Capítulo 5
Mina entró en el salón privado de la marquesa sosteniendo algo en la mano y llegó hasta el centro de la habitación antes de darse cuenta que no estaba sola. Al ver al marqués ponerse de pie, dijo a toda prisa:
—Perdóneme. No quería interrumpirlos, pero deseaba enseñarle a su abuelita esta paloma.
Al verla avanzar hacia ella, la marquesa exclamó:
—¡Ah, encontraste la que se había perdido!
—La encontraron los jardineros, señora —contestó Mina—, pero tiene una pata rota.
—¡Qué terrible! —exclamó la marquesa—. ¿No se puede hacer algo por ella?
—Le he entablillado la patita —explicó Mina—, y pensé que tal vez usted querría verla. Estoy segura de que se aliviará si la mantenemos tranquila por una semana.
La paloma no parecía tener miedo, acurrucada en los brazos de Mina. Ésta la acercó a la marquesa para que viera cómo le había entablillado la patita.
—¡Qué entablillado tan bien hecho! —aprobó la marquesa—. ¡Qué inteligente de tu parte Mina, saber hacer eso!
—Tengo bastante práctica en la curación, tanto de patitas como de alas rotas —explicó Mina.
Estaba pensando en los patos, chorlitos y golondrinas que su padre había atendido en su casa.
Muchas de estas aves, que habían volado centenares de kilómetros, procedentes de lugares lejanos, llegaban exhaustas y se lastimaban al descender a tierra firme.
Al comprender que había sido tonto de su parte admitir tales conocimientos, dijo apresuradamente:
—La voy a llevar al palomar. Ya está sintiéndose mucho mejor porque ha comido y tiene un lugar cómodo en el cual descansar. Pero debe evitarse que camine o vuele, hasta que su patita no esté bien.
—Por supuesto —sonrió la marquesa.
No trató de tocar a la paloma. Sabía que aunque las palomas eran muy mansas con Mina, se ponían nerviosas con los demás. Mina miró al marqués.
—Siento haberlos interrumpido.
—Nos veremos más tarde —contestó el marqués, y ella le sonrió antes de salir de la habitación.
—Esa niña tiene una forma increíble de tratar a las aves —comentó la marquesa.
—Así es, en efecto —reconoció el marqués.
—Y lo mismo se puede decir de su trato con todos —continuó la anciana—. Agnes me cuenta que todos los sirvientes la adoran y he sabido que el viejo Abbey no habla de otra cosa que no sea de la forma en que ella es capaz de controlar a Firefly.
—Es cierto —contestó el marqués—. Tiene un poder excepcional sobre los caballos y las aves.
Ya en el jardín, mientras Mina colocaba a la paloma herida en una pequeña jaula que los jardineros le habían construido especialmente, pensó en lo satisfecho que se hubiera sentido su padre por la habilidad con que había curado al animalito.
Había tantas cosas en Vent Royal que le hubieran fascinado…
Todos los días deseaba, no una vez, sino un centenar, haber podido mostrarle los pájaros y otros animalitos con los que ella pasaba el tiempo, cuando no estaba con el marqués.
Entonces pensó que nunca en su vida había sido tan feliz como durante esa semana que llevaba viviendo en Vent Royal. Comprendió, con repentino dolor, lo difícil que le resultaría marcharse de allí.
Se obligó a no pensar en ello. Sabía que en el momento en que Christine le comunicara que se había casado, debería irse, de ser posible, sin ver al marqués.
«Se va a poner furioso… muy furioso, al saber que lo he engañado», pensó con temor.
Luego trató de olvidarse de ello. No debía arruinar la emoción de esos días que nunca parecían lo bastante largos porque había tanto por hacer, por ver, por aprender.
Una de las cosas que le parecían más excitantes, entre todas las que estaba haciendo, era que estaba tratando de domesticar a un corzo.
Su padre le había dicho que el corzo era el más inteligente de todos los ciervos. Tenía el doble de cerebro, de ingenio y de facultades que el ciervo común.
—El ciervo común es polígamo —explicó a Mina—, pero el corzo tiene una sola hembra y se apega a ella.
—¿Y tú crees que eso lo hace más listo que los demás? —preguntó Mina.
—Todo demuestra que los animales monógamos tienen más o menos el doble de inteligencia de los que son promiscuos. Ésa es la razón, estoy seguro, de que el corzo sobreviva a todos los peligros.
Había continuado explicando que ningún animal estaba mejor dotado por la naturaleza que el corzo, para confundirse con su medio ambiente.
—El corzo —explicó su padre—, puede estar frente a ti, contra un fondo de helechos, por ejemplo, a plena luz del día, y no puedes verlo. De noche es tan ligero, que no puedes oírlo.
Mina se había interesado mucho en la explicación de su padre; pero ahora se preguntó si lo que él había dicho sobre el corzo podía aplicarse también a los seres humanos.
Aunque las historias que había oído sobre la vida amorosa del marqués la habían escandalizado, no podía considerarlo un hombre tonto.
En realidad, le parecía de una inteligencia notable, con una respuesta lógica para cada pregunta que ella le hacía. Algunas veces, también, le hablaba de la misma forma en que lo hubiera hecho su padre.
Cuando hablaba sobre Grecia, él parecía comprender cómo los griegos clásicos habían revolucionado el pensamiento de la humanidad muchos siglos atrás. Y reconocía que su influencia sobrevivía aún en estos tiempos.
Cada vez que hablaban, ella tenía la sensación de que sus, pensamientos iban hacia él, y que aunque él estimulaba su mente, algunas veces ella hacía lo mismo con la mente de él.
El corzo, y el marqués reconocía que quedaban muy pocos en el parque, era muy esquivo. Sin embargo, uno de los corzos más jóvenes comenzaba a confiar en Mina y se acercaba un poco más a ella cada día.
Cuando el marqués dejó a su abuelita, bajó y se dirigió hacia la biblioteca.
Poco antes había acordado con Mina que después de montar estudiarían, cuando menos una hora la historia de Persia. Ella había ya encontrado varios libros sobre el tema en los anaqueles y colocó una pila de ellos sobre el escritorio del marqués.
Aunque mencionara que iba a proporcionarle maestros, hasta el momento no había encontrado a nadie a quien considerara capaz de enseñarle las materias que ella quería estudiar.
Por lo tanto, se había concentrado en darle lecciones de esgrima, que a Mina le encantaban, y a discutir con ella, como lo deseaba, sobre la historia de los países que habían influido en el progreso de la civilización.
Debido a que ya hacía diez años de que había salido de Oxford, el marqués pensó que quizá ya se había olvidado de las cosas que había aprendido en la universidad.
Por fortuna era un ávido lector, y no estaría en mucha desventaja respecto a esa muchacha que poseía una sed insaciable de saber.
Se sintió muy intrigado por Mina y se preguntaba, con bastante frecuencia, qué le preguntaría ella en el momento siguiente.
El hecho de ser tratado como una enciclopedia humana, en la que ella tenía la suficiente confianza para pensar que le proporcionaría la respuesta adecuada a cada pregunta, era una experiencia nueva.
Pero una experiencia todavía más fuera de lo común, era que cuando estaban trabajando juntos, o en otras ocasiones, Mina nunca lo trataba como si lo considerara un hombre atractivo.
El se daba cuenta de que había algo en su personalidad que a veces la asustaba. Y cuando hacía la menor referencia a su madrastra, ella se ponía rígida y en sus ojos aparecía una expresión de escandalizado disgusto que a él lo perturbaba intensamente.
Por lo demás, ella era tan franca y natural con él como si lo considerara de edad suficiente para ser su padre. Con su abuelita tenía una sencilla cordialidad que el marqués no podía menos que envidiar.
Después de su larga experiencia con las mujeres, nunca hubiera imaginado encontrar una que fuera un completo enigma, aunque en apariencia ella no era más que una muchacha muy joven y atractiva.
Cada día que pasaban juntos, él descubría nuevas facetas de su personalidad que no había notado antes.
Su abuelita estaba muy sorprendida de que no hubiera vuelto a las diversiones de Londres, y que parecía estar muy contento de permanecer con Mina en Vent Royal.
Cuando ella entró en la biblioteca observó que el sol que penetraba por uno de los largos ventanales, hacía que su cabello rubio brillara cómo una aureola. También había una luz en sus ojos que él se había acostumbrado a buscar cuando ella lo miraba.
—Encontré más libros —exclamó Mina con entusiasmo—, y hay uno absolutamente fascinante que contiene reproducciones de unos mosaicos que yo daría cualquier cosa por ver.
—Debe considerar la posibilidad de hacer un viaje al Oriente —sugirió el marqués.
—Eso me encantaría —contestó Mina.
Entonces recordó que tal cosa estaba fuera de sus posibilidades y que había sido un viaje así el que le había arrebatado a su padre. Al pensar en ello, por su rostro cruzó una sombra que el marqués no pudo dejar de percibir, y esperaba que ella le explicara la razón.
Sabía, por intuición, que era parte del secreto que Mina se negaba a compartir con él. Mientras esperaba que ella se sincerara, Mina seguía siendo tan esquiva como el corzo que estaba tratando de domesticar y no le explicaba nada de lo que a él le hubiera gustado saber.
La observó levantar uno de los libros que había sobre el escritorio.
—¡Venga a ver lo que he encontrado! —exclamó ella, y el marqués comprendió que el momento en que Mina hubiera podido confiar en él había pasado.
Estaba a punto de sentarse en su escritorio cuando la puerta de la biblioteca se abrió y el mayordomo anunció, con cierta agitación:
—¡Lady Bartlett, milord!
Por la forma en que Eloise Bartlett entró en la habitación, el marqués comprendió que se había introducido en la casa de manera casi violenta, después de que le habían dicho, sin duda, como había ordenado a sus sirvientes, que él «no estaba en casa».
Estaba muy hermosa, vestida con un traje de seda color fresa, con pliegues y adornos de encaje, que revelaba su exquisita figura.
Su sombrero estaba adornado con flores y pequeñas plumas de avestruz. Cada vez que se movía, los brillantes que llevaba en las orejas, el talle y las muñecas lanzaban destellos.
Avanzó hacia el marqués. Parecía más alta de lo que era porque estaba furiosa. Su rabia se revelaba en la oscuridad de sus ojos y en la determinación de su barbilla levantada.
—Vine a verte, Tony —dijo—, porque estoy cansada de enviarte notas que no contestas y quiero saber por qué has decidido no tenerme en cuenta.
No esperó a que el marqués contestara, sino que volvió la cabeza hacia Mina, que la miraba con los ojos muy abiertos, con el libro todavía en las manos.
—¡Así que es verdad que Nadine Lydford te ha impuesto a su hijastra! —dijo con voz aguda—. Había oído un rumor en ese sentido, pero no podía creerlo. ¿Por qué razón has inaugurado un jardín de niñas en Vent Royal?
Su voz parecía contener insinuaciones muy desagradables.
El marqués, al que no parecían afectar de modo alguno su ataque, ni su inesperada aparición, respondió con suavidad:
—¡Buenos días, Eloise! Es una sorpresa verte, y es muy bondadoso de tu parte visitarme.
—¡No estoy tratando de ser bondadosa! —exclamó Lady Bartlett iracunda—. ¡Quiero una explicación sobre por qué no has venido a verme, e intento que me la des!
—Antes que nos ocupemos de algo tan personal —dijo el marqués, hablando aún con voz tranquila—, ¿me permites presentarte a Mina? Tal como has oído, es la hija de Lord Lydford.
—¡Y la hijastra de Nadine Lydford!
—Tú lo has dicho. No es ningún secreto.
—Has tenido buen cuidado de no decirme que ella estaba aquí —replicó Lady Bartlett—. Y yo que pensaba, aunque no lo dijiste con tantas palabras, que habías terminado con Nadine Lydford cuando ella se fue a la India.
La insinuación de sus palabras era tan evidente que por primera vez, desde que la mujer había hecho su aparición, el marqués frunció el ceño y una expresión de furia apareció en sus ojos.
Se volvió hacia Mina.
—Creo —dijo—, que tendremos que posponer un rato nuestros estudios.
Sus palabras parecieron romper el hechizo que embargaba a Mina, quien permanecía de pie, inmóvil, conteniendo el aliento. Dejó sobre el escritorio el libro que tenía en la mano, y sin mirar al marqués o a Lady Bartlett, se apresuró hacia la puerta.
Al llegar a ella y extender la mano para abrirla, Lady Bartlett dijo con desprecio:
—No entiendo, Tony, cómo puedes estar desperdiciando tu tiempo con una chiquilla inmadura como ésa, cuando tú y yo podríamos estar…
Mina no esperó a oír más.
Abandonó la biblioteca, cerrando la puerta detrás de ella. Salió a toda prisa por otra puerta abierta que conducía hacia el jardín. Cruzó el puente tendido sobre el lago para desaparecer entre los árboles del parque.
En la biblioteca se produjo un pesado silencio, mientras Lady Bartlett esperaba la respuesta a su pregunta.
Entonces, con lentitud y deliberación, el marqués dijo con voz helada, cortante como un latigazo:
—Me parece en extremo sorprendente, Eloise, que como vecina mía y esposa de tu marido… te hayas atrevido a venir aquí a hacer una escena que considero, en el mejor de los casos, sumamente indiscreta.
Lady Bartlett lanzó una exclamación ahogada.
—¿Es posible que te atrevas a hablarme de este modo? —preguntó.
—Estoy pensando tanto en tu reputación como en la mía —replicó el marqués—. Te aseguro, Eloise, que pienso en ti al recordarte algo que pareces haber olvidado: que en el campo los chismes vuelan con el mismo viento.
Como si de pronto se diera cuenta de que había cometido un error al atacar al marqués, Eloise Bartlett cambió de táctica y se acercó a él, diciendo:
—Perdóname, Tony. Yo sé que hice mal al hablarte así, pero me he sentido tan desventurada, tan desesperada al no saber nada de ti.
Su voz se suavizó y su rostro era tan hermoso, cuando miraba al marqués con expresión suplicante y ojos llenos de arrepentimiento, que parecía increíble que él pudiera verla sin mostrar el menor interés en sus ojos.
—He esperado y espero —continuó Eloise Bartlett—, orando por oír noticias tuyas. Me he pasado las tardes sentada en nuestro lugar secreto, con la esperanza de que vinieras a mí.
Comenzó a sollozar después de sus últimas palabras, pero el marqués se mostró inconmovible.
—Existen muy buenas razones para que no lo haya hecho —repuso con frialdad—, y pienso, Eloise, que ambos somos demasiado mundanos y tenemos mucha experiencia para imaginar que los reproches o recriminaciones van a lograr algo.
Se hizo un prolongado silencio. Entonces Lady Bartlett preguntó:
—¿Me estás diciendo que ya no soy… atractiva?
Pronunció esa palabra casi como si fuera imposible que ello fuera cierto. Una vez que la dijo, esperó a que el marqués negara tal posibilidad. En cambio, él dijo:
—Eres muy hermosa, Eloise, como tú bien lo sabes, y siempre recordaré con profunda gratitud la felicidad que me has dado.
—¿Quieres decirme que… ha terminado? —exclamó Eloise Bartlett—. ¡No lo creo!
Ella extendió los brazos hacia él, pero el marqués, sin que su movimiento resultara muy aparente se había colocado detrás de su escritorio.
—¿Puedo ofrecerte algo de beber antes que vuelvas a tu casa?
Los ojos de Lady Bartlett escudriñaron el rostro del marqués como si fuera un desconocido al que viera por primera vez. Entonces murmuró con voz ahogada:
—¡Me estás… despidiendo… y yo todavía no puedo… creerlo! ¿Qué ha sucedido? ¿Quién ha provocado esto? ¿Cómo puedes tratarme así… después de lo que hemos… significado el uno para el otro?
—Sería un error mayor —respondió el marqués después de una pausa—, arruinar recuerdos que ambos debemos disfrutar.
Lady Bartlett hizo un gran esfuerzo para no lanzar las palabras de furia que habían acudido a su mente.
Por un momento pensó en gritar histéricamente; pero luego comprendió que él sólo se mostraría despreciativo ante lo que consideraría una vulgar falta de dignidad.
Tomó un pañuelo de la pretina de su vestido y se lo llevó a los ojos.
—Me has… lastimado, Tony dijo con voz quebrada. Yo te… amaba como no he amado nunca… a ningún otro hombre en… mi vida… y no puedo creer que… ya no te importo… nada.
Al terminar su queja, se dejó caer en el sofá, como si sus piernas se negaran a sostenerla.
Hubiera sido más conmovedor si no hubiese fingido ser una mujer desventurada, con el corazón destrozado.
El marqués no se movió de su escritorio. Se limitó a observarla mientras se llevaba el pañuelo a los ojos, pero no había la menor mancha en la delgada capa de polvo facial que con tanta habilidad se aplicaba sobre su blanca piel.
Por un momento nadie habló; entonces el marqués rompió el silencio:
—Permíteme ofrecerte una copa de champaña antes que te marches. Eso te revivirá, Eloise, después de esta desagradable escena. Y creo que sería un error que los sirvientes se dieran cuenta de que has llorado.
Lady Bartlett retiró el pañuelo de sus ojos.
—Te estás portando muy mal conmigo, Tony, como lo sabes muy bien —dijo enfadada—. ¡Pero averiguaré quién te ha hecho cambiar y cuando lo sepa… le arrancaré los ojos!
El marqués se echó a reír con suavidad.
—¡Bravo, Eloise! —exclamó—. Te prefiero cuando te portas tal como eres. ¡Te queda mucho mejor el papel de Brunilda lanzándose al combate, que el de la llorosa Febe, lamentándose por lo que ha perdido!
Al decir eso no pudo menos qué pensar que Eloise Bartlett no debía tener la menor idea de quiénes eran los personajes a los que él se refería, en tanto Mina hubiera apreciado su acierto al elegirlos.
Lady Bartlett volvió a colocar el pañuelo en la cintura y se puso de pie.
—Como te estás burlando de mí y es evidente que no soy bienvenida, me marcharé —dijo ella—. Pero un día, Tony, me vengaré de ti. Y rezaré todas las noches de mi vida para que sufras tanto como me has hecho sufrir y, desde luego, a muchas otras mujeres antes que a mí.
Levantó la cabeza con una dignidad que el marqués atribuyó a la buena actuación y caminó hacia la puerta con lentitud suficiente para que él tuviera tiempo de llegar antes que ella y abrírsela. Cuando lo hizo, salió de la biblioteca entre sacudidas de plumas y crujido de su vestido de seda.
La acompañó en silencio hasta la puerta del frente, y cuando ella descendió la escalinata, en dirección a su carruaje, el marqués dijo con una voz lo bastante fuerte para que su mayordomo, los lacayos y el cochero de los Bartlett, lo escucharan.
—Por favor, trasmita mis respetos a su señoría y de le las gracias por la información que me hizo el gran favor de enviarme con usted. Dígale que era lo que estaba esperando y que le estoy muy agradecido.
Lady Bartlett no hizo ningún esfuerzo por apoyar la explicación que el, marqués estaba tratando de dar a su presencia.
En cambio, permitió que la ayudara a subir a su carruaje, y aunque sus dedos permanecieron en los de él un momento más de lo necesario, advirtió que el gesto no provocaba respuesta alguna.
Entonces él retrocedió, el lacayo cerró la puerta del carruaje y los caballos se pusieron en marcha.
El marqués levantó la mano en señal de despedida, pero Lady Bartlett miró hacia adelante, con expresión de visible disgusto.
Al volver a la casa, los ojos grises del marqués tenían una expresión tormentosa.
Si había algo en el mundo que le disgustara eran las escenas.
Había pensado que Eloise Bartlett tenía demasiada dignidad para rebajarse a actuar de ese modo.
Si se había mostrado enfadada, resentida y herida, todo al mismo tiempo, no era nada nuevo para él.
En el pasado, el marqués había soportado numerosas escenas similares de mujeres a las que había descartado; pero siempre habían tenido lugar en Londres, donde no había posibilidad de que crearan los chismes que podían surgir en el campo.
Sólo esperaba que lo que había dicho sobre la supuesta información que le enviara Lord Bartlett fuera repetido a los otros sirvientes de los Bartlett, cuando Eloise llegara a su casa, y que también circulara entre la servidumbre de Vent Royal.
¡Pero aún quedaba en pie el problema de Mina!
Pensó que nada podía haber sido más desafortunado que aquello, puesto que él esperaba que Mina comenzara a olvidar la situación que existía entre él y su madrastra. La conducta de Eloise hacía eso casi imposible.
Sintió deseos de maldecirla por lo que había hecho, pero tuvo la honestidad suficiente para reconocer que todo era culpa suya. Para empezar, nunca debió haber tenido intimidad con la esposa de un vecino tan cercano. Su única excusa era la belleza de la mujer y la insistencia con que lo había asediado.
«Ella me tentó», se dijo el marqués con una involuntaria sonrisa. Comprendió que la parte más difícil para reparar el pasado le esperaba en esos momentos.
Tenía que encontrar a Mina, estaba seguro de que no estaría en la casa; quizá habría ido al jardín.
Se dirigió primero a los palomares, en cuyo techo se arrullaban las palomas, pero Mina no estaba.
Ello no lo sorprendió. Pensaba que si, como sospechaba, las cosas dichas por Eloise Bartlett la habían escandalizado, sin duda alguna habría decidido alejarse aún más de la casa.
Supuso que el lugar más probable era el sitio donde estaba tratando de domesticar al pequeño corzo. Se dirigió hacia el puente que había sobre el lago, lo cruzó, y dio vuelta a la izquierda.
Protegido por arbustos y árboles, en el parque había un lugar muy tranquilo, casi aislado, adonde iban pocas personas, excepto él mismo y, ahora, Mina.
Avanzó en silencio, caminando sobre la espesa hierba, hasta que, como esperaba, la vio a cierta distancia.
Se encontraba sentada en el suelo, con su falda blanca extendida a su alrededor. Como a dos metros de distancia, estaba el corzo.
El marqués calculó que el animalito debía llegarle a él hasta la cintura, y su cabeza tenía sólo seis puntas; pero poseía una gracia y una belleza que le recordaron a la propia Mina.
Ella lo estaba mirando y él presintió que le estaba enviando sus pensamientos, usando lo que llamaba su «magia» para lograr que el animalito se acercara más adonde ella estaba.
Mina usaba un sortilegio que era parte de la misma creación, y que se conoció desde el momento en que el primer hombre apareció sobre la tierra.
Luego había sido olvidado, cuando el hombre se alejó de los conocimientos espirituales que eran parte de su herencia, para concentrarse en cosas materiales y mundanas.
El marqués se quedó mirando, pero su presencia hizo que el corzo volviera la cabeza, para olfatear el aire, y un momento más tarde, con la rapidez del pensamiento, se marchó. Desapareció entre los árboles, como si sólo hubiera sido parte de una fantasía.
El marqués avanzó hacia Mina, y aunque ella no volvió la cabeza ni se movió, él comprendió que se daba cuenta de que se estaba acercando.
Cuando llegó adonde estaba, se tendió a su lado sobre el pasto, de modo que el codo le sirvió de apoyo y la cabeza descansó sobre su mano.
La de Mina estaba inclinada y tenía la mirada baja, clavada en los dedos, entrelazados sobre su regazo. No hacía movimientos nerviosos con las manos, ni con los dedos, como habría hecho cualquier otra mujer.
El marqués no habló. Se limitó a contemplarla y, después de un prolongado silencio, interrumpido sólo por el murmullo de las hojas de los árboles que se erguían por encima de ellos y el canto de los grillos que saltaban en la hierba, dijo:
—¡Lo siento mucho, Mina!
Ella no contestó, no obstante, él comprendió lo que estaba pensando y, después de un momento, continuó diciendo:
—Yo sé que se siente escandalizada, pero como usted ha leído tanto debe darse cuenta de que tales cosas han sucedido desde el principio de los tiempos.
De nuevo se hizo el silencio. Al fin, como si se sintiera obligada a contestarle, ella murmuró:
—¡Ella es… casada!
El marqués adivinó que estaba pensando no sólo en Lady Bartlett, sino también en su madrastra.
—También lo eran Cleopatra, Elena de Troya y otras infieles famosas. La lista sería interminable, pero usted puede completarla con facilidad.
Ella levantó los párpados por un breve segundo y el marqués comprendió que nunca se le había ocurrido considerar de ese modo la situación. Entonces Mina musitó:
—Es… perverso.
—Claro que lo es, desde el punto de vista moral —reconoció él—. Pero la vida es breve y los seres humanos buscan la felicidad donde pueden encontrarla, como lo hacen los animales.
Sintió que estaba menos tensa, y continuó:
—No creo que usted sería capaz de abandonar a un faisán herido sólo porque tiene media docena de esposas, o a cualquier otro de los numerosos pájaros que son sumamente promiscuos y, desde su punto de vista, muy inmorales.
Como si, debido a que habían discutido y hablado de tantas cosas, Mina se sintiera obligada a contribuir en la conversación, comentó:
—Las cornejas… casi nunca son… infieles. Los machos sólo tienen… una hembra.
El marqués se dio cuenta de que había logrado romper la barrera invisible con la que ella se había rodeado. Sintió tanto gusto, que empezó a reír con suavidad.
—Es cierto. Cuando yo era joven, un viejo guardabosques solía contarme que si una corneja macho resultaba un libertino y pretendía enamorar a la hembra de un compañero… toda la parvada se le echaba encima.
—Lo someten a una… especie de… consejo de guerra.
—¡Exacto! También me dijo que primero una corneja, después otra, y otra más, se acercan a picotearlo. Por último, cuando el consejo de guerra ha dado su veredicto, toda la parvada lo ataca a picotazos al mismo tiempo para echarlo de allí. A veces sale tan mal librado del ataque, que muere.
El marqués observó que Mina estaba escuchando con atención y preguntó con suavidad:
—¿Eso es lo que usted quisiera que me hicieran?
Se quedó esperando a que ella contestara, inseguro de cuál sería el veredicto de Mina respecto a él.
De pronto, no lejos de donde ellos estaban, se escuchó el sonido de un disparo.
Explotó con un ruido ensordecedor, en el silencio, y tanto Mina como el marqués se pusieron de pie de un salto.
Sin decirse nada, ambos echaron a correr en dirección del lugar desde donde parecía provenir el sonido. Al hacerlo vieron una manada de ciervos moteados que saltaban sobre la hierba como si fueran presa del pánico.
El marqués y Mina sólo tuvieron que correr una corta distancia para ver lo que había ocurrido.
A través de los troncos de los árboles vieron a un hombre que sostenía en las manos una escopeta antigua, de cañón largo. Tendido a sus pies, sobre la hierba, había un animal.
El los vio al mismo tiempo, y así como los ciervos habían huido corriendo, el hombre corrió también, saltando sobre ramas caídas y avanzando a una velocidad que demostraba que era joven y ágil.
Cuando Mina y el marqués llegaron hasta lo que estaba caído en el suelo, el hombre había desaparecido.
Entonces vieron que un cierva moteada, preñada, se encontraba tendida en el piso.
Había recibido un disparo en el corazón y sus músculos aún se estaban retorciendo, aunque los párpados, con sus largas pestañas de niño, comenzaban a cerrarse sobre sus ojos asustados.
—¡Un cazador furtivo! —exclamó el marqués, furioso.
Mientras él decía aquello, Mina se arrodilló junto a la cierva y le tocó el cuello.
Como si supiera que todo era inútil y ya no había nada que pudiera hacer, se puso de nuevo de pie.
—¿Co… cómo pudo… alguien hacer algo tan… cruel? —exclamó.
En un gesto instintivo, como si necesitara consuelo no sólo para ella, sino también para el animal caído, se volvió hacia el marqués y escondió su rostro en el hombro de él.
El sintió cómo el cuerpo de ella temblaba contra el suyo, y la rodeó con los brazos.
En ese momento supo que estaba enamorado, de manera profunda, abrumadora e irrevocable. ¡Estaba enamorado como nunca en su vida lo había estado!
Deseaba proteger a Mina, cuidarla; evitar que tuviera contacto con nada que fuera cruel, feo o desagradable.
No hubiera podido explicarse ni siquiera a sí mismo cómo la convicción de que esto era lo que quería descendió sobre él igual que una ola. Sólo comprendió que estaba ahí, de manera indescriptible y positiva.
Al mismo tiempo, algo emocionante ante el descubrimiento de lo que sentía excitaba su mente y, aunque resultaba muy extraño que pensara tal cosa… también excitaba su alma.
Hubiera querido decir: «Te amo y nunca permitiré que nada, hombre, mujer o bestia, te haga el menor daño»; sin embargo, comprendía que sus palabras la alterarían más de lo que ya estaba.
Se limitó a retenerla contra su pecho, con la esperanza de consolarla, porque sabía que Mina estaba luchando por contener el llanto.
Otra vez, con un instinto que nunca había usado antes, comprendió que ella no estaba pensando en sus propios sentimientos, sino en los de la cierva.
Después de un momento, el marqués habló con voz baja:
—No sufrió. Recibió el disparo en el corazón y su muerte fue instantánea.
—Era tan… hermosa.
—A los cazadores furtivos sólo les interesa el dinero que pueden obtener por lo que matan. Los pobres animales no les importan nada —declaró el marqués—, pero yo haré que los guardabosques estén muy alertas y traten de echar mano a ese hombre o a cualquier otro de su calaña.
Su voz se tomó ronca de furia al agregar:
—Esto es algo que no había sucedido en el parque en mucho tiempo y sospecho que el cazador, si es un hombre de la localidad, suponía que en esta época del año yo no estaría en casa.
Hablaba para darle tiempo a Mina de recuperar la compostura; pero ella continuó aferrada a él.
Era tan ligera y tan pequeña… comprendía que era apenas una chiquilla; al mismo tiempo, era la mujer que él había imaginado siempre que encontraría algún día, para hacerla suya.
«¡Te he encontrado! ¡Te he encontrado!», hubiera querido decirle. «Y en mis sueños existías tal como eres».
Sabía que Mina era demasiado joven para que escuchara de sus labios tales cosas. Además, él ya la había escandalizado dos veces.
Estaba escandalizada, y tal vez disgustada, por su conducta con su madrastra. Y se había sentido sumamente turbada al comprender que Eloise Bartlett era otra de las mujeres que había en su vida.
¡Qué diferente era Mina de Eloise! Mientras el marqués la oprimía contra su pecho pensó con satisfacción que ella jamás hubiera actuado de la forma indigna e indiscreta en que lo había hecho Lady Bartlett.
Aunque era muy joven, poseía un control y una dignidad que él admiraba sinceramente.
Sabía que, sin importar lo que él hiciera, ella jamás se dejaría arrastrar por la furia, ni lo insultaría, como ahora, ante la muerte de uno de sus bienamados animales, no estaba gritando, y ni siquiera lloraba.
Estaba demostrando una fortaleza que confirmaba algo que él ya sabía: Mina tenía un carácter fuerte, muy poco común en alguien tan joven y tan inocente como ella. Sin darse cuenta, sus labios rozaron el cabello de Mina. Se dijo que era el hombre más afortunado del mundo porque había encontrado su ideal, la mujer que él había pensado que era imposible que existiera.
En esos momentos se sentía como Jasón al descubrir el Vellocino de Oro, o como Sir Galahad al contemplar el Santo Grial. Hubiera querido proclamar no sólo ante Mina, sino ante el mundo entero, que ella le pertenecía.
Pero, debido a que había aprendido a controlar sus sentimientos y a que comprendía que era tan tímida y desconfiada como el corzo que acababa de desaparecer, dijo con suavidad:
—¿Vamos a buscar a los guardabosques?
Mina levantó su cabeza del hombro de él:
—S… sí.
Se volvió a mirar a la cierva, que se encontraba tendida sobre la hierba con los ojos ya cerrados. Parecía como si estuviera durmiendo tranquilamente.
El marqués tomó la mano de Mina.
—Ven… —le dijo, tuteándola por vez primera—. Ella debe estar ya en algún lugar donde la hierba es siempre verde y donde no hay mortales ansiosos de destruir.
Los dedos de Mina apretaron los de él.
—La gente… dice que… los animales y los pájaros… no van… al cielo.
—Pero nosotros sabemos que sí —contestó el marqués—. De otro modo, para ti no sería el cielo, ¿verdad?
Ella sonrió y fue como si el sol se abriera paso entre las nubes.
—¡No, por supuesto que no! —contestó—. Y ésa es la respuesta que yo siempre… había querido… escuchar.