Capítulo 1
1860
-¡Mi querido Stanwin, qué feliz sería si pudiera casarme contigo!
El marqués, como se sentía un poco fatigado, se encontraba recostado contra los almohadones y no respondió.
Había escuchado a tantas mujeres repetir la misma frase que su mente ya no reaccionaba al escucharlas. Sabía que, si respondía con sinceridad, la última persona con la que desearía casarse sería con aquella que en ese momento apoyaba la cabeza sobre su hombro.
—Ningún amante puede ser tan maravilloso como tú.
Esto era algo que el marqués también había escuchado antes y su única respuesta fue acercar a Lady Hester Dendall un poco más a él.
Al hacerlo se sintió satisfecho al recordar que el esposo de ella se encontraba cumpliendo una misión especial en París, de modo que no había ningún peligro de verse envuelto en circunstancias parecidas a las que se habían presentado pocos días antes.
En esa ocasión el Conde de Castleton había regresado inesperadamente a su casa y, al encontrar al marqués con su esposa, lo había retado a duelo. Y aunque los duelos no eran del agrado de la Reina ni del Príncipe Consorte, se habían batido en Green Park. El conde resultó herido en un brazo y el marqués había salido ileso.
A nadie sorprendió aquello, pues era lo que sucedía siempre cuando el marqués se buscaba algún problema, pero el conde se alejó jurando que se vengaría tarde o temprano.
El marqués fue avisado al respecto, pero se había reído con cinismo. Eran muchos los maridos que lo habían amenazado en alguna ocasión, pero como era un excelente tirador siempre resultaba vencedor en los duelos y no se dejaba impresionar por lo que nadie pudiera decir después.
—¡Te amo, te amo! —dijo Lady Hester con pasión—, pero si vuelves a serme infiel de nuevo, como ocurrió con Sheila Castleton, creo que te mataré.
El marqués rió.
—¿Con qué? ¿Con un arco y una flecha?
—No seas tan cruel —protestó Lady Hester—. Sabes que te adoro, y agonizo de sólo pensar que has mirado a otra mujer.
El marqués pensó que era extraordinario que las mujeres nunca se sintieran satisfechas con lo que tenían y que siempre quisieran más. Suplicarle a él que fuera fiel era lo mismo que pedirle a las cataratas del Niágara que dejaran de caer, o a la marea que se detuviera.
Durante toda su vida, el marqués jamás había podido resistir una cara bonita y, aunque era muy exigente no podía menos que tratar de vencer donde otros hombres habían fallado.
En el mundo social en el que se desenvolvía, las mujeres a las cuales complacía eran experimentadas y mundanas y estaban decididas a captar su atención.
Era una lástima se dijo, que ellas tomaran en serio lo que para él no era sino una simple aventura.
—¡Te amo, te amo!
Había escuchado aquellas palabras tantas veces que ya le resultaban tan familiares como el ruido del viento, o el canto de los pájaros en los árboles.
—Piensa en la felicidad que nos espera —le decía Lady Hester siguiendo sus propios pensamientos—. Sin duda seríamos la pareja más atractiva de Londres, y con la tiara de Weybourne sobre mi cabeza, yo sería la mujer más destacada de la nobleza durante la apertura del Parlamento.
Sus fantasías eran las mismas de muchas otras mujeres, y el marqués se limitó a cerrar los ojos. Se sentía cansado y pensó que era hora de regresar a casa.
—Debo irme, Hester —dijo con la voz lenta que las mujeres encontraban irresistible.
—¿Irte?
La voz de Lady Hester subió de tono.
—¡Oh, no! ¿Cómo puedes dejarme? ¿Cómo puedo permitir que te vayas? ¡Bésame, Stanwin, bésame!
Pero el marqués se levantó de la cama, decidido.
En aquel momento pensó que la habitación estaba demasiado cerrada y que Hester, como de costumbre, se había puesto demasiado perfume.
Era un aroma exótico, pero él añoró el frío de la noche y la brisa que soplaba del río al amanecer.
Sin pensarlo más, y sin percatarse de que su cuerpo tenía las proporciones de un dios griego, se acercó a la silla donde había dejado su ropa de etiqueta y comenzó a vestirse.
Lady Hester tenía el cabello suelto sobre los hombros y lo contempló desde la cama. Era muy bella, la morena más atractiva de Londres, y como tenía los ojos azules debido a su ascendencia irlandesa, sobresalía en todos los salones de fiesta en los que se presentaba.
Hija de un conde irlandés venido a menos, había hecho un buen matrimonio con el rico Sir Anthony Dendall, joven y prometedor político.
En varios círculos de Londres se decía que él formaría parte del próximo gabinete.
Sir Anthony se había enamorado locamente de ella, pero como tenía muchas ambiciones políticas, pronto le interesaron otras cosas fuera de su casa.
Esto había traído como consecuencia que Lady Hester tuviera una serie de amantes; pero, según ella misma admitía, ninguno era tan importante ni tan atractivo como el marqués de Weybourne.
Desde la primera vez que lo vio tomó la firme decisión de convertirlo en su amante. Pero le llevó un año hacerlo sucumbir a sus encantos y él nunca le prometió serle fiel.
Como estaba muy enamorada de él, Lady Hester no podía soportar no saber qué estaba haciendo el marqués a cada instante.
Las noticias acerca de su duelo con el Conde de Castleton le habían caído muy mal, y aunque sabía que ya no debería seguir amando al marqués después de aquella infidelidad, no podía menos que perdonarlo, aunque no pudiera olvidar lo sucedido.
Su voz sonó un poco insegura cuando preguntó:
—¿Vas a cenar conmigo mañana por la noche?
—No puedo recordarlo —dijo el marqués con voz casual mientras ponía un botón de perla en su camisa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hester con insistencia.
—Tengo la impresión de que prometí cenar con Devonshire. ¿O sería con otra persona?
—Si se trata de una cena, quizá yo también haya sido invitada —dijo Lady Hester sin muchas esperanzas—. Pero en caso contrario, ¿vendrás a verme después?
Hubo una pequeña pausa y el marqués de concentró en atarse la corbata frente al espejo que se encontraba sobre la chimenea.
—Lo pensaré —contestó con una sonrisa cuando se dio cuenta de que Hester esperaba una respuesta.
—¿Cómo puedes ser tan cruel conmigo?
Ella saltó desnuda de la cama y corrió a estrecharlo entre sus brazos.
Estaba muy hermosa en aquel momento, pero el marqués se limitó a apartarla de su lado.
—Tu problema —dijo él—, es que eres insaciable. ¡No quieres a un hombre, sino a todo un regimiento!
—Si todos se parecieran a ti, e hicieran el amor como tú, me sentiría encantada.
Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró, invitándolo a besarla.
Él la miró con un leve brillo de curiosidad en sus ojos y un gesto de cinismo en los labios. La tomó en sus brazos y la dejó caer sobre la cama.
—¡Compórtate, Hester! —exclamó el marqués—. Si te portas bien pasaré a verte mañana por la tarde, o quizá cenemos juntos al día siguiente.
Ella lanzó un pequeño grito de felicidad y extendió los brazos hacia él.
—Bésame una vez más antes de irte, mi querido Stanwin —suplicó.
Pero el marqués se dispuso a ponerse su chaqueta, que recogió de una silla, y que le quedaba a la perfección, no formaba una sola arruga sobre sus cuadrados hombros y hacía que su estrecha cintura resaltara su elegancia.
Lady Hester contuvo la respiración.
Con sólo mirar al marqués su corazón comenzaba a latir con fuerza y respiraba con dificultad.
—¡Bésame, por favor… bésame! —exclamó.
Era muy consciente de que, si un hombre se inclinaba sobre una mujer que se encuentra acostada en una cama, ella puede fácilmente hacerlo caer sobre su cuerpo y entonces ya no había escapatoria.
Por lo tanto, tomó una de las manos de Lady Hester y, besándola con suavidad, salió de la habitación sin decir nada.
Cuando él hubo desaparecido, Lady Hester emitió un gruñido de desesperación antes de meterse bajo las sábanas.
Siempre era lo mismo, pensó. Cuando el marqués la dejaba nunca estaba segura de cuándo lo volvería a ver.
Se había repetido mil veces que él estaba tan enamorado como ella de él y, sin embargo, pocos días antes había tenido lugar el episodio con Sheila Castleton, y ahora sospechaba que ella no había sido la única.
—¡Lo amo, lo amo! —exclamó desafiante en la habitación vacía—. ¡Y juro que jamás lo perderé!
* * *
Al bajar la escalera, que se encontraba en la más completa oscuridad, el marqués pensó que Hester se volvía cada día más inoportuna y de ese modo Dendall se enteraría muy pronto.
No faltaría alguien que estuviera dispuesto a informarle lo que ocurría en su ausencia, y después del duelo con el Conde de Castleton, el marqués se decía que debía ser un poco más cauteloso.
Había sabido que se arriesgaba al haber ido a cenar con Sheila Castleton estando su marido en Inglaterra, pero ella le había asegurado que no regresaría del campo hasta el día siguiente.
El marqués se había criticado a sí mismo por haber sido tan descuidado, pues sabía que el conde era un hombre en extremo celoso y, por lo tanto, muy capaz de retornar de improviso para enterarse de lo que hacía su esposa.
El marqués, por fortuna, estaba a punto de salir de la habitación de la condesa cuando el marido llegó. Como ya estaba vestido, no se encontraron en una posición tan ignominiosa como lo hubiera estado media hora antes.
Pero la condesa aún se hallaba desnuda en la cama, y al ver a su marido había dado un salto y empezó a gritar, lo cual no ayudó en nada a remediar la situación.
Si el conde hubiera tenido una pistola en la mano, en aquel momento le habría disparado al marqués.
Sin embargo, controlándose admirablemente, considerando la violencia de sus sentimientos, el conde le indicó a su rival que saliera de la casa y que él se vengaría de la manera acostumbrada: al amanecer y en el lugar de costumbre, en Green Park.
—Tengo la intención de matarlo, Weybourne —dijo el conde—; así que, si desea rezar, será mejor que empiece desde ahora.
El marqués pensó que lo mejor era no contradecir al conde en aquel momento. Se limitó a salir de la habitación con toda la dignidad de que fue capaz y bajó por la escalera con lentitud, hasta llegar al vestíbulo. Sabía que el conde lo miraba desde arriba y que el lacayo que le abrió la puerta temblaba al hacerlo.
Apenas había tenido tiempo de cambiarse de ropa y despertar a dos amigos para que le sirvieran de padrinos, cuando llegó la hora acordada.
—¿Por qué demonios quieres batirte con Castleton? —le había preguntado Harry Melville.
Había conocido al marqués toda su vida, pues asistieron juntos a la universidad y sirvieron en el mismo regimiento y era la única persona en quien el marqués confiaba por completo.
—Ya sabes por qué —respondió con desgana.
—Sabía que Sheila andaba tras de ti —dijo Harry Melville—, y eso no me sorprende, pero tú debiste comprender que el conde es un hombre muy celoso y vengativo y que es un error tenerlo por enemigo.
El marqués se encogió de hombros.
—Es sólo uno de tantos —dijo—, y debería cuidar más a su esposa si la quiere tener sólo para él.
Harry Melville rió.
—Vamos, Stanwin, sabes muy bien que, a menos que los esposo les pongan cinturones de castidad a sus mujeres, estas caen en tus brazos en el momento en que ellos se alejan.
El marqués no había respondido. Jamás hacía alarde de sus conquistas y le disgustaba hablar del tema, aun con Harry.
Pero como a menudo se encontraba en problemas con los maridos celosos, Harry le resultaba invaluable de muchas maneras.
—¡Éste es el cuarto duelo que has tenido en los últimos dos años! —le decía su amigo—, y con toda franqueza, ya estoy harto de tener que salir de mi cama caliente para presenciar cómo aplacas el sentido del honor de un marido ultrajado. Los resultados son siempre los mismos. Él lleva el brazo vendado durante varias semanas y tú siempre sales ileso.
—Se supone que Castleton es un buen tirador —señaló el marqués.
—Pero no tan bueno como tú —respondió Harry.
Cosa que había probado ser cierta.
A veces el marqués se preguntaba si todo aquello valía la pena, pero sabía que si dejaba de perseguir a las mujeres bonitas ellas continuarían buscándolo a él.
Hester había durado mucho más que la mayoría de sus idilios, pero ello se debía a la persistencia que ella demostraba.
Ella lo divertía, pues era muy ingeniosa y se comportaba como una tigresa cuando hacían el amor.
Sheila Castleton había sido diferente y, en opinión del marqués, un tanto decepcionante.
Era muy bella, de eso no cabía la menor duda, pero no había sido capaz de encender el mismo fuego que Hester provocaba con tanta facilidad.
El marqués estaba seguro de que por su parte, el conde no tenía nada que temer.
Ahora, como la casa de Sir Anthony Dendall estaba muy cerca de la suya, el marqués había despedido el carruaje, a fin de caminar hacia su casa. Disfrutó del ejercicio, del aire fresco y de la sensación de sentirse libre, por el momento, de los insistentes labios y los brazos que lo acaparaban.
A menudo se sentía así después de varias horas de hacer el amor y entonces pensaba en sus tierras, sus caballos y los triunfos que éstos le proporcionarían.
Esta noche, mientras caminaba, se dijo que se alegraría de no ver a Hester tan a menudo en el futuro. Para empezar, decidió no verla la tarde del día siguiente, ni cenar con ella, como había planeado, dos días después.
«A ella no le va a gustar», pensó.
Comenzó a pensar en los muchos atractivos de una bonita bailarina que había visto hacía poco, cuando asistió a un ballet en Covent Gardent.
Empezó a contemplar la posibilidad de invitarla a cenar al día siguiente por la noche, después de la función. Estaba seguro de que ella aceptaría, pero se dijo que tal vez, al verla de cerca, le desilusionaría.
Era triste pensar que muchas mujeres eran muy diferentes si las veía en el salón de baile en vez del escenario.
—¿Qué es lo que estoy buscando? —se preguntó—. ¿Qué es lo que espero?
Se dijo que estaba siendo demasiado quisquilloso, cosa que tal vez se debía a que estaba muy cansado. Y sus labios se retorcieron en una mueca, pues todos sus amigos comentaban que no era posible pasar varias horas con Hester sin acabar agotado.
Llegó a casa en Grosvenor Square y el sonido de sus pasos hizo que el portero de noche le abriera rápidamente la puerta.
El portero había hecho un gran esfuerzo por mantenerse despierto hasta la llegada de su amo, y ahora pensó que quizá podría disfrutar de un par de horas de sueño antes de que las doncellas llegaran a limpiar el vestíbulo.
—¡Buenas noches, Henry! —dijo el marqués mientras subía por la escalera.
—Buenas noches, milord —respondió Henry con respeto.
Puso el bastón y el sombrero del marqués sobre un arcón, y después de cerrar con llave la puerta principal se acomodó en una silla y cerró los ojos.
* * *
El marqués, en cambio, no podía dormir.
Se aburría en Londres, y pensó que si se marchaba unos días a Weybourne Park aprovecharía más el tiempo que asistiendo a los interminables bailes y fiestas que se celebraban en la temporada de la capital.
Sabía, desde luego, que si se marchaba sin avisar, más de una docena de anfitrionas se sentirían ofendidas porque no asistiría a sus bailes y quienes lo esperaban para cenar se enojarían mucho.
Y en cuanto a Hester… el marqués se limitó a encogerse de hombros.
Hester lo iba a extrañar y sentía molestarla, pero, a la vez, su percepción le indicaba que el romance entre ellos dos llegaba a su fin.
Por lo general, el marqués solía ser tajante y despiadado en el momento de terminar sus relaciones, debido a que le costaba mucho trabajo fingir lo que sentía. Buscaba la perfección en cuanto lo rodeaba y ya había dejado esperar resultados sensacionales en sus relaciones amorosas.
Cuando era necesario forzar la llama del deseo era señal de que el final se acercaba.
Hester no sólo se estaba volviendo monótona, sino demasiado posesiva. Y como él era de carácter fuerte, le gustaba dominar y no que fueran las mujeres quienes llevaran la batuta. Deseaba ser el cazador, no la presa.
Hester estaba tan enamorada de él que ya no lo dejaba tomar la iniciativa y eso a él le parecía intolerable.
—Me iré al campo —decidió y pensó que aquello suavizaría un poco el golpe de cuando Hester se diera cuenta de que él ya no la deseaba.
—Iré a ver a mis caballos nuevos —se dijo y se quedó dormido.
* * *
Pero, en la mañana, los planes del marqués se alteraron.
Como de costumbre, su valet lo despertó a las ocho de la mañana. Y él estaba a punto de ordenar que le trajeran el carruaje, una hora después, cuando el sirviente dijo:
—¡Acaba de llegar una nota para milord procedente del palacio!
—¿Del palacio? —inquirió el marqués.
Havers le presentó una bandeja de plata, sobre la cual descansaba un sobre con el emblema real.
El marqués se preguntó qué podría contener.
Lo abrió y encontró una nota firmada por el secretario particular de Su Majestad, informándole que la Reina le otorgaba una audiencia privada aquella misma tarde.
Como el marqués no había solicitado una audiencia con la Reina comprendió que aquélla era una orden real.
Molesto, pensó que eso era algo que podía esperarse de ella.
Como era muy inteligente, el marqués sospechó de inmediato que el Conde de Castleton, como no había podido matarlo, se había vengado de una manera más sutil.
El marqués sabía que el conde no necesitaba presentarse en persona ante la Reina para quejarse acerca del comportamiento de su rival. Tan sólo bastaba con que le narrara lo ocurrido a su amigo, Lord Toddington, Cabellero de Honor de la Reina y uno de los chismosos más notorios del reino.
Se le consideraba un peligro tanto dentro como fuera del palacio, pues repetía todo cuanto escuchaba, ya fuera a la Reina o al Príncipe Consorte.
—¡Maldita sea! —exclamó el marqués cuando terminó de leer la carta—. Estoy seguro de que esto es cosa de Toddington.
Comprendió que sus planes para salir al campo tendrían que ser pospuestos.
Mientras se vestía de manera apropiada para una visita al Palacio de Buckingham, pensó que, sin duda, se iba a sentir como un escolar al que regañaba su maestro.
La Reina había sido tajante al declarar que no toleraría más duelos, pero la prohibición había recibido fuertes críticas.
Los duelos constituían la manera como los caballeros arreglaban sus cuentas desde la época del Rey Jorge IV.
Pocas veces moría alguien, pero cuando eso sucedía se acostumbraba que su oponente se marchara por varios meses al continente.
El episodio era olvidado muy pronto, excepto por aquellos que lloraban al muerto.
El marqués era muy buen tirador y por lo general sólo hería a sus oponentes en el brazo.
El árbitro declaraba que el honor ofendido había sido satisfecho y el duelo llegaba a su fin.
—Debí pensar que Castleton es un tipo vengativo y que estaría decidido a lograr su propósito de una u otra manera —se dijo el marqués.
Como se sentía molesto, no sólo por lo que el conde le había hecho, sino porque la Reina se inmiscuyera en sus asuntos, condujo su propio carruaje hasta el palacio.
Lo correcto era que los caballeros que llegaban de visita al palacio lo hicieran en un coche cerrado. Sin embargo, el marqués pasó entre los centinelas de guardia conduciendo un vehículo descubierto que le habían acabado de entregar los fabricantes.
Detuvo los caballos a la entrada de los Departamentos de Estado, le entregó las riendas al lacayo y entró con un aire que hizo que los sirvientes lo miraran con admiración.
Mientras el marqués subía por la escalera alfombrada de rojo, un lacayo le dijo al otro:
—Quisiera tener el valor para preguntarle qué caballo va a correr en las carreras de Ascot, a fin de apostarle una buena suma.
El marqués fue escoltado a lo largo de un amplio pasillo del primer piso hasta las habitaciones particulares de la Reina.
Éstas miraban hacia el jardín de la parte posterior del palacio, y cuando lo anunciaron y entró, vio que la habitación se encontraba llena de sol.
Al acercarse a la Reina, que estaba en el otro extremo del salón, advirtió una severa expresión y supo que le esperaba una entrevista poco agradable.
La Reina siempre había admirado a los hombres bien parecidos desde los primeros días de su reinado, cuando había adorado al apuesto Lord Melbourne. Y ahora, en tanto el marqués, se le acercó, pensó que sería difícil encontrar a un hombre más atractivo en toda la Corte.
La manera como su cabello crecía hacia atrás a partir de su amplia frente, sus rasgos bien definidos, que denotaban su noble cuna, y su cuerpo atlético, en el cual no había un solo gramo de grasa, lo hubieran hecho sobresalir en cualquier parte del mundo.
A la Reina, sin percatarse de ello, la atraía aquella actitud del marqués, quien parecía mirar al mundo con un cinismo muy especial que lo apartaba de la gente común.
Esto se notaba, no sólo en la expresión de sus ojos, sino también en el rictus de sus labios, firmes y casi crueles, y en la manera como a menudo arrastraba las palabras, como si no le importara que la gente prestara atención a lo que él tenía que decir.
Pero, por encima de todo, tenía la presencia que la Reina siempre había admirado en un hombre. A ella le gustaban los hombres fuertes, no sólo en lo físico sino en lo mental, hombres que desearan dominar a quienes los rodeaban y que tuvieran el magnetismo de un líder.
Ella reconoció todas estas características en el marqués, cuando éste se inclinó con respeto ante ella.
Pero en aquel momento recordó que él se había comportado de una manera abominable, cosa que ella no toleraba entre las personas que a menudo la rodeaban.
—Buenos días, marqués —dijo la Reina con voz ligeramente chillona, que había perdido el brillo juvenil durante los años de casada después de tener tantos hijos.
—Buenos días, señora.
—El Príncipe Consorte y yo tenemos una misión especial que encomendarle a usted.
Aquello no era lo que el marqués había esperado y miró a la Reina un poco confundido antes de responder:
—Me honra usted, señora.
—Deseamos —continuó la Reina—, que nos represente en la boda del Príncipe Fredrick con Lady Agatha Trevington-Hyde.
Por un momento el marqués pareció confuso.
—¿Balutik, señora?
—Supongo que sabrá dónde se encuentra ese país —dijo la Reina con énfasis.
—Si no me equivoco, señora, es un país de los Balkanes, al sur de Serbia.
—Está en lo cierto, y el Príncipe Consorte y yo hemos hecho arreglos para que el príncipe reinante, que es un pariente lejano de los Sax-Coburgo, se case con mi ahijada, cuyo padre fue el difunto Duque de Hyde.
Hubo un breve silencio mientras el marqués digería aquello y trataba desesperadamente de recordar lo que sabía acerca de Balutik y su monarca.
—El Príncipe Fredrick está ansioso por casarse dentro de un mes —continuó la Reina—, lo cual quiere decir, marqués, que usted tendrá que partir casi de inmediato y escoltar a Lady Agatha, primero por mar, y después por carretera, hasta la capital.
—¿Escoltar a Lady Agatha, señora?
—Sí, milord, eso es lo que hemos decidido el Príncipe Consorte y yo, porque, por desdicha, el actual Duque de Hyde, que es el tutor de Lady Agatha, no se encuentra bien de salud para emprender el viaje y la duquesa no puede dejarlo solo.
El marqués respiró profundo y estaba a punto de decir que no se consideraba un acompañante apropiado para una jovencita, cuando la Reina continuó:
—Eso, por supuesto, lo alejará de Londres por el resto de la temporada, pero creo que estará de acuerdo, marqués, con que es lo más adecuado, tomando en cuenta ciertas circunstancias de las cuales no hablaremos.
El marqués comprendió que no había nada que responder, se limitó a inclinar la cabeza y la Reina continuó diciendo:
—Me temo que el viaje le parecerá un tanto pesado, pero el Príncipe Fredrick enviará un barco de guerra para transportar a su futura esposa. Creo que es el único que posee Balutik, pero una vez que lleguen al puerto más cercano, estoy segura de que se harán los arreglos necesarios para que ustedes se sientan cómodos.
Cuando la Reina terminó de hablar el marqués comprendió que el Príncipe Consorte había planeado su castigo con la mayor frialdad.
Dadas las circunstancias, lo único que podía hacer era aceptar lo inevitable, y para salvar su honor tenía que aparentar que aquélla le parecía una encomienda agradable y que no se sentía en lo más mínimo humillado.
—Sólo puedo estar agradecido a Su Majestad —dijo con lentitud y con fingida sinceridad—, por encomendarme esta tarea que, estoy seguro resultará en extremo interesante. Aprovecharé la oportunidad para visitar algunos de los países de los Balkanes después de entregar a la novia a su futuro esposo.
Miró a la Reina y le pareció que sus ojos un tanto saltones expresaban sorpresa ante la forma como había hablado. Sabía que ella le repetiría de inmediato esas palabras al Príncipe Consorte.
—El ministro de Balutik irá a verlo esta tarde, marqués, para darle todos los detalles —contestó la Reina—, y sé que él desearía partir antes del sábado.
—Estoy seguro de que no habrá problema al respecto, Majestad —respondió el marqués—, y una vez más, le doy las gracias por concederme el honor de representar a su Majestad y al Príncipe Consorte.
Como la Reina no parecía tener más que decir, hizo una profunda reverencia y se retiró de la habitación caminando hacia atrás.
Al otro lado de la puerta se encontró con Lord Toddington y el marqués lo miró inquisitivo, pues estaba seguro de que era el causante de todo.
Lord Toddington ostentaba en la cara una expresión de triunfo, como aquel que piensa que acaba de ganar una partida y desea constatarlo con todo el mundo.
Se dieron la mano, y mientras caminaban por el amplio corredor, el marqués comentó:
—El proyecto me parece muy interesante y espero, Lord Toddington, que me dé toda la información posible acerca de Balutik, pues estoy seguro de que usted está bien informado al respecto.
Aquélla era una invitación que Lord Toddington no podía resistir.
—¿No conoció al Príncipe Fredrick cuando nos visitó hace unos cinco años? —preguntó.
—Si lo conocí, no lo recuerdo —respondió el marqués—. ¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y nueve años.
El marqués pareció sorprendido.
—¿Y apenas va a casarse?
—Por segunda vez —dijo Lord Toddington—. Su esposa murió hace dos años, y ahora él desea acercarse más a la corona británica.
—Su majestad mencionó que es pariente del Príncipe Consorte.
—Sí, pero muy lejano —respondió Lord Toddington—, aunque él saca mucho partido al hecho.
—En confianza, ¿cómo es él? —preguntó el marqués.
Lord Toddington miró por encima del hombro, como para asegurarse de que nadie lo escuchara.
—Un alemán típico —dijo—, sin ningún sentido del humor y pagado de sí mismo. Pero está decidido a hacer de Balutik un estado modelo, al estilo de Alemania.
El marqués rió:
—Uno de estos días tendrá que escribir un libro, Toddington. ¡Será todo un éxito!
—Ya lo había pensado —dijo Lord Toddington—, pero si describo con honestidad a cuantos vienen a palacio, me enviarían al exilio por muchos años, o quizá por toda la vida.
Miró al marqués mientras hablaba y él supo con exactitud a qué se refería.
—Deme más detalles, para no cometer ningún error cuando represente a Sus Majestades en la boda.
Lord Toddington se detuvo en lo alto de la escalera que llevaba al vestíbulo. Bajó la voz y dijo:
—Si quiere agradar al príncipe, llévele algunas postales pornográficas.
El marqués lo miró sorprendido.
—¿Postales pornográficas? —preguntó en un susurro.
—Cuando vino a visitarnos fue muy molesto, pues sólo deseaba visitar los lugares más bajos y depravados que pueden encontrarse en la vida nocturna de Londres. ¡Y sabe a lo que me refiero cuando digo vida nocturna!
El marqués no respondió y Lord Toddington continuó:
—No me importa decirle que fue una gran sorpresa para mí en lo personal, nunca me han interesado esas cosas, pero el príncipe deseaba conocerlas.
—¡Suena muy alemán! —observó el marqués con sequedad.
—¡Lo era! —asintió Lord Toddington. Y como a mí no me llama la atención ver cómo abusan de una jovencita o la golpean, lo esperaba afuera en el carruaje hasta que él se sentía satisfecho.
—Si lo que dice es cierto, todo parece indicar que Su Alteza Real es un perfecto degenerado —replicó el marqués con énfasis—. ¿Le ha comentado algo de esto a la Reina?
—¡Por supuesto que no! —exclamó Lord Toddington alarmado—. Ella jamás aceptaría que alguien emparentado con su esposo pudiera ser otra cosa que un individuo intachable.
—Alberto es un hombre muy íntegro —susurró el marqués y Lord Toddington rió al escucharlo.
Bajaron por la escalera hasta el vestíbulo y cuando trajeron el carruaje abierto del marqués, Lord Toddington se sorprendió levemente pero no dijo nada.
El marqués subió al asiento del conductor y tomó las riendas.
Cuando el carruaje se alejaba, Lord Toddington saludando con el sombrero se dijo: «El marqués de Weybourne siempre está lleno de sorpresas. De veras que ve con agrado el viaje a Balutik».
Aquello no era lo que él había esperado y se preguntó si debería comunicárselo a la Reina.
Mientras regresaba a su casa, en Park Lane, el marqués pensó con regocijo que sin duda había sorprendido, no sólo a la Reina, sino a Lord Toddington.
Pero aquello significaba que tendría que perderse las carreras de Ascot, en las cuales tenía un caballo que sería sin duda un ganador.
«Es una lástima», pensó, «pero, por otra parte, ¡creo que los dejé confundidos a los dos!».
Sólo cuando llegó a su casa se dio cuenta de que, aunque había pedido información acerca del novio, no había mencionado a la novia, ni tampoco lo había hecho Lord Toddington.