Capítulo 5
Sabrina canturreaba mientras terminaba de vestirse.
—Es un hermoso día, nana —dijo—, y hay muchas cosas emocionantes que hacer.
—¿Ha pasado buena noche? —preguntó la anciana.
—Me quedé dormida en cuanto puse la cabeza en la almohada.
La aya lanzó un suspiro que a Sabrina le pareció de alivio.
—Me alegra que vaya a cabalgar con «Mercurio» de nuevo, queridita —dijo—. Ya empieza a notarse mejoría en su aspecto.
—Y yo me siento más gorda —rió Sabrina y recordó la espléndida cena que había disfrutado la noche anterior, así como lo emocionante que había sido estar con el conde en el pequeño comedor donde él solía comer cuando estaba solo.
Les sirvieron numerosos platos todos deliciosos, pero Sabrina pronto renunció a seguir comiendo. Cuando él la vio rechazar los dos últimos platos, protestó:
—No mejorará su aspecto si se niega a comer.
—Ya he comido demasiado —declaró Sabrina—. ¡Y todo estaba exquisito! No tenía idea de lo bien que podía saber la comida.
—Todo sabe bien cuando se tiene hambre —sonrió Ancelin y le habló de cierta ocasión que se perdió en las llanuras de la India, durante dos días, sin agua ni comida.
A Sabrina le parecía que habían estado toda la tarde intercambiando historias. Recorrieron la casa y ella le contó algunos detalles que había oído de labios del coronel sobre los muebles, los cuadros y los numerosos objetos de arte coleccionados por los Roth a través de los siglos.
—No me equivoqué al decir que usted sabía más sobre mi casa qué yo mismo —comentó Ancelin cuando se retiraron al salón verde para tomar el té, que Sabrina se encargó de servir. Luego la joven se sentó en la alfombra frente a la chimenea, a los pies de Ancelin que ocupaba un sillón.
—Parece sentirse muy feliz —observó él.
—¡Soy feliz! —declaró Sabrina—. Más feliz de lo que recuerdo haberlo sido nunca. Tal vez sea por contraste con el largo tiempo que me he sentido desgraciada.
Él no contestó. Se limitó a observarla, advirtiendo la suave curva de sus labios y la línea definida de su barbilla por encima del cuello esbelto y muy blanco. Hablaron sobre la casa hasta la hora de subir a cambiarse para la cena.
—¿Sabe que ésta es la primera vez que voy a cenar a solas con un hombre? —preguntó Sabrina al conde cuando se reunió con él más tarde, en una estancia de cuyas paredes colgaban retratos de sus antepasados.
—Me siento muy honrado por ello.
—Se lo digo por si cometo errores o, peor aún, si le aburro. Pero hay muchas cosas de las que me gustaría hablarle y espero no cansarle con mi conversación.
—Creo muy poco probable que eso suceda —contestó Ancelin y, en efecto, Sabrina le hizo reír varias veces durante la cena y la conversación fluyó ininterrumpida, hasta que se retiraron a la biblioteca.
—Supe que le gustaría que nos sentáramos aquí un rato —dijo él entonces.
Sabrina miró a su alrededor la magnífica estancia llena de libros, con altos ventanales cubiertos por cortinajes de terciopelo rojo, un escritorio sobre la alfombra persa y cómodos sillones frente a la chimenea, donde crepitaba el fuego.
—Adoro esta habitación —confesó—. Siempre que vengo aquí, siento como si entrase en una cueva abandonada de tesoros y secretos más valiosos que cualquier joya.
Ancelin sonrió.
—Debe contarme qué libros ha leído de aquí.
—Me encantan los que hablan de Carlos II. Hay muchos porque, como usted sabe, el rey estuvo viviendo aquí escondido durante algún tiempo… Por cierto, acabo de recordar algo muy emocionante que encontré en un libro. ¿Sabe usted que su nombre, Ancelin, significa «un dios»?
—Sí, lo sabía.
—¿No es una extraña coincidencia que en el momento de verle yo recordara al dios Júpiter?
—Muy extraña, en efecto —admitió él.
Hablaron largo rato sobre libros, hasta que Ancelin observó que Sabrina parecía muy cansada y se le empezaban a cerrar los ojos.
—Está que se cae de sueño —dijo entonces—. ¡Váyase a la cama, niña! He debido recordar que no está muy fuerte.
—Me siento somnolienta —admitió Sabrina y se puso en pie para acercarse al sillón de él. Con voz muy suave, dijo—: Gracias, muchas gracias por este día maravilloso. Me entristece pensar que ha terminado, pero siempre hay un mañana ¿verdad?
—Sí, siempre hay un mañana —repitió Ancelin.
Sabrina le hizo una reverencia y, antes que él pudiera levantarse para abrirle la puerta, ya había salido de la habitación.
Su aya la estaba esperando en el dormitorio que le habían asignado y cuyo lecho estaba cubierto por cortinajes bordados.
—¡Oh, nana! ¿Por qué me has esperado? —protestó Sabrina—. Sabes que siempre me acuesto sola.
—Quería ver que llegaba sana y salva —contestó la anciana y titubeó un momento antes de decir—: ¿No le gustaría que me quedara a dormir aquí con usted?
—¿Dormir conmigo? —explicó Sabrina—. ¡Vamos, nana, qué idea tan extraña!
—No me gusta dejarla sola —insistió la aya—. Claro que si no quiere… Pero prométame que cerrará la puerta con llave.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué habría de hacer una cosa así?
La aya pareció apunto de explicarle algo, pero fue evidente que cambiaba de idea y repuso tan solo:
—Dicen que hay ladrones por los alrededores.
—¡Ladrones! —exclamó Sabrina, riendo—. No lo creo y, además, su señoría me ha dicho esta misma tarde que acaba de contratar otros dos vigilantes nocturnos. Así que duerme tranquila y deja de preocuparte.
—Pero cierre su puerta de todos modos, señorita, se lo ruego, ciérrela con llave.
—Está bien, si eso te tranquiliza, lo haré —concedió Sabrina, bostezando—. Estoy demasiado cansada para discutir.
—Rece sus oraciones, eche la llave y acuéstese, niña —le aconsejó la anciana antes de retirarse.
Sabrina estaba tan cansada que se metió en la cama y empezó a rezar. Antes de terminar la primera oración, se había quedado dormida.
Al despertar, después de una larga noche de sueño tranquilo y reparador, se sintió invadida por la exuberancia y la vitalidad de la juventud. Era una sensación maravillosa, después de la debilidad y la apatía que la abrumara durante la última semana.
El desayuno que su aya le subió era delicioso y, tras tomarlo, decidió que estaba lista para montar de nuevo a «Mercurio». El caballo también debía de sentirse mucho mejor tras haberse alimentado con avena.
—Adiós, nana —se despidió. Cogió luego sus guantes y su fusta y salió de la alcoba para dirigirse a la escalinata que conducía al vestíbulo.
Mientras descendía por la escalera, disfrutando de la suave y gruesa alfombra que había bajo sus pies y de la belleza de los enormes retratos pintados por Van Dyck, que colgaban de las paredes, oyó voces que venían de abajo. Al descender un poco más vio a tres hombres que esperaban en el vestíbulo.
En aquel momento se detuvo, porque vio al conde que salía por una puerta en dirección al vestíbulo. Llevaba pantalones de montar y chaqueta azul. Indicó a los tres hombres que le siguieran y todos entraron en el estudio que él usaba como despacho.
Sabrina terminó de bajar y se dirigió a Barnham, el mayordomo, para preguntarle quiénes eran aquellos hombres y si creía que el conde se entretendría mucho con ellos.
—Son los nuevos guardabosques, señorita —le explicó Barnham—. Van a encargarse no sólo de vigilar y limpiar los bosques, sino también de prepararlos para la próxima temporada de caza.
Sabrina palideció, pero no dijo nada y el mayordomo continuó:
—Milord no tardará, señorita. Tanto su caballo como el de usted están ya listos afuera y me ha pedido que le avisara que podrán partir dentro de unos minutos.
—Gracias —respondió ella y se dirigió con aire pensativo hacia la puerta, para esperar al conde en la escalinata exterior.
Más tarde, cuando iban cabalgando tranquilamente por el parque, manifestó sus inquietudes al conde.
—¿Piensa usted organizar cacerías el próximo otoño?
—Es una tradición en King’s Castle desde hace varias generaciones.
Reparó en los labios temblorosos y los ojos preocupados de Sabrina y añadió con suavidad:
—Ya he dado órdenes de que el Bosque del Monje sea respetado como un santuario. Ni guardabosques ni cazadores penetrarán en él.
Sabrina le dirigió una mirada de agradecimiento y suspiró aliviada.
—Gracias, milord. Los bosques han estado tan tranquilos todos estos años…
—Sí, comprendo. Pero, desafortunadamente, están poblados de alimañas que pueden ser tan crueles con los animales como los seres humanos, si no se les controla.
—Sí, lo entiendo —dijo Sabrina—. Pero al mismo tiempo, me gustaba mucho el aspecto salvaje del bosque, la sensación de que todo era libre, natural, que los animales podían andar por él sin temores.
—Quiero respetar las tradiciones de mi familia y convertir la finca en un verdadero modelo dentro de su clase —declaró Ancelin.
Sabrina comprendió, por su tono de voz, que estaba decidido a mejorar la propiedad y que nada de lo que ella pudiera decir alteraría tal decisión.
El paseo fue muy agradable y, cuando regresaban a la casa, la joven tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes de excitación, no sólo a causa del ejercicio, sino también de felicidad.
Su traje era muy viejo y había sido remendado en varias ocasiones; pero el terciopelo azul oscuro con que estaba hecho acentuaba la blancura de su piel, y el sombrerito de tres picos que llevaba sobre el cabello le daba un aspecto muy gracioso.
Sabrina montaba muy bien y, a pesar de la suavidad de sus manos, tenía un gran dominio sobre el animal.
—Estoy planeando agrandar mis caballerizas —comentó Ancelin—. Pronto tendrá usted muchas monturas entre las cuales escoger.
—Jamás montaría un caballo que fuera inferior a «Mercurio» y dudo mucho que llegue a tener uno mejor que él.
—Me presenta todo un desafío —replicó Ancelin con una sonrisa—, pero reconozco que «Mercurio» es un magnífico ejemplar.
—¿Sabía usted que fue el coronel quien me lo regaló?
—No, no tenía ni idea.
—Nació aquí, en King’s Castle. Cuando era un potrillo, el coronel pensó que tenía demasiados caballos, así que me dio a elegir entre cuatro y yo escogí a «Mercurio».
—Una elección muy acertada.
—Sí, lo sé —convino Sabrina—. Y ahora él ha vuelto a lo que fue su lugar de origen.
—Veo que, de una forma u otra, está usted ligada indisolublemente a King’s Castle.
—Me gusta pensar que es así —contestó Sabrina, mirando emocionada la mansión que se erguía ante ellos.
Cuando llegaron, Ancelin se quedó dando algunas órdenes a los palafreneros que se llevaban los caballos y Sabrina subió a cambiarse de traje.
Un poco más tarde, cuando bajó, se sorprendió al ver a varias personas que hablaban frente a la puerta. Miró inquisitivamente a Barnham, que le explicó:
—Son los italianos, que viven en la parte oeste de la finca, señorita. Esperan porque quieren hablar con su señoría.
—¡Los italianos! —exclamó Sabrina—. ¡Voy a saludarlos entonces!
Salió y, mientras descendía la escalinata, advirtió que los reunidos eran hombres en su mayoría.
—¡Vaya, pero si es la señorita Sabrina Melton! —exclamó al verla un anciano con acento extranjero.
—¡Signor Giulio! ¿Cómo está usted? ¿Qué hace por aquí? Creí que nunca se alejaba de su casa y su taller.
—¡Hemos recibido malas noticias, signorina! —contestó el anciano—. ¡Noticias verdaderamente malas!
—¿Qué ha sucedido?
—Nos ordenan que nos vayamos, señorita Sabrina, que dejemos nuestros hogares y nos larguemos.
—Pero ¿quién ha podido decirles tal cosa? —preguntó Sabrina con un temor repentino. Conocía desde niña a los italianos que vivían en la finca. Formaban una pequeña colonia en las casitas que habían ocupado desde su llegada a Inglaterra.
Los más viejos habían muerto, pero los que quedaban se habían multiplicado y ahora constituían una comunidad de cuarenta o cincuenta personas, que tenían poca relación social con los habitantes de las aldeas cercanas, pero que lograban sobrevivir obteniendo empleos en las tierras de King’s Castle. A Sabrina le parecía increíble que los arrojaran de allí después de tantos años; por eso esperó temerosa la respuesta a su pregunta.
—Es el señor Hempster, encargado de las granjas, quien nos lo ha dicho señorita Sabrina. Él nunca nos ha querido y ahora nos ordena que nos vayamos en seguida. ¿Pero a dónde, señorita, adonde? Eso es lo que nos preguntamos.
—¿Tiene el señor Hempster autorización de su señoría para echarlos?
—¿Cómo podemos saberlo, señorita? Tengo entendido que está en estos momentos con milord. Es nuestro enemigo, un enemigo cruel y despiadado como usted sabe bien.
—Sí, lo sé —suspiró Sabrina, mirando a su alrededor los rostros de los hombres que escuchaban lo que se decía. Había una desesperada ansiedad en sus elocuentes ojos oscuros—. Veré lo que puedo hacer —dijo y se dio la vuelta para subir corriendo la escalinata.
—¿Dónde está su señoría? —preguntó a Barnham.
—Con el señor Hempster en el estudio, señorita.
Sabrina cruzó aprisa el vestíbulo y titubeó un momento ante la puerta indicada, pero enseguida la abrió y entró. El conde estaba sentado ante el escritorio y frente a él se encontraba el señor Hempster, hombre de unos cincuenta años, rostro rojizo y ojos muy juntos, duros como cuentas. Sabrina nunca había sentido simpatía por él, sobre todo porque corrían rumores acerca de que trataba muy mal a sus caballos y era un individuo bravucón y grosero.
Ancelin levantó impaciente la mirada al oírla entrar.
—Estoy ocupado, Sabrina.
—Y yo vengo aquí, milord, como abogado defensor.
Notó un destello alegre, de inmediato reprimido, en los ojos del conde, antes que este dijera con voz seca:
—Esto es un asunto de la finca y quiero resolverlo a mi modo.
—Al menos, milord, escuche lo que esas personas tienen que decir en su defensa… o déjeme decirlo por ellas —suplicó la joven. El señor Hempster intervino casi agresivo:
—¡La señorita Melton no puede saber nada sobre el problema, milord!
Sus palabras hicieron cambiar de opinión al conde.
—Eso debo ser yo quien lo decida, Hempster —dijo con frialdad—. Está bien, Sabrina, ¿qué es lo que quería usted decirme?
—No sé si usted sabe, milord —contestó la joven—, que los italianos fueron traídos aquí originalmente por su abuelo. Fueron ellos quienes construyeron su observatorio de la colina y pintaron los techos de la casa. Trabajaron a las órdenes de los grandes maestros que llegaron de Italia para decorar el salón de banquetes y los de recepción. Una vez terminado el trabajo, muchos de ellos regresaron a su patria, pero otros se quedaron.
Se detuvo y, mirando intencionadamente al señor Hempster, añadió:
—Son gente decente y trabajadora; pero, sin querer, incurrieron en la enemistad de su encargado, que siempre ha tratado de librarse de ellos. El coronel se negó a escucharle y ahora espera lograr con su señoría lo que no logró antes.
—¿Y por qué el coronel rechazó su solicitud? —preguntó Ancelin.
—Porque ya estaba demasiado viejo para darse cuenta de lo que sucedía —intervino el encargado furioso, antes que Sabrina pudiera hablar—. No se daba cuenta de que era víctima de los abusos de ese grupo de vagabundos para nada buenos, de estos sucios extranjeros que no tienen derecho a vivir en nuestra tierra.
—¿Y cuál es su opinión al respecto Sabrina? —insistió Ancelin.
—Yo creo que el coronel reconocía el valor que esas personas tienen para la finca —contestó la joven—. ¿Quién cree usted que ha reparado todos los muebles de esta casa, ha pintado las paredes, y ha hecho todas las pequeñas reparaciones que se necesitan a cada momento en una finca como ésta? Esos hombres son artesanos hábiles, poseen un gran sentido estético y puede usted confiarles sus más valiosas posesiones.
—El trabajo puede ser hecho con igual eficacia por carpinteros ingleses —intervino el señor Hempster.
—Además, —continuó Sabrina sin hacer caso de la interrupción, fijos los ojos en el conde—, llevan tanto tiempo aquí que ahora puede decirse que pertenecen a King’s Castle tanto como cualquier otra persona de la finca. Aunque italianos, decidieron quedarse aquí en Inglaterra, y sus hijos, nacidos en este país, son ingleses. ¿Por qué deben ser arrojados de aquí, sin que medie otra razón más que el odio del señor Hempster?
—¿Es eso cierto? —preguntó el conde, volviéndose al encargado de las granjas—. ¿Los odia usted?
—Los conozco por lo que son, milord: ladrones, depravados e irrespetuosos con nuestras tradiciones. ¡No sirven para nada! Si su señoría quiere seguir mi consejo, debe librarse de ellos. Les he dicho que se vayan y espero que milord me apoye en esto, así como en otras cosas.
Ancelin pareció meditar sobre el asunto unos momentos y entonces Sabrina dijo:
—No creo que sea justo permitir que una ofensa personal afecte la vida de tantas personas que han servido a King’s Castle con lo mejor de su capacidad.
—¿Una ofensa personal? —preguntó Ancelin con viveza.
—Hace cinco años —contestó Sabrina—, la hija del señor Hempster se fugó con uno de los muchachos italianos. Él nunca la ha perdonado a ella ni a ninguno de los parientes de Antonio.
—¿Es eso cierto? —preguntó el conde al encargado. Éste miraba furioso a Sabrina y era evidente que estaba a punto de perder los estribos.
—Sí, milord, es cierto. Para las mujeres de nuestra comarca, esos dagos son una maldición con su lengua dulce y sus ojos oscuros. Ellas se derriten por esos demonios relamidos y pierden cualquier sentido de la decencia.
—Haré averiguaciones sobre sus quejas —dijo el conde con frialdad—. Mientras tanto, los italianos se quedarán donde están y recibirán las consideraciones que hayan recibido siempre.
—¿Así que su señoría se pone en contra de mis órdenes? —preguntó el encargado en tono amenazador. Era evidente que, dominado por la ira, había perdido el control de sí mismo—. Entonces todo lo que puedo decir es que comete un grave error del cual se arrepentirá —continuó—. ¡Eso es lo que sucede por prestar oídos a los extranjeros… y a las mujeres! ¿Por qué se inmiscuye la señorita Melton en estos asuntos? ¡Más le habría valido preocuparse que su padre no se emborrachara!
Miró a Sabrina con odio antes de agregar:
—Va contra sus intereses, milord, permitir que esos tiñosos extranjeros se queden aquí, dando crédito a lo que una mujerzuela del pueblo pueda decir en su favor.
Casi escupió estas palabras hacia Sabrina, que retrocedió sorprendida por su agresividad.
—¡Basta! —exclamó el conde, poniéndose en pie—. ¡No permitiré que un empleado mío hable de ese modo a una dama! Queda usted despedido desde ahora mismo y tiene una semana para desocupar la casa en que vive.
Ancelin dijo esto sin levantar la voz, pero sus palabras fueron como un latigazo. La furia del señor Hempster se evaporó de inmediato y el hombre pareció encogerse.
—Discúlpeme, milord. Sin duda no habla usted en serio, ¿verdad, señoría?
—Lo he dicho perfectamente en serio —aseveró el conde, que a continuación tomó de un brazo a Sabrina y la llevó a la puerta, dejando solo al encargado en el estudio.
Iban por el pasillo cuando la joven, aliviada por la decisión que él había tomado, se aferró a su brazo con ambas manos y apoyó la mejilla en su hombro.
—¡Ha hecho bien, muy bien en despedirle! Es un hombre horrible, siempre lo ha sido. Nadie le hubiera acusado ante usted, pero hace tiempo que tiene muy mala fama entre los granjeros.
Al llegar al vestíbulo, el conde miró a Sabrina con una leve sonrisa en los labios.
—¿Va a darles la buena noticia a mis colonos italianos, o lo hago yo? —preguntó.
—¡Usted, por supuesto! —contestó ella—. Quiero que ellos sepan lo bondadoso, justo y maravilloso que es usted.
Ancelin se quedó mirándola durante unos segundos atentamente y conteniendo la respiración. Después se apartó sonriente de ella y se dirigió a la puerta principal.
* * *
Aquella noche cenaron en el gran salón de banquetes, con sus fabulosas pinturas de Verrio en las paredes y en el techo. Cuando se sentaron a la mesa, adornada con flores y numerosos objetos de oro, Sabrina levantó la vista al techo y lanzó una exclamación.
—¿Qué sucede? —Se sorprendió Ancelin.
—¡Júpiter! —contestó ella—. ¿Se da cuenta de que Verrio pintó a Júpiter en el centro del techo? Nunca antes lo había notado y sin embargo ahí está en toda su gloria, rodeado de dioses menores.
—¿Y todavía le encuentra algún parecido conmigo? —preguntó él divertido.
Sabrina echó hacia atrás la cabeza, revelando la torneada columna de su cuello blanquísimo y las suaves curvas de los pequeños senos. El vestido que llevaba, viejo y muy sencillo, había sido confeccionado por su aya, mas le sentaba bien.
—Júpiter, según lo pintó Verrio, es muy apuesto —contestó—, pero no tanto como usted.
Miró al conde al decir esto y pensó, viéndole arrellanado en su silla de alto respaldo, que ningún hombre podía ser más impresionante y mejor parecido que él.
—Me adula —dijo Ancelin.
—¿Es adulación decir la verdad? —Se sorprendió Sabrina.
—Si yo le dijera que es muy hermosa, ¿llamaría a eso adulación?
Sabrina titubeó un momento. Después apareció un hoyuelo junto a su boca. Era indudable que se sentía contenta.
—Haría un esfuerzo por creer que su señoría dice la verdad.
—Entonces, por supuesto, debo creerla. Pero ¿qué sucederá cuando conozca a otros hombres, dispuestos a abrumarla con lisonjas, cuando alaben la belleza de sus ojos o escribir una oda a sus pestañas?
Sabrina se echó a reír.
—No es nada probable que conozca a hombres así. Pero si lo hiciera, les diría simplemente que dejaran de decir tonterías.
—¿No le gustaría que le dedicaran un poema?
—Depende de quién lo escribiera. Si usted fuera el autor, por ejemplo, yo… lo atesoraría para siempre.
—No hay peligro de que tal cosa suceda. No escribo poesía y soy incapaz de insultarla con un mal verso.
—Tal vez usted no considere que soy digna de un poema —apuntó Sabrina, pero él no pareció haberla oído.
Después de la cena pasaron de nuevo a la biblioteca. Sabrina se sentó en el sofá y dijo:
—Hoy no me quedaré dormida mientras hablo con usted como anoche. Me siento avergonzada de ello. Luego, en la alcoba, pensaba que había sido descortés con usted. Pero me costaba trabajo mantener abiertos los ojos.
—¿Durmió bien?
—¡Oh, sí! Me quedé dormida diciendo mis oraciones e incluso olvidé cerrar la puerta con llave como mi aya me pidió que hiciera.
Hubo un momento de silencio.
—¿Por qué le pidió eso? —inquirió Ancelin.
—No lo sé —contestó Sabrina—. Inventó un pretexto acerca de que había ladrones en los alrededores, cosa que no creí, por supuesto. Sospecho que nana trataba de hacerse la importante. Aunque le encanta estar aquí y disfruta de las comodidades que hay en King’s Castle, echa un poco de menos la posición que tenía en la casa solariega, donde nadie discutía sus órdenes ni le impedía hacer lo que deseara.
Conversaron hasta después de las once de la noche. Entonces Sabrina vio que el conde miraba el reloj de la chimenea y pensó que le correspondía a ella hacer el primer movimiento para retirarse.
—Creo que me voy a acostar —dijo—. No quiero entretenerle con mi conversación, cuando tal vez prefiera leer. ¿Iremos a cabalgar mañana por la mañana otra vez?
—Si eso la complace, sí.
—Usted sabe cuánto disfruto haciéndolo. Estaré lista a las nueve en punto.
Le sonrió, hizo una reverencia y añadió con suavidad:
—Gracias, lord Júpiter, por otro día maravilloso. ¡He sido muy muy feliz!
Ancelin se puso de pie con lentitud, pero Sabrina había llegado ya a la puerta. Allí se volvió para mirarle con los ojos muy brillantes.
—Es una lástima —dijo— que Verrio no le viera a usted antes de pintar el fresco del salón de banquetes.
Después la puerta se cerró tras ella y Ancelin se quedó mirándola, como si esperara que se abriese otra vez.
* * *
Sabrina estaba en la cama, leyendo un libro que había cogido de la biblioteca aquella tarde. Había un candelabro de tres brazos en la mesita de noche y ella había recogido las cortinas de la cama para recibir toda la luz de las velas.
Oyó que la puerta se abría y por un momento no levantó la vista, pensando que debía de ser su aya, que volvía por algo que había olvidado. La puerta se cerró de nuevo. Sabrina alzó por fin la cabeza y vio que era el conde quien había entrado.
Llevaba puesta una larga bata de brocado, con cuello de terciopelo por encima del cual asomaban los volantes blancos de su camisón. Estaba sumamente atractivo y había una cierta expresión de bucanero en sus ojos.
Sabrina dejó el libro sobre la colcha.
—¡Ha venido a darme las buenas noches! —exclamó alegremente—. ¡Qué amable! No sabe cuánto he echado de menos la visita que mamá me hacía todas las noches antes de retirarse también a dormir.
Ancelin cruzó lentamente la alcoba y, cuando llegó a la cama, se sentó en ella mirando a Sabrina.
La joven parecía muy pequeña y frágil entre las grandes almohadas. La luz de las velas arrancaba destellos dorados de su cabello y Ancelin vio que tenía puesto un camisón de muselina, adornado de encaje, que se abotonaba en el cuello. Las mangas eran amplias y con puños también de encaje que caían sobre sus finos dedos. Tenía aspecto de niña, pero la fina tela revelaba los senos casi en plenitud.
—Cuando era pequeña, mamá solía contarme un cuento antes de que me durmiera. Ahora yo me lo tengo que leer por mi cuenta —sonrió la joven—. Me gusta dormirme pensando en hazañas heroicas o en remotos y bellos lugares que tal vez nunca tenga la suerte de conocer.
Ancelin guardaba silencio mientras la miraba de una forma que a ella le pareció un poco extraña. Quizá porque se sintió turbada sin saber por qué, dijo:
—Sé que su madre murió cuando tenía sólo dos años. Ha debido de echarla muchísimo de menos, aunque tal vez no se diese cuenta de ello.
—Sí, es probable —contestó el conde, hablando por primera vez.
—Usted ha sufrido mucho en la vida, pero ahora va a ser feliz. ¿Cómo no serlo, si ha vuelto a su casa?
—¿Y si me siento solo? —preguntó Ancelin.
—¿Cómo podría sentirse así? Sin duda tendrá muchos amigos y también muchas cosas que hacer.
Ancelin no dijo nada y, al cabo de un momento, ella agregó:
—Al decir mis oraciones esta noche, y esta vez sí las dije de forma correcta, arrodillada junto a mi cama, le di las gracias a Dios por haberme permitido conocerle.
—¿No tienes miedo de mí, Sabrina? —preguntó él, tuteándola por vez primera.
Fue como si mil velas iluminaran de pronto el rostro de Sabrina.
—¿Cómo voy a tener miedo de usted? —preguntó—. Usted es mi amigo, el amigo que deseaba tener desesperadamente, el que nunca en mi vida había tenido.
—¿Querías entonces un amigo?
—Siempre pensé lo maravilloso que sería tener alguien con quien hablar y reír, alguien que me entendiera —suspirando añadió—: Cuando le conocí a usted en el bosque, supe que era lo que siempre había soñado. Me pareció usted tan experimentado, pero al mismo tiempo tan amable y comprensivo… Me hizo ver lo tonta y cobarde que estaba siendo y, cuando me dejó, todo era menos oscuro y aterrador que antes para mí.
Le miró con sus ojos grises, claros como un arroyo de la montaña.
—¿Qué sabes de amor, Sabrina? —preguntó Ancelin y había una vibración profunda en su voz.
Sabrina hizo un ademán elocuente con las manos.
—Supongo que nada —contestó—. Sé lo mucho que mis padres se amaban; pero en una ocasión mamá me dijo: «Nunca te entregues a un hombre, a menos que le ames». La verdad, no estoy muy segura de lo que quiso decir con eso de «entregarme», pero supongo que lo que pretendía decir era que no debía casarme con nadie a menos que le amara con todo mi corazón y, desde luego, no me casaré si no estoy profundamente enamorada. Tal vez ningún hombre me pida que sea su esposa, pero si alguno lo hiciera, me gustaría quererle mucho.
—Y si estuvieras enamorada, ¿qué crees que sentirías? —preguntó Ancelin.
Sabrina se quedó pensativa un momento y después contestó con cierta timidez:
—Creo que si un hombre me amara y yo le quisiera a él, ambos nos sentiríamos como elevados al cielo y olvidaríamos el mundo… sólo pensaríamos en nosotros mismos y en nuestro mutuo amor.
Su voz se fue apagando poco a poco hasta que se desvaneció por completo. Luego inquirió de pronto:
—¿Por eso no se ha casado usted? ¿Porque nunca ha encontrado a nadie que le amara así?
—Sí, ésa es la razón.
—Y sin embargo, muchas damas deben de haberle amado —dijo Sabrina con aire reflexivo—. Cuando un hombre es tan atractivo como usted, o como lo era Carlos II, imagino que siempre habrá damas hermosas que procuren atraer su atención y deseen cautivar su corazón… si esto es posible.
—Y como tú ya me hiciste notar —observó Ancelin, curvando los labios en una sonrisa—. Carlos II era un libertino y yo también lo soy.
—Tal vez sea eso lo que le hace a usted tan atractivo —contestó Sabrina—. Creo que a las mujeres les gustan los hombres atrevidos, aventureros y valerosos.
—¿Y tú crees que yo soy todas esas cosas? —preguntó él.
—¡Oh, eso y mucho más! —contestó Sabrina con entusiasmo—. Es también sagaz y bondadoso. Prefiero tenerle a usted como amigo antes que a cualquier otra persona en el mundo.
—¿Como amigo? —repitió Ancelin.
Se hizo el silencio y después Sabrina dijo en tono humilde:
—Tal vez usted no me considere lo bastante inteligente para ser su amiga. He leído muchos libros, pero no es lo mismo, ¿verdad?
Él nada dijo y ella continuó:
—Tal vez usted, que ha vivido con intensidad y en tantos lugares extraños y fascinantes, me considere una persona insignificante.
—Te aseguro que jamás podría hacer tal cosa —aseveró Ancelin.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Entonces, ¿puedo ser su amiga? —preguntó Sabrina.
—¿Y qué crees que eso implica? —replicó Ancelin con sus ojos clavados en los de ella.
—No estoy muy segura, pero creo que significa tener alguien a quien contarle incluso mis más profundos secretos; alguien que me comprenda cuando estoy triste o preocupada y con quien poder compartir no sólo las circunstancias difíciles de la vida, sino también los momentos felices. Y sobre todo, alguien con quien poder reír.
Titubeó un momento antes de añadir:
—Creo que eso es lo que hace que me sienta más solitaria. No es fácil reír con nuestros padres, porque son mucho mayores. Y «Mercurio» aunque es maravilloso, no comprendería un chiste.
Ancelin se echó a reír, casi a pesar de sí mismo.
—Veo que tenemos mucho que ofrecernos el uno al otro —comentó—. Pero ¿sabes, Sabrina? Ser amigo entraña tanto recibir como dar.
—Lo sé —dijo ella— y por eso quiero que usted me otorgue su confianza, que me deje ayudarle si es que puedo. Usted sabe que le seré siempre leal, pase lo que pase.
—¿Y qué crees que podría pasar? —preguntó él.
—No lo sé —contestó Sabrina—. Pero siento que hay algo que le desconcierta, algo de lo que no parece estar muy seguro… y yo quisiera ayudarle.
Estaba mirando al conde a los ojos mientras hablaba y, de pronto experimentó una rara sensación. Era como si él le estuviera pidiendo algo y, al mismo tiempo, la atrajera hacia sí con una especie de magnetismo al cual no podía resistirse. Incluso le resultaba difícil respirar… pero de pronto hizo con las manos un ligero movimiento convulsivo y el hechizo pareció romperse.
El conde se puso en pie.
—Buenas noches, Sabrina —dijo—. Trataré de ser tu amigo.
—¡Oh, gracias, eso significa para mí mucho más de lo que podría expresar con palabras! Buenas noches, señor Júpiter. Me siento muy feliz de estar aquí con usted —declaró Sabrina con la inocencia de una niña.
Por un momento, le pareció que ardía un fuego extraño en los ojos del conde; pero en seguida pensó que debía de ser una ilusión óptica producida por la luz de las velas, pues la expresión de él cambió de inmediato. Entonces se inclinó y la besó en la frente.
Sabrina hubiera querido rodearle el cuello con sus brazos, pero él ya cruzaba la habitación.
Por alguna razón misteriosa que no hubiese sabido explicar, Sabrina sintió una extraña desilusión al verle desaparecer tras la puerta.