Capítulo 5

Apenas entraron en el salón Pandora y los tres hombres, Kitty gritó furiosa:

—¿Dónde diablos os habéis metido? ¿Y dónde está Norvin? Os he dicho que los trajerais.

—No lo hemos encontrado —respondió Freddie—. Supongo que volverá de un momento a otro.

—Hay algo raro en todo esto —observó Kitty con voz desagradable—. No me gusta.

Pandora no esperó a oír más. Cruzó el salón y, sin decir una palabra, salió al vestíbulo. Se daba cuenta de que las tres mujeres habían bebido demasiado otra vez. Caro ya estaba echada sobre un sofá con los ojos cerrados.

«¿Cómo es posible que los caballeros las encuentren divertidas con ese aspecto?», se preguntó.

Durante la cena había advertido cuánto bebían y cómo, a cada copa, se tornaban más vulgares.

No pudo evitar imaginar lo que pensaría el anciano Burrows, pero él estaba demasiado bien entrenado para mostrar sorpresa.

Pandora lo había visto mirar de forma glacial a uno de los lacayos que se había atrevido a murmurar algo.

—¡Si Chart fuese como antes…! —murmuró con un suspiro.

Después se olvidó de aquello para pensar que, a la mañana siguiente, Norvin debería batirse en duelo por su causa.

Sabía que era tan diestro como sir Gilbert. Sin embargo, comprendía que los duelos eran peligrosos y recordaba haber oído numerosas anécdotas al respecto. Uno de los contendientes moría, el otro debía huir para no ser arrestado…

Estaba segura de que nada de eso ocurriría, pero tenía miedo.

Era culpa suya, mas ¿qué podía hacer? Había sido una tonta al salir sola al jardín.

—Todo saldrá bien; estoy segura… Saldrá bien —se decía tratando de convencerse, pero seguía sintiendo miedo.

Mary fue para ayudarle a desvestirse, mas esta vez Pandora no tenía ningún interés por las cosas que contaba la muchacha. Cuando se quedó sola se metió en la cama, aun sabiendo que no lograría dormir.

Se puso a rezar con fervor, pidiendo que el duque no resultara herido.

Si lo herían, tal vez se enfadase con ella. Esta idea le impedía conciliar el sueño.

Había pasado más o menos una hora y media cuando oyó que los otros invitados subían a acostarse.

Supuso que si estaban tan borrachos como parecían, era posible que estropearan las hermosas habitaciones que ocupaban.

Sospechaba que Norvin les había destinado deliberadamente aquellos aposentos porque quería destruir todo lo que habían dejado sus antepasados, que sin duda no hubiesen permitido la presencia de las tres actrices en Chart Hall.

Pandora no podía menos que sentirse impresionada por todo lo que hacían y decían. Durante la cena había visto, muy azorada, que Caro besaba apasionadamente a Richard.

Hettie había pasado un brazo por el cuello de Freddie y con la otra mano le había desabrochado la camisa mientras pedía que le regalara una joya que había visto en la calle Bond.

Pandora se quedó pensando cómo reaccionaría su madre en tales circunstancias.

Una vez más, volvió a decirse que no tenía derecho a criticar. Ella había llegado al castillo sin ser invitada, y si los huéspedes del duque se comportaban como salvajes, en cierto modo ya había sido advertida.

No obstante, le indignaba pensar que todo lo que hacían daba la razón a Prosper Witheridge y a las chismosas de Lindchester que murmuraban con sobrados motivos.

«Estoy segura de que Norvin acabará dándose cuenta de que son insoportables», pensó.

Estaba segura de que su primo tenía sensibilidad suficiente para advertir la diferencia entre Caro, desmadejada, borracha en un sofá, y la condesa de Chartwood, exquisitamente pintada por sir Joshua Reynolds en un cuadro que adornaba el salón.

Pandora recordó unos versos de El paraíso perdido que le parecían sorprendentemente adecuados a la situación:

Retrocedió el dominio avergonzado al ver cuán implacable es la bondad

y cuán hermosa la virtud.

«Tarde o temprano, Norvin se dará cuenta. Lo sé», intentó consolarse, pero no lograba conciliar el sueño.

Oyó el reloj que daba las dos y luego la media. Todo estaba en calma.

Pandora, sintiéndose acosada por sus propios sentimientos, se levantó para acercarse a una de las ventanas.

Apartó la cortina y se quedó mirando hacia fuera. Las estrellas brillaban en el cielo iluminado por la luna creciente.

Pensó nuevamente en el duelo que tendría lugar por la mañana y volvió a rezar para que el duque no resultara herido.

«No puede perder todo esto ahora», se dijo.

La luna iluminaba el ala del castillo y Pandora permanecía en las sombras.

Observó que una ventana del piso bajo estaba abierta.

«Seguramente los sirvientes han olvidado cerrarla», pensó, recordando al mismo tiempo cuánto insistía su abuelo en que cerraran las ventanas de la planta baja por la noche.

«Cualquiera puede entrar a través de ellas sin que los guardas nocturnos se den cuenta», decía con frecuencia.

Había dos vigilantes en Chart Hall, cuyos nombres eran Underwood y Colby. Pero tal vez habían sido despedidos, se dijo la joven. Eran ya mayores y no oían muy bien.

«Iré en busca de uno de ellos», decidió, «y le diré que hay una ventana abierta».

Se puso la bata a la luz de la luna. Era de seda azul pálido y había pertenecido a su madre. Llevaba encaje en el pecho y en el borde de las mangas. Se calzó después unas pantuflas azules que hacían juego con el color de su camisón, abrió la puerta de la habitación y salió al corredor.

Casi todas las velas se habían extinguido, pero había luz suficiente para encontrar el camino. Supuso que Undewood o Colby se hallarían en el vestíbulo, pero no había nadie. Después de buscar inútilmente por el corredor que conducía a la biblioteca, tomó la dirección opuesta, pero no encontró ni rastro de los dos vigilantes.

No había rastros de ninguno de los dos guardias. «Tal vez estén en la cocina, bebiendo o comiendo. Sin duda son más descuidados que cuando vivía el abuelo», pensó.

Antes de llegar a la cocina tenía que pasar por un cuarto donde se guardaba la plata. En aquel lugar solía apostarse uno de los guardas nocturnos, el cual podía disponer de una cama plegable parecida a las de campaña.

Pandora estaba a punto de llegar a aquel cuarto cuando oyó voces.

«Deben ser Undewood y Colby que están charlando».

Avanzó sin hacer ruido y, al advertir que había un bulto a un lado, miró con detenimiento. No era fácil ver con claridad, por fin distinguió, sorprendida, que era Underwood, el cual estaba tirado en el suelo.

Por un momento pensó que estaba durmiendo; luego se le ocurrió algo mucho peor. Sin darse cuenta de lo que hacía, corrió hacia el lugar donde se guardaba la plata y se detuvo en la puerta, horrorizada.

Contra una pared se hallaba el otro vigilante, amordazado. La puerta de seguridad estaba abierta y ante ella se encontraba Dalton con un objeto de oro en la mano.

Otro hombre —por la descripción que le habían hecho de él, Pandora supuso que era Antey—, estaba allí con una bolsa abierta en las manos.

Los dos hombres se volvieron al oírla y el señor Anstey preguntó:

—¿Quién es?

—La prima de su señoría —contestó Dalton—. Sospecho que gracias a ella nos despidieron.

Mientras su compinche hablaba, Anstey avanzó hacia Pandora. Ésta comprendió el peligro que corría y trató de escapar, pero el hombre era demasiado rápido y la alcanzó. Con una mirada de odio le dobló los brazos hacia atrás y la joven no pudo reprimir un grito de dolor, mientras forcejeaba inútilmente. Desesperada, pensó que estaba en su poder, cuando de pronto se oyó una voz autoritaria desde la puerta.

—¿Quién anda ahí?

Pandora sintió un súbito alivio. Era Norvin quien llegaba, empuñando una pistola de duelo.

—¡Suelten a la señorita inmediatamente o disparo! —ordenó.

Palideciendo, Dalton dejó caer lo que tenía en las manos, pero Anstey fue retrocediendo hacia la puerta, llevando consigo a Pandora.

—¡No todavía, milord! —exclamó.

Ella, horrorizada, se dio cuenta de que Anstey apuntaba un cuchillo contra su garganta.

—Puede usted matar a Dalton, señoría —añadió el administrador—, pero en ese caso su prima también morirá. Luego, si lo desea, podremos luchar de hombre a hombre.

Pandora sintió deseos de gritar de horror, pero el cuchillo rozaba su garganta y apenas se atrevía a respirar.

Anstein controlaba la situación.

—¡Coge las bolsas! —le ordenó a Dalton—. Y ahora, milord, nos dejará marchar o sabrá que no estoy diciendo tonterías.

—¡No se saldrá con la suya! —dijo Norvin.

—Pronto comprobará que yo soy mejor ladrón que usted noble —replicó Anstey.

Pandora advirtió la ira que despedían los ojos de su primo y por un momento pensó que se arriesgaría, matando a alguno de los dos ladrones.

Se ella moría sería por una causa justa. No podía soportar la idea de que estos hombres sin escrúpulos se llevaran la vajilla de oro y plata que había permanecido a sus antepasados.

—¡Vamos! —le dijo Anstey a su compinche—. Su señoría no puede hacer nada. No te hará daño, ya lo sabes.

Sosteniendo el cuchillo contra el cuello de Pandora y aferrándola brutalmente por las mañanas, avanzó con lentitud, fijos los ojos en el duque.

—La muerte es inmediata cuando se corta la yugular —dijo perversamente—. Bastará la más leve resistencia por parte de su señoría y correrá sangre.

Poco a poco, como si cada paso hacia representara un momento para él. Norvin fue retrocediendo.

Cuando los ladrones, arrastrando a Pandora, llegaron a la puerta de la cocina, el duque se dio la vuelta y echó a correr en dirección contraria. Pandora supuso que iba a los establos en busca de ayuda.

En cuanto desapareció Norvin. Anstey le ató las manos a Pandora con una cuerda como las que habían utilizado para cerrar los sacos del botín. Después la cogió firmemente por un brazo y la hizo salir al patio exterior, obligándola a cruzarlo hasta la salida, donde esperaba un carruaje.

Dalton ya estaba allí acomodando los sacos. Sin ningún miramiento, Anstey alzó en brazos a Pandora y la arrojó sobre ellos.

A continuación, con la celeridad del rayo, él y Dalton subieron a los asientos delanteros y el carruaje y se puso en movimiento.

Era un vehículo ligero y los dos caballos que tiraban de él avanzaban a buena velocidad. Pandora comprendió que llegaría al camino principal antes que Norvin lograra despertar a los mozos y disponer los caballos para seguirlos.

Mientras los animales galopaban por el abrupto camino, ella era arrojada de un lado a otro del carruaje, lo que le hizo temer que se rompería algún hueso.

—¡Escaparemos! —oyó decir a Dalton, pese al ruido de las ruedas—. Empezamos bien.

—¿Qué andaría haciendo el duque a estas horas con una pistola en la mano? —preguntó Anstey.

—¡Ni idea! —contestó Dalton.

Tenían que gritarse a causa del ruido.

Con esfuerzo, Pandora logró sentarse en el fondo del vehículo y apoyar la espalda en los sacos, en lugar de ir sobre ellos. Así estaba más cómoda, pero como tenía las manos atadas atrás, no le era posible evitar el traqueteo.

«¡Oh, Dios, ayuda a Norvin para que nos alcance y pueda salvarme!», rogó.

De pronto se le ocurrió que, cuando dejaran de perseguirlos, aquellos hombres ya no se molestarían en llevarla consigo. Entonces la matarían y la arrojarían en alguna parte. No la dejarían viva, ya que de todas maneras, si los atrapaban, serían colgados por robo.

«¡Ayúdame, Dios mío…! ¡Oh, por favor, ayúdame!», suplicó desde el fondo de su corazón.

Nadie más que Norvin podría salvarla, porque sólo él sabía lo que había pasado y el peligro en que ella se encontraba.

Trataba de calcular cuánto tardaría su primo en ponerme en marcha, cuando oyó decir a Anstey, que era quien conducía:

—Mira hacia atrás y, si nos siguen, dispara. Encontrarás una pistola en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.

—Entonces, ¿por qué no la has usado antes? —preguntó una pistola en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.

—Me ha cogido por sorpresa —replicó Anstey—. De todos modos, tenía el cuchillo a mano, así que ¿de qué te quejas?

—De nada —repuso Dalton—, pero lo preferiría muerto.

—¡Entonces dispara en cuanto lo veas! —ordenó Anstey.

Dalton se dio la vuelta para mirar al camino y Pandora estuvo a punto de gritar horrorizada. Seguramente a Norvin no se le ocurriría que los ladrones tenían una pistola si no la habían usado antes.

Él vendría cabalgando y aquellos canallas le dispararían… ¡Iban a morir los dos!

No podía hacer otra cosa que rezar desesperadamente. Después, sorprendida, se encontró pensando.

«Si tengo que morir no importa… Pero el duque debe vivir. Él ha empezado a comprender el valor de Chart y desea conservarlo».

Cerró los ojos para rezar con mayor fervor.

En aquel momento oyó una explosión y creyó que el mundo se había puesto a dar vueltas… Algo le golpeó la cabeza, haciéndole perder el conocimiento por unos segundos.

Cuando lo recobró, le pareció asombroso seguir con vida. Y no sólo eso: alguien la sacaba del vehículo y la oprimía entre sus brazos.

«¡Norvin!», quería gritar, pero todavía estaba aturdida.

Sintió que él le desataba las manos, mientras procuraba tranquilizarla.

—Ya pasó todo… No estás herida. Supuse que te pondrían atrás junto con las cosas robadas y he corrido el riesgo.

Ella no comprendió lo que le decía. Al mirar a su alrededor, vio que había una gran confusión en el camino. Los caballos habían caído de rodillas y el carruaje, que había perdido una rueda, estaba inclinado. En tierra yacían dos cuerpos que, evidentemente, habían sido arrojados del asiento.

Pandora miró todo aquello sin acabar de comprender. Entonces Norvin le explicó:

—Ha sido duro para los caballos, ¡pobres animales…! Até una cuerda a ambos lados del camino porque perseguirlos no era conveniente mientras te tuvieran secuestrada…

—¿Una cuerda… a ambos lados del camino? —murmuró Pandora.

—Sí, sujeta a dos árboles —dijo él, a la joven le pareció que sonreía satisfecho.

—¿Cómo has logrado llegar tan pronto? —le preguntó.

—Los mozos conocían un atajo —respondió él—. Algún día yo los conoceré todos.

—Me has salvado —murmuró Pandora—. Yo… rezaba intensamente para que lo consiguieras.

—Lo imaginaba —sonrió Norvin—. Y por supuesto, los rezos de una santita siempre son escuchados.

Ella quiso reír, pero sentía deseos de llorar. Todo había sido tan horrible… Aunque, a decir verdad, debía haber adivinado que Norvin, siendo un Chart encontraría una salida a cualquier situación, por más difícil que fuese.

Los mozos estaban atando a Dalton y Anstey, que aún se hallaban inconscientes. Los trataban sin la menor consideración y uno de ellos le preguntó al duque qué debían hacer con aquellos bribones.

—Dejadlos a un lado del camino —respondió Norvin—. Vendremos a buscarlos más tarde y los llevaremos ante las autoridades. ¡Ah! Y soltad los caballos.

—Muy bien, señoría.

—Supongo que podréis llevaros los sacos.

—Sí, milord —respondió y dirigió una mirada indecisa a Pandora. Entonces Norvin, adelantándose a la pregunta, dijo:

—Yo llevaré a la señorita Stratton en mi silla.

Otro de los mozos trajo el caballo del duque, que estaba oculto entre los árboles.

Norvin tomó a Pandora con suavidad en sus brazos como si temiera que ella no fuese capaz de ponerse de pie por sí sola. Cuando se dio cuenta de que sí podía, se quitó la levita y la colocó en la parte delantera de su silla de jinete.

—Debo montar yo primero —le dijo al mozo—. Después tú ayudarás a subir a la señorita Stratton.

—Muy bien, milord.

Norvin montó en un instante. Después extendió los brazos para alcanzar a Pandora, que había sido levantada por el mozo, y la sentó de costado, sujetándola fuertemente con el brazo izquierdo.

—Ahora iremos muy despacio. No hay necesidad de apresurarse —dijo.

Pandora no pudo evitarlo: tuvo que ocultar el rostro para que él no viera sus lágrimas.

—Creí… que… que me matarían —murmuró con voz entrecortada.

—Ya pasó, Pandora —intentó tranquilizarla suavemente—. Además, ten en cuenta que ésta es una aventura que podré contar a mis nietos y a los hijos de mis nietos, por los cuales debo preocuparme según tú.

Pandora sonrió al escucharle.

—Ha sido culpa mía —respondió después, mientras se dirigían lentamente a la mansión—. Debí adivinar, al ver la ventana abierta, que era Dalton quien intentaba robarte.

—Debías haberme informado.

—Quizá… Pero lo primero que se me ocurrió fue ir en busca de los vigilantes… nocturnos y encontré a Underwood inconsciente.

—Ordené a los mozos que se ocuparan de él y de su compañero.

—¡Has pensado en todo! —comentó Pandora, admirada.

—Considerando que soy sólo un aficionado a este tipo de aventuras, debes reconocer que no he salido tan mal —dijo Norvin—. Tú tienes el don de crear situaciones dramáticas. Siempre imaginé que el campo era un lugar tranquilo, donde no había nada que hacer.

Pandora supuso que se estaba refiriendo también al duelo y preguntó en voz muy baja:

—¿Debes… pelear con sir Gilbert?

—Y me causará un enorme placer hacerlo —afirmó él—. Ese hombre es un canalla y merece una lección.

—Pero es peligroso. Ha sostenido muchos duelos.

—También yo, de una u otra forma —declaró Norvin—, y en este caso no seré quien trate de desacreditar el honor de la familia.

—No podría soportar… —comenzó a decir Pandora, más se detuvo.

—¿Soportar qué? —preguntó el duque.

—Que te hiriesen… por culpa mía. Fui una estúpida al salir sola al jardín.

—Bastante, sobre todo cuando individuos como Longridge andan sueltos. Pero, claro, ¿cómo ibas tú a saberlo?

—Creo que me asusté más que ahora, aunque Dalton y Anstey casi me matan —murmuró Pandora y sintió que él le oprimía la cintura, diciendo:

—Ninguna de las dos experiencias han sido agradables para ti.

De pronto, ella tomó conciencia de que estaba muy cerca de Norin. Éste su cubría el torso con la camisa únicamente y ella podía sentir el calor de su cuerpo, igual que la fuerza del brazo que la sostenía.

Nunca había estado tan cerca de ningún hombre y no sospechaba que pudiera sentirse tan segura. Avanzaron en silencio hasta que, inesperadamente, él le dijo:

—Tu pelo huele a violetas.

—Me lo lavo con una loción de hierbas que preparaba mi madre —explicó Pandora—. En el jardín de la vicaría había muchas violetas en primavera, y mamá preparaba una esencia destilándolas.

Mientras hablaba pensó en el perfume fuerte y exótico que usaba Kitty y se preguntó si Norvin lo preferiría.

Él no habló más y Pandora, mirando alrededor, se dio cuenta de que habían llegado a los campos que bordeaban el parque.

—Ya casi estamos en casa y todo el oro y la plata se hallan a salvo —dijo entonces—. Si me hubiese despertado por la mañana y hubiera visto que habían desaparecido, no me quedarían lágrimas para llorar.

El duque permaneció en silencio. Al cabo de un momento, ella preguntó con voz vacilante:

—¿Te hubiera importado a ti?

Ella advirtió una sonrisa en sus labios cuando repuso:

—Sé lo que quieres que te diga y en este caso, después de la azarosa aventura que has vivido, te complaceré, sí, me hubiera importado.

—Ya lo suponía —suspiró Pandora.

—Si hay algo que realmente me disgusta —comentó Norvin—, son las mujeres que dicen: «¡Ya te lo advertí!».

No había ninguna agresividad en su voz, pero ella se puso a la defensiva.

—Yo no digo nada… Lo único que pretendo es que te encariñes con Chart.

Mientras hablaba advirtió que en el fondo del valle se divisaba ya el castillo, increíblemente hermoso bajo la luz plateada de la luna, y no pudo reprimir una exclamación:

—¡Míralo…! ¡Y es todo tuyo!

Notó que Norvin la apretaba con fuerza, como si fuese una respuesta instintiva que no podía controlar, y ella, al sentirlo tan cerca, volvió a sentir que un extraño estremecimiento la recorría. Era algo que jamás había experimentado y resultaba tan hermoso que le hacía sentirse como flotando entre nubes.

Norvin espoleó su caballo y siguieron avanzado, ahora velozmente, hacía la mansión solariega.

* * *

Ya en su habitación, Pandora se sentía como si hubiera salido de un largo y extraño sueño.

Apenas podía creer que en tan breve espacio de tiempo hubiesen pasado tantas cosas.

Al llegar, Norvin había insistido en que bebiese algo, pero ella se negó.

—Entonces vete a la cama —le aconsejó su primo—. Seguramente estarás muy cansada después de lo ocurrido.

—Tú también debes irte a la cama —sugirió ella.

Al mismo tiempo, mientras ambos permanecían de pie en el vestíbulo, él parecía no estar pensando en lo que decía, y sólo la miraba con una extraña expresión.

El viejo Burrows los esperaba con la puerta abierta. Lo había despertado un mozo de los establos, siguiendo instrucciones de su amo.

—Hay bebidas y algo para comer, señoría. Está todo en el comedor —anunció con su voz calmada y respetuosa.

—Gracias —dijo Norvin—. ¿Cómo está Underwood?

—Lo dejaron inconsciente, señoría, pero aparte del dolor de cabeza, no tiene nada roto.

—Muy bien; es un alivio saberlo —declaró Norvin.

Pandora ya había subido tres escalones, pero se detuvo a escuchar la respuesta de Burrows.

El duque fue hasta el pie de la escalera y se detuvo para mirarla.

—Supongo que debería darte las gracias —dijo—. Si no hubiera intervenido a riesgo de tu propia vida, seguramente se hubiesen llevado el oro, la plata, y quizá también otras cosas aún más valiosas.

—Si tú me das las gracias, yo me veré obligada a dártelas por haberme salvado.

—Entonces sólo diré que te vayas a la cama y lo olvides todo. Pero recuerda que estas cosas no deben repetirse.

—Así lo espero —suspiró Pandora.

Enseguida recordó el duelo y agregó:

—Debes tener mucho cuidado… ¡Prométemelo!

Vio en los ojos de él que había comprendido a lo que se refería.

—Me pregunto cuántos se alegrarían si Gilbert Longridge me matara —replicó Norvin con una sonrisa cínica.

Pandora lanzó un grito ahogado.

—¡No hables así! Trae maña suerte.

—Ya te dije que no le tengo miedo.

—Nunca debes subestimar al enemigo.

—No; tienes razón. Te prometo que tendré mucho cuidado.

Los ojos de ambos se encontraron y, por un momento, ninguno pudo apartar la mirada.

Después, ella se sintió repentinamente avergonzada al darse cuenta de que sólo llevaba una bata de noche y el pelo suelto sobre los hombros. Entonces se dio la vuelta y echó a correr escaleras arriba.

* * *

Ya en la cama, Pandora se quedó dormida apenas puso la cabeza sobre la almohada.

Suponía que, si no se desvelaba por el horror de lo ocurrido, quizá lo hiciese por los dolores que sentía en todo el cuerpo a causa de aquel espantoso viaje en el carruaje de los ladrones.

Al darse una vuelta en la cama, despertó sobresaltada a causa de un agudo dolor en el brazo derecho.

«La señora Meadowfield me pondrá algún remedio», se dijo.

Movió las piernas y sintió que también le dolían.

Los objetos de metal que contenían los sacos la habían lastimado. Incluso era posible que tuviera alguna herida.

En aquel instante comprendió que había estado durmiendo algunas horas. Ya había amanecido… ¡y aquélla era la mañana del duelo!

Mordiéndose los labios para no quejarse por los agudos dolores que sentía en todo el cuerpo se levantó de la cama y apartó una de las cortinas.

Ya aparecían los primeros rayos del sol por el este y las estrellas comenzaban a desaparecer.

«Deben de ser las cinco», pensó. Al mirar el reloj que había sobre la chimenea vio que eran las cinco y media.

Volvió a mirar por la ventana. Todo estaba en calma.

Sabía que las mujeres nunca asistían a los duelos, pero se dijo que aquél era un caso excepcional, en el que ella estaba involucrada.

«Nadie me verá», pensó, «y yo debo asistir al duelo».

Se vistió rápidamente, decidiendo que sería más difícil que la vieran si llevaba su vestido de verano, sobre el cual se pondría una capa verde. Era la ropa que había utilizado en su viaje hasta Chart.

Ya lista, se apostó junto a la ventana.

Diez minutos después vio salir por una puerta lateral a Norvin, acompañado por Freddie y Richard.

Supuso que no utilizaban la puerta delantera para que el lacayo que solía estar de guardia no supiera que habían abandonado la mansión.

Cruzaron el patio al cual daba la ventana de Pandora y ella notó que todos iban muy elegantes.

Le pareció que Norvin, el cual iba entre los otros dos, era un hombre notable. Sería imposible que pasara inadvertido en cualquier parte.

«Eso se debe a que es un Chart», se dijo con ánimo triunfante, e imaginó que él se hubiese reído, de saber lo que ella pensaba.

Cuando los tres amigos llegaban al puente, Pandora advirtió que se acercaba un faetón. Sin duda, en él viajaba sir Gilbert.

Pandora notó una súbita opresión en el pecho que borró todos sus pensamientos anteriores.

Por su culpa se iba a celebrar un duelo y ahora estaba aterrorizada, con un miedo que parecía lastimarla físicamente.

Corrió escaleras abajo para salir por una puerta diferente a la que habían usado el duque y sus amigos, pero que tampoco estaba vigilada.

Se dio cuenta de que los duelistas se dirigían a un claro situado a la izquierda del puente. Según le habían contado, solía servir de cancha para jugar a las bochas.

Ahora estaba en desuso, pero lo jardineros, por costumbre, seguían cortando el césped que la cubría.

El claro estaba rodeado de matorrales que lo ocultaban, por lo que constituía un lugar excelente para un duelo.

No había posibilidad de que los hombres la vieran cruzar el puente, dijo Pandora. Como conocía el camino, se ocultó entre los arbustos hasta que oyó voces.

Con mucha cautela, se acercó a los matorrales que rodeaban el claro hasta que pudo divisar en el centro a los dos testigos del duque y, junto a ellos otros dos hombres. Uno era Edward Trentham. Al otro no lo reconoció.

Supuso que sir Gilbert había llevado a un amigo como árbitro.

No había duda de que tal era su misión, porque poco después la joven le oyó contar:

—¡Cinco… seis… siete…!

Ahora podía ver que Norvin caminaba hacia la derecha y sir Gilbert hacia la izquierda.

—¡… ocho… nueve… diez!

Los dos hombres se dieron la vuelta y dispararon al mismo tiempo. Era imposible saber quién había hecho fuego primero.

Por un instante, Pandora sintió que las cosas bailaban ante sus ojos y le resultó difícil ver lo que ocurría.

Después vio que Norvin se llevaba la mano a la cabeza y caía al suelo.

Entonces lanzó un grito y salió de su escondite para correr hacia él. Norvin yacía en el suelo y Freddie estaba a su lado. Vio que le brotaba sangre de la sien izquierda y, por un momento espantoso, pensó que había muerto.

—Es sólo un rasguño —dijo Freddie con alivio.

Fue entonces, en aquel momento de pánico, cuando Pandora comprendió que amaba a Norvin de Chartwood.

Y todo se convirtió de pronto en un embrollo: su amor, su miedo y también su alivio al oír las palabras de Freddie.

En el instante que deslizaba un brazo bajo la cabeza de Norvin para atraerlo hacia su pecho, llegó Richard corriendo.

—¡Le ha dado a Gilbert en el brazo! —anunció—. Creo que tendremos que llamar a un médico.

—Debemos llevar a Norvin a casa —afirmó Pandora.

—Sí, por supuesto —asintió Freddie—. ¿Lo llevo?

—Creo que será mejor llevarlo en una camilla —dijo Pandora, recordando lo que solía hacer su padre cuando se producían accidentes de caza.

—Sí, de acuerdo —repuso Richard—. Pero ¿de dónde sacamos una?

Pandora pensó rápidamente.

—Allí, detrás de esos matorrales —dijo, señalando el extremo de la cancha de bochas—. Hay una en el huerto.

Freddie y Richard corrieron a buscarla, mientras ella trataba de limpiar con su pañuelo el hilo de sangre que corría por la mejilla de Norvin. De pronto notó que también tenía una mancha carmesí en la camisa y sintió un pánico que pareció paralizarla al pensar que podía estar mortalmente herido.

Era fácil extraer una bala en el brazo, pero una herida en la cabeza podía ser muy seria. Pandora sabía que los médicos sabían poco o nada acerca de heridas semejantes.

Después se dijo, tratando de tranquilizarse mientras secaba la sangre, que seguramente la bala no había penetrado en la cabeza de Norvin, sino que había rozado la sien, perdiéndose luego en la espesura.

«Sir Gilbert le ha disparado deliberadamente a la cabeza», pensó.

En aquel instante vio que sir Gilbert caminaba tambaleándose hacia ellos, ayudado por sir Edward Trentham.

Llevaba en el brazo herido un pañuelo a través del cual brotaba la sangre.

—¿Está bien Norvin? —le preguntó a Pandora.

Ella le miró furiosa.

—¡Usted ha tratado de matarlo! —acusó ella—. ¡Es un buen tirador y sabe poner la bala donde quiere!

Pandora, al ver los ojos de sir Gilbert, tuvo la certeza de que lo que decía era cierto.

—Eso es ridículo… —Intentó defenderse él, pero sir Edward lo interrumpió:

—Es dudoso, Gilbert, que no hayas dado en el blanco.

—Pandora tiene razón —exclamó Clive, que también se había aproximado—. Y por Dios, Gilbert, si Novin muere, me aseguraré de que seas colgado.

—¡Todos estáis locos! —declaró sir Gilbert con gravedad—. Llévame a la casa, Edward. No tengo por qué escuchar acusaciones absurdas.

—¿De verdad son absurdas? —le preguntó sir Edward mientras le ayudaba a caminar.

—¡Maldita sea! —exclamó Clive—. Había oído decir que es un asesino y ahora me doy cuenta de que es verdad.

Se puso de rodillas junto al duque y preguntó:

—¿Está muy mal?

—Espero que no —repuso Pandora, mas había incertidumbre en su voz.

Seguía sosteniendo la cabeza de Norvin y secándole la sangre. Aceptó el pañuelo de Clive porque el suyo ya estaba empapado.

En aquel momento llegaron Freddie y Richard con la camilla.

Muy suavemente, levantaron a Norvin y lo colocaron sobre ella. Después los tres hombres echaron a andar hacia la casa.

Pandora se les adelantó.

—Llévenlo por la puerta principal —dijo—. Será más fácil subirlo por la escalera grande. Mientras tanto, yo iré a ver si su habitación está lista y mandaré llamar al médico.

Corrió tan velozmente como pudo. Al llegar encontró la puerta abierta y había dos sirvientes barriendo los escalones.

Para alivio de Pandora, la señora Meadowfield estaba en el vestíbulo.

—Su señoría está herido —le dijo muy agitada.

—El señor Burrows tenía razón al decir que algo raro pasaba —comentó la señora Meadowfield—. ¿Qué le ha ocurrido a milord?

—Le han herido en la cabeza en un duelo —explicó Pandora—. Mande inmediatamente a un lacayo en busca del doctor Graham.

—Enseguida, señorita.

Media hora después llegó el médico. Pandora no se había cambiado y tenía el vestido de algodón manchado de sangre, pero no pensaba ocuparse de su ropa hasta no haber oído el pronóstico del médico.

La espera le pareció interminable. Ahora comprendía todo lo que Norvin significaba para ella, algo que hasta entonces no había sabido.

Era inevitable, pensó, ya que el duque era muy diferente a todos los hombres que conocía.

Además, era un ser de su misma sangre y formaba parte de todo aquello que amaba. Así, no era extraño que se hubiese enamorado de él como una colegiala.

«Soy una tonta», se dijo. «Él tiene a Kitty y a todas esas mujeres fascinantes que le proporcionan alegría y diversión. Es imposible que se fije en mí».

Ahora, mientras esperaba en el pasillo a que el médico terminara la consulta, la sola idea de Kitty durmiendo en la habitación contigua a la del duque, en la alcoba que había pertenecido a su abuela, le provocaba un dolor intenso. Se dio cuenta de que estaba celosa.

«¿Cómo puedo ser tan absurda? Mañana tengo que regresar a Lindchester y tal vez no vuelva a verlo… ni él querrá verme a mí».

Sufría pensando en ello, pero después intentó convencerse de que sus sentimientos no tenían importancia si él no estaba gravemente herido por la bala traicionera de sir Gilbert.

El doctor Graham salió de la habitación y Pandora corrió hacia él.

—¿Qué le parece? ¿Está muy mal herido? ¿Se repondrá?

Sus preguntas se sucedían precipitadamente una tras otra y el doctor Graham le puso una mano sobre el hombro.

—Vamos a ver, Pandora, ¿qué ocurre? Tú sueles ser valiente y sensata.

—Sí, lo sé —asintió Pandora—, pero…

—Es muy desagradable, lo comprendo —dijo el médico—. Pero creo que si se le cuida bien, no habrá complicaciones y pronto estará repuesto.

—¿Está usted seguro?

—Antes siempre confiabas en mí —le reprochó el doctor Graham.

—Y ahora también —repuso Pandora—, y estoy muy contenta de que haya venido.

—Su señoría necesitará mucha atención durante las próximas cuarenta y ocho horas. Es posible que le suba la temperatura y delire. Pero sólo necesita que se le atienda y se le impida hacer alguna tontería. Volveré dentro de unas horas.

—Yo le cuidaré —se ofreció Pandora rápidamente.

—Sabía que lo dirías —sonrió el médico sonriendo—, y me consta que serás muy eficiente, como siempre que tu padre sufría alguna herida yendo de caza. Tú y tu madre habéis hecho mucho por este pueblo.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó Pandora.

—Ya le he explicado a la señora Meadowfield que tú y ella podéis turnaros para cuidarlo. Su ayuda de cámara parece un joven sensato. Él os echará una mano seguramente.

—¿Cree que la herida… le afectará el cerebro?

—No es probable, así que no te preocupes —repuso el médico y agregó—: Quien disparó sobre su señoría era un inexperto o alguien que se proponía matarlo.

—Es lo que yo creo —señaló Pandora.

—¿Por qué arriesgan su vida estos jóvenes? —El doctor Graham movió la cabeza con pesar y luego sonrió—. Supongo que es una forma honorable de decidir una discusión, pero muchas veces pienso que es una lástima que hayamos dejado atrás la época de los arcos y las flechas.

Pandora trató de reír. Estaba acostumbrada a que el médico dijera cosas extrañas.

Llegaron al descansillo de la escalera y él le palmeó afectuosamente un hombro.

—Ahora ve a cambiarte y descansa —le aconsejó—. La señora Meadowfield se ocuparé de milord en las próximas horas.

Miró el reloj que colgaba en el vestíbulo.

—Volveré cerca del mediodía —dijo—. Supongo que no habrá mejorado para entonces, pero no te inquietes.

—Lo procuraré —contestó Pandora.

El médico sonrió.

—Ahora sí te reconozco. Nuevamente pareces la hija de tu madre —dijo, y se marchó.

Pandora se apresuró a entrar en la habitación de Norvin. Lo hizo sin ruido y encontró a la señora Meadowflield recogiendo el material para curas que no se había utilizado.

El médico había vendado la cabeza de Norvin, que yacía boca arriba con los ojos cerrados. Estaba muy pálido.

Pandora lo contempló mientras rezaba en silencio, pidiendo que el médico tuviese razón y la herida no fuese grave.

«Te quiero», dijo para sí. «Te quiero y debes recuperarte enseguida porque hay muchas cosas que reclaman tu atención… amor mío».