Capítulo 1

1870

-Tengo algo muy importante que decirte.

La Marquesa de Northaw habló con una entonación que provocó que el Duque de Doncaster, que daba los últimos toques al nudo de su corbata, le prestara atención.

Estaba mirándose en el espejo y al ladear un poco la cabeza pudo ver a la marquesa, recostada sobre las almohadas del lecho, con el cuerpo desnudo tan bello e iridiscente como una perla.

Al contemplar su rubia cabellera caída sobre los blancos hombros, el duque pensó que sin duda era la mujer más hermosa que hubiera cortejado, y también la más apasionada.

—¿Qué es? —le preguntó.

—Debes casarte, Arthur.

El duque se quedó tenso e inmóvil. Después se volvió para decir divertido:

—No me parece el momento más apropiado para hablar de ataduras sagradas.

—Hablo en serio, Arthur, y sí es el momento apropiado.

—¿Sugieres que nos casemos?

—¡No, por supuesto que no! Aunque te aseguro que sería lo que más me agradaría. Pero George nunca me daría el divorcio. Jamás ha habido un escándalo en la familia Northaw.

—¿Entonces qué te preocupa?

No cabía duda de que estaba preocupada. Fruncía el entrecejo, lo que alteraba la perfección del óvalo de su rostro, y sus ojos azules estaban oscurecidos por la inquietud.

—¡La reina se ha enterado de lo nuestro!

—¡Es imposible!

—Como bien sabes, no existe nada imposible para la reina. Siempre hay alguna vieja envidiosa, tal vez familiar tuya o de George, que le murmura al oído informes plenos de veneno.

—¿Qué te hace suponer que Su Majestad sospecha?

—Me lo insinuó.

El duque se sentó en el borde de la cama que acababa de abandonar.

La marquesa se irguió un poco, aunque lo único que cubría su desnudez era la larga, rubia y sedosa cabellera.

Parecía, pensó el duque, el sol al amanecer, pero en ese momento su belleza le resultaba indiferente. Trataba de concentrarse en lo que acababa de decirle.

—Fue anoche, en el baile —explicó la marquesa—. Cuando terminó la pieza y nos separamos, la reina me llamó. Sonreía y me senté a su lado, pensando que estaba de buen humor.

Hizo una pausa y agregó:

—Debí recordar que cuando sonríe es mucho más peligrosa.

—Continúa —ordenó el duque.

A pesar de que aún no se había puesto la chaqueta, estaba muy elegante con una fina camisa bordada con su monograma, el alto cuello blanco y la corbata gris.

Poseía una figura atlética, de hombros anchos y esbeltas caderas. La marquesa lo miró, la arruga desapareció de su frente y, sin poder contenerse, extendió una mano hacia él. Pero el duque la ignoró.

Prosigue, deseo saber qué te dijo Su Majestad.

—Con ese ingenio que encubre su maquiavélico cerebro, dijo: «Creo, marquesa, que debemos encontrarle esposa al Duque de Doncaster».

«¿Una esposa, Su Majestad?», le pregunté.

«Ya es tiempo de que se case», continuó diciendo la reina. «Los duques solteros y apuestos siempre resultan una mala influencia».

La marquesa hizo un gesto con las manos.

—Como comprenderás, Arthur, en ese momento estaba demasiado sorprendida como para responder. La intención de la reina era inconfundible. Entonces agregó: «Debe usar su influencia, marquesa y, por supuesto, tacto. Son dos cualidades que admiro mucho y siempre busco en mis damas de compañía».

Permanecieron en silencio hasta que, un momento después, ella añadió:

—¡Sabes cuánto deseo ocupar ese puesto junto a la reina! Le daría una lección a mis arrogantes y criticonas cuñadas, que siempre me han visto con menosprecio y no ocultan su disgusto ante el hecho de que George se haya casado con alguien joven y sin importancia.

—¡Tu presencia daría vida y esplendor a Windsor! —comentó él.

—Y al Palacio de Buckingham. Olvidas que la reina viene a Londres con más frecuencia que antes.

—¿Y crees que, en ese caso, podríamos seguir viéndonos?

—Una vez casado tú, sí. De otra manera, no. La reina encontraría la forma de impedirlo, estoy segura. Y también sé que no me aceptará a su lado si no estás casado o al menos comprometido.

El duque se puso de pie, se dirigió hacia la ventana y miró los árboles de la plaza que había afuera.

—¡Así que yo debo sacrificarme!

—Tendrás que casarte algún día, Arthur. Debes tener un heredero.

—Lo sé, pero no hay prisa.

—Ya tienes treinta años y es tiempo de que sientes cabeza.

—¿Crees que lo haría? —preguntó con una nota de divertido cinismo en la voz.

—¡No puedo perderte, Arthur! —Exclamó la marquesa—. ¡Jamás amé a nadie como te amo a ti! Sabes bien que me excitas como ningún otro hombre.

—¡Y muchos lo han intentado!

—Yo era muy desdichada. A George sólo le interesan las urnas griegas, la historia antigua y los grandes maestros italianos.

La marquesa hizo una pausa antes de agregar con voz apasionada:

—Deseo vivir el presente. Ni el pasado ni el futuro me importan. Sólo deseo que me ames y podamos estar juntos, como ahora.

—Pensé que habíamos sido muy discretos.

—¿Cómo lograrlo en Londres? —preguntó la marquesa—. La servidumbre habla, la gente observa los carruajes que llegan y, por si eso fuera poco, están todas esas mujeres que te miran con ojos hambrientos y me detestan porque ya no te interesas en ellas.

—Me halagas, Clarice.

—Sabes que es verdad. Si yo he tenido algunos amantes, no significan nada comparados con la legión de mujeres a quienes dejaste con el corazón roto.

El duque lanzó una ligera exclamación de disgusto y volvió al espejo para terminar de arreglar su corbata.

La marquesa se dio cuenta de que estaba molesto y recordó que siempre le disgustaban las referencias a sus numerosos amoríos.

Pero estaba tan segura de él que se dijo que nada podía afectar el salvaje embeleso que los unía.

Nunca había tenido un amante más apasionado o ardiente.

Y estaba decidida, a pesar de la reina y de todas las dificultades que se viera obligada a vencer, a no renunciar a él.

—Escucha, Arthur, tengo la solución perfecta para el problema.

—Si te refieres a alguna tonta jovencita, no me interesa.

—¡Oh, Arthur, sé sensato! Tarde o temprano deberás casarte y yo no puedo perder la oportunidad de convertirme en dama de compañía de la reina. Eso me otorgará la respetabilidad que jamás he tenido.

—No me sorprenderá si al cabo descubres que es como una piedra de molino atada a tu cuello.

—Todo será más sencillo —suplicó la marquesa—. Podremos vernos no sólo en Londres sino también en el campo.

—¿Por qué lo dices?

Porque hasta ahora ha sido difícil que me visites en mi casa de campo o que yo vaya al. Parque Doncaster. Pero cuando estés casado y yo sea amiga de tu esposa, tendremos miles de pretextos.

—¿Realmente crees que una esposa te aceptaría como su amiga?

—¡Por supuesto! En especial la que te he elegido.

El duque se dio vuelta y exclamó:

—¡Esto es demasiado, Clarice! Si crees que voy a permitir que elijas a mi esposa, estás muy equivocada.

—No seas tonto, Arthur. Sabes bien que jamás estás en contacto con ninguna jovencita. ¿Cómo podrías hacerlo en tu club, aquí en Newmarket, Epson o Ascot, o en tu coto de caza de Leicestershire?

—Reconozco que hay pocas debutantes en tales lugares.

—Entonces debes dejarlo en mis manos. No sólo puedo proporcionarte una esposa complaciente, dócil y de buena cuna, sino también esos acres de tierra que siempre has deseado en el extremo del Parque Doncaster.

—¿Te refieres a la tierra de Lemsford?

—¡Exacto! Si te casas con Felicity Wyndham podrás pedir como dote ese terreno que su padre posee contiguo al tuyo.

—¡Vaya, Clarice, me presentas un plan completo! Pero ni siquiera conozco a esa joven. Vamos, incluso ignoraba que existiera.

—Pero siempre has codiciado ese terreno que, como dijiste, te permitiría construir una pista de carreras para ejercitar tus caballos.

El duque no podía negar que era verdad.

Siempre le había molestado saber que el Conde de Lemsford, su vecino en Hertfordshire, poseía un terreno que en otra época había sido parte de la propiedad de su familia, pero que su abuelo perdió en un juego de naipes.

Como si se diera cuenta de la ventaja que tenía en la discusión, la marquesa prosiguió:

—Como sabes, el conde está atravesando por una situación económica difícil y desea un yerno rico. Felicity Wyndham es muy bonita. De hecho, si no la comparas conmigo, en realidad es una belleza.

—Por ese comentario imagino que es una rubia de ojos azules.

—En efecto. Ideal para duquesa. Las rubias siempre lucen mejor las joyas que las de cabello oscuro.

Lanzó un suspiro.

—Oh, Arthur, sabes lo mucho que me dolerá ver a una mujer a tu lado, luciendo los diamantes Doncaster, que son mucho mejores que las joyas que posee George.

Apretó los labios antes de agregar:

—Pero, mi amor, comprende que ninguno de los dos está en condiciones de enfrentarse a un escándalo, aun cuando estuvieras dispuesto a fugarte conmigo; cosa que dudo.

—¿Si te lo pidiera, aceptarías?

La marquesa reflexionó un instante y luego confesó:

—Me lo he preguntado con frecuencia y, para ser sincera, creo que no. No soportaría vivir en el extranjero, rechazada por todos los que me conocen. Tú sí. Los hombres siempre pueden hacerlo. Es la mujer la que sufre en estos casos.

El duque sabía que lo que decía era cierto.

—Muy bien, Clarice, has sido muy persuasiva. Pero, por supuesto, necesito tiempo para pensar.

—No hay tiempo. Los dos sabemos que existe una vacante para dama de compañía y que, con seguridad, una decena de viejas ambiciosas intrigan sin cesar para que las elijan a ellas, a sus hijas o a sus sobrinas… pero no a mí.

—¿Sugieres que tome una decisión inmediata sobre algo tan importante?

—Si me amas no titubearás. Sería una agonía inexpresable tener que decirnos adiós. No creo poder soportarlo.

—Podríamos seguir como hasta ahora —sugirió el duque.

—¿Crees que la reina no se enteraría? ¿Cómo podríamos reunirnos sabiendo que nos espían y que todo lo que hagamos o digamos puede llegar a los oídos de la Vieja Araña que teje su tela en Windsor?

—Te prometo pensarlo seriamente.

Tomó su chaqueta y se la puso.

Miró el tocador para asegurarse de que no olvidaba nada. Después cruzó la habitación hacia la cama donde se encontraba la marquesa.

Cuando ella lo miró, la blancura de su piel hacía resaltar el azul de sus ojos.

—¿Te importo?

—Sabes que sí. Pero el amor es una cosa, Clarice, y el matrimonio, otra.

—Es el amor lo que cuenta.

El duque le tomó una mano y se la llevó a los labios.

—Gracias, Clarice, por hacerme tan feliz.

Ella cerró sus dedos sobre los de él y lo empujó contra sí.

—Adiós, mi maravilloso y magnífico amado —susurró. Levantó sus labios hacia él.

El duque trató de resistirse, pero era demasiado tarde.

Sus labios apasionados lo mantuvieron cautivo y el fuego que estaba tan cerca de la superficie surgió en él para unirse al de ella.

El duque tuvo la sensación de que no sólo se rendía ante el violento deseo de la marquesa, sino también ante la pérdida de su libertad.

Pero en ese instante eso carecía de importancia.

* * *

Durante el desayuno, el Conde de Lemsford abrió una carta colocada junto a su plato. El mayordomo se la entregó en una fuente de plata grabada con el escudo de armas de la familia.

La condesa no advirtió que la fuente necesitaba limpieza, porque estaba ocupada riñendo a su hija por rasgar su vestido la noche anterior.

—No sé por qué eres tan descuidada, Felicity. Si bailaras el vals con menos prisa, esos accidentes no te ocurrirían.

—No pude evitar que mi pareja lo pisara, mamá. Siempre dije que me quedaba largo.

—Parecías tan elegante cuando entraste en el salón.

Los ojos de la condesa se posaron en su hija mayor y la irritación desapareció de su rostro.

Felicity Windham era muy linda. Tenía ojos azules, el cabello rubio y un cutis que todos calificaban como de «fresas con crema».

La manera seductora en que miraba a sus padres les dificultaba negarle nada y la condesa ya comenzaba a hacer esfuerzos para encontrar una forma de convencer a su esposo que le diera dinero para otro vestido.

En el extremo opuesto de la mesa, sin que nadie le prestara atención, se hallaba sentada Antonia.

En realidad no lo deseaba, porque en ese caso con seguridad la enviarían a hacer un mandado.

Por lo tanto, se limitó a desayunar sin levantar la vista, hasta que escuchó la exclamación lanzada por su padre.

—¡Buen Dios!

—¿Qué pasa, Edward? —preguntó su esposa.

—¿Cuándo llegó esta carta? —preguntó el conde mirando el sobre y sin esperar respuesta agregó—: la entregaron personalmente. ¿Por qué demonios no me la dieron enseguida?

—Por favor, Edward, las niñas…

—¿Sabes de quién es? —preguntó el conde.

—No, ¿cómo iba a saberlo?

—¡De Doncaster!

—¿Doncaster? —repitió la condesa—. ¿El Duque de Doncaster?

—Por supuesto, Emily. Nuestro vecino, que desde que heredó jamás me ha invitado.

La amargura de su voz reveló un oculto y antiguo resentimiento.

—Bueno, ahora te escribió. ¿Qué desea?

El conde miró la carta, como si no pudiera creer en lo que leía. Entonces, con lentitud, respondió:

—Su señoría pregunta, Emily, si puede visitarnos mañana a las tres de la tarde. Me informa que le parecería de mutuo beneficio estrechar las relaciones entre nuestras familias y espera tener el placer de conocer a mi hija.

El duque calló. Las tres mujeres lo miraban con la boca abierta.

La condesa fue la primera en reaccionar:

—¡No puedo creerlo! Dame la carta, Edward. Debe ser un error.

—Ningún error, a menos que me falle la vista.

Le pasó la carta a la condesa, que la miró con el mismo asombro que su esposo.

—¿Por qué dice el duque… que desea… conocerme? —preguntó Felicity con voz temerosa.

La condesa miró a su hija con una nueva luz en sus ojos.

—¡Serás duquesa, Felicity! ¡La Duquesa de Doncaster! Nunca pensé… jamás me habría atrevido a aspirar a tanto.

—Pero… ¿por qué yo? —preguntó Felicity.

—Debe haberte visto en alguna parte. Y seguramente se enamoró de ti —contestó extasiada la condesa.

—Nada de eso —intervino el conde—. Debe haber alguna otra razón y lo averiguaré cuanto antes.

—¿Insinúas, Edward, que existe alguna razón oculta detrás de la proposición del duque, que no sea la de convertirla en su esposa?

—No digo que no la desee como esposa, sólo que no está enamorado de ella como un jovenzuelo romántico. Doncaster es un hombre asediado por muchas mujeres. Y si desea casarse con Felicity, lo que casi me parece increíble, debe ser por algún motivo especial, puedes apostar.

—Vamos, Edward. Si el duque desea casarse con Felicity, debemos ponernos de rodillas para darle gracias a Dios, sin buscar motivos ocultos en su proposición.

El conde se puso de pie.

—¿Adónde vas? —preguntó la condesa.

—Contestaré esta carta y después iré al club White. Si el viejo Beddington está allí, lo que es casi seguro, me contará los más recientes escándalos y me dirá a qué se dedica ahora Doncaster.

—No menciones que vendrá a vernos mañana. Podemos estar equivocados. Tal vez tenga otras intenciones.

—No soy tonto, Emily.

Salió de la habitación y en cuanto la puerta se cerró las tres mujeres sentadas a la mesa se miraron con asombro.

—¡Apenas puedo creerlo! —exclamó la condesa.

—Pero yo no quiero casarme con el duque, mamá —protestó Felicity.

Su madre pareció no escucharla. Había vuelto a leer la carta que tenía en sus manos, como para asegurarse de su contenido.

Felicity iba a repetirlo, cuando sintió un puntapié en la espinilla.

Miró a través de la mesa y el ver que su hermana le hacía un gesto de advertencia, las palabras murieron en sus labios.

—Debemos subir a tu habitación para elegir lo que te pondrás para recibir al duque —sugirió la condesa después de un momento—. Creo que será el vestido azul pálido. Te favorece mucho por el tono de tus ojos. Bueno, también el blanco con toques de azul turquesa. No hay tiempo de comprar nada nuevo, así que será alguno de los dos. Espero que estén limpios.

Se levantó de la mesa y sus hijas la siguieron.

Al llegar a la puerta de la habitación de Felicity, se detuvo y dijo, cortante:

—No te necesitamos, Antonia. Estoy segura de que tienes bastante quehacer. Ayuda a limpiar los salones. ¡Janet no puede hacerlo todo!

—Sí, mamá.

Antonia se alejó, no sin antes dirigirle una mirada de advertencia a su hermana y un discreto gesto para indicarle que volvería más tarde.

En la casa siempre había muchas tareas para Antonia. Como no contaban con suficiente servidumbre, se le asignaban, algunos trabajos de doncella, y hasta de lacayo.

Pero estaba acostumbrada y no la perturbaba para nada.

Sin embargo, esa mañana le hubiera gustado permanecer con Felicity cuando su madre elegía el vestido para el día siguiente, pues temía que su hermana cometiera un error.

Una hora después, cuando entró en su alcoba y la encontró sola, comprobó con alivio que su temor había sido infundado.

En cuanto vio a su hermana, Felicity corrió a abrazarla y prorrumpió en lágrimas.

—¿Qué voy a hacer, Antonia? ¡No puedo casarme con el duque… sabes que no puedo!

—Sentémonos, Felicity, y hablemos con sensatez. Ya viste lo que significa para papá y mamá.

—¡Lo sé, lo sé! —sollozó Felicity—. No me escucharán… diga lo que diga… no me escucharán… pero amo a Harry. ¡Tú sabes cuánto lo amo!

—Sí, querida, pero Harry no es duque.

—Me ama y le prometí que me casaría con él en cuanto lograra convencer a papá.

Antonia suspiró. Se preguntaba cómo explicarle a Felicity que su padre no escucharía a Harry Stanford.

Hijo de un noble que poseía una linda casa familiar en una pequeña propiedad, las dos hermanas lo conocían desde pequeñas.

Solían asistir a las mismas fiestas y, ya mayores, a cacerías. A Antonia le resultaba difícil recordar en qué momento se dio cuenta de que estaban enamorados.

Cuando Felicity tenía sólo diecisiete años, a Harry le había sido imposible pedir su mano, ya que sólo tenía tres más que ella y no contaba con medios económicos para sostener a una esposa.

Y ahora, las circunstancias no habían mejorado.

Como era hijo único, cuando su padre muriera heredaría la propiedad. También tenía un tío soltero que había prometido nombrarlo su heredero.

Harry se había propuesto solicitar el permiso del conde para casarse con Felicity antes que partieran hacia Londres, donde se encontraban ahora para pasar la temporada social, pero Antonia le había aconsejado que no lo hiciera.

—Papá y mamá han ahorrado durante años para que Felicity pudiera ser presentada en la corte y para asistir a la temporada social en Londres —les dijo—. Como saben, debió ser el año pasado, cuando cumplió dieciocho años. Pero estábamos de luto por la muerte del padre de mamá, así que su debut debió posponerse.

—¿Y si conoce y prefiere a otro? —preguntó Harry con inquietud.

—No es probable —le aseguró Antonia—. No podría amar a nadie más que a ti.

Aunque pareciera extraño, a pesar de que era un año menor que su hermana, todos acudían a Antonia con sus preocupaciones y dificultades. Hasta su madre solía consultarla más que a Felicity.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó Harry Stanford.

—Espera a que finalice la temporada —le aconsejó Antonia—. Cuando regresemos al campo podrás hablar con papá. Se mostrará más dispuesto entonces.

Lo que Antonia quería decir en realidad era que sólo tendría oportunidad, si Felicity no recibía una proposición matrimonial más ventajosa.

Sin embargo, eso le parecía poco probable.

Aun cuando Felicity era muy bonita y atraía a los hombres como la miel a las moscas, ellos lo pensaban dos veces antes de proponerle matrimonio a una joven que no tenía dote y sólo contaba con la posibilidad de heredar, a la muerte de su padre, quinientos acres de la no muy productiva tierra de Hertfordshire.

Eso, por supuesto, si la propiedad no se vendía o se repartía en partes iguales entre las dos hijas, lo que Antonia dudaba.

Pero aunque Felicity recibía muchos cumplidos y jamás se quedaba sin pareja en los bailes, hasta ese momento nadie había hecho el intento de hablar con el conde y todo se reducía a coqueteos intrascendentes.

Y ahora, de pronto, como surgido de la nada, había aparecido el Duque de Doncaster y Antonia sabía que eso echaría por tierra las esperanzas de Harry de convertirse en el esposo de Felicity.

—¡Quiero casarme con Harry! ¡Lo amo y jamás amaré a nadie más! —decía Felicity.

Cuando levantó el rostro, embellecido por las lágrimas, Antonia sintió una gran piedad por ella.

—Creo que debes enfrentar los hechos, querida. Papá jamás te permitiría casarte con Harry si tienes la posibilidad de convertirte en duquesa.

—No quiero ser duquesa. Sólo vivir tranquila con Harry. He disfrutado de los bailes y fiestas, Antonia, pero no ceso de pensar en él y preferiría estar en casa y a su lado.

Antonia sabía que era sincera y pensó con temor que sin duda Felicity sería desdichada en un ambiente de pompa y lujo.

También sabía más acerca del duque que cualquier otro miembro de su familia. De hecho, hubiera podido decirle a su padre cuáles eran sus motivos con la misma precisión que el viejo chismoso a quien había acudido a consultar.

Como sus propiedades eran contiguas, aunque el duque poseía cerca de diez mil acres, Antonia siempre había sentido gran curiosidad, no tanto por él como por sus caballos.

Esos animales constituían uno de los amores de su vida y aunque montaba desde pequeña, siempre le asignaban los caballos más viejos, desechados tanto por su padre como por su hermana.

Sin embargo, como si poseyera una magia propia, Antonia lograba que por viejo y holgazán que fuera un caballo, cobrara energías. Por lo tanto, siempre terminaba la primera del grupo, ya fuera en paseos o en cacerías.

Pero le había resultado imposible no darse cuenta, casi desde que comenzara a caminar, de que al otro lado de la valla que separaba las dos propiedades, cabalgaban los más magníficos pura sangre que pudieran desearse.

Lo que se usaba como pista para carreras y entrenamiento, terminaba de forma abrupta precisamente en el borde de la propiedad del conde de Lemsford.

La mansión del duque se alzaba sobre un terreno ondulante, boscoso y, en gran parte, de cultivo.

Pero sólo a un poco más de un kilómetro de distancia de la pista, había un terreno amplio y despejado que, en el pasado, se extendía hasta medio kilómetro más en lo que ahora era propiedad del Conde de Lemsford.

Ives, el jefe de palafreneros del duque, que había residido durante toda su vida en Hertfordshire, pronto se había dado cuenta de que siempre había una pequeña que observaba, melancólica, encaramada sobre la valla cuando él y sus ayudantes ejercitaban los caballos todas las mañanas.

Conforme la niña creció, su amistad con el hombre cobró gran valor para los dos.

Incluso llegó a decirle:

—Usted sabe tanto de caballos, señorita, como yo mismo.

—Desearía que eso fuera verdad contestó Antonia. Cuénteme sobre la victoria del caballo del duque en el Derby.

No existe hombre que no disfrute de un público atento e Ives no constituía la excepción.

No tenía hijos y las historias que solía relatarle a Antonia la mantenían absorta, con la mirada fija en él hasta que las vívidas descripciones que le hacía acerca de las carreras que había presenciado la hacían sentir como si ella misma las hubiera visto.

Antonia también conocía a otros miembros del servicio del duque.

La señora Mellish, el ama de llaves, siempre estaba dispuesta a guiar a la interesada vecinita a través de la gran mansión.

Pero había sido el señor Lowry, el bibliotecario, quien más le enseñara.

El conde no apreciaba el arte y si sus antepasados alguna vez habían poseído pinturas o mobiliario de valor, éstos se habían vendido mucho tiempo atrás.

Sólo quedaron algunos retratos mal pintados de la familia, que no podían venderse.

Pero el Parque Doncaster estaba repleto de cuadros, mobiliario, objetos de arte y tesoros coleccionados durante siglos, cada uno con una historia que a Antonia le parecía fascinante.

Como el señor Lowry le había enseñado más que la ineficiente institutriz que el conde consiguiera para ella, Antonia, después de los quince años, pasaba más tiempo en el Parque Doncaster que en su casa.

La institutriz no se preocupaba en lo más mínimo por sus ausencias, satisfecha de tener que lidiar sólo con Felicity.

Como era tan bonita, ni ella ni sus padres consideraban importante educarla ni desarrollar sus talentos potenciales.

La condesa insistía en una sola cosa, y era en que sus dos hijas hablaran con fluidez el francés.

—Todas las damas de buena cuna hablan francés y como cada vez es más la gente que viaja al extranjero, considero esencial que las dos lo hablen con acento parisino.

El hecho de que ella y su esposo hubieran sido invitados a una gran fiesta celebrada cuando Luis Napoleón y la Emperatriz Eugenia visitaran Inglaterra en 1857, acentuó su interés en que sus hijas dominaran, el idioma, aunque no aprendieran ninguna otra cosa.

A Antonia le había resultado sencillo y le agradaba a la vieja maestra retirada que asistía a Las Torres dos veces a la semana para darles clase a Felicity y a ella.

—Se me olvidan esos complicados verbos —se quejaba Felicity.

Pero Antonia no sólo había dominado los verbos sino que en poco tiempo ya conversaba con la maestra y le hacía innumerables preguntas acerca de Francia y, en especial, sobre París.

Así cómo la institutriz se concentraba en su hermana y se olvidaba de ella, la maestra de francés hacía lo contrario.

Ponía toda su atención en Antonia y dejaba que Felicity permaneciera en silencio, sumida en sus pensamientos, que sin duda no tenían que ver con la cátedra de francés.

«Al menos hay dos temas sobre los que sé mucho», se había dicho Antonia en una ocasión. «El primero son los caballos, gracias a Ives, y el segundo el francés, gracias a la maestra».

El señor Lowry le había proporcionado algunos libros que satisfacían ambos intereses y como tanto el conde como su esposa casi no charlaban con su hija pequeña, se habrían sorprendido ante sus amplios conocimientos y lo mucho que leía.

Finalmente, el conde había despedido a la institutriz, para ahorrarse el reducido salario. Consideraba que Felicity ya no estaba en edad de recibir lecciones.

El hecho de que Antonia fuera un año menor no había parecido importarles.

La condesa ya había afirmado de forma categórica que no presentaría juntas a dos hijas debutantes.

Su forma de decirlo había provocado que Antonia pensara que dudaba de que su hija menor llegara a casarse y, si lo hacía, sería con alguien sin ninguna importancia.

Y cuando Antonia se miraba en el espejo, eso no le sorprendía.

A diferencia de Felicity, tenía una cabellera oscura, pero no del tono que le agradaba a los novelistas románticos.

Era de un color indefinido, casi negro como para rodear de oscuras pestañas sus ojos verde gris, pero no lo suficiente como para que su piel resaltara con esa blancura que estaba de moda entre las jóvenes bellas de la sociedad.

«Me gustaría tener el pelo rojo y que mis ojos fueran de un verde vivo… entonces tal vez alguien se fijaría en mí», pensaba con desaliento.

Resultaba difícil parecer bonita con la ropa que usaba, que siempre era la desechada por Felicity. Además, los tonos que favorecían a su hermana, a ella no le quedaban nada bien.

Pero era demasiado inexperta como para preocuparse por ello.

Lo único que le importaba de su guardarropa era su traje de montar.

Aunque no se lo habían comprado en Londres, como a Felicity, el sastre de St. Albans le tenía simpatía y se lo había confeccionado con el mayor esmero posible.

Antonia era muy amable con él. Le había llevado un tarro de miel para aliviar la tos de su esposa y lo escuchaba con atención cuando le hablaba acerca de sus hijos.

—Trate de que ajuste bien en la cintura —le había pedido— y que la chaqueta esté bien cortada. No es que me importe mucho mi apariencia, pero debo hacerle honor al caballo que monto.

—Es verdad, señorita —había respondido el sastre.

Antonia se había dado cuenta de que la confección de su traje le había llevado más horas de las que merecía lo poco que cobraría por su hechura.

Lo que no le dijo al sastre, y mucho menos a su padre, era que en ocasiones Ives le permitía cabalgar en los caballos del duque.

Los ejercitaba junto con él y a los demás palafreneros les parecía emocionante tener esa oportunidad.

—Es una verdadera lástima, señorita —le había comentado Ives—, que no pueda montar caballos, como éstos para cazar. ¡Daría mucho qué hablar!

—¡Sí que lo haría! —admitió Antonia—. E imagínate qué celosos se pondrían los demás. Pero sin duda se lo dirían a su señoría y entonces me enviarían al otro lado de la valla, donde me conociste.

Era una broma entre ellos e Ives se rió.

—Es verdad, señorita. Nunca olvidaré sus grandes ojos atisbándome. Primero me molestó pensar que nos espiaba, hasta que cuando nos conocimos me di cuenta de que su interés era genuino.

—Fue el día más afortunado de mi vida, Ives.

Solía pensar que todo lo desagradable de su casa le resultaría soportable mientras pudiera refugiarse con Ives y los caballos.

Así compensaba la desdicha que sentía por no ser deseada.

Cuando era pequeña, la primera vez que se dio cuenta de que a su padre le irritaba el hecho de que no hubiera sido varón, lloró con amargura porque no podía complacerlo y cambiar de sexo.

Al crecer supo, por medio de la servidumbre, que su madre había sufrido tanto durante su alumbramiento que los médicos opinaron que ya no podría tener más hijos. Antonia comprendió entonces la gran desilusión de su padre.

—El conde estaba convencido de que tendría un hijo —le había dicho su vieja niñera—. La cuna y todo lo de más se adornó con listones azules y se le llamaría Anthony que, como sabes, es un nombre de familia.

—Así que por eso me bautizaron Antonia.

—Nadie suponía que serías niña. Y como se temía que tanto tu madre como tú murieran, te bautizaron en cuanto naciste. «¿Qué nombre se le pondrá?», me preguntó el médico.

«La criatura iba a llamarse Anthony», contesté, ya que tu madre no podía ni hablar.

«Entonces la llamaremos Antonia», comentó él. Antonia intentó compensar su inevitable deficiencia por no ser el hijo que su padre deseaba.

Le preguntaba si podía salir a cazar con él. Le suplicaba que la llevara a cabalgar.

Pero pronto se dio cuenta de que el solo hecho de mirarla lo disgustaba, porque le recordaba al hijo que nunca tendría. Así que se mantuvo alejada de él y al poco tiempo todos en la casa dejaron de prestarle atención, excepto cuando se retrasaba para las comidas.

En esos casos, la castigaban con severidad.

Pero pronto aprendió a separarse de Ives, por interesada que estuviera en sus relatos. O a correr a su casa, después de cabalgar, y cambiarse velozmente de ropa para entrar en el comedor, sin aliento pero a tiempo, antes que el conde se diera cuenta de su ausencia.

Ahora, cuando Felicity sollozaba sobre su hombro, Antonia pensó que el duque, que sin duda era muy atractivo y que a ella le parecía irresistible, se convertiría en su cuñado.

Después de haber pasado tanto tiempo en el Parque Doncaster, hubiera sido imposible que no se enterara de lo que la servidumbre murmuraba de él, como también lo hacían las amigas de su madre.

Como el duque era el personaje más importante de esa parte de Hertfordshire, constituía un tema interminable de conversación.

Y aunque su señoría jamás se relacionaba con la gente de la localidad, ello no impedía que se hablara de él y se mencionaran sus innumerables romances.

Antonia parecía tan insignificante y era tan discreta, que las damas, que llegaban a su casa a tomar el té olvidaban su presencia.

Les ofrecía bocadillos y golosinas, les daba sus tazas y después se sentaba en un rincón, fuera de su vista, a escuchar con embelesada atención cuando mencionaban al duque.

Sabía cuándo se iniciaba y cuándo terminaba cada uno de sus amoríos. Se enteró de esposos celosos quienes les resultaba difícil comprobar lo que sospechaban, y una y otra vez escuchó hablar de mujeres que proclamaban a todos los vientos que tenían roto el corazón porque el duque las había amado y después olvidado.

Y esas historias le parecían tan fascinantes como algunas de las novelas románticas que le había prestado la institutriz, que mataba sus horas de ocio leyendo acerca del amor que probablemente jamás experimentaría.

Siempre le parecieron tonterías, hasta que algunos de los relatos que escuchó acerca del duque resultaron tan parecidos a ellas como nunca imaginara.

«Me pregunto qué tendrá que vuelve locas a las mujeres», pensó.

Contempló los retratos de él que colgaban en los muros del Parque Doncaster.

Aunque mostraban a un hombre apuesto, sintió que faltaba algo, algo que no podía explicarse pero que estaba segura de que los pintores no podían plasmar en el lienzo.

Lo había visto en persona, cuando cabalgaba en la pista, lo que hacia siempre que residía en el Parque Doncaster.

Pero, por expresas instrucciones de Ives, ella se mantenía fuera de su vista, limitándose a atisbar por encima de la valla para admirar su maestría de jinete, que lo hacía parecer parte de su caballo.

Como siempre galopaba, le era imposible distinguir su rostro o la expresión de sus ojos.

Siempre había deseado conocerlo y ahora parecía probable que lo hiciera, no al día siguiente, ya que estaba segura de que no le permitirían estar presente cuando conociera a Felicity, pero sí después de que se anunciara el compromiso.

Al pensarlo, los brazos de Antonia apretaron a Felicity. Tenía conciencia de lo mucho que eso haría sufrir a su hermana y por lo que sabía del duque, comprendía que Felicity jamás se adaptaría a él.

Era una jovencita dulce y tierna, pero en muchos aspectos bastante tonta y muy vulnerable si no la amaban y mimaban.

¿Lo haría el duque? ¿Se lo habría propuesto siquiera?

—¿Qué puedo hacer, Antonia? —sollozó Felicity.

Antonia pensó en la Marquesa de Northaw.