Capítulo 7
—¡Es como un milagro! —exclamó Melita.
Se encontraba sentada ante la mesa del desayuno contemplando el mar desde el jardín.
—¿Qué? —preguntó el conde retirando el periódico que había estado leyendo después de terminar el desayuno.
Ella sonrió.
—Cuando el barco que me trajo de Inglaterra entró en la bahía —respondió—, yo tenía miedo… miedo de llegar a un país completamente desconocido para mí… y sobre todo… miedo de enfrentarme a mi nuevo amo.
—¿Y ahora que ya lo conoces?… —preguntó el conde.
—Me he encontrado con que es el mejor hombre del mundo.
Extendió la mano mientras hablaba. El la tomó y le besó los dedos.
—Para mí también es un milagro —respondió él—. Un milagro tan grande que casi no puedo creer que sea cierto.
Melita se emocionó ante la gravedad de su voz y al inclinarse, la luz del sol se reflejó en el anillo que llevaba puesto en el tercer dedo y sintió que la deslumbraba de la misma manera que la deslumbraba su felicidad.
Cuando se estaba secando después de tomar un baño, una doncella entró en la habitación llevando varias cajas llenas de vestidos.
—Acaban de llegar, son para usted, Madame.
—¿Para mí?
Al abrir las cajas advirtió que, una vez más, el conde había pensado en ella.
Había comprendido que deseaba verse muy bella para él durante el primer día de su matrimonio y también cuando regresaran a Vesonne-des-Arbres como marido y mujer.
El vestido que le había escogido era de color azul turquesa, pues sabía que ese color hacía que su piel se viera más blanca y a la vez acentuaba el azul de sus ojos.
Además, había una capa ligera de satén y un sombrero del mismo color.
Melita dejó que la doncella la ayudara a ponerse el vestido y sin detenerse ante el espejo, corrió hacia la habitación del conde. Estaba parado frente al espejo con un par de cepillos de marfil en las manos y llevaba puesta sólo una delgada camisa de lino y unos pantalones ajustados.
Se veía ancho de hombros y muy varonil.
Melita lo observó por un momento y una vez más pensó que era el hombre más atractivo del mundo.
El dejó los cepillos y ella corrió a su lado.
—Vine a enseñarte mi vestido nuevo —dijo—. Gracias, Etienne… gracias por pensar en ello.
Ella levantó la cara y él la envolvió en sus brazos.
—¿Te gustó?
—Estoy fascinada —respondió—. Pareces saber perfectamente qué es lo que me queda bien y quiero que pienses que me veo bonita.
—¿Podría pensar otra cosa?
Sus labios buscaron los de ella y la besó apasionadamente hasta que le resultó difícil respirar.
—¡Te adoro! —dijo él finalmente con voz profunda—. ¿Te llevo de regreso a la cama?
—¡Etienne!
Melita fingió estar sorprendida.
—Sólo vine a mostrarte mi vestido nuevo.
—Te queda muy bien —declaró él—, pero me interesa más lo que está adentro.
Ella rió cohibida, se apartó de sus brazos y se acercó a la puerta.
—El desayuno está listo.
—Veo que mi esposa es toda una condesa.
Ella hizo una mueca y se disponía a salir de la habitación cuando él la detuvo.
—¡Ven acá! —le ordenó.
Ella se detuvo mirándolo.
—Ven acá, Melita —insistió.
Se acercó a él lentamente, interrogándolo con la mirada.
—Tengo un regalo para ti —dijo el conde cuando llegó a su lado.
—¿Otro regalo? Pero ya me has dado tanto.
—Esto no es nada especial. Me hubiera gustado habértelo dado ayer, pero tuvo que ser adaptado.
Tomó el estuche de terciopelo y se lo entregó y cuando lo abrió, vio que contenía un anillo.
Era un enorme zafiro del color del mar, rodeado de diamantes.
—¡Oh, Etienne!
Le fue difícil decir otra cosa, pues era el anillo más bello que jamás había visto.
El conde le tomó la mano y besándole el dedo en el que llevaba el anillo de matrimonio, lo colocó junto al zafiro.
—Para mí esposa —dijo suavemente.
—¡Es bellísimo!
Melita lo abrazó.
—Gracias… oh, gracias —gritó ella—. Todo lo que haces es maravilloso… perfecto. ¡Te amo! ¡Oh, Etienne, cómo te amo!
El la besó hasta que la dejó sin aliento. Luego bajaron al portal donde estaba servido el desayuno.
Ahora, mientras el conde le besaba los dedos, Melita dijo un poco aprensiva:
—Me gustaría que nos quedáramos aquí. Tengo miedo de alejarme de un lugar donde he sido tan feliz.
—Regresaremos muy pronto —le prometió el conde—. Tenemos que comprar tu ajuar de bodas aquí en St. Pierre, además, he ordenado un collar que haga juego con tu anillo.
—No debes darme tanto —protestó Melita—, porque yo no tengo nada que darte a cambio.
El conde sonrió:
—Tú no nada más me has dado una fortuna y la paz, sino que me has dado algo mucho más importante… ¡a ti misma!
Sus dedos apretaron los de él.
—Siento que no es suficiente —respondió ella—. Hay tanto más que yo quisiera darte.
—Por eso regresaremos aquí. Para poder estar a solas, sin distracciones, y para que yo pueda enseñarte todo acerca del amor.
El soltó su mano y se puso de pie.
—Ven —dijo—. Tenemos que enfrentarnos a nuestros problemas y cuanto antes, mejor. Déjame asegurarte una cosa, Melita. No pienso dejar de tener una luna de miel. Una luna de miel donde estemos solos como lo estuvimos anoche.
Una vez más Melita sintió que el color le subía a las mejillas al recordar el éxtasis que habían experimentado juntos.
El conde la ayudó a ponerse de pie.
—Lo que tenernos que hacer no va a ser fácil —le advirtió en voz baja—, sin embargo, me has dado un valor que jamás había tenido antes y por eso estoy seguro que podré afrontarlo.
Salieron de la casa en la calesa del conde y aunque el sol brillaba, la brisa del mar los refrescaba.
Pasaron frente a la catedral que siempre tendría un significado muy especial para ella, al igual que el edificio del ayuntamiento donde se habían casado según las leyes de Francia.
Los árboles frutales estaban cubiertos de flores y se agitaban con el viento. Poco después se detuvieron en una juguetería.
Dejaron atrás el pueblo y comenzaron a subir por el mismo camino sombreado que conducía al bosque.
A medida que se acercaban a Vesonne, el temor de Melita se acrecentaba a pesar de la presencia del conde.
No era porque Madame Boisset pudiera hacerles daño, pues ya estaban casados y les habían asegurado que el testamento de Cecile era legal. Pero la idea de tener que soportar las majaderías de Madame y su inevitable ira, la angustiaba.
Todo aquello afectaba directamente a Rose Marie.
Melita se dijo que no importaba cuántos hijos le diera al conde, ella siempre amaría a aquella niñita que había perdido a su madre y que hasta ahora había llevado una vida muy solitaria.
De ahora en adelante habrá felicidad para Rose Marie y para todos los que viven en Vesonne, se prometió.
La calesa avanzó por los campos cultivados con caña de azúcar.
—El año próximo sembraremos más tierras —observó el conde con voz alta—. Hay muchas cosas que deseo experimentar y que no tuve oportunidad de hacer en el pasado.
—Será interesante —comentó Melita sin emoción, pues ya se acercaban a Vesonne.
El conde puso su mano sobre la de ella.
—Yo te cuidaré, preciosa —dijo—, y de ahora en adelante crearemos un ambiente muy diferente en Vesonne. Todo será como lo fue cuando yo era niño. En ese entonces creía que era el lugar más parecido al paraíso.
—Dondequiera que estés será un edén para mí —respondió Melita—, pero especialmente Vesonne que es tan bello.
El conde la miró sonriendo y ella comprendió que la encontraba bonita.
«Soy tan feliz», se dijo Melita. «Por favor, Señor, no dejes que Madame Boisset diga algo que eche a perder nuestra felicidad».
Ella repitió aquella oración una y otra vez mientras los caballos se acercaban cada vez más a la casa.
De pronto, como movidos por una señal, los esclavos comenzaron a salir de la destilería y corrieron hacia ellos.
Melita notó que el conde se ponía tenso y atemorizada, se preguntó qué podía haber ocurrido.
Pero observó que agitaban los brazos y sonreían aclamándolos. El conde detuvo los caballos.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos!
Repetían esas palabras sin cesar y Frederic, el vocero de los esclavos, se aproximó y dijo:
—Deseamos felicitar el amo. Sabemos que es muy dichoso.
Melita miró al conde sorprendida, pero guardó silencio. Una niña se acercó cargando un enorme ramo de flores.
Melita se inclinó para tomarlo y al hacerlo, descubrió entre la multitud, los oscuros ojos de Leonore.
Miró a la anciana y supo que era ella quien había informado a los esclavos de su matrimonio.
El conde bajó de la calesa y le dio la vuelta para ayudar a Melita a descender.
La llevó hasta los escalones de la destilería y levantando la mano para pedir silencio, dijo:
—En nombre de la condesa y del mío propio, les doy las gracias por su bienvenida.
Hubo una gran aclamación y cuando habló de nuevo, continuó:
—Mañana será un día de fiesta. Habrá puerco asado y disfrutarán de su comida preferida. Después, mi esposa y yo queremos verlos bailar y oírlos cantar.
Los ovacionaron calurosamente. El conde tomó del brazo a Melita y la condujo hacia la casa.
Cuando ya no podían escucharlos, Melita preguntó:
—¿Cómo lo supieron? ¿Cómo podían estar seguros de que estábamos casados?
—En la Martinica las noticias viajan con el viento —respondió el conde sonriendo—. Es posible que existan muchas explicaciones, pero sospecho que fue Leonore quien lo supo primero.
—Lo mismo pensé yo —dijo Melita.
Llegaron a la casa y al subir al portal, Melita contuvo la respiración.
Distinguió desde donde se encontraba que había alguien en el salón, enseguida pensó que se trataba de Madame Boísset, pero al entrar, descubrió a un hombre.
—Han llegado demasiado rápido para haber recibido mi mensaje, señor conde.
—¿Ocurre algo, doctor Dubocq? —preguntó el conde.
—Me temo que sí —respondió el doctor.
Miró a Melita y dijo:
—Perdón, monsieur, pero preferiría hablar a solas con usted.
—No es necesario —respondió el conde—. Melita, permíteme presentarte al doctor Dubocq, un viejo amigo de la familia quien ha sido nuestro médico durante muchos años. Doctor, le presento a mi esposa. Nos casamos ayer.
El doctor pareció sorprenderse, sin embargo, la sonrisa que esbozó era sincera.
—Estoy a sus pies, Madame —le dijo a Melita mientras hacía una reverencia al estilo antiguo—. Permítame felicitarlo, señor conde, y desearles toda la felicidad posible. Es una pena que no hayan regresado a Vesonne en un momento más alegre.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el conde.
—¿Algo le sucedió a Rose Marie? —interrumpió Melita asustada.
—No, Madame. Rose Marie está bien. Pero como no quería que ella viera cuando se llevaban a Madame Boisset, le sugerí que fuera a visitar al chico que hace las muñecas.
—¿Madame Boisset? ¿Se ha ido de la casa? —preguntó el conde.
—Eso es lo que tengo que decirles —respondió el doctor—. Eugenie me mandó a buscar esta mañana porque Madame estaba enferma.
Melita contuvo la respiración.
—Aparentemente, sin darse cuenta, bebió un veneno que además de hacerle sentir muy mal, le afectó el cerebro.
El conde estaba tenso pero guardó silencio.
—¿Monsieur estaba al tanto de la sombra que existía sobre la familia de Madame?
—¿Qué sombra? —preguntó el conde.
El doctor se sorprendió.
—Pensé que monsieur Calviare se lo había mencionado.
—No me dijo nada.
El doctor apretó los labios y dijo:
—¡La madre de Madame Boisset murió loca!
—Jamás me lo comunicaron —exclamó el conde.
—La familia se avergonzaba de aquella situación y trató de mantenerla en secreto. Era un mal hereditario, pues tanto su abuela como su bisabuela murieron en las mismas condiciones.
—Debieron informarme al respecto —dijo el conde con energía.
—Estoy de acuerdo —asintió el doctor—, sin embargo, las pocas veces que atendí a Madame Boisset, me pareció muy normal.
—¿Y esta mañana? —preguntó el conde.
—Ahora fue muy diferente —respondió el doctor—. Ella no sólo se encontraba enferma por el veneno que bebió, sino que estaba mentalmente afectada.
El doctor hizo una pausa y Melita comprendió que algo lo inquietaba.
—Tengo que confesarle que en su delirio, Madame Boisset repitió una y otra vez que ella era la responsable de la muerte de Cecile.
Hubo un momento de silencio y después, el conde le indicó:
—Lo que acaba de decirme confirma ciertas evidencias que llegaron a mí durante las últimas veinticuatro horas. Espero que no sea necesario hacer público todo esto.
—No, por supuesto que no —respondió el doctor—. He llevado a Madame Boisset al hospital donde se le dará toda la atención necesaria, pero desafortunadamente no creo que vuelva a la normalidad ni que viva por mucho tiempo.
Hizo una pausa antes de continuar.
—No soy un experto en la materia, aunque según mi experiencia, los tumores del cerebro por lo general crecen con mucha rapidez y me sorprendería si Madame Boisset viviera más de un mes.
—Agradezco su sinceridad —dijo el conde—, y el haberse preocupado porque esto no afectara a mi hija. Espero que tampoco impresione a mi esposa.
Melita comprendió que deseaba discutir los detalles del asunto a solas con el doctor. Por lo tanto, apoyó su mano un momento sobre el brazo del conde para expresar su comprensión y haciéndole una reverencia al doctor, abandonó el salón.
Corrió escalera arriba y cruzó el pasillo hacia el cuarto de estudios. Eugenie, quien se encontraba cosiendo, se sobresaltó al verla.
—¡Regresó, mademoiselle!
—Sí, y el conde vino conmigo; estamos casados, Eugenie.
—¿Casados? —Eugenie levantó los brazos en un gesto de felicidad.
—Son muy buenas noticias, mademoiselle… quiero decir, Madame. Ahora el amo estará feliz y todo saldrá bien para nosotros.
—Sí, todo estará bien —respondió Melita.
Hizo una pausa y agregó:
—Tengo que darle las gracias, Eugenie, pues sé que me salvó la vida.
La mujer asintió con la cabeza en silencio y Melita continuó:
—¿Tú sabías que Madame era responsable por la muerte de la madre de Rose Marie?
Eugenie asintió de nuevo.
Melita contuvo la respiración.
—El conde y yo no encontramos palabras para agradecerte todo el amor que le has brindado a Rose Marie.
—Ella es mi niñita —dijo Eugenie—. Si yo decía algo acerca de Madame, me hubiera mandado lejos. Era mejor callar para quedarme al lado de mi niña.
—Tuviste razón —dijo Melita—. Ahora todo cambiará y ya no habrá pleitos ni discusiones que asusten a Rose Marie.
—Me parece muy bueno, ama.
Melita sonrió al oír la palabra ama. Se dio cuenta de que realmente era aceptada y de que formaba parte de la plantación junto con el conde que era el amo.
—Ahora que se casó, cambiaré su ropa de habitación. Veo que trajo algunos vestidos nuevos muy bonitos.
—Y en la calesa viene un precioso traje de novia —añadió Melita. Cruzó el pasillo hacia su antigua habitación y abrió la puerta. Todo estaba tal como lo había dejado excepto por una cosa. La muñeca que representaba a Cecile ya no estaba allí.
¿Habría sido un sueño o una ilusión?
Sintió deseos de preguntarle a Eugenie dónde estaba la muñeca, pero recapacitó y decidió no decir nada. Que el pasado quedara en el olvido, lo que importaba era el futuro.
Se acercó a la ventana para mirar el mar. Era la ventana por la cual había escuchado los tambores que la habían llevado al bosque. Pero en aquel momento sintió la voz de Rose Marie que la llamaba y sus pasos que resonaban en las escaleras.
—¡Mademoiselle! ¡Mademoiselle! ¡Ya regresó!
La niña entró en la habitación y la rodeó con sus brazos.
—Ha regresado… la extrañé mucho. Papá también ha vuelto. Me siento muy muy contenta.
—Y yo me alegro de estar aquí de nuevo —dijo Melita hablando con la verdad. Se arrodilló sobre el suelo para quedar a la altura de Rose Marie.
—Tengo algo que decirte.
—Ya sé de qué se trata. Leonore me lo dijo. Se ha casado con mi papá y ahora es mi mamá.
—Sí, lo soy —asintió Melita con nerviosismo, pues no sabía si la niña iba a resentir el que tomaran el lugar de su madre. Rose Marie la volvió a abrazar.
—Ahora tengo un papá y una mamá como los demás niños. ¿Nunca se va a ir, verdad?
—Nunca. Quizá algunas veces tu papá y yo salgamos de viaje, pero siempre regresaremos.
Rose Marie la abrazó con fuerza y Melita sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas por lo que dijo rápidamente.
—Si corres a la calesa encontrarás que hay un paquete para ti. Es grande y está bajo el asiento.
Rose Marie lanzó un grito de alegría y corrió escalera abajo mientras Melita se quitaba el sombrero y se alisaba el cabello. Por un momento sintió temor de pasar a la otra habitación donde Eugenie había llevado la ropa.
Nunca había visto dónde dormía el conde, pero sabía que era en la habitación que la servidumbre llamaba la alcoba principal.
Tenía conocimiento de que consistía en dos dormitorios y una sala de estar con ventanas, que daban al mar y al jardín donde el conde la había besado.
El recuerdo de Madame Boisset y la suerte que le esperaba, la angustiaban, pero a la vez se sentía tranquila por el hecho de que no habría recriminaciones ni palabras hirientes.
Ahora el conde no tendría que explicar que ya no era válido el testamento que Madame había obligado a Cecile a redactar, tampoco tendría que acusarla de haber causado su muerte.
Era como si la luz del sol hubiera borrado todas las sombras y ahora no hubiera nubes en el firmamento.
Melita bajó lentamente por la escalera. No pensaba entrar en el salón donde suponía que el conde aún conversaba con el doctor, sino a otra habitación más pequeña para salir al portal a buscar a Rose Marie.
La puerta del salón estaba abierta y el doctor se había marchado. Rose Marie se encontraba a solas con su padre, desenvolviendo la enorme caja que le había comprado en St. Pierre.
—¡Es muy bonita, papá! —decía Rose Marie—. La muñeca más bonita que jamás he visto. Pero también quiero las que hace Phillippe, aunque no duren mucho tiempo.
—Creo que Phillippe te hizo una muñeca esta mañana, ¿no es así? —preguntó Melita entrando en el salón.
Vio que los ojos del conde se iluminaron al verla.
—Sí —respondió Roes Marie—. Me dio una muñeca que estaba terminando cuando fui a verlo. Me dijo que era una sorpresa para mí y para usted. ¿Se la muestro?
—Sí, querida —asintió Melita.
—La dejé en el portal cuando regresé a la casa —explicó Rose Marie—. Tenía miedo de que se rompiera cuando corrí por la escalera.
La niña salió y el conde le extendió los brazos a Melita.
Ella se le acercó y se sintió segura y protegida como nunca se había sentido antes.
El la abrazó como si supiera lo que estaba pensando. Casi enseguida, Rose Marie regresó con la muñeca.
—Mira, papá, Phillippe me hizo una novia.
La muñeca era exquisita, toda cubierta con hojas blancas procedentes de un arbusto que Melita había visto en el jardín. La cara también era blanca y el cabello dorado.
Los dedos de Melita apretaron los del conde. Pero no fue sino hasta por la noche que pudieron hablar tranquilamente y a solas.
El conde condujo a Melita hacia el árbol de pomme d amour donde le había declarado su amor.
Ella llevaba puesto su vestido de novia y a la luz de la luna, se veía etérea, como parte intrínseca de las flores y las fragancias de la noche.
Caminaron por el jardín, en silencio hasta llegar al árbol.
—Han ocurrido tantas cosas desde la última vez que estuvimos aquí —murmuró Melita.
—Mis sueños se han convertido en realidad —dijo el conde—. Tú eres mi esposa, Vesonne es mío una vez más y los dos estamos rodeados por un aura de felicidad.
—Yo siento lo mismo —respondió Melita mirándolo a los ojos—. Me siento tan agradecida que temo preguntar qué ha ocurrido; y sin embargo, hay tantas cosas aún sin aclarar. Tantas cosas misteriosas para las que no parece haber una explicación.
—¿Te importa? —preguntó el conde—. Estamos juntos, eres mía y te amo más allá de las palabras.
Melita suspiró.
—Todo es maravilloso y perfecto, pero quizá tengo un poco de… miedo.
Una vez más él adivinó sus pensamientos.
—¿Del vudú? —preguntó—. Olvídalo, mi amor. Si como dicen los negros, es posible atraer a los espíritus de los muertos, los espíritus que ellos traen son los que nos merecemos.
Sabía que Melita lo escuchaba con interés y continuó:
—Una persona buena atrae espíritus buenos, y una persona mala, a los perversos. Por lo tanto, el vudú no debe preocuparte, mi amor, pues tú eres tan buena que no hay nada malo en ti.
—Pero es… magia —murmuró Melita.
El rió suavemente y volvió la cara hacia ella.
La única magia que debe preocuparnos —dijo él—, es la magia del amor, la que tú has traído y por la cual estoy atado a ti, es un hechizo que me ha capturado y que me ha convertido en tu prisionero por toda la eternidad.
Melita hubiera respondido, pero los labios de él se posaron sobre los de ella y no le fue posible pensar en nada que no fuera en la emoción que le recorría el cuerpo.
Sabía que lo excitaba y sentía que una excitación similar sacudía todo su ser.
El la apretó con mayor fuerza y para Melita el mundo y el firmamento desaparecieron.
Ya no había bosque, ni estrellas, ni luna. Sólo existía la maravilla de los labios del conde, el palpitar de sus corazones y la necesidad del uno por el otro.
Esto era el amor.
Esto era la magia más allá de cualquier otra magia. El amor que desecha todo mal.
FIN