.

«Oh, papá», exclamó desde el fondo de su corazón, «¿por qué me abandonaste?».

Y cuando la pregunta parecía vibrar en el aire, advirtió que había llegado a su dormitorio y que una doncella la aguardaba para ayudarla a desvestirse.

Éste era un lujo que no le concedían en la casa de su tío y se apresuró a explicar:

—Perdóneme. Debí haberle dicho que no me esperara.

—Es mi obligación, señorita —contestó la doncella.

—Pero ¿no se cansa de esperar? —preguntó Fiorella con curiosidad.

—Por lo general tengo tiempo de recostarme en la tarde, señorita. Pero durante los fines de semana, cuando la casa se llena, debemos trabajar muchas horas. Usted se acostará temprano, señorita. Las demás personas, en cambio, subirán cerca del amanecer.

Fiorella pensó que esto era muy cruel, sobre todo para la doncella de su tía, una mujer ya entrada en años que ahora debía estar esperando en la habitación contigua.

Más enseguida se dijo que no tenía derecho de criticar a nadie.

Cuando la doncella colgaba su vestido en el armario, ella se dirigió hacia la puerta que comunicaba con la habitación de la marquesa para asegurarse de que estaba bien cerrada.

Al hacerlo pensó con una leve sonrisa que no debía darle ningún pretexto para reprenderla al día siguiente, como lo haría si la oía moverse a través de la alcoba.

La habitación en que dormía Fiorella era muy amplia y la enorme cama, con sus cortinajes de seda, parecía impresionante.

—Veo que te han ubicado junto a tu tío y a mí —le había dicho la marquesa al llegar—. Creo que es una gran consideración de parte de Lady Roehampton. Las jovencitas casi siempre duermen en habitaciones pequeñas, situadas en otra parte del castillo.

La forma en que lo dijo provocó que Fiorella sintiera que era casi un reproche.

La marquesa le había hecho notar con mucha claridad que no era común que una jovencita formara parte de un grupo que se hospedaba en una casa para una reunión y que siempre estaba constituido por personas adultas.

—En lo que respecta al Príncipe János —añadió—, nunca he sabido de un caso igual. El jamás recibe en su casa a gente tan joven como tú.

Fiorella no supo qué contestar, así que guardó silencio.

—Espero que te des cuenta de lo afortunada que eres —había concluido su tía con la voz dura que usaba cada vez que se dirigía a ella.

—Me siento muy agradecida, tía Kathie.

—¡Es lo menos que puedes sentir! Y no harás un mal papel en lo que a tu ropa se refiere. ¡Sólo Dios sabe lo que dirá tu tío cuando reciba las cuentas!

Fiorella había escuchado este comentario con tanta frecuencia, que ya había cesado de impresionarla.

En realidad le había dicho al marqués cuando se encontraron solos:

—Gracias, tío George, por ser tan bondadoso comprándome tantos bellos vestidos, aunque estoy segura de que podría, pasarme la muy bien con muchos menos.

Su tío había sonreído y le había dado palmaditas en el hombro.

—Eres muy bonita, querida mía, y la ropa es importante para una mujer.

—¡Lo sé, pero también es muy cara!

—¡No me llevarás a la ruina, de eso puedes estar segura! —sonrió él—. Y cuando yo te lleve del brazo a través de la iglesia, para casarte con alguien importante, sentiré un gran placer.

Fiorella comprendió que en ese caso «importante» significaba alguien que perteneciera a la misma sociedad en que ellos se movían.

Ella hubiera deseado contestar que preferiría casarse con un explorador o un extranjero, pero sabía que esa idea horrorizaría a su tía.

Desde que llegara a Londres no había cesado de repetirle que consideraba excéntrica y escandalosa la forma de vivir de su padre y que ella debía considerarse muy afortunada por el hecho de que la hubieran salvado de ese estilo de vida.

Hubiera sido imposible protestar diciendo que ella pasaba las noches despierta, detestando la suavidad de su cama y la sensación de estar confinada entre cuatro paredes.

Añoraba los espacios abiertos bajo un cielo tachonado de estrellas. Ansiaba las turbulentas aguas de un mar extraño moviéndose debajo de ella.

«Tía Kathie jamás lo entendería», pensó con desesperación y comprendió que no valía la pena tratar de explicar lo que sentía.

Ahora descorrió los pesados cortinajes de brocado, levantó las persianas y abrió las ventanas, para, dejar que entrara el aire de la noche.

Era fresco y límpido en comparación con el calor de las habitaciones de abajo. Fiorella se inclinó hacia afuera.

En el cielo había estrellas, pero no eran tan brillantes ni tan numerosas como las que había visto brillar en el Oriente.

Sin embargo, la luz procedente de la luna que iluminaba el cielo, permitía ver su reflejo en el lago que había frente a la casa y distinguir los antiguos robles del parque.

«Si papá estuviera aquí» se dijo, «me ayudaría a estudiar la historia del castillo y a apreciar sus tesoros. Al mismo tiempo, se reiría de la gente que se hospeda en él, y se negaría a tomarla en serio».

Pensó que ella debía hacer lo mismo y que si se sentía deprimida era porque estaba tomando su nueva vida con demasiada seriedad.

«Es sólo una etapa incómoda de mi vida» se dijo, «como subir una montaña con un pie ampollado, o dormir en uno de esos pequeños bungalows de la India, donde había víboras en las vigas del techo».

Recordaba una ocasión en Turquía en que ella y sus padres habían sido sorprendidos por una terrible tormenta y se habían visto obligados a protegerse en una cueva que olía intensamente a animales salvajes.

Llevaban poco tiempo allí cuando los tres comenzaron a rascarse a causa de las picaduras de los insectos que habían dejado los animales.

Recordó que su padre había lanzado juramentos cuando se rascaba y ante un reproche de su madre, había respondido:

—Unos cuantos juramentos ingleses nunca le han hecho daño a nadie. ¡Sólo espero que estas malditas pulgas entiendan inglés!

Todos se habían echado a reír y después el incidente les había parecido muy divertido.

«Debo reírme de todo lo que me está pasando», se dijo. Se metió en la cama y permaneció acostada mirando las estrellas, hasta que por fin se quedó dormida.

* * *

Fiorella soñaba que estaba con su padre cuando la despertó el ruido de una puerta que se abría.

Como había dormido con mucha frecuencia en lugares muy extraños, tenía el sueño ligero y había aprendido a despertar con el simple sonido de una cobra al deslizarse por el suelo, o el rugido de un animal salvaje afuera.

Entonces, sorprendida; se dio cuenta de que había alguien dentro de la habitación, junto a la puerta.

No podía ver quién era, porque la luz de la luna que entraba por las ventanas no llegaba hasta allí.

Aunque percibía que había alguien, como aún estaba medio dormida no se asustó.

Pero, cuando la alta figura de un hombre comenzó a atravesar la habitación en dirección de la cama, lanzó un grito ahogado y preguntó titubeante:

—¿Quién es… usted? ¿Qué quie… re?

El dijo con voz baja y clara:

—¿Esme?

Fue en ese momento, cuando ella se disponía a abrir la boca para gritar, que la puerta de comunicación se abrió y su tía entró portando un candelabro de plata con las velas encendidas.

Llevaba puesta una elaborada negligé de satén y, encaje y aparecía, imponente e indiscutiblemente hermosa.

Sin embargo, Fiorella no la miraba a ella sino al hombre que estaba de pie junto a la cama, de espaldas a la ventana. Ahora podía ver que se trataba del Conde de Sherburn.

Al mirarlo, se dio cuenta de que él la observaba con profundo asombro y que, al mismo tiempo, parecía petrificado.

Los ojos de la marquesa se encontraron con los de él a través de la habitación. Entonces dijo con una voz tan clara que pareció retumbar en el silencio:

—De veras, Osmond, ¿cómo puedes hacer algo tan espantoso como tratar de seducir a una muchacha tan joven como Fiorella?

Por un momento pareció como si el conde hubiera perdido la voz. Al fin, dijo:

—¡Estoy en una habitación equivocada!

—¡No supondrás que voy a creer eso! —contestó la marquesa. Habló de forma burlona y en sus labios apareció una sonrisa que a Fiorella le pareció de triunfo.

La marquesa volvió la cabeza para gritar:

—George, ¡ven aquí de inmediato! Te dije que había alguien en la habitación de Fiorella.

Como si sus palabras hubieran sido un resorte que pusiera en movimiento al conde, éste se alejó de la cama, hacia el centro de la habitación, para enfrentarse con la marquesa.

Aunque habló con voz baja, Fiorella escuchó que decía:

—Tú te das perfecta cuenta, Kathie, de lo que realmente sucede, y sería un grave error para ti que provocaras una escena.

—¡No me doy cuenta de nada! —contestó la marquesa, hablando en el mismo tono bajo que él había usado.

Entonces, como sin necesidad de mirar se hubiera dado cuenta de que su marido había entrado en la habitación y estaba de pie detrás de ella, dijo sin darse vuelta, ahora con voz alta:

—¡No puedo imaginar nada más escandaloso que el hecho de haberte encontrado aquí!

—¿De qué se trata todo esto? ¿Qué sucede? —preguntó el marqués.

—¡Qué bueno que lo preguntas, George! —contestó su esposa—. ¡Oí un ruido, como te dije! ¡Entonces vine a investigar y encontré a Osmond junto a la cama de Fiorella!

Por un momento el marqués pareció atontado.

—¿Qué significa esto, Sherburn? —preguntó—. ¡Tú nunca habías visto a mi sobrina hasta esta noche!

La marquesa lanzó una risa muy desagradable.

—Hasta donde sabemos, George, es posible que se hayan estado viendo en Londres. O bien, repentinamente Osmond ha adquirido la costumbre de robar cunas. De cualquier modo, el caso es… ¿qué vamos a hacer respecto a esto?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el marqués. Entonces, como si de pronto se diera cuenta de que se esperaba algo más de él, añadió—: supongo que debes disculparte, Sherburn.

—Ya he explicado —contestó el conde—, que cometí un error y entré a este dormitorio por equivocación. ¡Espero que tú me creas, George, ya que tu esposa no quiere hacerlo!

—Bueno, desde luego, si… —comenzó a decir el marqués, pero la marquesa lo interrumpió.

—Mi querido George, debes darte cuenta de que en estas circunstancias lo único que nuestro buen amigo, el Conde Sherburn, puede hacer es comportarse de forma honorable. No puedes permitir que la reputación de tu sobrina sea arrastrada por el lodo, sin que él solucione las cosas de manera adecuada.

—¡Santo cielo, no querrás decir…! —comenzó el marqués.

—Quiero decir —exclamó la marquesa con decisión—, que lo menos que Osmond puede hacer es ofrecerle matrimonio a Fiorella.

Cuando terminó de hablar reinó el silencio y el conde contuvo la respiración.

Entonces Fiorella, que se había sentado en la cama sin darse cuenta, gritó:

—¡No, no! ¡Por supuesto que… no! Fue un… error, tía Kathie. ¡Claro que fue un… error!

Al decirlo, recordó que había visto al conde charlando con la hermosa Lady Meldrum en el sofá, de forma vaga, cuando hablaba con su tío, y pensó que formaban, una pareja muy atractiva.

Casi parecía, había dicho, como si fueran el héroe y la heroína de una obra teatral.

Aunque no podía oír lo que decían, se había dado cuenta de que el conde estaba coqueteando con Lady Esme y ella coqueteaba con él, con los ojos, los labios y los pequeños gestos que hacía con las manos.

Resultaba tan fascinante, que a Fiorella le hubiera gustado observarlos; pero comprendió que se avergonzarían si advertían que los estaba mirando.

Por lo tanto, se había obligado a desviar la vista ya mantener los ojos clavados en su tío.

Desde luego, suponía que el conde había deseado estar a solas con Lady Esme, lo que no podía suceder abajo.

Por lo tanto, había intentado entrar en su dormitorio, donde ella sin duda debía estar esperándolo. Pero se había equivocado y había entrado en el suyo.

Cuando Fiorella habló, la marquesa dio vuelta hacia ella y mirándola con una inconfundible expresión de furia en los ojos, le dijo.

—¡Tú te callas! ¡Sin duda alguna eres tan culpable como él! ¡Déjame hacerte notar, Fiorella, que ningún hombre hubiera entrado en tu dormitorio si tú no lo hubieras alentado!

El ataque de su tía fue tan desconcertante para Fiorella que por un momento se limitó a mirarla, con la boca abierta.

Y, cuando buscaba las palabras para defender su inocencia, el marqués dijo:

—Supongo, Sherburn, que lo único que puedes hacer es comportarte con honor y aceptar lo inevitable. No puedo permitir que la reputación de mi sobrina sea manchada por el escándalo, sobre todo a su edad.

Volvió a reinar el silencio y Fiorella, que observaba al conde, pensó que nunca había visto a un hombre con una expresión tan sombría y cargada de desprecio.

El no miró a su tío, sino a la marquesa al decir:

—¡Muy bien, tú ganas! ¡Me casaré con la sobrina de ustedes, y espero que disfrute mucho de ser mi esposa!

Sus palabras parecieron vibrar a través de toda la habitación. Enseguida se dirigió hacia la puerta, la abrió y salió, cerrándola de un portazo.

Fiorella recuperó la voz.

—No, por favor, tío George… todo es un ¡terrible… error!

—Supongo que ésa es la verdad —la interrumpió el marqués—, pero tu tía tiene razón. No puedes permitir que arruinen tu reputación antes de haber sido siquiera presentada en sociedad.

Al terminar de hablar, cruzó la puerta de comunicación para dirigirse a su dormitorio. Fiorella lo vio marcharse con una sensación de profunda desesperación.

—¡Espera… por favor, espera… tío George!…, —gritó.

La marquesa se acercó al pie de la cama para decir:

—¡Cállate y no te portes como una tonta! Te he conseguido un marido que la mayoría de las muchachas darían cualquier cosa por obtener. Y aunque sin duda te va a dar una vida infernal, ¡serás la Condesa de Sherburn!

Casi pareció escupir las palabras. Entonces, como si ni siquiera soportara mirarla, se dio vuelta con brusquedad y siguió a su marido.

Fiorella lanzó un breve grito de horror.

No podía creer que aquello sucediera realmente. Por un momento le pareció que aún estaba soñando y que ésta era una pesadilla.

Luego comprendió que era absolutamente imposible que ella se casara con un hombre al que no conocía y al que sólo había visto por un breve segundo, un hombre que, lo sabía muy bien, estaba enamorado de otra mujer.

«¡No puedo hacerlo! ¡Oh, papá, sálvame!», oró.

* * *

El conde, que había llegado a su propio dormitorio, se sentía igual que Fiorella. También a él le parecía que había entrado en una pesadilla de la cual no podía despertar.

Comprendía muy bien lo que había sucedido: cuando todos se habían ido a acostar, Kathie debió haber salido para ver si había una rosa frente al dormitorio de Esme.

Volviendo la mirada atrás, recordó que en una ocasión se habían reído juntos de los arreglos entre el príncipe y una mujer que había atraído su atención.

Por lo tanto, resultaba evidente que Kathie había adivinado que esa noche él usaría ese mismo recurso para identificar el dormitorio de Esme.

Era una venganza, aunque demasiado terrible para el delito que trataba de castigar.

Después de todo, ninguno de sus idilios duraba mucho tiempo, y no estaba acostumbrado a que las mujeres a las que abandonaba se transformaran en sus enemigas.

Siempre trataba de que se convirtieran en sus amigas, tal como el Príncipe de Gales lograba hacerlo siempre.

Nadie ignoraba que cuando uno de sus idilios terminaba, él era invariablemente amigable y leal con la dama en cuestión, tal como ella lo era de él.

Sin embargo, había debido afrontar algunos momentos desafortunados, en el pasado, cuando la dama en la que había dejado de interesarse había provocado una escena o lo había amenazado.

No obstante, ninguna de esas amenazas, por dramáticas que fueran, se había cumplido.

Ahora pensó que la marquesa había triunfado donde muchas otras habían fallado, y por el momento no podía encontrar la forma de zafarse de una situación que no sólo le resultaba intolerable, sino también sumamente humillante.

No sentía deseos, al menos no por muchos años, de casarse con nadie, y mucho menos, pensó furioso, con una muchacha muy joven que si bien sería una esposa sumisa, sin duda lo aburriría mortalmente al mes de matrimonio.

Y lo peor era que todos sus instintos se rebelaban contra el hecho de que lo presionaran a casarse o, dicho de una manera muy franca, que lo «pescaran» de la forma en que lo habían hecho.

«¡No lo haré! ¡Maldita sea, no lo haré!», se dijo con furia.

Pero al arrojarse en la cama, debió aceptar que no podría escapar y sintió como si aquél fuera un lecho de clavos.

La marquesa tenía todos los triunfos en la mano y los había usado.

Sin embargo, se daba cuenta de que si intentaba hacer algo para salirse de la trampa, debería actuar con rapidez.

Estaba seguro de que al día siguiente Kathie le diría a Lady Roehampton, si no al príncipe mismo, que él le había propuesto matrimonio a su sobrina.

Se cuidaría bien de no especificar en qué circunstancias lo había hecho. Pero, si su cerebro funcionaba como él suponía, estaba seguro de que insinuaría que habían estado viéndose en Londres, desde que Fiorella llegara de Nápoles.

Entonces diría que él había aprovechado que todos estaban reunidos en el castillo para informar a sus tíos acerca de sus intenciones.

Muchas personas que habían observado su conducta respecto a Esme Meldrum, dudarían de la versión de la marquesa.

Casi, podía escuchar las entusiastas felicitaciones y los escépticos buenos deseos de felicidad para el futuro.

—¿Qué diablos voy a hacer? —se preguntó con voz alta. Cruzó por su mente la idea de que podía irse al extranjero; pero eso no resolvería nada, porque no podría quedarse indefinidamente.

Comprendió, sin necesidad de pensarlo mucho, que sería inútil apelar a Fiorella, porque ella, sin duda alguna, sería dominada por sus tíos.

Sabía lo encantada que se sentiría Kathie al poder librarse de la muchacha.

Experto conocedor de la psicología femenina, tan pronto como se había enterado por medio de los chismosos de que George Claydon presentaría a una sobrina en esta temporada, había comprendido que Kathie debía estar furiosa.

—¡Detesto a las jóvenes! —le había dicho en una ocasión—. ¡No puedo imaginar cómo logran convertirse después en mujeres tan ingeniosas!

—¡Tú misma fuiste, una jovencita alguna vez! —había respondido él en tono burlón.

—¡Nunca! —exclamó Kathie—. Yo nací vieja y sabia con respecto a todo lo importante, y con cierto conocimiento de brujería del que tú mismo te has quejado.

—Por supuesto —había reconocido el conde—. Me embrujaste desde el mismo momento en que te vi.

Era la respuesta que deseaba escuchar. Y cuando los brazos de ella rodearon su cuello y él sintió su cuerpo moviéndose contra el suyo, se dijo que poseía un encanto que resultaba irresistible.

Pero las brujas podían ser peligrosas y ahora comprendía que nunca debió mezclarse con Kathie.

Él siempre había preferido a las mujeres rubias, de ojos azules y bastante tontas.

Aunque la marquesa era una de las mujeres más hermosas que había conocido, su cabello negro y sus ojos oscuros debieron haberle advertido que podía ser muy vengativa e implacablemente peligrosa, como lo había comprobado ahora, pagando un precio muy alto por ello.

Pero ya era demasiado tarde.

Había caído en la trampa que le había tendido y, por mucho que luchara, no podría escapar de ella.