Capítulo 2

EL carruaje se puso en marcha y Catherine se volvió hacia el primer ministro.

—¿Quién es ese hombre Vasilos? —preguntó con curiosidad.

—Es un revolucionario —respondió el primer ministro—. Un hombre que crea problemas adonde quiera que va. Las tropas tienen instrucciones de dispararle cuando lo vean, pero algunos son tan tontos que no lo reconocen.

Miró al Capitán Petlos mientras hablaba, pero pensando que no sería digno regañarlo delante de los visitantes, dijo en tono conciliador:

—Pero no debe tener miedo, lady Catherine. Le aseguro que en cuanto lleguemos al palacio el mariscal ordenará que lo busquen y lo encuentren donde quiera que esté. Entonces ya no volveremos a oír hablar de él.

Theola miró de reojo al capitán. Éste estaba muy pálido y era obvio que tenía miedo.

No entendía bien lo que estaba ocurriendo, pero estaba segura de que era algo importante.

Si Alexius Vasilos era en realidad un miembro de la familia reinante anterior, ¿por qué iba vestido como campesino? ¿Y por qué aparentemente vivía en los arrabales por los que acababan de pasar?

Sin duda alguna habían tratado de matarlo o capturarlo desde hacía algún tiempo. Y siendo así, era extraordinario que hubiera tenido el valor de salir en auxilio de la niña herida.

¡Todo era muy confuso, pero a la vez muy intrigante! Y había algo más que necesitaba una explicación.

¿Por qué estaban tan tranquilas y desiertas las partes más pobres de la ciudad?

Una vez que el cortejo salió de esa área, de nuevo encontraron arcos de flores, banderas y multitudes que los aclamaban.

Ahora aparecía el retrato de Catherine por todas partes, en postes, en las fachadas de las casas, etc.

Catherine observó a la multitud que la aclamaba, y pareció complacida.

—¡Todos tienen mi retrato! —exclamó dirigiéndose al primer ministro.

—Para ellos es algo muy importante, lady Catherine —respondió él—, la reciben como a su futura Reina, no sólo porque es inglesa y muy bella, sino por la leyenda.

—¿Cuál leyenda? —preguntó Catherine.

—Hay una antigua profecía que dice que cuando una princesa rubia y de piel blanca, venga del otro lado del mar a reinar en Kavonia, entonces el país gozará de paz y prosperidad.

—¡Qué interesante! —comentó Catherine.

—Tan pronto como vi su retrato, lady Catherine, supe que usted era la princesa de la leyenda —dijo el primer ministro.

—Pero yo no soy una princesa —respondió Catherine casi a la fuerza.

—En realidad, la palabra usada en la leyenda quiere decir hermosa dama de mucha importancia.

Catherine sonrió complacida, pero Theola estaba segura de que el primer ministro había animando a la multitud dándole mucha publicidad a la historia.

Entonces se dijo que estaba dejando volar demasiado su imaginación. Por supuesto que el pueblo deseaba que su Rey se casara y estaba dispuesto a celebrarlo.

Catherine sonreía y saludaba, aparecía muy inglesa y muy atractiva con su vestido azul pálido que hacía juego con el color de sus ojos.

Atravesaron una gran plaza y varias avenidas con hermosas casas rodeadas de jardines. Más adelante, apareció el palacio.

Era, muy impresionante y al acercarse, Theola se dio cuenta de que era una réplica del Palacio de Schönbrunn en Viena.

El parque estaba decorado con fuentes y estatuas; los soldados de la guardia llevaban uniformes de mucho colorido, así como los invitados que esperaban en las gradas del palacio.

Las joyas de las mujeres y las condecoraciones de los hombres brillaban bajo la luz del sol, la cual parecía envolverlo todo como si se tratara de una bendición del cielo.

Cuando el carruaje se detuvo, Theola vio avanzar hacia ellos a un hombre ataviado con un uniforme blanco y supuso que debía ser el Rey.

Todo aquello era muy dramático y se preguntó si el corazón de Catherine estaría latiendo con fuerza ante la idea de conocer a su futuro esposo.

Cuando el Rey se acercó, Theola se sintió desilusionada.

Hasta ahora todo había parecido parte de un cuento de hadas y tan romántico que ella había imaginado al Rey alto y muy bien parecido, quizá con facciones griegas como las de Alexius Vasilos.

Entonces recordó que el Rey era un Habsburgo, y éste no era el príncipe encantado que ella había esperado ver, sino un hombre de tipo muy común, no muy alto, ligeramente corpulento y con aire arrogante y frío como el de Catherine.

«Quizá estén bien el uno para el otro», pensó Theola.

Caminando detrás de Catherine, hizo una reverencia muy profunda.

Había tanto que mirar y tantas cosas que le llamaban la atención que no fue sino hasta dos horas más tarde cuando Theola tuvo tiempo de pensar en sí misma y recordó que su vestido estaba manchado de sangre.

Había sido presentada a un gran número de personas que hablaban alemán y que sin duda eran austriacas.

Y ahora que reflexionaba sobre esto, no recordaba haber sido presentada a un solo kavoniano.

Tuvo la sensación de que ella y Catherine eran como animales raros en un zoológico, pues los ojos de todos estaban fijos en las dos y sus exclamaciones más sencillas eran recibidas con la mayor atención.

«Catherine debe estar feliz de sentirse tan importante», pensó ella.

Y no cabía duda de que su prima parecía estar divirtiéndose por primera vez desde que habían salido de Inglaterra.

Hasta el duque se mostraba en extremo afable, lo cual era extraño en él.

Cuando por fin Catherine se encontró a solas con Theola en el espléndido salón blanco y oro que era parte de los apartamentos de la Reina, exclamó:

—¡Mamá tenía razón! ¡Voy a disfrutar de ser Reina!

—Pensé que así sería —dijo Theola—, además, la gente se mostró muy complacida al verte.

—Por supuesto —señaló Catherine—. El primer ministro me repitió una y otra vez lo encantados que estaban de que una mujer inglesa viniera a ocupar el trono.

—Yo me refería a los kavonianos —observó Theola.

—Ah, ellos —dijo Catherine—. Sin duda disfrutarán de las fiestas de la boda que el Rey me asegura se prolongarán durante mucho tiempo.

—¿Te das cuenta de que no existe un solo hospital en Zanthos? —preguntó Theola.

—¡Eso no es mi problema! —espetó Catherine—, y si aún piensas en esa niña por quien te portaste de manera tan vergonzosa, olvídala.

Theola no respondió y después de un momento Catherine continuó:

—Si ésa es la manera como piensas comportarte, entonces le pediré a papá que te lleve de regreso a casa con él. Es posible que lo haga de todas maneras. Estoy segura de que aquí hay muchas señoras austriacas que estarían encantadas de ser mis damas de compañía.

Theola contuvo la respiración.

Sabía muy bien la clase de vida que la esperaba en Inglaterra y en ningún momento había pensado en la posibilidad de que Catherine la enviara de regreso tan pronto.

—Lo… siento —dijo humildemente.

—Y debes hacerlo —declaró Catherine—. Pero por favor… compórtate en el futuro, Theola. Pude comprobar que el primer ministro estaba muy molesto por la forma como evitaste que mataran a ese rebelde.

Theola hizo un esfuerzo para contener las palabras que amenazaban brotar de sus labios y en su lugar dijo:

—¿Puedo ir a mi habitación a cambiarme de ropa? Creo que me necesitarás dentro de una hora cuando nos reunamos con el Rey en una recepción.

—Sí, pero date prisa. Quiero que le expliques a las doncellas la forma adecuada de vestirme y tú misma deberás encargarte del peinado.

—Sí, por supuesto —respondió Theola.

Una doncella la llevó a su habitación que se encontraba al lado del enorme e impresionante dormitorio de Catherine.

El dormitorio de la Reina era muy bello y era indudable de que los muebles habían sido traídos de Viena.

En lugar de chimeneas, las habitaciones del palacio tenían estufas de cerámica, réplica de las del palacio vienés.

Los cuadros que adornaban las paredes eran todos retratos de ancestros del Rey o paisajes de Austria.

Si Kavonia tenía una cultura propia, ésta ciertamente no se evidenciaba en el palacio.

Su propio dormitorio, aunque mucho más pequeño que el de Catherine, era cómodo y también de un estilo muy vienés.

Dos doncellas se encontraban desempacando las baúles de Theola y cuando ella les dio las gracias en su idioma, éstas se sorprendieron y la miraron con caras sonrientes.

Una de ellas era muy joven y la otra, que sin duda la estaba entrenando, era mayor.

—¿Usted habla nuestra lengua, fraulein? —exclamó emocionada.

—Trato de hacerlo —respondió Theola—, y ustedes deben ayudarme porque llevo poco tiempo aprendiendo.

—En el palacio tenemos que hablar alemán, señorita —explicó la doncella.

—No cuando estén conmigo —respondió Theola—. Me ayudaría mucho si me hablaran en su idioma, así será más fácil aprenderlo. Las doncellas se sintieron fascinadas ante la idea, Theola pensó en que Catherine se molestaría si demoraba mucho en cambiarse.

No le resultaba difícil escoger lo que iba a ponerse, pues la duquesa, como de costumbre, había sido muy parca al comprarle ropa.

—Nadie se fijará en ti, Theola —le había dicho—, y cuanto menos llames la atención, mejor.

Por lo tanto; le había escogido las telas más baratas y los colores más opacos.

Aunque ella y su madre habían tenido poco dinero para gastar, confeccionaban sus propios vestidos, escogiendo siempre colores pastel que le gustaban mucho a su padre y que Theola sabía, le venían muy bien.

Era de la misma estatura que Catherine, pero mucho más delgada, principalmente porque la habían hecho trabajar tan duro; además, sus facciones eran mucho más delicadas.

En cierta ocasión, cuando Theola era pequeña, le había dicho a su padre:

—¡Me gustaría parecerme a una diosa griega, papá! Entonces tú me amarías tanto como amas a las estatuas de Afrodita.

—Te amo mucho más que a cualquier diosa hecha de mármol o pintada sobre un lienzo —le había contestado su padre. Envolvió a su hija en sus brazos y le dijo:

—Quizá nunca te parezcas a Afrodita, hija mía, pero estoy seguro de que causarás el mismo impacto en el corazón de muchos hombres.

—Pero yo quiero parecer griega —insistió Theola.

—Y eso es lo que pareces —dijo Richard Warring—, pero no como una diosa del monte Olimpo, sino más bien como una de las ninfas que habitaban en la isla de Delos y que salían del mar para servir al dios de la luz.

—¡Háblame de él, por favor! —suplicó Theola.

—Se llamaba Apolo —le contestó su padre—, y cuando yo visité Delos, sentí que en el aire aún vibraba su presencia.

—No te entiendo —dijo Theola.

—Es difícil de explicar —respondió Richard Warring—, pero donde vivían los dioses, en especial Apolo, hay una luz especial y extraña que brilla en el aire, como el batir de alas de plata y el correr de ruedas de plata.

Richard Warring había hablado casi como en un trance y Theola lo había escuchado sin entender, pero disfrutando del tono de su voz.

—Y donde existían dioses, siempre había ninfas junto a los arroyos y en la espuma del mar.

Suspiró antes de continuar.

—Apolo conquistó al mundo por su belleza. No tenía ningún otro recurso, ni ejército, ni marina, ni gobierno, pero trajo luz a la mente humana y lo adoraban mientras saltaba a la luz del sol.

Richard Warring tenía la capacidad de hacer que todo aquello pareciera real porque él así lo creía y le brindó a Theola un mundo de belleza del cual ella pasó a formar parte.

Desde aquel momento ella también adoró a Apolo, pues para ella, él personificaba al amor… el amor que más adelante ella esperaba encontrar en un hombre.

Con el pasar de los años empezó a entender por qué su padre decía que ella parecía una ninfa griega.

Su cara tenía la forma de un corazón y en ella destacaban sus grandes ojos.

Éstos, aunque ella no se diera cuenta, encerraban un misterio en sus profundidades, como si estuviera viendo aquel mundo desconocido con el cual su padre parecía estar tan familiarizado.

Su cabello era claro, pero no del color de oro de los de Catherine. Era de un tono muy pálido, al grado de dar la impresión de ser transparente, pero despedían destellos de luz que le daban vida.

Su piel era muy blanca, por lo que los colores oscuros y tristes que su tía elegía para que se vistiera las hacían parecer marchita.

En ocasiones, Theola se preguntaba si la duquesa estaría tratando de extinguir en ella la luz de la que su padre le hablara y que ella sabía, brillaba dentro de su alma.

Viviendo en el castillo, maltratada y regañada, le resultaba difícil recordar los días en los cuales le había parecido bailar en el aire y formar parte de la belleza que su padre parecía siempre llevar consigo.

Nada más cuando se encontraba a solas en la oscuridad de la noche recordaba lo que su padre le dijera:

—En el silencio se escucha la voz del dios llamando a los hombres para que busquen en su interior la claridad de la luz sagrada.

—¿Qué vestido se va a poner, señorita? —preguntó la mayor de las doncellas, interrumpiendo sus pensamientos.

Sintió deseos de responder que no importaba, pues todos eran tan feos que nadie se fijaría en ella.

Catherine llevaría a la recepción un vestido blanco adornado con pequeñas rosas y cintas azules. Había sido diseñado para enmarcar su belleza blanca y su cabello de oro, para que diera la impresión de ser la esposa ideal.

Theola sólo podía escoger entre gris, café oscuro y azul oscuro.

—Me pondré el gris —dijo como autómata.

Cuando se lo puso, se acomodó el cabello sin siquiera mirarse al espejo.

Y aunque se apresuró a regresar a la habitación de su prima, ésta ya se encontraba furiosa.

—¡Dile a estas idiotas que encuentren mis medias de seda! —gritó cuando Theola entró en la habitación.

Habló en inglés y aunque las doncellas no entendieron lo que decía, su ira no pasó inadvertida por el tono de su voz. Theola advirtió que las mujeres estaban preocupadas y asustadas.

Estaba segura que deseaban complacerla, pero Catherine, con su habitual impaciencia, esperaba que los sirvientes adivinaran lo que ella quería. Ni siquiera se tomaba la molestia de explicar sus deseos con claridad.

Theola buscó las medias y le explicó a las doncellas en su idioma la forma en que su nueva ama deseaba ser atendida.

Las mujeres sonrieron y se apresuraron a obedecer sus instrucciones mientras que Catherine, al contemplarse en el espejo empezó a calmarse.

—En realidad este vestido me queda muy bien —dijo—. No creo que haya otro igual en el palacio.

—Vas a opacar a todos —dijo Theola con sinceridad.

—Eso es lo que deseo —replicó Catherine—, y en el futuro encargaré todos mis vestidos a París.

—Resultará muy costoso —observó Theola.

Catherine se encogió de hombros.

—El dinero se buscará… de eso puedes estar segura —contestó ella—, aunque el primer ministro me dijo que su deuda exterior es muy cuantiosa.

—¡Espero que no sea cierto! —exclamó Theola.

Catherine la miró sorprendida.

—¿Por qué ha de preocuparte? A mí no me importa.

—Eso significa mayores impuestos para el pueblo —respondió Theola—. ¿Te imaginas cuánto habrán tenido que pagar ya para costear la construcción de este palacio?

—¿Y por qué no? —preguntó Catherine—. No esperarán que su Rey viva en una cabaña, ¿verdad?

Su voz tenía un tono agresivo.

Con dificultad, Theola se contuvo para no decirle que aquella enorme extravagancia no concordaba con el hecho de que se suponía que no había dinero para construir un hospital.

Pero sabía que no tenía objeto decirle aquello a Catherine pues ella se preocupaba sólo por sí misma y por su apariencia.

Theola evocó la pobreza de la habitación en la cual habían dejado a la niña herida.

El suelo estaba descubierto y no había comodidades de ningún tipo. Dos sillas de madera, una mesa y una cama en un rincón, constituían todo el mobiliario, y tanto la madre como la hija parecían mal alimentadas.

No le resultaba difícil comprender por qué el Capitán Petlos le comentara que había «inquietud» entre los kavonianos. Cómo no iba a ser así, cuando el Rey gastaba enormes sumas en su palacio y nada se hacía por los pobres.

Rezó porque los soldados no encontraran a Alexius Vasilos.

Él la había mirado con desprecio porque la consideraba parte del régimen contra el cual estaba luchando.

Pero era el hombre, mejor parecido que ella jamás había visto. Podía haber sido el modelo de Apolo, según lo había descrito su padre.

Nada creado por los griegos fue tan magnífico como este joven, que arrancó la oscuridad del alma de los hombres para penetrar a la luz divina, le había dicho su padre en cierta ocasión.

«¿Sería eso lo que Alexius Vasilos estaba tratando de hacer por la gente de Kavonia?», se preguntó Theola.

Quizá no era más que un anarquista que odiaba la ley y el orden y deseaba crear el caos sin tener nada que ofrecer a cambio.

Pero entonces, se dijo, nadie podía ser tan hermoso o parecerse a Apolo y no pertenecer al grupo de quienes dieron al mundo «la gloria de los dioses».

«Es posible que un día logre todo cuanto desea», pensó Theola y se preguntó si lo volvería a ver.

En realidad parecía difícil, pues cuando se reunió con la corte de dignatarios, todos resultaron ser austriacos.

—¿Ha vivido mucho tiempo aquí? —le preguntó a una señora.

—Vine a Kavonia hace diez años —respondió aquélla—. Su Majestad desea estar rodeado de sus compatriotas.

—¿Y no le importó dejar Austria?

—A veces sentía nostalgia —respondió la dama—, pero ahora hay un gran número de nosotros aquí y muchos estamos emparentados. Kavonia tiene un clima delicioso. ¡Ése es su mayor atractivo!

Theola se enteró de que una o dos veces a la semana se celebraban bailes ya fuera en palacio o en la mansión de alguno de los cortesanos.

Había un teatro donde los actores locales representaban obras y de vez en cuando era visitado por actores griegos o italianos.

—Somos una comunidad muy alegre —le dijo un caballero a Theola—, y estoy seguro, señorita Warring, de que usted encontrará muchas cosas en qué entretenerse.

—Espero tener la oportunidad de poder explorar todo el país —respondió Theola.

El caballero la miró sorprendido.

—Cualquier cosa de importancia ocurre en la capital —respondió él—. Claro que existe la caza del jabalí, pero dudo que usted disfrute de eso. Sin embargo, para las damas hay mucho que hacer en la corte y le aseguro que caras bonitas como la suya y por supuesto como la de nuestra futura Reina, son muy bien recibidas.

Había varios jóvenes austriacos solteros que resultaron ser oficiales del ejército, pero Theola encontró que eran muy pedantes y resultaba difícil mantener una conversación con ellos.

Suponía que aunque le demostraban cierto respeto por ser sobrina del duque y prima de Catherine, en general, no les impresionaba su aspecto ni la manera como la trataban sus parientes.

Estaba convencida de que pronto la iban a hacer a un lado y a calificarla como una persona sin importancia.

Era una profecía que se iba a cumplir.

Los regaños en público por parte del duque y de Catherine pronto fueron notados por los estirados austriacos.

En Viena eran famosos por su estricto protocolo, el cual era tan exagerado que casi no podían llevarse un vaso a la boca sin el peligro de infringir alguna regla de etiqueta.

—Me dicen que en Viena está bien visto que las damas lleven puestos sus guantes aun durante la cena.

—¡Qué ridículo! —exclamó Theola—. No puedo imaginar algo más incómodo. ¡Debió ser inventado por alguna Reina con manos muy feas!

—Me han dicho que eso es exactamente lo que dijo la Emperatriz Elizabeth, escandalizando a toda la corte —comentó Catherine.

—Bueno, espero que tú no seas partidaria de una costumbre semejante —dijo Theola—. A nadie le gustaría, dado el calor que hace.

—Quizá lo tome en cuenta —respondió Catherine con arrogancia.

Theola notó que su prima, a medida que pasaban los días se portaba más altanera y eso era porque estaba imitando al Rey.

Theola encontraba que el Rey era pomposo y aburrido e increíblemente engreído.

Con cierto deleite veía cómo al duque le resultaba cada vez más difícil soportar a su futuro yerno, que lo ignoraba como si sus palabras no tuvieran la menor importancia.

Era obvio que los cortesanos temían al Rey y Theola estaba segura de que éste debía ser despiadado en extremo como gobernante.

Por la manera como trataba a los sirvientes y oficiales menores, era fácil adivinar que era un autócrata que pensaba solamente en sí mismo.

Theola hubiera sentido lástima por Catherine si no hubiera sido porque su prima encontraba que el comportamiento del Rey Ferdinand era perfecto en todo sentido y estaba decidida a imitarlo.

A menudo, cuando Theola entraba en el dormitorio de su prima, encontraba a las doncellas llorando y aunque nunca la vio hacerlo, sospechaba que aquélla las golpeaba al igual que la duquesa había golpeado a Theola cuando estaban en el castillo.

Como Catherine era demasiado impaciente para enseñarles cualquier cosa a sus doncellas, quería que Theola se encargara del más mínimo de sus deseos. Así que si Theola había tenido poco tiempo libre en el castillo, ahora tenía mucho menos.

Pero a la vez, estaba casi segura de que después de la boda no la enviarían de regreso a Inglaterra, pues Catherine no iba a poder arreglárselas sin ella y en cierta forma, aquello era un alivio.

Sin embargo, empezó a temer que jamás tendría la oportunidad de ver otra cosa que no fueran los exquisitos interiores del palacio y los jardines que lo rodeaban.

—¿Nunca se organizan paseos por la ciudad o sus alrededores? —le preguntó al Capitán Petlos.

—Muy rara vez —respondió él—, y jamás en esta época del año. Las damas sienten que hace demasiado calor.

—Me gustaría poder cabalgar por el campo —confesó Theola con una sonrisa.

—Quizá pueda hacerlo después de la boda —respondió el capitán—, pero si lo sugiriera ahora, provocará comentarios adversos, ya que nadie más lo hace.

Theola suspiró y dijo:

—Quizá le parezca malcriada, pero me siento limitada porque jamás salimos del palacio.

—A menudo yo también me siento así —respondió el Capitán Petlos—, pero al menos tengo la oportunidad de alejarme cuando el mariscal tiene que ir a inspeccionar las tropas en otras partes del país.

—Hay tanto que quisiera ver —dijo Theola.

Estaba pensando en las montañas y en las flores, los valles y los grandes bosques, en los cuales había oído decir, habitaban osos, linces y gatos salvajes.

—Tendrá que convencer a su prima para que cuando sea Reina, salga a pasear al campo —sugirió el capitán.

Pero Theola estaba segura de que a Catherine no le entusiasmaría la idea.

Estaría completamente satisfecha de poder reinar la pequeña corte y entretenerse con las intrigas, chismes y diversiones que se desarrollaban día a día.

—No debo quejarme —se dijo Theola—, debería estar agradecida por estar aquí y no en el castillo.

Había visto muy poco a su tío pues éste se la pasaba ocupado de invitación en invitación, no obstante, dos días antes de la boda, la mandó llamar.

Entró en la sala de estar de la Reina donde su tío la esperaba, temiendo que quizá hubiera decidido llevarla de regreso a casa.

—Quiero hablar contigo, Theola —le dijo.

—Dime, tío Séptimus.

—Me marcharé el día después de la boda —le Informó—, y como Catherine te tiene muy ocupada, quizá no tenga oportunidad de volver a hablar contigo antes de partir.

—Sí, tío Séptimus.

—Te quedarás en Kavonia hasta que ya no le seas útil a Catherine —dijo el duque—, pero quiero que una cosa quede muy clara.

—¿De qué se trata, tío Séptimus?

—Te deberás comportar con mucha propiedad y en ningún momento te interesarás por ningún hombre, ni dejarás que nadie se interese por ti.

Theola lo miró sorprendida.

—No… no… entiendo.

—Entonces hablaré más claro —apuntó el duque—. Ya sea que vivas en Kavonia o en Inglaterra, tú aún estás bajo mi tutela, Theola, y no puedes casarte sin mi consentimiento, el cual jamás pienso dar.

—¿Mientras estoy aquí… tío Séptimus?

—Dondequiera que estés. Como ya te dije antes, tu madre trajo la vergüenza a nuestro apellido. No tengo la intención de tenerle que explicar a un hombre que desee casarse contigo, que tu madre se casó con alguien que era poco más que un sirviente.

El tono de disgusto en la voz del duque resultó más difícil de tolerar que sus propias palabras. Theola apretó los puños para controlarse y no hablar en defensa de su padre.

—Aquí te han aceptado como mi sobrina y prima de Catherine —continuó el duque—, y no hay razón para que se enteren de la desgracia de tu madre. Pero tú lo sabes y también lo sé yo. Por eso permanecerás soltera, Theola, pagando la culpa de tus padres hasta el día de tu muerte.

—Tío Sép… Séptimus… comenzó a decir Theola, pero su tío la interrumpió gritando.

—¡No te atrevas a discutir conmigo! No hay nada más que decir al respecto, a no ser que tú te comportarás y harás lo que yo te he ordenado. ¡Cualquier detalle en contra y Catherine tiene órdenes de enviarte de regreso inmediatamente! Allí te castigaremos de una forma que te hará arrepentirte de haberme desobedecido. ¿Me entiendes?

—Sí… entiendo… tío Séptimus.

—Entonces, eso es todo lo que tengo que decirte —dijo el duque—. Eres muy afortunada en que Catherine te encuentre útil. De otra manera no estarías aquí, y yo no me iría sin ti. Puedes demostrar tu gratitud de una manera práctica… asegúrate de hacerlo.

El duque se dio vuelta y salió del salón.

Cerró la puerta tras de sí y Theola, al quedar a solas, se cubrió el rostro con las manos.

No podía creer que lo que le habían dicho fuera cierto; que nunca se podría casar; que jamás conocería la dicha y la felicidad que sus padres habían encontrado juntos.

Le parecía imposible que su tío no pudiera comprender lo excepcional que había sido su padre.

Todos en Oxford habían comentado sobre la inteligencia de Richard Warring. Había sido nombrado profesor de la universidad y la mayoría lo respetaba y admiraba por su cultura y por su manera de ser.

Cuando murió, Theola recibió cientos de cartas de condolencia en las que hablaban de sus muchas cualidades, cartas que jamás se atrevió a enseñarle a su tío.

Estaba segura de que él se negaría a leerlas y sin duda se las quitaría.

Todo cuanto había tenido en su casa y que ella había considerado como suyo, a la muerte de su padre había sido vendido o tirado a la basura.

El duque sólo le permitió traer al castillo su ropa y lo que es más, el poco dinero que sus padres le dejaron le fue confiscado.

—¿Me podrías dar algo de dinero, tío Séptimus? Creo que lo necesitaré para mis necesidades personales.

—¿Y cuáles pueden ser? —preguntó el duque con hostilidad.

—Yo… yo quizá desee comprar algo de ropa de vez en cuando —respondió Theola—, o para dar propinas a los sirvientes.

—Como tú casi serás una sirvienta, ellos no la esperarán de ti —replicó el duque—, y en cuanto a ropa… sin duda Catherine te proveerá de lo que necesites.

—Pero no puedo irme con la bolsa vacía —protestó Theola.

—Pues en ese caso, te sugiero que dejes la bolsa —respondió el duque.

Aquélla era una posición muy humillante para ella y su único consuelo era que escondía unas monedas de oro en una cajita.

Su padre se las había regalado en uno de sus cumpleaños porque cada una de ellas conmemoraba una fecha importante en su vida.

Una llevaba grabada la fecha 1855, el año de su nacimiento. Otra había sido acuñada en 1868, en año en que había sido confirmada, y la tercera, se la había regalado al cumplir quince años.

—Cuando tengas suficientes, te mandaremos hacer una pulsera —le había dicho su madre.

—¡Qué divertido, mamá! —respondió Theola.

Pero ya no había recibido más monedas y aquéllas eran, literalmente, todo el dinero que poseía.

Había decidido no gastarlas, a menos que se presentara una emergencia.

Sin embargo, se había sentido tan impresionada ante las heridas de la niña que había dejado una de las monedas en aquella miserable casa.

No se arrepentía. Pero a la vez se preguntaba qué sucedería cuando se viera obligada a pedirle un vestido nuevo a su prima, pues ésta era tan avara como sus tíos.

«Quizá me de uno de los suyos viejos», pensó Theola.

Se preguntó cómo se sentiría llevar uno de aquellos elegantes y elaborados trajes con los que Catherine había impresionado a las damas de la corte.

Las crinolinas ya no estaban de moda desde hacía cinco años. Ahora los vestidos se recogían hacia atrás para caer como una cascada de lazos, encajes y bordados que se convertían en una elegante cola. Los vestidos de tarde se usaban con los hombros descubiertos y los corpiños modelaban la figura.

Pero sus vestidos, por instrucciones de la duquesa, le quedaban sueltos y no tenían caída.

La sobriedad de éstos hacia que Theola sintiera que su apariencia era humilde.

«Si sólo apareciera un hada que me tocara con su varita mágica», pensó mientras se vestía para la cena «y me diera un vestido que rodeara mis hombros como una nube y cayera a mis espaldas como una ola».

Pero sabía que más bien parecía una sombra cuando seguía a su resplandeciente prima que ostentaba las joyas que el Rey le había obsequiado.

—¡Sólo dos días más! —exclamó Catherine cuando se retiraron después de una velada en la cual hubo una representación teatral seguida de un baile.

—¿Estás impaciente porque llegue el día de tu boda? —preguntó Theola.

—¡Seré una Reina! —respondió Catherine.

—¿Y… serás feliz… con el Rey Ferdinand?

Theola hizo la pregunta despacio, esperando que Catherine no lo considerara como una impertinencia.

—Lo encuentro agradable —repuso Catherine después de un momento. Hubo una pausa, como si escogiera las palabras—, y admiro su manera de gobernar el país.

—¿Te ha hablado sobre eso? —preguntó Theola.

—Me ha dicho que es necesario tratar a los ciudadanos con mano dura y que deben mantenerse bajo control —contestó Catherine—. Son en parte griegos y por lo tanto, se exaltan con facilidad.

—Pero es su país —dijo Theola sin pensar.

—Por el contrario, es de Ferdinand —respondió Catherine—, y él me ha dicho lo mucho que ya ha hecho para mejorar las relaciones internacionales de Kavonia.

—¿De qué manera? —preguntó Theola.

—Otros monarcas lo ven con respeto. Después de todo, ha reinado durante doce años y mira lo que ha hecho en tan poco tiempo.

—¿Y qué es lo que ha… hecho? —preguntó Theola con cautela.

—¿Has visto el palacio? —preguntó Catherine—. Cuando él llegó era un edificio viejo y sin importancia y la ciudad no era más que un grupo de casas en ruinas sin una sola tienda decente. Las damas tenían que ir a Nápoles o a Atenas para conseguir encajes y cintas.

Theola guardó silencio.

Pensó que en realidad no había nada que decir. A Catherine no le importaban los sentimientos ni los sufrimientos de la gente. Y ella misma sabía muy poco acerca de eso.

—Debo irme a la cama —dijo Catherine—. No deseo estar cansada mañana cuando recibamos a los invitados que llegarán para la boda al día siguiente.

—¿Y no estás nerviosa? —preguntó Theola.

—¿Por qué iba a estarlo? —respondió Catherine—. Como tú bien sabes, estoy preparada para ser una Reina, además, seré una novia muy bonita.

—Por supuesto —asintió Theola.

—La catedral no es muy grande, pero supongo que todos lograrán entrar de alguna manera.

—Supongo que la religión oficial de Kavonia ha de ser la ortodoxa griega —observó Theola un tanto desconcertada.

—Eso creo —respondió Catherine con indiferencia—, pero el Rey es católico. Sin embargo, ha decidido casarse en la catedral griega, ya que es mucho más impresionante que la iglesia católica que es muy pequeña.

—¿Y puede hacer eso? —preguntó Theola.

—¡Ferdinand puede hacer cualquier cosa! —respondió Catherine orgullosa—. Por supuesto que el estúpido arzobispo se ha negado a participar en la ceremonia y se ha retirado muy molesto, a su monasterio en las montañas.

Se rió burlonamente.

—Quizá la celebración de un matrimonio católico en una iglesia ortodoxa griega pueda causar resentimientos entre los kavonianos —observó Theola con voz baja.

—¿A quién le importa? —preguntó Catherine—. Me casaré, no importa quién conduzca la ceremonia y después, me coronarán Reina.

Theola no dijo nada. Pero estaba segura que si el Rey se apoderaba de la catedral para su boda e introducía sacerdotes de otro credo en ella, aquello se consideraría un insulto sin precedentes.

Catherine se dirigió al dormitorio donde las doncellas la esperaban para ayudarla a desvestirse.

—Tan pronto como esté casada, voy a cambiar el color de las cortinas de estas habitaciones —dijo—. No creo que el rosa me favorezca mucho. El azul será mucho más efectivo. Tampoco los sofás son muy cómodos.

—Debe resultar muy costoso volver a decorar todo el salón —señalo Theola.

—¿Qué importan los gastos? —preguntó Catherine—. Los materiales pueden traerse de París o de Viena y me gustaría un candelabro de cristal veneciano.

Esperó a que Theola le abriera la puerta del dormitorio y en ese momento la puerta de la sala de estar se abrió de golpe.

Las dos mujeres se volvieron y descubrieron al duque parado en la puerta.

Iba vestido de etiqueta y llevaba puestas sus condecoraciones, pero la expresión de su rostro hizo que Theola contuviera la respiración.

—¡Pronto, Catherine! —exclamó él. Cámbiate y ponte tu ropa de montar. ¡Nos vamos de inmediato!

—¿Nos vamos, papá? ¿Qué quieres decir?

—A ti y al Rey los van a llevar a un lugar seguro —respondió el duque—. ¡No hay tiempo que perder!

—¿Pero por qué? —gritó Catherine—. ¿Y por qué no estamos seguros aquí?

—Porque ha estallado una revolución —respondió el duque—. El primer ministro considera que es algo que se resolverá en un par de días, pero no pueden arriesgarse a que el Rey o tú corran peligro.

—¡Papá! ¡Papá! —gritó Catherine perdiendo toda su compostura y con expresión de miedo en el rostro.

—¡Haz lo que te digo, Catherine! —gritó su padre—. Ponte tu ropa de montar y procura estar lista en cinco minutos.

Catherine dejó escapar un grito de horror. Entonces, cuando el duque se disponía a abandonar la habitación, Theola preguntó.

—¿Debo acompañar a Catherine, tío Séptimus?

Él la miró de soslayo.

—Tú no estás en peligro, pues eres ciudadana británica —repuso él—. ¡Quédate aquí! Pediré a alguien que te cuide.