Capítulo 4

Cuando terminó el almuerzo, el duque se puso de pie y anunció:

—Saldré a dar una vuelta a caballo.

Había comido muy poco y Pandora estaba segura de que andaba pensando en otras cosas. No había demostrado ningún interés por lo que decía Hettie y, cuando respondía a sus amigos, lo hacía con aire ausente.

Ella se había sentido aliviada al no advertir señales de sir Gilbert. Aunque no preguntó por él. Richard le dijo lo que ella quería saber cuando le contó que sir Gilbert había ido a visitar a sir Edward Trentham.

Clive y Richard miraron inquisitivamente al duque como si esperasen que los invitara a cabalgar con él, pero antes que pudieran decir nada, Norvin propuso:

—Si no estás muy cansada, Pandora, me gustaría que me acompañaras. Hay cosas que sólo tú puedes mostrarme.

—Por supuesto, primo Norvin.

La joven corrió a ponerse el traje de montar. Había metido uno en el baúl con la esperanza de poder volver a dar un paseo a caballo por las tierras que amaba.

Como sabía que a los hombres no les gustaba esperar, se quitó apresuradamente el vestido que tenía puesto y se puso el traje verde que siempre usaba para montar.

Era ya viejo, pero tenía buen corte. Por mucho que economizaran en la ropa, su padre siempre insistía en que ella y su madre debían ir correctamente vestidas cuando salían de casa.

Se arregló el pelo con un rodete, se puso un sombrero con un velo de gasa del mismo color que el traje y corrió escaleras abajo. Encontró al duque esperándola fuera con dos magníficos caballos, mejor alimentados y briosos que los que tenía su padre.

Lo miró a los ojos y estuvo a punto de decirle algo, pero prefirió no hacerlo. Advirtió que él no sólo sonreía, sino que las líneas tensas de su rostro parecían haberse suavizado.

Norvin la miró como si no la viera desde hacía mucho tiempo, pero fue sólo un instante. Inmediatamente se volvió y montó en su caballo.

Pandora supuso que era la excitación que le causaba volver a montar en Chart lo que hacía latir de manera inusitada. Incluso le era difícil respirar.

Llegaron al puente antes de que ella lograra decir:

—¿Adónde quieres ir?

—He supuesto que te gustaría mostrarme algunos sitios que aún no conozco —repuso Norvin.

—¿Qué has visto hasta ahora?

—Muy poco, debo reconocerlo. En Navidad hizo un tiempo endiablado y estábamos demasiado ebrios por lo general… Y la última vez que vine aquí, lo hice en compañía de una amiga que no sabía cabalgar.

Pandora pensó que él decía aquellas cosas deliberadamente para escandalizarla. Era como si se estuvieran desafiando mutuamente, no sólo con palabras sino también con movimientos que parecían estrictamente calculados.

—Entonces te mostraré las huertas y te hablaré de los hombres que se ocupan de ellas. Supongo que sabes que ocupan dos mil acres de terreno. El resto es explotado por colonos que trabajan con nosotros desde hace muchos años.

Se dio cuenta de que se estaba identificando con Chart Hall, mas en silencio se preguntó: «¿Y por qué no?».

Ella tenía que ver tanto como Norvin con lo que a la propiedad concernía. La diferencia estribaba en que él tenía poder decisorio.

Cabalgaron hasta una de las granjas más grandes, arrendada a una familia desde hacía muchos años.

Aquella familia estaba constituida por el matrimonio y cuatro hijos, los cuales realizaban el trabajo que el padre ya no podía desempeñar a causa de la edad.

A la sazón estaba en los campos y el padre daba de comer a unos terneros, mientras su esposa recogía los huevos de las aves del corral.

En cuando vieron a Pandora la saludaron efusivamente, pero cuando ella les presentó al duque, se produjo un frío silencio y lo miraron con aprensión.

—Si ha venido a echarnos, señoría —dijo el colono—, no puedo hacer nada. La única forma de pagarle es vendiendo el ganado y eso, como puede imaginar, sería el comienzo del fin.

—¿Se refiere a la renta? —preguntó Norvin.

—¿A qué otra cosa? —replicó casi agresivamente el granjero.

—¿Cuánto más pagan desde que yo heredé?

Su interlocutor lo miró incrédulo.

—Tengo entendido que los aumentos se hicieron según las órdenes expresas de milord.

—Pues está equivocado —respondió Norvin secamente.

—Dígale la diferencia a su señoría —sugirió Pandora suavemente.

—Casi el doble, milord, y además no han dicho que tenemos que pagar el diez por ciento de todo lo que vendemos en el mercado.

Pandora tragó saliva. Sabía que aquello era completamente injusto y se preguntó si el duque se daba cuenta de que a ningún granjero le era posible cumplir tales exigencias.

Se le antojó muy prolongado el silencio hasta que Norvin manifestó:

—Sin duda ha habido un error. Pagará usted la misma renta que antes y el producto de sus ventas no me concierne. Es el beneficio de su trabajo y le corresponde por entero.

La expresión asombrada del granjero conmovió a Pandora.

—¿Dice su señoría que…? —comenzó el campesino, pero Norvin le interrumpió:

—Mi nuevo administrador, el señor Michael Farrow, les explicará lo que ha estado ocurriendo y que yo desconocía.

—¡No lo puedo creer! —exclamó su interlocutor—. ¡Gracias a Dios! Su señoría, me ha quitado usted un peso de encima y mi mujer podrá recuperar el sueño al fin.

Insistieron en que Pandora y el duque entraran en la casa a tomar un vaso de sidra casera y a comer una lonchas de jamón.

Pandora se alegró al comprobar que Norvin pareció cómodo en compañía de la gente sencilla.

La granjera había comenzado a llorar al escuchar las buenas nuevas, pero se secó rápidamente las lágrimas y los despidió con sonrisas y deseos de felicidad.

—¡El Señor la bendiga, señorita Pandora! —añadió ya en la puerta—. Éste es un día feliz para nosotros y sé que su padre, ¡Dios lo tenga en la gloria!, estaría contento si supiese que las cosas volverán a ser como siempre en Chart.

—Lo sé —asintió dulcemente Pandora.

Poco después se marcharon y, cuando llegaron a la granja siguiente, se produjo una escena parecida.

Pandora tenía la seguridad de que Norvin estaba disfrutando de aquella situación. Era lo bastante perspicaz para darse cuenta de que, tras haber pasado años en la pobreza, le resultaba agradable sentir que tenía poder y la gente le manifestaba su confianza.

—Supongo que ahora comprenderás lo importante que es ser el duque de Chartwood —le comentó a su primo—. No sólo en Londres, sino también aquí, donde eres dueño y señor.

—Me convertiré en un pedante si sigues hablándome de ese modo —sonrió Norvin.

—Lo que digo es cierto —afirmó Pandora—. Papá, una vez, me dijo que Chart es como un estado dentro del Estado. Ya te habrás dado cuenta de que en realidad, somos autosuficientes. No sólo hay granjeros, sino también albañiles, carpinteros, leñadores, herreros y, desde luego, todas las personas que sirven en la mansión.

—No he visto apenas nada de eso —confesó Norvin—. Seguramente mi negligencia te parecerá imperdonable.

—Estoy dispuesta a aceptarla como simple desconocimiento —contestó Pandora, burlona.

—¡Pues bien, señorita «sabelotodo», éste es mi día de gloria! —exclamó él—. Por ahora permitiré que seas mi guía, pero siempre he soñado con un eficaz organizador; de manera que, cuando hayas cumplido tu cometido, no tendré necesidad de tus servicios.

Pandora sabía que estaba bromeando, pero al mismo tiempo notó que había algo de verdad en aquellas palabras.

No pudieron ver ni la mitad de lo que ella pretendía mostrarle. No obstante, advirtió que Norvin se percataba del estado de la propiedad con una inteligencia y una capacidad que no esperaba, haciendo preguntas pertinentes, no sólo a ella sino también a los granjeros.

Cuando volvieron a pasar por la vicaría, comentó:

—Desearía que tu padre viviese. Estoy seguro de que él habría podido decirme muchas cosas que quisiera saber.

—¿Qué cosas?

—Sobre la gente, sobre los hombres del pueblo, sobre la vida que llevan cuando no están trabajando… ¿Crees que estaría fuera de lugar que fuera a la taberna y tomara un trago?

Pandora sonrió.

—Creo que Tubb, el tabernero, estará encantado. Hace veinticinco años que trabaja allí y antes estaba su padre.

—Pues bien, mañana iré —dijo Norvin—. Solo, desde luego. No creo que la taberna sea un lugar adecuado para ti.

Pandora rió.

—No estamos en Londres, primo. Además, te aseguro que El Perro y el Zorro es un lugar muy respetable.

A Pandora le pareció que él se sorprendió y agregó:

—Por supuesto, no me atrevería a entrar en una taberna de Lindchester. ¡Mi tío Augustus moriría de un ataque al corazón! Pero Tubb siempre tenía un vaso de jugo de manzana para mí cuando era niña y nunca se le ocurría admitir a un borracho en su establecimiento. La verdad es que el alcoholismo no es muy abundante aquí.

—Todo lo contrario que en la mansión —señaló Norvin secamente.

Pandora no respondió de inmediato, mas luego dijo:

—Quizá me consideres una ignorante, pero no entiendo por qué hay gente a quien le gusta beber tanto como para sentirse mal al día siguiente. Me parece un desgaste inútil, siendo la vida tan breve.

—Hablas como un octogenario —observó el duque—. Y te quedan muchos años por delante.

—Los suficientes para hacer todo lo que deseo…, si es que puedo —suspiró la joven.

—¿Qué quiere hacer?

—Leer, viajar… y ver Chart en medio de su antiguo esplendor.

—¿No te parece suficientemente esplendoroso ahora?

—En realidad, no. Lo principal es que la gente note que se aprecia su trabajo. De nada sirve que el jardinero plante árboles y flores si nadie disfruta de ello.

Miró al duque de reojo y continuó:

—Los caballos engordan demasiado en los establos porque no hay nadie que los utilice… y así todo.

—¿Estás sugiriendo que debería vivir en Chart? —preguntó Norvin.

—¿Por qué no? El abuelo, en su juventud, pasaba nueve meses del año aquí. La casa de Londres se abría sólo durante la temporada social. Entonces se celebraba una magnífica fiesta. Mamá hizo su presentación en una de ellas. Me lo contó más de una vez.

—¿Y a ti te hubiese gustado hacerlo también? —preguntó él.

—¿Te cuento cómo pasé el día que cumplí los dieciocho años? —Pandora miró a su primo sonriendo.

—Cuéntame.

—Pasé la mañana con una anciana del hospicio y por la tarde, mi tía, como estaba muy enfadada porque yo no había lavado unos manteles a su gusto, hizo que los lavase dos veces como castigo. ¡Desde luego, ningún parecido con un baile en la mansión Chart!

No pudo reprimir el temblor de su voz al decir las últimas palabras y espoleó su caballo para que Norvin no viera las lágrimas que asomaban a sus ojos.

Un momento después, más calmada, se dijo que no debía quejarse en presencia de su primo.

No era su intención hacerlo, pero a veces no podía evitarlo; sobre todo estando en Chart, pues allí le era más difícil olvidar la vida infeliz y miserable que llevaba con sus tíos.

Después de visitar el molino, Norvin dijo:

—Creo que debemos regresar.

Pandora lo miró sorprendida.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y cuarto.

—¿Tan tarde? ¡Y no te he mostrado ni la mitad de lo que quería!

—Siempre nos queda la posibilidad de verlo mañana.

—Sí, desde luego —convino Pandora y, al pensar en ello, un expresión de alivio apareció en su rostro.

Aún quedaban dos días para que sus tíos regresaran. Entonces, ella debería volver a Lindchester.

—No sabía que empleaba a tanta gente —observó Norvin mientras se dirigían al castillo.

Hablaba reflexivamente y, al cabo de un momento, Pandora contestó:

—No voy a decir lo que resulta evidente.

—Pero lo piensas. Crees que no soy la persona adecuada para tener esta finca, porque hasta ahora no me he interesado en absoluto por ella.

—No pensaba eso —le contradijo Pandora.

—Entonces, ¿qué?

—¿Quieres la verdad?

—Por supuesto.

—Pienso que hay muchas cosas en Chart que exigen tu presencia y que sin duda encontrarías interesantes. Pero también es necesario hacer muchas otras.

—¿A qué te refieres?

—Hay que construir nuevas casas y preparar más tierras para cultivo. Papá siempre decía, después de la muerte del tío George, que al abuelo se le escapaban las cosas de las manos. Y en cuatro años todo se ha deteriorado mucho.

—Comprendo lo que tratas de decirme. Pero… ¿qué pensarías si te dijese que prefiero mi vida disoluta y divertida de Londres?

Norvin hablaba casi agresivamente. Pandora sabía que estaba desafiándola.

—Hay una parábola en la Biblia acerca del hijo pródigo —repuso.

—Ya sé por dónde vas… Pero si te atreves a referirte a mis amigos, te castigaré. ¡Lo mereces!

Pandora sabía de antemano que aquélla iba a ser su reacción, así que, riendo, hostigó a su caballo y se alejó al galope. Él la imitó.

Cruzaron el parque a toda velocidad. Norvin trataba de alcanzarla sin lograrlo y, casi al llegar al puente de piedra, la joven se detuvo y aguardó a que él se pusiera a su lado.

—¡Gané! —exclamó casi sin aliento—. De modo que debes ser magnánimo y perdonarme.

—Esta vez te perdono la vida —bromeó el duque—. Pero ten cuidado, Pandora: ¡recuerda que soy un Chart moreno y que tengo mi carácter!

Ella volvió a reír mientras cruzaban el puente.

—¿Sabes pescar? —le preguntó mirando las plateadas aguas del arroyo.

—Solía hacerlo y creo que no mal del todo.

—Entonces, si te portas bien, te mostraré dónde pescaba papá las truchas más deliciosas.

—Tal vez podamos hacer un «pícnic» —sugirió él—, y para demostrarte que soy muy bueno pescando, tendrás que conformarte con la trucha que consiga.

—Sería ignominioso que volviésemos a casa hambrientos.

—Si realmente hay truchas, te prometo que no pasarás hambre.

Dos lacayos esperaban ante la puerta cuando llegaron. Pandora pensaba en lo divertido que sería aquel «pícnic». Pero tal vez Norvin quisiese llevar a Kitty y a los demás…

Durante el recorrido por la finca había olvidado a los otros invitados de Chart Hall. Lo recordó ahora al oír voces y risas procedentes del salón.

Subió a su habitación a cambiarse el traje de amazona por un vestido muy sencillo y, cuando bajó a reunirse con el resto de los invitados, éstos ya estaban bebiendo.

Las mujeres iban ataviadas con vestidos de seda y gasas de colores brillantes, cubiertas de joyas y ocultando, bajo una gruesa capa de maquillaje, las huellas que los excesos de la noche anterior habían dejado en su rostro.

Cuando Pandora entró en el salón había un gran bullicio, pero súbitamente todos callaron y Kitty preguntó malhumorada:

—¿Dónde diablos has estado tanto tiempo? Me dijeron que habías salido a cabalgar con Norvin.

—He estado mostrándole a mi primo parte de las tierras —repuso Pandora—, y creo que nos olvidamos de la hora. Había mucha gente que él debía ver.

—Y sin duda tú tenías mucho que decirle —observó Kitty con brusquedad.

Burrows había seguido a Pandora hasta el salón y le preguntó:

—¿Desea tomar el té, señorita?

—Sí, me gustaría. Gracias, Burrows, por acordarse —aceptó, viendo que dos lacayos entraban con una bandeja de plata en la que llevaban una hermosa tetera y el servicio que solía usarse en la época de su madre. Había también canapés, pasteles y otras exquisiteces.

Pandora tomó asiento y preguntó:

—¿Alguien más desea tomar el té?

—¿Quién va a querer té si tenemos champán? —se burló Caro.

—Yo sí —dijo sir Gilbert, dejando su copa y acercándose a la mesita del té.

—¿Leche y azúcar? —preguntó Pandora con amabilidad y el hombre contestó afirmativamente.

Sabía que él la observaba de una manera que la disgustaba, por lo que, cuando le ofreció la taza, miró distraídamente hacia otro lado.

—Tenía miedo de que se hubiera marchad —dijo sir Gilbert en voz baja, sentándose a su lado—. Pero luego me enteré de que había salido a cabalgar.

—No entiendo por qué le interesa lo que haga o deje de hacer —repuso ella fríamente.

—Le diré por qué —replicó él—, pero sería mejor que lo hiciera cuando estemos solos.

Pandora no respondió. Se apresuró a servirse una taza de té y tomó un canapé sin mirar en ningún momento a sir Gilbert.

—Es usted encantadora —murmuró él—. Me hubiera gustado verla a caballo. Si hubiese sabido que iba a salir, no habría aceptado la invitación de Trentham y me hubiera quedado.

—Mi primo y yo teníamos asuntos que atender —dijo Pandora inexpresivamente.

—Pero ahora está libre y puede atenderme a mí.

—Creo que pronto tendré que cambiarme para la cena.

—Muéstreme antes la galería de pintura. Nunca la he visto.

—No hay tiempo —repuso Pandora.

—Usted sólo quiere eludirme —se quejó sir Gilbert—. Pero le aseguro que, cuando me lo propongo, soy un buen cazador.

Pandora prefirió no seguir la conversación. Aquel hombre otorgaba una significación ambigua a todo lo que decía.

Terminó su taza de té sin hablar, consciente sin poder evitarlo del hombre que tenía al lado.

Para alivio suyo, Norvin llegó poco después.

Las mujeres gritaron entusiasmadas, pero él las ignoró y se acercó directamente a Pandora.

Ella advirtió que llevaba algo en la mano. Era un pañuelo de seda que contenía algo pesado. Norvin se lo puso en el regazo.

Pandora lo miró sorprendida y él dijo:

—Tenía razón. Farrow las encontró. Insistió en revisar el equipaje de Dalton antes de que abandonara la casa.

Pandora abrió el pañuelo, envueltas en el cual estaban las cajas de rapé, y lanzó una exclamación de sorpresa.

—Faltan otras, pero Dalton confesó que las había vendido. Farrow cree que podrá recuperarlas.

—¡Oh, cuánto me alegro! —dijo Pandora cogiendo una de las cajas—. ¿Sabes que fue Pedro el Grande quien se las regaló a nuestro antepasado, el embajador de Inglaterra en San Petersburgo? Hubiera sido una pena que se perdieran.

El duque estaba a punto de decir algo cuando se produjo una interrupción.

—¿Por qué le haces regalos? —preguntó Kitty, furiosa, mirando las cajas de rapé que Pandora tenía en el regazo—. ¡Y de diamantes! Creo que ha habido un error. ¡Soy yo quien debe recibir ese obsequio!

Hizo intención de quitarle a Pandora la cajita que tenía en la mano, pero el duque extendió un brazo y la detuvo.

—No es un regalo para Pandora —declaró fríamente—. Pertenece a la casa y habían sido robadas por uno de los sirvientes.

—¿Esperas que me crea semejante tontería? —Se revolvió Kitty—. Y aunque fuese cierto, me las darás.

—A ti no te sirven —dijo Norvin, molesto—. No puedes llevarlas en el cuello o en las orejas.

—Pero tienen diamantes que puedo hacer engarzar —replicó Kitty.

Pandora envolvió de nuevo las cajitas en el pañuelo y se puso en pie.

—Las pondré en su sitio —dijo.

—¡Ni hablar! —gritó Kitty, logrando soltarse de Norvin.

Enseguida se acercó a Pandora y la empujó con tanta fuerza, que ésta vaciló y hubiese caído si, para su consternación, sir Gilbert no lo hubiera evitado.

—¡Ya es suficiente, Kitty! —exclamó Norvin furioso—. ¡Repórtate! Ya te he dicho que esas cajas pertenecen a la casa y nadie se las llevará.

Habló de una manera tan enérgica que dejó sorprendidas tanto a Kitty como a Pandora. Ésta intentaba desembarazarse de los brazos protectores de sir Gilbert.

—Gracias —dijo—. Me encuentro bien.

—Estoy dispuesto a sostenerla el tiempo que sea necesario.

—No hace falta —replicó ella.

Norvin, de pronto, pareció tomar conciencia de lo que ocurría.

—¡Suéltala, Gilbert! —exclamó—. Y será mejor que esas cajas vuelvan cuanto antes a su sitio.

A disgusto, sir Gilbert apartó sus brazos de Pandora.

—Es usted maravillosa. Me gustaría tenerla siempre en mis brazos —le murmuró al oído.

Ella fue al otro extremo de la estancia y colocó algunas de las cajitas sobre una mesa de Luis XIV. Después, sin mirar a nadie, salió rápidamente, cerrando la puerta a sus espaldas.

Llevaba otras dos cajas que solían guardarse en la biblioteca y, cuando las colocó en su vitrina correspondiente advirtió, como había temido, que faltaban varias piezas de la colección.

«Aquí hace falta otro cuidador», se dijo.

El anterior había muerto hacía tres años y no había sido reemplazado, mas Pandora suponía que el catálogo de los objetos valiosos que había en la casa estaría en la mesa que el cuidador solía usar como escritorio cuando aún vivía.

Decidió que al día siguiente le preguntaría a Michael Farrow si conocía a alguien que pudiese ocupar aquel puesto. Después se dijo que sería un error, pues iba a meterse en asuntos que no le concernían.

Trató de imaginar lo que habría hecho su madre en tal caso y supo que ella, con seguridad, hubiese intentado convencer al duque de la necesidad de buscar otro cuidador. Pero la decisión final dependía de él.

«Si quiero ayudarle debo ser muy sagaz», pensó. «Los hombres odian a las mujeres entrometidas y a Norvin quizá le moleste mi interferencia».

Pero una cosa era pensar las cosas con lógica, y otra tener que resolverlas en un espacio de tiempo extraordinariamente breve. Las horas pasaban volando, y pronto la espada de Damocles que colgaba sobre su cabeza caería, cuando su tío regresara a Lindchester el viernes.

«Todavía quedan dos días», pensó sin embargo y decidió que utilizaría al máximo cada minuto antes de marcharse.

Subió a su habitación, donde encontró a Mary excitada y contenta.

—Las cosas han cambiado totalmente, señorita, desde el momento en que llegó la señora Meadowfield —le dijo a Pandora.

—Ya lo sabía —repuso Pandora con una sonrisa.

—Dos doncellas partieron con la señora Perkins porque habían venido con ella —prosiguió Mary—. Ahora somos muy pocas, pero trabajaremos con ahínco para sacarlo todo adelante.

Mientras Pandora se vestía, fue a verla el ama de llaves.

—¿Necesita algo, señorita?

—No, gracias señora Meadowfield —respondió la joven—. ¡Me alegra mucho volverla a ver aquí!

La señora sonrió. Llevaba su traje negro con un delantal blanco, y el candado con las llaves le colgaba de la cintura.

Encargó a Mary que fuese a dar un recado y, en cuanto la muchacha se hubo marchado le dijo a Pandora:

—Nunca he visto tanto desorden en mi vida, señorita. ¡Imagino lo hubiese dicho su madre! Toda la ropa blanca manchada, los cuartos sin limpiar, objetos que faltan o están rotos…

—Estoy segura de que usted pronto lo pondrá todo en orden —afirmó Pandora.

—Espero que sí, señorita. Supongo que milord no usará las habitaciones para…

Se interrumpieron súbitamente, pero Pandora sabía lo que había estado a punto de decir.

—Tenemos que ayudar a su señoría, señora Meadowfield —dijo—. Lleva tiempo conocer Chart. Él quiere aprender, pero no debemos pedirle demasiado por ahora.

—Es usted tan inteligente como su madre, señorita Pandora —aseveró el ama de llaves—. Muchas veces me decía con respecto a su abuelo: «Deje que milord piense que ha sido idea suya, señora Meadowfield», y yo procedía así.

—Ahora debemos volver a hacerlo —sonrió Pandora.

La señora Meadowfield miró a su alrededor para ver si todo estaba en orden y dijo:

—Usted debe quedarse aquí, señorita. Siempre le digo a mi hermana: «No es justo que la señorita Pandora tenga que vivir en Lindchester. Su hogar está en Chart Hall».

Pandora le dio un beso en la mejilla y manifestó:

—Chart Hall, el pueblo de Chart y todos ustedes son mi hogar.

Poco después bajó la escalera y encontró a todos los invitados reunidos. Kitty llegó volando justo en el momento que el duque miraba el reloj y fruncía el ceño.

Ella, luciendo un vestido aún más atrevido que el de la noche anterior y un collar de esmeraldas, se colgó del brazo de Norvin en actitud posesiva.

—Llegas tarde —señaló él.

—¡Deberías decirme que vale la pena esperarme! —se quejó Kitty.

Se había perfumado con la esencia fuerte que contrastaba, según pensó Pandora, con la fragancia de las flores y el olor a lavanda a cera de abejas que siempre había sido característico de Chart Hall.

Al igual que la noche anterior, a Pandora le tocó sentarse junto a sir Gilbert durante la cena. Mas ahora tenía confianza en sí misma y decidió que no le permitiría molestarla.

La mesa había sido adornada con flores, señal de que también los jardineros estaban contentos con los cambios.

Sabía que Michael Farrow volvería a emplear a emplear al padre de Mary y se preguntaba si ya lo habría hecho, lo cual explicaría aquel despliegue floral sobre la mesa.

—Es usted como una flor —dijo sir Gilbert, siguiendo la dirección de sus ojos.

—En mi opinión, la gente se parece más a los animales —replicó Pandora.

—Si es así, es usted como un pequeño cervatillo. Me recuerda a los que he visto en el parque —dijo el caballero—. Son criaturas maravillosas… una vez domesticadas.

Pandora fingió no haberle oído, pero se dijo que iba a ser una cena difícil y no se equivocó.

Sir Gilbert la elogiaba con cualquier pretexto y se las arreglaba para convertir el más insignificante comentario en un cumplido.

Ella comprendió que tenía mucha experiencia y que seguramente ningún hombre soportaría tantas respuestas aburridas o desdeñosas a sus ardientes declaraciones. Pero él se mantenía incólume y continuó adulándola hasta que, felizmente, la comida terminó.

—¿Querrás acompañar a las damas al salón, Pandora? —le preguntó su primo.

Pandora se puso de pie. Entonces Kitty gritó:

—¡No, ni hablar! ¿Qué pretendes, ponerte a beber oporto hasta caer bajo la mesa? ¡O vienes con nosotras o nos quedamos contigo!

—¡Vamos, Kitty! —dijo Freddie—. Queremos una copa de oporto y será mejor que tú no bebas después de lo que ocurrió anoche.

—No voy a beber más que champán —repuso Kitty—, ¡pero me quedaré con Norvin por más que insistáis!

Mirando a Pandora, agregó:

—Por más que «quien sea» diga lo que se le ocurra cuando no es quién para hacerlo.

—Le diré a Burrows que lleve el whisky al salón. —Norvin se puso en pie—. Quizá Kitty tenga razón y sea preferible omitir el oporto esta noche.

—Es me estropea la noche —se quejó Freddie—. Pero tal vez mañana pueda reponerme.

—Creo que te las arreglarás —apuntó Clive—. Y si hay alguien que pueda con tres botellas, ese eres tú, Freddie. ¿O cinco?

—La bodega de Norvin puede resistirlo —replicó el interpelado.

Pasaron todos al salón, donde Pandora se vio sorprendida que había naipes sobre la mesa.

—¡Vamos a jugar! —exclamó Hettie.

—Espero que Clive pueda afrontar sus pérdidas —comentó desdeñosamente Kitty—. La otra noche le costó una fortuna.

—Yo gané bastante al día siguiente —intercaló Hettie.

Con profundo alivio, Pandora oyó que sir Gilbert apostaba con Freddie quién sacaría primero un as.

Como no deseaba jugar ni tenía dinero para hacerlo, y tampoco quería que nadie se lo prestara, se alejó hacia la terraza.

Hacía una noche cálida, sin brisa y el cielo parecía transparente. Tenía esa franja de color rosa que suele aparecer antes del alba.

Pandora pensó, mientras bajaba la escalera hacia el prado, que no había lugar en el mundo más encantador que Chart Hall.

Percibía el aroma de la noche, perfumada por las rosas, y le pareció casi embriagador.

Dirigió sus pasos hacia el lago y se detuvo a escuchar el croar de las ranas.

«La señora Meadowfield tiene razón», se dijo. «Ése es mi hogar».

Pensó con tristeza que allá donde fuese, aunque no volviera a Chart Hall ni al pueblo, ellos formaban parte de su corazón para siempre, y nunca los olvidaría.

Estaba tan absorta en sus reflexiones que no advirtió que alguien se aproximaba hasta que oyó decir a una voz que le disgustaba:

—He encontrado a mi dama huidiza. Sabía que estaría aquí.

El encanto se había roto y Pandora miró al hombre con enfado.

—He salido porque quiero estar sola —dijo.

—Y yo porque quiero estar con usted.

—Si soy huidiza es porque no quiero escucharle —declaró Pandora—. Usted pensará que soy grosera, pero no puedo remediarlo.

Sir Gilbert lanzó una carcajada.

—La encuentro muy diferente a todas las mujeres que he conocido. Me atrae mucho, pequeña Pandora, y no la dejaré.

Avanzó unos pasos y Pandora se dio cuenta de que pretendía abrazarla. Intentó escapar, pero ella demasiado tarde.

Sir Gilbert la atrajo hacia sí y ella, mientras luchaba por liberarse, se dio cuenta de que no podría nada contra su fuerza.

Él inclinó la cabeza buscando los labios de Pandora, que gritó aterrada porque la sola idea de que la besase le daba náuseas.

—Iremos a un lugar más apartado y te enseñaré a no desafiarme —dijo sir Gilbert con tono de satisfacción.

Pandora advirtió que estaba muy excitado y gritó:

—¡Suélteme! ¿Cómo se atreve y comportarse así? ¡Le odio! ¿Me oye? ¡Le detesto!

—¡Yo te enseñaré a amarme! Permite que te lo diga, Pandora: soy un maestro en el arte de amar —se jactó él.

—¡Déjeme! ¡Suélteme! ¡No…! ¿Adónde me lleva? —gritó de nuevo Pandora, mientras el hombre tiraba de ella hacia los arbustos que había junto al lago.

Allí el césped era más espeso y sir Gilbert se las arregló para tenderla en el suelo echándosele luego encima.

Aterrada, ella le empujó con todas sus fuerzas, pero compendió que nada podría contra la superioridad física del hombre.

Volvió a gritar y él al miró. Pandora advirtió que el fuego que había en los ojos de él se debía a que saboreaba el momento en que pudiese silenciar aquellos gritos.

Por un instante después, antes de que la joven pudiera entender lo que ocurría, sir Gilbert fue empujado violentamente hacia atrás.

Al percatarse de que era el duque quien lo había apartado, Pandora se sintió indescriptiblemente aliviada. ¡La había salvado!

—¿Qué haces? —le oyó gritar indignado, mientras soltaba a sir Gilbert, que se ponía de pie tambaleante—. Creía que eras un caballero y dejarías en paz a mi prima después de lo que hablamos anoche.

—¿Por qué habría de dejarla? —Sir Gilbert resollaba furioso—. Tú te divertiste, ¿no? ¡Pues yo también quiero divertirme!

—¡No con Pandora!

—¡Oye, Norvin, no estoy dispuesto a que me des órdenes!

Diciendo esto, sir Gilbert trató de golpear al duque, y le hubiese alcanzado en pleno rostro si Norvin no hubiera esquivado el golpe con un ágil movimiento de cabeza. Rápidamente tomó la ofensiva y golpeó a sir Gilbert con los dos puños. Pero también se dio cuenta de que era un pugilista experimentado. Pero también su oponente era diestro y, en un momento dado, ambos rodaron por tierra. Volvieron a ponerse en pie y siguieron pelando con denuedo hasta que el duque sorprendió a su enemigo con un golpe certero en el mentón.

Sir Gilbert dio un traspié y, como estaban al borde del lago, rodó y se fue hundiendo lentamente en el agua.

Pandora y el duque se quedaron mirándolo aturdidos hasta que se oyó un aplauso que les hizo volverse sorprendidos. Freddie, Clive y Richars se les acercaban.

—¡Muy bien, Norvin! —gritó el primero—. No sabía que fueras tan buen luchador.

—Lo aprendí en la calle —contestó el duque brevemente y se acercó a la orilla para ayudar a sir Gilbert a salir del agua.

Éste se hallaba aún atontado por el golpe, mas pronto movió la cabeza de un lado a otro y comenzó a sacudirse la ropa mientras los otros le ayudaban a ponerse de pie.

—¡Ha sido una magnífica pelea! —exclamó Clive—. Ahora creo que los dos necesitáis un trago.

El duque tendió la mano a su rival.

—¿Amigos, Gilbert? No quería arrojarte al agua. Lo siento.

Sir Gilbert se echó el pelo hacia atrás e ignoró la mano tendida.

—¡No, esto no termina aquí, Chartwood! —amenazó, mirando con odio a su oponente.

Hubo un silencio que rompió Freddie diciendo:

—¡Oh, vamos, Gilbert, qué poco deportista! Ha sido una pelea correcta y sin duda ha vencido Norvin.

—¡Por Dios, Gilbert, olvidemos este asunto! —rogó el duque—. Estoy dispuesto a excusarme por haber sido grosero contigo.

—¿Eres tan cobarde que no sabes portarte como un caballero? —Sir Gilbert parecía escupir las palabras.

—¡No estoy dispuesto a que me llames cobarde! —Se alteró Norvin.

—¡Pues bien, mañana a las seis! —lo desafió sir Gilbert—. Clive, te pido que seas uno de los testigos y, como no pienso dormir en tu casa esta noche, Chartwood, le pediré a Trentham que me consiga otro.

—No hablas en serio —protestó Freddie.

Sir Gilbert, sin responder, se dirigió dignamente a la casa. Durante unos instantes, todos se quedaron en silencio. Por fin Freddie exclamó:

—¡Maldita sea! No sabía que Longridge fuese así.

Pandora habló por primera vez:

—No debes batirte —le dijo al duque—. Está… está mal y es peligroso.

—Será peligroso para Gilbert —declaró Clive—. Todo el mundo sabe que suele retar a duelo a jóvenes sin experiencia.

—¡Pero yo sí la tengo! —afirmó Norvin—. Freddie, Richard, vosotros seréis mis testigos.

—¡Yo no quiero ser testigo de Gilbert! —protestó Clive.

—No puedes negarte —observó el duque—. Nos reuniremos mañana a las seis. Quizá lo mejor sea que lo hagamos en el parque. No quiero que los jardineros nos vean.

—¿No hay quien pueda evitar esto? —dijo Pandora desesperada y nadie le respondió hasta que Clive, comprendiendo lo que sentía, le explicó suavemente:

—Es una cuestión de honor. No lo comente con Kitty y las demás. Armarán un alboroto si se enteran.

—Por supuesto —convino Pandora y miró Norvin. Deseaba decirle que se sentía agradecida por haberla salvado; pero, al mismo tiempo, nunca había imaginado que de su intervención pudieran derivarse tan terribles consecuencias.

Apenas podía creer que ella fuese el motivo de un duelo.

«¡Lo siento, lo siento!», ansiaba decirle, pero él parecía desear estar solo y, en lugar de regresar a la casa, desapareció en el jardín.

En silencio, Pandora y los demás se dirigieron lentamente hacia las ventanas iluminadas de la mansión.