Capítulo 1
«Por fin estoy aquí», pensó Theola y casi no pudo evitar gritarlo.
Aun después de abandonar Inglaterra, le había parecido que nunca llegarían a Kavonia.
Pero el barco que las había llevado desde Marsella había atracado y en el muelle podía distinguir a un gran número de dignatarios que habían venido a recibir a Catherine.
Para Theola había sido como un milagro el que le hubieran permitido viajar con su tío, el Duque de Wellesbourne y su prima, lady Catherine Bourne, en aquel viaje que culminaría con la coronación de su prima como Reina de Kavonia.
Sin embargo, Theola era consciente de que su inclusión en el cortejo no se debía al afecto que sus parientes pudieran profesarle, sino porque no habían podido encontrar a nadie más que quisiera actuar como dama de compañía de Catherine.
Las demás familias a quienes se había invitado para que alguna de sus hijas ocupara el puesto, habían declinado la invitación alegando que no deseaban enviar a sus hijas a un lugar tan lejana en aquellos momentos en que había tanta intranquilidad en Europa.
—Necios, cobardes —había, gruñido el duque mientras abrían las cartas a la hora del desayuno.
—Espero que el país esté en calma —observó la duquesa desde el otro lado de la mesa.
—Por supuesto que lo está —le aseguró el duque—. Como tú ya sabes, Adelaida, Kavonia ha sido un estado independiente durante muchos años, y ahora que las cosas se han calmado en Grecia bajo el reinado de Jorge, no hay por qué temer por la soberanía de Ferdinand. Después de todo, él ya ha reinado durante doce años sin ningún problema.
La duquesa permaneció en silencio y Catherine exclamó con petulancia:
—¡Yo no quiero estar en un lugar donde haya peligro, papá! No podría soportar el ruido de las armas.
—Los habitantes de Kavonia son famosos por ser buenos peleadores, por eso el imperio otomano siempre los dejó en paz —respondió el duque—. El país es muy montañoso y se necesitaría un ejército monumental para poder conquistarlo.
—Los turcos conquistaron Albania —indicó Theola.
—Eso ya lo sé —repuso su tío con voz fría—, y cuando necesite alguna información de parte tuya, te la pediré.
—Lo siento, tío Séptimos.
—En lo que debemos concentramos es en encontrar a alguien que acompañe a Catherine —señaló la duquesa—. Ella tiene que llevar a una dama de compañía y ya le hemos preguntado a todas las candidatas posibles.
El duque apretó los labios. Si algo le molestaba era que le negaran sus deseos.
Era un hombre fuerte y positivo, pero tenía una vena de crueldad que lo hacía ser muy duro con aquéllos más débiles que él.
Al verlo molesto, Theola temió ser castigada por cualquier insignificancia. Entonces, el duque dijo algo inesperado:
—No voy a arriesgarme a recibir más negativas —dijo—. He decidido que Theola acompañe a Catherine.
—¿Theola?
La duquesa repitió el nombre sorprendida.
—¿Theola? —dijo Catherine—. Papá, seguramente…
—No quiero discutir. Ya he tomado la decisión —afirmó el duque poniéndose de pie—. Theola nos acompañará a Catherine y a mí a Kavonia y permanecerá allá hasta que encontremos a otra persona para sustituirla.
Theola contuvo la respiración.
¡Casi no podía creer lo que acababa de escuchar! Pero también tenía miedo a decir algo, pues su tío podría cambiar de parecer.
Sólo al final del día, ya en su habitación, se puso de rodillas y dio gracias a Dios por la decisión de su tío.
—Voy a Kavonia, papá —añadió en la oscuridad—. ¿No te alegras? No es Grecia, pero está muy cerca y la gente en su mayoría es de origen griego. ¡Papá, cómo me gustaría que pudieras estar conmigo!
Arrodillada junto a la cama sintió que su padre la estaba escuchando y que de alguna manera, se hallaba junto a ella su madre, porque al igual que en otros momentos, sentía que la confortaba.
A menudo había experimentado esa sensación desde que a la muerte de sus padres había venido a vivir con sus tíos en el castillo de Wiltshire, donde el duque poseía vastas propiedades. Éste, que era uno de los hombres más ricos de Inglaterra, también era uno de los más tacaños y la duquesa, que antes de casarse había sido Su Alteza serenísima Adelaida de Holtz-Melderstein, era también avara a su manera.
En su nuevo hogar, Theola había encontrado menos comodidades materiales que en la pequeña cabaña en la que había vivido con sus padres.
A veces, cuando temblaba de frío en las enormes habitaciones desprovistas de calefacción, deseaba haber muerto con sus padres, pues pensaba que la infelicidad la iba a acompañar toda la vida.
Su madre le había contado lo mucho que su tío se había disgustado cuando su única hermana se había fugado con su tutor.
El había estado estudiando en Oxford y su padre el segundo para que continuara estudiando durante las vacaciones.
Richard Warring era un inteligente joven de veintinueve años que enseñaba literatura clásica y que había ayudado a muchos miembros de la aristocracia a salir airosos de sus exámenes.
Bien parecido, culto y proveniente de una familia respetable, a los ojos del duque él era un don nadie.
Séptimus, el hijo, tenía la misma forma de pensar y ambos montaron en cólera cuando descubrieron que Richard Warring se había enamorado con locura de lady Elizabeth Borune.
Richard Warring se había dirigido al duque correctamente, pero de inmediato le fue mostrada la puerta del castillo.
Y el que lady Elizabeth se hubiera escapado con él, fue para padre e hijo como si una bomba hubiera explotado dentro del castillo.
Durante muchos años, el nombre de Elizabeth jamás se pronunció.
Cuatro años más tarde, cuando Theola vino al mundo, Elizabeth le escribió a sus padres avisándoles que tenían una nieta.
La carta le fue devuelta sin abrir.
Sólo después de la muerte de Elizabeth y de su esposo en un accidente de trenes, fue cuando Séptimus, quien para entonces ya había heredado el ducado, visitó la pequeña cabaña donde éstos habían vivido.
Allí le informó a la infeliz Theola que a partir de ese día, viviría con él.
Séptimus se había casado a los veintiún años y para entonces tenía una hija un año mayor que Theola.
—No creas que te acepto en mi casa con mucho gusto —le advirtió con brusquedad—. El comportamiento de tu padre no tiene nombre y jamás lo perdonaré, ni a él ni a tu madre por la vergüenza que le trajeron a la familia.
—¿Vergüenza? —había preguntado Theola sorprendida—. Si lo único que hicieran fue fugarse para poder casarse.
—¿No te parece una desgracia el que nuestra sangre se haya mezclado con la de un hombre común, un hombre que se ganaba la vida dando clases, un hombre cuyos antepasados sin duda provienen de lo más bajo?
—Eso no es cierto —respondió Theola—. Los padres de mi papá eran gente bondadosa y muy apreciados en Bedfordshire donde vivían. Y papá era inteligente y…
Guardó silencio cuando su tío la abofeteó.
—¿Cómo te atreves a discutir conmigo? —gritó él—. Quiero que todo quede muy claro desde un principio. Eres mi sobrina y no puedo dejar que te mueras de hambre, así que vivirás en mi casa. Pero me obedecerás en todo y no mencionarás nunca a tus padres, ni conmigo, ni con nadie, ¿entendido?
A Theola le dolía la mejilla, pero no levantó la mano para tocársela. Se limitó a mirar a su tío desconcertada ante el primer acto de violencia que había experimentado en su vida.
Pero pronto aprendió que su tío estaba dispuesto a pegarle siempre que ella lo hiciera disgustar y esto resultó ser con bastante frecuencia.
También la golpeaba cada vez que estaba en desacuerdo con él, lo cual la humillaba sobremanera.
Jamás había sospechado que existiera gente como sus tíos en el mundo.
Y si los golpes de su tío resultaban dolorosos, las bofetadas y los pellizcos y regaños de su tía eran casi tan difíciles de soportar.
Theola jamás había imaginado lo que era vivir entre el odio. Hasta entonces, siempre había estado rodeada de amor; el amor que sus padres se tenían uno al otro y que parecía rodearlos como un aura.
Y el amor que ambos le profesaban, siempre la había hecho sentirse importante.
Después de varios meses de lo que semejaba una persecución, ella empezó a esconderse por el castillo como un fantasma, tratando de ser vista lo menos posible.
Rezaba porque una varita mágica la volviera inmune a las voces que a todas horas le gritaban y la insultaban y a las manos que parecían estar, listas para golpearla cuando menos lo esperaba.
Trató de hacer amistad con su prima Catherine, pero le resultó imposible.
Catherine había heredado la naturaleza fría de sus padres y era indiferente a cualquier cosa o persona que no estuviera directamente relacionada con ella.
Theola pronto comprendió que como pago por vivir en la casa de su tío, tendría que convertirse en la sirvienta personal de su prima, quien la mantenía ocupada desde que se levantaba hasta que se acostaba.
Theola tenía que arreglar y planchar la ropa de Catherine, lavaba su ropa más delicada y tenía que escucharla alabándose a si misma, sabiendo que debía aparentar estar de acuerdo con todo o exponerse a la furia de su prima.
—Creo que tengo facciones griegas y que me parezco a las estatuas de las diosas —comentó Catherine en cierta ocasión.
Theola tuvo que hacer un esfuerzo para no decirle que aquello no era cierto. Catherine no era en lo más mínimo griega. Tenía el cabello rubio y los ojos azules, típicos de los ingleses, pero sus facciones no tenían nada de especial.
Se decía que era bella sólo por su rango social y porque cuando se presentaba en las fiestas, lo hacía muy bien vestida y con cierto aire de insolencia.
Theola conocía más sobre Grecia que sobre cualquier otra parte del mundo, Grecia había sido la pasión de su padre y él le había hablado sobre la mitología, le había mostrado reproducciones de sus estatuas y le había contagiado parte de su entusiasmo por la civilización más perfecta que el mundo hubiera conocido.
Richard Warring le había dicho a su hija:
—No es posible entender cómo siente o piensa un país si no se conoce su idioma.
Por lo que Theola aprendió francés, alemán, latín y griego y había leído a los grandes autores con voz alta junto con su padre. Y cuando los discutían, él le prestaba tanta atención a ella como esperaba que ella le prestara a él.
Ella jamás creyó que existieran personas tan importantes como el Duque de Wellesbourne, quien casi nunca leía un libro y que sin embargo, se consideraba capacitado para dictar la ley sobre cualquier tema sin permitir que nadie pudiera reclamar.
A menudo, cuando se iba a dormir por la noche, agotada por el trabajo realizado durante el día, sentía deseos de poder entablar una conversación inteligente.
Le era difícil encontrar tiempo para leer.
Todas las habitaciones del castillo estaban iluminadas por lámparas, excepto los dormitorios donde se utilizaban velas para economizar y a Theola y a los sirvientes, se las restringían.
Por lo tanto, le era imposible leer de noche y durante el día tenía muy poco tiempo disponible.
Theola tenía que contentarse con recitar de memoria los poemas y pasajes en prosa que había leído con su padre.
Aquéllos la emocionaban porque el lenguaje era como música y el ritmo de éste le hacía olvidar su infelicidad y la arrullaba hasta lograr dormir.
Y ahora, después de más de un año de miserias y oscuridad, de pronto se encontraba aquí, en Kavonia.
Había sido la duquesa quien, a través de sus parientes, arregló el matrimonio de Catherine con su primo, el Rey Ferdinand de Kavonia.
Siguiendo el ejemplo de Grecia, Kavonia había invitado a un miembro de una familia real extranjera para que fuera su Rey y así, Ferdinand pasó a ocupar el trono.
El Rey Jorge de Grecia, quien era el segundo hijo del heredero al trono de Dinamarca, en sus diez años de reinado había traído estabilidad y paz al país y a su gente.
Pero no había ningún príncipe danés o sueco disponible, por lo que habían escogido a Ferdinand, un pariente del Emperador Franz Joseph de Austria, quien había aceptado con gusto.
En Inglaterra había resultado difícil averiguar mucho acerca de él, excepto que tenía treinta y cinco años y que ya había estado casado, pero su esposa había muerto dos años antes sin dejarle un heredero.
—No he visto a Ferdinand desde que era un niño —le dijo la duquesa a su hija—, pero en los retratos aparece muy guapo, muy parecido al Emperador cuando era joven.
Dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—En Austria el protocolo real es muy estricto y formal. Espero que tú sigas ese ejemplo cuando seas Reina.
—Me gusta la formalidad mamá —respondió Catherine—. He oído hablar de la informalidad que existía en la corte de Francia durante Louis Napoleón y no me sorprende que ahora tengan una república.
—Estoy segura de que encontrarás que Ferdinand es un Rey muy propio y autocrático —observó la duquesa.
—Eso espero —respondió Catherine.
Theola pensó que aquello sonaba un poco atemorizante. Había leído sobre los Habsburgo y opinaba que en general, parecían ser detestables. Pensaba que los reyes y las reinas debían tratar de comprender a su gente. Eso era lo que su padre le había enseñado.
Pensó que Catherine debía aprender a hablar el idioma del país que iba a gobernar, pero cuando se lo sugirió, Catherine le respondió de forma cortante:
—El Rey Ferdinand habla alemán e inglés, ¿así que para qué voy a aprender a hablar el kavoniano que no se habla en ninguna otra parte?
—Pero estarás viviendo allí —dijo Theola.
—No creo que tendré mucho contacto con la gente común —respondió Catherine—. Además, estoy segura de que en la corte hablarán alemán o inglés como su monarca.
A Theola le pareció que aquélla era una forma un poco extraña de asumir un trono.
Pero se abstuvo de hacer el comentario y decidió que aprendería a hablar kavoniano, algo que supuso no le sería muy difícil, pues ya dominaba el griego.
En cuanto subieron a bordo del barco que el Rey les había enviado a Marsella, comprendió que tenía razón.
Habían viajado por tren a través de Francia y de una forma que a Theola le parecía lujosa en exceso, sobre todo, tomando en cuenta la tacañería del duque.
Iban acompañados por un correo, el secretario del duque, su valet y una doncella para Catherine.
Los médicos habían diagnosticado que la duquesa no debería hacer un viaje tan largo y para ella había sido una gran desilusión no poder asistir a la boda de su hija.
—Cuídate mucho, mi niña querida —le había dicho a Catherine al despedirse en la puerta del castillo—. Pensaré mucho en ti y rezaré por tu felicidad.
—Adiós, mamá —dijo Catherine sin ninguna emoción.
Subió al coche y Theola quedó a solas con su tía.
—Adiós tía Adelaida —dijo con su suave voz.
Hizo una reverencia y se preguntó si su tía la iba a besar. Pero la duquesa sólo la miró con una inconfundible expresión de disgusto.
—Espero que te comportes —dijo—, y que le seas útil a Catherine.
—Por supuesto.
—Considero que tu tío ha cometido un grave error llevándote con él en una ocasión tan importante. Ojalá no se arrepienta.
A Theola no le quedó más remedio que hacer otra reverencia y subirse al coche frente a su tío y a Catherine.
—Es una tristeza que tu madre tenga que quedarse —comentó el duque a su hija.
—El viaje la habría enfermado y se hubiera convertido en un estorbo —observó Catherine con frialdad.
—Es posible que tengas razón. Pero quizá hubiera sido prudente dejar a Theola con ella para que la acompañara.
Theola contuvo la respiración. No era difícil que al último momento la hicieran regresar al castillo.
—Ya es demasiado tarde, papá —declaró Catherine—. Además, Theola debe ayudarme a mí, sobre todo cuando Emily regrese de Marsella.
—Sería inútil llevar a una sirvienta inglesa a un lugar como Kavonia —señaló el duque—, y como tú dices, Theola puede hacerse cargo hasta que podamos encontrar servidumbre adecuada en Kavonia.
Sobre una cosa había tenido razón el duque, Emily, quien se mareaba en el tren, hubiera resultado un estorbo a bordo del barco.
Durante la travesía, los azotó más de una tormenta antes de navegar por el Adriático.
Catherine permaneció todo el tiempo en cama, quejándose constantemente, y había sido necesaria la atención de Theola y de dos camareros para cumplir sus incesantes deseos.
Por fortuna había un médico a bordo que le recetó algunas medicinas para dormir, con lo cual descansaba durante largas horas y dejaba en paz a Theola.
En el buque viajaban varios dignatarios de Kavonia que venían en representación del Rey, y que agradaron mucho al duque pues eran grandes jugadores de cartas.
Los caballeros pasaban el tiempo en el salón fumador mientras que Theola, que conoció a un ciudadano de Kavonia, se dedicaba a aprender su idioma con él.
Era un ayudante de campo del mariscal que encabezaba la comitiva y se hubiera aburrido de no ser por la petición de Theola.
—¿Por qué está tan interesada en aprender nuestra lengua, señorita Warring? —preguntó él.
—He deseado conocer su país, Capitán Petlos.
Los ojos de él se iluminaron por la respuesta y agregó:
—Espero que sea de su agrado.
—Además, lo apreciaré mejor si puedo hablar con su gente y entender lo que me dicen.
El segundo día el capitán exclamó:
—¡Es usted fantástica! ¡No creía que alguien pudiera aprender con tanta rapidez!
—Mucho se debe a que la mayoría de las palabras son de origen griego —observó Theola con una sonrisa.
—Somos una mezcla de griego y albano —dijo él—, pero en mayoría, lo primero.
Cuando pasaron Sicilia, Theola ya hablaba con bastante facilidad y entendía casi todo cuanto él le decía.
—¡Es usted increíble! —exclamó él esa noche—. Ojalá…
Se interrumpió.
—¿Qué iba a decirme? —preguntó Theola con curiosidad.
—Algo que será mejor callar.
—¿Por qué?
—Porque pudiera tomarse como una crítica.
Theola observó el salón vacío y sus alrededores y sonrió.
—Sea valiente y dígalo. Aquí no hay nadie a excepción de algunas sillas vacías.
El capitán Petlos rió.
—Deseaba decir que ojalá el Rey hablara la lengua de sus súbditos.
—¿No la habla? —preguntó Theola incrédula.
—Desafortunadamente, no.
—¿Pero, por qué? Lleva diez años en Kavonia.
—Estoy seguro de que Su Majestad tiene poderosas razones para preferir su propio idioma —repuso el capitán Petlos con sequedad.
—Estoy segura de que así es —asintió Theola—, pero parece un poco extraño. ¿Cómo se comunican ustedes con él?
—¡Aprendiendo a hablar alemán!
Una ligera sonrisa apareció en el rostro del Capitán Petlos.
—Eso es ridículo… —comenzó a decir Theola pero se detuvo—. Discúlpeme. Estoy criticando.
—Y eso es algo que jamás deberá hacer en el palacio —le sugirió el capitán con vehemencia—. Lo digo por su propio bien, señorita Warring. Si el Rey se llegara a enterar sobre lo que hablamos, le aseguro que yo sería degradado y a usted la enviarían a casa.
Theola lo miró sorprendida.
—¿Es cierto? —preguntó después de un momento.
—Se lo digo porque los ingleses suelen ser muy abiertos en sus conversaciones —contestó el capitán—, y eso no se tolera en Viena y menos en Kavonia.
—Me parece muy extraño —comentó Theola.
—Por eso me tomo la libertad de decirle que tenga mucho cuidado, señorita Warring —dijo el capitán—. Y a propósito, el mariscal ha comentado que considera poco convencional el que nosotros pasemos tanto tiempo juntos.
Theola lo miró preocupada.
—Siento mucho si le he causado algún problema.
—Ha sido un placer —respondió él—, y lo digo con toda sinceridad.
Él le sonrió y Theola pensó que era la primera vez desde la muerte de sus padres que alguien le había hablado como si fuera un ser humano.
Había estado tan interesada en aprender el idioma que casi no, se había fijado en el capitán como individuo. Pero ahora se daba cuenta de que era un joven agradable y muy sensible.
Ella colocó a un lado la pluma y dijo en kavoniano:
—Por favor, hábleme de su país.
—¿La verdad… o lo que se puede leer en una guía para pasajeros?
—¡La verdad, por supuesto!
—Los habitantes de Kavonia son felices si no se les oprime —declaró—. Quieren reír, bailar, cantar y hacer el amor.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Pero últimamente no les ha sido fácil hacer esas cosas.
—¿Por qué no? —preguntó Theola.
—Han tenido que soportar muchas penurias.
—¿Por qué?
El capitán pareció escoger sus palabras antes de decir:
—Impuestos muy altos, por una parte.
—¿Pero, por qué? ¿Para qué?
El capitán se encogió de hombros.
—Edificios públicos, mejoras al palacio real, un gran ejército.
—Pensé que estaban en paz con los países vecinos. ¿Acaso cree que se sienten amenazados por los turcos?
—Los turcos están muy ocupados con los albanos —respondió el capitán Petlos—, y los griegos quieren la paz.
—Entonces, ¿con qué objeto el ejército?
De nuevo el capitán pareció dudar.
—Hay un poco de descontento en el país.
—¿Entre los campesinos?
—A menudo pasan hambre y cuando hay problemas, se van a las montañas.
—¿El ejército está formado por kavonianos?
—La mayoría de los oficiales son austriacos —vio la expresión de sorpresa de Theola y añadió—, yo soy una de las excepciones.
—¿Por qué? —preguntó Theola y de inmediato le pareció que estaba siendo descortés.
—Mi padre salvó al Rey de un atentado por parte de un anarquista poco después de su llegada al trono —explicó el capitán—. En recompensa, Su Majestad le otorgó a mi familia privilegios especiales.
Se puso de pie y comenzó a recoger los libros y papeles que habían estado utilizando. Era obvio que deseaba dar por terminada aquella conversación.
—¿Por qué invitaron a un extranjero a reinar en Kavonia? ¿No hay acaso alguna familia real nativa?
—La familia Vasilos reinó durante varios siglos —asintió el capitán—, pero al morir el último Rey, había muchos opositores y ningún heredero con la edad adecuada.
—¿Existe alguno ahora? —preguntó Theola.
Para sorpresa suya, el capitán no le respondió. Recogió los libros, se cuadró y dijo:
—Con su permiso, señorita Warring, creo que el mariscal me necesita. Fue un placer haberla ayudado esta tarde con sus estudios.
Atravesó el salón muy rígido y cuando estuvo a solas, Theola dejó escapar un suspiro de desesperación.
Había mucho que deseaba aprender, pero al parecer era poco lo que iba a poder sacar del Capitán Petlos.
Sin embargo, durante los dos días siguientes comenzó a formarse una idea de lo que sucedía en el país.
Estaba segura de que en Kavonia existían más problemas de los que el duque había imaginado.
Cuando llegaron al puerto, ella estaba segura de que el pueblo estaba dominado a la fuerza por sus gobernantes austriacos. Pero en realidad tuvo poco tiempo para pensar en Kavonia o en ella misma. El mar estaba en calma y Catherine hizo un esfuerzo por abandonar el lecho y salir a cubierta.
Sólo Theola podía traerle los vestidos que deseaba, arreglarle el cabello como ella quería y atenderla mientras se quejaba de las molestias del viaje por mar.
Pero cuando atracaron no había olas, el sol brillaba y el cielo era de un azul brillante.
Cuando Catherine bajó a tierra, una banda la recibió tocando los himnos de Inglaterra y de Kavonia.
Nadie le prestó atención a Theola y mientras el alcalde pronunció un discurso de bienvenida, ella tuvo oportunidad de mirar a su alrededor.
Jamás había imaginado que las montañas pudieran ser tan altas o tan hermosas. Sus cumbres cubiertas de nieve destacaban contra el azul del cielo, mientras que en sus faldas, los bosques de pino y los olivos formaban un bello fondo a las casitas de madera.
Theola había leído con su padre acerca de la vegetación de Grecia y sabía que la de Kavonia sería muy parecida. Pero cuando el carruaje se alejó de Khevea hacia Zanthos, la capital, la profusión de flores y colores la dejó atónita.
A todo lo largo de la ruta había arcos de flores, postes decorados con banderas y soldados que cuidaban los puentes por los que pisaban.
También había una multitud de curiosos y campesinos con trajes típicos que agitaban las manos y sonreían.
A Theola le pareció increíble la poca atención que Catherine le prestaba a la bienvenida que le daban sus futuros súbditos. Casi no se dio cuenta de los vítores de la gente a lo largo de la ruta; parecía tener mucho que comentar con el primer ministro que había ido a recibirlas en representación del Rey. Éste, a su vez, había ignorado por completo al Capitán Petlos que iba sentado frente a ella y junto a Theola.
El primer ministro era un hombre mayor, con ojos astutos y voz gutural. Sorprendida, Theola se percató de que era austriaco.
El duque venía en otro carruaje acompañad por el mariscal y otros dignatarios ataviados con resplandecientes uniformes.
Había seis carruajes en total, y dos escuadrones de caballería que los precedían y cerraban la procesión.
—Los soldados que van al frente, pertenecen a la guardia personal de Su Majestad —le explicó el Capitán Petlos a Theola.
—Se les ve magníficos —comentó ella, pensando que sus relucientes cascos le recordaban los de los antiguos guerreros griegos y deseando una vez más que su padre se encontrara allí para verlos.
Era difícil apartar la vista de las montañas que flanqueaban el camino. Había tenido razón el capitán al decir que cuando la gente tenía problemas se iba a las montañas, además, hubiera sido casi imposible encontrar a un hombre una vez que se hubiera escondido entre los bosques, la nieve y los barrancos.
«Es el país más emocionante que he visto», se dijo Theola, y se preguntó por qué a Catherine le era indiferente.
Theola permaneció en silencio, haciendo un esfuerzo por no devolver el saludo a los niños que agitaban sus manos y lanzaban flores.
Debió pasar alrededor de una hora cuando Theola se dio cuenta de que se acercaban a Zanthos. Pocos minutos después, cruzaron un ancho río por un puente guardado por soldados y decorado con flores.
Ahora cruzaban por calles angostas con casas humildes a ambos lados las cuales, sorpresivamente, no estaban decoradas y parecían estar deshabitadas.
Las ventanas estaban cerradas y no había gente alineada, saludando ni arrojando flores.
Los caballos aceleraron el paso y Theola deseó preguntarle al capitán acerca de aquellos barrios tan tristes.
Tenía una sensación de opresión y por primera vez desde su llegada a Kavonia, una nube cubrió el sol.
Pasaron por otra calle vacía donde había poca gente y algunos niños en harapos que jugaban a los dados.
De pronto, el carruaje pareció girar. Se escuchó un grito y el cochero detuvo el vehículo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el primer ministro con impaciencia.
El Capitán Petlos abrió la puerta y saltó.
—Parece que hemos atropellado a un niño, excelencia —respondió él—. Debió correr bajo las ruedas.
—¡Un niño! —exclamó Theola.
Sin pensarlo se bajó del coche. Vio que una niñita yacía junto a una de las ruedas delanteras y su pierna estaba cubierta de sangre.
Theola se adelantó y se arrodilló junto a la niña, que debía estar inconsciente, pues tenía los ojos cerrados y casi no respiraba.
La pierna sangraba mucho y Theola pensó que debía tener rota una arteria.
—Por favor, decae su pañuelo —le dijo al capitán que estaba junto a ella.
Él parecía no traer uno y Theola se arrancó la pañoleta de seda que llevaba al cuello y la ató alrededor de la pierna de la pequeña.
—Hay que llevar a esta niña a un hospital de inmediato —dijo—. Estoy segura que requiere atención médica. ¿Se encuentra su madre aquí?
Volvió la cabeza y para sorpresa suya, la gente había desaparecido. ¡No había nadie!
—¿Qué está sucediendo, Capitán Petlos? —grito el primer ministro desde el interior del coche—. No podemos detenernos aquí.
—Hay una niña herida, su excelencia.
—¡Que sus padres se encarguen de ella!
—No hay nadie en los alrededores.
—Entonces déjenla a un lado del camino. Tenemos que continuar.
—No podemos hacer eso —protestó Theola al capitán—. Le he puesto un torniquete para detener la hemorragia, pero hay que aflojarlo en unos diez minutos. Tiene que haber alguien cerca.
Miró a la niña y vio que aunque la hemorragia era menos profusa, la herida le llegaba hasta el hueso.
—Es necesario llevar a esta niña a un hospital —insistió ella con firmeza.
—No hay ningún hospital —repuso el capitán con voz baja.
Theola lo miró sorprendida y sintiendo que debía hacer algo, el capitán gritó:
—¡Alguien venga a buscar a esta niña de inmediato!
Nadie apareció. Entonces, de una de las casas salió un hombre que se dirigió lentamente hacia ellos.
Era alto, de hombros anchos y usaba ropa de campesino.
—Debe ser su, padre —dijo Theola aliviada—. Por favor, explíquele que es necesario quitarle la venda dentro de diez minutos o la niña puede perder la pierna, y que deben buscar a un médico de inmediato.
El hombre llegó junto a ellos.
Theola escuchó con sorpresa que el capitán decía con voz muy baja:
—¿Estás loco? ¡Si te reconocen, te matarán!
—Lo sé.
La voz era grave y profunda.
—Por Dios. —Murmuró el capitán con cierto temor. Luego añadió con voz alta—: su niña está herida. La señorita dice que la venda debe aflojarse en diez minutos y buscar asistencia médica.
El hombre no respondió. Simplemente se inclinó para levantar a la niña que yacía con la cabeza sobre la pierna de Theola.
Al hacerlo, Theola lo miró y por primera vez le vio la cara. No cabía duda de que era de origen griego.
Jamás había visto a un hombre tan parecido a las imágenes que le había mostrado su padre. Sus facciones le eran tan familiares que tal parecía que lo conociera.
Pero cuando sus ojos se encontraron, él la miró de tal manera que ella se estremeció. Jamás imaginó que alguien pudiera mirarla con tanto desprecio.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó el primer ministro.
El Capitán Petlos se acercó al carruaje.
—Creo que es el padre de la niña, excelencia.
El hombre que ahora sostenía ala niña le dijo a Theola:
—Gracias por su ayuda… pero ¿puedo pedirle un favor?
—¿De qué se trata? —preguntó Theola.
—¿Me ayudaría a llevarla cargada a la casa? Entre dos, será menos doloroso para ella.
—Por supuesto —asintió Theola, sin embargo, pensó que un hombre tan fuerte no tenía necesidad de pedir ayuda para llevar en brazos a una niña.
Pero dado a lo serio de la herida, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para aliviar su dolor.
Juntos, se dirigieron a una de las casas y al llegar frente a la puerta, alguien la abrió desde adentro.
De pronto, Theola se dio cuenta de que en la posición en que se encontraba, ella actuaba como una barrera entre el primer ministro y aquel hombre.
Entraron en la casa.
Theola echó una rápida mirada a la habitación que era muy pobre y estaba casi vacía. Había dos personas en el interior, un anciano y una mujer que lloraba y que sin duda era la madre de la niña.
La mujer se acercó con los brazos extendidos y en aquel momento Theola escuchó la voz del primer ministro que gritaba.
—¡Es Alexius Vasilos! ¡Mátenlo, mátenlo… tontos!
Sin apresurarse, el hombre colocó a la niña en brazos de su madre y sin decir nada salió por otra puerta.
Ésta se cerró detrás de él en el momento en que el Capitán y cuatro soldados entraron corriendo por la puerta principal.
Theola no supo por qué lo hacía, pero se colocó frente a la pequeña puerta, bloqueando el paso.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—Deje pasar, señorita Warring —respondió el Capitán Petlos—. Tengo órdenes.
—¿Cuáles órdenes? —preguntó ella.
—Debemos detener al hombre que la ayudó con la niña.
Theola no se movió.
—¡Pensé que sus órdenes eran matarlo, Capitán!
—Primero debo encontrarlo, señorita Warring.
—Creo que fue a buscar un médico —dijo Theola—, y sería un grave error demorarlo. La pierna de la niña está mal herida.
—Debo cumplir con mi deber —replicó el capitán. Sin embargo, era imposible entrar en la casa sin empujar a Theola.
Dos de los soldados fueron a la casa contigua y golpearon a la puerta pero no recibieron respuesta.
Theola no intentó moverse.
—¡Regresen, regresen! —gritó el primer ministro.
Ahora uno de los oficiales gritó:
—El cortejo debe seguir, su excelencia. No debemos permanecer —aquí.
—Entonces, prosigan de inmediato —ordenó el primer ministro irritado—. Como de costumbre, Vasilos se nos ha escapado. ¿Por qué no me informaron que se encontraba en la ciudad?
No hubo respuesta, pero Theola comprendió que el peligro había pasado.
Se volvió y le dijo a la mujer.
—Por favor, vea que un médico atienda a su hija y quítele la venda dentro de unos cinco minutos.
Le habló en lo poco que había aprendido del idioma local, pero la mujer pareció entender, pues asintió con la cabeza.
Theola llevaba una bolsita colgada de su muñeca. La abrió, tomo una moneda de oro y la puso sobre una silla cerca de la puerta.
—Para la niñita —dijo secamente y siguió al Capitán Petlos de regreso al carruaje.
—¡Por Dios, Theola! —exclamó Catherine cuando subió al vehículo—. ¿Cómo pudiste hacer algo tan irresponsable y ridículo? Ésta es una parte peligrosa de la ciudad y no debimos detenemos aquí.
Theola pudo haberle respondido muchas cosas pero pesó que sería inútil hacerlo.
—Lo siento, Catherine —respondió con humildad.
—Y así debe ser —dijo Catherine con dureza—. Estoy segura de que papá se molestará mucho cuando se entere de tu comportamiento —hizo una pausa y luego añadió con expresión de asco—. Tienes sangre en tu vestido y se te ve muy mal.
Theola se miró la falda y vio que Catherine tenía razón. Había una mancha de sangre cerca de la bastilla.
«Es la primera sangre que veo correr en Kavonia», pensó entristecida.