Capítulo 2
El duque estaba a punto de terminar su abundante desayuno cuando se le acercó el mayordomo.
—Perdone, su señoría, pero Lady Antonia Wyndham desea verlo.
El duque se sorprendió.
—¿Lady Antonia Wyndham? —repitió.
—Sí, su señoría.
—¿Viene, sola?
—No, su señoría. Con una doncella que la espera en el vestíbulo. Yo conduje a la señorita a la biblioteca.
El duque se llevó la taza de café a los labios. Desayunaba muy bien porque lo consideraba importante para su salud. Y prefería café a cualquier otra bebida, ya que jamás tomaba alcohol temprano, por mucho que lo hubiera hecho la noche anterior.
Era una regla para él. Toda su vida estaba regida por reglas que él mismo se había forjado. Otra era que siempre se levantaba temprano.
Cuando estaba en Londres cabalgaba antes que lo hicieran las damas de sociedad y el lugar se atestara de gente que acudía sólo para escuchar chismes o a lucirse.
Jamás una dama lo había visitado a las siete y media de la mañana, aunque lo asediara con persistencia.
Cuando terminaba el café, se preguntaba cuál sería el —significado de esa visita—. ¿Cómo era posible que la hija del conde ignorara que el hecho de que una señorita visitara la casa de un soltero era incorrecto?
También le irritaba pensar que se retrasaría. Su magnífico semental lo esperaba a la puerta de la casa y la demora lo pondría inquieto.
Por lo tanto, entró en la biblioteca con una expresión poco acogedora.
Una pequeña figura se volvió hacia él desde la ventana y a primera vista el duque advirtió que la joven no era como él esperaba.
La marquesa la había descrito como rubia y de ojos azules.
Entonces recordó que también había dicho que se llamaba Felicity.
Ella levantó sus grandes ojos, que resaltaban en el rostro puntiagudo, y él notó que estaba nerviosa.
—Espero que su señoría… me disculpe… por venir… a esta hora.
—Es una original forma de conocernos. ¿Estoy en lo cierto al pensar que es a su hermana a quien conoceré esta tarde?
—Si, Felicity es mi hermana.
—Tome asiento, Lady Antonia, y explíqueme a qué debo su visita.
Antonia se sentó en la orilla de un cómodo sofá y miró a su anfitrión con los ojos muy abiertos.
Era bastante más apuesto de lo que parecía cuando cabalgaba y ahora que lo tenía cerca se dio cuenta de lo que habían omitido los pintores de sus retratos.
Era un aire burlón, tal vez cínico.
«Es mucho más atractivo de lo que aparece en sus retratos», pensó.
—Estoy aguardando su respuesta, Lady Antonia —dijo el duque con impaciencia.
—Espero… —empezó a decir Antonia titubeante—, que no le parezca… una impertinencia… pero deseo saber si… pedirá la mano de mi hermana… cuando visite a mi padre esta tarde.
—Ésa es mi intención.
—¿Le… importaría mucho… pedir a cambio… la mía?
El duque se irguió, sorprendido.
—Creo que debe explicarse un poco más. No comprendo qué la hizo venir a sugerírmelo.
—Es fácil de entender, su señoría. Mi hermana está enamorada de otro.
El duque no pudo evitar una sensación de alivio.
—En ese caso, es evidente que rechazará mi proposición. Por lo tanto, no vale la pena que visite a su padre.
Pensó que así se libraba del plan de la marquesa, que no podría culparlo de que la joven que había elegido lo rechazara.
—Papá lo espera y, por supuesto, está muy emocionado, al igual que mi madre, ante la perspectiva de tenerlo como yerno.
—Pero no podré casarme con su hermana si ella no me acepta.
—¿Supone que le permitirán decirlo? —preguntó Antonia con sarcasmo—. Debe saber que mis padres no tienen ni la menor idea de que está enamorada. Harry, su pretendiente, no ha podido hablar con papá.
El duque la miró cuando añadía, vacilante:
—Como supondrá, obligarán a Felicity a casarse con usted, sin tomar en cuenta sus sentimientos.
—¡Eso es ridículo!
Pero el duque sabía que lo que la joven decía era verdad.
Conocía demasiado bien el mundo de la alta sociedad como para ignorar que, como el soltero más codiciado del país, todos los padres lo aceptarían encantados como yerno.
Cualquier joven que eligiera por esposa sería obligada a casarse con él sin miramientos.
Sin embargo, jamás se le había ocurrido pensar que Felicity Wyndham se opusiera a la idea.
En realidad no había pensado en ella como persona, sino como una joven complaciente y dócil que demostraría una profunda gratitud por ser la elegida.
—Me temo que no soy tan bonita como Felicity —la voz de Antonia interrumpió sus pensamientos—, pero como sé que a usted no le importa cómo sea su esposa, siempre y cuando cumpla con su deber y le dé un heredero, creo que cualquiera de las hermanas Wyndham le daría lo mismo.
El duque se puso de pie.
—¿Quién le dijo que no me importa cómo sea mi esposa?
Antonia titubeó.
—Es fácil suponerlo, su señoría. No conoce a Felicity, ni ella a usted, pero está dispuesto a ofrecerle matrimonio y hace tiempo que todos dicen que usted… debe tener… un heredero.
—Ésta es la conversación más extraña que jamás he sostenido con una jovencita. ¿Sabe su padre que vino?
—¡No, claro que no! Mi madre cree que fui a la iglesia con Janet, la doncella. Era el único pretexto que tenía para salir de casa.
—¿Realmente desea que tome en serio su proposición?
—¿Por qué no? Felicity lloró, toda la noche y está casi enferma de sólo pensar en casarse con usted. Debo hacer algo para ayudarla y, excepto por mi apariencia, sería para usted una esposa mejor que ella.
—¿Por qué está tan segura?
—No le exigiría nada. Además, sería muy feliz quedándome en el campo cuando usted vaya a Londres. En realidad, me encantaría vivir en el Parque Doncaster.
—¿Y realmente le gustaría casarse conmigo?
La sorpresa ante la pregunta obligó a Antonia a decir la verdad:
—Si pudiera cabalgar en sus caballos, me casaría con…
Se detuvo. Había estado a punto de decir «el mismo diablo», pero se dio cuenta de que hubiera sido una expresión demasiado fuerte. Así que agregó:
—… su dueño.
El duque notó su titubeo antes de terminar la frase.
—Parece que conoce mis caballos. Supongo que, como la propiedad de su padre es contigua a la mía los ha visto.
—Los he observado en la pista. ¡Son espléndidos! En especial Red Duster. Creo que tiene allí a un ganador.
—Yo pienso lo mismo, pero hasta que, un caballo no gana su primera carrera no se sabe cómo reaccionará.
—Ives tiene confianza en que lo hará muy bien.
—Tengo la impresión, Lady Antonia, de que posee más conocimientos acerca de mis caballos de los que se logran con sólo observarlos.
Advirtió que Antonia se ruborizaba al darse cuenta de que se había traicionado.
—Me… interesan mucho… los caballos —contestó en un tono no muy convincente.
—¡En especial los míos! ¡Tanto que está decidida a casarse por ellos!
—No es precisamente así. Cualquier jovencita se sentiría muy honrada ante la idea de ser su esposa, pero su señoría debe aceptar que resulta un poco difícil conocer a un hombre… al igual que a un caballo, hasta que se cabalga en él.
Sabía que su última frase era una impertinencia, pero no pudo evitarla.
—Y, por supuesto, usted conoce a mis caballos mejor que a mí.
El tono burlón de la voz del duque no le pasó inadvertido.
—Sé que le parece muy extraño que haya venido a hacerle esta sugerencia. ¡Mi madre se horrorizaría! Pero es lo único que se me ocurre para salvar a Felicity.
Antonia se dio cuenta de que sus palabras no eran muy halagadoras, así que se apresuró a añadir:
—Si no estuviera enamorada, estoy segura de que Felicity se habría sentido encantada con su proposición, como lo haría cualquier otra joven en su posición.
—Pero como está enamorada, mi única alternativa es casarme con usted.
—Yo haría todo lo posible para ser una buena esposa declaró Antonia con seriedad. —No sólo sé un poco acerca de sus caballos; también me interesa mucho el Parque Doncaster y los tesoros que contiene. El señor Lowry me ha hablado de sus antepasados y comprendo que esté usted tan orgulloso de ellos.
Como tal duque no respondiera, Antonia prosiguió:
—No soy muy culta, pero he leído mucho.
—Sin duda, los libros de mi biblioteca —comentó el duque.
Antonia advirtió que era más perceptivo de lo que esperaba.
—Bastantes, su señoría —admitió con sinceridad—. Espero que no se disguste con el señor Lowry por prestarme sus libros. Lo conozco desde que era pequeña y se dio cuenta de lo ineficientes que eran mis institutrices para enseñarme lo que me interesaba. Pero los cuidé muy bien.
—Creo que, por el contrario, debo felicitar al señor Lowry por contribuir a su educación y me alegro de que mis libros, que con frecuencia pienso que se desperdician en esa gran biblioteca, hayan servido para algún propósito.
Antonia lanzó un suspiro de alivio.
—Me hablaba acerca de su educación.
Antonia sonrió, lo que transformó su pálido rostro.
—Me temo que excepto lo qué he aprendido acerca de sus caballos, el conocimiento adquirido en sus libros y hablar francés constituyen todo mi repertorio.
—¿No tiene algún otro talento?
—Ninguno que yo sepa. Jamás he tenido tiempo de aprender a pintar con acuarela ni a bordar cojines. —Suspiró—. Supongo que eso demuestra que no soy muy femenina, ¡debí haber nacido hombre!
El duque levantó una ceja y ella explicó:
—Papá deseaba un hijo y estaba seguro de que yo lo sería. Me habrían bautizado con el nombre de Anthony.
—Ya veo —comentó el duque.
La observó. No estaba bien vestida ni a la moda.
No esperaba que una jovencita tuviera la elegancia ni la sofisticación de una mujer como la marquesa. Pero su imagen de una debutante era la de una joven de grandes ojos azules e inocentes, vestida completamente de blanco.
Casi como los ángeles que su madre le mostrara de pequeño en los libros de cuentos.
Antonia no se parecía en nada a un ángel, ni su apariencia era lo que habría deseado que tuviera su esposa.
Como si adivinara sus pensamientos, Antonia habló algo nerviosa:
—Estoy segura de que podría parecer… mejor que ahora si pudiera… tener un vestido elegido… para mí.
—¿Eso significa… —comenzó a decir el duque.
—¡Soy la hermana menor, su señoría! —lo interrumpió Antonia.
No pudo evitar sonreír al notar que estaba perplejo.
¿Qué sabía él lo que significaba ser pobre? ¿Cómo podía siquiera imaginar las dificultades que implicaba escatimar para lograr que el dinero alcanzara para cubrir las cuentas que se acumulaban día tras día?
Siempre había vivido rodeado de lujo. Había nacido rico, dueño de grandes propiedades, y ahora poseía un título de gran abolengo.
Como de pronto se sintió molesta y turbada por su escrutinio, Antonia se puso de pie.
—Creo, su señoría, que debo irme ya. Mi padre lo espera a las tres de la tarde. Si considera que no puede aceptarme como esposa, lo entenderé. Felicity es adorable y tal vez, con el tiempo, se encariñe con usted.
—Me ha puesto en dificultades, Lady Antonia. Según parece, me veo obligado a elegir entre una joven que, si es sincera, detestará hasta verme y otra que está enamorada de mis caballos, pero nada interesada en mí como hombre.
Hablaba con sarcasmo y Antonia le contestó sin pensarlo mucho:
—Sería un inconveniente para usted, su señoría, tener una esposa que se interesara en su persona.
—¿Qué trata de sugerir? —preguntó el duque con una nota helada en la voz.—
—Creo que, de acuerdo con el tipo de matrimonio que busca, su señoría… un matrimonio arreglado… que debe beneficiar a ambas partes, sería mejor que usted tuviera sus intereses… y su esposa… los suyos.
—¿Y en lo que a usted se refiere, esos intereses serían mis caballos?
—Exacto.
Le pareció que estaba molesto, o más bien disgustado, a causa de su sugerencia. Entonces pensó desolada que no había sabido manejar la situación y que ya no existía la menor posibilidad de que hiciera lo que ella le pedía.
Estaba segura de que esa tarde pediría la mano de Felicity y no la suya.
«Lo intenté y fracasé» pensó. «No puedo hacer nada más».
Hizo una gentil reverencia y al levantarse, dijo:
—Debo agradecer a su señoría que me escuchara. Lamento mucho haberlo retrasado en su paseo a caballo.
—Pensaré con cuidado todo lo que me ha dicho, Lady Antonia. Y cualquiera que sea mi decisión, espero tener el placer de verla esta tarde.
—Eso es muy poco probable, a menos, claro, que pida mi mano.
Le lanzó una fugaz mirada en la que a él le pareció percibir un destello retador.
Entonces, antes que pudiera llegar a la puerta para abrirla, ella misma lo hizo y cruzó a toda prisa el vestíbulo hacia donde la esperaba su doncella.
El mayordomo las acompañó y el duque permaneció de pie, con una expresión de profundo asombro, hasta que la puerta se cerró.
«¡Buen Dios!», murmuró para sí.
La presencia y las palabras de Antonia lo habían sorprendido como nada lo había hecho hasta entonces.
«Esta situación es absurda, completamente absurda», se dijo cuando cabalgaba hacia el parque.
Evitó los lugares donde sabía que podía encontrar conocidos y galopó por la parte menos concurrida, de la Serpentina.
Aunque después de una hora de ejercicio se sintió mucho mejor, aún no había logrado tomar una decisión.
Todo le había parecido muy sencillo cuando Clarice lo convenció de que Felicity Wyndham era el tipo exacto de esposa que necesitaba y lo apresuró a enviar la carta al Conde de Lemsford.
Reconoció que, en el fondo de su mente, siempre había supuesto que la mujer que eligiera, se conformaría con vivir en el campo, excepto en ocasiones especiales.
Aunque la marquesa opinaba que les sería más fácil verse cuando los dos estuvieran en Hertfordshire, el duque tenía la desagradable sensación de que allí habría tantas o más lenguas indiscretas y ojos observadores que en Londres.
Por primera vez sintió el impacto de lo que iba a hacer.
¿Podría aceptar realmente el hecho de pasar el resto de su vida al lado de una mujer que no le interesaba y quien, aunque no interfiriera en sus amoríos, cabía la posibilidad de que resultara molesta en otros aspectos?
«¿De qué podríamos hablar?», se preguntó.
Si se casaba con Antonia, sin duda sería de caballos. Había percibido el brillo en su mirada y el entusiasmo de su voz al mencionarlos.
El duque no estaba acostumbrado a que las mujeres se interesaran en algo más que en él cuando estaban a su lado.
Si sus rostros se iluminaban era porque lo miraban. Si sus voces mostraban emoción era porque hablaban con él.
Además, no era el tipo de mujer que había imaginado que llevaría su apellido.
Sin embargo, algo en ella le impedía considerarla carente de atractivos.
Su ropa era un desastre, pero al menos lo reconocía.
«Todo esto es absurdo», se dijo el duque. «¿Cómo es posible que me case con una jovencita que se presentó en mi casa a primera hora de la mañana a ofrecerse en lugar de su hermana?».
Enseguida pensó en que no era más extraño que casarse con la hermana, a quien ni siquiera conocía.
«Terminaré con todo el asunto de una vez», decidió. «Le enviaré una nota al conde para decirle que cometí un error… que circunstancias imprevistas me impiden visitarlo y que no deseo conocer a su hija».
Pero comprendió que hacerlo sería insultarlo de una forma injusta e imperdonable. Además, debería explicarle a la marquesa por qué no hizo lo que ella le pidió.
Su mayor deseo era convertirse en dama de compañía de la reina y ésta había dejado bien claro, en su insinuación, que una condición para lograrlo era que le encontrara una esposa al duque.
«¡Demonios!», exclamó para sí. «La realeza no tiene derecho a intervenir en la vida privada de los demás».
Pero sabía muy bien que en la sociedad en que se movía, la realeza siempre intervenía.
Y las reglas y restricciones no sólo provenían del palacio, también los amigos cercanos del Príncipe de Gales se enfrentaban a innumerables dificultades.
Al duque le bastaba estar a solas con el heredero al trono en la Casa Marlborough, para verse mezclado en situaciones que lo obligaban a usar todas sus habilidades.
—Eres un buen tipo, Arthur, no sé qué haría sin ti —le había dicho el príncipe cuando menos una decena de veces el año anterior.
Pero al menos de ese modo se ganaba su gratitud.
En febrero, cuando el príncipe resultó afectado por el caso de divorcio que Sir Charles Mordant presentara contra su esposa, el duque se había visto en dificultades.
En la corte se habían leído dos cartas que el príncipe le escribiera a Lady Mordant, que ya se encontraba internada en un sanatorio para enfermos mentales.
A pesar de que eran inocentes y el príncipe resultó exonerado por completo al comprobarse que no había intervenido en el rompimiento de la pareja, se levantó la ola de críticas.
El duque, como todos los amigos del príncipe, se había visto en problemas por defenderlo.
Había jurado entonces hacer todo lo posible para no encontrarse jamás en una situación similar.
Volvió a reflexionar sobre su problema.
Había pasado dos noches en vela, indeciso, antes de escribirle la carta al conde.
Advirtió que ya era hora de volver a su casa.
Debía asistir a una reunión en la Cámara de los Lores y tenía que apresurarse para no llegar tarde.
Partió al galope. Eso no resolvía nada, pero al menos lo hacía sentirse mejor.
* * *
-¿Qué dijo? ¿Qué sucedió? —Preguntó Felicity.
Antonia había regresado apenas a tiempo para el desayuno.
Cuando Felicity la miró ansiosa a través de la mesa, no pudo sonreírle para darle ánimos, ya que estaba segura de que había fracasado.
Durante todo el desayuno, los condes discutieron acerca de la visita del duque. Repetían una y otra vez lo que debía decirse y hacerse.
—Lo recibirás a solas, Edward. Después enviarás por mí. Lo que debemos decidir ahora es si llevo conmigo a Felicity o esperamos a que yo haya hablado con él.
Antonia no prestaba atención. Se concentraba en pensar qué le diría a Felicity.
No le parecía justo alentar sus esperanzas. Pero a la vez, asegurarle que había fracasado provocaría otro alud de lágrimas. Y eso no resolvería nada.
Ahora, cuando caminaban con lentitud hacia las habitaciones de Felicity, dijo con calma:
—La respuesta, Felicity, es que no lo sé.
—¿Qué quieres decir? ¿Se casará contigo en lugar de conmigo? ¡Sin duda te lo dijo!
—Me prometió que lo pensaría.
—¿Le dijiste que yo estaba enamorada de otro?
—Con toda claridad. Pero eso a él no le importa porque está enamorado de la marquesa.
—En ese caso, tampoco debe importarle si se casa conmigo o contigo.
—Más o menos eso le dije, pero no soy tan bonita como tú, Felicity. Las duquesas deben ser hermosas.
—Lo que pasa es que ese viejo vestido mío te queda muy mal. ¿Por qué te lo pusiste?
—Porque no tengo otro. El verde me queda tan ajustado que es casi una indecencia. Y no he tenido tiempo de remendar el rosa, que se descosió de viejo. Tú lo usaste durante años antes que me lo dieran a mí.
—Hubieras podido arreglar uno de mis nuevos vestidos.
—¿Te imaginas lo que hubiera dicho mamá?
Al darse cuenta de lo alterada que estaba su hermana, añadió para consolarla:
—Es posible que todo salga bien, Felicity. Recemos porque decida pedir mi mano, ya que estoy dispuesta a tornar tu lugar, ya que tú no puedes tolerar la idea.
—¡No me casaré con él! ¡Prefiero morir! —exclamó Felicity en tono dramático—. Le pertenezco a Harry… desde siempre. No podría… permitir… que ningún otro hombre… me tocara.
—Supongo que todas las mujeres sienten lo mismo cuando están enamoradas. ¿Por qué los hombres serán diferentes? Son capaces de cortejar a dos o tres mujeres al mismo tiempo, sin que eso los perturbe.
—¡Eso no es amor! ¡Es algo horrible! Harry dice que como me ama no podría fijarse en ninguna otra mujer. Para él es como si no existieran.
En un impulso, Felicity abrazó a Antonia.
—¡Oh, Antonia, ayúdame, ayúdame! ¡Tengo miedo, mucho miedo de que me obliguen a casarme con ese horrible duque y de que nunca más pueda ver a Harry!
—Estoy segura de que todo saldrá bien —la consoló Antonia.
Pero sintió que no era sincera.
* * *
En un carruaje cerrado, el duque llegó al 29 de la calle Chesham exactamente a las tres de la tarde.
No había mucha distancia entre la Plaza Berkeley y la pequeña residencia del conde.
El carruaje era impresionante y los caballos, soberbios. El propio duque parecía deslumbrante con su elegante atuendo a la moda.
Un anciano mayordomo lo condujo hasta el primer piso, donde el conde lo esperaba en el salón.
Otro tópico de discusión había sido si debía recibirlo en el pequeño e incómodo estudio, donde solía pasar la mayor parte de su tiempo. Pero la condesa decidió que no era tan impresionante, y que el mobiliario estaba muy gastado.
El salón, adornado con flores, era bastante agradable y sólo se reservaba para recepciones o reuniones formales.
—Buenas tardes, señor duque —saludó el conde con algo de afectación—. Encantado de conocerlo. Conocía a su padre, pero no había tenido, el placer de verlo a usted desde que era pequeño.
Por mucho que lo intentó no pudo ocultar del todo su resentimiento.
—Ha sido un imperdonable descuido de mi parte no invitarlo al Parque Doncaster. Pero como debe saber, paso poco tiempo allí, ya que mis deberes de la Cámara de los Lores me retienen en Londres y Leicestershire me ofrece mejores oportunidades deportivas que Herfordshire.
—Nuestro condado no es el mejor para la cacería reconoció el conde. —Sin embargo, de vez en cuando se logran piezas excepcionales en la parte sur de la propiedad. Harmer Green, por ejemplo.
—Eso he oído —comentó el duque.
—Por desgracia estoy un poco excedido de peso. Además, en el mejor día de caza de diciembre pasado, perdí mi caballo y no pude llegar al final.
—Qué mala suerte. Pero estoy seguro de que su hija, Lady Antonia, debe haberle relatado lo sucedido con lujo de detalles.
—¿Antonia? —preguntó el conde sorprendido—. Bueno, realmente lo hizo. Es una excelente jinete, al igual que Felicity.
—Estoy seguro de que las dos son dignas hijas de su padre —contestó— el duque con cortesía.
Después de un embarazoso silencio, el conde dijo:
—Afirmaba en su carta, señor, que deseaba que nuestras familias tuvieran relaciones más estrechas que en el pasado. ¿Puedo preguntarle qué quería decir con eso?
—Supuse que ya se habría hecho una idea acerca de mis intenciones.
—¿Se refiere a matrimonio?
—En eso pensaba.
Sin ocultar su placer, el conde añadió:
—Es una sugerencia, señor duque, que aprobaría y apoyaría de todo corazón. Aunque sea yo quien lo diga, Felicity es una jovencita preciosa y estoy seguro de que le agradará conocerla. ¿Desea que envíe por ella antes de proseguir con nuestra charla?
Sin esperar la respuesta del duque, el conde tiró del llamador que había junto a la repisa de la chimenea.
—En realidad, señor, era en su hija Antonia en quien pensaba.
—¡Antonia! Me parece que se equivoca, señor.
—No es así. Creo que fue un descuido de mi parte no aclarar en mi carta a cuál de sus hijas deseaba cortejar. ¡Es a Lady Antonia!
—Pero… jamás lo imaginé… tampoco mi esposa. Antonia es la menor y…
Hizo una pausa y el duque se dio cuenta de que buscaba palabras con las cuales describirla.
—Lamento la confusión, pero ahora que lo hemos aclarado, le sugiero que llame, como era su intención.
Cuando se presentó el mayordomo, el conde indicó cortante:
—Pídale a la señora que venga enseguida y… ¡sola!
—¿Sola, su señoría?
—Eso dije —confirmó el conde.
Segundos después, vestida con sedas y todas las joyas que poseía, la condesa entró en el salón.
Su rostro mostraba una amplia sonrisa y extendió la mano al decir:
—¡Señor duque! ¡Qué placer verlo! Siempre deseé conocer a nuestro más cercano vecino de Hertfordshire y parece increíble que hayan transcurrido tantos años sin que nos visitáramos.
—Así es —contestó el duque—. Pero en lo sucesivo rectificaremos todas las omisiones del pasado.
—El duque desea casarse con Antonia —le informó el conde de forma abrupta.
—¿Antonia?
La condesa se mostró tan asombrada como su esposo, pero se recuperó con mayor rapidez.
—Creo que comete un error, mi querido duque. Sin duda se refiera a Felicity, la mayor. Es preciosa, tan hermosa que siempre estuve segura de que haría un brillante matrimonio y lograría hacer muy feliz a algún afortunado.
—No hay error, Emily —intervino el conde antes que el duque respondiera—. El señor duque se refiere a Antonia.
—¡No puedo creerlo! ¿Cómo es posible que desee casarse con Antonia cuando puede hacerlo con Felicity?
El duque comenzó a aburrirse.
—Por supuesto —dijo dirigiéndose al conde—, si no desea consentir en esa boda, lo comprenderé. En tal caso, señor mío, me retiraré no sin antes disculparme por haberle quitado su tiempo.
—Querido amigo, no digo que no pueda casarse con Antonia, si así lo desea —se apresuró a responder el conde.
—Por supuesto —lo interrumpió su esposa—. Nos honra y complace aceptarlo como yerno. Lo que pasa es que nos sorprendió. Antonia es…
La condesa hizo una pausa.
—… la menor.
—Me gustaría conocer a Lady Antonia —indicó el duque.
—La llamaré —asintió la condesa y después de lanzar una triste mirada a su esposo, salió de la habitación.
—Lamento no haberle ofrecido algo de beber. ¿Desea una copa de jerez o prefiere oporto?
—Nada, gracias. Tengo por regla no beber durante el día. En la mayor parte de las cenas, en especial si tienen lugar en la Casa Marlborough, se bebe tanto que al día siguiente se requiere un extenuante ejercicio para eliminar sus efectos.
—Tiene razón.
El duque pensaba en cómo continuar con tan banal conversación cuando se abrió la puerta y regresó la condesa, acompañada de Antonia.
Llevaba el mismo vestido que en la mañana.
Pero sin el feo sombrero parecía más atractiva y cuando su mirada se cruzó con la del duque, él advirtió que intentaba decirle, sin palabras, lo agradecida que se sentía.
Cuando le hizo una reverencia, él tomó su mano y sintió que apretaba sus dedos sobre los de él.
—Le presento a mi hija, Antonia —dijo ceremonioso el conde—. Antonia, su señoría, el Duque de Doncaster, ha pedido tu mano. No necesito decirte lo afortunada que te consideramos tu madre y yo y esperamos que aprecies el honor que te hace el señor duque.
—Me siento muy honrada, su señoría —contestó Antonia con voz muy suave.
—Espero hacerla feliz.
—Y yo espero… poder complacerlo, señor.
—Eso es todo, Antonia. El duque y yo debemos discutir algunos asuntos.
Miró a su esposa y añadió:
—Creo, Emily, que será mejor que nos dejen solos.
—Por supuesto, Edward —se volvió hacia el duque—. Adiós, señor duque, lo invitaremos a cenar esta semana o la próxima, puesto que deberemos discutir muchos detalles acerca de la boda.
—Por supuesto, señora.
Madre e hija hicieron una reverencia y el duque se inclinó.
Pero cuando llegó a la puerta y su padre ya no podía verla, el duque estaba seguro de que Antonia le había hecho un guiño malicioso.