Capítulo 1
La multitud formaba un círculo irregular en torno al improvisado ring. Algunas personas estaban arrodilladas y otras medio tendidas en el suelo.
A un lado, un cúmulo de paja había sido cubierto con mantas para que pudiera sentarse el príncipe de Gales.
Más allá había otro círculo formado por toda clase de vehículos, carruajes, calesas, faetones, berlinas, carretas cerradas y otras abiertas, pertenecientes a los espectadores más ricos y distinguidos.
Bajo un cielo despejado, sobre el césped cortado casi al ras, se enfrentaban en aquel momento Tom Tully, el gigantón de Wiltshire, patrocinado por el príncipe de Gales y la mayoría de sus amigos, y un boxeador desconocido, Nat Baggot, de estatura mucho menor que su contrincante y apoyado por el conde de Rothingham.
Tom Tully, un hombretón de mandíbula cuadrada, fuertes músculos y un aspecto tan firme como el del Peñón de Gibraltar, recibía imperturbable, los golpes que le lanzaba su oponente. Sin embargo, Nat Baggot, un hombrecillo de mirada astuta y pies rápidos, no parecía impresionado por su imponente adversario. Llevaban más de una hora peleando y ninguno resultaba vencedor.
Más allá del hacinamiento de vehículos, se escuchó un galope de caballos y un traqueteo de ruedas que giraban con rapidez. Un carruaje tirado por cuatro caballos avanzaba por la llanura a gran velocidad, conducido con tal destreza por un caballero que, a pesar del interés de la pelea, muchos de los espectadores se volvieron a mirar.
El conductor detuvo sus caballos con mano experta, entregó las riendas a su palafrenero y saltó del vehículo con una agilidad notable en un hombre de su corpulencia.
Iba vestido a la última moda, con el sombrero ladeado elegantemente sobre el oscuro cabello sin empolvar. Sus botas, que habían sido lustradas con champán, brillaban como espejos.
Una vez que desmontó, el caballero no pareció tener prisa. Avanzaba con aire indiferente hacia los asientos ocupados por el príncipe de Gales y sus amigos. El gentío se abría a su paso, reconociendo instintivamente su autoridad. Al llegar frente a su alteza, inclinó la cabeza y se sentó junto a él.
El príncipe le miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada. Se limitó a volver de nuevo la cabeza para continuar viendo la pelea. El recién llegado se instaló con la mayor comodidad posible y también concentró su atención en el combate.
Nat Baggot tenía un profundo corte en la mejilla y le sangraba la nariz; sin embargo, mientras seguía el intercambio de golpes, el hombrecillo sonreía, en tanto que su adversario mostraba una expresión sombría.
Inesperadamente se oyó un repentino movimiento de pies, una respiración jadeante, los terribles golpes asestados por los nudillos ya sangrantes de Nat Baggot y Tom Tully. El campeón invicto, abrió los brazos, se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo como un fardo.
Por un momento, se produjo un silencio cargado de asombro. El árbitro empezó a contar con lentitud:
—Uno… dos… tres… cuatro…
Surgieron gritos de la multitud, incitando al campeón a levantarse.
—Cinco… seis… siete… ocho… nueve… ¡diez!
Hubo gritos, silbidos, aplausos y abucheos, mientras el árbitro levantaba la mano de Nat Baggot, dando por terminada la pelea.
—¡Maldita sea, Rothingham! —exclamó el príncipe, dirigiéndose al caballero sentado junto a él—. Te debo trescientas guineas y tú ni siquiera te molestas en venir a presenciar la mejor parte de la pelea.
—Presento a su alteza mis más sinceras disculpas —respondió el conde de Rothingham con lentitud—. Me han entretenido… ciertas deliciosas circunstancias, sobre las cuales no tenía control alguno…
El príncipe trató de mostrarse severo, pero no lo logró. Su sonrisa se hizo más amplia hasta terminar en una carcajada que fue coreada por sus amigos.
—¡No cabe duda de que eres incorregible! —exclamó—. Anda, vamos, que nos espera la comida en la mansión Carlton.
El príncipe se dirigió hacia su faetón, siendo vitoreado por la multitud. No dirigió siquiera una mirada al campeón caído que tanto dinero le había costado.
El conde de Rothingham se entretuvo unos minutos en estrechar la mano de Nat Baggot, entregarle una bolsa llena de monedas de oro y prometerle otra pelea para un futuro cercano.
La comida en la mansión Carlton, como de costumbre, fue una comida compuesta por un excesivo número de platos, según opinión de los invitados. Pero el príncipe parecía disfrutar de todos ellos con incontrolable entusiasmo, como disfrutaba de todas las cosas buenas de la vida.
El conde pensó, viéndole a la cabecera de la mesa, que aunque su alteza era un hombre apuesto, la gordura empezaba a perjudicar su apariencia. Sin embargo, a los veintisiete años, el príncipe era poco más que un joven guapo y alegre, con un fino sentido del humor.
Desde que había vuelto a Inglaterra, el conde se sentía atraído por el círculo frívolo y alegre que rodeaba al príncipe de Gales, a pesar de que él era mayor y, por lo tanto, con más experiencia que el resto del grupo.
Cuando regresó en 1787, encontró que en su país se había desatado una verdadera pasión por el boxeo.
—El interés por ese deporte —le había dicho un eminente general en el barco que los traía de regreso desde la India—, ha logrado que en toda Inglaterra surja un profundo sentido del juego limpio; de modo que desde las más altas clases sociales hasta las más bajas, imponen en el deporte reglas tan rígidas como las que observaban los caballeros de la Tabla Redonda.
—Cuénteme más sobre la Inglaterra actual —pidió el conde—. He estado ausente demasiado tiempo.
—Usted pensará que soy un romántico y un exagerado —dijo su interlocutor—, si afirmo que vivimos una época de oro. La sociedad inglesa es más amable, más sutil y mejor equilibrada que ninguna otra sociedad que haya vivido sobre la tierra desde los tiempos de la antigua Grecia.
—¿Es posible? —Se sorprendió el conde.
—La nobleza que dirige el país es un grupo saludable, sociable y generoso —contestó el general—. Gobierna sin necesidad de fuerza policíaca, sin una cárcel de la Bastilla como en Francia y, virtualmente, sin una administración civil. Logran hacerlo a fuerza de seguridad y personalidad. En mi opinión, la Inglaterra actual podría vencer a cualquier otra nación del mundo, incluso con una mano atada a la espalda.
—Me temo que no todos estarán de acuerdo con usted —comentó el conde con escepticismo.
—Usted lo verá por sí mismo —respondió el general.
El príncipe de Gales era, tal vez, el ejemplo más perfecto de las contradicciones del carácter inglés, pensaba ahora el conde de Rothingham. Tenía mucho talento, un gran sentido artístico, una excelente educación literaria y era sumamente civilizado en lo que a buena conducta, buenos modales y limpieza se refería. Sin embargo, a semejanza del pueblo sobre el cual reinaba su padre, disfrutaba de chistes obscenos, toleraba un cierto grado de crueldad y hasta podía ser inclemente, llegado el caso. Además, como alguien había dicho, amaba a los caballos tan profundamente como a las mujeres y era muy probable que ningún otro caballero en Inglaterra tuviera más capacidad que él para apreciar ambas cosas.
Era de mujeres de lo que el príncipe quería hablar con el conde, cuando, al terminar la comida, y una vez que los invitados se retiraron, le llamó aparte para decirle:
—No quiero que te vayas todavía, Rothingham. Deseo hablar contigo.
Le condujo a uno de los salones, decorado con lujo excesivo, y a un costo exorbitante que aún no había sido pagado, y le invitó a sentarse en un sillón frente a él. Aunque era evidente que el príncipe quería hablar de otra cosa, se distrajo al mirar la levita azul que el conde llevaba puesta sobre inmaculados pantalones blancos. Sencilla y sin adornos, la llevaba su propietario con una elegancia y una soltura que el príncipe nunca había logrado obtener.
—Caramba, Rothingham, ¿quién es tu sastre? —preguntó—. Weston no pudo haber hecho ese traje.
—No, nunca me ha gustado cómo trabaja Weston —contestó el conde—. Este traje me lo ha hecho Schultz.
—Entonces podrá hacerme uno a mí —señaló el príncipe—. Y también quisiera que mi ayuda de cámara me atara la corbata con tanta habilidad como el tuyo.
—Yo mismo lo hago desde hace años, señor. Puedo anudármela más rápido y mejor que cualquier ayuda de cámara.
—Eso es lo malo contigo —se quejó el príncipe—: eres demasiado autosuficiente. Y por cierto, respecto a eso quiero hablarte.
El conde entornó los ojos con cierta insinuación de burla, como si adivinara lo que el príncipe iba a decir. Sus ojos, color azul oscuro, eran penetrantes hasta el grado de inquietar, y sus enemigos se turbaban al tener que enfrentarse a ellos. Había en él una franqueza que resultaba desconcertante; pero al mismo tiempo, quien le conocía bien, sabía que tenía profundas e impenetrables reservas.
Esbelto y de facciones clásicas bien definidas, era un hombre apuesto, que provocaba respeto y admiración. «No era sorprendente», pensó el príncipe con la mirada fija en el conde, «que las mujeres giraran en torno a él como abejas alrededor de un panal».
—Y bien, señor, espero que me explique el motivo de esta pequeña reunión, supongo que no será para echarme una reprimenda —dijo el conde sonriendo.
Su alteza pareció algo turbado.
—Lady Elaine Wilmot ha estado hablando con la señora Fitzherbert —repuso tras unos momentos de silencio.
El brillo travieso que había en los ojos del conde se hizo más pronunciado cuando dijo:
—¿De veras, señor? ¿Sobre qué en particular?
—¡Como si no lo supiera! La señora Fitzherbert considera, y yo también, que Lady Elaine sería una esposa muy adecuada para ti, Rothingham.
—¿Adecuada en qué sentido, señor?
—Es muy hermosa. De hecho, Lady Elaine es incomparable en St. James. Es la más admirada, es divertida, ingeniosa… y tiene experiencia. Yo nunca he podido soportar a las niñas inexpertas. Esas risitas tontas, esos rubores y lloriqueos deprimen al más paciente de los hombres.
—Es cierto, señor —reconoció el conde, recordando que la señora Fitzherbert, con quien era evidente que vivía el príncipe, tenía nueve años más que él. Si era o no fundado el rumor de que se habían casado en secreto, él no lo sabía; pero nadie podía negar que parecían muy felices juntos.
Hubo una ligera pausa antes que su alteza preguntara:
—¿Qué me dices, Rothingham?
El conde sonrió.
—Su alteza sabe muy bien que mi espada, mi persona y mi fortuna están a su servicio —respondió—. Pero en lo que se refiere al matrimonio, debo suplicarle que me permita elegir por mí mismo a la que haya de ser mi esposa.
El príncipe movió la cabeza con pesar.
—La señora Fitzherbert se va a sentir desilusionada.
—Y también, por desgracia, Lady Elaine —añadió el conde—: Pero encuentro deliciosas a tantas mujeres, señor, que no tengo deseo alguno de encadenarme a una sola de ellas para el resto de mi vida.
—¿Quieres decir que no piensas casarte? —Se sorprendió el príncipe.
—Pretendo divertirme, señor. Cuando uno tiene tantas bellas flores entre las cuales escoger, ¿por qué resignarse a cortar una sola?
El príncipe soltó una carcajada.
—¡Rothingham, eres incorregible! El problema contigo es que eres un libertino.
—Y no me arrepiento de serlo, señor.
—Pero además de libertino, eres autócrata, inflexible y tal vez hasta implacable. Sólo un hombre como tú habría sido capaz de hacer que ese tipo, Mainwaring, fuera expulsado de los clubs aristocráticos y menospreciado por la alta sociedad.
—Se lo merecía, señor —afirmó el conde secamente.
—Tal vez, pero no conozco muchos hombres con la determinación necesaria para hacerle castigar de ese modo. Sí, eres muy duro, Rothingham, pero tal vez una esposa te cambiase.
—Lo dudo mucho, señor.
—De cualquier modo, necesitarás un heredero, si tu fortuna es tan cuantiosa como dicen.
—En ese sentido no puedo quejarme; los rumores son verídicos, señor.
—Siento una gran curiosidad por saber cómo hiciste esa fortuna. Si mal no recuerdo, saliste de Inglaterra cuando tenías veintiún años, y ni un penique en la bolsa.
—Mi padre estaba en completa bancarrota —explicó el conde con voz dura—. Había jugado y perdido toda la fortuna de la familia. No contento con eso, provocó un escándalo dejándose matar en un duelo, en circunstancias bastante deshonrosas.
—Todo eso fue muy lamentable —comentó el príncipe—. Recuerdo que el rey lo comentó profundamente afectado.
—Tuve la suerte de ser destinado a un regimiento en la India —añadió el conde—. Tal vez no le parezca de particular interés a su alteza, pero la herida que recibí allí, una herida menor en una batalla sin importancia, cambió mi vida entera.
—¿Cómo? —preguntó el príncipe. No había la menor duda de su interés y el conde prosiguió su relato:
—En el ejército me declararon incapacitado para el servicio. Como no tenía dinero para volver a Inglaterra, me dediqué a buscar alguna ocupación remunerativa. Algunos aristócratas tal vez lo consideren criticable, pero me dediqué al comercio.
—¿Al comercio? —exclamó asombrado el príncipe.
—Fui extremadamente afortunado, y un par de atractivos ojos oscuros me ayudaron a conocer a los mercaderes que forjaban enormes fortunas en El Dorado oriental, del cual oiremos hablar mucho en los próximos años.
—Cuéntame cómo es eso —pidió el príncipe, con una expresión de curiosidad halagadora para el conde.
—Su alteza sabe bien que Inglaterra recibe de la India un flujo siempre creciente de especias, índigo, azúcar, marfil, ébano, té, madera de sándalo, salitre y sedas. Empecé a participar en este comercio y en el transporte de tales productos. Con el tiempo, eso me permitió no sólo labrar mi propia fortuna, sino también limpiar el nombre de mi padre.
—La señora Fitzherbert me ha contado que pagaste todas sus deudas.
—Hasta el último penique y con intereses.
—¿Y tus propiedades?
—Las he recuperado, pero hace sólo unas cuantas semanas. Veintitrés años atrás, cuando mi padre empezó a perder sus posesiones en las mesas de juego, un primo mío, el coronel Fitzroy Roth, decidió hacerse cargo de la casa familiar y de las grandes tierras que la rodeaban. Asumió todas las responsabilidades concernientes a nuestros arrendatarios y pensionados, así como las demás obligaciones, bajo la condición de que permanecieran en su poder mientras viviera.
—¿Quieres decir pues, que ha muerto? —inquirió el príncipe.
—Murió hace unas semanas, así que ahora puedo tomar posesión de mi propia casa —repuso el conde con una leve nota de excitación en su voz.
—Me alegro por ti, Rothingham, pero al mismo tiempo estoy convencido de que, ahora más que nunca, necesitas una esposa que brille a la cabecera de tu mesa.
—Hay muchas aspirantes al puesto, señor; pero todavía quiero gozar de la vida muchos años. Tal vez cuando ya sea anciano y necesite una mujer tierna y cariñosa que soporte mis impertinencias y cuide mi débil salud, decida casarme.
—Entonces parece que a Lady Elaine la aguarda una larga espera —suspiró el príncipe, poniéndose de pie.
—Eso me temo —reconoció el conde levantándose también—, aunque sin duda no tardará en encontrar el modo de consolarse.
—Subestimas la fidelidad del corazón femenino —replicó el príncipe—, así como tu capacidad para destrozarlo.
—Descubrí hace tiempo que los brillantes son un gran remedio para los corazones rotos. Todavía no he encontrado una mujer que rechace tal medicina.
El príncipe se echó a reír e inquirió:
—¿Irás a Newmarket conmigo mañana?
—Lamento tener que declinar tan tentadora invitación, señor, pero ya tengo planes hechos para visitar mi propiedad. Hace muchísimo años que no veo King’s Castle y tengo intención de hacerle muchas reformas y mejoras. Sin embargo, espero no estar ausente más de dos o tres días. A fines de esta semana habrá una velada muy divertida con el cuerpo de baile de la ópera. Todos nos sentiríamos muy honrados si su alteza estuviera presente.
—Así que el cuerpo de baile, ¿eh? Ya he notado que hay verdaderas preciosidades entre esas muchachas, Rothingham.
—Si, forman un grupo encantador. Entonces, ¿puedo contar con su presencia el próximo jueves a las once de la noche?
—Por supuesto —afirmó el príncipe—. ¿Das tú la fiesta?
—Me imagino que a mí me pasarán la cuenta —contestó el conde, sonriendo.
—¿Y quién mejor que tú para hacerse cargo de ella? Y eso me recuerda algo Rothingham, he sabido que pagaste dos mil guineas por esos caballos grises que ibas conduciendo ayer. ¡Es la pareja de animales más espléndida que he visto en mucho tiempo! Yo quise adquirirlos cuando los ofrecían en la fiesta de Tattersall, pero estaban muy por encima de mis posibilidades. La señora Fitzherbert estuvo de acuerdo conmigo en que eran unos caballos excepcionales.
—Bien, si le gustaron a la señora Fitzherbert —dijo el conde—, permítame que se los regale, señor. No me gustaría que se sintiera desilusionada.
El rostro del príncipe se iluminó.
—¿Lo dices en serio, Rothingham? ¡Caramba, sí que eres generoso! Sin embargo, sabes que yo no puedo aceptar un regalo así…
—Si su alteza y yo sólo hiciéramos lo que debemos, este mundo nos resultaría demasiado aburrido.
El príncipe se echó a reír y puso una mano en el hombro de su amigo.
—Está bien, si lo dices en serio, acepto el obsequio y no olvidaré esta generosidad tuya.
—Serán entregados en vuestra caballeriza mañana, señor. Y confío en su habilidad diplomática para lograr que la señora Fitzherbert no se enfade conmigo. Tal vez ella sea tan amable que se encargue de calmar los sentimientos heridos de Lady Elaine.
El príncipe rió.
—¡Ya sabía yo que habría alguna condición entre tanta generosidad!
—Su alteza no puede esperar que olvide tan pronto mi instinto de mercader —replicó el conde.
El príncipe continuaba riendo cuando pasaron del salón al amplio corredor que conducía a la escalera. Los displicentes ojos azules del conde revelaban una cínica diversión.
Al salir de la mansión Cariton, el conde vio que le esperaba su faetón de alto pescante, amarillo y negro, en el cual se dirigió a una casa ubicada en la calle Curzon.
Un sirviente, a quien el conde saludó con familiaridad, abrió la puerta.
—Buenas tardes, John. ¿Está la señora en casa?
—Sí, milord. Milady está arriba, probándose vestidos de Madame Bertin.
—Seguramente esto me costará dinero —gruñó el conde—. Está bien; subiré solo. Gracias.
Ascendió la escalera, recorrió el pasillo, llamó a una puerta y entró antes de obtener respuesta.
En el centro de un dormitorio decorado en seda color de rosa, Lady Elaine Wilmot, que llevaba puesta una transparente negligée de color verde claro, examinaba un vestido que le mostraba Madame Bertin.
Esta famosa modista, la más selecta de la elegante calle Bond, había sido doncella de la reina María Antonieta, pero cuando empezaron a surgir los primeros rumores de la revolución, huyó de Francia a Inglaterra, donde se estableció como modista, con gran éxito.
Al oír que se abría la puerta, Lady Elaine volvió la cabeza y lanzó un grito de satisfacción.
—¡Ancelin, no te esperaba!
Corrió hacia él, indiferente al hecho de que su négligée transparente, a contraluz de la ventana, revelaba la exquisita perfección de su cuerpo desnudo.
El conde tomó las manos que ella le tendía y se las llevó a los labios.
—¿Será posible que necesites más vestidos? —preguntó.
Lady Elaine hizo un mohín, pero sus ojos eran suplicantes al decir:
—No tengo nada que ponerme y tú dijiste…
—Sí, está bien, yo lo dije —contestó el conde de buen humor.
Lady Elaine lanzó un suspiro de alivio y se volvió hacia Madame Bertin para decir en tono autoritario:
—Mándeme los cuatro vestidos que he escogido, tan pronto como sea posible.
—Por supuesto, milady. ¿Y la cuenta al señor conde, como de costumbre?
—Como de costumbre —contestó él antes que Lady Elaine lo hiciera.
Madame Bertin y su ayudante reunieron sus cajas, vestidos y piezas de seda, hicieron una reverencia y salieron de la habitación.
Tan pronto como la puerta se cerró tras ellas, Lady Elaine se acercó al conde y le echó los brazos al cuello.
—Eres muy bueno conmigo —dijo—. Temí que me creyeras despilfarradora al comprarme nuevos vestidos, cuando acabas de pagar la última cuenta de esa vieja bruja, que cobra precios tan exorbitantes.
—¿Despilfarradora tú? —replicó él con aire burlón—. ¿Quién ha podido poner tal idea en tu linda cabecita?
La contemplaba al hablar, apreciando los oscuros ojos rasgados y las arqueadas cejas del mismo color negro de los rizos que, arreglados con buen gusto, enmarcaban el óvalo perfecto de su rostro.
No cabía la menor duda de que L Elaine era una belleza. La blancura de su piel, sus grandes ojos seductores y su boca sensual eran admirados en todos los círculos aristocráticos de la capital.
Hija de un duque, había hecho un matrimonio desastroso cuando era apenas una adolescente. Por fortuna para ella, fue de corta duración. Su esposo, un joven alocado, irresponsable, y gran bebedor, se mató en una peligrosa carrera de obstáculos celebrada a medianoche, en la que la mayor parte de los corredores se encontraban demasiado ebrios para saber lo que hacían o mantenerse sobre sus monturas. La joven y hermosa viuda se dispuso a brillar entonces en sociedad y causó sensación desde el primer momento.
Resultaba natural que, frecuentando los mismos círculos, el libertino conde de Rothingham con su creciente fama de conquistador acaudalado, y la bella viuda se conocieran y se atrajeran el uno al otro como por una fuerza magnética.
—¿Has ido a la pelea de esta mañana? —preguntó Lady Elaine.
—Así es, y ha ganado mi luchador.
—¡Eso habrá enfurecido al príncipe!
—Su alteza había apostado fuerte por Tom Tully, pero me ha perdonado.
—¿Has almorzado en la mansión Carlton? —La forma en que Lady Elaine hizo esta pregunta, reveló al conde que estaba al tanto de que el príncipe había hablado con él.
—Sí, y he tenido una larga conversación a solas con su alteza cuando los demás invitados se habían ido ya.
Tras decir esto, se quedó en silencio, advirtiendo la ansiedad de ella. Había cierta crueldad en la sonrisa masculina.
—¿Me… me ha mencionado el príncipe? —preguntó Lady Elaine, titubeante.
—Me ha hablado de ti como un padre —contestó el conde—, aunque tal vez debería decir… como una de esas madres interesadas en casar a sus hijas en edad de merecer.
Hubo una pausa.
—¿Y cuál ha sido tu respuesta? —murmuró Lady Elaine, levantando la cara al hablar, para que sus labios rojos e incitantes quedaran muy cerca de los del hombre.
—Le he asegurado al príncipe —declaró él, rodeando con los brazos y atrayéndola hacia sí—, que aunque adoro a las mujeres hermosas… amo aún más mi libertad.
—¿Cómo has podido decir eso? —Casi gritó Lady Elaine con acritud.
Por toda respuesta el conde la atrajo más hacia él.
—¿Tienes que ser codiciosa? Estoy dispuesto a ofrecerte muchas cosas, todo lo que quieras mientras la relación nos satisfaga a los dos. Pero no me es posible ofrecerte un anillo de bodas, querida. Ése es un lujo que no me puedo permitir.
Lady Elaine estrechó el cerco de sus brazos en torno al cuello masculino.
—Pero yo te amo —murmuró—. Te quiero, Ancelin…
En respuesta, el conde oprimió sus labios contra los de ella y la llamarada del deseo surgió en ambos. Mientras él la conducía hacia el lecho, Lady Elaine exclamó:
—Tú me deseas y yo a ti. ¡Oh! ¿Por qué, no te casas conmigo entonces?
—Eres demasiado atractiva para atarte a un solo hombre —contestó el conde y ella comprendió que se estaba burlando.
Lanzó un grito de protesta, pero no tuvo oportunidad de decir más.
El conde la arrojó sobre el lecho y su boca, dura, apasionada y exigente cayó sobre ella.
Todas las discusiones quedaron olvidadas.
* * *
Algunas horas después, Ancelin de Rothingham se marchó a Piccadilly. En el Teatro de la Opera de Covent Garden estaban ensayando. El conde entró por la puerta de artistas y subió por una escalera de caracol hasta un pequeño camerino. Michelle Latour había salido del cuerpo de baile del teatro y ahora tenía un pequeño papel estelar, lo que la daba derecho a camerino propio.
En el cuarto, lleno de cestos y ramos de flores, no había nadie.
Ancelin esperó casi cinco minutos antes que se oyera un ruido de pasos que se acercaban presurosos. Michelle Latour entró corriendo en la habitación y, al ver al conde, le echó los brazos al cuello mientras le decía frases cariñosas en su graciosa mezcla de francés y pésimo inglés.
Cuando Ancelin logró soltarse, le explicó que había ido a verla para decirle que pensaba ausentarse. Aquella misma noche partía hacia su propiedad en el campo.
—¡Voy a echarte muchísimo de menos! —murmuró Michelle—. ¡Contaré las horas hasta que vuelvas!
—No estaré ausente mucho tiempo. Volveré a Londres para nuestra fiesta del jueves —le aseguró él—. Su alteza el príncipe de Gales ha prometido estar presente.
—¿El príncipe de Gales? ¡Qué maravilla! Todos se pondrán contentísimos.
Michelle le hizo al conde un mohín.
—Te veo muy elegante y muy guapo esta noche. ¿Seguro que vas al campo solo?
—Te aseguro que voy solo y ninguna mujer bonita me espera allí. Pienso entrevistarme con administradores, granjeros, leñadores y carpinteros. Hablaré de renovaciones y mejoras, no de amor.
—¡Está bien, no me pondré celosa! —Prometió Michelle—. Pero voy a sentirme muy sola en esa preciosa casita que me has puesto. Me encanta… pero cuando tú no estás parece muy vacía.
—Me alegra que te guste. Es un placer hacerte regalos, Michelle. Cuando vuelva, iremos a ver ese brazalete que quieres, a juego con los pendientes de brillantes que tan bien se ven en tus orejitas. Ahora tengo que irme. Pórtate bien en mi ausencia —le puso una mano bajo la barbilla y la obligó a mirarle—. Detesto que otro hombre mantenga mi cama caliente cuando yo no estoy.
—¿Crees que sería capaz de tener otro amante, cuando has sido tan bueno y generoso conmigo? —replicó Michelle—. ¿Cómo puedes siquiera pensar tal cosa de mí? ¿Cómo puedes siquiera imaginarlo?
—Protestas de manera muy elocuente —observó Ancelin con ironía—. Pero creo que debes sugerir a tu amigo que la próxima vez que te visite, tenga cuidado de no dejar sus guantes. Estos olvidos se prestan a malas interpretaciones.
Al decir esto, miraba al tocador, en una esquina del cual se veía un par de guantes masculinos.
Michelle no pudo contener un grito de furia.
—¡Ese hombre es idiota! ¡Oh grandísimo estúpido! —exclamó en francés y de pronto, al recordar que el conde conocía su idioma, trató de disimular el error—. No, no son de un amigo mío. Mi doncella los encontró en el corredor. Debió de olvidárselos algún caballero que vino a visitar a otra de las chicas.
Ancelin sonrió, pero había algo insultante en su sonrisa.
—Mientes de forma muy convincente —dijo y, sin esperar una respuesta, salió del camerino, seguido por la mirada desconcertada de Michelle.
Cuando sus pisadas se alejaron, ella cogió los guantes del tocador y los arrojó con furia al suelo, lanzando improperios en inglés y en francés contra su dueño.
Ancelin sonreía con cierta amargura cuando subió a su faetón y tomó las riendas de manos del palafrenero. Había una expresión dura en sus ojos. No se hacía ilusiones sobre la moral de las mujeres fáciles como Michelle, pero le disgustaba que cuando las tomaba bajo su protección, pretendieran engañarle.
En realidad, creía que Michelle le era fiel. Pero la reacción que había tenido al ver los guantes, demostraba su culpabilidad. Comprendía que era la codicia insaciable de la bailarina lo que la había impulsado al engaño y eso le molestaba. Ella tenía como admirador a un rico banquero, viejo y gordo, cuando Ancelin apareció en escena. Sin duda alguna, cultivaba la relación con ambos para sacarles a los dos todo el provecho posible.
En aquel momento, la francesita había dejado de interesarle a Ancelin. Daría instrucciones a su secretario para que le enviara el acostumbrado regalo de despedida y se encargara de que la casa que ella ocupaba quedara libre lo antes posible.
Había en el ballet una pelirroja de gran vivacidad que le parecía muy atractiva. Procuraría establecer una relación con ella a su regreso. Michelle fue eliminada de sus pensamientos como si nunca hubiera existido.
Al llegar a la mansión Rothingham, Ancelin bajó de su faetón. Pasando ante la hilera de lacayos que le saludaban inclinando la cabeza, se dirigió al mayordomo que se encontraba en el vestíbulo.
—Tráeme vino a la biblioteca, Meadstone —le ordenó—. Y encarga que preparen el coche de cuatro caballos. Me voy dentro de media hora.
—El equipaje va ya de camino, a cargo de los ayuda de cámara de su señoría.
—Perfecto —dijo Ancelin y entró en la biblioteca, una estancia que daba al pequeño jardín.
Un lacayo llevó una botella de vino en una bandeja de plata y la colocó en una mesita. Meadstone sirvió una copa y se la entregó al conde. Éste empezó a beberla con lentitud. Respetuosamente, el mayordomo comentó:
—Espero que su señoría lo encuentre todo en orden en King’s Castle. Volveremos a los viejos tiempos ahora que está otra vez en manos de milord.
—Debe haber cambiado mucho en tanto tiempo —señaló Ancelin—. ¿Te das cuenta, Meadstone, de que han pasado veintitrés años desde que salí de allí, cuando tenía sólo nueve años?
—Lo recuerdo muy bien, milord. Su señor padre, que en paz descanse, se encontraba aquel año en una situación difícil.
—Siempre estaba así —comentó Ancelin con voz dura—. ¿Cobraste todo lo que se te debía?
—Sí, cuando su señoría volvió del extranjero.
—¿Por qué no buscaste otro empleo? —preguntó Ancelin—. Seis o siete de vosotros os quedasteis aquí, año tras año, viviendo con mi padre en condiciones miserables, subsistiendo con lo que él lograba vender. ¿Por qué lo hicisteis?
Meadstone pareció turbado.
—Creo que su señoría sabe la respuesta —contestó por fin—. Pertenecíamos a su familia, por decirlo así. Mi padre y mi abuelo, sirvieron siempre a la familia Roth. No hubiera sido correcto que me fuera cuando las cosas estaban difíciles.
—¿Difíciles? —exclamó Ancelin—. ¡Sin sueldo, medio muertos de hambre…! —Se detuvo y analizó la expresión del mayordomo—. Sí, comprendo —agregó con suavidad—, y todo lo que puedo decir, Meadstone, es gracias, gracias a todos vosotros. Hemos pasado malos tiempos, pero yo me encargaré de que no se repitan.
—Usted sufrió también, señorito Ancelin —respondió Meadstone dirigiéndose al conde como lo hacía cuando era niño.
—¡No hablemos de eso! —exclamó el conde—. Vamos, Meadstone, debo cambiarme antes de partir para King’s Castle. ¿Hay alguien que pueda atenderme?
—Lo haré yo mismo, milord. Hay un joven lacayo al que estoy entrenando y me gustaría que estuviera presente para que vaya aprendiendo.
Ancelin apuró el contenido de su copa y salió de la biblioteca para dirigirse a la escalera, seguido por el mayordomo.
—A decir verdad, Meadstone, me siento bastante temeroso de volver a King’s Castle —confesó—. Nunca se debe regresar al pasado. Siempre existe la posibilidad de recibir una amarga desilusión.
—No con King’s Castle, milord —replicó Meadstone—. Ha sobrevivido trescientos años. No creo que su señoría se decepcione al verlo de nuevo.
—No estoy tan seguro de ello como tú —contestó Ancelin gravemente.