Capítulo 1

Pandora cosió la funda que había lavado y puso el almohadón dentro, pensando que, aunque se lo propusiera, no podría encontrar un color o una forma más espantosos. Era de un marrón enfermizo, y el bordado de un verde descolorido.

Su padre solía decir que la gente podía asociarse con determinados colores y éstos, sin duda, eran característicos de su tía Sophie. Suspiró pensando cuán infeliz se sentía desde que vivía en el palacio del obispo de Lindchester, un edificio enorme, opresivo y frío, sumamente desagradable. Igual que su propia vida desde que llegara allí.

¡Había sido tan feliz en la pequeña vicaría de Chart, con sus jardines llenos de flores y los caballos que, según comentaba su madre, eran los miembros más destacados de la familia…!

En realidad, su padre no había deseado ser sacerdote, pero siendo el tercer hijo de una familia dedicada a la iglesia, no tuvo alternativa.

Sin embargo, fue lo bastante sagaz como para conseguir un lugar donde tenía poco que hacer, lo cual le permitía dedicarse a cabalgar y a cazar, sus actividades favoritas.

«El cura cazador», lo llamaban en la parroquia, y si bien olvidaban asistir de los domingos, a él lo recordaban siempre como un joven atractivo, jovial y amistoso con todo el mundo.

«¡Qué agradable era estar en su compañía!», pensó Pandora con lágrimas en los ojos. Había llorado tan desesperadamente cuando la informaron de que su padre y su madre habían muerto en un accidente, que creía no tener más lágrimas que derramar.

Y sin embargo, al cabo de un año de vivir con su tío, el obispo de Lindchester, le resultaba difícil no llorar. ¡Todo era tan horrible y se sentía tan sola…!

Apenas tenía fuerzas para pensar en el accidente que puso fin a la vida de sus padres. Como su progenitor no tenía suficiente dinero para poseer caballos bien entrenados, solía domarlos él mismo. Estaban probando un par de animales salvajes cuando decidió salir de caza en compañía de su esposa.

El día anterior, el reverendo Charles Stratton había enviado dos caballos al establo de un amigo para que cuando él y su esposa llegaran en su calesa, los animales estuviesen frescos. El vehículo era muy viejo y algo destartalado pero, como el reverendo decía, siempre los llevaba a todas partes.

Después de la jornada de caza, fatigados, emprendieron el regreso. Había sido un día frío y brillante, pero pronto advirtieron los signos de una próxima helada. Charles Stratton le dijo a su esposa con cierta amargura:

—Creo que esta semana no podremos volver a cazar.

—Es posible que nieve —repuso ella, más optimista.

—Lo dudo. ¿No tienes frío, querida?

—En absoluto —respondió la dama, arrebujándose cerca de su marido. Llegaron a una colina que bajaba hasta el río. Allí, el reverendo se dio cuenta de que había hielo en el camino, por lo tanto, debía conducir con cautela.

Estaba tratando de controlar los caballos para que avanzaran más despacio cuando, inesperadamente, un venado se cruzó en el camino. Esto espantó a los caballos, que se lanzaron a un galope incontrolable, avanzando enloquecidos en dirección al río.

El viejo vehículo se estrelló contra el puente y sus ocupantes fueron arrojados al agua. El padre de Pandora se rompió la nuca, y la madre, inconsciente, pereció ahogada. La joven siempre pensaba que hubiera deseado morir con ellos.

Cuando su tío el obispo, con evidente desgana y buena dosis de hipocresía, la llevó a vivir con él y su esposa al palacio, ella creyó que nunca más volvería a reír.

Y no había motivos de risa al lado de sus tíos.

No la castigaban físicamente, pero no estaban contentos con su presencia y miraban con desagrado todo lo que hacía.

Era imposible complacerlos y, al cabo de un tiempo, Pandora comprendió que lo que más ofendía a su tía era su aspecto.

Pandora se parecía a su madre, tenía un pequeño rostro ovalado y ojos enormes y bonitos. En suma, nada tenía que ver con la desdichada figura de su tía ni con su rostro lleno de arrugas.

La joven debía cumplir innumerables tareas y, aunque las realizaba con buena voluntad, los resultados, al parecer, nunca satisfacían a su tía.

Ahora, Pandora sabía que algo malo ocurría con aquel almohadón. Quizá lo había cosido de forma muy apretada, o tal vez con hilo que no correspondía o no lo había presionado lo suficiente dentro de la funda. En fin, seguramente su tía no quedaría satisfecha y querría que lo hiciera otra vez.

Después, con un suspiro de alivio, recordó que sus tíos se marchaban a mediodía a la capital. Habían sido invitados a una fiesta en el palacio Lambeth, residencia del obispo de Londres.

Era un acontecimiento que su tía no se perdería por nada del mundo y, durante tres semanas, Pandora había tenido que dedicarse a modificarle un vestido poniéndole encaje, a arreglarle un sombrero, así como también la sombrilla.

Pero por más esfuerzos que hiciera, la tía Sophie tenía siempre un aspecto lamentable y, sin duda, era ésta una de las razones por las que durante el desayuno había mirado con tanta animosidad la figura esbelta de Pandora, que ni siquiera el vestido tan modesto que llevaba lograba disimular.

Había sido una comida silenciosa porque al obispo no le gustaba hablar por la mañana. En cambio leía The Times, que apoyaba sobre una bandeja de plata pulida por el mayordomo.

Mientras, dos lacayos preparaban una gran cantidad de viandas que Augustus Stratton y su esposa llevarían para el viaje.

Pandora comió un poco y se sintió aliviada cuando su tía le entregó la lista escrita con letra apretada sobre hojas de papel blanco.

—Aquí está la relación de lo que debes hacer durante mi ausencia, Pandora —le dijo con voz dura—. No tienes por qué ser indolente. El hecho de que nosotros no estemos no lo justifica. Irás punteando cada una de las cosas que te indico a medida que las termines. Eso será antes del viernes, día en que estaremos de regreso.

—Me esmeraré, tía Sophie.

—Esperemos que hagas las cosas mejor que de costumbre —dijo la señora con frialdad.

Pandora tomó la lista, se puso en pie, hizo una reverencia y se marchó.

Una vez que cerró la puerta, corrió a la salita donde tenía su cesto de costura y otros efectos personales. Pero en lugar de leer la lista que le había entregado su tía, se acercó a la ventana para contemplar la luz del sol y pensar con alegría que se quedaba sola.

Libre durante tres días de escuchar reprimendas, quejas y veladas críticas a sus padres y a ella misma por su aspecto.

—¿Qué haré en estos días? —se preguntó, pero ya sabía la respuesta.

Apenas sus tíos se fueran, ella iría a Chart a caballo y conversaría con la gente que había conocido y querido a sus padres. No iría a la vicaría, porque no soportaría ver que otra persona ocupaba la que había sido su casa.

Por el contrario, en Chart había muchas personas que se alegrarían de verla, porque era la hija de su padre y porque la conocían desde niña.

Puso el almohadón nuevamente en la silla y por segunda vez pensó que era horrible. Mientras tanto, oyó que su tío entraba en su despacho, que estaba al lado. Luego escuchó la voz de su tía:

—Antes de que nos marchemos, Augustus, tienes que decirle a Pandora que no debe ir a Chart Hall.

—Estaba pensando en Pandora, precisamente —repuso el obispo—. No había podido decírtelo aún, Sophie, pero ayer, antes de marcharse para visitar a su padre, Prosper Witheridge me preguntó si podía visitarla.

—¿Quieres decir que desea casarse con ella? —preguntó la señora Stratton como si tal cosa le pareciese inimaginable.

—Dice que tiene interés por ella —contestó su marido—, pero sin duda no se lo ha dicho hasta no tener nuestro consentimiento.

—Entonces debo decirte que no lo ha pensado bien —opinó con frialdad la señora Stratton—. Pero, desde luego, tu sobrina debería sentirse muy agradecida de que un hombre tan bueno desee convertirla en su esposa.

—Pandora es muy joven —manifestó el obispo—. Creo que debería esperar un tiempo antes de asumir la responsabilidad del matrimonio.

—Nunca recibirá una proposición mejor —replicó su esposa—. Desde luego lord Witshaw tiene dos hijos mayores, pero Prosper tiene el título de «honorable», y eso quiere decir mucho.

—No estaba pensando en la categoría social —dijo el obispo.

—¿En qué pensabas entonces? —preguntó su esposa rápidamente—. ¿No le diste permiso para cortejar a Pandora?

—Le dije que lo pensaría y que le haría conocer mi decisión a nuestro regreso de Londres.

—¡Entonces será «sí», Augustus, un «sí» inequívoco! Porque será un gran alivio para mí desembarazarme de Pandora. Espero que Prosper Witheridge sea lo suficientemente enérgico para domar ese carácter salvaje que, sin duda, heredó de la familia de su madre, no de la tuya. Por cierto, esto me recuerda lo que te decía de que debes prohibirle a tu sobrina que vaya a Chart. Ese hombre vive allí, ¿verdad?

—¿Te refieres al duque de Chartwood?

—¿A quién si no? Me dijeron que llegó hace dos días, y sabes bien lo que eso significa.

—Sin duda —asintió el obispo—. Pero no puedo hacer nada después de la forma en que me habló cuando le sermoneé.

—Ese hombre es una vergüenza para su apellido y para sus vecinos —aseguró la señora Stratton—. Todo Lindchester comenta historias referentes a lo que ocurre en Chart Hall. Lady Henderson me ha dicho que el duque se dedica a actrices y otras mujeres de mala vida. ¡Ningún hombre decente se exhibiría en compañía de esa gentuza!

—Lady Henderson no debería repetir los cuentos de las costureras de Londres —replicó el obispo—. Y tú Sophie, espero que no te dediques a difundir los chismes que corren sobre Chart Hall. A menudo esas historias son exageradas y sólo dañan a quien las propaga.

—Sería difícil exagerar lo que se sabe sobre el duque —afirmó la señora Stratton—. Debes prohibir a Pandora que se acerque al pueblo. Seguramente a ti te obedecerá.

—Se lo diré —concedió el obispo—. Además, Prosper Witheridge, que tal vez vuelva esta noche, podrá vigilarla.

—Cuanto menos sepa acerca de los parientes de Pandora, mejor. De lo contrario, es posible que se arrepienta de su oferta de casamiento —dijo la señora Stratton con desprecio. Después, Pandora oyó que abría la puerta del despacho y salía, cerrando a continuación.

La joven se quedó inmóvil. Ahora oía los pasos de su tío que se desplazaba por el estudio, y luego, la puerta que se abría y cerraba nuevamente.

Pandora contuvo el aliento. ¡Prosper Whitheridge! ¿Era posible pensar en un hombre así como marido?

Desde hacía tres meses era el capellán de su tío, pero ella había percibido instintivamente que su forma de mirarla no correspondía a un hombre dedicado al servicio de Dios. Por eso, trataba siempre de evitar cualquier encuentro. Pero ahora, si su tía se salía con la suya, tendría que casarse con él.

El obispo era su tutor y, como ella tenía sólo dieciocho años, le sería difícil oponerse a cualquier decisión que él adoptara con respecto a su futuro. ¡Pero Prosper Witheridge…! El mero hecho de pensar en aquel hombre le causaba escalofríos.

—¡No puedo casarme con él…, no puedo! —exclamó en voz alta—. ¡Le detesto! Hay algo en él que me repele.

Sabía que una vez que su tío aceptara el compromiso, no le sería difícil, sino imposible, hacer nada para evitar la boda.

—¡Le odio! ¡Le odio! —repitió, temblando al pensar en la mirada de Prosper Witheridge y en sus manos, que siempre parecían calientes y húmedas.

De pronto, sintió que el palacio era una prisión en la que estaba encerrada y que si se casaba con Prosper Witheridge, lo único que haría sería cambiarlo por una prisión más pequeña, de la que nunca podría escapar.

—¡No podría soportarlo! —murmuró entre dientes.

En aquel momento oyó que su tía la llamaba. Corrió al vestíbulo y encontró a sus parientes listos para partir, esperando que los sirvientes cargaran el equipaje.

—¿Dónde te encontrabas, muchacha? —le preguntó la señora Stratton—. Nunca estás cuando se te necesita. Sabía perfectamente bien que nos marchábamos hoy a las diez y media.

—Lo siento, tía Sophie. Había olvidado la hora —se excusó Pandora.

—¡Lo de siempre: lo habías olvidado! Ya te he dicho muchas veces que tienes la cabeza a pájaros. Ahora, por favor, compórtate mientras no estemos. La señora Norris vendrá a dormir aquí por las noches, pero no podrá llegar antes de las seis de la tarde, de manera que debes cuidarte sola hasta que ella llegue.

—Sí, tía Sophie.

—Tu tío tiene algo que decirte —dijo la señora Stratton, dirigiendo una mirada significativa a su esposo.

—Sí, sí, por supuesto —asintió el obispo—. Sabes, Pandora, que no debes cabalgar hasta Chart Hall. Lo comprendes, ¿verdad?

—Sí, tío Augustus.

—Si desobedeces, serás severamente castigada —le advirtió con dureza la señora Stratton.

—Sí, tía Sophie.

Ésta se dirigió hacia la puerta principal y bajó la escalinata para dirigirse al carruaje que aguardaba. Era un vehículo impresionante con su escudo de armas en las portezuelas y el cochero y un lacayo vestidos con los uniformes correspondientes a la servidumbre de un dignatario eclesiástico. Irían escoltados por cuatro hombres a caballo.

Cuando bajaban la escalinata, el obispo dijo con suavidad a su sobrina:

—Trata de complacer a tu tía, muchacha.

—Haré lo posible, tío Augustus.

Por un momento, la mirada del prelado se detuvo en la joven como si apreciara los reflejos dorados de su pelo y sus ojos verdes.

Desde el carruaje llegó una voz perentoria:

—¡Augustus! ¡Debemos marcharnos!

—Sí, por supuesto querida —contestó el obispo y subió al carruaje. Un lacayo cerró la portezuela y se pusieron en camino.

Pandora observó el coche hasta que lo vio desaparecer y luego volvió a entrar en el palacio. ¡Por fin se habían marchado!

Pero ahora su entusiasmo estaba velado por aquella orden de última hora. Sin pensar adónde se dirigía, fue al estudio del obispo.

Hubiera sido una habitación agradable si su tía no la hubiese decorado con alfombra y cortinas color mostaza. Ni una flor, ni un detalle que alegrara aquel oscuro recinto. Pero los sillones eran cómodos y el sobrio escritorio estaba lleno de papeles colocados con sumo orden.

La joven se imaginó que ella estaría clasificada en aquellos documentos como «Pandora Stratton: sobrina recogida por caridad».

«Si tuviese algo de dinero», pensó, «me iría a Londres, buscaría un empleo y sería independiente».

Era una idea tan revolucionaria, tan impracticable, que resultaba más fácil pensar en volar a la luna o en vivir bajo el mar.

Su escasa herencia la guardaba de momento el obispo y, con toda seguridad, estaría destinada a pagar su dote matrimonial.

¡Su matrimonio! Esta idea pareció herirla como si fuera un cuchillo.

—¿Qué puedo hacer? ¡Oh, papá!, ¿qué hago? —preguntó en voz alta.

Sabía que sus padres no la hubieran obligado a unirse con un hombre que le gustaba. Ellos mismos se habían casado desafiando a la familia de ella, horrorizada ante la idea de que alguien quisiera casarse con un hombre tan pobre y de tan poca importancia como un sacerdote.

Pero cuando conocieron a Charles Stratton, muchos de sus familiares, según le contó lady Eveline a su hija, habían comprendido.

—Tu padre es un hombre encantador, atractivo y alegre —decía—. Creo que mis tías, mis primos y hasta la abuela, todos aquellos que no le vieron entonces con buenos ojos, hoy le adoran.

Esto no quería decir, y Pandora lo sabía, que hubiesen sacrificado su posición en sociedad, como lo hizo su madre, para ir a vivir a una pequeña vicaría en condiciones casi de pobreza.

—¿Alguna vez te has arrepentido de haberte casado con papá? —le preguntó un día Pandora a su madre.

Ésta se había reído.

—¿Es que puedo arrepentirme de ser la mujer más feliz de la tierra? —respondió—. ¡Adoro a tu padre y él a mí! Además, tenemos una hija encantadora. ¿Quién puede pedir más?

Y sin duda, a lady Eveline nunca le preocupó que Pandora no pudiera hacer las cosas que ella había hecho cuando joven.

Ni siquiera se sentía molesta por no ir a las fiestas de Londres durante la temporada social o por no poder aceptar las invitaciones que solía recibir del príncipe regente para cenar en la mansión Carlton.

En cambio, se conformaba con arreglar de la mejor manera posible la pequeña vicaría, tratando de gastar poco y ahorrar en todo lo superfluo, con el fin de poder salir a cabalgar con su esposo en el verano o ir de caza en invierno.

Pandora, pese a su dolor, solía pensar que era mejor que sus padres hubieran muerto juntos, porque ninguno de ellos habría podido aceptar nunca la muerte del otro.

Y ése era el tipo de matrimonio que deseaba, porque después de haber visto a dos personas tan felices como sus padres, no podía imaginarse casada con alguien como Prosper Witheridge.

No sólo sentía rechazo físico por él. Además, era un hombre ceremonioso, pedante y dispuesto a criticarlo siempre todo, igual que su tía.

Su padre, por el contrario, había sido sumamente tolerante con las debilidades ajenas.

—Hacen lo que pueden —solía decir cuando oía alguna crítica. O bien—: Debemos concederle una oportunidad. La gente da lo que puede y, a menudo, se le pide mucho.

Prosper Witheridge no pensaba de esa forma, y Pandora sospechaba lo que podía llegar a pensar sobre las fiestas que se celebraban en Chart Hall.

En el palacio episcopal, nadie sabía hasta qué punto le había dolido a la joven oír hablar mal de su primo, el duque de Chartwood.

Era posible que fuese todo lo que decían de él, mas Pandora pensaba que podían haber actuado con más tacto y no condenarlo en su presencia.

La muchacha no conocía al nuevo duque de Chartwood. Su abuelo, el cuarto duque, había muerto dos meses después que sus padres. Era anciano, estaba enfermo y, como era de esperar, detestaba a su heredero, presuntamente horrible, a quien nunca había aceptado en Chart Hall.

Los dos hijos del cuarto duque habían muerto en la guerra contra los franceses: el más joven en la batalla del Nilo, y el mayor, por quien Pandora sentía mucho cariño, en Waterloo.

La pérdida de ambos había dejado desolado al padre, no sólo por el dolor natural que le provocara, sino también porque sabía que el título y las propiedades ducales pasarían a manos de un lejano primo que apenas conocía. Luego, también su hija había fallecido trágicamente.

Como le dijo a Pandora un habitante de la villa:

«Cuando tu madre murió, su señoría volvió la espalda al mundo y se quedó sin corazón».

Pandora podía comprenderlo porque era lo mismo que había sentido ella. Además, resultaba penoso que el quinto duque de Chartwood fuese tan diferente de sus tíos.

En Lindchester comenzaron a correr, casi de inmediato rumores sobre sus extravagancias. Se hablaba de orgías, de enormes apuestas en las carreras de caballos y de un comportamiento en general deplorable. Todo esto se comentaba a voces, incluso en presencia de Pandora.

Poco después de entrar en posesión del título, el nuevo duque había llegado a Chart Hall y Pandora pensó que tal vez la invitaría a conocerle. Había mucha gente, tanto en la casa como en la propiedad, que podía informarle de su paradero. Pero él no la llamó. En cambio, se supo de una ruidosa fiesta celebrada en Navidad, lo que provocó un escándalo en la ciudad.

Dos meses después, cuando el duque volvió a Chart Hall, se seguía hablando de lo mismo. Las familias del condado que tenían intención de visitarlo habían cambiado de opinión. Estaban demasiado escandalizadas para ello.

Cuando Pandora oía hablar a los habitantes de la población, advertía que al referirse al duque lo hacían con temor.

Su tía lo condenaba sin vacilaciones y Pandora supo que su tío le había visitado oficialmente, no sólo para conocerlo en persona, sino para discutir con él algunos asuntos de la propiedad.

Volvió en medio de un acceso de ira.

—¡Nunca había recibido tantos insultos! —repetía una y otra vez.

No contó exactamente lo ocurrido, mas Pandora sospechaba que el duque se habría burlado de todo lo que su tío reverenciaba.

Ahora se hallaban en junio y Pandora suponía que el regente habría abandonado Londres para marcharse a Brighton. En consecuencia, los principales personajes de la alta sociedad habrían salido también de la capital.

Por lo tanto, el duque de Chartwood, al igual que la mayor parte de sus amigos, estaría en su casa de campo.

Y no había duda de que su estancia causaría el mismo alboroto de otras veces en Lindchester. Los rumores estarían a la orden del día y se repetirían una y otra vez por toda la población.

Al oír que se denigraba al duque, sentía Pandora como si también se ofendiese la memoria de su madre.

Era como si la sangre de los Chart se rebelara en ella contra los rumores que desacreditaban al jefe actual de la familia. Estaba segura que provenían de gente mezquina y sin importancia que se deleitaba difamándolo.

«Me pregunto cómo será», pensaba, y de pronto se le ocurrió una idea, pero tan increíble que por un momento le hizo reír.

Sin embargo, le parecía oír nuevamente a su tía Sophie diciendo:

«El duque se dedica a las actrices y otras mujeres de mala vida. ¡Ningún hombre decente se exhibiría en compañía de esa gentuza!».

Ningún hombre decente… Estas palabras parecían estallar en la mente de Pandora, quien de pronto pensó que tal vez allí hubiese una forma de escapar…

Se dirigió a la ventana y se quedó mirando sin ver el impecable jardín, con sus macizos y parterres irreprochablemente ordenados. A Pandora le daba la sensación de que había algo antinatural en todo ello.

Entonces recordó las praderas verdes y aterciopeladas de Chart, el jardín de hierbas aromáticas encerrado entre muros isabelinos, la rosaleda, fragante y plena de colorido en torno al reloj de sol…

Sintió una nostalgia profunda que se convirtió en un intenso dolor en su corazón.

Repentinamente, surgió en su mente la idea, tan clara y precisa como si se tratara de un rompecabezas cuyas piezas han encajado indefectiblemente en el lugar correspondiente. La respuesta estaba allí.

Se sentó ante la mesa de trabajo de su tío, lo que nunca se hubiese atrevido a hacer si él se hallara en casa, y escribió una carta en un papel que sólo usaba su reverencia…

Luego, una vez que la metió en un sobre, fue a su habitación, que estaba en el segundo piso del palacio.

Llamó a la doncella y, cuando acudió ésta, le dio instrucciones con voz totalmente calmada, lo que a ella misma la sorprendió.

* * *

Una hora más tarde, Pandora se alejaba del palacio en uno de los carruajes que ella y su tía solían usar cuando iban de visita. En la parte de atrás iba un pequeño baúl con su ropa.

El viejo cochero la miró sorprendido cuando le dijo dónde quería que la llevara, pero hacía demasiado tiempo que estaba al servicio del obispo y no solía discutir ninguna orden.

Cruzaron el río a través del viejo puente, construido en la época de los normandos.

Luego aparecieron ante sus ojos los campos sembrados de trigo y, más allá, los bosques, que constituían un excelente refugio para los cazadores.

Desde que vivía con su tío, a Pandora no le habían permitido ir de caza. Sólo conservaron un caballo para ella y lo demás fue vendido.

Sabía que era una concesión importante que le hubieran permitido quedarse con una montura, y la amenaza más frecuente de su tía, cuando se enfadaba, era que no le permitirían volver a cabalgar.

No podía evitar pensar, con una sonrisa divertida, que al ir en carruaje a Chat obedecía las instrucciones de su tío al pie de la letra, aunque no en el espíritu. Le habían indicado que no debía ir a caballo a Chart Hall y ella obedecía.

Se dijo que si la expedición fracasaba y debía volver ignominiosamente, nadie lo sabría excepto los sirvientes. Y como éstos la querían tanto como odiaban a su tía, era seguro que no la delatarían.

Al cabo de tres kilómetros, el campo parecía más hermoso y tranquilo. Allí los bosques eran más espesos y Pandora recordó cómo le gustaba vagar a través de ellos cuando era pequeña, y cómo luego, más tarde, los recorría a caballo.

Había arroyuelos que serpenteaban por las praderas, y uno en particular donde su padre solía pescar truchas que luego comían en el almuerzo.

Los recuerdos la asaltaban a cada paso. Por último, llegaron al pequeño poblado, con sus casas de tejado negro y muros muy blancos.

Todos los jardines tenían hermosas flores y Pandora recordó que a su madre se le había ocurrido dar un premio al mejor para que la gente se esforzara por embellecer lo más posible aquel pueblo del condado.

Pandora conocía a los habitantes de todas las casas donde pasaba, pero a aquella hora los hombres seguramente estarían trabajando en el campo y muchas de las mujeres en el castillo.

En la época de su abuelo, al menos, trabajaban en las cocinas, como lavanderas y también en los establos.

Se preguntó si todavía estarían allí los grandes cubos de nata, esperando que se la transformara en mantequilla. A ella le gustaba observar cómo las mujeres trabajaban en esa tarea y les preguntaba a menudo si podía ayudarles, para luego llegar a la conclusión de que resultaba agotador batir hasta que se convertía en mantequilla.

Ahora se podía ver ya el castillo. Su aspecto era magnífico en cualquier época del año, pero tal vez más aún en el verano, porque se le veía rodeado de verdes árboles, entre los cuales brillaba como si fuera una piedra preciosa. Sus chimeneas, esculturas, estatuas y tejadillos se recortaban contra el cielo.

Poseía una majestuosidad que hablaba a las claras de la aristocrática familia que alojaba.

Cada generación de los Chart había agregado algo nuevo al edificio primitivo, erigido durante el reinado de Isabel I. Era no sólo un hermoso edificio, sino también un monumento notable.

—¡Me encanta Chart! —exclamó Pandora, sintiendo que, en cierto modo, era parte de su vida.

Allí estaba el lago donde su padre la había llevado en bote, y las praderas por las que había corrido cuando pequeña, dando gritos de alegría…

En la parte de atrás había abundantes arbustos donde jugaba al escondite, y allí estaban también los invernaderos cuidados por el viejo jardinero, que solía darle unos melocotones tan grandes, que ella apenas podía sostenerlos con sus manos infantiles.

«¡Si por lo menos el tío George no hubiese muerto en Waterloo…!», pensó con tristeza.

Él se parecía mucho a su madre y nunca hubiese permitido que ella, Pandora, viviese con los parientes de su padre, que no la querían.

El carruaje se detuvo frente a la escalinata que conducía a la entrada del edificio.

Un lacayo que Pandora no conocía descendió presuroso para abrir la portezuela del coche y la joven bajó.

Al entrar en el enorme vestíbulo con sus diosas griegas y su techo pintado por un maestro italiano, pensó que aquello era como volver a casa.

Un extraño mayordomo esperaba con expresión curiosa a que ella le hablara.

—Quiero ver al duque de Chartwood —manifestó Pandora.

La desconcertaba no conocer a la servidumbre. Esperaba que la recibieran el viejo Burrows y los lacayos que servían en el castillo desde muchachos y solían cantar en el coro del pueblo.

El mayordomo no le preguntó su nombre, limitándose a mirarla con ojos desdeñosos, y luego la escoltó hasta la sala, una habitación que su abuelo prefería porque tenía un gran ventanal que daba a los jardines y, como era más pequeña que otras estancias de la casa, resultaba fácil calentarla durante el invierno.

Para sorpresa de Pandora, el mayordomo entró en la habitación y la dejó a ella fuera.

—Hay una dama que desea ver a su señoría —le oyó anunciar.

—¿Otra? —respondió una voz masculina—. ¡Dios mío, Dalton!, ¿quién puede ser ahora?

—No tengo idea, señoría.

—Otra abejita alrededor de la miel, supongo. Parece que la huelen allá donde esté.

—Así es, milord.

—Pues que pase, pero Dios es testigo que yo no la he invitado.

El mayordomo volvió junto a Pandora, aún sorprendida y algo impresionada por lo que había escuchado.

Demasiado tarde, deseó no haber ido, pero ahora sólo le quedaba obedecer el gesto imperioso del mayordomo indicándole la puerta.

Entró en la habitación enderezando instintivamente la espalda y elevando un poco mentón.

Una fugaz mirada le bastó para darse cuenta de que nada había cambiado desde la época de su abuelo.

Los enormes ventanales dejaban entrar la luz del sol, tan fuerte que la deslumbró un momento, casi impidiéndole apenas divisar al único ocupante de la estancia.

Se hallaba sentado en un sillón de respaldo alto que solía usar su abuelo, con una pierna sobre el brazo del asiento y la otra extendida hacia delante.

Tenía un vaso en la mano y, de momento, Pandora no pudo verle los ojos claramente, mas después, advirtió que tenía los rasgos inconfundibles de los Chart, con el mismo color verde que ella en los ojos. Pero los del duque eran más oscuros y duros, y sus cejas, tan negras como su pelo, se arqueaban en gesto sarcástico.

Había Chart rubios y Chart morenos. Estos últimos eran los más peligrosos y aventureros.

—Tu color de pelo no es el que debería ser —solía decirle su abuela a Pandora cuando se portaba mal—. ¡Eres rubia y debes ser buena! ¡No lo olvides!

El nuevo duque tenía el pelo oscuro y un aspecto romántico, acentuado por su corbata deshecha, que le colgaba sobre la camisa entreabierta.

Seguramente había estado cabalgando, porque no sólo llevaba sus pantalones de montar, sino que sus botas estaban cubiertas de polvo.

Ella se quedó mirándolo sin darse cuenta de su expresión bobalicona. Al fin, el duque habló con voz burlona:

—Y bien, ¿quién es usted y qué quiere?

Pandora se sobresaltó visiblemente azarada y, aunque tardíamente, hizo una reverencia.

—Soy tu prima, Pandora Stratton, y vengo a pedirte ayuda —contestó.

Él la miró sorprendido, pero no hizo ningún movimiento para ponerse de pie.

—Pandora Stratton —repitió—. ¿Y dices que eres mi prima?

—No muy cercana, pero el último duque era mi abuelo.

El duque lanzó una carcajada.

—¿Tu abuelo? ¡Gracias a Dios que no te pareces a él! Pero verdaderamente me sorprende tu presencia, prima Pandora. Se supone que todos mis parientes Chart me desaprueban.

—¿Sí? No lo sabía… —murmuró Pandora.

—Sí, tal vez no lo sepas… —El duque hizo una mueca y agregó—: ¿Stratton? ¡Oh, ya sé! Tú tienes algo que ver con ese obispo cantor de salmos que vino a verme la última vez que estuve aquí.

—Es… es mi tío.

—Entonces, todo lo que puedo decirte es que lo siento por ti.

—También lo siento por mí.

Él sonrió por primera vez y su rostro asumió un aspecto por completo diferente.

—Supongo que has venido a contarme algo —dijo—, pero si quieres pedirme para los pobres, los miserables, los enfermos y mutilados de Lindchester, puedes ahorrar saliva.

—No pido ayuda para ellos —repuso Pandora—, aunque la agradecerían…, sino para mí.

Mientras hablaba, se sentó frente al duque.

Él la observó, según pensó la joven, deteniéndose en cada detalle de su vestido sencillo y sin adornos y en su sombrero, atado con cintas anudadas bajo el mentón.

—Supongo que tienes algún parecido a todos los antepasados de nariz fruncida que adornan las paredes de este castillo —comentó él.

—Creo que sabes que hay Chart rubios y Chart morenos —dijo Pandora—. Tú representas una de las dos partes… y yo la otra.

—¿Cuál es la diferencia?

—Una es mala y la otra buena.

El duque se volvió a reír animadamente.

—Eso simplifica las cosas, pues se supone que yo vivo para hacer mi parte, ¿no es así? Dices que necesitas ayuda. ¿Qué pudo haber ocurrido para que la santa venga a ver al pecador?

Ahora fue Pandora la que se rió sin poder evitarlo. Luego dijo con seriedad.

—He venido a verte, primo Norvin, porque eres, según creo, la única persona que puede salvarme.

—Espero que no te refieras a tu alma —señaló Norvin Chartwood.

—Me refiero a mi vida… o más bien a mi futuro —repuso Pandora—. Verás, mi tío, el obispo, tiene la intención de casarme con su capellán, el honorable Prosper Witheridge.

—¿Y yo qué debo hacer? —preguntó bruscamente el duque.

Pandora se sintió intimidada y bajó los ojos. Después de una pausa, dijo con voz débil:

—Me pregunto si… si permitirías que me quede aquí… una o dos noches.

Después de aquella pregunta hubo un silencio. Luego, el duque inquirió:

—¿Te he oído bien? ¿Pretendes alojarte conmigo porque, de alguna manera que no puedo imaginar, eso evitaría tu matrimonio? —hizo una pausa antes de agregar—: Debo ser muy tonto, porque no comprendo tu sugerencia.

Pandora contuvo el aliento.

—Espero que lo que voy a decirte no te enfade.

—¿Acaso importaría?

—Si te enfadas no te mostrarás… bueno y comprensivo.

—Dos virtudes de las que carezco —replicó Norvin—. Pero estoy esperando que me expliques.

Pandora se resolvió a decir:

—Mis tíos se han ido a Londres para asistir a una fiesta en el palacio Lambeth.

—Lo siento por ellos —comentó Norvin con una mueca—. Un cura es bastante, pero un cónclave de ellos acabaría la paciencia de cualquier santo.

Pandora sonrió antes de seguir explicando:

—Con anterioridad a su marcha, oí a mis tíos hablando de… de ese capellán, el honorable Prosper Witheridge, que ha solicitado permiso para cortejarme. Mi tía Sophie insistía en que debía dársele el consentimiento… y yo debía casarme con él cuanto antes.

—¿Y tú no quieres hacerlo?

—¡Es horrible! —repuso Pandora—. No me gusta y haría cualquier cosa antes de convertirme en su esposa.

—¡Hasta venir a pedirme ayuda a mí! —exclamó Norvin, burlón.

—De todos modos, me agradaba la idea de conocerte —afirmó Pandora—. Además, tú vives en Chart, que es el lugar donde pasé mi infancia. Amo el castillo y el pueblo donde crecí.

Hubo un leve trémulo en su voz, que el duque advirtió.

—Prosigue con tu historia —dijo—. Todavía no sé en qué puedo ayudarte.

Pandora parecía avergonzada. Luego, con las mejillas enrojecidas, continuó:

—Mi tía dice que… que las mujeres que se hospedan aquí son… gentuza y que… ningún hombre decente… se dejaría ver en su compañía.

No se atrevió a mirar al duque mientras añadía con voz vacilante:

—Por eso he pensado que… si me quedo aquí una o dos noches…, el señor Witheridge no querrá luego casarse conmigo.

Hubo un silencio, roto por Norvin con una sonora carcajada. Entonces se levantó por fin y dijo:

—Ya comprendo tu razonamiento ¡y por Dios que nunca había oído nada más gracioso! ¡Venir a verme a mí, a mí nada menos, para salvarte de las atenciones de un cura!

Mientras hablaba dio unos pasos por la habitación hasta que se detuvo frente a una mesita con bebidas. Llenó una copa y dijo:

—Creo que he sido poco hospitalario. No te he ofrecido nada de beber. ¿Quieres algo?

—No, gracias.

Pandora lo miraba con los ojos ansiosos y el rostro pálido.

—¿Realmente estás dispuesta a hacer una cosa así? —preguntó Norvin, volviendo con la copa en la mano junto a ella.

—No hay otro camino —respondió Pandora, desconsolada—. Estoy atrapada. Tío Augustus es mi tutor. Cuando… mis padres murieron… él fue el único que se ofreció para tenerme en su casa.

—¿Y qué ocurriría si dijeses que no estás dispuesta a casarte con un hombre que no te gusta? —preguntó Norvin, ahora sin burlarse.

—Me obligarían a hacerlo —repuso Pandora con voz suave—. Creo que legalmente no tengo alternativa… Además, mi tía me detesta y está deseando que me vaya.

Hizo una pausa y agregó:

—Es bastante vieja y creo que está… celosa de mí.

—No es extraño.

Norvin tomó un sorbo de su bebida antes de añadir:

—Debe haber otra solución. Supongo que comprenderás lo que se dirá de ti si te quedas aquí.

—Sí…, lo sé —afirmó Pandora—. ¡Pero, por favor, deja que me quede aunque sea sólo dos noches! Estoy segura de que, después de eso, el señor Witheridge cambiará de parecer. Él siempre dice que has convertido esta casa en… en un lugar de pecado.

—¡Maldita sea su impertinencia! —exclamó Norvin—. ¿Quién es ese tipo para hablar de pecado y para juzgarme a mí?

—Bueno… No cabe duda de que has escandalizado a toda la vecindad.

—Es mi intención.

Norvin entornó los ojos y, súbitamente, su boca se convirtió en una línea dura.

—¡Sí! Quería impresionar y horrorizar a todos mis parientes, incluso a ti.

Había una nota agresiva en su voz y algo así como una luz cruel en sus ojos.

—¡Pero claro! —agregó—. ¿Por qué he de vacilar? ¡Quédate aquí, pequeña Pandora! ¡Bienvenida a la casa del pecado!

—¿Lo dices en serio?

—¡Completamente! Desde este momento soy tu anfitrión y tú puedes ser mi invitada todo el tiempo que quieras. ¡Mi casa es tuya!

—¡Oh, gracias, muchas gracias! —exclamó Pandora—. ¿Crees que alguno de los lacayos podrá entregar esta nota al cochero y ordenarle que vuelva a Lindchester sin mí?

—¿Qué es? —preguntó Norvin, mirando el sobre que ella le mostraba.

—Es una carta para el señor Witheridge diciéndole dónde estoy.

—¡Has pensado en todo!

—Sí, he intentado hacerlo —repuso Pandora—. Él volverá esta noche. Había ido a visitar a su padre y, cuando sepa que estoy aquí, se sentirá escandalizado, horrorizado.

—Seguramente —comentó Norvin, con una nota de satisfacción en su voz.

—He traído un baúl con mis ropas —explicó Pandora—. Esperaba que me permitieras quedarme aquí.

El duque tocó una campanilla y casi inmediatamente se abrió la puerta.

—Lleve esta nota al carruaje de la señorita y dígale al cochero que vuelva al palacio del obispo —ordenó Norvin al mayordomo—. La señorita Stratton se quedará, así que traigan su equipaje.

—Enseguida, milord —contestó el mayordomo con una mirada de sorpresa que no pasó inadvertida para Pandora.

—Creí que encontraría a Burrows aquí —dijo—. ¿Has hecho muchos cambios en el castillo?

—No tengo idea —repuso él—. Es mi agente quien se ocupa de esas cosas.

Pandora comprendió que aquélla era una de las razones por las que la gente del pueblo desconfiaba del nuevo duque. Estaba a punto de decírselo cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una de las mujeres más bellas que había visto jamás.

Tenía el pelo rojo brillante y la piel muy blanca. Pandora tardó un rato en darse cuenta de que no era un tono natural.

Sus labios estaban pintados de un vivo encarnado y lucía una gran cantidad de joyas. El amplio escote de su vestido dejaba ver el nacimiento de los senos.

Mientras avanzaba hacia el centro de la habitación, miró a Pandora y al duque con una expresión casi ofensiva.

—He oído decir que ha llegado una dama —dijo, acentuando esta última palabra—, y me preguntaba quién sería. Creí que tus huéspedes llegarían más tarde.

—No te inquietes —repuso el duque—. Es mi prima Pandora Stratton, a quien no conocía, quien ha venido.

—¿Y esperas que te crea? —preguntó la recién llegada, observando a Pandora con suspicacia.

La joven pensó que debía decir algo y explicó rápidamente:

—Vivo en Lindchester y he venido a ver a mi primo para pedirle ayuda.

—No tiene dinero para caridades —le espetó con rudeza la hermosa mujer—. Yo me ocupo de que así sea.

—Cállate, Kitty, y compórtate como es debido —ordenó el duque—. Mi prima tiene derecho a pedirme ayuda si lo desea. Además, no me ha pedido dinero.

—¿Qué quiere entonces?

—Sólo una invitación para pasar una o dos noches aquí. Está convencida de que eso enfriará el ardor de cierto capellán que desea casarse con ella.

Kitty miró a Pandora con incredulidad y luego rió.

—¡Dios sea loado! —exclamó—. Parece que en esta comedia no tienes ningún papel, Norvin.

—Por el contrario, estoy dispuesto a desempeñar el del villano —replicó el duque—. Mas empecemos por el principio. Os presentaré: Pandora, ésta es Kitty King. Supongo que no sabrás nada del teatro londinense; así pues, permíteme explicarte que Kitty desempeña un papel importante en el Drury Lane y que incluso reemplaza a la famosa Madame Vestris con gran soltura.

Esto no significaba nada para Pandora; pero, evidentemente, complacía a Kitty King.

—Con soltura, ésa es la palabra —dijo—. Deberías verme en el escenario con pantalones y botas. La audiencia se pone de pie, ¿verdad, Norvin?

—Sin duda les encanta tu papel —asintió el duque.

—¡Por supuesto! Y si no te opones, lo festejaré ahora mismo tomando una copa —dijo la actriz.

—Disculpa si me he mostrado poco hospitalario —pidió él—, pero mi prima me ha dado mucho que pensar.

—¡Pues piénsalo con la cabeza, no con las manos! —replicó Kitty, sonriendo burlona.

Norvin hizo sonar de nuevo la campanilla.

—¡Champán! —ordenó cuando se abrió la puerta.

—Estaba a punto de traerlo, señoría —afirmó el mayordomo.

Casi de inmediato aparecieron dos lacayos con lo solicitado.

—Comprendo lo que ocurre —dijo Kitty, dejándose caer en un sofá y cruzando las piernas de manera que sus tobillos quedaran al descubierto—. Y yo nunca me he negado a ayudar a una amiga.

—Es lo que necesita mi prima en estos momentos —manifestó el duque.

La actriz miró a Pandora con expresión más bondadosa.

—¿Qué pasa con el capellán? —preguntó—. Me parece que podrías ser una buena esposa para él.

—¡No es verdad! —Se alteró la joven—. ¡Antes de casarme con él prefiero morir!

—No lo creo —rió Kitty King—. ¡No hay hombre que merezca la muerte de ninguna mujer! Tienes que ingeniártelas para vivir con ellos… y eso es mucho más difícil —volvió a reír mientras tomaba la copa de champán que le tendía un lacayo y brindó—. ¡Por una vida breve, pero divertida!

El otro lacayo ofreció una copa a Pandora, que vaciló un instante.

—Toma un poco de champán —le aconsejó su primo—. Estoy seguro de que lo necesitas. Supongo que habrás precisado mucha audacia para venir a verme.

—Te estoy muy agradecida —contestó Pandora en un susurro.

—No tienes por qué —respondió él—. Además, tengo la sensación de que te arrepentirás de este acto impulsivo. Pero…, ¿por qué he de preocuparme? Lo que tú hagas, ¡a mí qué me importa! —Su tono casi agresivo hizo que Pandora lo mirase sorprendida.

Pero enseguida pensó que, fuera cual fuese su comportamiento o el de cualquier otra persona de la casa, ella no se quejaría.

Había acudido al duque desesperada para que la salvase y le estaría eternamente agradecida.