Capítulo 6
Melita se vistió con ropa de montar.
Lo hizo sin encender las velas, pues el cielo comenzaba a clarear y las estrellas ya habían desaparecido.
Pronto amanecería.
Con mucho cuidado se dirigió a la habitación de Rose Marie.
La sirvienta dormía muy cerca de la niña por si la necesitaba durante la noche.
Melita se abstuvo de llamar a la puerta, pues no quería que Madame Boisset se despertara y se enterara de lo que estaba a punto de hacer. Abrió la puerta con cautela y vio a Eugenie dormida en un catre al lado de Rose Marie.
Al tocarle el hombro la mujer despertó de inmediato.
—No hagas ruido —murmuró Melita—. Necesito tu ayuda, Eugenie.
La muchacha se levantó y se puso una bata sobre los hombros.
—Escucha —dijo Melita—. Tengo que ir de inmediato a St. Pierre para encontrar al conde. ¡Es muy importante y necesito un caballo!
—La llevaré a los establos, mademoiselle. Espéreme abajo. Iré enseguida.
Melita se volvió hacia la puerta y Eugenie le dijo:
—No se preocupe por Madame. Ella duerme profundamente. Anoche me llamó alrededor de la una. Tenía un dolor fuerte de estómago. Le di unas hierbas y ahora dormirá un buen rato.
Melita pensó que por lo menos no tendría que preocuparse por ella, mientras caminaban hacia los establos, le hizo algunas recomendaciones a Eugenie.
—Cuida a Rose Marie, Eugenie. Regresaré lo más pronto posible.
—No se preocupe —respondió la sirvienta—. Madame no sabrá que usted se ha ido.
Melita dudó aquello, pero lo que le importaba era alejarse antes que los demás despertaran.
Llamaron a Jacques, quien de inmediato ensilló un caballo tordillo muy brioso que en otra ocasión hubiera emocionado a Melita, pero ahora lo que interesaba era encontrar al conde para mostrarle lo que había descubierto escondido detrás del retrato de Cecile.
Jacques la ayudó a montar el caballo y acomodando su falda sobre la silla, Melita se dirigió hacia St. Pierre.
Un solo camino conducía al pueblo, por lo que no le sería difícil llegar.
Antes que. Vesonne se perdiera de vista, salió el sol, borrando las sombras y sus temores.
Ahora todo estaba envuelto en un aura dorada que Melita sospechaba se debía en parte a su propia felicidad.
Pronto el caballo se acomodó a un buen paso y Melita calculó que llegaría a St. Pierre en dos horas y media.
En realidad le tomó un poco más y el divisar el pueblo desde una colina, comprendió lo grande que éste era y lo fácil que le sería perderse por sus calles.
Se detuvo ante el primer anciano que vio y le preguntó si podía indicarle el camino hacia el Chateau Vesonne. Sabía que ése era el nombre de la casa donde los padres de Etienne habían vivido después que salieron de Vesonne-des-Arbres.
Ella no tenía idea de dónde estaba y temió que iba a tener que preguntar muchas veces antes de poder encontrarla.
Pero el conde era más conocido de lo que se imaginaba, pues el anciano señaló hacia la izquierda diciendo:
—Adelante de la catedral, Madame. Es una casa grande. No puede equivocarse.
La catedral con sus torres blancas, que Melita había visto desde el barco cuando entró en el puerto, era un punto muy fácil de localizar ya que sobresalía por encima de los demás edificios.
Aunque era muy temprano, las calles estaban llenas de gente y las mujeres ataviadas con vestidos de brillantes colores, llevaban canastas con frutos en la cabeza.
Los hombres, que cargaban bultos de una a otra parte, usaban sombreros de ala ancha de paja.
Había burros que transportaban diversos productos y caballos que tiraban de carros de madera repletos de piña y caña de azúcar recién cortadas.
Del otro lado de la catedral había menos movimientos debido a que las casas a ambos lados del camino eran más grandes y lujosas.
Cada una tenía su propio jardín lleno de flores y Melita se preguntó cuál sería la del conde.
Adelante, sobre una pequeña colina, se erguía una casa que era diferente a todas las demás.
Su jardín brillaba con buganbilias y los altos cipreses parecían centinelas guardando la entrada.
La casa había sido construida siguiendo la arquitectura de un castillo francés pero, como las otras casas del pueblo, tenía un portal.
No había necesidad de preguntar si aquél era el lugar que buscaba. Estaba segura de que ése era el hogar del conde y al pasar frente a las rejas de la entrada vio el escudo de armas de Vesonne.
Había un camino angosto que conducía a la puerta principal a la que se llegaba subiendo unos escalones.
Ahora que había llegado a su destino, Melita ya no tenía prisa, pero a la vez, no estaba muy segura de lo que debía hacer.
Permaneció en el caballo preguntándose si debía desmontar y hacer sonar la campana para anunciarse.
De repente apareció un hombre prominente de la parte posterior de la casa a quien ella reconoció como el lacayo que había viajado con el conde en su calesa.
El la miró sorprendido y enseguida se aproximó.
—Buenos días, mademoiselle —saludó sonriendo.
—Buenos días.
Ahora que había visto una cara conocida, se sentía más segura de sí misma.
Desmontó y se dirigió hacia la puerta, pero antes que llegara apareció un hombre de edad, de cabello blanco, ataviado con la filipina propia de un sirviente.
—¿Se encuentra el señor conde en casa? —preguntó Melita.
—Monsieur está desayunando, mademoiselle.
Melita entró en el vestíbulo. Como era costumbre en aquel lugar tan cálido, las puertas estaban abiertas y pudo ver que afuera, en uno de los portales, se encontraba el hombre a quien buscaba.
El conde se encontraba leyendo el periódico, pero algo le hizo levantar la cabeza y la descubrió.
Ella atravesó el salón corriendo y cuando él se hubo incorporado ya ella había llegado a su lado.
—Melita, mi amor, ¿qué haces aquí?
—Oh, Etienne, tengo algo para ti, algo tan maravilloso que todavía dudo que sea cierto.
—¿Cabalgaste hasta aquí tú sola? —preguntó preocupado.
—Sí… sí —asintió Melita impaciente—, pero no fue difícil. Tenía que verte y no podía esperar.
Se desabotonó la chaqueta de montar y extrajo los documentos que había encontrado detrás del cuadro. Se los entregó, él los tomó automáticamente sin apartar los ojos de su rostro.
—No puedo creer que estés aquí —dijo él—. He estado pensando en ti toda la noche.
—Lee lo que te he traído —insistió Melita—. ¡Lee los papeles!
El sonrió ante la impaciencia de ella y desdobló el pedazo de papel, donde Cecile había escrito su testamento. Se le quedó mirando y una vez que lo hubo leído, lo leyó de nuevo.
—¿Tú encontraste esto? —preguntó después de un prolongado silencio.
—Sí… yo lo encontré. Te diré lo que sucedió en un momento, pero primero dime, ¿es legal?
La duda de que el documento no tuviera validez la había preocupado durante todo el trayecto a St. Pierre.
El examinó la fecha.
—Este testamento fue redactado dos días después de que se elaborara el anterior —dijo él.
—Tenía esperanzas de que así fuera —observó Melita.
Como si la noticia hubiera sido demasiado para ella, se sentó en la silla más cercana a la mesa del desayuno.
El conde depositó el testamento de Cecile sobre la mesa y contempló el sobre cerrado.
—¿No has leído esto?
—No. Viene dirigido a ti.
El tomó un cuchillo de plata, abrió el sobre y sacó un papel. Leyó su contenido lentamente, mientras Melita lo observaba.
En silencio, se lo entregó. Melita lo tomó y se dirigió al otro extremo del portal para leerlo, apoyándose en uno de los postes de hierro. Temerosa, fijó la vista en el documento.
Mi querido esposo:
Josephine me obligó a firmar un testamento perverso en el cual yo le cedo toda mi fortuna. Sé que hice mal pero no pude evitarlo. Lo siento mucho. Para enmendar este error, he redactado otro testamento el cual permanecerá oculto para que ella no lo encuentre.
Perdóname,
Tu devota esposa,
Cecile.
La escritura era clara pero más abajo continuaba con letra irregular y muchos errores:
Creo que Josephine trata de asesinarme. Me dio a beber un vaso de madeira que me hizo sentir muy mal. Durante la noche tuve fuertes dolores.
Hoy me pidió que bebiera otro vaso del mismo licor y como me negué, me ofreció una taza de café que me supo muy extraño. Me obligó a beber un poco. Tengo miedo, mucho miedo, pues estoy segura de que ella quiere que yo muera. ¡Sálvame Etienne! Sólo tú puedes salvarme. Y si tú no regresas pronto será demasiado tar…
La escritura se volvió un garabato y luego aparecía una gran mancha como si la pluma hubiera caído sobre el papel.
Melita levantó la vista.
Ahora sabía la razón por la que Madame Boisset se había portado tan amable la noche anterior y por qué le había ofrecido una copa de madeira.
Pero Eugenie había cambiado los vasos y había sido Madame Boisset quien se sintió mal durante la noche.
Todo aquello era insólito; sin embargo, sabía que se había salvado de ser asesinada.
—Etienne —susurró ella—. Hay algo que debo decirte.
Pero al verlo, comprendió que sufría. No podía soportar la idea de que su infantil esposa hubiera muerto asesinada porque Josephine Boisset lo deseaba a él.
Melita comprendió que lo que ella quería decirle, lo tranquilizaría.
Cecile había regresado de la tumba para salvarlo de los planes perversos de su prima, utilizando a Leonore como medio para expresarse. Había sido Cecile quien la despertara para indicarle dónde se encontraba oculto el testamento.
Por un momento Melita sintió que era demasiado joven e inexperta para sobrellevar esa situación.
No obstante comprendió que lo único que importaba era apoyar al conde porque ella lo amaba.
Se quitó el sombrero de montar y acercándose a Etienne, colocó su mano en la de él.
—Tengo algo que decirte —le dijo—. ¿Por qué no vamos al jardín? Creo que sería más fácil hablarte entre las flores y a la sombra de los árboles.
El no respondió, pero ella lo tomó de la mano como a un niño y lo condujo hasta una balaustrada de mármol sombreada por las palmas.
Desde allí, se apreciaba el mar y a la derecha se erguía Mount Pelée medio oculto por nubes blancas.
Con la mirada fija en el mar, le contó todo cuanto había ocurrido desde que él la besó bajo los árboles.
Cuando le habló sobre la ceremonia de vudú que había presenciado en el bosque, apretó los dedos ligeramente, pero no habló. No interrumpió su narración ni le hizo preguntas.
Sólo cuando le dijo que Madame Boisset le había ofrecido una copa de madeira, pero que Eugenie había cambiado las copas, se puso rígido.
Ella continuó su relato, diciéndole que había encontrado la muñeca de Phillippe en su habitación y que de inmediato se dio cuenta de que era una réplica de Cecile.
—Cuando desperté, escuché una voz que me decía que buscara detrás del cuadro —dijo Melita—. Era la misma voz que había oído en el bosque. Una voz parecida a la de… Rose Marie.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Al entrar en la habitación de la niña, ella murmuró «mamá, mamá» y tuve la sensación de que había alguien más en la habitación.
Guardó silencio tratando de recordar todos los detalles.
—El retrato que está sobre la cama parecía despedir destellos luminosos… pero cuando encontré lo que estaba detrás del cuadro, ella se había… ido.
Hubo un largo silencio.
—Me es difícil creer lo que sucedió y sin embargo, encontraste el testamento y la carta —dijo el conde.
—Sí, los encontré.
El conde suspiró profundamente:
—Me siento culpable —manifestó entristecido—, por no haber alejado a Josephine cuando debí hacerlo. Sabía que su influencia era dañina para Cecile, pero como estaba tan ocupado, no quería que estuviera sola, además, había vivido con su prima toda su vida.
—Te entiendo —respondió Melita—. Pero mi querido Etienne… el arrepentirse no puede cambiar lo que ya sucedió. Tenemos que pensar en el futuro… tanto por tu bien como por el de Rose Marie.
El conde se enderezó.
—Como de costumbre, tienes razón —dijo—. El futuro es lo que cuenta, no sólo para nosotros, sino también para quienes han vivido y trabajado en Vesonne.
—No fue sino hasta ayer cuando me di cuenta del mal trato que reciben los esclavos y el hecho de que hayan, pasado hambre es algo que jamás perdonaré.
—Sólo comían pescado salado —le indicó Melita.
—¡Mi padre se hubiera puesto furioso! El siempre insistió en que la comida de los esclavos fuera variada.
—Leonore me dijo que tú les dabas cangrejo, carne de puerco, coco y pimientos.
El conde sonrió.
—¿Volverán a alimentarse de esa manera cuando regreses? —inquirió Melita.
—Sí, gracias a ti, mi amor.
—Te equivocas, todo ha sido obra de Cecile y de Leonore.
El conde no respondió, pero Melita sabía que en su fuero interno era consciente de que ellas lo habían salvado. Después comentó.
—Los esclavos de Barbados son libres.
—Desde 1834.
—¿Por qué los de aquí no?
—Porque los franceses son muy cautos. Sin embargo, no creo que tarden mucho en darles su libertad.
—¡Espero que sea pronto! —exclamó Melita.
—Los hacendados están convencidos de que será un desastre económico para ellos —observó el conde—. Sin embargo, en Antigua ocurrió todo lo contrario.
—¿Qué sucedió? —preguntó Melita.
—Se volvieron más ricos de lo que habían sido antes.
Cuando se alejaron del portal, Melita llevaba consigo la carta y el testamento de Cecile, y ahora, mientras hablaban, se los entregó.
—Creo que debes llevar esto de inmediato con un abogado para asegurarte de que este testamento pone fin a todo el daño que ha originado el anterior.
—Lo haré —asintió el conde—, y estoy seguro de que no habrá dificultades. El abogado que se encargaba de los asuntos de mi padre y míos se sorprendió mucho al leer el otro testamento. Pero no podía hacer nada al respecto.
—Ve a verlo ahora —le urgió Melita—. No estaré tranquila hasta que esté segura de que este documento es válido. Después de todo, Eugenie y Jeanne no pudieron escribir sus nombres.
El conde sonrió.
—En este país, una señal es válida, pues muy pocos saben escribir. Y creo que la carta que me dejó Cecile, prueba que Josephine debe estar trastornada.
Abrazó a Melita oprimiéndola contra su cuerpo.
—Oh, mi amor. Si te hubiera asesinado a ti también, no creo que yo hubiera podido seguir viviendo.
—Fue Eugenie quien me salvó —explicó Melita—. Quizá siempre supo la verdad sobre la muerte de Cecile. Me pregunto por qué no había dicho nada.
—Supongo que no dijo nada porque pensó que sería muy difícil que yo le creyera —respondió el conde—. Josephine lo hubiera negado rotundamente y la palabra de un blanco tiene más peso que la de un negro.
—Sin duda Eugenie decidió guardar silencio para cuidar a Rose Marie a quien ha querido desde que nació.
—¿No correrá ningún peligro? —preguntó Melita asustada.
—¡Eugenie jamás permitirá que le hagan daño a Rose Marie! —exclamó el conde con seguridad—. Además nosotros no tardaremos en regresar.
El no besó a Melita. Sólo la sostuvo muy cerca de sí.
Oprimió su mejilla contra el cabello de ella y le dijo con voz baja.
—Iré a ver al abogado ahora. Ya no tengo por qué acudir al banco a solicitar el préstamo.
—¿Todavía no lo habías hecho?
—Lo pedí, pero me dijeron que tenían que discutir el asunto y que me darían la respuesta hoy.
Melita comprendió que debía haberle sido difícil tener que pedir dinero.
Pero ahora, a menos que algo saliera mal, él era el dueño de una fortuna enorme.
El conde se puso de pie.
—Ven, mi amor —dijo él—. Te llevaré a casa y mientras estoy fuera, toma un baño y descansa.
Miró la ropa que llevaba puesta.
—Mi hermana dejó algunos vestidos en su habitación el año pasado. Quizá te sirva algo. Recuerdo que comentó que eran demasiado ligeros para llevárselos a Suecia donde vive con su esposo.
Cuando llegaron a la base de la escalera, el conde besó la mano de Melita y llamó a un lacayo para que trajeran su calesa.
Melita subió a la habitación que había sido de la hermana del conde y se dio cuenta de que estaba exhausta. No sólo por la larga cabalgata, sino por la tensión y el temor de que no podría escapar de Vesonne.
Una doncella le preparó el baño y después de haberse refrescado, se vistió con un traje de muselina floreada que encontró colgado en el guardarropa.
Le quedaba grande de cintura, pero Melita lo ajustó con una banda de seda azul del color de sus ojos. Luego procedió a arreglarse el cabello.
A pesar de que había tardado mucho en su arreglo personal, cuando terminó, el conde aún no había regresado.
Bajó al salón a esperarlo, se sentó en un sillón y agobiada por el intenso calor, se recostó adormilada.
Miró a su alrededor y vio que la habitación era amplia y amueblada al estilo francés. También se dio cuenta de que las cortinas y los Forros de los muebles estaban desteñidos y que la alfombra estaba muy gastada.
«Las paredes necesitan pintarse», pensó. «Todo se deteriora rápidamente con tanto calor».
Si el testamento de Cecile era válido, el conde tendría dinero suficiente para llevar a cabo todos los arreglos necesarios aquí y en Vesonne.
«El es tan… maravilloso», se dijo entrecerrando los ojos.
Se quedó dormida y cobró conciencia cuando sintió que alguien la despertaba dándole besos.
Al abrir los ojos descubrió al conde arrodillado a su lado besándola apasionadamente.
Sintió que un oleaje de fuego la recorría. El conde la abrazó con fuerza fijando sus ojos en ella.
—¡Mi maravilloso amor! ¡Todo está bien! Los abogados dicen que no hay duda de que el último testamento de Cecile anula todo cuanto pudo haber firmado antes. ¿Cómo podré agradecértelo, preciosa mía?
La volvió a besar y Melita no pudo pensar en otra cosa que no fuera en aquella sensación que él despertaba en ella y que la hacía sentir como si vibrara con el sol.
—¡Te amo, te amo! —le decía el conde.
Por fin, como si se hubiera obligado a hacerlo, él la soltó y se puso de pie para mirarla.
—La comida ha estado lista hace más de una hora.
Melita se puso de pie. Lo amaba tanto que le resultaba difícil entender lo que le decía.
El extendió los brazos y la estrechó.
—Tengo planes para esta tarde —dijo—, pero vamos a comer primero.
—La doncella me trajo un poco de café cuando me estaba bañando —dijo Melita—, sin embargo, me estoy muriendo de hambre.
—Entonces disfrutarás la comida —sonrió él—, y eso es importante porque no tenemos mucho tiempo.
—¿Regresamos a Vesonne?
—Hoy no —respondió él—. ¡Vamos a casarnos!
—¿Casarnos?
Los ojos de Melita se abrieron desorbitados.
—Casarnos —repitió el conde—. ¿Piensas que voy a dejar que te apartes de mi vista o de mi vida por un momento? Ya has pasado por suficientes peligros y no me sentiré seguro hasta que seas mi esposa.
Contempló halagado el radiante rostro de Melita un instante.
—¿Voy demasiado aprisa para ti, mi amor?, mi preciosa y adorable niña. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sabes que yo deseo… ser tú… esposa —respondió Melita.
—Estaba seguro de que así era cuando me entrevisté con el alcalde. Tanto que hice arreglos para que la ceremonia tenga lugar en la catedral.
Melita apoyó su mejilla sobre el hombro de él. No era posible encontrar palabras para describir la felicidad que sentía.
—Y como sé que una boda es algo muy importante para una mujer, una de las razones por la cual me demoré tanto es que fui a comprar tu vestido de novia.
—¡Un vestido de novia! —exclamó Melita.
—Espero que te quede bien —respondió él—. Pero ahora lo primero que tenemos que hacer, es comer, La comida es muy importante.
El la llevó al comedor y Melita comió lo que sin duda eran platillos exóticos y deliciosos, porque no le encontraba sabor a la comida. Lo único que disfrutaba en ese momento eran los ojos del conde que la miraban y que, con cada palabra, le expresaba su amor.
Bebieron un poco de champaña y después subieron a sus habitaciones para prepararse para la ceremonia nupcial.
—Arréglate para que estés muy bella, mi amor —pidió él—, aunque no creo que sea posible que te veas más bonita de lo que estás ahora.
Melita rió de felicidad.
Al entrar en su habitación, encontró a la doncella que le había preparado el baño y a la cocinera, listas para atenderla.
Ya habían desempacado el vestido que el conde le había comprado en el pueblo y Melita pudo ver que era muy bello.
La falda estaba confeccionada con varias capas de tul blanco que nacían de una cintura diminuta, las mangas también estaban hechas de la misma manera y el corpiño acentuaba las curvas de su cuerpo.
Había un velo hecho del mejor encaje de Bruselas y que la vieja cocinera le informó, había pertenecido a la familia Vesonne durante varias generaciones. Para la cabeza había una corona ceremonial hecha de flores de naranjo naturales.
Melita pensó que nunca había llevado algo que le quedara tan bien.
Y al mirarse en el espejo descubrió en su rostro una suavidad y una espiritualidad que no había tenido antes.
—¡Déjame verte! —exclamó el conde desde la puerta y al darse vuelta, reconoció que si ella se veía bien él estaba magnífico.
Llevaba puesto el traje de gala tradicional que los franceses usan cuando se casan. Su atuendo parecía darle mayor personalidad y autoridad.
Parecía más alto y ella pensó que sin duda se debía a que, por primera vez en muchos años, no se sentía oprimido por la ansiedad e incertidumbre al futuro.
—Mademoiselle está radiante, monsieur —murmuró la vieja cocinera acercándose a Melita.
—Sí, radiante —asintió el conde y dijo a Melita con voz baja:
—¡Más bella de lo que jamás pensé que pudiera verse una mujer!
Tomó su mano y se la llevó a los labios y ella sintió que una sensación de deleite le recorría el cuerpo. Entonces él la guió escaleras abajo, donde los esperaba la calesa.
Era descubierta, pero para protegerlos del sol, habían colocado un dosel blanco adornado con un galón de seda.
El conde la ayudó a subir y sorprendida, encontró sobre su asiento, un hermoso ramo de orquídeas blancas.
—¡Son exquisitas!
—Como tú, mi adorable niña —comentó el conde.
El lacayo soltó los caballos y se subió a la parte posterior del coche. El conde puso la calesa en marcha y se dirigieron hacia el ayuntamiento, donde hicieron una declaración de matrimonio frente al alcalde que se veía radiante con las condecoraciones que su cargo ameritaba y una banda tricolor.
Después de recibir sus felicitaciones, pues ante la ley ya eran marido y mujer, se dirigieron hacia la catedral.
Hacía fresco dentro del gran edificio, las velas parpadeaban frente a las imágenes de los santos y el altar de la capilla de Nuestra. Señora estaba rebosante de flores.
Un sacerdote los estaba esperando y como Melita no era católica, la misa fue muy breve.
Sin embargo, a ella le pareció que había sido acompañada por un coro de ángeles y su corazón se elevó en una plegaria de gracias. ¡Se estaba casando con el hombre que amaba!
Escuchó al conde repitiendo el juramento y supo que él se dedicaba a ella como ella lo hacía con él.
Rezó por ser una buena esposa y porque su padre supiera lo feliz que era.
No podía pensar en nada más que no fuera en el hombre que estaba arrodillado a su lado y en el anillo que le había colocado en el tercer dedo de la mano izquierda.
Al salir de la catedral se encontraron con que una muchedumbre se había reunido afuera.
Una boda siempre era algo que llamaba la atención, pero la mayoría de la gente reconoció al conde y lanzaron vivas, deseándoles suerte, mientras que las mujeres y los niños les arrojaban flores.
Regresaron a la casa y allí los sirvientes aguardaban para saludarlos y felicitarlos. La champaña los esperaba en el salón.
Cuando finalmente estuvieron a solas, el conde miró el reloj que estaba sobre la chimenea y abrazando a Melita, le dijo:
—Ven, mi amor:
Ella lo miró sorprendida. La llevó a través del vestíbulo, escalera arriba y a lo largo del pasillo, hasta que abrió la puerta de un cuarto al final de éste.
Entraron en una habitación con tres ventanas con vista al jardín y al mar, pero lo que más llamaba la atención era una enorme cama tallada en madera dorada, drapeada con sedas que caían de una corona al estilo de las camas reales de Versalles, y en la cabecera, sobre un fondo de terciopelo azul, estaba bordado el escudo de armas de Vesonne.
—Mi padre la trajo de Francia —explicó el conde—. Hace muchos años estaba en Vesonne, la regresaremos allá, adonde pertenece.
Cerró la puerta y se acercó a Melita para tomarla en sus brazos.
—Por fin puedo decirte cuánto te amo y que eres mía, como lo fuiste desde el primer momento en que te vi. Mía total y completamente. ¡Mi esposa!
Sus labios se posaron sobre los de ella y sus besos fueron apasionados, exigentes y obstinados.
Había en ellos un fuego que no habían tenido antes y Melita sintió que una llama se encendía dentro de ella y deseó que la siguiera besando.
Quería que la apretara con más fuerza, pero él separó sus labios de los de ella para quitarle la corona y el velo. Los arrojó sobre una silla y envolviéndola de nuevo en sus brazos, comenzó a desabrochar los botones del vestido.
Ella lo miró dudosa y como de costumbre, él supo en lo que estaba pensando.
—Estamos en territorio francés, mi amor —dijo él—. ¿Sabes lo que cinq-á-sept quiere decir en Francia?
Melita sabía que había escuchado la frase pero no pudo recordarlo.
—Hoy perdimos la siesta —dijo el conde—, y para un francés en Europa, de las cinco a las siete de la tarde es la hora reservada para el amor.
—Yo pensaba que era… un momento para… el descanso.
—¿Crees que voy a dejarte descansar?
La volvió a estrechar en sus brazos y después de un momento ella sintió que el vestido se deslizaba de sus hombros hasta el suelo. Enseguida siguieron las enaguas y entonces el conde la levantó en sus brazos.
Con sus labios sobre los de ella y despertando una respuesta salvaje en su corazón y en su alma, la llevó hacia el enorme lecho ancestral.
* * *
Había refrescado y las sombras comenzaban a oscurecer el jardín cuando por fin Melita se movió.
—¿Estás despierto? —susurró.
—Me resulta imposible dormir con tanta felicidad —repuso el conde.
—¿Te hice… feliz?
—Sabes que sí, mi dulce amor.
El largo cabello rubio de ella caía sobre su rostro y él lo apartó para besarla con delicadeza, primero en los ojos, después en la frente y finalmente en el lóbulo del oído.
—¿Podría haber alguien más perfecto? —preguntó él.
—Yo no sabía que… el amor… podría ser tan maravilloso.
—Tengo tanto que enseñarte, mi preciosa.
Al decir eso, dejó escapar un suspiro.
—Es más, tenemos tanto que darnos uno al otro, que mil años no serían suficientes.
—Eso mismo pensaba yo —musitó Melita—, y jamás debemos perder nuestra felicidad.
—Eso sería imposible —respondió él—. Como ya te he dicho, tú eres parte de mí y somos inseparables. Estamos unidos espiritual y físicamente. Nada nos separará y aun en la muerte seguiremos juntos.
El sintió que Melita se estremecía.
—Olvida al menos esta noche, todo cuanto te he hecho temer. Mañana nos enfrentaremos a lo que se presente con valor, con benevolencia y con comprensión. ¡Pero esta noche es nuestra!
Le besó los labios y preguntó:
—¿Qué te gustaría hacer en tu noche de bodas, mi amor? ¿Te gustaría visitar St. Pierre, bailar, o escuchar música?
Melita lo miró asustada, pero se dio cuenta de que estaba bromeando.
—No… Yo sólo deseo estar… contigo.
—Eso es lo que quería escuchar —respondió él—. He ordenado la cena y deberá estar lista muy pronto. Quiero que esta noche nos parezca muy corta porque te estaré haciendo el amor.
Melita se ruborizó y ocultó el rostro.
—Me haces… sentirme abochornada —murmuró.
El puso sus dedos bajo su mentón y le levantó la cara.
—Eres como una flor que se abre al sol. El sol que es parte de mi amor.
Ella se acercó un poco más a él y le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a cenar aquí —contestó él—, pero no en el comedor sino en el boudoir aquí junto. Espero que te guste lo que encontrarás allí. La besó de nuevo y continuó:
—En el ropero encontrarás algo muy especial para que te lo pongas. Lo compré junto con tu vestido de novia.
—¿Está aquí, en esta habitación? —preguntó Melita.
—Ahora es tu habitación, mi amor —respondió el conde—. Ésta es la, habitación más importante de la casa y a quién más iba a pertenecer sino a Madame, la condesa.
—Eso no me parece… que sea… yo —protestó Melita.
—Pero sí lo eres —respondió—. ¡Mi condesa, mi esposa, mi mujer… mi amor! Desde que te vi parada bajo el árbol de pomme d amour supe que si no podía tenerte no deseaba seguir viviendo. Pero ahora que lo he logrado, mi vida está completa. Tú eres todo cuanto yo había soñado y deseado.
Melita lo miró.
—Cuando salí de Inglaterra —dijo—, no sabía que navegaba hacia la felicidad… hacia un paraíso que poca gente tiene el privilegio de encontrar en la tierra.
—Eso es lo que deseo que sientas —declaró el conde—, que estamos juntos en el edén que es Vesonne.
En ese momento pensó que Madame Boisset era la serpiente en el jardín del Edén. Pero decidió olvidar a esa mala mujer en aquel momento de felicidad.
El conde ya se había dado cuenta de lo que estaba pensando.
—Olvídate de ella —dijo suavemente—. Cuando nos estaban casando en la catedral, yo le di gracias a Dios no sólo por ti y por haber, sido tan afortunado en la vida, sino también porque El nos dirige y el bien siempre triunfará sobre el mal.
—Quiero estar segura de eso —murmuró Melita—. Quiero que ambos hagamos lo que es bueno y correcto y que le demos felicidad a todos los que nos rodean.
—Lo haremos —exclamó el conde y fue como una promesa. Salió dejando a Melita sola y una vez que terminó de arreglarse, miró en el ropero.
Allí encontró el negligé más exquisito que jamás había visto. Estaba confeccionado en chiflón y supo que él lo había elegido porque su color le recordaba las flores del árbol de pomme d amour.
El remate de las mangas y de la bastilla del negligé eran de plumas blancas, tan suaves y delicadas que podían haber sido los pétalos de las flores.
Era casi transparente y aunque tenía un camisón para ponerse debajo, Melita se sintió ataviada de manera muy atrevida cuando se dirigió hacia la puerta del boudoir.
Sabía que el conde la estaba esperando, pues lo había oído hablar con los sirvientes y cuando abrió la puerta y lo descubrió le fue imposible hablar.
—¡Eres la viva imagen del amor! —exclamó él.
Melita se dio cuenta de que el cuarto estaba lleno de flores. Había muchas que no conocía, también había orquídeas blancas como las que llevó en su ramo de novia, Algunos floreros estaban repletos de flores del pomme d amour.
Tomó al conde de la mano para sentir su contacto y preguntó.
—¿Hiciste todo esto para mí?
—Es un digno complemento para tu belleza —respondió él—. Como ya te dije, tú eres como una flor.
Ella lo miró con los ojos llenos de luz y lo hubiera besado, pero en ese momento los sirvientes entraron con la comida.
Era una cena que jamás olvidaría. Una cena en la cual su felicidad parecía refulgir al igual que el vino que bebían.
Calando terminaron, permanecieron conversando durante un buen rato hasta que aparecieron las estrellas y la luz de la luna iluminó las olas que se rompían en la playa.
Fue entonces cuando Melita sintió que estaban aislados en una isla para ellos solos. Una isla de flores.
Era una isla secreta de ellos dos, a donde nadie podía llegar. Era su lugar particular, el lugar donde estaban juntos y donde nada podría separarlos.
Finalmente, el conde se levantó de su silla y condujo a Melita hacia la ventana.
Ambos permanecieron allí contemplando la luz de la luna y después de un rato, él dijo:
—Hoy hemos comenzado una nueva vida juntos. Una vida que creo nos traerá mucha felicidad, mi amor. Habrá altas y bajas, dificultades y problemas, eso es inevitable, pero estoy seguro de que el amor que sentimos en uno por el otro, crecerá y se fortalecerá con el paso de los años.
—Estoy segura de ello —murmuró Melita.
—Hoy en la iglesia me propuse dedicarme a hacerte feliz —dijo el conde—. Antes fallé al no lograrlo con otros, pero tú eres diferente.
Le besó el cabello y dijo solemnemente:
—Por ti y por tu felicidad, derribaría las puertas del cielo y bajaría a los infiernos. ¡No hay nada que yo no hiciera por ti!
—¡Yo te… amo! —exclamó Melita—. Pero con estas tres palabras no puedo expresar lo que siento por ti. Tú me has enseñado un nuevo mundo, me has mostrado nuevos horizontes que yo ni siquiera sabía que existían.
Apoyó su cabeza sobre el hombro de él y suplicó:
—Ayúdame a no fallarte, ayúdame a darte todo cuanto tú deseas de una… mujer.
—No sólo de una mujer sino de mí mismo —respondió el conde—. Ya somos uno solo, Melita, y si tu éxito es mío entonces mi fracaso también será tuyo.
Sonrió y la oprimió contra su pecho.
—¡No habrá fracaso! Sólo habrá amor entre nosotros, amor y comprensión desde ahora hasta la eternidad.