Capítulo 9

Todo estaba muy oscuro. Era como un largo túnel que no parecía tener fin. A lo lejos, una mujer lloraba de forma desgarradora, mientras su voz, débil pero persistente, decía:

—Ayúdame… ¡Oh Dios mío, ayúdame!… Haz que llegue en mi auxilio. Quieren azotarme… ¡me ahorcarán!… Pero no debo gritar, tengo que ser valiente como él lo sería… No debo gritar… ¡Oh, Dios mío, sálvame…! ¡Lord Júpiter!

Otras veces decía:

—Está enfadado conmigo… No vendrá. ¿Cómo pudo pensar esas cosas de mí… si yo le amo? ¡Le quiero! Pero está enfadado y no comprende. ¡Sálvame!… ¡Mira! Extienden sus manos horribles hacia mí… Tengo miedo de sus manos… ¡Ayúdame!

—¡Ya estás a salvo! —Intentaba calmarla una voz profunda—. ¿Me oyes, Sabrina? ¡Estás a salvo!

—No… Él no comprende… No sabe que yo le amo…

—Él lo sabe y comprende. Duerme, Sabrina, duerme…

* * *

—Bien, señorita Melton, no puedo hacer nada más por usted. ¡Está completamente recuperada!

El doctor Gresham se encontraba de pie junto a la cama, mirando a Sabrina. Ella le conocía desde niña y siempre le mandaba llamar cuando ya no podía controlar a su padre.

—¿Puedo bajar entonces?

—Cuando guste. Está ya buena y sana.

—Llevo ya muchos días sintiéndome bien.

—Teníamos que estar seguros. Siempre queda el temor de una recaída. Además, podía usted contagiar a otras personas.

—Sí, comprendo.

—Pero su aya me dice que ha sido una chica obediente. Ha caminado por la habitación y ha hecho los ejercicios que le indiqué. Así que ahora puede salir al aire libre sin sentirse fatigada.

—Lo que más deseo hacer —murmuró Sabrina con una sonrisa—, es montar a «Mercurio».

—Estoy seguro de que él estará esperándola. Mande que me avisen si me necesita, pero espero no tener noticias suyas en mucho tiempo.

—Gracias, doctor, y adiós.

La aya de Sabrina acompañó al médico hasta la puerta. Cuando regresó, Sabrina exclamó sentándose en la cama:

—¡Puedo levantarme! ¡Puedo salir! ¡Oh, nana, si supieras cuánto he deseado ver a «Mercurio» de nuevo!

—Sin embargo, espere un momento, señorita —dijo la anciana—. Su señoría me ha dado órdenes precisas.

—¿Su señoría? —preguntó Sabrina casi sin aliento—. ¿Está… está aquí?

—¡Por supuesto que sí! —contestó la aya—. Ha estado aquí todo el tiempo desde que cayó usted enferma.

—No tenía idea —murmuró Sabrina, sin confesar que había tenido miedo de preguntar por el conde.

Cuando recuperó la conciencia después de un delirio que había durado semanas enteras, recordó que el conde había estado enfadado con ella. Y tuvo miedo de volver a verle.

Su primer pensamiento, cuando se dio cuenta de que estaba en King’s Castle fue para él. Pensó que se sentía demasiado débil para enfrentarse a la furia que el conde había demostrado aquella noche en que Lady Elaine le tendió la horrible trampa que la condujo a la prisión de Newgate.

Su amor por él era tan intenso, que temía hacer preguntas al aya, pensando que tal vez sus respuestas le resultaran dolorosas.

—¿Cuáles son las instrucciones de su señoría? —preguntó.

—Desea que baje usted a las seis en punto —contestó la anciana—. Hasta entonces, quiere que descanse.

—Estoy cansada de descansar —protestó Sabrina—. Llevo en reposo días enteros, aunque ya me sentía con fuerzas para salir.

—Teníamos que cuidarla mucho, queridita —dijo la aya—. Ha estado muy grave.

—El tifus casi siempre es fatal —suspiró Sabrina—. He tenido suerte, ¿verdad, nana? Hombres y mujeres mueren todos los días en aquella horrible prisión a causa de esa enfermedad.

—¡No hable de ese espantoso lugar! —exclamó la aya con voz sollozante—. Su señoría dice que debe olvidar todo eso.

—No será fácil —murmuró Sabrina.

—Lo sé, queridita; pero ahora que ya está bien de nuevo, tendrá otras cosas en las que pensar.

—¿Qué cosas? ¿Y qué vamos a hacer en el futuro tú y yo, nana?

—Eso debe preguntárselo a milord —contestó la aya, evasiva—. Todo lo que sé es que él quiere que descanse y después baje a verle a las seis en punto, con un nuevo vestido que encargó para usted.

—¡Un nuevo vestido! —exclamó Sabrina, emocionada—. ¡Qué amable por su parte! ¿Trajiste todos mis vestidos de Londres?

—Sí; todos están aquí.

Sabrina miró a su alrededor. Se encontraba en una habitación espaciosa, impresionante, con cortinas de seda bordadas y espejos de marcos dorados. Era el dormitorio más hermoso de King’s Castle. La amplia cama tenía un baldaquino rematado con palomas y los cortinajes de seda color coral estaban recogidos en la pared con ángeles dorados.

—Supongo que mi ropa está en el dormitorio que ocupaba antes que nos fuéramos a Londres —observó la joven.

—A ese dormitorio la llevó su señoría cuando llegamos de Londres —le explicó su aya—. Pero ahora ha sido ya desinfectado. Todo, las cortinas de las ventanas las de la cama, las mantas…, todo ha sido quemado.

—¡Quemado! —exclamó Sabrina.

—El tifus es muy contagioso, queridita. Milord no quería correr riesgos. El interior del carruaje en el que la trajimos hasta aquí, fue perfectamente lavado con vinagre.

—¿Y de verdad no he contagiado a nadie? —preguntó Sabrina con ansiedad.

—Nadie se acercó a usted —contestó la aya—. Sólo su señoría y yo la atendimos.

—¿Su… señoría?

—Él la cuidó muy bien, señorita. Nos turnábamos. Su señoría la cuidaba por la noche y yo de día.

—No tenía ni idea —murmuró Sabrina. Sin embargo, pensó, debía haber comprendido que él estaba allí cuando ella deliraba. Alguien la había tranquilizado, alguien la decía que estaba a salvo y que debía dormir… pero había supuesto que aquella presencia formaba parte de sus sueños.

Podía recordar ahora los gritos de una mujer… Sin duda era ella la que gritaba. Unos brazos fuertes la sostenían, una voz autoritaria le ordenaba que olvidara sus temores… Sintiéndose turbada al pensar que el conde la había visto en tal estado, preguntó titubeante:

—¿Cómo sabía su señoría lo que tenía que hacer? No creo que él sepa nada sobre cuidar enfermos.

—Me explicó que él había cuidado a personas que sufrían de fiebres en la India —contestó la aya—. Es muy competente. Y sólo él podía calmarla cuando usted ardía de fiebre. Algunas veces temimos que llegara a morir. El tifus es una enfermedad horrible. Espero no volver a verla en mi vida.

—¿Y ahora… estoy muy fea? —preguntó Sabrina.

Se la veía tan preocupada, que la aya le llevó un espejo de mano del tocador para que contemplara su imagen.

Estaba más delgada y los ojos parecían llenar su rostro; pero el cabello todavía era abundante y se rizaba en torno a su frente.

«Tal vez no note ninguna diferencia», se dijo, deseando estar atractiva cuando se encontrara con el conde. Se recostó en las almohadas y cerró los ojos. Su mente se obstinaba en recordar todo lo sucedido y en insistir sobre lo incierto de su futuro.

Aunque ansiaba verle, esperaba temerosa el momento inevitable en que tendrían que discutir lo sucedido. Sin embargo, cuando su aya fue a llamarla a las cinco le preparó el baño aromatizado con pétalos de rosas y empezó a vestirla, Sabrina sintió una incontrolable excitación, y se sobrepuso a sus temores.

El vestido era de gasa blanca, con irisaciones plateadas que le daban un reflejo lunar cuando ella se movía. Tenía aplicaciones de tul para enmarcar la blancura de su cuello y cubrir sus hombros. En conjunto, el vestido hacía parecer a Sabrina un espíritu surgido de las aguas.

—¡Es un vestido precioso, nana! —exclamó.

La aya le había cepillado el cabello hasta hacerlo brillar y ahora sus reflejos parecían un eco del tono plateado del vestido. Después de peinarla le puso una guirnalda de flores silvestres, cuya fragancia era dulce y sutil.

—¡Qué bonita! —exclamó Sabrina.

—Su señoría la ha mandado para usted —dijo la aya—. No sé por qué pidió que se la hicieran de flores silvestres, cuando los invernaderos están a reventar de flores.

Sabrina no respondió, pero sospechaba que la guirnalda tenía un mensaje especial para ella. Sin embargo, tenía miedo de adivinarlo, de ilusionarse con lo que pensaba.

Ya lista, se puso en pie y se miró al espejo grande.

—¡Está preciosa, queridita! —comentó la aya. Sabrina percibió de nuevo un sollozo en su voz y vio lágrimas en sus ojos.

—Estoy bien, eso es lo más importante, nana —le dijo sonriendo—. Y he de darte las gracias porque te lo debo a ti.

—¡Y a su señoría! ¡No olvide darle las gracias a él también!

—Te prometo que lo haré.

Sabrina llegó a la puerta y se volvió hacia la anciana.

—¿Te sientes infeliz, aya? —Le preguntó.

—No, me siento muy contenta, señorita Sabrina. ¡Contenta por usted! Buena suerte, mi niña.

Sabrina se sorprendió y supuso que la enfermedad tan grave por la que acababa de pasar, había vuelto a su niñera excesivamente emocional.

«De cualquier modo», pensó mientras bajaba con lentitud la escalera, «necesito suerte».

Para su sorpresa, el vestíbulo se encontraba vacío. La puerta estaba abierta y dejaba entrar el sol dorado de julio; pero no estaban allí ni el mayordomo, ni los lacayos que siempre había de guardia. Sabrina intuyó que el conde la esperaba en la biblioteca.

Cruzó el vestíbulo, sintiéndose de pronto muy pequeña e insignificante.

Sus zapatos sin tacón no hacían ruido alguno. Cuando llegó a la puerta de la biblioteca, se detuvo titubeante.

Quería ver al conde, deseaba con desesperación estar con él, pero comprendía lo difícil que le sería no revelar su alegría y su amor. Saber que le quería la volvía inexplicablemente tímida. Pero, al mismo tiempo, la llenaba de una emoción arrolladora.

Hizo girar el picaporte de la puerta y entró. La estancia se encontraba bañada por el sol de la tarde y perfumada por el aroma de las rosas colocadas en grandes jarrones.

El conde se hallaba de pie, mirando por la ventana. Al oírla entrar, se volvió hacia ella y Sabrina le vio contra el fondo luminoso de la ventana cuyos cristales destellaban al sol.

«Me había olvidado», pensó, «de lo alto y fornido que era, así como de su personalidad abrumadora». El corazón le palpitaba con violencia en el pecho y ni siquiera acertaba a moverse.

—¡Sabrina! —La voz de Ancelin era profunda y había en ella una vibración que la joven nunca había oído antes.

El conde se acercó a ella, que sólo con un esfuerzo sobrehumano logró reprimir el impulso de echarse en sus brazos.

—¿Te sientes bien?

Sabrina levantó la vista hacia él y, al ver su expresión, parpadeó y bajó los ojos.

—Ven y siéntate junto a la ventana —le sugirió él.

Obediente, ella avanzó y se sentó en el banco cubierto de cojines de seda.

—Tenemos muchas cosas que decirnos, Sabrina —añadió Ancelin. Se había sentado junto a ella, que no se atrevió a mirarle.

—Tengo que dar… las gracias a su señoría… por cuidarme durante mi enfermedad —murmuró—. Me siento muy mortificada de haberle causado tantas molestias.

—No puedo negar que me causaste grandes angustias —contestó Ancelin.

—Lo siento mucho.

—No tienes por qué.

—Usted debería estar en Londres con… con el príncipe y sus amigos.

—¿Crees que eso tiene importancia para mí, cuando yo fui responsable, aunque indirecto, de lo que te sucedió?

Había algo en el tono del conde que hizo respirar a Sabrina con dificultad.

—¿Cómo… cómo me encontró? —Logró preguntar con esfuerzo.

—Cuando tu aya me contó que Lady Elaine te había metido en un carruaje, fui a buscarla a su casa —contestó él—. No estaba allí y su mayordomo no tenía idea de dónde podía hallarse. Entonces, desesperado me dirigía a las habitaciones de Ninian. Para mi sorpresa, aunque eran poco más de las ocho de la mañana, ya se había ido. Su criado me dijo que no sabía dónde estaba, pero después de un poco de presión de mi parte, sugirió que su amo podía estar con sus amigos del teatro.

Sabrina no perdía detalle de la explicación del conde.

—Mediante nuevas preguntas, averigüe que durante la semana anterior, Ninian había tenido varias reuniones con dos actores en su casa. El sirviente por fragmentos de conversación que había oído, dedujo que estaban ensayando una obra teatral que se desarrollaba en un tribunal. Yo tenía ya sospechas de lo que había sucedido porque tu aya me habló del papel que Ninian y Elaine te hicieron firmar. Cuando encontré en el escritorio de mi primo algunos borradores de un testamento, me dirigí en el acto al tribunal.

—Así fue como descubrió lo sucedido —musitó Sabrina.

—En efecto, cuando llegué supe que el juicio había terminado y te habían llevado de regreso a Newgate.

Sabrina hizo un gesto convulsivo como si aquellas palabras le hicieran evocar todo el horror del juicio.

—No hablemos más de esto —dijo Ancelin en seguida—. Todo ha pasado ya y estás a salvo. Hay cosas más importantes que discutir. —Su voz cambió de tono—. Ante todo, quiero disculparme; decirte que estoy muy arrepentido por haber dudado de ti y te imploro que me perdones.

Ella comprendió a qué se refería.

—¿Cómo… cómo pudo usted pensar tales cosas de mí?

—Eso me he preguntado mil veces —contestó él—. Fue una locura imaginar siquiera por un momento que no eras lo que parecías.

—¿Mi aya le explicó que íbamos a las caballerizas para ver a «Mercurio»?

—Sí; ella me lo contó todo. El jefe de palafreneros ha sido ya despedido, pero yo mismo me culpo, Sabrina, por no tener mayor cuidado con mis caballos.

—¿«Mercurio» está bien?

—Te espera para que lo compruebes por ti misma.

—No me equivoqué al sospechar que tal vez usted lo había traído a King’s Castle como a mí.

—Supuse que tanto tú como él estaríais mejor en el campo. Ha hecho ejercicio todos los días, pero no es lo mismo que llevar a su ama en el lomo.

—Tal vez pueda montarlo mañana mismo.

—Por supuesto, si deseas hacerlo.

Sabrina seguía con los ojos bajos.

—Hay algo… que quiero decir a su señoría —murmuró al cabo de un momento—. Tal vez me considere muy tonta y cobarde… pero no quiero volver a Londres.

Se hizo una pausa y Sabrina contuvo la respiración, temerosa de que él se pusiera furioso.

—Comprendo que te sientas así y te prometo que no volverás allí a menos que desees hacerlo. Pero ya no hay motivo para que tengas miedo, porque mi primo Ninian y Elaine no se hallan en la capital. Abandonaron el país.

—¿Por qué se han ido? —preguntó Sabrina nerviosa.

—Les di a elegir la alternativa —contestó el conde—: dejar el país por el resto de sus vidas o ser sometidos a juicio. Como saben muy bien cuál es el castigo por el crimen que cometieron, decidieron marcharse al extranjero.

—Yo tenía miedo —dijo Sabrina— de que a usted le molestase saber lo que Lady Elaine había… hecho.

—Me enfurecerá siempre pensar en lo que te hizo sufrir. Eso es algo que jamás le perdonaré ni a ella ni a los demás que intervinieron en la maquinación. Pero de momento olvidémonos de ellos. ¿Querías preguntarme algo más?

—Si no necesito volver a Londres —dijo Sabrina—, ¿podría su señoría permitirnos a mi aya y a mí que vivamos en una casita aquí, en la finca?

Levantó la vista llena de ansiedad, pensando si el conde no consideraría que estaba abusando de su generosidad.

—¿Y crees que te conformarías con vivir en una casita? —preguntó él mirándola a los ojos.

—Tal vez… tal vez pudiera verle a usted… algunas veces —balbuceó Sabrina.

—¿Y eso sería suficiente para ti… o para mí?

Sabrina no comprendió qué era lo que él quería decirle y se sintió muy turbada por el tono de su voz. Entonces dijo apresuradamente:

—Hay algo más que tengo que decir a su señoría, algo que debí decirle antes que nada.

—¿Qué es?

—Usted se ha disculpado conmigo, pero soy yo la que debería pedirle disculpas de rodillas… Sin embargo, no sé cómo hacerlo.

—¿Perdón por qué?

—Porque vendí el broche que usted me prestó —contestó Sabrina, angustiada—. He pensado mucho en ello estos últimos días y me siento muy avergonzada por haber sido tan deshonesta y cobarde. Pero no tuve valor para enfrentarme a aquellas mujeres de la prisión… Parecían animales y, cuando extendieron sus manos hacia mí, pensé que si me tocaban me volvería loca.

Ancelin puso las manos sobre las de ella, que se las retorcía desesperadamente en el regazo.

—No debes pensar en eso más —le indicó—. Tienes que olvidar lo que sufriste, Sabrina. Ya pasó. Es una experiencia que jamás debías haber vivido y he maldecido muchas veces a quienes te la impusieron. Pero ahora debes borrarla de tu mente. ¿Entendido?

—Trataré de hacerlo si usted me perdona —repuso Sabrina con humildad—. ¿No me desprecia por lo que hice?

—Te admiro por tu valor, Sabrina. Creo que eres la mujer más valerosa que he conocido en mi vida.

Ella contuvo la respiración y miró al conde como si no pudiera creer lo que había oído. Él también la miraba y la joven sintió como si algo se estremeciera y cobrara vida en su corazón.

—No fui valerosa —confesó—. Estaba aterrorizada y no hacía más que pedirle a Dios que usted llegara a salvarme… Sabía que Él le enviaría. Si usted no hubiera llegado a tiempo…

—¡Olvídalo! —Le ordenó Ancelin—. Estás aquí, a salvo, y nos hallamos juntos.

—¡Juntos! —Sabrina pronunció la palabra como si no se atreviese a repetirla.

—Ven. Quiero mostrarte algo.

Al decir esto, el conde se puso en pie y tendió una mano a Sabrina. Después la condujo hasta su escritorio.

Ella se estaba preguntando qué sería lo que quería mostrarle cuando vio sobre la carpeta de piel roja, grabada con el escudo de los Roth, el broche de turquesas. Entonces lanzó un grito de alegría.

—¡Lo recuperó usted! ¡Oh, cuánto me alegro! Me sentía tan desesperada de que hubiera perdido algo que apreciaba tanto…

—Se lo compré a la carcelera para ti —dijo Ancelin, cogiendo el broche y mirándolo como si nunca antes lo hubiera visto—. Dime, Sabrina, ¿recuerdas por qué me dejó mi madre este broche y el resto de sus alhajas?

—Si, por supuesto: para su esposa.

—Por eso ahora te pido que lo aceptes como regalo, Sabrina.

A ella le pareció que su corazón cesaba de latir. Después, con voz temerosa, dijo:

—Creo que no… no entiendo lo que quiere decirme.

—Trataré de expresarme Con mayor claridad —repuso Ancelin—. Te quiero, Sabrina, y deseo, como nunca he deseado nada en la vida, que te cases conmigo.

Ella le miraba incrédula. Estaba temblando y sus ojos grises se clavaban en el rostro del conde como si temiera haber oído mal.

Suavemente, él la rodeó con sus brazos.

—Te quiero —repitió— y creo, aunque puedo estar equivocado, que tú me quieres también.

—¿Lo dije… en el delirio? —murmuró Sabrina.

—Le dijiste a alguien llamado Júpiter que le amabas. Y creo que en tu pobre mente torturada yo estaba ligado con el dios cuyo nombre insististe en darme, de manera tan halagadora para mí.

La oprimió con ternura contra su pecho.

—Júpiter o no, ¿me amas lo suficiente para casarte conmigo, Sabrina?

—Pero usted es tan importante… —objetó Sabrina—. Yo me sentiría feliz con sólo estar a su lado… sabiendo que me quiere un poco.

Ahora los brazos de Ancelin la oprimieron con tanta fuerza que le costaba trabajo respirar.

—¿Crees que mi amor por ti es pequeño? —preguntó—. ¿Crees que me arriesgaría jamás a perderte otra vez? Mi tontuela adorada, aunque no me había dado cuenta, te he estado buscando toda la vida. Ahora estarás siempre conmigo, segura en mis brazos, porque eres mi amor, la mujer que adoro y pronto serás mi esposa.

Bajó la cabeza hacia ella y con mucha lentitud y ternura, sus labios buscaron los de ella. La besó igual que lo había hecho la primera vez en el bosque, como si fuera una niña a la que tuviera miedo de lastimar. Mas cuando sintió que los labios de ella se adherían a los suyos y un estremecimiento de placer recorría su cuerpo, su boca se volvió más insistente y posesiva.

Sabrina sintió un éxtasis que jamás creyó que pudiera existir y comprendió que aquello era lo que ella también había estado buscando.

Ancelin levantó la cabeza y la miró a los ojos, que brillaban como estrellas.

—Te amo… ¡Oh, lord Júpiter, te amo! —murmuró ella, tuteándole por primera vez. Luego, llena de timidez, ocultó el rostro en su hombro.

Ancelin la besó en el cabello.

—Ven, mi amor.

Sabrina levantó la cara, sorprendida.

—¿Adonde?

—Es un secreto. Quiero que confíes en mí.

—Tú sabes que confío a ciegas.

—Cogidos de la mano, salieron de la biblioteca, atravesaron el vestíbulo todavía desierto y cruzaron la puerta. Al pie de la escalinata les esperaba una figura familiar. Era «Mercurio», que movía la cabeza lanzando resoplidos y sacudía la cola para espantar a las moscas.

Para sorpresa de Sabrina, estaba enganchado a un carrocín adornado alegremente con flores y cintas. Ella bajó corriendo la escalinata.

—¡«Mercurio», «Mercurio»! —exclamó—. ¡Cómo te he echado de menos!

El caballo relinchó y frotó el belfo contra el hombro de la joven.

—¡Le has enseñado a tirar de un carrocín! —dijo Sabrina mirando al conde, con el rostro iluminado de felicidad, mientras palmeaba el pescuezo del animal.

—Le he enseñado a obedecerme como te obedece a ti. Y ahora tiene un lugar adonde llevarnos.

Ancelin ayudó a la muchacha a subir al carrocín y le arregló las amplias faldas. Luego se sentó junto a ella. Cuando tomó las riendas, Sabrina apoyó el rostro en su hombro.

—Soy tan feliz… —murmuró.

—Si me miras así —le advirtió él—, no voy a poder conducir.

Sabrina se echó a reír con visible deleite y, mientras avanzaban por la avenida, se preguntaba hacia dónde irían.

No tardaron en dejar la avenida bordeada de robles y se lanzaron a través del parque hacia los bosques. Los ojos de Sabrina se agrandaron por la emoción, pero no preguntó nada.

Cuando llegaron al bosque del Monje, vio que había un nuevo camino en él, lo bastante ancho para que el carrocín pudiera bordear los pinos e internarse en el corazón de la espesura.

Ya no era difícil adivinar hacia dónde iban y cuando por fin «Mercurio» se detuvo junto a la barda de zarzas espinosas, Sabrina miró a su acompañante. Éste bajó del carrocín y después la ayudó a descender. Se adelantó un poco y ella le siguió, advirtiendo que Ancelin se movía ya sin dificultad a través de la cerca, tal como ella le enseñara a hacerlo el día en que se conocieron.

Cuando entraron en el lugar secreto, él tomó su mano y la oprimió con fuerza, mientras Sabrina miraba a su alrededor.

El suelo era una alfombra de margaritas, botones de oro y azules miosotis. Junto a los restos de la capilla habían brotado muchas amapolas. Tanto las zarzas que constituían el cerco exterior, como los arbustos que rodeaban las ruinas de la capilla y formaban un biombo para el altar, estaban también en flor.

Junto al altar les esperaba en pie un hombre revestido de blanco. Estaba tan inmóvil, que por un momento Sabrina pensó que era una ilusión. Miró con expresión interrogadora a Ancelin y éste dijo:

—¿Dónde podríamos casarnos, amor mío, si no aquí?

Los dedos de ella oprimieron los masculinos y juntos se acercaron al sacerdote.

El canto de los pájaros era como un coro de ángeles. Por todas partes, entre los arbustos y en los árboles, bajo las piedras y entre las ruinas, Sabrina sentía que los ojillos de las criaturas del bosque los observaban.

Cuando llegaron al altar, ella y Ancelin se arrodillaron en los escalones cubiertos de musgo. Entonces el sacerdote empezó el oficio religioso.

Sabrina oyó la voz de Ancelin firme y segura, pronunciar los votos matrimoniales. Ella repitió los suyos con voz débil, pero con una sinceridad surgida de lo más profundo de su corazón.

Sus dedos temblaron un poco cuando Ancelin le puso el anillo en el dedo. Entonces cerró los ojos para recibir la bendición.

El sacerdote hizo la señal de la cruz y puso una mano en la cabeza de Sabrina y la otra en la del conde mientras decía:

—Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.

A Sabrina le pareció que mientras el oficiante hablaba, todo había quedado en silencio. Después, cuando ella oraba en silencio para que su amor no terminara nunca y ambos pudieran amarse a través de la eternidad, sintió que Ancelin le ayudaba a ponerse en pie. Abrió los ojos y vio que estaban solos. El sacerdote había desaparecido. Era casi como si su presencia allí hubiera sido una visita divina y no algo real.

—¡Mi esposa! —exclamó Ancelin y la besó en la frente, como ya lo había hecho en otra ocasión. Había algo tan espiritual en el gesto, que Sabrina sintió sus ojos llenos de lágrimas… lágrimas de felicidad y de amor.

Luego, Ancelin la condujo en silencio hasta el lugar donde los esperaba «Mercurio». Subieron al carrocín y volvieron hacia el parque atravesando el bosque del Monje.

El sol se estaba poniendo ya. El cielo era escarlata y dorado. King’s Castle se veía exquisitamente hermoso, una verdadera joya sobre un fondo de terciopelo verde.

Para sorpresa de Sabrina, no se dirigieron hacia la casa, sino que Ancelin guió a «Mercurio» por un angosto sendero que ascendía por una colina, más allá de la mansión. Sólo cuando empezaron a subir, se dio cuenta Sabrina de que se dirigían al observatorio que mandara construir el abuelo del conde. Sentía curiosidad por saber lo que irían a hacer allí, pero no preguntó nada. Era suficiente para ella poder apoyar la mejilla en el hombro de su marido y saber que podría seguir haciéndolo en el futuro.

Experimentaba una felicidad inenarrable al sentir la fina alianza de oro que rodeaba el dedo anular de su mano izquierda. Pensó que sólo Ancelin podía haber planeado que se casaran en su lugar secreto, donde ahora comprendía que se había enamorado de él.

«Mercurio» continuó subiendo hasta que por fin se detuvo frente a las columnas que constituían la entrada al observatorio. Sabrina lo miró sorprendida.

—Pensé que este lugar estaba abandonado, en ruinas, y que incluso sería peligroso subir a él. El coronel nunca me permitió hacerlo.

—Tus amigos italianos han trabajado aquí durante el tiempo que estuviste enferma —le explicó Ancelin con una sonrisa—. Ven a ver lo que han hecho.

Enganchó las riendas en el pescante del carrocín y, tras ayudar a Sabrina a bajar, ordenó al caballo:

—Vuelve a casa, «Mercurio». ¡Vamos a casa!

Para asombro de Sabrina, el caballo, que anteriormente solo a ella obedecía, se dio la vuelta con lentitud y empezó a descender la colina.

—¿De veras te obedecerá y volverá a casa? —preguntó.

—Hemos ensayado esto muchas veces —contestó Ancelin—. Nunca ha dejado de aparecer en la caballeriza, donde los palafreneros ya lo están esperando.

—¿Y cómo volveremos nosotros a casa?

—¿Tienes tanta prisa en irte?

Sabrina le sonrió, pensando que nunca le había visto tan joven, ni tan feliz.

Ancelin la condujo por la puerta recién pintada y, ya dentro, ella lanzó una exclamación ahogada. El observatorio había sido construido originalmente en forma de templete romano. Había altos pilares, hornacinas que contenían estatuas de mármol y el suelo estaba formado por exquisitos mosaicos. Las numerosas ventanas permanecían abiertas para dejar entrar la luz del sol poniente. En las paredes, que habían sido restauradas, se veían pinturas que mostraban, a modo de murales, escenas de Venecia, los cipreses de Florencia y las ruinas de la Vía Appia romana.

Sin embargo, los ojos de Sabrina se dirigían constantemente hacia las ventanas que ofrecían vistas de indescriptible belleza.

Ancelin la guió hasta una de ellas, desde la cual podían contemplar muchos kilómetros de campiña, como lo habían hecho el día que se conocieron, cuando ella le había llevado al mirador.

—Comprendo —dijo Sabrina con lentitud—. Ahora entiendo lo que me has estado diciendo desde que salí de mi dormitorio. Éste es «el mundo vacío», un mundo tuyo y mío. Por eso no hemos visto a nadie y estamos aquí solos.

—Nuestro mundo vacío —repitió él—, un mundo a través del cual tú y yo podemos marcar juntos nuestro camino. Juntos, mi amor, hacia el horizonte.

Diciendo esto, la tomó en sus brazos y buscó los labios femeninos y la besó hasta que el aliento empezó a salir jadeante por entre los labios de Sabrina. Cuando ella deseaba que la estrechara con más fuerza aún, que la tuviera más cerca de sí, Ancelin dijo:

—No quiero cansarte. Ven a sentarte para comer y beber algo. Es tu primer día de salida y debo ser muy considerado.

—No estoy cansada —protestó Sabrina.

—Todavía te reservo algunas sorpresas y no conviene que te excites.

Ella se dejó conducir a una mesa que no había visto antes, y que estaba colocada en un rincón de la habitación. En otra mesa lateral, cubierta con un mantel blanco, había una gran variedad de deliciosos platos, así como botellas de vino en cubos de hielo grabados en relieve con el escudo de los Roth.

Ancelin sirvió champán en dos copas de cristal. Después levantó la suya hacia Sabrina.

—Por mi esposa —brindó.

—Por mi esposo —contestó ella con voz suave.

—Por nuestro amor —dijo Ancelin.

Bebieron y rieron como niños, disfrutando de su primera cena solos. Ancelin servía a Sabrina, pero la besaba entre plato y plato y ella casi no se daba cuenta de lo que comía.

Cuando terminaron de cenar, él se arrellanó en su asiento con una copa de coñac en la mano y los ojos fijos en Sabrina, cuyo pequeño rostro se veía radiante a la luz de las velas.

—¿Le gustó a los italianos la idea de volver a trabajar aquí? —preguntó la joven.

—Trabajaron día y noche para tenerlo listo, y creo que han logrado algo casi imposible en tan poco tiempo. Incluso restauraron el baño de mosaicos que fue traído aquí desde Roma.

—¿Cómo pudieron hacerlo tan pronto?

—Les dije que era para ti. ¡Y me pregunto, si los pobrecillos tuvieron tiempo para dormir! Te están muy agradecidos, Sabrina.

—¿Y a ti?

—Tendrás que enseñarme a entender a mi gente.

—No creo que necesites ninguna enseñanza. Nunca he conocido a nadie que pueda entenderme… como tú.

—Eso es porque te amo —declaró él—. Te amo como no pensé nunca que fuera posible amar a una mujer.

Ella se sintió estremecer al oírle. Como aún sentía timidez ante su marido, se ruborizó y bajó los ojos.

—¿Cuándo te diste cuenta de que me amabas? —dijo en un murmullo. Es la pregunta que toda mujer ha formulado al hombre que ama, desde el principio de los tiempos.

—Te amé desde el momento que nos conocimos en el bosque del Monje —contestó él—. Eras tan diferente a cuantas mujeres había conocido hasta entonces… No fue solo tu belleza lo que me fascinó, amor mío, sino las cosas que decías.

—¿Te refieres a lo que hablamos en el mirador?

—Y también al momento en que me revelaste el secreto de la capilla en ruinas y cuando hablaste de «Judith» como lo hiciste. Entonces comprendí que jamás te olvidaría.

—Pero… ¿trataste de olvidarme?

—Sí, lo intenté —confesó él—. Me dije que ya no había lugar en mi vida para una jovencita inexperta. Había jurado no casarme, ya que me disgustaba la idea de sentirme atado.

Hubo una pausa. Luego Sabrina dijo con lentitud:

—Aquella noche… cuando fuiste a mi dormitorio… pensabas hacerme el amor, ¿no es cierto?

—Sí, lo es. Las circunstancias te habían obligado a formar parte de mi vida. Ya me sentía fascinado por ti, pero me seguía aferrando con desesperación a la que yo creía que era mi libertad.

Sabrina bajó la vista hacia la mesa y empezó a juguetear distraídamente con una cucharita de plata.

—Yo soy muy ignorante acerca de estas cosas —dijo con voz que no era más que un susurro—. Dime, ¿porqué… por qué no te… quedaste… conmigo?

—Porque no podía manchar algo tan puro y perfecto como tu inocencia, amor mío. Cuando volví a mi cuarto, comprendí que no sólo te deseaba, sino que te amaba como sólo se puede amar una vez en la vida: para toda la eternidad. Debido a ese amor, tenía que darte una oportunidad.

—¿Una… oportunidad? —preguntó Sabrina, sorprendida.

—La oportunidad de averiguar si realmente me amabas tú. Yo sabía lo limitada que había sido tu vida hasta entonces. Habías conocido a muy pocos hombres. ¿Cómo podías estar segura, como yo lo estaba, de que éramos el uno para el otro?

—¿Y si hubiera querido casarme con alguien como el marqués de Thanet?

—Entonces te habría perdido —respondió Ancelin con sencillez—. Era un riesgo que tenía que correr para mi propia tranquilidad.

—¿Y… ahora?

—No correré más riesgos con mi felicidad ni con la tuya, amor mío.

Vio cómo se llenaban de felicidad los ojos de Sabrina. Pero en seguida dijo ella con voz vacilante:

—Yo… no quisiera que te sintieras desilusionado conmigo porque soy tan ignorante… ¿Me explicarás qué es eso de… hacer el amor?

Hubo un breve silencio.

—Dentro de poco aprenderás mucho sobre el amor —contestó después Ancelin con voz profunda—. Pero no quiero asustarte ni escandalizarte, pequeña.

—Tú nunca podrías hacer eso —le aseguró ella y vio brillar un fuego extraño en los ojos de su marido, que se levantó a continuación y empezó a apagar las velas.

Mientras cenaban, el sol se había puesto. Ahora el cielo estaba oscuro, con el suave tono púrpura azulado de una noche de estío.

—¿A dónde vamos? —preguntó Sabrina.

—Arriba —contestó Ancelin.

—¿A ver la cúpula? ¡Oh, eso me encantaría!

Alumbrados por la vela que él llevaba en la mano, Ancelin la condujo por una escalera tallada en mármol. Cuando llegaron a lo alto, apagó la vela y empujó levemente a Sabrina. Ella no sabía qué la esperaba, pero cuando cruzó la puerta que daba a la parte superior del edificio, lanzó una exclamación de asombro. Se hallaba en una habitación alumbrada con enormes velas colocadas en altos candelabros de oro. No había ventanas, pero las paredes estaban decoradas con murales muy diferentes a los que había abajo. Todos los pájaros que habitaban en el bosque del Monje estaban reproducidos allí. Había también brillantes mariposas que revoloteaban entre rosales silvestres, abejas que libaban el polen de las doradas madreselvas y libélulas que parecían agitar sus alas transparentes.

Bajo los murales había numerosos adornos florales: azucenas, nardos, claveles y dondiegos de noche que perfumaban la atmósfera con su fragancia.

Apegada a la pared norte de la habitación había una cama amplia, en forma de diván, con la cabecera tallada y pintada de forma exquisita con flores al estilo florentino.

Pero el techo, en lugar de la bóveda que Sabrina había esperado, estaba cubierto de seda azul, en el tono azul profundo que se ve en el manto de la Virgen de las pinturas italianas.

La joven miró a Ancelin como pidiéndole una explicación.

—Quiero mostrarte mi última sorpresa —dijo él—, mas para poder apreciarla debes recostarte en las almohadas y mirar hacia arriba.

Sorprendida, pero dispuesta para hacer cualquier cosa que él le pidiera, Sabrina se sentó en el lecho y se quitó los zapatos. Después se tendió sobre el cubrecama de brocado de seda italiana y apoyó la cabeza en las almohadas orladas de encaje.

—¿Estás cómoda? —Le preguntó Ancelin.

—Estoy muy emocionada —contestó ella—. Nunca creí que un observatorio pudiera ser tan hermoso y las flores lo hacen parecer casi como…

—Nuestro lugar secreto —concluyó Ancelin.

Sabrina le sonrió y él pareció titubear un momento, como dudando si tomarla entre sus brazos. Luego, con ademán resuelto, se acercó a las velas para apagarlas una tras otra. Hacía calor y, cuando llegó al otro lado de la cama, donde había tres grandes velas más, se quitó la ajustada levita de raso azul y la arrojó sobre una silla. Su camisa era de fina muselina y su corbata blanca del mismo género.

«Es tan apuesto, tan fuerte y viril…», pensó Sabrina y se ruborizó, porque precisamente la virilidad de su marido la hacía sentirse cohibida.

Ancelin iba a apagar la última vela cuando Sabrina se dio cuenta por vez primera de que, colgado del techo, a un lado de la cama, pendía un grueso cordón de seda con una borla, muy similar a un llamador.

Quedó todo sumido en la oscuridad unos momentos. A continuación, la seda azul que cubría el techo fue retirándose paulatinamente y Sabrina que tenía la cabeza apoyada en las almohadas, pudo contemplar el cielo tachonado. La luz de la luna llena invadió la habitación con una claridad mística. Era un espectáculo tan hermoso, que Sabrina no encontró palabras con las cuales expresar su admiración.

Ancelin soltó el cordón del cual se había servido para retirar los cortinajes y se inclinó sobre la joven, observándola atentamente.

Ella sintió que la invadía una cálida ola de emoción porque él estaba ahora a su lado en el lecho y el dulce éxtasis que la envolvió la dejó sin aliento.

—Ahora… parece como si de verdad fueras Jupiter —balbuceó.

—Y puedo elevarte al cielo, de modo que olvidemos el mundo y no pensemos en otra cosa que en nuestro amor —dijo él.

—Recuerdas mis palabras —musitó Sabrina.

—Recuerdo todo lo que me has dicho —afirmó Ancelin.

—¿Y has preparado todo esto para mí?

—Para los dos; para que nunca olvidemos nuestra noche de bodas ni tampoco que, de ahora en adelante, cuanto hagamos será juntos. ¿Te hará eso feliz, amor mío?

Sabrina repuso en un suave murmullo:

—Creo que ahora comprendo lo que mi madre quería darme a entender cuando me dijo que sólo me entregase al hombre que amara con todo mi corazón.

—¿Me amas así? —pregunto Ancelin.

—Te amo con todo mi corazón, mi cuerpo y mi alma. Y quiero que me digas cómo puedo… entregarme a ti.

Extendió los brazos al decir esto y rodeo el cuello de su marido, que susurró apasionadamente:

—¡Mi amor, mi adorada, mi esposa…!

Sus labios ardientes se apoderaron de los de ella. Sabrina sintió que sus manos la acariciaban y que el corazón de Ancelin palpitaba contra el suyo.

Entonces supo que la estaba elevando hacia las estrellas y no había nada en el universo entero, excepto ellos mismos y su amor.

FIN