Capítulo 5

Después de las reparaciones efectuadas en Nápoles, el barco pareció moverse con mayor velocidad que antes, y como el mar permanecía en calma, el capitán estaba encantado de que avanzaran con rapidez.

Creo que no me veré envuelto en tantos problemas como había pensado, milord —le dijo el capitán al marqués con evidente satisfacción.

El marqués, sin embargo, no había podido dormir la noche de su encuentro en tierra con Agatha, ni la noche siguiente.

Deseaba que un milagro impidiera el arribo a Balutik, pero el Mayor Bernstein le había explicado exactamente cuáles eran sus planes.

—Como por desdicha tenemos que pasar por el territorio de Albania, milord —había dicho el mayor—, habrá una escasa recepción a la llegada del barco. Dudo que algún dignatario albano se presente en el muelle.

—¿Qué problemas tiene Su Alteza Real con Albania? —preguntó el marqués.

El mayor se encogió de hombros.

—Es un país difícil, como lo son Serbia y Montenegro, cuando se trata del sistema de defensa.

El marqués estaba seguro de que el príncipe, como casi todos los alemanes, quería poner a su país en pie de guerra, y en cambio, los demás países de los Balkanes sólo deseaban vivir en paz y prosperidad.

Con mucho tacto, permaneció callado y el mayor continuó:

—Habrá sólo un pequeño destacamento de soldados esperándonos, sin que veamos a ningún representante de importancia de Balutik hasta la mitad del camino, cuando llegaremos al castillo donde pasaremos la noche.

El marqués pareció sorprendido.

—Yo hubiera pensado que, por lo menos, el Secretario del Exterior vendría a recibir a Lady Agatha.

—Debe comprender, señor —indicó el mayor con un tono dictatorial que molestó mucho al marqués—, que Su Alteza Real ha tenido muchos problemas con los gobiernos de Albania y de Montenegro, y no desea tener que solicitarles ningún favor.

—Por supuesto que no —convino el marqués, dándose cuenta de que aquél era un punto delicado—. Continúe diciéndome cuáles son los planes.

—Deberemos recorrer lo más pronto posible el paso entre las montañas, para llegar al castillo, que se encuentra a quince kilómetros de Balutik.

La voz del mayor se volvió más impresionante al añadir:

—Allí, milady será recibida por el Primer Ministro, el Secretario del Exterior y los Generales del ejército.

—¿Y el Príncipe Fredrick? —preguntó el marqués.

—Su Alteza Real recibirá a su futura esposa en el momento en que ella pise el suelo de Balutik. Avanzarán juntos en una procesión hacia el palacio, y el ejército y el pueblo los resguardarán.

El marqués contuvo el deseo de preguntar si la gente los vitorearía espontáneamente, o lo harían porque se lo habían ordenado.

Sin embargo, se sentía muy preocupado por Agatha.

Desde que la vio comprar el veneno en Nápoles casi no había tenido oportunidad de hablar con ella a solas, pues la baronesa y Greta siempre parecían estar presentes.

También se daba cuenta de que el Mayor Bernstein, de una forma muy alemana, la estaba preparando para lo que le esperaba a su llegada a Balutik, y cada vez la asustaba más.

Al regreso de la expedición nocturna en Nápoles, ella estaba pálida y asustada. Habían entrado juntos en el salón unos momentos, y después de darle algo de beber, él le había dicho:

—Váyase a la cama, Agatha. No hay nada más agotador que el cansancio físico y emocional, y estoy seguro de que lo que usted está anticipando es mucho peor que la realidad.

Había mentido para tranquilizarla, pero era todo lo que podía hacer y al verla supo que ella estaba haciendo un gran esfuerzo por controlarse.

—Gracias por… ser tan… amable —murmuró ella.

Y, sosteniendo firmemente la botella del veneno en una mano, entró en su camarote y cerró la puerta.

* * *

Al día siguiente, cuando el marqués notó las ojeras que marcaban el rostro de Agatha, comprendió que la tensión nerviosa había dejado su huella y se dijo que sería preferible no empeorar la situación hablando al respecto.

Durante las comidas, se dedicó a hablarle de temas que sabía que le interesaban y se alegró al ver que ella le respondía.

Pero las horas iban pasando, y pronto abandonaría el barco. Entonces las paredes de la prisión comenzarían a cerrarse alrededor de ella.

Él trataba de decirse que aquél no era su problema y ahora, sin embargo, en el silencio de su camarote, tuvo la sensación de que las arenas llegaban a su fin y que ya no habría oportunidad de salvarla.

Se dijo que sólo Dios, o un milagro, podría hacerlo y se sorprendió ante la ira que eso le produjo.

La costa de Albania, con sus altos acantilados y las cimas de las montañas que se adivinaban en la lejanía, resultó muy impresionante.

Drina era un puerto muy pequeño, tal como el marqués se lo había imaginado. Había bastantes cabañas de pescadores en los alrededores, y varios edificios oficiales muy poco atractivos.

Tal como el mayor había anticipado, no se encontraba ningún dignatario albano que estuviera presente para recibirlos y los soldados de Balutik, ataviados con sus uniformes de colores, ofrecían un aspecto un poco teatral.

Se escuchó el entrechocar de los tacones y el movimiento de los rifles cuando Agatha, seguida por el marqués, bajó por la pasarela del barco.

El Mayor Bernstein presentó al oficial a cargo y, enseguida, una pequeña banda interpretó el himno de Balutik con un ritmo lento y un tanto lúgubre.

Ella se sorprendió al descubrir, después de pasar revista a los soldados, seguida por el marqués, que viajarían en el primero de los carruajes que estuvieron listos. Él debía acompañarla y el mayor y el oficial a cargo se sentaron frente a ellos.

—¿Y la baronesa? —preguntó ella.

El marqués miró hacia la pasarela, por la cual bajaba la baronesa en aquel momento.

—Ella nos seguirá en el siguiente vehículo —dijo.

—La baronesa no se encuentra bien —le confesó Agatha—. Yo misma le sugerí que permaneciera a bordo pero no quiso hacerlo.

—Estará bien —dijo el marqués—. Tengo entendido que el viaje hasta el castillo es bastante corto.

—Eso fue lo que me dijo el mayor, pero es cuesta arriba todo el tiempo y Greta me informó que el camino está en malas condiciones.

No había nada que ellos pudieran hacer al respecto y el marqués se ocupó de que la baronesa fuera acomodada en su carruaje, que era idéntico a aquél en el que ellos iban a viajar.

Detrás venía un tercer vehículo, donde viajaban Havers y Greta, y en el cual venía todo el equipaje.

El marqués había pensado que la escolta marcharía todo el camino hasta el castillo, pero vio que contaban con dos vehículos, lo que le pareció una buena señal de la eficacia alemana.

Detrás de todos los vehículos para sorpresa del marqués y disgusto del mayor, venía una carreta abierta con algunos muchachos y muchachas de Drina. Habían estado parados observando la llegada de Agatha y les impresionaba la presencia de soldados.

Ahora estaban ansiosos de seguirlos para ver qué iba a ocurrir y el mayor, después de un rato, exclamó molesto:

—Espero que pronto se aburran de seguirnos. ¡Nunca pensé que hicieran algo tan impertinente!

—Supongo que es algo nuevo para ellos —comentó el marqués de buen humor.

El oficial que los acompañaba señaló:

—Por órdenes de Su Alteza Real, hicimos todo lo posible para que nadie supiera que iba a llegar su prometida.

—¿Por qué? —preguntó el marqués de pronto.

—Su Alteza Real consideró que sería incorrecto que milady fuera aclamada en otro país antes que el nuestro.

El marqués pensó que era más probable que el príncipe temiera que los albanos trataran mal a Agatha a causa de su futuro matrimonio, pero dijo en voz alta:

—Cuando yo estaba en el ejército descubrí que un uniforme militar es siempre un atractivo irresistible para las jovencitas. Por eso estoy seguro de que sólo prestan atención a los soldados y sin duda, Lady Agatha pasará inadvertida.

—Eso espero —respondió el mayor—. Su Alteza Real se disgustaría mucho si supiera qué está ocurriendo.

—Supongo que no hay ninguna razón por la que deba enterarse —dijo el marqués—, así que no se preocupe demasiado.

Continuaron viajando en silencio y el marqués vio que Agatha, distraída, contemplaba el paisaje.

Estaba seguro de que ella estaba pensando en la agradable que sería poder recorrer aquellas tierras montando a Swallow, en lugar de ir encerrada en un carruaje donde había poco aire y menos sol.

Cuando pasaron junto al sitio donde había algunos caballos pastando, ella se volvió a mirarlos con una leve sonrisa y él supo que estaba en lo correcto.

Greta había tenido razón al decir que el camino era malo, y tan pronto como salieron del puerto, el marqués supo que iba a ser un viaje cansado y tedioso.

Era evidente que el camino había sufrido con las inundaciones de la temporada de lluvias y con la nieve. El carruaje tenía que pasar de continuo por encima de enormes piedras y su vaivén arrojaba a Agatha contra el marqués, o a él sobre ella.

Agatha estaba muy hermosa con su vestido de viaje y una capa, de un material muy ligero.

Sus amplias faldas parecían ocupar mucho espacio dentro del carruaje, pero todavía había lugar para las largas piernas del marqués.

Y, aunque él usaba el atuendo normal de cualquier caballero inglés, ella pensó que se veía mucho más impresionante que los dos alemanes, a pesar de sus uniformes llenos de medallas.

Continuaron el viaje y, después de un rato, las conversaciones cesaron y todos permanecieron en silencio.

Por último, cuando llegaron a la parte más alta del camino, los caballos se detuvieron.

El mayor y otros oficiales bajaron para disponer que se llevaran bebidas a los dos carruajes y unos desabridos emparedados que Agatha no aceptó.

Tan pronto como estuvieron solos, ella le dijo al marqués:

—Este recorrido me parece mucho más incómodo que viajar por la bahía de Vizcaya.

El marqués rió.

—Desde luego que el camino no está sembrado de rosas; pero, como usted es tan buena marinera, espero que no le afecte mucho.

Ella probó el vino y el marqués opinó era de muy mala calidad, y Agatha le dirigió una mirada de sus grandes ojos antes de decir:

—En caso de que no pueda hacerlo después, quiero darle las gracias por… haber sido tan… amable conmigo.

—Ahora va a hacer que yo me sienta confundido. Si al principio no fui muy amigable, era porque no comprendía…

—¿Y ahora sí?

—Sabe que le deseo toda la felicidad posible.

Ella volvió la cara hacia otro lado y él entendió que ella consideraba que aquello era imposible.

—Trate de tener su propia vida —dijo él—. Estoy seguro de que entre la gente de Balutik habrá muchas personas encantadoras con quienes podrá llevar una buena amistad.

—Eso espero —dijo Agatha en voz baja—, pero la baronesa me ha dicho que casi todos en la corte son alemanes, y los de Balutik se sienten oprimidos por el ambiente alemán. También les ofende que no se les permita hablar su propio idioma.

—Quizá eso sea algo que usted pueda cambiar —sugirió el marqués, aunque sin mucho convencimiento.

Una sensación de impotencia lo invadió, pues, por primera vez en su vida, se encontraba ante un problema para el cual no parecía haber solución. Era una situación que le desagradaba intensamente.

Una vez más, la caravana se puso en marcha.

—Si todo va bien, llegaremos al castillo donde vamos a hospedarnos alrededor de las tres de la tarde —anunció el mayor—. La cena se servirá temprano y por ello su Alteza Real consideró que no tenía objeto que nos detuviéramos por mucho rato en el camino.

—Supongo que para entonces ya tendremos mucha hambre —repuso el marqués con sequedad.

—Hay emparedados y vino disponible para ustedes cuando lo deseen.

Había cierto reproche en la voz del mayor al responderle al marqués, debido a que éste requería de alimentos durante un viaje oficial.

Pero el marqués se limitó a estirar las piernas lo más que pudo y cerró los ojos. Se dijo que el castigo de la Reina comenzaba a ejercer sus efectos y se alegró de que Su Majestad no pudiera ver cuánto le desagradaba aquel viaje y lo que los esperaba al final.

No pudo menos que notar que Agatha se encontraba tensa, y aunque ella casi no habló, su expresión decía a las claras la aprensión que la dominaba.

—¿Por qué diablos me mezclé en todo esto? —se preguntó él.

Entonces recordó que era consecuencia del duelo que había sostenido debido a Sheila Castleton, aunque en aquel momento ni siquiera podía recordar cómo era ella.

La caravana continuó avanzando y el paisaje comenzó a ser cada vez más desolado.

Cuando todos se encontraban en silencio y medio dormidos, se escuchó un ruido de un disparo de rifle, al que siguió otro.

Fue algo tan inesperado que, por un momento, nadie se movió, pero luego el oficial encargado de las tropas saltó a un lado del carruaje y el mayor se situó en el extremo opuesto.

Cuando el marqués estaba a punto de imitarlos, vio que el mayor se tambaleaba contra el carruaje, y pensó que lo habían herido en un brazo.

Fue entonces cuando se acordó de Agatha y, rodeando sus hombros con un brazo, la hizo tirarse al suelo del carruaje.

En aquel momento una bala rompió el cristal de una ventana y los vidrios cayeron por todas partes.

—¿Qué ocurre? ¿Quién dispara contra nosotros? —preguntó Agatha.

—No tengo la menor idea —respondió el marqués—. Deduzco que el príncipe tiene muchos enemigos en esta parte del mundo.

Mientras hablaba pudo escuchar al oficial que había viajado con ellos, y que ahora daba órdenes.

Enseguida siguió una auténtica lluvia de disparos.

Se escucharon gritos de mujer y el marqués pensó que debían provenir de la carreta llena de jóvenes que los había estado siguiendo.

Hizo un movimiento para levantarse, pero Agatha se aferró a él.

—¡No me deje! —suplicó.

—Por supuesto que no —respondió el marqués—. Estoy seguro de que se trata sólo de una escaramuza y, como sabe, tenemos suficientes soldados para protegernos.

Hubo más tiros, seguidos de un tenso silencio; hasta que, de pronto, la puerta del carruaje fue abierta de un tirón.

Cuando el marqués levantó la mirada y se incorporó lentamente, supo de inmediato quiénes eran sus asaltantes.

Frente a él estaban dos hombres a quienes hubiera reconocido en cualquier parte del mundo, sin necesidad de que le dijeran que eran bandoleros.

Llevaban pieles de oveja sobre su ropa, las cuales tenían cierto parecido con el traje típico de Albania y ambos portaban un ancho cinturón en el que cargaban cuchillos y pistolas.

Cada bandolero llevaba un rifle colgado al hombro y una pistola en la mano.

Le dijeron al marqués y a Agatha que se bajaran del vehículo en un idioma imposible de entender, pero sus gestos fueron muy elocuentes.

Como no les quedaba más remedio que obedecer, el marqués bajó al camino, y extendió una mano para ayudar a Agatha. Pero cuando miró a su alrededor se quedó desconcertado por lo que vio.

Había treinta o cuarenta bandoleros; algunos parados en el camino y otros sobre las rocas, desde donde había sido muy fácil tenderle una emboscada a la caravana.

El cochero estaba herido y varios soldados yacían tirados en el suelo. El carruaje que traía el equipaje estaba siendo saqueado.

Una docena de hombres estaban arrastrando los baúles por el suelo, forzando las cerraduras con sus afilados cuchillos. Tiraron todo el contenido, y los registraron en busca de algo de valor.

El marqués abarcó todo el panorama con una rápida mirada y vio que la carreta en la que viajaban los jóvenes había sido volcada y ellos estaban siendo agrupados a un lado del camino.

Era un espectáculo aterrador, así que no se sorprendió cuando Agatha, quien se sujetaba de su brazo, le preguntó asustada:

—¿Qué… qué vamos a hacer?

—No hay nada que podamos hacer —respondió el marqués en voz baja—. ¿Entiende lo que están diciendo?

—N… no. Supongo que son albanos. Recuerdo que papá mencionó en alguna ocasión que sus malhechores son muy feroces.

—Ciertamente así lo parece —murmuró el marqués.

Los bandoleros los estaban registrando para ver si había algo de valor adentro. Luego, se acercaron a ellos.

Señalaron el reloj y la cadena del marqués y él se los entregó.

Uno de ellos apuntó con su pistola al cuello de Agatha y ella se quitó rápidamente el collar de oro que llevaba, el cual había sido un regalo de bodas.

Al marqués lo obligaron a vaciar sus bolsillos y su bolsa llena de monedas de oro, que pasó a manos de los asaltantes, así como un alfiler de diamantes que tenía forma de herradura.

Desde la colina, bajó el jefe del grupo. Todos lo miraron con respeto y lo cierto era que se trataba de un hombre de muy buena figura pero, a la vez, aterrador.

Tenía un largo bigote rizado. Su cabello era negro y espeso y de él emanaba un aire de autoridad. Su voz era grave y resonaba como una tormenta.

Primero dio órdenes a los bandoleros, quienes se encargaban de los jóvenes. Le ordenó a estos que subieran a la montaña, obligándolos a subir por un sendero muy empinado.

El jefe de los bandoleros caminó con arrogancia hacia el montón de ropa que yacía junto a los baúles.

Agatha vio cómo sus hermosos vestidos que habían costado tanto dinero, eran pisoteados en el polvo, mientras los bandoleros levantaban, entusiasmados, lo regalos de boda.

Las fuentes de plata brillaban al sol y llamaron mucho la atención de los asaltantes; quienes, por órdenes de su jefe, los metieron en un saco.

También les atrajo mucho el estuche de tocador del marqués, el cual abrieron rasgando la piel de cocodrilo, sin tomarse la molestia de quitar la tapa.

Sacaron los cepillos y los peines con mangos de oro y los agitaron alegremente en el aire.

Greta conservaba en sus manos un pequeño estuche que contenía las joyas de Agatha. No eran muchas, pero los bandoleros se quedaron encantados con el prendedor de diamantes que su tío le había regalado, así que como con algunos adornos que ella había recibido de sus parientes.

El jefe dio órdenes acerca del sitio adonde deberían ser conducidos Havers y Greta y la doncella dirigió una mirada angustiada al marqués antes que se los llevaran.

—¿Adónde los llevan? ¿Qué les va a ocurrir? —preguntó Agatha.

—No tengo la menor idea —respondió el marqués—, y no hay nada que podamos hacer, excepto permanecer callados.

Para entonces el jefe de la banda había llegado al carruaje donde viajaba la baronesa. Agatha se había sentido molesta porque la baronesa viajaba sin compañía de otra mujer, y sólo la acompañaban dos de los oficiales menores que venían a cargo de los soldados.

Ambos era muy jóvenes, y apenas había alcanzado el rango de teniente.

Uno de ellos estaba parado afuera del carruaje, y el otro yacía en el suelo, herido en una pierna.

El bandolero miró hacia el interior del carruaje y Agatha supuso que comprendería que la baronesa era demasiado vieja para bajarse, como se le había ordenado.

Al ver que él permanecía en silencio, mirando adentro, ella temió que algo terrible hubiera ocurrido.

—¿Cree que el… susto, o los disparos, hayan sido demasiado para ella? —preguntó al marqués.

El marqués intentó acercarse al carruaje, pero dos de los asaltantes se lo impidieron.

El jefe se acercó a ellos, mirando al marqués con hostilidad.

—¿Me comprende? —preguntó el marqués en alemán.

No hubo respuesta, y entonces Agatha hizo la misma pregunta; primero en serbio, después en rumano y por último en Balutik.

El jefe parecía no entender, o no deseaba hacerlo. Se limitó a negar con la cabeza, e hizo una señal a dos de sus secuaces, quienes obligaron a Agatha y al marqués con sus pistolas a caminar hacia delante.

—¡Debo ver a la baronesa! ¡Debo ver si hay algo que pueda hacer por ella! —exclamó Agatha.

El marqués apuntó hacia el carruaje detrás de ellos y, haciendo señas con las manos, preguntó si podían ver a la baronesa.

El jefe comprendió y dijo una sola palabra, y aunque ni el marqués ni Agatha la entendieron, se dieron cuenta de lo que él quería decir.

La baronesa estaba muerta.

—Ella me dijo que tenía el corazón débil y que le había estado dando molestias desde que se sintió mal en la bahía de Vizcaya —explicó Agatha en voz baja.

Puso su mano en la del marqués mientras hablaba y él dijo con lentitud:

—Era muy vieja. Nunca debieron mandarla en este viaje, pero estoy seguro de que no sufrió. Un ataque al corazón suele ser muy rápido.

—Insistió en venir hoy con nosotros.

—Creo que nada la hubiera hecho cambiar de parecer. Tenía órdenes del príncipe e intentaba cumplirlas.

El marqués recordó haber visto que el mayor estaba herido junto al carruaje donde habían viajado.

Miró hacia atrás, pero no pudo verlo desde donde se encontraban.

Muchos bandoleros se movían entre los carruajes y él pensó que, tarde o temprano, harían algo respecto a los heridos.

Por el momento, se preocupaba de no molestar al bandolero que les apuntaba a la cabeza con su pistola.

La subida era muy dura para Agatha, pensó el marqués. Él tenía un constitución atlética, y no tuvo ningún problema para escalar las laderas, como tampoco lo tenían los bandoleros, que parecían monos.

Agatha y el marqués subieron durante un buen rato hasta que, al llegar a la cima del terreno, vieron sorprendidos, un gran edificio blanco.

No parecía una guarida de bandoleros y, al mirar con más atención, el marqués comprendió que se trataba de un monasterio.

Agatha lo había notado también y preguntó con voz asustada:

—¿Cree que hayan matado a los monjes?

—Lo dudo —respondió él—. Como es una banda muy grande, debe de haber bastantes católicos entre ellos.

—Sí, por supuesto —respondió ella con un leve suspiro de alivio—, y si aquí hay monjes, les podemos pedir que entierren a la baronesa.

—Sólo espero que podamos hablar su idioma.

—Me siento molesta por no poder hablar albanés —susurró Agatha. Nunca me tomé la molestia de aprenderlo.

—Sólo podemos orar porque haya alguien más civilizado que estos hombres en el monasterio.

Les tomó otros diez minutos llegar hasta allí, y cuando entraron por la puerta abierta a un patio interior, el marqués estuvo seguro de que los bandoleros, aunque no hubieran matado a los monjes, habían tomado control del monasterio.

El jefe, que precedía la marcha dio un grito estentóreo al entrar.

Aquélla debió ser una orden de atención, ya que dos o tres monjes viejos, que vestían hábitos blancos, aparecieron de inmediato.

Era evidente que entendían el idioma del bandolero, pues él les habló varios minutos, gesticulando en la dirección de donde habían venido.

—Seguramente les estará diciendo que se hagan cargo de los heridos —dijo Agatha.

—Así lo espero —respondió el marqués—, pero, en lugar de preocuparnos por ellos, debemos hacerlo por nosotros y tratar de encontrar a alguien con quien podamos hablar.

El patio estaba lleno, pues allí se encontraban los jóvenes de Drina, amontonados en un rincón.

Del otro lado estaban los soldados que no habían sido heridos. Les habían quitado sus armas y, por alguna razón, también sus cascos.

Éstos parecían avergonzados de sí mismos y el único oficial entre ellos era el joven teniente que había resultado ileso.

El marqués miró a su alrededor y vio a Havers y a Greta, que estaban parados juntos, como si no pertenecieran a ningún grupo.

Cuando los bandoleros comenzaron a llegar, cargados con todo lo que habían robado, el marqués dijo con voz fuerte y resonante.

—¡Deseo hablar con el abate de este monasterio!

Aquello fue tan inesperado, que todos se volvieron hacia él.

El jefe de los bandoleros se le acercó haciendo una mueca.

Agatha temió que le fuera a pegar al marqués y se le acercó un poco más, poniendo las dos manos en el brazo de él.

El jefe se detuvo y, en lugar de mirarlo a él, la miró a ella.

Pareció sorprenderse por lo que vio y la expresión de su cara cambió por completo.

Instintivamente, ella supo que él era peligroso y se acercó más al marqués.

Horrorizada, vio que el jefe extendía la mano para tocarla. Pero en ese preciso momento apareció un monje por una puerta grande al final del patio.

El abate era muy viejo, pero desde el momento en que apareció reinó el silencio entre los presentes, acaparando todas las miradas.

Aun el jefe de los bandoleros se volvió a mirarlo y en aquel momento el marqués actuó.

Caminando con decisión a través del patio se detuvo frente al monje, y pensando que aquél debía ser de origen italiano, le dijo:

—Reverendo padre, soy el Marqués de Weybourne y ha venido de Inglaterra para representar a Su Majestad, la Reina Victoria, y al Príncipe Consorte en la boda…

Antes de que pudiera continuar, el abate se llevó un dedo a los labios para imponerle silencio. Entonces, hablando en una voz tan baja que sólo el marqués pudo escucharlo, le dijo en italiano:

—¡No diga nada más! ¡Es peligroso!

Alzando la voz habló ahora en albano y era fácil suponer que le estaba diciendo a los bandoleros lo que pensaba hacer.

Luego le dijo al marqués y a Agatha:

—¡Vengan conmigo!

Ambos lo siguieron a través de la puerta abierta y pronto se encontraron en un claustro, desde el cual Agatha pudo ver la puerta de la capilla.

El abate abrió una puerta y todos entraron en una pequeña habitación, donde había una mesa, varias sillas y un enorme crucifijo en la pared.

El marqués cerró la puerta y el abate los invitó a sentarse en dos de las sillas de madera. Él se sentó detrás de su escritorio.

—Hijos míos… —dijo en italiano, hablando con rapidez—. Deben entender que se encuentran en una situación muy delicada.

—Pienso que hemos sido secuestrados para pedir un rescate —respondió el marqués—, y estoy dispuesto a pagar una generosa suma por la dama que me acompaña y los demás miembros del grupo.

—Eso es lo que ellos esperan —dijo el abate—, pero les ruego que no mencionen que esta dama es la prometida del Príncipe Fredrick de Balutik.

—¿Usted lo sabía? —preguntó el marqués.

—Lo supuse, pero los bandoleros que los han secuestrado llegaron apenas anoche del sur.

—¡Así que ellos no tenían la intención de detener el cortejo nupcial! —exclamó el marqués.

—Creo que no se imaginan que algo fuera de lo común está sucediendo en Balutik.

—¿Y opina que es peligroso que sepan quiénes somos nosotros? —preguntó el marqués.

—La respuesta es muy simple —contestó el abate—. Estoy seguro de que en el grupo hay uno o dos anarquistas, que busca la policía europea por diferentes crímenes.

Agatha lanzó un pequeño grito de miedo.

Sabía que los anarquistas deseaban acabar con los monarcas donde quiera que los encontraran, sin importarles a qué país pertenecían.

—Comprendo —dijo el marqués, después de un momento—, y le ruego, Reverendo Padre, que nos ayude si le es posible.

—Lo haré si es la voluntad de Dios, pero les aseguro que será muy difícil.

Como si considerara que debía explicarse, continuó:

—Anoche los bandoleros entraron en el monasterio y anunciaron que todos nosotros éramos sus prisioneros; pero que, como somos religiosos y no estamos armados, no nos harían daño, a cambio de que hiciéramos lo que ellos nos ordenaran.

—Por favor, ¿podría usted, Reverendo Padre, averiguar si la baronesa, quien me acompañaba como dama de compañía, murió de un ataque al corazón y, en ese caso, cuidar de que se la entierre? —suplicó Agatha.

—Le prometo, hija mía, que los muertos serán enterrados y los heridos recibirán atención. Ya les he dicho a los bandoleros que deben traer a todos al monasterio y sé que me obedecerán.

—Ahora, acerca del rescate —dijo el marqués—, me imagino que le pidieron a usted que arreglara ese asunto.

El viejo abate sonrió levemente al contestar:

—Los bandoleros saben que ustedes no pueden hablar su idioma, milord. Por lo tanto, les dije que trataría de obtener de ustedes la mayor suma posible, con la condición de que ellos dieran un diez por ciento de sus mal habidas ganancias a Dios.

—Fue muy inteligente de su parte —sonrió el marqués—. Eso les hará pensar que, dadas las circunstancias, usted pedirá la mayor cantidad posible.

—Eso fue lo que pensé —asintió el abate—, pero tengo algo muy desagradable que comunicarle.

—¿De qué se trata? —preguntó el marqués.

El abate se detuvo un momento, como si tratara de encontrar las palabras adecuadas.

—Ustedes sin duda sabrán que en Albania tenemos muchos bandoleros, pero como son muy inteligentes y, por lo tanto muy avariciosos, han hecho un desagradable pasto con los turcos.

El marqués lo miró sorprendido.

Sabía que la mayoría de la gente que vivía en los Balkanes odiaba a los turcos, por la forma como ellos los habían conquistada antes.

—Recordará —continuó el abate—, que después de las Guerras Napoleónicas los piratas de las costas de África capturaron gran cantidad de rehenes, por los cuales obtuvieron enormes rescates. Consiguieron, además, mucho dinero adicional vendiendo mujeres jóvenes y vírgenes a los sultanes de Turquía.

El marqués se puso tenso y miró al abate, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

—El mal proyecta una larga sombra que rara vez se olvida —dijo el monje.

—¿Quiere decir que estos renegados están haciendo lo mismo? —preguntó el marqués con mal controlada ira.

—Sí, pero en este caso las mujeres no tienen que viajar más allá de Macedonia, donde los turcos de la región pagan grandes sumas por ellas.

—¡No puedo creerlo! —exclamó el marqués.

—Le aseguro que, por desdicha, es la verdad.

—¡Entonces lo único que podemos hacer es jurar que Lady Agatha es mi esposa!

Hubo una ligera pausa y el abate respondió:

—Quizá usted esté preparado para jurarlo, hijo mío, pero espero que comprenda que, como hombre de Dios yo no puedo decir una mentira.