Capítulo 4
El marqués, que se encontraba de pie de espalda a la chimenea, bebía una copa de champaña mientras esperaba a Mina.
Estaba pensando en cuánto le había divertido a su abuelita que le hubieran dejado una chiquilla en las manos.
—Esto es algo muy nuevo, Tony —le dijo cuando él le informó sobre la llegada de Mina—. En el pasado, si mal no recuerdo, tus amiguitas dejaban sus caballos, sus perros, baúles, cuadros y muebles para que se los cuidaras. ¡Y recuerdo que una de ellas te dejó un perico una vez!
El marqués le dirigió una sonrisa, pero no la interrumpió, y ella continuó:
—Sin embargo nunca, que yo recuerde, alguien te había dejado a una hija suya. ¡Esto es, en verdad, una innovación!
—Nadine Lydford tuvo que irse a la India, de forma inesperada…
—No creo que haya sido tan inesperado como ella dice, puesto que todos sabíamos, desde hace meses, que a su marido le ofrecerían una gobernatura. Supongo que ella tuvo sus propias razones para no reunirse antes con él y para dejar a Mina contigo.
No había duda de la insinuación que encerraban sus palabras. Pero su nieto, que disfrutaba de la aguda inteligencia de su abuela, y aun de sus bromas, se limitó a contestar:
—Considera que yo podría darle a la chica ese pulimento extra que la hará resplandecer en el mundo social donde su madrastra brilla con intensidad.
—Estoy segura de que si la pobre muchacha tratara de hacer tal cosa, Nadine Lydford se apresuraría a apagar, sin miramiento alguno, una luz que pudiera rivalizar de ese modo con la suya.
El marqués se echó a reír sin poder evitarlo.
Sabía que a su abuelita no le simpatizaba Lady Lydford y, aunque era demasiado discreta para decirlo con franqueza, desaprobaba la relación que existía entre ellos.
Además, sentía un poco de temor al pensar que, debido a sus sentimientos hacia la madrastra, su abuelita no recibiera de buen grado a Mina.
Pero le pareció que, desde el primer momento, el encanto infantil de la muchacha había deleitado a la marquesa y pensó con satisfacción que el futuro no se presentaba tan temible como lo había pensado.
La puerta se abrió, cuando Mina entró en la habitación, el mayordomo anunció:
—La señorita Lydford, milord.
Mientras ella caminaba hacia él, el marqués la observaba con aire crítico. Se dio cuenta de que no era torpe como había esperado. En realidad, se movía con una gracia que podía ser resultado de la enseñanza, o de algo totalmente natural.
Cuando llegó ante él, Mina hizo una reverencia, y el marqués se sorprendió admirando no sólo sus movimientos, sino también su vestido.
Como buen conocedor de la apariencia de una mujer, advertía que se trataba de un vestido costoso, aunque, al mismo tiempo, su simplicidad, casi exagerada, lo hacía de un gusto excelente.
Se preguntó si la elección habría sido de Mina o de Nadine Lydford; pero se le ocurrió que esta última no se hubiera esforzado demasiado por hacer que su hijastra estuviera tan atractiva.
—¡Buenas noches, Mina! —dijo—. No sé si sea correcto, o no, ofrecerle una copa de champaña. Como ésta es nuestra primera cena juntos, tal vez podríamos olvidarnos de las reglas y celebrar tan feliz ocasión.
—Gracias, milord —contestó Mina—, pero sólo un poco, por favor.
El marqués levantó una copa de champaña de la mesita sobre la cual la había dejado, ya servida, y al tomarla, Mina dijo:
—Si tuviera que hacer un brindis lo haría por su casa. Me parece tan hermosa que pienso que debe haber salido de un sueño.
—Me alegro de que piense usted así —contestó el marqués—. Me siento muy orgulloso de Vent Royal, y de ser su dueño mientras viva.
—En otras palabras, se considera usted depositario de ella para las generaciones futuras, como sus ancestros debieron serlo respecto a usted.
El marqués se sorprendió de que ella hubiera captado con tanta rapidez lo que había querido decir. Pero antes que pudiera agregar algo más, el mayordomo anunció la cena y entraron en el comedor, que había sido redecorado durante el último siglo.
Era muy impresionante, con pilares en un extremo, una chimenea tallada en mármol, y una magnífica colección de cuadros en las paredes.
Una vez que se sentaron, el marqués notó que Mina los contemplaba con visible fascinación. Con una débil sonrisa, comentó:
—Veo que está usted interesada en los cuadros.
—Supongo que estoy interesada en todo lo que es bello. Y usted tiene una magnífica colección de cuadros de Lely.
—Lely pintó a las bellezas que adoraban la corte del Rey Carlos II —explicó el marqués—, y la que está frente a usted, que es un ejemplo magnífico de su obra, es Barbara Castlemaine, Duquesa de Cleveland.
Mina contemplaba el retrato con gran atención y el marqués dijo:
—Ella era en extremo hermosa. ¿No cree usted que su madrastra también es una mujer muy hermosa?
Hizo la pregunta por simple curiosidad, pero lo que no esperaba era que Mina, que había estado mirando los cuadros con evidente interés, se pusiera repentinamente rígida.
En realidad, había estado tan absorta ante la belleza de la casa, que se había olvidado de lo mucho que desaprobaba al marqués, así como su escandaloso plan de casarse con Christine, para poder continuar su relación ilícita con Lady Lydford.
Ahora, al recordar que Barbara Castlemaine había sido amante de Carlos II y Lady Lydford lo era del marqués, Mina sintió que con esa pregunta estaba insultando a Christine y se enfadó.
Hubo una breve pausa antes que dijera:
—Creo… milord, que no sería… correcto que yo hiciera… comentarios personales respecto a un… familiar mío, frente a una… persona extraña.
Por un momento, el marqués pensó que no había oído bien. Si todos los objetos de oro que adornaban la mesa hubiesen saltado de pronto hacia él, no se hubiera sentido más asombrado.
El hecho de que esta jovencita le dijera lo que era correcto e incorrecto ya era bastante sorprendente; pero lo peor del caso era que tenía toda la razón.
Por supuesto que jamás debió haberle hecho esa pregunta, pero nunca se le hubiera ocurrido, ni por un momento, que la hija de Lord Lydford pudiera darse cuenta de sus sentimientos hacia su madrastra, o de los de ella hacia él.
Ahora pensó que aunque aún estaba en la escuela, debía haber oído los rumores que circulaban en el mundo social, o que tal vez los sirvientes habían sido indiscretos frente a ella.
Debido a que el marqués había pasado muchos años en la corte, enfrentándose a momentos difíciles que podían haberse convertido en incidentes internacionales si no se hubieran resuelto con eficiencia en el momento preciso en que se habían producido, casi no hubo ninguna pausa antes de que contestara:
—Por supuesto, tiene usted toda la razón, porque aunque hace mucho tiempo que conozco a su padre y a su madrastra, usted y yo acabamos de conocernos.
Mina no lo estaba mirando, pero igualmente él sonrió de manera cautivadora y prosiguió diciendo:
—Ya que ahora se va a hospedar aquí, como invitada mía, eso es algo que remediaremos muy pronto. Espero que en cualquier conversación que sostengamos en el futuro podamos hablar, uno con el otro, de forma franca y abierta sobre cualquier tema que sea de interés para ambos.
Al decir eso pensó que se estaba portando un tanto pedante; pero era un esfuerzo definitivo para aplacar la hostilidad que, evidentemente, Mina sentía hacia él.
«¿Cómo podía haber imaginado que sabría sobre Nadine Lydford y yo?», se preguntó.
Entonces pensó que había sido muy tonto al suponer que ella ignoraba que existía alguien más en la vida de su madrastra, además de su padre.
Por otra parte, sabía demasiado bien lo indiscreta que podían ser las mujeres cuando estaban enamoradas.
Hablaban con su doncella, su peinadora, sus amigas íntimas y, tal vez, en este caso, hasta con las hijas de su marido.
Nadie conocía mejor que él lo apasionados y posesivos que eran los sentimientos de Nadine hacia él, y por qué ella estaba tratando de casarlo con su hijastra.
El hecho de haber logrado con increíble astucia que fuera recibida en Vent Royal, sin darle a él la oportunidad de rechazarla, era sin duda alguna, para cualquier persona perceptiva, toda una revelación.
«Debo tener mucho cuidado al manejar esto», pensó el marqués, pero continuó diciendo con voz alta:
—Aquí en mi casa encontrará una valiosa colección de cuadros y muebles de la época del reinado de Carlos II. El fue un monarca al que yo siempre he admirado y me gustaría mucho saber qué piensa del magnífico retrato de él que hay en la escalera.
—Ya lo he visto —contestó Mina—. A mí me encanta recordar que él fue la primera persona que trajo patos a Londres y los instaló en el parque de St. James.
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó el marqués sorprendido.
—También proporcionó al parque un par de pelícanos.
—Pelícanos de Astrakán, regalo del Embajador de Rusia murmuró el marqués.
Advirtió que cuando hablaba de aves, la hostilidad desaparecía de los ojos de Mina. Una vez más estaba hablando con una voz emocionada que a él le parecía musical.
—Desde luego, ése es otro tipo de ave. Pero, dígame, ¿por qué le interesan los patos? —preguntó el marqués.
Mina estaba a punto de contestarle que como había vivido siempre en el campo, en Lincolnshire, los patos, que su padre estudiaba con interés, eran parte importante de su vida diaria. Justo a tiempo recordó que se suponía que ella era Christine. Sin embargo, no había razón alguna que impidiera que Christine se interesara en las aves. Como el marqués no la conocía, no podía saber lo que le agradaba o no.
—Yo amo a todas las aves —contestó ella—. Pero, personalmente, creo que no hay más hermoso que contemplar el vuelo de los patos silvestres al amanecer o en el crepúsculo.
—Estoy de acuerdo con usted, aunque no puedo imaginar que se levante tan temprano para verlos.
—Lo hago, en la época adecuada del año —insistió Mina—, ¿y sabe usted qué vi una vez?
—¿Qué vio? —preguntó él.
—Cerca de donde yo… me estaba hospedando, había un estanque en el que acechaba un gran lucio. Esperaba devorar a una familia de patitos recién salidos del cascarón. Entonces vi a la madre recogerlos y colocarlos sobre su lomo para transportarlos a la orilla del estanque, donde el enorme pez no podía alcanzarlos.
Mina habló con una excitada sinceridad que hacía evidente qué estaba diciendo la verdad; pero el marqués la miró incrédulo.
—¿Realmente vio usted eso? —preguntó—. Había oído que sucedían cosas así, pero creí que eran simples leyendas o cuentos campesinos.
—No, yo lo vi en realidad.
—Debe considerarse muy afortunada. Es algo que a mí me hubiera gustado ver.
Mina no contestó, pues estaba ocupada sirviéndose de una fuente otro platillo exótico, pero sin duda delicioso, como todos los que le habían ofrecido hasta ese momento.
Cuando terminó de servirse, el marqués preguntó:
—¿Qué otras aves le interesan a usted?
—Si le dijera que me gustaría estudiarlas a todas, me dirá con razón que me estoy proponiendo una tarea que me llevaría años realizar.
—Eso es verdad —contestó él—. Pero puesto que quiero hablar con usted sobre su educación, me gustaría saber cuáles son sus temas favoritos, aparte de las aves.
—Si desea saber qué me gustaría estudiar, le diré sin vacilación que literatura. Es un terna sobre el cual su biblioteca puede proporcionarme muchísimo material. También me gustaría estudiar la historia de países extranjeros de los que no sé lo suficiente, sobre todo, de Grecia.
El marqués enarcó las cejas.
—¿Considera esos temas necesarios para su educación? Mina asintió con la cabeza.
—Podría hacer una lista de muchos otros temas que me gustaría estudiar si tuviera profesores que me ayudaran a hacerlo.
Habló con un poco de tristeza, porque sabía que no se quedaría allí el tiempo necesario para aprender mucho.
Hubiera sido muy emocionante tener realmente solo dieciséis años y poder quedarse otro más para estudiar todas las materias que, en el colegio de la señora Fontwell, sólo se impartían a las alumnas que podían pagarlas.
Debido a que era muy inteligente y a que había pasado mucho tiempo con su padre, para Mina no había sido difícil ocupar el primer lugar en la clase.
Sin embargo, la había desilusionado que la señora Fontwell estuviera interesada en enseñar a sus alumnas temas que consideraba de importancia social más que aquellos que podían hacer trabajar su cerebro:
El francés se consideraba importante, por ejemplo, pero no el griego. El latín era descartado como innecesario. Y una información muy superficial sobre los gobernantes de los países de Europa y su ubicación geográfica, era todo lo que se consideraba que necesitaba saber una debutante.
Mina hubiera querido aprender mucho más, y ahora pensó que si podía permanecer en Vent Royal el tiempo suficiente, encontraría respuesta a centenares de preguntas para las que no las había obtenido durante su estancia en la escuela.
—Tal vez pueda hacerme una lista de lo que requiere —estaba diciendo el marqués—, y entonces veremos lo que puede hacerse al respecto. Supongo que, además de lo que puede aprenderse en los libros, le gustaría tomar clases de baile.
—Ésa es una cosa que nos enseñaron bien en la escuela —contestó Mina—. Pero me encantaría aprender esgrima, equitación, tiro con arco y tennis.
Nuevamente el marqués pareció sorprendido.
Nunca había pensado que la esgrima fuera un deporte femenino, y pensaba que Mina era demasiado pequeña y frágil para algo que él consideraba como una habilidad muy varonil.
Entonces pensó que con su gracia de movimientos, ella podría aprender de él la destreza que lo había convertido en uno de los esgrimistas más famosos de Londres.
—Si no podemos encontrarle un maestro aquí en el campo —le dijo—, tendré que enseñarle yo mismo.
Los ojos de Mina se iluminaron.
—¿Lo haría usted? —preguntó—. He observado con frecuencia practicar la esgrima a otras personas. Aprendí las posiciones correctas y los movimientos esenciales, aunque no he podido aplicarlos a la práctica.
Mina siempre deseó tomar clases de esgrima, pero eso hubiera aumentado aún más la cuenta de sus estudios.
Se había limitado a observar todas las lecciones recibidas por Christine, de modo que aprendió cada movimiento de memoria. Ahora pensaba que sería muy emocionante que el marqués le enseñara a practicar con él lo que sabía.
—La esgrima y el tennis no constituyen un problema —observó él—. Tengo aquí una cancha de tennis construida de acuerdo con el modelo exacto de la que se construyó para Enrique VIII. Como usted debe saber, sin duda, el juego fue inventado para divertir a este monarca.
—Sí, lo sabía —contestó Mina—. También he visto practicar el juego con frecuencia, pero nunca he tenido oportunidad de jugarlo.
Éste era considerado un juego impropio para una dama y la señora Fontwell no lo aprobaba. Pero una o dos de las muchachas mayores tenían padres a los que les gustaba el tennis y que estaban dispuestos a permitir que ellas lo practicaran en las vacaciones.
Cuando fueron a la cancha más cercana, que se encontraba en Windsor, Mina había ido con ellas, como un privilegio especial y gracias a la insistencia de Christine.
—Yo hubiera pensado que es usted demasiado pequeña para ese juego —comentó el marqués.
—Pero me gustaría intentarlo —repuso Mina con seguridad—. Y soy mucho más, fuerte de lo que parezco.
El marqués sonrió.
—Está usted llena de sorpresas y creo que es innecesario que le pregunte si quiere montar mis caballos. Hasta presumo que me va a pedir el más brioso de todos.
—Ahora me está leyendo el pensamiento —contestó Mina, echándose a reír.
—Ya veo que tendrá mucho con qué llenar sus días y que no se aburrirá, como pensé que le sucedería en el campo.
—Yo jamás me aburriría en el campo.
Por un momento se hizo el silencio. Entonces el marqués dijo:
—Creo que sé la respuesta a esa declaración. Nunca se siente sola ni aburrida porque tiene como compañeros a los pájaros y a los animales.
Vio la respuesta en los ojos de Mina.
—Me siento insultado porque parezca usted tan sorprendida. No soy tan insensible como usted parece considerarme.
Era extraño, pensó él, sentir que debía justificarse ante esa jovencita que no era, de ninguna manera, como él había supuesto que sería, y cuya conversación, cuando menos, resultaba fuera de lo común.
Todas las otras mujeres con las que había cenado siempre a solas habían tratado de atraerlo físicamente, de hablar de sí mismas y de su relación con él.
Con Mina, todos los temas que discutían eran impersonales y, sin embargo, para el marqués resultaban en extremo interesantes. Cuando los sirvientes se marcharon, el marqués dijo:
—Me imagino que mañana no va a saber qué elegir primero… si ir a las caballerizas, o a los palomares, para ver las palomas de mi abuelita.
—¡Oh, deseo en especial verlas! —dijo Mina con una nota de emoción en la voz.
—¿Por qué? —preguntó el marqués, seguro de que la respuesta sería inesperada.
—Eran las aves de Afrodita —contestó ella—, y los griegos apreciaban su ternura y su belleza.
—Afrodita era, desde luego, la diosa del amor.
El marqués la observó al decir aquello, esperando que se pusiera rígida, como lo había hecho antes, cuando había mencionado a su madrastra.
Pero ella parecía estar siguiendo el curso de sus propios pensamientos cuando dijo:
—El águila pertenecía a Zeus, la paloma a Afrodita, el pavo real a Hera. Extendía su cola de estrellas para la reina del Olimpo.
El marqués sonrió.
—Y el pato a Poseidón, el dios del mar —concluyó ella.
—Me está recordando cosas que creí olvidadas desde hace mucho tiempo —dijo el marqués—. Pero creo que estoy en lo cierto al decir que para Apolo el ave era el cisne.
—Así es —aprobó Mina con entusiasmo—. El también tenía al halcón y al cuervo para llevar sus mensajes.
—Comienzo a comprender por qué piensa usted que los seres humanos nos parecemos a las aves —observó el marqués—. Si usted es un abadejo, que es un pájaro modesto y pequeñito, ¿con qué ave me compararía a mí?
Sin detenerse a considerar, casi sin pensar en lo que iba a decir, Mina contestó:
—Usted sólo podría estar representado por el águila, que es el rey de las aves… además de ser un ave de presa.
Al decir estas últimas palabras se preguntó, no exenta de temor, si había vuelto a mostrarse grosera.
Miró al marqués, para ver si se había ofendido.
—Comprendo con exactitud su razonamiento, Mina —dijo él, en un tono de voz un poco seco—, pero creo que al considerarme un ave de presa, ha olvidado algo.
—¿Qué?
—En el fondo de mi mente recuerdo haber leído, o tal vez me lo contaron, que los campesinos del norte de Europa juran que el águila llevaba al abadejo de cresta dorada, el más pequeño de la familia de pájaros a la que usted considera que pertenece, acurrucado y a salvo entre las plumas de su lomo, en vuelos de centenares de kilómetros sobre los pantanos y el mar, hacia las soledades septentrionales.
Mina lanzó un pequeño grito y unió las manos en un gesto de alegría.
—Yo también recuerdo haber oído eso —dijo—. ¡No hay razón para que sea posible, y es una hermosa idea!
Era evidente que la idea la emocionaba y el marqués comprendió que la estaba considerando desde un punto totalmente impersonal.
¡Ni por un momento pensó, como lo habría hecho cualquier otra mujer, que metafóricamente él podría llevarla consigo!
* * *
El marqués no se sorprendió, a la mañana siguiente, cuando al llegar a la caballeriza encontró que Mina ya estaba allí.
El le había dicho, antes que se retiraran a dormir, que si quería montar todo lo que necesitaba era ordenar un caballo, y que el palafrenero en jefe sabría cuál era la montura apropiada para ella.
—¿Usted cree que él me dejará escoger? —preguntó Mina.
—Creo que se pondrá un poco nervioso al dejar la elección a su criterio.
—Espero que pronto comience a confiar en mí —respondió Mina con sencillez.
Había llegado al vestíbulo mientras hablaban. Ella hizo una reverencia y añadió:
—Gracias, milord. Ha sido una velada muy muy interesante.
Subió la escalera y, al observarla marcharse, el marqués se dio cuenta de que, una vez más, ella se comportó de modo inesperado, no volviendo la cabeza ni una sola vez.
Cualquiera otra mujer se hubiera inclinado con coquetería sobre el barandal, para despedirse una vez más.
Pero Mina se dirigió directamente hacia su dormitorio y el marqués tuvo la extraordinaria idea de que ya se había olvidado de su existencia.
Mientras iba hacia la biblioteca, pensó que había sido una velada tan llena de sorpresas, que había dejado de contarlas.
Ante todo, se daba cuenta de que la apariencia de Mina de ser poco más que una niña era engañosa.
No sólo era mucho más inteligente de lo que él esperaba, sino que poseía una vasta cultura.
Durante la cena, cuando habían vuelto a hablar de Carlos II, le sorprendió descubrir que Mina sabía tanto sobre la vida del rey, que era evidente que había leído mucho acerca de la historia de su país.
Sabía todo lo que había que saber sobre su política exterior, sus intereses científicos, sus aficiones deportivas, además de sus opiniones sobre el absolutismo, la astrología y los holandeses.
—¿Cómo puede saber tanto sobre él? —preguntó por fin el marqués, después de discutir con ella la claustrofobia de la que padecía el rey.
—Siempre me ha parecido que Carlos II es el más fascinante de los monarcas ingleses —respondió Mina con sencillez—, y aunque las muchachas del colegio parecían interesarse más en sus amantes que en él mismo, yo siempre pensé que el rey era algo más que un simple libertino.
Al decir eso, Mina recordó que también había pensado en el marqués como en un hombre libertino. El notó cómo le subía el rubor a las mejillas y adivinó la razón de ello.
Hubiera querido preguntarle quién le había dicho tal cosa de él, pero decidió que era demasiado pronto.
Ya le había reprochado una vez ser demasiado personal; así que resolvió no exponerse a un reproche similar.
Para su sorpresa, permaneció despierto un buen rato, pensando en los temas sobre los que habían discutido; pero ahora, al verla en la caballeriza, con ese aspecto tan ridículamente joven, se dijo que debía haber imaginado esa conversación.
Las discusiones que habían sostenido no parecían haber sido una charla con una mujer, sino más bien con un hombre.
—Buenos días, milord —dijo el viejo palafrenero al verlo acercarse. Mina, que había palmeado a uno de los caballos, volvió la cabeza.
—Buenos días, Abbey —dijo el marqués—. ¡Buenos días, Mina! ¿Ha seleccionado ya el caballo que desea montar?
Mina miró hacia el palafrenero y éste dijo:
—Sucede esto, milord. La señorita quiere montar a Firefly, pero yo considero que es una montura muy peligrosa para ella.
—Es verdad. Yo mismo tuve problemas con ese caballo la última vez que lo monté —confirmó el marqués—. Así que creo, Mina, que debe elegir otro.
—Me parece recordar, milord, que usted me prometió que podría montar el caballo que eligiera —contestó Mina—, y yo estaría dispuesta a apostar, si tuviera dinero, a que Firefly se portará bien conmigo.
Comprendió, al terminar de hablar, que había cometido otro error.
Esperaba que el marqués no lo notara o que lo interpretara como que no llevaba dinero en esos momentos.
Sin embargo, debido a que se sentía nerviosa por haber sido tan tonta como para olvidar que se suponía que era Christine, se volvió desde el cubículo donde había estado acariciando al caballo que Abbey quería que montara y se dirigió a la última casilla, donde Firefly estaba resoplando y relinchando porque no le concedían la suficiente atención.
Posteriormente, el marqués pensó que lo que había sucedido era de esperar, a la luz de lo que había averiguado la noche anterior. O sea, lo mucho que los pájaros, y los animales en general, significaban para Mina.
Ésta caminó sin miedo y entró en el cubículo de Firefly, en tanto Abbey le hacía advertencias con voz baja, llena de inquietud. Mina habló al enorme animal, dándole palmaditas. Estuvo acariciándolo hasta que lo hizo cambiar de humor y por fin se dejó ensillar.
Ya afuera de la caballeriza, cuando el marqués la levantó hacia la silla, se sintió preocupado pensando que tal vez ella demostraba una confianza injustificada y que el caballo, que a él casi le había arrancado los brazos tratando de controlarlo, la arrojaría al suelo.
Mina le sonrió con aire tranquilizador, como si él estuviera actuando como una niñera nerviosa. Puso en marcha su montura y el marqués tuvo que montar su caballo a toda prisa para darle alcance.
Más tarde recordaría, con incredulidad, lo agradable y tranquila que había sido su cabalgata.
Lo que Mina no le había dicho, por supuesto, era que debido a las limitaciones económicas, su padre se había visto obligado a comprar caballos salvajes y ella le había ayudado a domarlos.
Había aprendido de él la magia especial que poseía para dominar a los animales, por lo que desde el momento en que comenzaba a manejarlos, ellos confiaban en él y la batalla terminaba aun antes de comenzar.
Que Mina montaba bien era algo indiscutible. El marqués admiró su pequeña espalda erguida, la seguridad con que sostenía las riendas y la dulzura con que hablaba continuamente a su montura.
Le sorprendía aún más porque no recordaba haber oído nunca que Lord Lydford fuera un jinete notable y sabía que Nadine detestaba a los caballos y sólo montaba cuando no le quedaba otro remedio.
Cuando volvieron a casa, después de haber galopado un rato para quitarle el brío a los animales, las mejillas de Mina estaban cubiertas de rubor, y el marqués comprendió que ésta era una lección de la que él había aprendido más de lo que podía enseñar.
—Sospecho que usted es una bruja blanca —le dijo cuando la casa apareció ante sus ojos—, que ha hechizado a Firefly. Ha sido un caballo muy difícil desde que lo compré.
—¡Es un caballo magnífico! —contestó Mina—. Se porta mal sólo porque le tienen miedo.
—Tal vez eso sea verdad —admitió el marqués—, pero es un animal que ha tratado de echar abajo su cubículo a coces y que lastimó a un palafrenero, mandándolo a la cama por quince días.
—Yo le enseñaré a portarse bien.
—¿Cómo?
—No creo poder explicarlo con palabras —contestó Mina después de un momento—, pero…
Iba a decir: «papá podía controlar a cualquier animal que quisiera», cuando recordó nuevamente quién se suponía que era ella.
—Pero… ¿qué? —preguntó el marqués.
—Como usted me hizo ver anoche —respondió Mina—, estoy aquí para aprender.
—Ahora se está mostrando evasiva de una forma irritante. ¡Tenga cuidado, o su maestro va a tener que castigarla!
—¿Y cómo me castigaría? —preguntó Mina.
—Siempre he pensado que el castigo debe estar de acuerdo con el crimen cometido. Tengo la impresión de que, lo que más le disgustaría, sería que le prohibiera montar, o que la encerrara en su dormitorio, donde no podría ver un solo pájaro.
—Si hiciera eso, yo escaparía volando.
—Como águila que soy, la traería de regreso.
Ella se echó a reír.
—Primero tendría que encontrarme. ¿Ha olvidado que el abadejo es una criatura pequeña e insignificante? El águila podría volar en lo alto del cielo, sin verme acurrucada en mi nido, o escondida bajo un arbusto, o entre las ramitas de un seto.
—Usted me subestima —declaró el marqués—; espero que no tengamos que poner ello a prueba.
Los dos hablaban en tono ligero, casi en broma, pero a Mina se le ocurrió que todo lo que estaban diciendo en tono ligero, alguna vez podía volverse verdad.
De una cosa estaba segura: si ella huía de Vent RoyaL el marqués no la seguiría, ni se interesaría siquiera en saber adónde había ido.
Por el momento, todo lo que importaba era montar sus caballos y explorar un lugar tan hermoso y fascinante que a ella le parecía el paraíso.
Desayunaron tan pronto como volvieron a la casa. Después, Mina subió a cambiarse el traje de montar, y el marqués se dirigió a la biblioteca.
Su secretario lo estaba esperando con una pila de cartas para firmar y una lista de personas relacionadas con la finca, que deseaban verlo.
Pasaron varias horas antes que terminara y de que el señor Caruthers dijera que ya no había ningún asunto pendiente que tratar. Entonces pensó en Mina. Salió al vestíbulo y le preguntó al mayordomo dónde estaba.
—La señorita Lydford permaneció algún tiempo con la señora marquesa, milord —contestó el mayordomo—, y cuando milady se retiró a descansar, la señorita salió al jardín.
—Me imaginé que eso haría —repuso el marqués, y se dirigió hacia una puerta que daba al jardín, para salir a éste por el lado sur de la casa.
Esperaba encontrar a Mina con las palomas de su abuelita, pero no fue así. Continuó caminando a través de los setos recortados de caprichosas formas, hacia los jardines rodeados de muros, que eran característicos de la propiedad.
Había un jardín de hierbas, otro de peces de colores, y ya cerca del bosque, uno con un estanque cubierto de lirios acuáticos, y una cascada que caía saltando por entre las piedras.
El marqués entró en este último jardín, a través de varios arbustos de jeringuillas en flor, que impregnaban el aire con su perfume.
Al ver a Mina en la orilla del estanque, se quedó inmóvil.
Estaba sentada sobre una piedra cubierta de musgo y pudo ver, encaramados sobre las manos que tenía levantadas, varios pájaros.
El marqués reconoció un gorrión, un ruiseñor y, sobre su rodilla, un petirrojo.
Sintió, aunque no podía escuchar sonido alguno, que ella estaba hablando con los pajaritos. Éstos no parecían tener miedo alguno y hasta inclinaban la cabecita hacia un lado, como si la estuvieran escuchando.
Con su vestido verde pálido, que parecía mezclarse con los tonos de los arbustos y del pasto, Mina ofrecía una imagen que el marqués consideró mucho más bella que cualquier otra que jamás hubiera visto pintada en un lienzo.
Entonces uno de sus perros, que lo había acompañado pero se había rezagado un poco, llegó corriendo. El ruido que produjo inquietó a los pájaros, que salieron volando, y Mina se volvió para ver qué los había asustado.
—¿Cómo puede usted hacer eso? —preguntó el marqués—. ¿Por qué acudieron los pájaros a usted, si ni siquiera les estaba dando de comer?
—Es algo que siempre he podido hacer —contestó ella—, desde que era pequeña.
—¿Y por qué yo no puedo hacer lo mismo?
—Pienso que sí puede hacerlo. Sólo tiene que llamarlos.
—¿Llamarlos? ¿Cómo… silbándoles?
Ella movió negativamente la cabeza.
—Entonces, ¿cómo? —insistió él.
Pensó que no iba a decírselo, porque le costaba trabajo explicarlo, pero después de un momento, Mina respondió:
—Yo les… envío mis… pensamientos.
—¿Quiere decirme que eso los atrae?
—Creo que tal vez sea una especie de nota musical, que oímos juntos. Ellos saben, a través de ella, que yo quiero ser su amiga, y por eso acuden a mí.
Hizo un leve gesto con las manos y agregó:
—Lo estoy explicando muy mal; quiero decir que es el pensamiento lo que se aplica a todo lo que hacemos, y a lo que nos relaciona con… las personas y los animales.
Rió con suavidad al añadir:
—No estoy segura de poder hacerlo con los peces. El agua dificulta llegar a ellos.
—Yo considero fascinante que usted posea este don, si así se le puede llamar.
—Creo que tal vez la palabra correcta es magia.
—Muy bien, entonces… esta magia. ¿Se da cuenta de que en una época menos civilizada podían haberla quemado acusándola de brujería?
—Una vez traté de atraer a un gato —dijo Mina—. Pero los perros son diferentes.
El marqués se dio cuenta de que mientras hablaban, su perro spaniel se había acurrucado contra Mina y ella lo acariciaba.
Tocó su cabeza con gentileza, frotándola con los dedos, y eso pareció provocar un estado de éxtasis en el perro.
El marqués se sentó sobre una piedra, cerca de Mina.
—Ayer pensé que llegaría aquí una muchacha muy joven, y sin duda alguna muy ignorante —observó él—. Ahora creo que el ignorante soy yo.
—Está buscando que yo lo halague —comentó Mina sonriendo—. Usted sabe tan bien como yo, que está muy bien informado sobre temas de los que yo no sé nada y sobre los cuales, por desgracia, jamás he tenido maestro.
Al marqués se le ocurrió que sería muy fácil enseñarle a Mina cualquier cosa. Más aún, ser su maestro se le antojaba algo muy atractivo.
Entonces se dijo que era demasiado pronto para tomar una decisión de ese tipo y que por el momento sólo estaba explorando el camino hacia lo que para él era un nuevo mundo.
Levantó la vista hacia el árbol que había sobre ellos, casi como si esperara encontrar muchos pajaritos, preparándose para bajar a saludar a Mina, y que lo harían tan pronto él no estuviera allí.
Ella adivinó lo que pensaba y sonrió.
—Usted los asustó y pasará algún tiempo antes que vuelvan. No lo harían de inmediato, aunque yo estuviera sola.
—Pero ¿usted puede llamar a todas las aves de la misma forma?
—Sólo a aquellas que deseo llamar. Las que no quiero que vengan saben que no son bienvenidas, y no contestan a mi llamada secreta.
Se quedó un momento pensativa antes de decir:
—Supongo que, aunque trato de comprenderlos, los estorninos y las urracas no son mis favoritos.
—¿Por qué no? —preguntó el marqués.
—Porque son ladrones por naturaleza. Y también peleadores, ruidosos y vulgares.
El marqués se echó a reír.
—¡Vaya que si les ha dado usted malas calificaciones! —exclamó—. ¿Qué otros pájaros le desagradan?
—Cucú, por supuesto. Su vida es una larga historia de robos, asesinatos y abusos de toda clase.
—Estoy de acuerdo en eso —contestó el marqués—, pero nunca había oído a nadie exponerlo con tanta vehemencia.
—Mata a todos los pajaritos recién nacidos que encuentra en el nido en el que se introduce. Después, sus padres adoptivos se convierten en sus esclavos y cuando es lo bastante grande para volar, los somete a la obligación de darle de comer. ¡Los pobres pájaros tienen que encontrar comida para este bravucón de potente pico y apetito insaciable, que ha asesinado a sus pequeños!
El marqués volvió a reír.
—Usted hace que los pájaros me parezcan más reales que los seres humanos.
—Eso es lo que son para mí —respondió Mina—. Supongo que han tomado ese lugar porque he estado sola durante tanto tiempo.
Vio la sorpresa reflejada en los ojos del marqués y comprendió que una vez más estaba hablando como ella misma y no como Christine.
Como se sintió turbada, se levantó de la piedra en la que había estado sentada.
—Creo que debo volver a la casa, puesto que ya casi es hora de almorzar —dijo.
—Tiene razón —reconoció el marqués—. Y debe decirme qué le gustaría hacer después de que hayamos comido… a menos que quiera usted descansar.
—¿Cómo podría desperdiciar el tiempo en algo tan tonto, cuando hay tantas cosas para explorar en su propiedad? —preguntó Mina.
—Entonces le llevaré a dar un paseo en carruaje. Hay mucho para ver, además del jardín.
Esperaba que Mina le dijera cuánto le agradaba la idea; pero al ver que no hablaba, se dio cuenta de que estaba mirando hacia adelante de ellos, al lugar donde estaban los palomares.
Las palomas blancas de la marquesa, vistas contra el fondo suave de los muros de Vent Royal, parecían salidas de un cuento de hadas. Cuando Mina se acercó a ellas, varias se elevaron por el aire y revolotearon como si hubieran acudido a saludarla.
Al ver aquello, el marqués se quedó inmóvil. Mina avanzó unos pasos y entonces abrió los brazos hacia las palomas, echando un poco la cabeza hacia atrás, como si las llamara.
Las palomas descendieron hacia ella. Se colocaron una en cada mano, dos sobre sus hombros y varias otras se contentaron con revolotear a sus pies.
Era una escena tan hermosa, tan espontánea e inesperada, que el marqués comprendió que jamás había pensado ver nada semejante en su propio jardín.
Y, sin embargo, había una indiscutible perfección en la escena. Era como si, de alguna forma extraña, hubiera sucedido muchas veces antes y formara parte natural del ambiente, como las flores, el jardín, el cielo, y el propio Vent Royal.
Al verla, el marqués sintió que retrocedía en el tiempo y estaba viendo un cuadro que había existido siglos atrás.
Tal vez había sido en el principio de la creación, cuando la diosa Afrodita, a quien las palomas habían sido dedicadas, descendió del Olimpo para hacerlas suyas.