Capítulo 5
Melita despertó cuando Eugenie entró apresuradamente en su habitación.
—¡Mademoiselle, mademoiselle!
Sobresaltada, se dio cuenta de que se había vuelto a dormir después de que Jeanne la despertara.
No había sido sino hasta después de la aurora cuando había logrado conciliar el sueño.
Ahora, con los ojos medio cerrados miró a Eugenie y le preguntó:
—¿Qué hora… es?
—¡Hay problemas! ¡Problemas fuertes! —exclamó Eugenie.
—¿Qué ha ocurrido?
Eugenie comenzó a hablar en francés entrecortado hasta que por fin Melita pudo entender lo que había ocurrido.
Rose Marie se había despertado muy temprano para ir, aún en pijama, a buscar su muñeca al cuarto de estudios.
Eugenie la había encontrado y como la niña se negó a regresar a la cama, la vistió y le sirvió el desayuno.
La sirvienta, como tenía que supervisar al resto del personal de la casa, dejó sola a Rose Marie.
Pero en cuanto bajó a la planta baja se encontró con una tremenda conmoción.
Uno de los capataces había insistido en ver a Madame Boisset para informarle que uno de los gallos de pelea había desaparecido. Melita interrumpió a Eugenie.
—¿Madame Boisset cría gallos de pelea?
Sabía que las peleas de gallos eran el deporte favorito de la Martinica. Había oído decir que las peleas se celebraban de noviembre a junio en todo el país. Contaba con muchos aficionados quienes apostaban fuertes cantidades de dinero.
Durante el viaje, un oficial del barco le había dicho:
—Los gallos de pelea son cuidados y alimentados por sus dueños y se cree que les dan drogas secretas. Les afilan los espolones, les cortan las plumas y tienen aspecto muy fiero antes del inicio de una pelea.
Melita había decidido que aquello era algo que no deseaba ver y no podía comprender cómo una mujer culta como Madame Boisset podía interesarse en un deporte tan cruel.
Y por supuesto, comprendió al instante lo que le había sucedido al valioso gallo de Madame.
El capataz, según Eugenie, también comentó que durante la noche había escuchado los tambores del vudú pero que había tenido miedo de salir a investigar. Sin embargo, con la falta del gallo, estaba seguro de que habían llevado a cabo una ceremonia de vudú.
Madame Boisset había explotado en ira y ordenó que Leonore, quien era conocida como la mambó, de los esclavos, fuera azotada.
Melita se asustó al escuchar esto, pues su padre le había contado acerca de lo crueles que eran estos castigos.
El esclavo, desnudo, era atado de pies y manos sobre una plataforma de madera. Luego era colocado en un ángulo de veinticinco grados para facilitar el trabajo del verdugo.
—Siempre se lleva a cabo en público —le había contado sir Edward—, pues es también un escarmiento para los demás.
La idea de que azotaran a una mujer tan vieja como Leonore la llenó de horror.
—Le darán veinte latigazos —explicó Eugenie—. Morirá.
—¿Cómo es posible que permitan algo así?
—Eso no es todo, mademoiselle.
—¿Qué más ocurrió? —preguntó Melita saltando de la cama.
—¡Los esclavos han tomado a la pequeña Rose Marie como prisionera!
Melita se paralizó.
—¿Qué has dicho?
Eugenie repitió sus palabras.
Aparentemente, cuando la niña se quedó sola, decidió ir en busca de Phillippe para pedirle que le hiciera otra muñeca.
Se dirigió a las cabañas de los esclavos y en aquel momento ellos se enteraron de que Leonore, su mambó, iba a ser azotada.
Todos los esclavos se concentraron en el área y construyeron barricadas a su alrededor.
Esto ocurrió en un instante, pues actuaban como poseídos. El capataz había corrido en busca de Madame Boisset para preguntarle qué acción debía tomar.
Cuando ella bajó al jardín, las barricadas ya habían sido erigidas y los hombres se negaban a entregar a Leonore.
Detrás de las barricadas estaban fuera del alcance del látigo de los capataces y la única manera de hacerlos salir era con armas de fuego.
Según Eugenie, Madame Boisset estaba a punto de dar la orden de disparar cuando se enteró de que Rose Marie se encontraba entre ellos.
Los esclavos comprendieron que tenían un valioso rehén y se negaron a dejar salir a Rose Marie a menos que se llegara al acuerdo de no castigar a Leonore.
Cuando supo todo lo que estaba ocurriendo, Melita dijo:
—El conde debe saber lo que está sucediendo.
—Monsieur salió muy temprano; mademoiselle.
—Entonces tenemos que mandar a buscarlo —indicó Melita—. ¿Hay alguien en los establos que sepa montar?
—Sí, mademoiselle, Jacques. El ejercita los caballos cuando monsieur no está.
—Entonces dile que vaya lo más rápido que pueda hasta Ajoupa Bovillón —dijo Melita—. Allí encontrará al conde. Pídele que regrese lo antes posible.
—Iré a hacerlo —asintió Eugenie.
Salió de la habitación y Melita escuchó sus pasos apresurados por el pasillo.
Terminó de vestirse y tomando su sombrilla, salió de la casa y se dirigió hacia el jardín.
En lo alto de la colina, descubrió el vestido rojo de Madame Boisset y se percató de que hablaba con cuatro de los capataces.
Era obvio que aún estaba furiosa, porque desde lejos podía escuchar su voz chillona que aumentaba de tono con cada palabra.
En el centro de la colina había un pilar sobre el cual se erguía una cruz.
Llegó junto a la colina pero no subió, le dio la vuelta y se dirigió directamente hacia las barricadas que habían sido erigidas frente a las cabañas de los esclavos.
Casi había llegado junto a éstas cuando Madame Boisset advirtió su presencia.
—¿A dónde se dirige, mademoiselle? —preguntó.
Melita no respondió y Madame Boisset gritó:
—¡Mademoiselle… le estoy hablando! ¡Venga acá de inmediato!
Melita había llegado ya a la barricada y podía ver varios pares de ojos que la miraban por entre los troncos.
Un hombre de edad se levantó y le dijo:
—Váyase, mademoiselle. No venga aquí.
—Si la pequeña mademoiselle es un rehén, yo debo estar con ella, así que entonces yo también soy su rehén.
El hombre la miró sorprendido y ella recordó haberlo visto la noche anterior sentado, con los ojos cerrados, junto a Phillippe en el claro del bosque.
—Déjeme entrar —rogó Melita.
Con voz baja, para que nadie más pudiera escuchar, añadió:
—He mandado a buscar al conde. No se rindan hasta que él regrese.
El hombre entendió lo que le decía y sonrió.
Extendió su mano y ayudó a Melita a subir por encima de los troncos.
Cuando cruzó la barricada escuchó a Madame Boisset que gritaba en el paroxismo de la ira.
—¡Regrese, mademoiselle! ¿Cómo se atreve a comportarse así? Si recibe un balazo cuando disparemos contra esa gente, será culpa suya y de nadie más.
Melita ni siquiera volvió la cabeza. Era consciente de que Madame Boisset no se atrevería a disparar mientras Rose Marie estuviera entre los esclavos.
Le ayudaron a bajar y en ese momento Rose Marie corrió hacia ella proveniente de la cabaña de Phillippe.
—¡Mademoiselle! ¡Mademoiselle!
Se lanzó a los brazos de Melita y está le preguntó:
—¿Tienes miedo?
—No. No tengo miedo —contestó Rose Marie con orgullo—. La prima Josephine está muy disgustada, pero está mal querer golpear a la pobre Leonore. Ella es demasiado vieja, ¿no es cierto, mademoiselle?
—Demasiado vieja.
—Venga a ver a Phillippe —suplicó Rose Marie—. Está haciendo una muñeca muy bonita.
Melita se preguntó qué habría sido de la muñeca con vestido rojo que habían utilizado en la ceremonia la noche anterior. Pero se dijo que su deber primordial en aquel momento era mantener a Rose Marie tranquila.
Estaba segura de que no habría violencia y como confirmación a sus pensamientos, escuchó la voz de uno de los capataces que gritaba.
—No recibirán agua ni alimentos y cuando tengan hambre y sed, saldrán como perros. Entonces veremos quién manda aquí.
Sintió que la mano de Rose Marie apretaba la suya.
—¿Vamos a tener mucha hambre, mademoiselle?
—No por mucho tiempo —repuso Melita tranquilizándola—. Tu papá vendrá pronto y él tampoco querrá que le hagan daño a Leonore.
—La prima Josephine está furiosa —dijo Rose Marie—, y se molestará también con papá si interviene.
—El sabrá exactamente lo que hay que hacer —respondió Melita confiada.
Sabía que los esclavos esperarían su regreso con tanta ansia como ella.
Phillippe estaba sentado en la puerta de su cabaña con un montón de hojas a su lado y detrás, dentro de la choza, se encontraba Leonore. Melita entró.
—Todo saldrá bien, Leonore —dijo—. Cuando el conde sepa lo que ha sucedido, regresará y no permitirá que la castiguen.
Leonore miró a Melita con sus penetrantes ojos que aún parecían jóvenes. Después de un momento exclamó:
—¡Usted vio!
Melita asintió.
—Sí, yo vi —respondió—. Los tambores me llamaron y seguí su sonido.
Hubo un silencio. Entonces Leonore habló:
—Usted encontrará felicidad.
Se dio la vuelta como si no tuviera nada más que decir.
Melita se quedó mirándola, preguntándose cómo era posible que una mujer tan vieja supiera tanto. Sin embargo, no dudaba de que Leonore sabía que ella había estado presente en la ceremonia la noche anterior y que también intuía lo que ella y el conde sentían el uno por el otro.
Sin embargo, hubiera sido un error hacer preguntas.
Melita se sentó junto a Rose Marie mientras Phillippe tallaba el coco que se convertiría en el cuerpo de la muñeca.
Le contó a ambos algunos cuentos que había aprendido desde su niñez y cuando terminaba una narración, Rose Marie aplaudía y pedía que le contara más.
Los dos niños estaban completamente absortos en los cuentos.
Sólo Melita era consciente de los esclavos que se acurrucaban detrás de las barricadas y de Madame Boisset y los capataces que los vigilaban desde la colina.
Poco a poco el calor fue aumentando y Melita comprendió lo que sería el tener que vérselas sin agua por mucho tiempo. Ésta era traída del arroyo que corría bajo la rueda del molino.
Uno por uno, los esclavos regresaron a sus cabañas para beber la poca agua que quedaba.
—Me pregunto cuándo habrán comido por última vez —dijo ella con voz alta olvidándose de que Phillippe era mudo.
Fue Leonore quien le respondió:
—Comemos a mediodía y cuando termina el trabajo.
—Entonces nadie tiene hambre todavía.
—Siempre tenemos hambre —respondió Leonore—. Madame da muy poca comida.
Melita apretó los labios.
Parecía increíble que Madame Boisset, con la enorme fortuna de Cecile a su disposición, privara a los esclavos de la alimentación necesaria.
«Es lo que debí esperar», pensó.
Los niños pequeños habían sido encerrados en sus cabañas por los padres como medida de precaución ante el peligro. Pero ahora comenzaron a salir poco a poco y cuando Melita los vio comprendió que estaban demasiado delgados para su edad.
Y si antes había sentido desprecio por Madame Boisset, ahora la odiaba.
Nada podía ser tan cruel como el privar a los niños de los alimentos básicos.
Leonore no dijo nada, pero Melita tuvo la sensación de que la anciana podía leer sus pensamientos y sabía perfectamente lo que estaba pasando por su mente.
Después de algunos minutos Melita preguntó:
—¿Qué comen ustedes?
—Pescado salado.
—¿No comen pescado fresco?
—No. El pescado salado viene de América.
Melita estuvo segura de que éste debía ser más barato que el pescado fresco.
—Monsieur nos, daba puerco asado, cocos, cangrejo y pimientos, pero eso ya se acabó.
Melita percibió el hambre reflejada en la voz cascada de la anciana.
Como no deseaba molestar a Rose Marie, continuó con sus cuentos, recitando poesías infantiles y tratando de recordar cosas que a ella le habían gustado cuando tenía la misma edad.
Fue un poco después del mediodía cuando Rose Marie dijo, apartándose el cabello de la frente:
—Tengo sed, mademoiselle. Quiero beber algo.
Melita pensó que ella podía haber dicho lo mismo.
Las cabañas de los esclavos estaban rodeadas de árboles, por lo que la brisa del mar no les llegaba.
Tenía los labios secos y cada vez se le hacía más difícil poder hablar.
—Tu papá llegará pronto, querida —dijo para consolarla.
En ese momento su corazón dio un vuelco al ver una nube de polvo a lo lejos. Poco después vio un jinete que se acercaba a gran velocidad.
El conde cabalgó directamente hasta la colina y detuvo su caballo. Madame Boisset acababa de regresar. Melita se percató de que llevaba en la mano algo que a ella le pareció una pistola.
—¿Qué está sucediendo aquí? —gritó el conde en voz tan alta, que todos lo escucharon.
—Así que has regresado, Etienne —respondió Madame Boisset con frialdad—. Quizá puedas ejercer tu autoridad para recobrar a tu hija de manos de estos criminales que la tienen como rehén.
—¿Y por qué han hecho eso? —preguntó el conde.
—Porque se han rebelado —respondió Madame Boisset y no dudes por un momento que los rebeldes serán castigados… severamente y el líder será ejecutado. ¡De eso me encargo yo!
Melita se dio cuenta de que hablaba para intimidar a los esclavos que la escuchaban.
—Si esto es una rebelión, lo que dudo, me gustaría saber por qué se suscitó.
Desmontó del caballo, le dio las riendas a uno de los capataces y se dirigió hacia la barricada.
Al llegar junto a ella, el hombre que había ayudado a Melita se puso de pie.
—¿Cuál es el problema, Frederic? —preguntó el conde.
—No vamos a dejar que azoten a Leonore, monsieur. Es muy vieja. Ella es nuestra mambó.
—Por supuesto que es muy vieja —respondió el conde—. Y que quede bien claro que yo no permitiré que se azote a nadie en mi finca mientras ésta me pertenezca.
Por un momento, pareció como si los esclavos no hubieran entendido lo que acababan de escuchar, pero entonces, un grito de aprobación surgió de entre ellos y todos se pusieron de pie.
—¿Me permiten pasar? —preguntó el conde—. Deseo hablar con mi hija.
Varias manos se pusieron en movimiento y pronto apareció una apertura.
Rose Marie corrió hacia su padre.
—¡Papá, papá! —gritó rodeándolo con los brazos—. Te tardaste mucho y tengo sed. Quiero algo para beber.
—En ese caso debemos buscarte algo —contestó el conde.
Miró hacia Melita y los ojos de ambos se encontraron. Sin necesidad de palabras le dijo lo bien que había hecho en mandarlo a buscar y lo agradecido que estaba.
Ella se le acercó.
—Los esclavos tienen hambre y sed —le informó ella con voz baja—. No les dan la suficiente comida. Si ves a los niños te darás cuenta de que están muy delgados.
La cara del conde reflejó la ira que lo invadió.
En silencio tomó a Rose Marie en sus brazos y caminó hacia los capataces que lo esperaban en la base de la colina.
Madame Boisset había desaparecido.
—Repartan raciones triples para todo el mundo —dijo—, y nadie trabajará hasta que hayan comido. ¿Está claro?
—Sí, monsieur.
Se volvió hacia los esclavos que estaban quitando las barricadas.
—Dejen eso hasta que se hayan alimentado —les ordenó—. Y manden a las mujeres por agua. Todos necesitamos un trago.
Los esclavos volvieron a gritar entusiasmados. Entonces, él esperó a que Melita estuviera a su lado y con Rose Marie todavía en brazos, se dirigieron hacia la casa.
—Vine en cuanto supe lo que había ocurrido —explicó el conde—. No esperaba encontrarte entre los esclavos, pero debí suponer que estarías con Rose Marie.
Su voz fue como una caricia a los oídos de ella.
—Mademoiselle nos contó cuentos muy bonitos —dijo Rose Marie—. A Phillippe también le gustaron aunque él no pueda decirlo.
Como si de pronto recordara la razón por la que Rose Marie había estado ahí, continuó:
—La prima Josephine me quitó la muñeca que Phillippe me regaló. Debes decirle que Phillippe puede hacerme otra. Me gustan las muñecas que él me hace.
—Se lo diré —prometió el conde y su voz parecía triste.
Pero aquella tarde no habló con Madame Boisset.
A la hora de la comida, hubo sólo tres a la mesa. Madame Boisset se había retirado a su habitación.
Cuando terminaron de comer y Eugenie vino para llevarse a Rose Marie a dormir, el conde le dijo a Melita:
—No puedo esperar a mañana. Salgo para St. Pierre ahora mismo. Cuanto más pronto termine esta horrible situación, será mejor.
—Tienes razón —respondió ella.
Sintió que no podría soportar otra escena entre Madame Boisset y el hombre a quien amaba.
—Regresaré lo más pronto que pueda, lo sabes.
—Estoy segura de que tendrás éxito —respondió Melita—, y aunque sea poco lo que logres obtener prestado, será suficiente. El le sonrió y no fue necesario decirle cuánto lo amaba. Permanecieron mirándose hasta que, haciendo un esfuerzo, el conde se dio vuelta y tomando sus guantes y su sombrero se dirigió hacia los establos.
Melita subió a su habitación.
Hoy no tenía motivo para salir al jardín o para mirar los árboles del pomme d amour.
Había amor en su corazón, en sus pensamientos, en ti aire que respiraba. Amor por un hombre que había cambiado toda su existencia desde el primer momento en que se conocieron.
«¡Lo amo!».
Todo su ser parecía agitarse al ritmo de la melodía de los vientos y su música vibraba en sus oídos.
Cuando Rose Marie despertó, Melita tocó el piano. Después, dieron un paseo por el jardín para ver las cotorras y darle de comer a los monos.
Rose Marie tenía muchas preguntas que hacer y Melita no tenía intención de darle clase formal.
Cuando regresaban a la casa, la niña le dijo:
—Me pregunto, ¿dónde escondería mi muñeca la prima Josephine? ¿Por qué no tratamos de encontrarla?
—Hoy no, querida —respondió Melita—. Vamos a esperar a que regrese tu papá. Entonces él le dirá que puedes tener otra muñeca y ya no tendrás que esconderla.
—Eso le dará a Phillippe tiempo para hacerme una muy especial, ¿no es así? —dijo Rose Marie.
—Sí, una muy especial —asintió Melita.
Después de cenar Rose Marie se mostró dispuesta a irse a la cama.
Besó a Melita afectuosamente y preguntó:
—¿Sabe muchos cuentos, mademoiselle?
—Muchos más.
—¿Y me los va a contar?
—Pero no todos de una vez. Quizá aprendas a leer algunos por ti misma —sonrió Melita.
—Eso me gustaría —respondió la niña—. Me encanta tenerla aquí, mademoiselle.
—Y a mí me encanta estar aquí —respondió Melita diciendo la verdad.
* * *
Eugenie le informó que Madame la esperaba para cenar. Estaba segura de que iba a ser una velada muy desagradable, pero no podía negarse.
Bajó por la escalera sintiendo que cada paso le costaba un gran esfuerzo.
Para sorpresa suya, Madame Boisset, que se encontraba parada junto a una de las ventanas, la miró sonriendo.
—Buenas noches, mademoiselle —saludó con voz agradable—. Pensé que como vamos a estar solas esta noche, debíamos acompañarnos una a la otra. Le he servido una copa de madeira. Espero que acepte mi compañía.
Si a Melita la sorprendió la actitud de Madame, la sorprendió aún más ver que sobre una mesa frente al sofá había una copa con madeira.
Había otra copa que sin duda era para ella, estaba colocada frente a la silla en la que se había sentado la noche anterior.
A ella no le gustaba el madeira, pero era imposible rehusarse. Madame Boisset estaba a punto de sentarse en el sofá cuando Eugenia entró en la habitación.
—La cena está ser… —comenzó a decir, y súbitamente, con un grito, señaló al otro extremo del salón.
—¡Una serpiente, Madame! ¡Una serpiente!
Madame Boisset se volvió de inmediato.
—¿En dónde? ¿En dónde? —preguntó—. ¡Espántala, Eugenie!
Ella miraba hacia el rincón que Eugenie había señalado; y ante la sorpresa de Melita, cuando la sirvienta pasó frente a la mesa, cambió las copas.
Todo ocurrió con tanta rapidez, que Melita no podía creer que la copa de Madame estaba ahora frente a ella y viceversa.
—No veo la serpiente —decía Madame.
—Ahí está, Madame. La veo —insistió Eugenie—. Pero no se preocupe. Los hombres la matarán por la mañana.
—Me dan horror —exclamó Madame dándose la vuelta para sentarse en el sofá.
—Supongo, mademoiselle, que le habrán informado que aquí en la Martinica existen serpientes muy venenosas, sobre todo la Fer-de-Lance, que es mortal.
—La cena está servida, Madame —interrumpió Eugenie.
—Pues no debemos dejar que se enfríe —dijo Madame—. Beba su madeira, mademoiselle y después pasaremos al comedor.
Mientras hablaba, bebió el contenido de la copa que tenía frente a ella y Melita se forzó a beber la suya antes de seguir a Madame.
Mientras cenaban, se le hizo difícil creer que Madame era la misma persona que se había comportado tan grosera y desagradable con ella desde su llegada.
Ahora hablaba amablemente sobre la isla y acerca del padre de Melita y de su carrera. También sobre la Emperatriz Josefina y le describió a Melita su casa en Trois Llets.
—Mi tía conocía muy bien a la familia —decía Madame, y Josefina siempre tuvo fama, desde joven, de ser una mujer frívola y coqueta.
—Por supuesto que tuvo una carrera muy distinguida —señaló Melita.
—Napoleón, a pesar de todos sus triunfos, no era más que un corso —respondió Madame.
Melita pensó que su padre se hubiera reído ante su actitud.
—Cuando Josefina tenía diez años, una adivina le pronosticó que sería Reina de Francia —señaló Madame.
—¿Cree usted en las adivinadoras, Madame? —preguntó Melita.
—Algunas veces —respondió Madame—, pero la mayoría, no son más que unas mentirosas y charlatanas.
—En el caso de la Emperatriz Josefina, la predicción resultó cierta.
—Una adivina me dijo en una ocasión que… —comenzó a decir Madame pero se detuvo.
Melita esperó.
—No tiene importancia —dijo Madame, después de un largo silencio—. No se ha realizado aún.
Melita supuso qué era lo que Madame había querido decir, pero no se atrevió a preguntar más.
La cena fue muy sencilla y una vez en el salón, Melita hizo una reverencia.
—Gracias, Madame. Buenas noches.
—Buenas noches, mademoiselle. Hemos tenido una conversación muy agradable.
—Sí, muy agradable, Madame —respondió Melita, sin embargo, se sintió confundida.
¿Por qué razón había cambiado Madame? No era posible pensar que ella hubiera estado de acuerdo con su comportamiento durante los eventos del día.
Tampoco era posible que no se hubiera molestado al ver la forma como el conde le había concedido la victoria a los esclavos recompensándolos con raciones extras de comida.
Aceptar todo aquello con calma, era contrario al carácter de Madame. Y Melita trató de evitar pensar que en todo aquello había algo siniestro.
Era obvio que Madame habría querido enviarla de regreso a Inglaterra. Y su comportamiento de ese día hubiera sido el pretexto perfecto.
Sin embargo, Madame Boisset se había portado de una forma encantadora.
«Es algo que no me puedo explicar», se dijo Melita.
Deseaba fervientemente hablar con el conde para decirle lo que había ocurrido y pedirle una explicación.
El, seguramente ya se encontraba en St. Pierre y quizá ya había tenido oportunidad de ir al banco. Melita rezó para que tuviera éxito en sus gestiones.
Dado que él y su familia eran muy conocidos, sin duda el banco le tendría confianza. Sin embargo, sería un error pedir una cantidad muy grande de dinero pues a la larga podría resultar contraproducente.
Tendrían que arreglárselas con poco y aunque ella no sabía nada sobre cultivos, los que había visto a su llegada le parecieron sanos y abundantes.
De lo que sí estaba segura era de que a pesar de que fueran muy pobres, jamás privarían a los esclavos de una alimentación adecuada.
Al llegar al piso superior, Melita se dirigió primero al salón de clases para recoger los juguetes.
Se asomó a la habitación de Rose Marie y vio que la niña dormía profundamente.
Se acercó para arroparla y fijó la vista en el retrato de su madre que estaba colgado en la pared detrás de la cama.
Las dos eran muy parecidas.
Y la voz que había escuchado en labios de Leonore la noche anterior podría muy bien haber sido la de Rose Marie.
Melita se alejó y se dirigió a su habitación.
Encendió las velas junto a su cama y al darse vuelta se sorprendió al descubrir que sobre una mesa al otro lado de la habitación, había una muñeca.
Era de las que hacía Phillippe y ella pensó que la habrían puesto allí para que se la diera a Rose Marie. Pero al acercarse y examinarla, se dio cuenta de que el vestido no le era desconocido.
Extrañada admitió que la muñeca representaba a la persona cuyo retrato acababa de ver.
¡Era Cecile! De eso no cabía la menor duda.
Tenía la cara blanca con cabello color café y el vestido blanco de amplio escote era igual al del retrato que estaba sobre la cama de Rose Marie.
Melita se quedó mirando a la muñeca sin comprender. ¿Por qué le habría hecho Phillippe una modelo de Cecile? Estaba segura de que la idea no había sido del niño, sino de su abuela Leonore a quien Melita sentía que nada se le podía ocultar. ¿Por qué? ¿Por qué?
La pregunta se repitió una y otra vez en su mente, mientras observaba la muñeca.
El arte de Phillippe era innegable. La muñeca era exquisita y era difícil pensar que en una semana más o menos, las hojas se marchitarían poniendo fin a su creación.
Melita se quedó un buen rato mirando a la muñeca y por fin comenzó a desvestirse.
Tenía pensado leer un poco, pero las emociones de ese día la habían agotado y cansada por todas las inesperadas sorpresas que se habían sucedido una a la otra, culminando con la extraña conducta de Madame Boisset aquella noche, decidió dormirse.
Ya no quería pensar más y exhausta, Melita se volvió para apagar las velas. Al hacerlo, sintió la presencia de la muñeca en la habitación. Y, atemorizada se acurrucó entre las almohadas en la oscuridad.
Se despertó de pronto con la sensación de que alguien la había llamado.
De inmediato sus pensamientos volaron a Rose Marie.
Recordó que la noche anterior había sentido el tam tam de los tambores.
De repente, escuchó con claridad que alguien le decía:
—Mira detrás de la pintura.
Era la voz de Cecile la que hablaba. La misma voz que había oído en el bosque en labios de Leonore.
Melita se sentó en la cama sintiendo que el corazón iba a salírsele del pecho.
—Mira detrás de la pintura.
Las palabras sonaron claras y con naturalidad. Era evidente que alguien las había pronunciado. ¿Pero quién?
Decidió actuar de inmediato.
De maneta casi automática se levantó de la cama.
La habitación estaba a oscuras. Abrió la puerta y se dirigió a la alcoba de Rose Marie.
Al entrar percibió una agradable fragancia a flores y al acercarse a la cama, Rose Marie se movió y habló en sueños.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Melita permaneció inmóvil.
Los ojos de la niña estaban cerrados. De pronto se abrieron y se fijaron en el retrato.
¿Era su imaginación o la figura de Cecile resplandecía de verdad? Sintió también la presencia de alguien en la habitación, de alguien a quien no podía ver.
Como si se sintiera obligada a obedecer las instrucciones que le habían dado, apartó el marco de la pared.
Nada sucedió y con la otra mano palpó la parte posterior de la pintura. Sintió que allí había algo.
Tiró nuevamente y aquello se desprendió quedando en su mano. A pesar de la oscuridad, se percató de que se trataba de un papel y un sobre.
Esto era sin duda lo que ese ser invisible la instaba a buscar. Rose Marie no se movió cuando ella abandonó la habitación. Encendió las velas y miró lo que había encontrado detrás del cuadro.
Había un pedazo de papel doblado en dos y un sobre sellado donde aparecía escrito el nombre de Etienne.
Melita experimentó una extraña sensación cuando desdobló el papel y lo acercó a una vela.
La caligrafía era parecida a la de un niño.
Marzo 3, de 1839
Yo, Cecile Marie Louise, Condesa de Vesonne, declaro que éste es mi último y verdadero testamento.
Dejo todo cuanto poseo a mi amado esposo, Etienne, Conde de Vesonne.
Cecile Besonne
Al calce de la firma decía:
Eugenie —ésta es su señal. Jeanne— ésta es su señal.
Junto a cada uno de los nombres había una cruz.
Melita se quedó mirando lo que acababa de leer y luego cerró los ojos.
¡Sus oraciones habían sido escuchadas y Etienne había sido salvado, tal como lo había deseado Cecile!