Capítulo 2
El siempre había evitado las relaciones amorosas con sus vecinas, pues sabía que una vez que el idilio terminara, lo que siempre sucedía en muy poco tiempo, resultaba incómodo encontrarse con la dama en cuestión en las reuniones del condado.
Pero Lady Bartlett había sido muy insistente en su persecución, y como su esposo, Lord Bartlett, era llamado con frecuencia para atender al Príncipe de Gales, se encontraban muy seguido en Londres.
Lady Bartlett era una mujer muy atractiva, de cabello oscuro y rasgados ojos verdes que prometían exóticos deleites, aunque conversaba sobre los temas más banales y comunes. Era natural que el marqués se hubiera sentido atraído por ella, sobre todo cuando le dijo con toda claridad que él era el hombre más excitante que había conocido en su vida.
Eloise Bartlett poseía el talento de hacerle sentir a un hombre que él era exactamente la única persona a la que ella le hubiera gustado conocer, y que lo que él le decía era tan emocionante como los propios cánticos del Rey Salomón.
Debido a que el marqués y Lord Bartlett se sentaban juntos en muchos comités que habían organizado en el condado de Hertfordshire, y con frecuencia se enfrentaban a problemas agrícolas comunes, que también solían resolver entre los dos, hizo todo lo posible por evitar caer en la red que Lady Bartlett le había tendido.
Se daba perfecta cuenta de que era una trampa, y conocía tan bien la reputación de ella como ella la de él.
En realidad, no era sorprendente que Lady Bartlett hubiera incurrido en la desaprobación de la Reina Victoria, porque aunque Su Majestad pasaba casi todo el tiempo en Windsor, estaba muy bien informada de lo que sucedía en el mundo social.
Se mostraba desconfiada y resentida, sobre todo con quienes frecuentaban a su hijo, el Príncipe de Gales. La reina pensaba que todos los amigos de éste ejercían una mala influencia sobre él.
Lady Bartlett entraba, dentro de esta categoría.
Por algún tiempo el Príncipe de Gales había estado enamorado de ella y los rumores que el romance había suscitado debieron llegar a Windsor con más rapidez que si los hubieran llevado palomas mensajeras.
Cuando el príncipe volvió sus afectos hacia otro lado, Lady Bartlett miró con rapidez a su alrededor, para buscar otro amante.
Tenía que ser distinguido. De otra manera, perdería prestigio entre sus contemporáneas que ya se sentían triunfantes al saber que había perdido al heredero del trono.
Lo había mantenido interesado durante algún tiempo; pero sus amores se habían desvanecido aun más rápido de lo que ella había supuesto, haciéndola tomar conciencia de que debía rectificar su posición.
Sin duda, el Príncipe de Gales era el mayor trofeo que el mundo social podía ofrecer a una mujer.
Mas el Marqués de Ventnor no le iba a la zaga.
Había varios duques en la escala social; pero el marqués no tenía rival entre ellos, en lo que se refería a riqueza y reputación.
Acababa de terminar un idilio con una viuda muy atractiva. Su relación hubiera durado más tiempo si ella no se hubiese mostrado decidida a casarse con él de forma tan evidente.
El matrimonio del marqués era motivo de apuestas en el Club White y en muchos otros.
Sus contemporáneos habían creído una y otra vez que estaba a punto de caer en los lazos matrimoniales, le gustara o no la idea, pero siempre, quizá por instinto de conservación, había escapado en el último momento.
La viuda, tal vez carente de imaginación, no sólo había mostrado en público su actitud posesiva hacia él, sino que en privado, durante un momento muy íntimo, le había dicho con vehemencia que deseaba pertenecerle «por toda una eternidad».
La sola palabra hizo estremecer al marqués.
Sabía muy bien que era un defecto de su carácter, que él no lograba corregir, el hecho de que en poco tiempo le resultara aburrida cualquier mujer con la que se relacionaba.
Con frecuencia se preguntaba por qué le sucedía eso.
Algunas de las mujeres que lo habían fascinado no sólo eran apasionadas, sino también inteligentes.
Desde luego, tenían el tipo de ingenio que lo hacía reír. Nunca habrían sido incluidas en el círculo íntimo del Príncipe de Gales si no hubieran tenido algo que aportar a la diversión del grupo. Es decir, todas debían ser mujeres divertidas e ingeniosas, además de bellas.
El marqués se había preguntado muchas veces cómo era, en realidad, el amor. Le asombraba que de pronto, y por lo general en el momento menos conveniente, se diera cuenta de que una mujer ya no hacía latir más aprisa su corazón y que ya no sentía deseos de besarla, o de tocarla siquiera.
Eso era lo que había sucedido esa tarde, y mientras su caballo recorría al trote los verdes campos que unían la propiedad de Lord Bartlett con la suya, se dijo:
«¡He sido un tonto!».
Se había encontrado con Eloise en una casita de descanso situada a un lado del jardín que rodeaba el suntuoso hogar de Lord Bartlett. Era un lugar que habían usado con frecuencia. El mobiliario consistía en un cómodo diván con cojines de seda y algunos tapetes.
Como Eloise tenía mucha experiencia en el arte de mimar a un hombre, siempre había una botella de la mejor champaña enfriándose en un cubo de plata con hielo.
Cuando el marqués llegó a la casita, poco antes de las cinco de la tarde, Eloise ya lo estaba esperando con los brazos abiertos y los labios rojos levantados incitantes hacia él.
Se le ocurrió por un momento que Eloise era una mujer demasiado impetuosa y que hubiera sido mucho más efectivo que dejara que él tomara la iniciativa, en lugar de mostrarse tan efusiva.
Entonces el fuego que había en sus ojos y en sus labios provocó una respuesta apasionada similar en el marqués. Sólo más tarde, después de haber bebido una copa de champaña y decir que tenía que marcharse, hubo una conversación intrascendente entre ellos.
—¿Debes irte tan pronto? —había protestado Eloise Bartlett, con un mohín provocativo.
—Tengo muchas cosas que atender en la casa —contestó el marqués, evasivo.
—¿Qué tipo de cosas? Pensé que estabas solo en Vent Royal.
—Lo estoy, a excepción de mi abuelita.
—Por fortuna es una anciana —contestó Eloise—, de otra manera, me sentiría muy celosa.
El marqués no contestó. Se limitó a bajar su copa para depositarla en la mesa y tomar su chistera y su fuete.
Eloise, que se encontraba tendida en el diván y estaba, como lo sabía muy bien, muy hermosa con las mejillas encendidas y el cabello un poco alborotado, levantó los brazos hacia él.
—Ven a decirme adiós —sugirió con suavidad.
El marqués movió la cabeza de un lado a otro.
—Ya he sido apresado de ese modo en otras ocasiones, Eloise —dijo—. En cambio, debo darte las gracias por hacerme muy feliz.
Ya había puesto la mano en el picaporte de la puerta, cuando Eloise lanzó un pequeño grito.
—¿Cuándo te volveré a ver? ¿Podrás venir mañana… o pasado mañana?
—Enviaré un mensaje, como de costumbre —contestó él—. Es posible que vuelva a Londres… no estoy seguro todavía.
—¿A Londres? Pero si acabas de llegar… y me dijiste que te quedarías cuando menos una semana.
No existía la menor duda de que en la voz de Lady Bartlett había una nota de reproche.
El marqués sabía muy bien que ella detestaba el campo; que se había ofrecido a acompañar a su esposo cuando éste decidió asistir a la fiesta ofrecida por el alto comisionado del condado en cuanto supo que él también estaría allí.
—Te avisaré cuándo puedo volver —dijo él.
Al salir de la casita de descanso, el marqués oyó que Lady Bartlett seguía protestando. Su voz lo siguió a medida que avanzaba entre los arbustos hacia donde había dejado su caballo.
Al alejarse comprendió, con esa extraña sensación de vacío que lo había invadido muchas veces en situaciones similares, que no volvería.
No hubiera podido explicarlo, pero de forma repentina e inesperada, Eloise Bartlett había dejado de interesarle.
Se daba cuenta de que cuando le había pedido que se acercara a despedirse y él contestado que lo había apresado de ese modo otras veces, era sólo la repetición de una vieja historia.
El deseo de una mujer de continuar haciendo el amor, cuando la cúspide de la pasión había pasado ya, y de tratar de atraer a un hombre que deseaba irse para que se quedara un poco más, producía invariablemente, una misma versión de lo que ya había ocurrido.
«Es como escuchar la misma canción una y otra vez», pensó el marqués, «hasta que termina por fastidiar».
Una vez más reconoció que había cometido un error al comprometerse con la esposa de su vecino.
Al principio le había parecido excitante aceptar la sugerencia de Eloise de que se encontraran en la casita de descanso.
Estaba todo tan bien preparado en ella, que él comprendió que no era el primer hombre que usaba ese sitio de reunión.
Sin embargo, como Eloise le resultaba una mujer fascinante; eso no le preocupó mucho; tampoco le inquietó el hecho de que los sirvientes que arreglaban los cojines de seda y llevaban la champaña a la casita, se dieron cuenta de que ella se reunía allí con un hombre, subrepticiamente.
Comprendía, sin que ello le preocupara, que sus propios sirvientes debían sentir cierta curiosidad sobre por qué iba a montar a una hora tan avanzada de la tarde o por qué, en otras ocasiones, lo había hecho de noche, después de cenar.
Era inútil que el marqués se hiciera ilusiones de que ninguno de ellos hablaría. Estaba seguro de que lo harían. Habría una historia más que añadir a las que ya circulaban sobre él y sus idilios.
Lo que le resultaba deprimente era el problema que lo esperaba en Vent Royal. Éste, se había iniciado con una carta de Lady Lydford que llegara el día anterior.
En realidad Lady Lydford, aunque ella no lo comprendió, había comenzado a aburrirlo desde hacía casi un mes. Fue este cambio de sentimientos lo que lo hizo dirigir sus atenciones hacia Eloise Bartlett, quien apareció en su horizonte amoroso poco antes de la Pascua.
Su idilio con Nadine Lydford había durado más que la mayor parte de sus otros amores.
En Navidad pasaron una corta temporada en una casa ducal, con otro grupo de amigos. El marqués consideró que había sido la reunión más divertida a la que había asistido en los últimos años.
Decidió que gran parte de la diversión se debía a la presencia de Lady Lydford, sin su marido. Nadine Lydford era una mujer, además de muy bella, capaz de hacerlo reír.
Lo que decía era casi siempre ingenioso, y muchas veces era perversa en sus comentarios respecto a lo demás. Su aguda lengua resultaba un estímulo para el ingenio del marqués. Su intercambio de comentarios había mantenido muy divertidos a los otros concurrentes.
La comida fue deliciosa y los vinos de la mejor calidad. Debido a que el tiempo había sido bastante benigno, la cacería resultó un éxito y el duque proporcionó a sus invitados los mejores caballos.
El marqués tuvo oportunidad de probar su excelente puntería y cobró una considerable cantidad de piezas. Durante los bailes que se ofrecieron en la noche, Lady Lydford resplandeció de brillantes y fue la estrella de las fiestas.
Como su esposo estaba en el extranjero, el marqués no necesitó mostrarse demasiado discreto con ella, lo que por lo general lo irritaba. Sin pensar en las posibles consecuencias, se convirtieron en una pareja inseparable. Los sentaban juntos a la hora de las comidas y en las mesas de juego.
Cuando volvieron a Londres su deseo mutuo creció día a día, y como sus amigos estaban en la mejor disposición de ayudarles a divertirse, asistieron juntos a varias fiestas. Ella fue incluida entre los invitados a las reuniones en Vent Royal, y él a las que ella ofrecía.
Algunas veces las reuniones en Vent Royal eran fastuosas y complejas, sobre todo si el Príncipe de Gales se encontraba entre los invitados. Algunas otras eran de carácter íntimo, y sólo asistían amigos muy cercanos. Entonces el marqués tenía más oportunidades de estar a solas con Nadine Lydford y de reír con ella.
Poco a poco, y casi sin que el marqués se diera cuenta de lo que sucedía, las llamas que ella había logrado encender en él comenzaron a disminuir y el fuego se enfrió.
A diferencia de Lady Bartlett y muchas otras de sus amantes, Nadine Lydford era demasiado lista para sugerir que debían amarse por toda la eternidad o para hacer muy evidente que estaba tejiendo una red en torno a él, en su afán de mantenerlo esclavizado por medio de sus encantos.
El le había revelado la idea que tenía en mente desde largo tiempo atrás.
Consistía en que, cuando se casara, como sus familiares le estaban rogando desde hacía años que lo hiciera, lo haría con una mujer fiel, que fuera un modelo de esposa, al estilo antiguo.
Lady Lydford estaba segura de que, como a tantos otros hombres, le fascinaba la idea de casarse con alguien como la Reina Victoria.
Ella había amado con locura al Príncipe Alberto y, cuando él murió, lo lloró de tal forma que casi se retiró de la vida pública para vivir a solas con su dolor en el Castillo de Windsor.
En lo personal, Lady Lydford consideraba esa actitud como lo más ridículo que podía hacer una mujer.
La reina en su viudez, había hecho que todos los cortesanos y estadistas pensaran que ningún hombre podía recibir mejor tributo, que el que su esposa lo echara de menos con tanta desesperación, que ningún otro interés mundano pudiera sustituirlo en la vida de ella.
«Lo que el marqués quiere», se dijo Lady Lydford, «es una joven Reina Victoria, convencida de que debe ser siempre buena y capaz de mirarlo con la adoración de un perrito faldero».
Cuando Lord Lydford le escribió desde la India informándole que el virrey lo había enviado llamar, y que pensaba que iba a ofrecerle una gobernatura, ella supo de inmediato lo que tenía que hacer.
Para retener al marqués, como era su intención, debía proporcionarle la «joven e inocente esposa» que lo tendría ocupado hasta que ella volviera a Inglaterra.
La apertura del Canal de Suez había acortado de manera notable el viaje a la India.
De hecho, éste tomaba ahora solo diecisiete días. Una vez que se hubiera instalado como esposa del gobernador, Lady Lydford estaba decidida a volver a Inglaterra para una corta visita, durante la cual, estaba segura, podría convencer al marqués de que volviera con ella a la India.
El había viajado mucho por el extranjero y ella sospechaba que, de acuerdo con el ejemplo de la Reina Victoria, su señoría pensaba que la esposa debía quedarse en casa, idea muy conveniente desde el punto de vista masculino.
Las mujeres debían permanecer encerradas hasta que el marido las llamara, y por ningún motivo podían interferir en los otros intereses del hombre, sin importar cuáles fueran éstos.
Cuanto más pensaba en ello, más suponía Lady Lydford que ella ataría al marqués a sus faldas, de una forma en que ninguna mujer había podido hacerlo antes.
¿Qué cosa mejor podía hacer ella que proporcionarle una esposa de este tipo, procurando que, además, fuera alguien de su propia familia?
Nadine Lydford era una mujer sumamente vanidosa, porque admiraba su propia belleza.
Ésta había sido aclamada desde que se convirtiera, de una jovencita bastante desgarbada, en lo que sus admiradores describían como una «diosa de la belleza».
Era alta y esbelta, de acuerdo con la moda imperante. Cuando entraba en una habitación parecía barrer a todos con la mirada.
Había decidido atrapar a Lord Lydford, que no sólo era viudo y, por lo tanto, estaba en condiciones de casarse, sino también muy rico.
Al salir del salón de clases, Nadine había sido casada con un hombre mucho mayor que ella. En cuanto conoció la embriagante sensación del aplauso, se dio cuenta de lo desdichada que era.
Por fortuna eso no duró mucho tiempo, porque su marido murió.
Había quedado libre, libre para lanzarse a numerosos y discretos idilios, que la divertían mucho, en tanto buscaba un nuevo marido.
Lord Lydford le pareció la pareja ideal hasta que comprendió que, si hubiera esperado un poco más, hubiese podido casarse con el marqués.
Este pensamiento era tan amargo que por momentos se olvidaba de las ventajas que le había proporcionado su matrimonio, y que se había vuelto loca de felicidad cuando Lord Lydford se lo propuso.
Ahora, su mente astuta e intrigante estaba muy ocupada en tratar de mantener feliz a su marido, sobre todo porque ocupaba el importante puesto de gobernador. Pero no quería perder el cariño del marqués.
«¡Puedo hacerlo! ¡Yo sé que puedo hacerlo!» se dijo Nadine Lydford una decena de veces antes de salir de Inglaterra.
En su última y apasionada noche con el marqués, fue demasiado inteligente para preguntarle si continuaría amándola, o para pedirle que le fuera fiel.
Sólo se mostró en extremo infeliz ante el pensamiento de que él estaría lejos de ella. Le ofreció, como presente de despedida, la idea de que debía casarse con su hijastra.
—Christine es todo lo que tú has deseado, mi querido Tony —dijo—. Es joven, inocente, ignorante de las cosas mundanas… y… atractiva.
Pronunció esta última palabra en tono agudo, como si le costara trabajo hacerlo.
Luego añadió a toda prisa:
—Desde luego, yo sé que eso no te interesa, pero es también inmensamente rica, puesto que su abuela le dejó una gran fortuna, además de que mi esposo le ha asignado una cantidad de dinero que podrá gastar cuando llegue a la mayoría de edad, o se case.
—No hay ninguna prisa en que yo encuentre a esa mujer ideal de la que te hablé un día y que, como tú debes darte cuenta, no deja de ser un «sueño de opio» —contestó el marqués.
—Eso no es verdad —observó Nadine Lydford con voz muy tenue—. Tú sabes bien que todos tus parientes están rezando por que te cases y tengas un heredero. De otro modo, si tienes un accidente de cacería o te mata algún marido celoso, el título irá a dar a ese aburrido primo tuyo que tiene más de cincuenta años.
Ella notó que el marqués irguió los hombros, y continuó insistente:
—Mi amor, ¿cómo podrías soportar, cómo podríamos soportar todos verlo en tu lugar? ¡Por supuesto que debes casarte y tener un hijo, o más bien, una decena de hijos para tener a tu esposa bien ocupada!
El marqués se echó a reír con un dejo de tristeza.
—No sé por qué fui tan tonto como para decirte lo que pensaba. Ahora estás presionándome con eso, y no me agrada.
—Si no te casas ahora, tendrás que hacerlo tarde o temprano —contestó Nadine Lydford—. Entonces, tal vez la muchacha que buscas no estará disponible. Y te aseguro que Christine es precisamente lo que tú quieres.
Al decir eso, pensó que Christine no era de ninguna manera una joven Reina Victoria, ni en apariencia, ni en carácter. Pero al menos era bonita, lo cual a ella la irritaba mucho, y bastante inteligente.
Mientras el marqués pensaba en ello, Nadine Lydford se quedó mirándolo y pensó, como lo había hecho con tanta frecuencia, que era el hombre más atractivo que alguien pudiera imaginar.
No sólo era apuesto, sino que había en él algo arrogante y lejano, por lo que nunca sabía con exactitud qué estaba pensando o sintiendo.
Además de su apostura, estaban sus numerosas posesiones y posición social y ella decidió que no podía darse el lujo de perderlo.
El marqués se marchó esa vez del lado de Nadine con la idea que ella le había sembrado en la mente. Sin embargo, más tarde se dijo que no tenía la menor intención de seguir esa sugerencia.
En una ocasión, charlando sobre el matrimonio, él le había contado lo que deseaba en una esposa, por la sencilla razón de que estaba cansado de que sus familiares le rogaran que se casara, cuando todo lo que él quería era su libertad.
Le había hecho esa confidencia, cuando Nadine le comentó que la Duquesa de Wrexingham estaba decidida a que su hija mayor lo capturara.
—¡Me doy perfecta cuenta de ello! —contestó el marqués con brusquedad—. Yo quisiera, con toda mi alma, que las mujeres me dejaran en paz. Si tengo que casarme, lo haré cuando lo estime conveniente.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Nadine Lydford.
—Cuando encuentre una esposa joven, inocente y pura.
En ese momento lo había dicho sólo para sorprenderla, pero como ella fue lo bastante astuta para escucharlo con interés, él cayó en la trampa y le explicó su idea en detalle.
—Querido Tony, ere muy inteligente al pensar en algo tan original —comentó con entusiasmo cuando él terminó su explicación—. Por supuesto que ésa es la solución perfecta para cualquier hombre en tu posición; pero a muy pocos se les ocurriría.
Halagado, el marqués había continuado hablando sobre el tema, más para sí mismo que para la mujer que tenía entre sus brazos.
Cuando más tarde reflexionó sobre todo lo que había dicho, se arrepintió de haber expresado su opinión, pero comprendió que no había nada que pudiera hacer para retirar sus palabras. Por otra parte, se consoló diciéndose que la idea sugerida por Nadine no era nada práctica.
Entonces, para su consternación, al día siguiente de su apasionada despedida, Nadine le envió una carta diciéndole que enviaría a Christine con él, para que permaneciera a su lado mientras ella estaba en la India. Eso le daría oportunidad de conocerla.
Añadió que también sería un acto bondadoso de su parte, porque eso evitaría que ella tuviera que preocuparse sobre dónde pasaría la niña sus vacaciones. Además, al lado del marqués Christine recibiría los toques finales de su educación, que serían importantes cuando hiciera su debut en sociedad, al año, siguiente.
«Ella aprenderá muchas cosas contigo en Vent Royal», le escribió, «y yo sé que tu querida abuelita, a quien le encanta estar rodeada de gente joven, disfrutará de tener a Christine en la casa».
«Si ella no responde a tú exigentes expectativas, tan pronto como yo vuelva haré otros arreglos. No obstante, considero que decidirás que es la esposa ideal que has estado buscando, y no habrá necesidad de que sigas con esa búsqueda».
Nadine había concluido la carta con algunos cumplidos halagadores e inteligentes, que hicieron que el marqués se sintiera divertido. También le rendía un efusivo tributo a su habilidad como amante perfecto, que él ya había escuchado en numerosas ocasiones.
Al terminar de leer la carta comprendió que Christine ya debía haber hecho los arreglos necesarios para dejar la escuela.
Como Lady Lydford decía con claridad, todo lo que tenía que hacer era enviar su carruaje a Londres, al día siguiente, para recogerla de la Casa Lydford, donde ella lo estaría esperando.
«¡Maldita sea! ¡Eso es una imposición!», pensó en el primer momento.
Entonces, al comprender que desbaratar un plan así resultaría muy complicado, se dijo que el hecho de que la muchacha fuera a Vent Royal no lo comprometía a nada.
A la gente podía parecerle extraño que tuviera a una jovencita como huésped, pero estaría muy bien acompañada por su abuelita. Por otra parte, como ella tenía sólo dieciséis años, nadie podría considerar su presencia en su casa, más que como un acto de bondad hacia Lady Lydford, para quien sin duda hubiera resultado problemático llevársela a la India.
A medida que transcurría el día comenzó a pensar que el asunto podía resultar bastante interesante.
Como Lady Lydford sospechara, la devoción de la reina hacia su esposo le parecía tanto conmovedora como admirable. Además, cuando estuvo en el Oriente consideró, como algo ideal, desde el punto de vista del hombre, la costumbre de los maharajás de tener a sus esposas aisladas del mundo, en purdah.
Lo que no estaba dispuesto a reconocer, ni siquiera para sí mismo, porque lo hubiera considerado hipócrita de su parte, era que la inmoralidad de las mujeres de sociedad con las que pasaba el tiempo lo escandalizaba.
Era lo bastante inteligente para darse cuenta de que la actitud del Príncipe de Gales, que había puesto de moda la inmoralidad, era una reacción directa contra la gazmoñería de la corte de la reina, que a su vez reaccionaba contra los excesos del príncipe regente que, después habría de convertirse en Jorge IV.
En la época de la regencia, la vida licenciosa de los nobles ingleses fue motivo de grandes escándalos.
Pero la solemnidad del Príncipe Alberto había sido sumamente aburrida, y el marqués se había reído con frecuencia de los más apasionados victorianos, que habían llegado al extremo de cubrir las piernas de pianos y mesas para que no despertaran deseos inmorales.
Ahora aceptaban en el grupo de la Casa Marlborough, sobre el cual el Príncipe de Gales ejercía un poder absoluto, que una vez que una mujer hermosa se casaba y daba a su esposo varios hijos, incluyendo el importante varón que sería su heredero, podía permitirse discretos idilios ilícitos, siempre y cuando no se produjera un escándalo público como consecuencia.
Lo que sucedía no era ningún secreto para los amigos íntimos de la dama en cuestión; sin duda alguna hablaba de sus conquistas con sus amigas y consideraba a cada nuevo admirador como un trofeo para agregar a su colección.
El marqués había visto a los complacientes maridos sentados en sus clubs, como se esperaba de ellos, desde las cuatro de la tarde en adelante, hasta que llegaba la hora de volver a casa para vestirse para la cena. El se había jurado que eso era algo que nunca haría.
En su opinión, era degradante.
Una cosa era ser el amante ardiente, el hombre que capturaba el corazón de una mujer y la hacía suya sin importar a quién perteneciera legalmente, y otra muy diferente ser traicionado y humillado, sabiendo que la esposa de uno prefería a otro hombre porque lo consideraba mejor que su marido.
«¡Es algo que jamás soportaría!», se dijo el marqués.
Aunque se permitió ser perseguido, cautivado y fascinado por la belleza de las mujeres que lo deseaban, se daba cuenta de que lo que sentía por ellas era solamente físico, y que cierta parte de su mente, y tal vez de su alma, se escandalizaba ante la conducta de ellas.
Ocupado en estos pensamientos, el marqués estuvo cabalgando por sus campos, hasta que apareció ante su vista Vent Royal.
Era una hermosa casa, muy diferente de la de Lord Bartlett y de todas las otras mansiones del condado.
Vent Royal había sido construida en la época de Carlos II, después de que la Restauración devolvió a los realistas todas sus propiedades. Era la época en que Inglaterra había florecido, luego de las privaciones del Commonwealth.
El rey, recién coronado, había iniciado uno de sus primeros viajes por el país, hospedándose en la Casa Vent, cuyo nombre se había cambiado entonces al de Vent Royal (Royal, en inglés, es «real», en su significado relativo a los reyes).
Las generaciones subsecuentes de la familia Vent habían ido ampliando la construcción original. En el último siglo la habían convertido en una residencia verdaderamente impresionante.
Sin embargo, retenía algo de la magia que había poseído cuando se construyó.
Al marqués siempre le había parecido que la risa y la felicidad del rey, que tanto había esperado para que el trono le fuera devuelto, retumbaban aún como un eco en las partes más viejas de la casa, donde aquél debió haber dormido y disfrutado, con una de sus atractivas amantes.
Tal vez se debía a los retratos de Carlos II que colgaban en casi todas las habitaciones de la casa, y a que la atmósfera que había dejado el rey detrás de sí parecía no haberse borrado nunca, que el marqués, desde muy jovencito, había tratado de emular al monarca.
Había leído cuanto libro había disponible sobre Carlos II. Admiraba su ingenio, su sabiduría y su decisión de mantenerse siempre físicamente ágil y activo.
Seguía el ejemplo del rey montando, nadando, veleando, corriendo y jugando tenis.
Carlos había dicho en una ocasión, al hablar con Lord Clarendon, que su partida diaria de tennis era su «obligación física», y el marqués pensaba que hacer el amor entraba en esa categoría.
Era inevitable, desde luego, que el otro aspecto del carácter del rey, que incluía su deseo de poseer mujeres hermosas y el placer que encontraba en su compañía, hiciera que el marqués deseara emularlo en eso como en todo lo demás.
Algunas veces pensaba con satisfacción que en su vida habían existido tantas mujeres cómo amantes en la del rey.
Carlos había tomado como esposa a una doncella pura y virginal, y fue un simple golpe de mala suerte que ella no hubiera podido darle el heredero que necesitaba con tanta desesperación.
En cuanto a la elección de esposa, el marqués también intentaba seguir su ejemplo.
El sol comenzaba a hundirse y los brillantes colores del cielo se reflejaban en los centenares de ventanas de Vent Royal.
Brillaban acogedoras y doradas, como si dieran la bienvenida al visitante. El marqués sintió como si se tendieran hacia él, pidiéndole su amor y su promesa de servir a los ideales que Vent Royal representó siempre, así como sus ancestros lo habían hecho en el pasado.
De pronto sintió que no sólo era su deber, sino una confianza y una responsabilidad que se habían depositado en él, para que diera a esta importante propiedad un heredero capaz de continuar con las reformas e ideas modernas que él mismo iniciara desde que tomara posesión del título.
Sólo unas cuantas personas conocían lo progresista que era el marqués como terrateniente. Pocos sabían que a pesar de su frívola reputación, se preocupaba mucho por las condiciones de vida de quienes le servían y por el bienestar de todos los residentes de sus propiedades.
Sólo su secretario privado sabía a ciencia cierta lo generoso que había sido con cientos de personas que se volvían hacia él en busca de ayuda.
Al mirar hacia su casa, tal vez por primera vez en su vida, el marqués aceptó que había llegado el momento de casarse.
«Voy a cumplir treinta y dos años», pensó. «Si espero más tiempo, estaré demasiado viejo cuando mis hijos crezcan. No podré enseñarles a montar, ni a tirar, ni podré acompañar a mi hija a su primer baile».
En sus labios apareció una mueca ante la idea de convertirse en padre de familia.
Entonces comprendió que no sólo era su deber, sino que tal vez un nuevo interés en su vida evitaría que se aburriera tan pronto de las mujeres que al principio le habían parecido seductoras.
Ya había terminado con Eloise Bartlett y sabía, con certeza, que tampoco sentía deseos de volver a ver a Nadine Lydford.
Se alegraba de que se hubiera marchado a la India, pero le había dejado un recuerdo viviente en la persona de su hijastra.
«¡Hoy! ¡Llega hoy!», pensó el marqués.
Era en extremo irritante que todo hubiera sido arreglado con tanta premura y comprendía que Nadine había actuado de modo que él no pudiera rechazar a la muchacha.
En su carta ni siquiera se había molestado en mencionarle el nombre de la escuela de la que procedía. Se había asegurado de que él no tuviera más remedio que recogerla, porque de otro modo llegaría a Londres y se quedaría sola esperando su carruaje.
«¡Maldición! ¡Es demasiado abuso!», pensó el marqués furioso.
Después se echó a reír.
Siempre había admirado la astucia de Nadine Lydford, que se ingeniaba para salirse con la suya la mayoría de las veces. Encubría una férrea determinación con una capa de palabras acarameladas en sus dulces labios.
Era un tipo de determinación inflexible que el marqués pensaba que él también poseía y, aunque no se dejaba engañar por tales métodos, no podía menos que admirarlos.
«Si la muchacha resulta un fastidio», decidió, «la pondré en un barco y la enviaré a Madrás».
Como tenía dieciséis años, pensó, pasaría, al menos, uno antes que pudiera casarse con ella, lo que le daba tiempo suficiente para descubrir si su idea de educar a su futura esposa era posible o, simplemente, como le había dicho a Nadine, un sueño irrealizable.
Sin embargo, ahora estaba segura de que la idea era ridícula y, si era honesto, la había concebido sólo como una especie de protección contra quienes trataban de una forma demasiado ardiente y ostentosa, de hacer que él les pusiera la argolla matrimonial en el dedo.
Además, no tenía ninguna experiencia con jovencitas.
Varios de sus parientes tenían hijos de ambos sexos, pero cuando pensaba en ello, nunca podía recordar sus edades.
Estaba casi seguro de que nunca había visto entre ellas a una jovencita realmente atractiva.
Suponía que las jóvenes de dieciséis años eran bastante torpes, algo así como potrillos, desgarbadas, inseguras y dividas.
«¿Cómo podría soportar a una mujer así?», se preguntó, recordando las divertidas conversaciones del ambiente social en el que se desenvolvía.
El solo hecho de pensar en la brillante conversación que tenía lugar durante las comidas, o en ver nuevamente las damas con sus hermosos vestidos, sus tiaras espléndidas sobre sus bien peinadas cabezas, con sus pendientes lanzando destellos a cada movimiento, lo hacía sentir nostálgico.
Pensó en la belleza de la Princesa Alejandra, en sus facciones clásicas y sus hermosos ojos que contemplaba con adoración al Príncipe de Gales, mientras los ojos de él miraban en muchas otras direcciones.
«¡Es la esposa perfecta!», se dijo, y recordó que cuando ella había llegado de Dinamarca era una muchacha muy joven e inexperta. «Ésa es la forma correcta de casarse», decidió el marqués. Entonces, mientras recorría el ancho camino cubierto de grava que conducía a la puerta del frente, añadió con una sonrisa: «Cuando menos, lo que Nadine ha arreglado para mí será algo nuevo y, tal vez, a su modo, resulte una aventura».
* * *
Al entrar en el vestíbulo, el marqués entregó su sombrero y su fuete a uno de los lacayos de librea que estaban de servicio. Al hacerlo, su secretario, el señor Caruthers, se acercó a él.
En su rostro había una expresión que reveló al marqués que, como esperaba, su visitante había llegado; pero esperó hasta que el secretario dijo:
—La señorita Lydford está aquí, milord. Llegó hace más de una hora.
El marqués detectó un ligero tono de reproche en su voz, como si pensara que él debía haber estado allí para darle la bienvenida.
—Estoy seguro de que te has ocupado de que no le faltara nada, Caruthers —contestó el marqués—. ¿En dónde está ahora?
—Se cambió su ropa de viaje, milord, y está esperando a su señoría en la biblioteca.
El marqués pareció un poco sorprendido y el secretario se apresuró a explicar:
—Pensé en conducirla al salón; pero como no estaba seguro de que su señoría tardaría en volver, supuse que la jovencita querría ver los libros, y tal vez los periódicos, que hay siempre en la biblioteca.
—Bien pensado, Caruthers —aprobó el marqués—. ¿Ya conoció la señorita Lydford a la señora marquesa?
—¿Me permite recordarle, milord, que me dijo esta mañana que usted mismo llevaría a la señorita Lydford con su abuelita?
—Sí, sí, lo había olvidado.
Mientras hablaban, se dirigían hacia la biblioteca. Como casi habían llegado, el marqués no dijo más. Comprendió que el señor Caruthers, con su acostumbrado tacto, lo dejaría solo para que conociera a su invitada.
Se le ocurrió, de pronto, que la muchacha debía haberse sentido un poco asustada al llegar a una casa extraña, y que si hubiera tenido más tiempo para pensar las cosas, hubiese enviado a alguien a recogerla a Londres.
En algún punto de su carta Lady Lydford había mencionado que su hijastra llevaría a su propia doncella, y él supuso que ésta habría contado como compañía, así que no había razón para que se sintiera culpable.
Un lacayo abrió la puerta de la biblioteca.
Era una amplia habitación y los muros estaban cubiertos de libros desde el techo hasta el suelo.
La colección era famosa y contenía gran cantidad de valiosas primeras ediciones.
El marqués estaba acostumbrado a qué la gente lanzara exclamaciones de admiración ante la magnificencia de su biblioteca y a que también se sintiera muy impresionada, por las pinturas del techo.
Al entrar en la habitación creyó que estaba vacía. Entonces vio a alguien que no miraba los libros, como él esperaba, ni leía los periódicos y revistas que se encontraban en un largo banquillo tapizado, cerca de la chimenea. En cambio se hallaba contemplando el paisaje por la ventana.
Le sorprendió que Christine fuera tan pequeña, mucho más baja de estatura de lo que él había imaginado.
Sin duda, al oírlo, ella se volvió en dirección a él. El marqués pensó que debía haber un error.
El rostro que tenía ante él no era el de una jovencita, como esperaba, sino el de alguien que parecía poco más que una niña, pero muy bonita. En realidad era una chiquilla preciosa, con un pequeño rostro ovalado enmarcado por rizos rubios. Sus grandes ojos azules lo miraban con atención.
El marqués caminó hacia ella.
Al acercarse, vio con sorpresa que la expresión de los ojos de la niña era, de manera inconfundible, de miedo.