Capítulo 6

Esa noche, cuando cenaban en el comedor, el marqués pensó que Mina estaba pálida, pero muy hermosa.

Había estado pensando, mientras se vestía, en la terrible impresión que debía haberle causado escuchar el disparo, y después, ver morir a la cierva ante sus ojos.

Sin embargo, su conducta contrastaba de manera asombrosa con el comportamiento melodramático de Lady Bartlett y de una larga lista de mujeres que había conocido.

Ahora, debido a que estaba decidido a borrar de su mente el triste recuerdo de lo sucedido, el marqués habló sobre los temas que a ella más le interesaban, incluyendo los países extranjeros que él había visitado y las cosas que había visto, en distintos lugares de la tierra, que de alguna manera estaban relacionados con la historia.

Le habló de la Esfinge, de los Jardines Colgantes de Babilonia y del Taj Mahal, que él consideraba como una de las construcciones más hermosas que había en la Tierra.

Al describir todas ésas. Maravillas, disfrutaba viendo la atención con que Mina lo escuchaba, con los ojos levantados hacia los suyos y la respiración casi contenida, como si no quisiera perder una sola palabra.

Se dijo que amaba no sólo la belleza de su rostro, sino también la dulzura de su personalidad, la cual sentía vibrar con mayor intensidad a cada momento que pasaba con ella.

El marqués calculó cuánto tiempo más tendría que esperar antes de poder hablar con Mina de su amor. Y comprendió que le sería muy difícil estar a solas con ella, como lo habían estado durante las últimas semanas, sin revelarle la intensidad de sus sentimientos.

«¡Es perfecta!» se decía, cada vez que ella le dirigía una leve sonrisa cuando la divertía o la conmovía algo que él había dicho.

Tal vez debido a que la muerte seguía presente en sus pensamientos, a pesar de sus esfuerzos por olvidarla, la conversación giró hacia la otra vida que todas las religiones parecían prometer.

Hablaron de los Campos Elíseos de los griegos, del Valhala de los vikingos, del Nirvana de los budistas, del Jardín del Islam de los musulmanes, del Tien de los chinos y del mar de zafiros y las arpas de oro del Paraíso cristiano.

Mina tenía algo que decir sobre cada uno de ellos. Entonces, por fin, como si no pudiera contener lo que estaba en su mente, el marqués dijo:

—Y, desde luego, para todos los hombres y mujeres comunes y corrientes, el verdadero paraíso es estar con la persona amada.

Sin pensar, Mina miró a través del comedor hacia donde estaba el retrato de Barbara Castlemaine, la amante del Rey Carlos II.

No dijo nada, pero sus ojos eran muy reveladores.

—Creo que eres lo bastante inteligente —dijo el marqués, con voz casi aguda—, como para darte cuenta de que estaba hablando de un tipo muy distinto de amor.

Ella volvió la cabeza para mirarlo y él continuó diciendo:

—Has leído mucho y has pensado todavía más. Así que sabes, tan bien como yo, que para todo hombre existe la elección entre un amor que es completamente físico y uno que es espiritual, sagrado, y que, aunque él nunca lo mencione, se encuentra oculto en un santuario secreto dentro de su corazón.

Como la voz de él era profunda y sincera, los ojos de Mina se agrandaron para mirarlo con fijeza, y después de un momento preguntó:

—¿Eso… es verdaderamente… cierto?

—Puedo jurarte que es la absoluta verdad; aunque un hombre no encuentre nunca a su mujer ideal, pasa la vida buscándola.

Observó que Mina sólo estaba convencida a medias y comprendió que sus pensamientos continuaban girando en torno a su madrastra y a Eloise Bartlett.

—Un hombre es humano, Mina —continuó el marqués—, y en su viaje a través de la vida, las mujeres son como hermosas flores que decoran su camino. Debido a que son bellas y fragantes, es un instinto natural cortarlas y hacerlas suyas. Pero, desde luego, cuando ellas se marchitan, como también se marchitan las flores, las abandona.

Mina lanzó un leve suspiro y él supo que ella se daba cuenta de lo que le estaba diciendo. Continuó:

—Pero todo hombre anhela encontrar el verdadero amor, como el del Shah Jehan, que cuando la mujer que amaba más que a la vida misma murió, la inmortalizó en el Taj Mahal. Entonces se hizo construir él mismo una tumba cercana, porque aun muerto, quería estar cerca de ella.

Le pareció que la expresión de los ojos de Mina se suavizaba. Había un brillo especial en su rostro, como si la forma en que él hablaba la hiciera ver la belleza y el significado del Taj Mahal.

Puesto que el marqués tenía mucha experiencia en lo que a mujeres se refería, no presionó más sobre el asunto, y continuó hablando de otras cosas, hasta que salieron del comedor, donde habían permanecido más tiempo que de costumbre, y se dirigieron al salón.

Mientras hablaban, las estrellas habían comenzado a salir y el crepúsculo era sólo un leve brillo en el horizonte. A través de las ventanas se veían los grandes robles que llenaban el parque de sombras misteriosas.

Mina fue hacia la ventana abierta y salió a la terraza para contemplar los prados que descendían hacia el lago.

Su rostro se volvió hacia el tranquilo lugar donde había estado tratando de domesticar al corzo y donde esa mañana había visto morir a la cierva.

El marqués siguió la dirección de sus ojos y de sus pensamientos. Después de un momento observó:

—Como has tenido un día pesado, Mina, te sugiero que te retires temprano. Estoy planeando algo muy emocionante para mañana, y no me gustaría que te desvelaras esta noche.

Ella se volvió hacia él con ansiedad y la luz de las estrellas pareció reflejarse en sus ojos al exclamar:

—¿Algo emocionante? ¿Qué es?

—Es un secreto —contestó él—. Si te lo digo ahora, vas a quedarte despierta pensando en lo que vamos a hacer, y lo que yo quiero es que duermas bien.

—¡Una sorpresa! ¡Me parece muy emocionante!

—Espero que así lo consideres; pero primero tenemos que hacer que Firefly haga ejercicio.

—Usted sabe bien cuánto me gusta montarlo.

—Y él te quiere mucho también, Mina —contestó el marqués—, como te quieren las palomas, los pájaros y los ciervos. Tú has traído mucho amor a Vent Royal, Mina.

—Ése es el cumplido más hermoso que he recibido en mi vida —exclamó ella—, y gracias por ser tan bondadoso y… tan… comprensivo.

Hubo un leve sollozo en su voz y él adivinó que estaba pensando en el momento en que la cierva había muerto y ella buscó, instintivamente, refugio en sus brazos.

—Espero ser siempre eso para ti —dijo con voz tranquila—. Y ahora, buenas noches, Mina.

Inclinó la cabeza con intenciones de besar su mejilla, como lo habría hecho con una niña en las mismas circunstancias. Entonces, de algún modo, que él no supo cómo sucedió, Mina se volvió a mirarlo y ambos se movieron al mismo tiempo.

En lugar de su mejilla, los labios del marqués encontraron los de ella y los sintió suaves, dulces e inocentes como él esperaba que fueran.

Debido a que tenía una gran fuerza de voluntad y a que amaba a Mina de una forma en que no había amado jamás a una mujer, se contuvo para no rodearla con los brazos.

Durante unos cuantos segundos, o tal vez un siglo, quedaron unidas sus bocas, y el marqués pensó que no podía existir nada más perfecto.

Entonces, con un esfuerzo supremo, levantó la cabeza.

—¡Buenas noches, Mina, hasta mañana! —le dijo, y pensó que su voz tenía una nota extraña y era un poco imprecisa.

Por un momento ella no se movió y sus ojos se clavaron en los de él.

Luego, con la rapidez de un corzo, Mina entró en el salón y desapareció. El marqués se había quedado solo.

Por un momento sólo tuvo conciencia de la sangre que palpitaba en sus sienes y de la sensación de éxtasis indescriptible que recorría su cuerpo.

Se dijo con brusquedad, casi como si él mismo se llamara al orden, que ella era sólo una niña y que así debía considerarla cuando menos por un año más.

* * *

Mientras subía hacia su alcoba, Mina casi no se daba cuenta de que sus pies se movían. Todo lo que podía pensar en esos momentos era en la maravilla del beso del marqués.

Cuando sus labios tocaron los de ella, sintió como si un rayo de sol los atravesara y provocara una sensación diferente a cualquier cosa que hubiera imaginado o soñado nunca.

Al mismo tiempo, era del todo perfecta. Comprendió que sólo podía provenir del cielo y que era el amor sagrado del que el marqués había estado hablando durante la cena.

A pesar de lo mucho que había leído y de que tenía una fecunda imaginación, jamás creyó que el amor pudiera lograr que una persona sintiese que ya no era humana, sino divina.

En un segundo, se había sentido transformada en Afrodita. Ya no era un ser humano, sino una diosa.

Ahora, pensó que podía comprender no sólo lo que el marqués había tratado de explicarle, sino también por qué podía atraer a los pájaros y a los animales hacia ella, de la misma forma en que lo había hecho su padre.

Eran las vibraciones del amor las que creaban la «magia» que los atraía.

Eso era lo que ella había sentido, amplificado un millón de veces, cuando los labios del marqués habían cautivado los suyos.

El la había atraído con su corazón, pensó, como ella atraía a las palomas, al corzo y a Firefly.

¡Era amor! ¡Amor! ¡Amor!

Hasta ese momento no había comprendido que ésa era la explicación de muchas cosas que hasta entonces no había podido expresar en palabras.

Llegó a su dormitorio sintiendo que caminaba en el cielo, y no en la tierra. Encontró que Rose, la doncella que la atendía desde su llegada a Vent Royal, la estaba esperando.

—Subió usted temprano, señorita.

—¿Sí? No sé qué hora es —contestó Mina con aire distraído.

No tenía deseos de hablar y, por alguna razón, le costaba trabajo comprender lo que le decían.

—Hay un telegrama para usted, señorita —continuó Rose—. Acaba de llegar. Debieron traerlo antes, pero el caballo del mensajero se lastimó una pata y el pobre chico tuvo que venir a pie desde el pueblo.

Cruzó la habitación a medida que hablaba.

—No quiso esperar respuesta porque no quería cruzar el parque de noche. Dice que hay fantasmas y duendes acechando bajo los árboles y yo le digo que lo único que hay son ciervos.

—¡Un telegrama! —murmuró Mina entre dientes.

—Sí, señorita. Aquí está —dijo Rose, tomándolo del tocador para entregárselo—. Espero que no traiga malas noticias.

Mina no contestó. Estaba abriendo el telegrama con dedos temblorosos, ya que sabía demasiado bien lo que iba a encontrar en él. No necesitó verificar que provenía de Italia.

Por un momento, las palabras escritas en el delgado papel se tambalearon ante sus ojos. Entonces leyó:

MUY MUY FELICES. IMPORTANTE QUE HAGAS INMEDIATAMENTE LO ACORDADO. TODO ESTA ARREGLADO. CARIÑOS. C. H.

Mina leyó el telegrama varias veces, para asegurarse de que entendía lo que Christine quería decirle.

Ante todo, y lo más importante, era que ya se había casado. Sus iniciales confirmaban eso. En segundo lugar, le estaba advirtiendo que se marchara en el acto, porque sin duda alguna ella iba a informar a su padre sobre su boda con Harry, y Harry, a su vez informaría a los suyos.

«¡Debo irme de aquí!», se dijo Mina, sintiéndose asustada de pronto.

Sabía que no podría soportar las preguntas y reproches que sin duda alguna le dirigirían tanto el marqués como su abuelita cuando se enteraran del engaño.

«¡Debo irme! ¡Debo irme ahora mismo!», pensó con desesperación. —Espero que no sean malas noticias, señorita— repitió Rose.

—Me temo que sí —contestó Mina y su voz no pareció natural—. Rose, necesito tu ayuda.

—Sí, por supuesto, señorita. ¿Qué puedo hacer?

—Debo irme mañana muy temprano —contestó Mina—, pero no quiero alterar a la señora marquesa, que no está bien de salud.

—No, por supuesto que no, señorita.

—Por eso quiero que hagas traer mi baúl y me ayudes a recoger mis cosas.

—¿Esta misma noche, señorita?

—Sí, ahora —contestó Mina con firmeza—, pero no quiero que nadie más se entere de lo que estamos haciendo.

Le pareció que la doncella la miraba de forma curiosa y le explicó:

—Si Agnes se entera de lo que está sucediendo, sabes muy bien que se lo dirá a la señora marquesa, y eso significará que ella se quede despierta toda la noche, preocupada por mí.

—Como siempre, señorita, usted es muy considerada con todos. Yo la entiendo —dijo Rose.

—Entonces, si puedes traer mi baúl aquí, sin que haya ninguna conmoción al respecto, y me ayudas a hacer el equipaje, puedo marcharme mañana a primera hora. Dejaré una nota para la señora marquesa que podrán entregarle más tarde.

—Sí, creo que eso será lo mejor, señorita. Pero ¿y su señoría?

—No quiero que el señor marqués lo sepa tampoco —respondió Mina con firmeza—. La razón es que tengo que marcharme para resolver un asunto de familia y es algo que debo hacer por mí misma, sin ayuda de nadie.

—Tal vez sería bueno que el valet de su señoría le avise, cuando él lo llame.

—¡No, no! —exclamó Mina con vehemencia—. Eso es algo que no deseo que suceda. Prométeme, Rose, por favor, prométeme que no dirás nada a nadie hasta después de que me haya ido.

Rose la miró desconcertada; pero como era una chica de buen carácter, inocentona y no muy lista, aceptó hacer lo que Mina le pedía.

—Muy bien, señorita, si es eso lo que usted quiere —asintió—. Haré que Emily me ayude con el baúl. Es la doncella que duerme conmigo.

—Gracias —dijo Mina—, y, por favor, pide a Emily que no le diga nada a nadie.

—No se preocupe por ella, señorita. Emily puede ser callada como una tumba, cuando quiere.

Rose salió a toda prisa y Mina cruzó la habitación para ir a descorrer las cortinas de una de las ventanas.

Afuera, las estrellas iluminaban el cielo. Podía verlas reflejadas en el lago y le pareció que formaban parte del amor que aún temblaba en sus labios.

Al mirar hacia la oscuridad, Mina comprendió que al alejarse de Vent Royal abandonaba el paraíso.

No eran sólo la casa, los pájaros, los ciervos y la marquesa, que había sido tan bondadosa con ella, los que constituían un verdadero edén para Mina. También era el marqués a quien, de una manera extraña y casi mágica, ella pertenecía ya.

Sus labios se habían encontrado con los de ella y aunque nunca volviera a verlo, sabía que tal como se lo había explicado durante la cena, él viviría por siempre, y para la eternidad, en un santuario que ya había en el corazón de ella.

—Lo amo —murmuró Mina, dirigiéndose a las estrellas.

* * *

Sólo cuando el baúl y la sombrerera estuvieron cerrados, conteniendo la ropa que Christine le había dado, Mina experimentó cansancio.

La emoción que había sentido en la terraza fue alejándose de ella poco a poco, dando paso a una sensación de desventura y dolorosa pérdida.

Después que se fueron las doncellas, se acostó y dejó la cortina abierta, para poder seguir contemplando las estrellas.

Ahora, mientras las miraba a través de los cristales de forma de diamante del gran ventanal, sintió como si ellas también fueran a quedar atrás cuando se marchara de Vent Royal.

«Es como si hubiera sido arrojada del Jardín del Edén», pensó. «Con la única diferencia de que cuando Eva salió de él, Adán iba a su lado. Aun en el mundo hostil al que fueron arrojados, estaban juntos». Entonces comprendió algo, y se dio cuenta de que era muy tonta al no haberlo percibido antes.

Las últimas dos semanas le habían parecido llenas de felicidad, y si cada día había sido más excitante que el anterior, era simplemente porque había estado con el marqués.

Aunque ella se decía que no lo aprobaba, que lo despreciaba, sabía ahora que todo el tiempo, como una plantita que hubiera brotado del suelo, su amor por él había ido creciendo.

No se había dado cuenta de que era amor; pero ahora descubrió que se había enamorado de él desde el momento en que lo vio, cuando resultó tan diferente de lo que ella esperaba, y cuando, al tocarla, había sentido extrañas vibraciones que pasaban de uno al otro.

Se había obligado a continuar sintiéndose escandalizada por la conducta de él con la madrastra de Christine. Y se había sentido aún más escandalizada por lo que Lady Bartlett había revelado; pero ahora eso carecía de importancia frente al hecho de que ella lo amaba.

Podía comprender, como nunca lo había hecho, cómo una mujer podía permanecer leal a un hombre y continuar amándolo sin importar qué crímenes hubiera cometido.

Cuando había leído sobre esposas que esperaban años enteros a que sus maridos fueran liberados de prisión, o de mujeres que habían muerto antes que continuar viviendo sin el hombre que amaban, ella había pensado que jamás haría algo así.

Ahora, como una revelación escrita con fuego, comprendió que, sin reparar en cuántas mujeres hubieran pasado por la vida del marqués y sin importar lo reprensibles que tales idilios pudieran ser, ella no dejaba de amarlo.

«Lo amaría aunque hubiera cometido todos los crímenes que es posible cometer», se confesó a sí misma.

Sintió que todo su ser parecía tender los brazos hacia él, como si le estuviera enviando los pensamientos mágicos de amor que solía dirigir a las aves.

* * *

Cuando las estrellas comenzaron a desaparecer, Mina se levantó y se vistió.

—¿A qué hora te levantas por la mañana? —le había preguntado a Rose.

—Todos tenemos que estar abajo a las cinco en punto, señorita.

—Entonces, tan pronto como bajes, busca a un lacayo y mándalo a la caballeriza a ordenar un carruaje que me lleve a la estación.

—¿Sabe usted a qué hora sale el tren? —preguntó Rose—. Sin duda alguna debe haber uno muy temprano en la mañana —contestó Mina—. Si no es así, esperaré.

—Pero ¿va usted a viajar sola, señorita?

—No hay ningún problema —contestó Mina—. Sólo voy a Londres.

Rose pareció aceptar esta explicación, que no era muy convincente, y Mina no dudó que ordenaría el carruaje, que era todo lo que importaba.

Sólo llevaba unos tres cuartos de hora llegar a la estación más cercana, y calculó que como el marqués casi siempre se presentaba en la caballeriza a las siete y media, seguramente lo despertarían antes de las siete.

Si en esos momentos se enteraba de su partida, sería demasiado tarde para que la detuviera, aunque quisiera hacerlo, lo que a ella le parecía bastante improbable.

Una vez vestida, tuvo tiempo para sentarse ante el escritorio y escribir dos cartas.

La primera era para la marquesa. Mina meditó muy bien cada palabra que escribía con su letra clara y elegante.

«Tengo que marcharme, señora, y pronto se enterará de que no soy quien he pretendido ser; que, en realidad, la he engañado.

»No tengo verdadera disculpa por haber mentido, excepto que lo hice para ayudar a alguien a quien quiero mucho.

»No puedo esperar que me perdone, pero yo siempre pensaré en usted con la más profunda gratitud por todas sus bondades, y la recordaré siempre en mis oraciones.

Mina».

Colocó la carta dentro de un sobre y dirigió éste a la marquesa.

Luego, mirando una hoja en blanco que había puesto frente a ella, se preguntó qué podría decirle al marqués.

Todo lo que hubiera querido escribirle eran dos palabras: ¡Te amo!

Pensó que si lo hacía él se sorprendería mucho, y tal vez se escandalizaría del mismo modo en que lo había hecho ella cuando supo de sus relaciones con Lady Lydford y con Lady Barden.

Para él, ella era sólo una niña… una niña a la que había estado enseñando debido al cariño que sentía por la mujer que él pensaba que era su madrastra.

Mina no tenía deseos de pensar muy a fondo sobre lo que el marqués sentía por Nadine Lydford.

—Mi madrastra lo ama —le había dicho Christine—, de una forma intensa y apasionada.

Mina sintió celos.

Razonó que sus bondades hacia ella y la forma en que había cumplido las instrucciones de Lady Lydford de que fuera educada y cuidada, se originaban en su profundo cariño por la mujer amada, que lo había dejado por la razón de que debía estar con su esposo.

Lady Bartlett era diferente.

El marqués se había cansado de ella y, aunque era muy hermosa, Mina comprendió que ningún hombre podía interesarse mucho tiempo por alguien que actuaba de esa forma indiscreta, sin control alguno.

«Debe ser Lady Lydford a quien él ama en realidad», pensó y decidió que se alegraba de tener que marcharse.

¿Cómo podía soportar amarlo tanto, sabiendo que los pensamientos de él siempre estaban dirigidos hacia otra mujer y que su corazón lloraba su ausencia?

Debido a que el tiempo transcurría y en cualquier momento oiría que Rose llamaba a su puerta para recoger el equipaje, Mina escribió lo primero que acudió a su mente:

«Perdóname, y gracias. Nunca olvidaré».

No firmó la breve nota. Se limitó a meterla en un sobre y a dejar las dos cartas en el escritorio, una al lado de la otra.

Al atravesar el oscuro pasillo siguiendo a los dos lacayos que llevaban su baúl, envió sus pensamientos, porque no pudo evitarlo, hacia donde el marqués dormía.

«Adios», le dijo en silencio. «Adiós. Te recordaré no sólo por el resto de mi vida, sino por toda la eternidad».

Las mismas palabras salieron vibrando de ella mientras permanecía sentada en la pequeña estación del ferrocarril, esperando a que llegara el tren que debía conducirla a Londres.

A esa hora temprana de la mañana había sólo un mozo muy decrépito en servicio, por lo que un lacayo de Vent Royal se quedó con ella para poner su equipaje en el vagón correspondiente cuando llegó el tren.

Como sabía lo que se esperaba de ella, viajó en primera clase, aunque en el fondo de su mente le preocupó el costo del pasaje, que consideraba un despilfarro.

Había dado una generosa recompensa a Rose, y el lacayo que la acompañó en la estación le agradeció mucho la propina que le dio.

—Sentimos mucho que se vaya, señorita —dijo—. Y esperamos que vuelva pronto.

—Todos ustedes han sido muy bondadosos conmigo —contestó Mina.

El agudo silbido del conductor hizo que el lacayo saltara a toda prisa y cerrara la puerta del vagón en el que ella se había instalado: El tren se puso en marcha; desde la ventanilla Mina vio que el lacayo se despedía con movimientos de la mano y le correspondió de la misma forma.

Sintió como si estuviera viendo el último rastro de Vent Royal.

Cuando lo perdió de vista, estaba segura que había perdido para siempre su Jardín del Edén.

A medida que el tren iba cobrando velocidad, se dijo que tenía que pensar en lo que debía hacer.

Ya había decidido que no iría a Roma, al menos por el momento. Estaba segura de que Christine le estaba pidiendo que se reuniera con ellos sólo por bondad; pero ahora que ella y Harry ya estaban casados, sin duda no querrían a nadie con ellos.

Mina recordaba cómo su madre le había contado lo felices que habían sido ella y su padre cuando, en lugar de una costosa luna de miel, se habían instalado desde el primer momento en la pequeña casa solariega que iba a ser su hogar por el resto de su vida.

—Estábamos solos —le dijo su madre a Mina—, completamente solos al principio, hasta que pudimos conseguir servidumbre adecuada. Y ésta sólo consistía en dos viejas mujeres del pueblo que venían a limpiar la casa:

Había una sonrisa en sus labios al recordar:

—Eso fue lo que hizo todo tan maravilloso… el estar a solas con tu padre. Mis padres eran tan estrictos conmigo, insistían tanto en cumplir con las más rígidas normas de conducta, que casi no habíamos podido hablar a solas por más de cinco minutos.

—¿No les pareció un poco extraña esa soledad? —preguntó Mina.

—Nada extraña —contestó su madre—, sino maravillosa, y muy emocionante.

La suavidad de su voz y la expresión de sus ojos revelaban más que todas las palabras que hubiera podido decir. Mina pensó que el estar a solas con el marqués en Vent Royal había sido muy parecido a eso.

«Era el amor lo que hacía que cada día me pareciera más lleno de sol que el anterior», pensó, «y era amor lo que me hacía desear que él me considerara inteligente».

Recordó las conversaciones que habían mantenido, lo mucho que había aprendido y lo emocionante que había sido hablar con un hombre de temas que les interesaban a los dos.

«Al menos me interesaban a mí», se dijo Mina, y se preguntó si el marqués habría estado fingiendo.

«Tal vez, en realidad, a él yo le parecía ignorante y aburrida», reflexionó con humildad.

Sin embargo, algo le decía que si él se hubiera aburrido hubiese vuelto a Londres.

Ella se había dado cuenta de que su abuelita estaba sorprendida de que él se hubiera quedado tanto tiempo y le hacía bromas por eso, cuando él y Mina coincidían en la salita de la marquesa.

—No me imagino qué estarán haciendo en Londres sin ti, Tony —le había dicho.

—Supongo que la estarán pasando más o menos, abuelita —contestó él.

—Los chismosos de St. James no tendrán nada de qué hablar. En los bailes te estarán echando de menos y tus amigas habrán encontrado a alguien que ocupe tu lugar. —Sin embargo, cuando se quedaron solas, la marquesa le explicó a Mina con cuánta eficiencia manejaba el marqués la propiedad.

—Aunque se ausenta con frecuencia, siempre está pendiente de cuanto sucede aquí. De alguna forma peculiar, siempre sabe lo que está pasando. ¡Pobre de aquel de sus empleados que descuide sus obligaciones o no cumpla sus instrucciones!

—Estoy segura de que así es —contestó Mina—. Nunca me había imaginado que un lugar tan grande como éste pudiera ser tan perfecto en todos los sentidos.

—Eso es lo que mi esposo buscaba siempre: la perfección —observó la marquesa—, y si estuviera vivo, sé que se sentiría orgulloso de su nieto.

—Como se siente usted, señora.

—Sí, así es —reconoció la marquesas—. Al mismo tiempo, me gustaría que sentara cabeza y se casara. Desearía conocer a mi biznieto antes de morir.

—Estoy segura de que lo conocerá, señora —dijo Mina con una leve sonrisa—. No hay ninguna razón para que piense usted que va a morir en un futuro cercano.

Al mismo tiempo, cuando se quedó sola y pensó en esa conversación, no pudo menos que preguntarse cómo sería la esposa del marqués.

Desde luego, no parecía muy probable, puesto que estaba enamorado de Lady Lydford, y el plan de que se casara con su hijastra había fracasado sin que él lo supiera todavía, que comenzara en el acto a buscar otra vez con quién casarse.

«Debe haber centenares de muchachas que llenarían los requerimientos exigidos por él», se dijo Mina, y ese pensamiento le resultó muy deprimente.

Si el marqués se enfadaba por el engaño, y estaba segura de que lo haría, era fácil suponer que Lady Lydford se pondría furiosa.

Ya no había nada que pudiera hacer en contra de Christine, puesto que ahora estaba protegida por Harry y, además, tenía su propio dinero; pero, pensó Mina con cierto temor, tal vez encontraría el modo de vengarse de ella, de una forma u otra.

«No hay nada que ella pueda hacerme», pensó para tranquilizarse.

Sin embargo, no dejaba de asustarla un poco saber que estaba sola en el mundo y que si algo desagradable sucedía no había nadie a quién recurrir para pedirle ayuda.

«Lo mejor que puedo hacer es desaparecer», se dijo.

Eso significaba no viajar a Italia a encontrarse con Christine, sino marcharse a casa.

La idea se le ocurrió como un rayo de luz que descendiera sobre ella.

Por supuesto que sería eso lo que haría.

En lugar de tratar de encontrar empleo o de volver con la señora Fontwell, y decidió que moriría antes de aceptar su oferta, volvería a la casa que contenía todos los recuerdos que tenía de sus padres y de su infancia.

Si la casa había sido cerrada, alguien del pueblo debía tener la llave, y como la conocían de toda la vida, no vacilarían en dejarla quedarse, hasta que hubiera decidido su futuro.

«¡Tengo que pensar! ¡Tengo que pensar!», se dijo.

Tenía suficiente dinero para permitirse vivir con frugalidad. Y también tenía el cheque que Christine le había dado.

Las 100 libras eran para pagar su pasaje a Italia, pero ella sabía que en una emergencia podía tomar prestado un poco de ese dinero, hasta encontrar la forma de ganar algo por sí misma.

A medida que pensaba en ello, comprendía que iba a ser muy difícil encontrar a alguien tan bondadoso para ella como había sido la marquesa, y que jamás habría nadie como el marqués.

El saber que no volvería a verlo le produjo la impresión de que llevaba una piedra en el pecho y que eso le impedía respirar.

Comprendió que el dolor, la angustia y la infelicidad de haberlo perdido eran lo que la hacía sentirse así.

Entonces, cuando el tren se acercó más a Londres, se dijo que ya no era una niña; que tenía que crecer y comportarse como una adulta.

Fue esta nueva resolución la que le permitió recoger su equipaje con eficiencia, cambiar de estación, y encontrar otro tren que la llevara a Lincolnshire.

Hubiera perdido un poco de esa confianza si hubiese sabido que la razón principal de que todo saliera bien era que parecía demasiado joven y bonita para estar viajando sola.

Los mozos la ayudaban con espíritu paternal, el conductor del carruaje de alquiler se preocupó por llevarla a la entrada correcta de la estación y el conductor del tren que salía de Londres se tomó la molestia de verificar que estuviera bien instalada, antes de dar la orden para que el tren se pusiera en marcha.

Sin embargo, a pesar de toda esa ayuda fue un viaje largo y difícil, porque tuvo que hacer todavía otro cambio de trenes antes de llegar a la estación más cercana a su casa.

Sin embargo, había un carretero que transportaba cosas entre la estación y el pequeño pueblo en el que se encontraba el que fuera su hogar. Cuando llegó a la estación, ya avanzada la tarde, y preguntó por él, le dijeron que vendría a recoger varios paquetes en el transcurso de la hora siguiente.

Sintiendo que la fortuna le sonreía, Mina esperó, y cuando el hombre llegó, se mostró encantado de llevarla en su carreta a través de los ocho kilómetros que había hasta su casa.

Como estaba muy bien enterado de todo lo que sucedía en los pueblos a los que daba servicio, el carretero pudo informar a Mina a quién le había confiado su tío el cuidado de la casa y quién tenía la llave de ésta.

—Es la señora Biggs, señorita Mina —dijo—. Usted la recuerda, ¿verdad?

—¡Sí, claro que recuerdo a la señora Biggs! —exclamó Mina—. Quería mucho a mis papás. Así que estoy segura de que me dejará quedarme en la casa hasta que encuentre algún empleo.

—Yo supe que no le dejaron a usted mucho dinero —dijo el carretero—. Es una vergüenza, porque el padre de usted era un verdadero caballero.

Mina se sintió alentada por la sinceridad de su voz. El hombre habló de sus padres con gran admiración, mientras el caballo avanzaba por los polvorientos caminos, ansioso de volver a su cómoda caballeriza.

—La dejaré en la puerta de la casa, para bajar allí su equipaje. Entonces iré a avisar a la señora Biggs que está usted aquí. No hay necesidad de que venga conmigo.

—Gracias por ser tan bondadoso conmigo —dijo Mina.

Debido a que, una vez más, parecía tan pequeña y frágil junto a la puerta cerrada con llave y las ventanas tapiadas con madera, el carretero se negó a tomar dinero por el viaje.

—Guarde su dinero, señorita —le dijo—. ¡No le va a durar para siempre!

Se alejó y Mina se quedó sentada, muy seria, sobre su baúl, hasta que dejó de escucharse el ruido de las ruedas de la carreta.

Entonces, al sentir que la alegría y la tranquilidad de estar en su casa la envolvían, volvió a pensar en el marqués.

En lugar de la pequeña casa solariega con sus altillos, maltratada por el tiempo y con urgente necesidad de reparación, sólo veía la magnificencia de Vent Royal.

El brillo dorado del sol poniente sobre sus relucientes ventanas, el estandarte del marqués ondeando al viento, sacudido por la brisa nocturna, y una parvada de palomas blancas volando sobre los jardines cubiertos de flores, hacia sus palomares, volvió a su mente. «Son las aves de Afrodita», pensó Mina.

Una vez más sintió los labios del marqués sobre los suyos, y su corazón voló hacia él, como si tuviera alas.