Capítulo 6
Sabrina bajó corriendo la escalera. Al llegar al vestíbulo, vio que las manecillas del reloj de pie todavía no marcaban las ocho y media. Faltaban unos minutos.
Se había adelantado, porque despertó con el alba y se sentía muy excitada pensando en el día que la esperaba. ¡Estaría con el conde, cabalgarían juntos y podrían conversar! Mentalmente, repasaba una larga lista de temas que quería discutir con él.
Aunque era temprano ya hacía calor, por lo que Sabrina llevaba la chaqueta de montar en un brazo y el sombrero en la mano.
Vestía una falda de montar sobre varias voluminosas enaguas y una blusa de muselina blanca, con aplicaciones de encaje, en cuya confección su aya había pasado muchas horas. Pero se la había hecho dos años antes y ahora ceñía su figura, poniendo de relieve que ya no era la niña que en algunos momentos parecía ser.
Cuando avanzaba hacia la puerta principal, oyó cascos de caballo que se alejaban y vio al conde subir la escalinata con la chistera puesta y la fusta en la mano enguantada.
—¡Oh, ya ha ido a montar! —dijo con evidente desilusión.
—Desperté muy temprano —contestó Ancelin—. Nuestros planes han cambiado. Quiero hablar contigo, Sabrina.
Sin esperar respuesta de la joven, cruzó el vestíbulo y entró en su despacho, que atravesó para quedar de espaldas a la chimenea, observando a Sabrina. Ella le había seguido y le miraba preocupada desde la puerta.
—¿Por qué ha cambiado de planes? —inquirió—. ¡Yo esperaba con tanto entusiasmo nuestra cabalgada de esta mañana!
—He decidido llevarte a Londres —contestó él.
—¡A Londres! —Había un profundo asombro en la exclamación de Sabrina.
—Estuve pensando anoche —continuó Ancelin— que fue un error traerte a King’s Castle. No debes mencionar nunca a nadie que estuviste aquí sin una compañía de respeto.
—Pero ¿por qué? ¿Qué importa eso? ¿A quién podría interesarle?
—Déjame terminar —le pidió él con tono severo—. Irás a Londres como pupila mía. Contaremos que tu padre te dejó a mi cargo.
—¡No lo entiendo! —se quejó Sabrina—. ¿Por qué son necesarias tales falsedades?
—Ya he mandado a un mozo —continuó Ancelin como si ella no hubiera hablado— para pedir a mi abuela materna, Lady Hurlingham, que te sirva de acompañante de respeto. Vivirás con nosotros en la mansión Rothingham y de allí saldrás para tu presentación en sociedad.
—¡No! —Casi gritó Sabrina, cruzando la habitación hacia donde él estaba—. No tengo ningún deseo de entrar en sociedad. Lo ignoro todo sobre el «gran mundo» y la gente que lo compone. ¿Por qué quiere usted que vaya a Londres? ¿Por qué me quiere sacar de aquí?
—Lo he decidido por tu propio bien —contestó él con tono grave—. Debes tener oportunidad de conocer el mundo al cual perteneces y también de conocer otros hombres. Tu relación con el sexo opuesto ha sido muy limitada.
—¿Y por qué quiere que conozca hombres? —Se sorprendió ella—. ¿Acaso lo que sugiere es que debo casarme? ¿Es la forma en que ha pensado deshacerse de mí?
—No he dicho tal cosa —asevero Ancelin—. Sólo he hecho notar que en tu vida casi enclaustrada has conocido a muy poca gente y, desde luego, a ningún soltero elegible.
Sabrina se quedó mirándole escrutadoramente. Ancelin resistió un momento el análisis y luego se sentó en un sillón. Ella, de pronto, avanzó unos pasos y cayó de rodillas a sus pies.
—Por favor, quedémonos aquí —le rogó con voz intensa y apasionada—. Hemos sido tan felices… ¡Ha sido tan maravilloso estar con usted!… ¡No lo eche todo a perder ahora! Quedémonos en King’s Castle.
Él la miró unos momentos atentamente y dijo luego con voz sorprendentemente dura:
—¿Y crees de veras que esa felicidad duraría? ¿No se convertiría en aburrimiento para ambos?
Los ojos de Sabrina se llenaron de dolor. Era como si él la hubiera golpeado.
—Quiere decir que usted se aburriría, ¿verdad? —preguntó en un murmullo.
—Hay un gran número de diversiones en Londres —repuso él evasivamente.
—Para usted, pero no para mí —replicó Sabrina—. Yo me quedaré aquí.
Ancelin apretó los labios.
—Ya te he dicho que nadie debe saber que has estado aquí ni siquiera dos noches. Eres muy inocente, pero no creo que tanto como para pensar que una dama puede vivir sola en casa de un caballero, con la única compañía de los sirvientes.
—Pero usted dijo que no podía quedarme en la casa solariega. ¿A dónde puedo ir entonces?
—Me obedecerás, Sabrina. Vendrás conmigo a Londres, conocerás el gran mundo, guiada siempre por mi abuela, y te divertirás mucho. Ya he dado instrucciones para que el carruaje esté listo dentro de una hora. Ve a cambiarte y ponte ropa de viaje.
Sabrina irguió la cabeza.
—Puedo darle una muy buena razón por la que no puedo ir a Londres, milord: ¡No tengo ropa!
—Eso se remediará con mucha facilidad —declaró él—. Irás vestida como corresponde a tu posición de pupila mía.
—¿Y… y usted pagará mis trajes? —preguntó ella, escandalizada—. ¡Por supuesto que no! ¿Cómo podría yo aceptar una cosa así?
Por primera vez pareció sorprender a su interlocutor.
—Mi abuela pagará las facturas, si eso es lo que te preocupa.
—Pero el dinero será de usted… y no puedo aceptarlo.
—Tus principios morales me hacen la vida muy difícil —dijo Ancelin—. Primero tratas de matarte de hambre. Ahora, quieres que te presente a la sociedad más exigente del mundo vestida de un modo que a mí me parece encantador, pero que es completamente inadecuado para el ambiente en el cual hemos de movernos.
—Creía, milord, que siendo usted un hombre tan distinguido no daría la menor importancia a mi ropa —replicó Sabrina con una nota de furia en su voz que no pasó inadvertida al conde.
—Por desgracia —contestó él—, siempre he detestado que la gente me considere mezquino. No me gustaría que pensaran que lo soy con mi protegida.
—¿Quiere usted decir que la gente le criticaría? Pero no creo que nadie espere que usted pague la ropa que yo use. Además, diga lo que diga, no puedo permitir que haga tal cosa. Mi madre no lo habría aprobado y sé que aunque usted siempre utiliza argumentos muy persuasivos, estaría muy mal por mi parte aceptar su ofrecimiento.
El conde la miró un momento, luego dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
—¿A dónde va? —preguntó Sabrina.
—Ya te he dicho que regreso a Londres —contestó él volviéndose a mirarla—. Haré los arreglos necesarios para que tú y tu aya volváis a la casa solariega. Por si no volvemos a vernos Sabrina, te doy ahora las gracias por las horas divertidas que he pasado en tu compañía…
—Si no volvemos a vernos —repitió Sabrina en un murmullo.
Ancelin había puesto ya la mano en el pomo de la puerta cuando oyó pasos que cruzaban muy aprisa el despacho. Aguardó unos instantes sin volver la cabeza y en seguida una voz asustada dijo a sus espaldas:
—Iré… iré con usted a Londres, milord. Aceptaré su ofrecimiento de… de algunos vestidos nuevos.
* * *
Una semana más tarde, Sabrina se encontraba en el salón que Madame Bertin tenía en la calle Bond, pensando que probarse vestidos era más agotador que cabalgar un día entero.
Pero Lady Hurlingham, aunque era bastante anciana, parecía incansable cuando se trataba de hacer compras. Sabrina había pensado desde el principio que la abuela del conde era una mujer impresionante. Aunque perdidos los encantos físicos de su juventud, seguía teniendo una gran personalidad y una mente aguda y perspicaz. Era dominante, pero encantadora y muy divertida, con un ingenio cáustico que no perdonaba amigos ni enemigos.
Sabrina le había sido simpática desde el primer momento y decidió convertirla en un éxito social, y no sólo porque su nieto se lo había pedido.
—Eres una buena chica —le dijo un día— y eso es más de lo que puedo decir de la mayoría de las jovencitas modernas.
—¿Qué hacen ellas para molestarla? —preguntó Sabrina y recibió un largo discurso que la hizo reír.
Sus primeros días en Londres transcurrieron en las tiendas. Nunca soñó que una mujer elegante pudiera necesitar tantas cosas como Lady Hurlingham consideraba indispensables.
Desde luego, no podía menos que emocionarse ante el cambio que todas aquellas prendas ejercían sobre su apariencia. Todos los sacrificios valían la pena, pensaba Sabrina, si el resultado final satisfacía al conde.
El primer día en que la anciana lady la llevó de compras, volvió a la casa con un vestido de gasa amarillo pálido que, elaborado por una mano maestra, parecía convertirla, de una figurita insignificante, en un rayo de sol. El sombrero de paja que lo acompañaba iba atado bajo la barbilla con cintas de satén amarillo y estaba adornado con pequeñas plumas del mismo color. Al bajar del carruaje, pensó que hasta el viejo mayordomo, Meadstone, la miraba con admiración.
—¿Está su señoría en casa? —preguntó Sabrina a un lacayo que retiraba de los hombros de Lady Hurlingham la capa que los cubría.
—Milord está en la biblioteca, señorita.
Sin esperar más, Sabrina echó a correr por el vestíbulo y, antes que un lacayo pudiera abrirle la puerta, entró en la estancia indicada con los ojos encendidos de emoción.
El conde estaba en pie, de espaldas a la chimenea, y la joven abrió los brazos frente a él.
—¡Milord, vea usted qué milagro! —exclamó—. ¿Me reconoce? Porque si yo misma me hubiera encontrado en la calle, no me habría reconocido.
Al terminar de hablar, se dio cuenta de que el conde no se encontraba solo.
—Estás encantadora —comentó él y se volvió hacia su abuela, que había entrado en la habitación siguiendo a Sabrina—. Mis felicitaciones, abuela; ya sabía yo que tu gusto era impecable.
—No me has encargado una tarea muy difícil —contestó la anciana—. Sabrina está atractiva con todo.
Sabrina volvió la mirada agradecida hacia ella, pero consciente todo el tiempo de la mujer sentada en el sofá junto a la chimenea. Era bellísima, más elegante y más atractiva que ninguna otra dama que hubiera visto nunca.
—¿Es esta tu pequeña pupila, Ancelin? —preguntó la mujer en aquel momento.
Sabrina advirtió que, tras la gentileza de su voz, había una nota de acritud:
—Sí —repuso el conde—. Permíteme presentaros: la señorita Sabrina Melton… Lady Elaine Wilmot. Elaine, que ya conoces a mi abuela.
Lady Elaine se puso en pie con gracia indiscutible.
—Sí, por supuesto —dijo—. Nos conocimos el año pasado. Usted estaba aquí con Ancelin, aunque no abrumada por la responsabilidad que tiene ahora.
—Una responsabilidad con la que estoy disfrutando mucho —contestó la anciana, como si Lady Elaine la hubiese desafiado.
—Quizá. Por mi parte, me alegro de no ser demasiado vieja para tener que acompañar a chiquillas inexpertas y aburridas, como son todas las debutantes —declaró Lady Wilmot—. Y esto que digo también se puede aplicar a Ancelin, a menos que él esté dispuesto a sentarse entre las viudas.
—Tal vez lo haga —repitió Ancelin con una sonrisa.
—¿Y dejarme sola? —preguntó Lady Elaine con tono quejumbroso—. ¡No puedes ser tan cruel! Además, ¿qué haría yo sin ti?
Levantó los brillantes ojos hacia él con expresión provocativa, los labios rojos fruncidos en un mohín. Sabrina se sintió de pronto muy torpe y provinciana. Percibía el perfume exótico de Lady Elaine y pensó que cada movimiento de sus manos o de su cuerpo era calculado.
Se volvió hacia la abuela del conde y la miró como si le preguntara con los ojos qué debía hacer y la anciana se apresuró a decir:
—No queremos entretenerte más, Ancelin. Sabrina y yo tenemos muchas cosas que hacer. Apenas hemos empezado nuestras compras.
—¡Qué divertido debe de ser para ustedes! —comentó Elaine Wilmot—. Siempre he anhelado poder salir de compras sin tener que pensar en los precios, sabiendo que alguien va a pagar la cuenta por alta que sea —no cabía la menor duda de la rabia oculta que contenían sus palabras.
—No creo que tenga usted motivos para quejarse —observó Lady Hurlingham—. He visto en la tienda de Madame Bertin numerosas cajas con su nombre dispuestas para ser entregadas.
Lady Elaine le dirigió una mirada hostil y replicó apresuradamente para resultar creíble:
—¡No son más que unos vestidos que mandé arreglar!
—Por supuesto —contestó la anciana—; todas tenemos que hacer economías. ¡Vamos, Sabrina!
Ésta corrió a abrir la puerta. Mientras salía la anciana, ella volvió los ojos hacia el conde. Esperaba que él la estuviera mirando, pero Lady Elaine le había puesto una mano en el brazo, y reclamaba su atención.
—Quería pedirte Ancelin —la oyó decir Sabrina—, que fueras generoso y me dieras…
La joven no esperó a oír más. Salió corriendo de la biblioteca y siguió a Lady Hurlingham que ya subía la escalera. Al llegar al primer piso, cuando ya no podían escucharlas los lacayos de servicio en el vestíbulo, la anciana murmuró:
—¡Qué mujer más desagradable! Su padre nunca me fue simpático.
—Es muy hermosa —comentó Sabrina y se preguntó por qué su voz sonaba llena de tristeza.
—La belleza con frecuencia puede ser una trampa y un espejismo —contestó la anciana—, como muchos hombres han descubierto a costa de su ruina.
Sabrina habría querido indagar si el conde también descubriría lo mismo pero no se atrevió a hacerlo. Además, ¿no era evidente que el conde consideraba muy atractiva a Lady Elaine Wilmot?
Luego se sorprendió pensando una y otra vez qué pretendía Lady Elaine que le diera el conde. Decidió que jamás tendría valor suficiente para preguntárselo a él directamente.
Todas las tardes, Lady Hurlingham la llevaba de visita a casa de nobles damas. Por las noches, había cenas con numerosos invitados en la mansión Rothingham y, al terminar éstas, el conde las acompañaba a cualquier velada aristocrática.
Sabrina se sentía con frecuencia abrumada, aunque siempre interesada y encantada por la grandeza, la tradición y la elegancia de las residencias que iba conociendo.
Ella se mostraba tranquila y discreta, como correspondía a una jovencita, pero tanto el conde como su abuela notaron que podía conversar con facilidad, sin mostrarse tímida y vacilante como otras muchachas de su edad.
Los invitados parecían gravitar en torno a Sabrina. Además, hablaban con ella de temas serios y no de los frívolos chismorreos que solían acaparar la atención de la mayoría.
—¿De qué hablabas con el primer ministro? —Le preguntó el conde, cuando volvían de una recepción en la mansión Strafford.
—El señor William Pitt me explicaba las dificultades de las elecciones locales —contestó Sabrina— y por qué defiende las reformas electorales.
—¿Estás interesada por tales cosas? —Se asombró Ancelin.
—Creo que cualquier tema es interesante si quien lo expone es persona que lo conoce a fondo. El señor Pitt me ha parecido un hombre muy ameno e inteligente. Me ha prometido que la semana próxima, si Lady Hurlingham lo permite, hará gestiones para que visite la Cámara de los Comunes y vea una sesión desde la galería de las damas.
—Yo te llevaré a la Cámara de los Lores, si es que te interesa —se ofreció el conde.
—¡Oh! ¿De veras? —exclamó Sabrina—. ¡Eso me encantaría!
—Estás en Londres para divertirte y yo creí que los bailes serían más de tu gusto.
—¡Oh!, también me gustan, pero usted nunca baila conmigo.
—Es que yo no bailo. Como mi abuela, prefiero jugar a las cartas mientras tú y los jóvenes os divertís.
—Tal vez podría aprender a jugar con usted —sugirió Sabrina.
—No; eres demasiado joven para ello —objetó Ancelin—. El salón de baile es el lugar adecuado para ti.
En el siguiente baile al cual acompañó a Sabrina, el conde notó que, al principio su protegida bailaba obedientemente con los caballeros que la invitaban, pero más tarde desapareció en el jardín con el joven marqués de Thanet.
Su primer impulso fue advertirle que una conducta así podría provocar comentarios desfavorables: pero se contuvo, decidido a no inmiscuirse, aunque el esfuerzo le puso de muy mal humor.
* * *
Dos días más tarde, Ancelin oyó que se abría la puerta de la biblioteca y una voz le decía:
—¿Está usted solo? ¿Puedo hablarle un momento? El conde volvió la cabeza y vio entrar a Sabrina, vestida con un traje color verde pálido que le hizo pensar en los brotes primaverales de los árboles de King’s Castle.
—¿Querías verme? —preguntó—. Bien, yo también deseaba hablar contigo y estaba a punto de mandarte llamar. El marqués de Thanet me ha pedido autorización para visitarte.
—¡Le dije que no lo hiciera! —exclamó Sabrina—. ¿Cómo puede ser tan impertinente y quitarle a usted su tiempo de ese modo? ¡Le he dicho al marqués con toda claridad que no me casaré con él!
Ancelin se puso de pie y dio unos pasos por la habitación como si estuviera dándose tiempo para pensar. Cuando llegó frente a la chimenea, se detuvo y preguntó:
—¿He entendido bien? ¿El marqués de Thanet se te ha declarado?
—Me ha pedido varias veces que me case con él y siempre le he dado la misma respuesta negativa. Supongo que acudió a usted con la esperanza de que me convencería para que le aceptase.
—Ven a sentarte, Sabrina —le indicó Ancelin mientras ocupaba un sillón.
Sus ojos muy azules parecían escudriñar la expresión de la joven mientras ésta se apresuraba a obedecerle.
—¿Por qué rechazas al marqués? —Le preguntó.
—Es muy sencillo —contestó ella con una sonrisa—: ¡no le quiero!
—¿Le has dicho a mi abuela que te ha propuesto matrimonio?
—No así exactamente, pero lo adivinó por algo que dijo el marqués y me aconsejó aceptarle. Insistió mucho en que era la mejor proposición de matrimonio que recibiría nunca.
—Y tiene razón —declaró Ancelin—. Thanet es marqués y además un hombre inmensamente rico. Es también generalmente apreciado y eso es importante, Sabrina.
—El marqués me es muy simpático y se lo he dicho así, sólo que no quiero casarme con él.
—Pensé que todas las mujeres deseaban, por encima de todas las cosas, casarse con un aristócrata.
Un hoyuelo de diversión apareció junto a la boca de Sabrina.
—¿Por qué? Como los brillantes, los títulos tampoco se comen.
Ancelin se echó a reír y dijo:
—Como tutor tuyo, debería hacer lo que Thanet espera de mí: obligarte a aceptar esa ventajosa proposición.
—Como amigo mío —repuso Sabrina en voz muy baja—, sabe bien que nunca me casaré con un hombre a menos que le ame.
—¿Y no has encontrado a nadie que te inspire amor desde que estás en Londres?
Sabrina negó con la cabeza y Ancelin la miró como si no pudiera creer que le decía la verdad. Luego manifestó:
—Muy bien, Sabrina, si ése es tu deseo, informaré al marqués de que la decisión te pertenece por entero.
—Gracias —contestó la joven—. Y ahora ¿puedo decir a lo que he venido?
—Por supuesto; y perdóname por no haberte dejado que hablases primero. Es el privilegio de las damas.
—Lo único que quería es desearle muchas felicidades en este día —dijo Sabrina con mucha timidez— y le he traído… un regalo.
—¡Un regalo! —Se sorprendió él.
—Su abuela me dijo hace dos o tres días que hoy es su cumpleaños y decidí hacerle algo.
Diciendo esto, le ofreció un paquete atado con un lazo de seda roja.
La emoción que la embargaba mientras esperaba que él lo abriera fue demasiado intensa para resistirla de pie y se puso de rodillas junto al sillón de Ancelin con los ojos brillantes.
—Hace muchos años que no recibo un regalo de cumpleaños —comentó él con lentitud—. En realidad, me estoy haciendo tan viejo que procuro mantener mi cumpleaños en secreto.
—¡Cumple usted treinta y dos años! —sonrió Sabrina—. Pero no le pondremos todas esas velitas en la tarta que… —Se llevó una mano a la boca—. ¡Oh, iba a ser una sorpresa!
El conde desató el lazo y, cuando desenvolvió el paquete, encontró un pequeño cuadro en el que se veía un perro spaniel color marrón y blanco. Ancelin se quedó contemplándola en silencio. Sin poder resistir la espera, Sabrina preguntó:
—¿Se parece a «Judith»?
—Sí, mucho —contestó él, mientras pensaba que Sabrina habría utilizado como modelo uno de los cuadros que colgaban en un pasillo de la mansión. Era una pintura a la acuarela y resultaba evidente que la joven había dedicado mucho tiempo a su ejecución.
—¿Lo has hecho tú sola? —Le preguntó.
—Sí. Solía dibujar para complacer a mi madre —contestó Sabrina—. Sin embargo, me temo que nunca seré muy buena. Además, soy impaciente y lo hago todo muy aprisa. Pero… ¿le gusta?
—Muchísimo —afirmó Ancelin—. Gracias, Sabrina. Lo conservaré siempre como un tesoro.
Ella lanzó un suspiro de alivio.
—¡Me alegro mucho! Yo quería ofrecerle algo que fuera todo mío. No habría sido lo mismo si le hubiese comprado algo con… con su dinero.
—Claro que no. Gracias de nuevo, Sabrina.
Los ojos de Ancelin se encontraron con los de la muchacha y por un momento le pareció que algo extraño pasaba entre ellos, algo que Sabrina no podía comprender, pero que la hizo estremecerse. Cohibida, aunque al mismo tiempo extrañamente excitada, guardó silencio. Él se puso en pie.
—También yo tengo un regalo para ti —dijo.
Fue a su escritorio, abrió un cajón y sacó un estuche de terciopelo.
—Mañana vamos a cenar en la mansión Carlton, y creo que esto realzará el hermoso vestido que mi abuela ha escogido para ti.
Colocó el estuche en las manos de Sabrina. Ella lo abrió y lanzó una exclamación de asombro. Sobre un lecho de terciopelo negro se veía un ramillete de flores, formadas por brillantes que lanzaban intensos destellos.
Se quedó contemplando la hermosa joya y, como no decía nada, él le preguntó:
—¿No te gusta?
—Es un broche realmente maravilloso —respondió ella.
—Entonces, ¿qué sucede?
—No quisiera… herirle.
—¿A qué te refieres?
Ella levantó los ojos con expresión preocupada.
—Usted debe comprender… debe darse cuenta de que no puedo aceptar este regalo —dijo.
—Son brillantes, Sabrina. A todas las mujeres les gustan los brillantes.
—Tal vez, pero ninguna debe aceptarlos de un hombre… a menos que esté casada con él.
—¿Otra vez estamos luchando con tus principios? Como sabes, me resultan bastante irritantes.
Sabrina colocó el estuche con el broche sobre el escritorio.
—No es sólo eso —murmuró.
—¿Recuerdas toda la alharaca que hiciste acerca de los vestidos? Ya te habrás dado cuenta de que tenía yo razón al insistir en que debías vestirte adecuadamente para presentarte en sociedad.
—Sí, tenía usted razón —convino Sabrina—. Y le estoy muy agradecida por todos esos hermosos vestidos que me ha regalado. Pero un broche de brillantes es diferente.
—¿En qué sentido?
Sabrina percibió la irritación de su tono y volvió a bajar la cabeza. ¿Cómo podía explicarle al conde lo que Lady Elaine Wilmot le había dicho unos cuantos días después de su llegada a Londres?
Ella se encontraba sola en el salón, esperando a la abuela del conde, cuando anunciaron a Lady Elaine, que apareció más hermosa y mejor vestida que nunca.
—¿Está sola? —preguntó sorprendida—. ¿Dónde está nuestro querido conde?
—Creo que su señoría ha salido y volverá más tarde —contestó Sabrina.
—No tiene importancia —dijo Lady Elaine—, porque con quien quería hablar era con usted.
—¿Conmigo? —Se sorprendió Sabrina.
—Sí, con usted. Por supuesto, me interesa cualquier persona que se hospede en la casa de Ancelin. Él y yo tenemos tanta intimidad, hacemos tantas cosas juntos, que me sorprendió que no me pidiera opinión sobre usted antes de traerla.
—Las cosas fueron… arregladas de forma un poco precipitada —explicó Sabrina con inquietud.
—Lo sé. Y ya le he dicho a Ancelin que sólo por eso le perdono. Después de todo y aunque usted es una chiquilla muy bonita, puedo permitirme ser tolerante con él. Ancelin le ofrece a usted su hospitalidad, pero a mí me da tanto… y mucho más que a usted.
Lady Elaine había hablado con suavidad, pero parecía haber una intención oculta en sus palabras.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sabrina.
—Quiero decir, querida, y es bueno que lo sepa usted desde el principio para que no se haga ilusiones respecto a su señoría, que él me ama. Me ha amado desde hace mucho tiempo.
Sabrina contuvo la respiración mientras Lady Elaine continuaba diciendo:
—¡Por supuesto, ya debe haberse dado cuenta de ello! Todos en Londres lo saben. Nuestros nombres están ligados de forma indisoluble.
Observando la expresión de Sabrina, se puso en pie con una sonrisa de satisfacción en los labios.
—No esperaré a Ancelin ni a Lady Hurlingham —declaró—. De cualquier modo, nos veremos en el baile de esta noche y vamos a cenar juntos. Estoy ansiosa de que el conde vea mi nuevo vestido, porque hace juego con el collar de rubíes que me regaló. Es precioso…, uno de los muchos obsequios que me hace para expresar su amor por mí.
Salió luego de la habitación y Sabrina se preguntó por qué sentía como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el corazón.
Ahora la voz del conde la sacó de su abstracción:
—Estoy esperando una respuesta y quiero que sea la verdad.
Hubo una pausa antes que Sabrina dijera en voz baja y titubeante:
—Usted regala joyas a… a otras mujeres. Tal vez ellas puedan darle algo a cambio…, pero yo no tengo nada. Por lo tanto, no quiero adquirir nuevas obligaciones con usted, milord.
Tenía la cabeza inclinada y no vio la expresión del hombre.
—¿Quieres decir —preguntó él con suavidad— que no te gusta recibir sin dar?
—Sí, eso es.
—¿Y te has dado cuenta, tal vez, de que le he regalado joyas a Lady Elaine Wilmot?
—Ella me lo dijo. Desde luego, Lady Elaine puede hacer lo que crea correcto. Yo, por mi parte, prefiero no aceptar el broche, por muy bonito que sea.
Había una insinuación de llanto contenido en su voz. A Sabrina le era muy difícil luchar con el conde y sabía que, si él quería, podía imponer su voluntad y obligarla a obedecer.
Ancelin extendió una mano y cerró con decisión el estuche de terciopelo.
—Muy bien, Sabrina —dijo—. No me impondré a ti. En cambio, voy a ofrecerte algo que tal vez te guste más.
Sabrina le miró con los ojos muy abiertos. Estaba pálida, temerosa de que se hubiera enfadado con ella.
El conde se sentó ante su escritorio y sacó una llave con la cual abrió un cajón. De él sacó un joyero y lo colocó frente a sí.
—Tengo aquí —dijo—, las joyas que pertenecían a mi madre. Son de poco valor; en caso contrario, mi padre las habría vendido. Antes de morir, ella me dijo que las dejaba para mi esposa.
Insertó la llave en la cerradura y levantó la tapa.
—No puedo regalarlas porque en realidad no me pertenecen —continuó Ancelin—. Pero me gustaría prestarte un broche y que lo usaras el tiempo que quisieras.
Una luz pareció encenderse en los ojos de Sabrina.
—¿Podré hacerlo? —preguntó—. Me sentiría muy honrada y orgullosa de usar algo que perteneció a su madre. Lo cuidaré bien y, cuando usted quiera, se lo devolveré.
Se inclinó por encima del hombro del conde para mirar en el joyero. Éste contenía varios broches, uno de los cuales le gustó en particular a la joven. Estaba formado por tres flores hechas con turquesas. En el centro de cada flor había un brillante pequeñito y en los tallos y las hojas otros igualmente diminutos.
Ancelin lo tomó cuidadosamente y lo sacó del estuche.
—Imaginaba que te gustaría éste.
—Me recuerda nuestro lugar secreto —declaró ella—, por los nomeolvides y otras flores azules que se pueden encontrar allí entre la hierba.
—Entonces debes lucir éste; seguro que te dará buena suerte.
—No creo que pueda ser más afortunada de lo que ya soy —sonrió Sabrina.
—¿Estás segura de eso? —preguntó Ancelin.
—¡Muy segura! —afirmó ella—. Pero tal vez este broche haga que me suceda algo maravilloso.
Diciendo esto, se prendió la joya en el corpiño y preguntó:
—¿Está derecho?
—No —contestó él y le quitó el broche para volver a prenderlo donde el amplio escote del vestido apenas cubría la separación de los senos.
Sabrina sintió cómo los dedos masculinos tocaban su piel y un estremecimiento la recorrió. Fue una sensación extraña que no pudo explicarse a qué obedecía.
—Me gusta pensar que llevas puesto algo que perteneció a mi madre —contestó Ancelin.
—¿Cómo puedo darle las gracias? —preguntó Sabrina—. Es su cumpleaños y usted me ha hecho un regalo.
Acarició el broche con los dedos; luego impulsivamente, se inclinó hacia adelante y besó en la mejilla al conde.
—Gracias, lord Júpiter —murmuró—. No sólo por el broche, sino también por todo lo demás.
Y antes que él pudiera contestar o levantarse siquiera, echó a correr y salió de la habitación.
Sabrina subió la escalera sintiendo aún la firme tibieza de la mejilla del conde contra sus labios. Recordó cómo la había besado la primera vez que se habían visto, ¡y ahora ella le había besado a él! Tenía la sensación de que era un beso diferente, aunque no estaba segura de por qué razón.
Abrió la puerta del salón con la esperanza de encontrar allí a la abuela del conde y mostrarle el broche. Para su consternación, vio sentados muy juntos en el sofá a Lady Elaine y Ninian Roth. Éste era primo hermano del conde y Sabrina le había visto ya varias veces. Sin saber por qué, le había resultado desagradable desde el primer momento.
Ninian Roth se acercaba ya a los cuarenta años y era el presunto heredero del título. Era muy delgado, de larga nariz puntiaguda, y sus ojos parecían contener secretos que no se atrevía a revelar. Vestía de forma muy elegante y usaba un número considerable de joyas. Era bien recibido por todas las anfitrionas de la alta sociedad y Sabrina había oído elogios sobre él a varias personas.
«¡Es absurdo por mi parte», pensó al verle ahora, «pero no confío en él! ¿Y por qué está hablando tan íntimamente con Lady Elaine?».
En aquel momento, la dama la vio en la puerta y extendió una mano.
—¡Sabrina! —exclamó—. ¡Qué alegría verte! Estábamos hablando de ti.
—¿Hablando de mí? —Se sorprendió Sabrina.
—Sí. Ninian me estaba contando el gran éxito que has tenido desde que llegaste a Londres y cuántas personas le han felicitado por el nuevo y encantador miembro de la familia.
—Sí, es verdad —intervino Roth—; parece como si te hubiéramos adoptado. Y todos nos preguntamos con quién te casarás.
—No tengo deseos de casarme con nadie —repuso Sabrina con suavidad.
—¡No debes decir tal cosa a Lady Hurlingham! —exclamó Elaine Wilmot, fingiendo alarma—. Está haciendo muchos planes para ti y estoy segura de que ya tiene seleccionados varios partidos excelentes.
—Por cierto, creo que debo ir a buscarla, —dijo Sabrina, deseosa de salir cuanto antes.
—¡No, no, espera un momento! —exclamó Lady Elaine—, íbamos a decirte algo muy divertido, ¿verdad, Ninian?
—Sí, así es. Estoy seguro de que lo encontrarás muy interesante.
—¿Sí? ¿De qué se trata? —preguntó Sabrina.
—Ninian ha descubierto una nueva adivinadora —explicó Lady Elaine—. No sólo es muy hábil adivinando el futuro, sino también leyendo el carácter.
—Pero yo no quiero saber mi futuro —contestó Sabrina, tratando de no mostrarse descortés—. Estoy satisfecha con el presente.
—¡Oh, no puedes arruinar nuestra diversión! —protestó Lady Elaine—. Todos hemos consultado a Madame Zelobia. Lo único que tienes que hacer, Sabrina, es escribir algo en un pedazo de papel. A través de tu escritura ella puede leer tu futuro, tu pasado y todas las características de tu personalidad.
—Es una ciencia muy antigua en realidad —intervino Roth.
—Yo preferiría no participar en eso —insistió Sabrina.
—¿Cómo puedes ser tan ingrata con Ninian, que ha pensado en ti para que nos ayudes? —Se quejó Lady Elaine.
—Pero ¿por qué yo?
—Porque queremos probar a Madame Zelobia. ¡Ella sabe demasiado sobre mí, sobre Ninian, sobre Ancelin! Se habla sobre nosotros, se escribe en los periódicos… La gente conoce todos nuestros secretos. En cambio tú eres nueva y si acierta en lo que dice de ti, sabremos que no es una farsante. ¿Te das cuenta?
—Sí, comprendo —murmuró Sabrina.
—La señora Fitzherbert ha prometido que irá a consultarla y eso significa que el príncipe de Gales irá también. Así que, como comprenderás, Sabrina, debemos tener mucho cuidado para no recomendar a nadie que no sea absolutamente honesto.
—Por supuesto —reconoció la joven—. Entonces haz lo que te pide Ninian —dijo Lady Elaine. Roth sacó una hoja de papel de su bolsillo.
—Todo lo que tienes que hacer —explicó— es escribir tu nombre. No es nada difícil, ¿verdad?
—No, desde luego —admitió la joven aunque, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, sentía un curioso rechazo a hacer lo que le pedían.
«Quizá sea una tontería», se dijo, «pero no quiero mezclarme con adivinadores ni con nada en lo que participen Lady Elaine y Ninian Roth».
Antes nunca habían parecido deseosos de su compañía ni habían mostrado ningún interés en ella. Entonces, ¿por qué ahora? Mas era imposible eludir la situación sin mostrarse grosera.
—Sólo firma con tu nombre aquí —insistió Ninian Roth, señalando el centro de la hoja en blanco.
Mientras hablaba, se dirigió al secreter que había en un rincón de la estancia, ante el cual se sentó Sabrina. Tomó una pluma y titubeó un momento. Roth estaba esperando, muy ansioso al parecer de que hiciera lo que le pedía.
Decidiéndose al fin, escribió su nombre con letra pequeña y exquisita.
—¡Y ahora tengo una espléndida idea! —exclamó Roth—. Escribe otro nombre y la adivinadora pensará que es otra persona. ¡No le diremos que eres tú misma y si describe a dos mujeres de carácter completamente diferente, sabremos que es una charlatana!
—¡Oye, tienes razón! —exclamó Lady Elaine—. ¡Qué idea tan brillante!
Sabrina se quedó indecisa con la pluma en la mano, mirando al uno y a la otra.
—¿Qué nombre escribo? —preguntó—. No se me ocurre ninguno.
—Déjame pensar por ti —dijo Roth—, ¿qué te parece Elizabeth Witheringham? Suena muy diferente a Sabrina Melton, ¿verdad?
Con cierta renuencia Sabrina escribió «Elizabeth Witheringham» en el lugar que el hombre le indicaba.
—Ésta será la prueba definitiva —afirmó Lady Elaine—. Dicen que el príncipe es muy crédulo y no me gustaría que cayera en manos de una embaucadora. Según dicen, algunos de estos adivinadores tan de moda no tienen escrúpulos.
—Por eso yo prefiero no tener nada que ver con ellos —apuntó Sabrina, alejándose del secreter.
—Nunca te molestaremos para que veas a otro —dijo Ninian Roth. Algo en su forma de hablar atemorizó a Sabrina.
—Preferiría no someterme tampoco a esta prueba —dijo—. Por favor, déjenme romper ese papel.
—Estoy seguro de que eso traería muy mala suerte —protestó él—. Ya te has comprometido a ayudarnos y no puedes echarte atrás.
—Pero ¿por qué? No creo que sea demasiado tarde —insistió Sabrina.
—¡Por favor, no seas tontuela! Y tú no asustes a la pobre niña, Ninian —intervino Lady Elaine—. Después de todo es sólo un juego divertido para todos. No seas aguafiestas, Sabrina. Estoy segura de que a Ancelin también le parecerá una buena estratagema.
Sabrina no encontró nada más que decir; pero mientras subía a su dormitorio iba preocupada. Sin saber por qué, tenía el presentimiento inquietante de que había algo malo en todo aquello.