Capítulo 3
—¡Vamos, tome su desayuno, señorita Sabrina, y nada de tonterías! —Ordenó la vieja aya en tono severo, como quien está acostumbrado a mandar en el cuarto de los niños.
—Estoy tratando de hacerlo —replicó Sabrina, aunque sabía que no podría tragar nada. La angustia y el llanto contenido parecían haber cerrado su garganta.
Se levantó de la mesa, fue hasta la ventana para mirar el pequeño jardín descuidado, con sus nogales y sus arbustos de jeringuilla.
Los capullos empezaban a aparecer. Cuando el jardín floreciera, pensó llena de tristeza, ella se habría marchado ya de la casa.
Volvió la cabeza y vio que su antigua niñera tenía lista la bandeja del desayuno para su padre.
—Yo se lo subo, nana —dijo con suavidad.
—No creo que sir Hugh vaya a comer nada —comentó la aya, poniendo unas rebanadas de pan tostado en una parrilla de plata—. Y si no quiere comer, por favor, baje de nuevo la bandeja. El juego de café y todos los demás objetos de plata entran en la subasta.
Sabrina no contestó. Se limitó a tomar la bandeja, arreglada esmeradamente con su mantelito orlado de encaje y su delicada porcelana decorada con florecitas, para subir y colocarla en una mesita que había junto a la puerta del dormitorio principal.
Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Tras una segunda llamada, cogió la bandeja y entró. En la penumbra de la habitación vio a su padre, que no estaba dormido, sino recostado sobre las almohadas, con los brazos doblados y las manos en la nuca.
—Buenos días, papá —le saludó Sabrina—. Te traigo el desayuno.
—No quiero nada.
La voz de sir Hugh era gruesa y sus palabras sonaban imprecisas.
Sabrina comprendió que había estado bebiendo, aun antes de notar que la botella de coñac que había sobre la mesita de noche estaba casi vacía.
Puso la bandeja sobre la mesita y se dirigió a la ventana para descorrer las cortinas y dejar entrar la pálida luz del sol.
—Una taza de café te hará bien, papá —le ofreció, sabiendo que a veces cualquier sugerencia que le hacía sobre lo que debía comer o beber le enfurecía.
—No lo dudo —contestó él—, pero esta mañana no me importa qué me hace bien o qué me hace mal.
Sabrina se dio cuenta de que su padre se encontraba en un estado de ánimo más tranquilo de lo que había esperado, así que decidió hacerle la pregunta que daba vueltas en su mente desde que había sabido que se efectuaría la subasta.
—Si no consideras impertinente mi pregunta —dijo—, ¿puedes decirme con exactitud cuánto debes, papá?
A sus palabras siguió un silencio que a Sabrina se le antojó amenazador.
Sir Hugh se sirvió media copa de coñac con mano temblorosa.
—Así que tienes curiosidad por saberlo, ¿eh? —murmuró—. ¡Bien, no te culpo! Más vale que sepas lo peor y acabemos con esto: ¡Debo veinte mil libras!
Al terminar de hablar, bebió el coñac, volvió a acomodarse en el lecho y cerró los ojos.
Por un momento, Sabrina se quedó muda por la sorpresa; por fin, con una voz que ella misma no reconoció como suya, exclamó:
—¡Veinte mil libras! Pero, papá, ¿cómo podríamos reunir nunca una cantidad así?
Sir Hugh abrió los ojos.
—¡Tenemos que hacerlo! ¿Me oyes? ¡Y diez mil libras son para una deuda de honor que debe pagarse antes que nada!
—Pero, papá —protestó Sabrina—, el caballero a quien debes esa cantidad no puede enviarte a prisión, mientras que los otros…
—¡Cállate! —Ordenó sir Hugh con voz aguda—. Soy un estúpido Sabrina, un pésimo jugador, pero sigo siendo un caballero y debo cumplir mi palabra.
Se detuvo, la miró furioso y añadió:
—Y digo yo, ¿por qué no pueden esperar los tenderos? ¡Maldita sea, únicamente sirven para andar reclamando!
—Han esperado mucho tiempo, papá —dijo Sabrina con suavidad.
—¡Y tendrán que esperar todavía mucho más! —rugió sir Hugh. De pronto se cubrió los ojos con las manos—. ¡Cierra las cortinas, condenada muchacha! ¿Para qué quieres tanta luz? Me duele la cabeza y si tengo que enfrentarme a todos esos lobos hambrientos, necesito otra botella de coñac.
—Ésa era la última, papá —dijo Sabrina.
—¡La última botella! —repitió sir Hugh, mirando a su hija con incredulidad—. ¿Estás segura?
—Segura, papá. Era la única botella que quedaba en el sótano. Ayer bajé a ver.
Sir Hugh volvió a mirar la botella casi vacía.
—¡Maldición! ¿Cómo esperas que pueda resistir todo el día sin algo de beber?
—Te he traído café, papá.
—¡Café! —rugió sir Hugh—. ¡Quiero coñac, maldita sea, y voy a conseguirlo! Tráeme agua para afeitarme y mis botas. Supongo que esa vieja perezosa de tu aya las habrá limpiado, ¿no?
—Sí, papá. Nana las limpió anoche. Además, te lavó una de tus mejores camisas y yo la planché. —Sabrina tomó aire y se atrevió a rogar—: Por favor, no bebas más. Si tienes que enfrentarte a la gente que viene, quiero que te vean como eres realmente: elegante y apuesto. No cuando…
Se detuvo.
—¡Cuando estoy ebrio! —Terminó su padre con amargura—. Degradado, humillado… un padre del que no puedes sentirte orgullosa, ¿verdad?
Su voz sonaba tan dolorida que, instintivamente, Sabrina se acercó a él y le cogió una mano.
—Lo siento, papá. Sabes que yo te ayudaría si pudiera.
—Lo sé —repuso su padre en un tono diferente—. Eres una buena chica, Sabrina. Tu madre estaría orgullosa de ti… —Al hablar de su esposa, la voz de sir Hugh se suavizó y aparecieron lágrimas en sus ojos inyectados de sangre—. Todo esto pasa porque la echo de menos —gimió—. No puedo vivir sin ella. Nunca he podido. ¿Cómo pudo morir y dejarme solo… cómo pudo hacerlo, Sabrina?
Sabrina suspiró. Su padre había pasado de la etapa agresiva del bebedor a la quejumbrosa y sentimental.
—Esto nunca habría pasado si tu madre hubiera estado aquí —continuó como si hablara consigo mismo—. Ella impedía que me portara como un idiota, me obligaba a actuar con decencia… ¡Oh, Sabrina! ¿Cómo he podido fallarle de esta manera?
Las lágrimas corrían por las mejillas de sir Hugh y Sabrina le miraba con compasión, aunque sabía muy bien que aquel estado de ánimo era pasajero.
Unos cuantos tragos más y se tornaría agresivo otra vez, maldeciría a los comerciantes y estaría dispuesto a volver a Londres, si tenía un poco de dinero para despilfarrar en bebida y apuestas.
—Iré a traer agua caliente para que te afeites, papá. —Se acercó a la mesita donde había puesto la bandeja del desayuno y sirvió café en una taza de porcelana—. Por favor, bebe esto; te dará ánimos.
—¿Ánimos para qué? —replicó él—. No tengo ya remedio. Ni si quiera merezco seguir viviendo.
—Por favor, papá, bébete el café —insistió Sabrina. Después cogió la bandeja y salió de la habitación. Su padre estaba en malas condiciones aquella mañana, pensó con indiferencia mientras bajaba la escalera.
Al principio, después de la muerte de su madre, ocurrida tres años antes, la inquietaba y deprimía profundamente el hábito de su padre de beber en exceso, así como sus accesos de agresividad en los cuales llegó algunas veces a golpearla. Pero era peor cuando se arrepentía, cuando lloraba e imploraba perdón, repitiendo una y otra vez cuánto echaba de menos a su esposa. Sin embargo, la experiencia le había enseñado que el arrepentimiento de su padre sólo era aparente. En cuanto vendía algo, se olvidaba de cualquier promesa y, con las pocas guineas obtenidas se iba a jugar y a emborracharse sin importarle que Sabrina y la vieja aya no tuvieran nada que comer.
Sabrina le había visto vender las pocas joyas que su madre, Lady Elizabeth Melton había guardado para que ella las usara cuando creciera.
Existían muy pocas cosas de valor en la casa, porque desde que sus padres huyeron para casarse, habían vivido de la pequeña fortuna que su madre heredara al cumplir veintiún años.
La herencia era sólo de unos cientos de libras al año; pero les había permitido vivir con relativa comodidad, sin lujos ni despilfarros.
Sabrina aprendió, con el tiempo, que su padre era el único que se permitía todos los gustos. Él podía tener un buen caballo para montar e ir de caza, aunque los zapatos de su madre tuvieran agujeros y sus trajes estuvieran pasados de moda y desteñidos.
Sir Hugh recibía toda la atención de las tres mujeres de la casa. Sabrina aprendió a esforzarse para que su padre fuera siempre bien vestido, aunque sus propios vestidos le quedaran estrechos hasta el punto de resultar casi indecentes.
Sin embargo, la joven sabía que su madre nunca se había arrepentido de dejar a su familia, que quería casarla con un rico noble escocés, para vivir con un hombre que no tenía nada a su favor más que su apostura y la devoción por su esposa, a quien hizo plenamente feliz durante los años de vida matrimonial.
Cuando tuvo edad suficiente para hacerlo, Sabrina comprendió que era su madre quien mantenía la casa en pie y sabía tener siempre satisfecho a su marido para que éste no se lamentase nunca de su relativa pobreza. Por eso procuraba que, durante las horas que él pasaba en casa, estuviese tan divertido como si se hallase en compañía de los amigos calaveras que frecuentaba de soltero.
Pero al parecer, Sabrina advirtió que su padre echaba de menos las diversiones que había conocido en Londres, los clubes a los cuales ya no podía pertenecer por falta de dinero, la camaradería de hombres como él, que sólo se interesaban por los deportes y el juego. Sólo la inteligencia de Lady Elizabeth había logrado mantener a su esposo junto a ella. Y él había sido feliz, de eso no cabía la menor duda.
Pero al morir Lady Elizabeth de forma repentina, sir Hugh empezó a actuar como un loco. Parecía como si hubiera liberado las represiones que se habían ido acumulando en su interior durante los años que se esforzó en ser buen esposo y buen padre.
En cuanto enterraron a su esposa, corrió a Londres y volvió tres meses después, en tal estado, que Sabrina casi no le reconoció. Su deterioro físico y moral continuó al correr los meses, causando no pocas preocupaciones y angustias a la joven hasta que ésta aprendió a manejarle.
No lo hacía con la habilidad de su madre, ya que eso era imposible, pero al menos dejó de sentirse atemorizada, aunque no pudo evitar que él siguiera su vida de disipación.
Pronto se hizo evidente que sir Hugh sólo volvía a su casa cuando se le terminaba el dinero o cuando el alcohol le hacía ser tan incoherente, que hasta sus mismos camaradas se aburrían de él. Sabrina le cuidaba pacientemente hasta que se recuperaba.
Regularmente no tenía dinero, pero cuando encontraba a algún amigo que le prestara algo, volvía a marcharse a Londres para gastarlo y la muchacha sufría al comprender que todos sus esfuerzos habían sido inútiles.
Volvió ahora a la cocina para dejar la bandeja casi intacta del desayuno y subir de nuevo con el agua caliente, las botas relucientes y la camisa planchada.
—¿Qué hora es? —preguntó sir Hugh cuando ella se disponía a salir después de dejar las cosas en la habitación.
—Casi las ocho y media, papá. La subasta empieza a las diez, pero supongo que la gente empezará a llegar a partir de las nueve para inspeccionar la casa. Será mejor que salgas de esta habitación lo antes posible, para que nana y yo podamos arreglarla.
—¿Para qué? No volveré a dormir en ella.
—Pero yo no quiero que la gente piense que somos sucios y descuidados.
—¡Y qué importa lo que la gente piense! Todos esos buitres vendrán a husmear en mi casa, a tocar mis cosas, ¡a llevárselas en sus carretas, maldita sea!
—¿Y nosotros, papá? —preguntó Sabrina con voz tranquila—. ¿Has hecho planes para nosotros? ¿A dónde iremos cuando se lo lleven todo y tengamos que entregar la casa?
—Ya sabrás a su tiempo lo que he planeado —contestó su padre de mal talante.
La muchacha sabía que, en realidad, no tenía idea de lo que harían o qué sería de ellos. Experimentaba la inquietante impresión de que, al entregar la casa solariega, se lanzarían sin rumbo por los caminos y dormirían en las zanjas. Trató de desechar estas ideas de su mente. No era posible que la situación fuera tan mala… ¿o si lo era?
Apresuradamente, salió del dormitorio y bajó corriendo la escalera para escapar de sus propios pensamientos. Había todavía muchas cosas que hacer. Ella y su aya se habían preocupado de colocar las sillas en el comedor, para los asistentes a la subasta. El encargado de ésta, había mandado un pequeño estrado y el escritorio que utilizaba habitualmente.
Cuando el subastador recorrió la casa para catalogar su contenido, Sabrina, que le acompañaba, se había sentido avergonzada por la cantidad de cosas rotas o en mal estado que encontraron.
Sin embargo, la lista de las cosas que iban a ser vendidas resultó bastante larga. La encabezaba la casa y concluía con su caballo «Mercurio».
—Lo mejor que tienen es ese caballo —dijo el subastador—. Si lo ponemos el último, alentará a los que se interesen por él a quedarse hasta el final. Conviene que la gente no se vaya demasiado pronto porque entonces bajan mucho los precios.
Después de arreglar los últimos detalles de la casa, a fin de dejarla lista para la subasta, Sabrina se dirigió a la caballeriza, donde pasó unos minutos acariciando a «Mercurio», mientras pensaba desesperadamente en su madre y le pedía ayuda.
Luego dedicó algún tiempo a cepillarlo, darle paja y agua. Estaba terminando de hacerlo cuando oyó voces que venían de afuera. Pertenecían a varios desconocidos que se acercaban a la caballeriza. Sintió un dolor agudo en el corazón al comprender que debían de ser los asistentes a la subasta y que sin duda querían ver a «Mercurio» antes de ofrecer dinero por él.
Con pánico repentino, dio media vuelta y salió corriendo hacia la casa. Subió a su dormitorio para ponerse un vestido limpio y se estaba cubriendo los hombros con un echarpe cuando entró su aya a decirle que sir Hugh había mandado a comprar otra botella con el dinero que consiguió prestado de un granjero que había ido a la subasta.
Suspiró resignada y se dirigió al despacho. Al pasar frente al comedor, vio que éste se encontraba ya atestado de gente. Los asistentes, sentados en filas, le parecieron buitres esperando la muerte de un animal. Algunos rostros le eran familiares, pero había una mayoría de desconocidos. Eran hombres de edad, vestidos con limpieza y cierta elegancia. Por un momento no comprendió quiénes eran, hasta que reconoció, en la tercera fila, a un hombre que unas semanas antes había llegado de Londres para exigir a su padre el pago de una fuerte suma por consumo de bebidas. También los otros desconocidos, hombres que parecían fuera de lugar entre los granjeros y los aldeanos del contorno, eran comerciantes a los que su padre debía dinero y que podían enviarlo a prisión, si no les pagaba.
Procurando contener el latir acelerado de su corazón, se dirigió aprisa al despacho. Sir Hugh estaba sentado en un sillón de amplio respaldo, con una copa de coñac en la mano.
—¡Papá, ahí están muchos de tus acreedores! —exclamó Sabrina con voz de temor.
—¡Por supuesto que están! —contestó él—. ¡Yo mismo les dije que vinieran! ¡Que pujen, que compren, que me dejen su dinero y no se lleven el mío, para variar!
—¡No entiendes, papá! Ellos no comprarán nada. Han venido solo a cobrar el dinero que les debes, tan pronto como termine la subasta.
—¡Maldita sea! —exclamó sir Hugh—. Me siento como un zorro acorralado por los sabuesos. Bueno, que sigan corriendo tras de mí… ¡Todavía no me han alcanzado!
Sabrina suspiró. Su padre estaba demasiado borracho para comprender la gravedad de lo que ocurría.
Había dejado la puerta entornada al entrar y ahora oyó un golpe de un martillo y la voz profunda del subastador que anunciaba el comienzo.
Con un movimiento rápido, Sabrina cerró la puerta. No podía soportarlo, no quería oír cómo ofrecían su casa y sus posesiones, todo lo que ella había conocido y amado desde niña. Quiso creer que todo era un sueño, que no estaba sucediendo en realidad. Pero en el fondo de la mente siempre había tenido el presentimiento de que no tardaría en llegar el día en que su padre no podría continuar viviendo a crédito, pidiendo prestado a sus amigos y acumulando deudas. Sin embargo, se había aferrado a la esperanza de que un día tuviera un golpe de suerte o que volviera a ser el hombre honesto y cariñoso que era cuando su esposa vivía.
Se quedó de pie largo rato, sin mirar a su padre y oyendo el chocar de la botella contra la copa, mientras él se servía una tras otra. De pronto se abrió la puerta y entraron dos hombres de delantal blanco para llevarse tres sillas a la sala donde se efectuaba la subasta. Volvieron por una mesa y descolgaron dos cuadros de la pared.
Sabrina se sentó en el banco adosado a la pared. Debió de pasar una hora antes que los hombres volvieran.
—¿Podemos llevarnos el sillón en que está usted sentado, señor? —preguntó uno de ellos, mirando con incertidumbre al caballero—. Lo quieren…
—¿Qué quieren? —preguntó sir Hugh con voz ronca.
—El sillón, señor. Van a subastarlo.
Sir Hugh abrió la boca para lanzar una maldición pero Sabrina llegó sin titubear a su lado.
—Es inútil que te enfades, papá —procuró tranquilizarle con voz suave—. Ellos sólo cumplen con su deber. Ven a sentarte conmigo junto a la ventana.
Diciendo esto, cogió la botella y le quitó la copa a su padre. Uno de los hombres le ayudó a ponerse de pie.
Cuando salieron de la habitación llevándose el sillón, sir Hugh se quedó de pie mirando hacia la puerta.
—Me he sentado en ese sillón desde que llegamos aquí… A tu madre le gustaba mucho.
—No pienses en eso —le suplicó Sabrina percatándose de que en cualquier momento su padre se echaría a llorar. No hubiera soportado que la gente que los conocía, y mucho menos aquel grupo de extraños, le vieran llorar o le oyeran menospreciarse como hacía tan a menudo.
En su ansiedad, Sabrina le sirvió un poco más de coñac en la copa.
—Vamos, papá —dijo—, ya que has comprado esto, será mejor que te lo bebas.
Sir Hugh se llevó la copa a los labios. Antes de beber murmuró como si hablara consigo mismo:
—He visto las celdas de los deudores en Newgate… Son oscuras y horribles. La pestilencia se me quedó pegada en las narices días enteros. —Tomó un trago y siguió diciendo—: Los presos son como animales salvajes. Sus gritos retumban entre aquellas paredes y se pelean por la comida como si estuvieran muriéndose de hambre. ¿Cómo podré enfrentarme a esas condiciones, a esa degradación?
Había verdadero horror en su voz y Sabrina le dijo con tono persuasivo:
—Tal vez todo salga bien, papá. Quizá la subasta dé suficiente dinero para pagar todas las deudas.
Pero sabía muy bien que era una experiencia inútil.
—¿Cómo podré soportar la prisión? —Insistió sir Hugh—. El tifus mata a centenares de prisioneros cada año. Sin dinero para pagar ningún tipo de comodidad, tendré que vivir con los presos que viven como animales.
—No te tortures, papá —suplicó Sabrina—. Tal vez tus acreedores te den más tiempo.
—¿Y qué va a ser de ti? —preguntó él como si no la hubiera escuchado—. ¿Qué he hecho, Sabrina?
—Es demasiado tarde ahora para preocuparse por eso, papá.
—¿Qué pensaría tu madre si viera nuestras cosas en pública subasta, si viera cómo nos echan a la calle… de nuestra propia casa?
—Ven y siéntate, papá. —Sabrina estaba a punto de echarse a llorar—. Nada puede cambiarse ahora.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó sir Hugh—. ¡Necesito saber lo que sucede!
—No, papá, no —suplicó la joven; pero, sin hacerle caso, él la tomó de un brazo y la arrastró hacia la habitación donde se estaba celebrando la subasta.
Uno de los hombres de delantal blanco sostenía en lo alto un cuadro que siempre había estado junto a la escalera. En él se veía a un jinete sobre un corcel blanco y a Sabrina le encantaba cuando era niña.
—¿Me ofrecen cinco guineas? —preguntó el subastador—. Cinco… seis… siete… ocho. ¿Alguien ha dicho ocho? ¿Qué me dice usted, señor? Esa oferta va contra la suya.
El hombre al que se dirigía movió la cabeza de un lado a otro.
—Nueve guineas —dijo alguien al fondo de la estancia.
Sabrina no podía ver quién era porque había varias personas en pie por delante.
—Nueve guineas —repitió el subastador—. ¿Alguien da más? ¡Adjudicado! Vendido al mismo caballero —dijo al escribiente sentado junto a él.
La subasta estaba llegando a su fin. Vieron vender otras cosas por cantidades casi irrisorias. Sabrina notó, sin embargo, que cuando las pujas se detenían, era siempre la misma voz del fondo la que hacía la última oferta, un poco más alta.
—Y ahora llegamos a la que es, tal vez, la parte más importante de todo el catálogo. Yo sé que varios de ustedes se han quedado esperando por él, aunque no puede ser traído a la sala —dijo el subastador mientras sonreía mostrando sus dientes postizos. Sabrina juntó las manos, sintiendo que le costaba trabajo respirar.
Tal como temía, procedió a dar la descripción de «Mercurio».
—Es un magnífico potro de cinco años, acostumbrado a ser montado por una dama, y una dama bonita además.
El subastador volvió a sonreír y continuó con detalles de peso, altura, etcétera.
Empezaron las ofertas desde treinta guineas y fueron subiendo, junto con las alabanzas que el subastador hacía del caballo.
—Setenta y cinco —ofreció una voz de pronto.
Sabrina volvió la mirada y vio a un granjero que le resultaba muy antipático. Sospechaba que sería tan duro con sus caballos como lo era con sus empleados.
«Oh, no, por favor, Dios mío», oró en silencio. «¡Que no sea él! ¡Por favor, Señor!».
—Setenta y cinco guineas —repitió el subastador—. ¿Quién da más? ¿Quién ofrece más de setenta y cinco guineas? ¿Nadie? Muy bien, adjudica…
—Cien guineas —ofreció una voz desde el fondo. Con una exclamación repentina, todas las cabezas se volvieron hacia el hombre que acababa de pujar.
—Gracias, señor —dijo el subastador—, muchísimas gracias. ¡Cien guineas! ¿Alguien da más? ¿No? Entonces, ¡adjudicado!
Sabrina trataba desesperadamente de ver a la persona que se había convertido en dueña de su caballo. Estaba segura de que la voz era la misma que había sonado antes, más no podía ver al hombre. Estaba perdido entre la multitud y ella se sintió demasiado turbada para ponerse de puntillas.
«Tengo que hablar con él», pensó. «Debo hablarle sobre “Mercurio”. He de pedirle que sea bondadoso con él».
Después volvió a concentrar su atención en lo que sucedía a su alrededor.
—Con esto concluye la venta, señores —dijo el subastador.
—¿Cuánto? ¿Cuánto ha producido? —Se oyó una voz que fue apoyada por varias más.
—¡Sí, díganoslo! —¡Queremos saber la cifra exacta!
—¡Vamos, hable!
—¡Conozcamos la cifra exacta! ¿Cuánto se ha conseguido?
Había una abierta hostilidad en las preguntas y el subastador inclinó la cabeza para consultar con su escribiente.
—Esto es bastante irregular, caballeros —dijo después mirando a sir Hugh—. Todavía no he revelado lo que se ha obtenido al propietario anterior.
—Entonces, dígaselo —sugirió alguien—. ¡No creo que esté lo bastante borracho para no enterarse de lo que se le diga!
Sabrina miró temerosa a su padre. Éste, como si comprendiera lo que estaba sucediendo, se puso en pie con cierto esfuerzo.
—¡Muy bien! —dijo en tono agresivo—. Hagamos cuentas aquí y ahora, si les complace —se volvió hacia el subastador—. ¿Cuánto ha pagado esta gentuza por mis posesiones?
La gente rió en tono burlón al oír sus palabras. El subastador consultó de nuevo con su escribiente, después se irguió y dijo:
—Poco menos de diez mil libras, sir Hugh.
—Diez mil… —repitió el caballero como si acabase de recibir un golpe.
Se hizo el silencio. Ahora el subastador, con una voz que trataba de parecer baja, pero que era perfectamente audible en toda la estancia, dijo:
—Debe recordar, sir Hugh, que ésa es la cantidad que adeuda a sir Percy Grayson y a lord Cloverdale.
—Me doy perfecta cuenta de ello —respondió sir Hugh—. Encárguese de que reciban su dinero de inmediato.
En cuanto terminó de decir esto, se desató un griterío general de protesta. Era como el rugido de una manada de animales salvajes.
«¡El dinero es nuestro y tenemos derecho a él!», vociferaban los comerciantes. «¡Páguenos a nosotros primero! Para eso estamos aquí».
Todos sacaban facturas y cuentas de sus bolsillos y las agitaban en el aire. «¡Pague! ¡Pague! ¡Pague!». La palabra se repetía como un estribillo obsesivo en la mente de Sabrina. Por un momento, sir Hugh pareció desconcertado; después, con gran esfuerzo, se irguió y levantó la barbilla.
—Lo lamento, caballeros —dijo—, pero mis bolsillos están vacíos. No puedo darles lo que no tengo.
—¡Entonces irá usted a prisión, caballero! —gritó un acreedor.
—¡Eso, a la prisión de deudores! ¡Allí es donde debe estar!
A Sabrina le parecían perros rabiosos, que ladraban amenazadoramente a su padre. Temiendo por él, se acercó y le puso una mano en el brazo.
—Ven, papá, no queda nada por hacer aquí.
—¡Que pague! ¡Que pague! —gritaban al unísono los acreedores—. ¡A la prisión! ¡A la prisión! ¡Llamen a los alguaciles!
La mano de Sabrina oprimía el brazo de su padre, que de pronto se soltó y le rodeó los hombros a ella.
—¡Ésta es mi última posesión! —exclamó—. He entregado ya cuanto tenía, excepto a ella. ¿Cuánto dan por mi hija?
Sabrina miró a su padre consternada y notó que estaba completamente ebrio. Le conocía lo suficiente para comprender que había llegado a un punto en que era capaz de hacer y decir cualquier cosa.
—¡Papá! ¡Por favor, papá! —suplicó.
Sir Hugh no la oía. Estaba enfrentándose a sus acreedores con una sonrisa en los labios y una expresión de desafío en los ojos.
—¿Qué ocurre ahora? ¡Vamos, ofrezcan!
Todos los presentes se habían sumido en el silencio.
—¿Es que son demasiado cobardes para quitarme mi última posesión? ¡Ya se han llevado todo lo demás! ¡Acaben de una buena vez! Debe valer algo, ¿no creen? Es joven, inocente, una buena esposa para un hombre honrado. ¡Pujen por ella, cerdos!
De nuevo se hizo el silencio.
Entonces, desde el fondo de la estancia, donde los aldeanos y granjeros contemplaban boquiabiertos la escena, una voz tranquila dijo:
—Diez mil libras.
Hubo una exclamación general de asombro, que pareció repetirse como un eco.
Como un autómata, el subastador volvió a ocupar su puesto.
—¿Ha dicho usted diez mil libras señor? —preguntó—. Ofrecen diez mil libras. ¿Quién da más?
Se produjo un profundo silencio, roto por el golpe del martillo.
—¡Adjudicada!
Sabrina lanzó un grito:
—¡Papá, no puedes hacerme esto!
Sir Hugh la soltó bruscamente haciéndola tambalearse, y se abrió paso entre el grupo de acreedores que le miraban con la boca abierta. Con pasos vacilantes, atravesó el vestíbulo, entró en su estudio y cerró la puerta con violencia.
Sabrina trató de seguirle, pero los acreedores casi la hicieron perder el equilibrio al lanzarse sobre el subastador.
—¡Páguenos! ¡Páguenos! —gritaban.
La voz del subastador, aguda y autoritaria, se impuso al rugido de los furiosos acreedores.
—A todos se les pagará, caballeros, a todos; pero aguarden su turno.
Estas palabras tranquilizaron a los comerciantes y, por fin, Sabrina pudo salir de la estancia. Cruzaba el vestíbulo cuando escuchó el estampido de un disparo de pistola… y no le cupo duda de lo que había sucedido.