Capítulo 3
Durante todo el camino a Tilbury, Agatha se sintió como si caminara al cadalso.
Fue tal su impresión al recibir la noticia de la oferta de matrimonio del Príncipe de Balutik, que había aceptado sin resistencia. Pero después, cuando la Condesa Jakicic, la esposa del ministro, llegó con el ajuar de novia, comenzó a comprender lo que aquel matrimonio implicaba.
Ella sería exiliada a un país extraño y casada con un hombre a quien jamás había visto. Y después del día de la boda ya no habría remedio para tal situación.
Ahora tenía mucho miedo, y pocos días antes de su partida le había dicho a su tía:
—¿Supongo que… ahora… ya es imposible que yo diga… que he cambiado de parecer?
Su tía le dirigió una mirada compasiva.
—Creo que estás padeciendo de lo que llamamos «nervios de novia» —le contestó—. Pues olvídalos. Nadie va a escuchar tus lamentos, ya que, en mi opinión, eres la chica más afortunada del mundo.
—No me estoy lamentando, tía Brígida. Es sólo que tengo miedo de dejarlos a todos ustedes… y a todo lo que me resulta… familiar. Y si después me siento desdichada, ¿qué haré?
—Serás una princesa reinante, así que saca el mejor partido de la situación y compórtate como una valiente mujer inglesa —le aconsejó la duquesa con voz firme.
Con una dulzura extraña en ella, añadió:
—Claro que te parecerá extraño al principio, y el matrimonio siempre es difícil para cualquier mujer, por muy experimentada que sea.
Hizo una pausa, y como Agatha no respondió, continuó diciendo:
—Acaba de comprender que tu esposo es tu amo, y que debes obedecerlo. Sin duda él hará muchas cosas que a ti te parecerán muy desagradables, pero ésa es la suerte de la mujer y no hay nada que podamos hacer al respecto.
Al decir esto, la duquesa salió de la habitación, cerrando la puerta de golpe tras sí.
Agatha la siguió con la vista, anonadada. Aquello no era lo que había esperado escuchar de su tía, y eso la hizo sentirse aún más aprensiva acerca de su futuro.
Claro que se sentía encantada con los bellísimos vestidos que la condesa, que era una mujer muy elegante, había comprado para ella en Londres. Todo era exactamente lo que una jovencita debía usar y el vestido de novia era un verdadero sueño.
—Todas las mujeres de Balutik te envidiarán, querida —le había dicho la condesa—, y no hay nada como la ropa bonita para hacer que una se sienta confiada.
—Eso es algo que… ciertamente voy a… necesitar —había respondido Agatha en voz baja.
La condesa pareció comprender, y poniendo su mano sobre el brazo de Agatha, dijo tratando de consolarla.
—Sé que debe ser aterrador tener que hacer todo con tanta prisa, pero le aseguro que mi esposo presionó a la Reina lo más posible para que ella tomara una decisión.
Rió suavemente y añadió:
—Para él fueron unos días terribles, pues le llegaban cartas del príncipe, dándole órdenes que no podía cumplir. Y, por otra parte, la Reina no se acababa de decidir, así que él no sabía qué partido tomar.
La manera cómo lo dijo era tan graciosa que Agatha sonrió al contestar:
—Siento no haberle dado las gracias cómo es debido por la hermosa ropa que escogió para mí. Pero, a la vez, me parece inadecuado que Su Alteza Real pague por todo esto.
—Es a mi esposo a quien debe darle las gracias —había respondido la condesa—. Él se dio cuenta de que su tío no tiene una buena posición económica, y que usted heredó muy poco a la muerte de su padre. Él sabe que el hecho de ser la hija de un duque no significa necesariamente que una chica sea una heredera.
Agatha rió.
—Eso es muy cierto. Yo no podría haber comprado ni uno solo de esos vestidos.
—Eso fue lo que pensó mi esposo —señaló la condesa con satisfacción—. Él es un hombre muy bondadoso y de veras está muy preocupado por usted.
—¿Preocupado? —preguntó Agatha.
Como la condesa apartó la vista, se arrepintió de haber hecho la pregunta.
—Está preocupado de que a usted no le gusten los arreglos que ha hecho —dijo ella después de una breve pausa, pero Agatha sabía que no era eso a lo que se había referido.
El retrato del Príncipe Fredrick que el ministro había dejado en su primera visita era el que correspondía a un personaje real, en el cual el pinto se tomó más trabajo en reproducir las condecoraciones que el rostro de su modelo.
El cuadro mostraba la cabeza y los hombros de un hombre que parecía estar mirando algo que le molestaba, y cuyos labios estaban contraídos en una apretada línea.
Sus ojos aparecían un poco protuberantes y se veía joven, de aspecto alemán y bien parecido.
Cuánto más miraba el retrato, más se convencía Agatha de que aquélla no era la verdadera imagen del hombre al que representaba.
Aquello lo había sentido desde los primeros días en que el cuadro permaneció en su dormitorio en el castillo y después fue la condesa quien le dio una clave acerca de lo que ella había presentido.
—¿Qué edad tiene el Príncipe Fredrick? —había preguntado, mientras se probaba el vestido de novia.
Antes de que la condesa responder, añadió:
—Supongo que debí preguntar esto antes.
Hubo una marcada pausa y luego la condesa respondió.
—Creo que va a cumplir cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años.
Agatha contuvo la respiración.
—¿Dijo cuarenta y nueve?
—Puede que sea un poco más joven. En realidad no estoy segura —se había apresurado a responder la condesa.
Ella sabía que el príncipe había estado casado antes y que su esposa había muerto, pero jamás pensó que fuera tan viejo como para poder ser su padre.
Hubo un largo silencio y Agatha dijo por fin.
—Se me ocurre pensar que tal vez a Su Alteza Real le hubiera gustado tomar por esposa a… una mujer un poco más… cercana a su edad. Alguien con quien tuviera más cosas en común.
La condesa dudó un momento y entonces dijo:
—Creo que a él le sucede lo que a todos los hombres; cuando se van poniendo viejos piensan que una esposa joven los hará rejuvenecer. Además, su Alteza Real desea un heredero para el trono.
Toda esta información hizo que Agatha se sintiera más nerviosa y asustada de lo que había estado hasta ese momento.
Pero sabía que su tía tenía razón, y que ya nada podía hacer al respecto. Se sentía llevaba por la corriente, y cada minuto la envolvía más en cadenas que era imposible romper y de las que jamás podría escapar.
La dama de compañía, la Baronesa von Kitzenstein, era muy agradable, una viuda de la vieja escuela que había vivido en muchos países y había oído hablar de su padre.
—Fue un gran viajero —había dicho ella—, y me hubiera gustado poder hablar con él. Sé que habrá muchas experiencias interesantes que contar.
—Una cosa deseo pedirle, baronesa, y es que me hable en el idioma de mi nuevo país —suplicó Agatha.
La baronesa pareció sorprendida.
—Realmente no es necesario —respondió—. Su Alteza Real insiste en que todos en el palacio hablen en alemán, lo cual, como podrá suponer, es un fuerte obstáculo para nuestros estadistas, ya que no todos son buenos lingüistas.
Agatha no se había sorprendido al escucharla. Estaba enterada de que Balutik le había ofrecido el trono al Príncipe Fredrick quince años atrás; cuando, como en muchos de los países de los Balkanes, les costaba trabajo encontrar un sucesor al trono.
Primero se habían dirigido a un príncipe de la familia real danesa, quien rechazó la oferta, pero el Príncipe Fredrick, que era el hijo menor del gobernante de un pequeño principado, había aceptado con gusto.
Conociendo el buen carácter de la mayoría de los habitantes de estos países, a Agatha le había parecido un error que tuvieran un gobernante alemán. Pero cuando se lo comentó a la baronesa, ella le había respondido:
—Su Alteza Real ha hecho mucho por Balutik. Ha mejorado el sistema de defensa, lo ha convertido en un país mucho más próspero y se ha hecho escuchar en el Consejo Europeo.
Agatha se preguntó si aquello habría hecho a la gente más feliz, pero no le gustaba hacer preguntas comprometedoras. Estaba segura de que la baronesa tenía órdenes de presentarle a ella un panorama muy agradable del país al que la llevaban con tanta prisa.
Aunque la duquesa se había quejado de la manera cómo se estaban haciendo las cosas, Agatha se había dado cuenta de que tanto ella como el duque estaban muy bien impresionados por la meticulosidad con que el príncipe y su ministro habían pensado en todo.
Como regalo de bodas, ellos le dieron un prendedor de diamantes que pertenecía a la colección Hyde y que, aunque era muy grande, era bastante feo.
También había recibido infinidad de regalos de parte de sus parientes, muchos de los cuales, muchos de los cuales jamás se habían comunicado con ella desde la muerte de su padre.
Eran los típicos regalos: platos de servicio de plata, de los que seguramente habría muchos en el palacio; jarrones de cristal, que requerían de un manejo muy cuidadoso y que resultaban un estorbo, e innumerables libros y cigarreras que llevaban grabados los nombres de los donantes.
Agatha pensó que aquélla era una colección de objetos de la cual no podía sentirse particularmente orgullosa y esperaba que no deslucieran si los exhibía durante las fiestas de boda.
Pero todo aquello carecía de importancia, si se comparaba al momento en que tuvo que despedirse de Swallow. A pesar de las protestas se su tía, había montado su caballo hasta el último día que permaneció en el castillo.
Para evitar discusiones, cabalgaba desde las seis de la mañana hasta la hora del desayuno. Y cuando las costureras, las doncellas y las damas de compañía se dedicaban a trabajar arduamente para preparar todo lo que ella necesitaba para partir, Agatha montaba de nuevo. Sólo cuando llegó el momento de despedirse definitivamente de Swallow, Agatha se desplomó.
—¿Cómo podré dejarte, cariño? ¿Cómo podré dejarte?
Como si comprendiera sus sentimientos, el caballo se había acercado, frotándole las narices, y Agatha lloró hasta que se le hincharon los ojos.
Logró contener las lágrimas cuando se despidió de sus tíos, pero comenzó a llorar de nuevo mientras se alejaba del castillo.
La baronesa, que viajaba en el mismo carruaje, tuvo suficiente tacto como para permanecer en silencio hasta que Agatha pudo controlarse.
Después, mientras viajaban hacia Londres, la baronesa le habló de algunas cosas: de los países que su padre había visitado y de los que ella había conocido cuando viajó con su esposo, que era diplomático.
Agatha sabía que la baronesa estaba tratando de ser amable, y cuando llegaron a Londres ya había tomado la determinación de comportarse cómo se esperaba de ella.
Llegaron ya tarde, y apenas hubo tiempo para cambiarse para la cena. El ministro y su esposa habían sido discretos, limitándose a invitar a las pocas personas que residían en el Ministerio.
A la mañana siguiente hubo una breve ceremonia de despedida antes de que todos salieran hacia Tilbury para ver partir a Agatha.
El marqués no se encontraba presente y Agatha ni siquiera se había acordado de él, aunque escuchó que la condesa le decía a su esposo que le parecía bochornoso que él hubiera insistido en recibirlas en el barco, en lugar de acompañarlas.
—Weybourne es un ser aparte, querida —le respondió el ministro.
Hablaban en su propio idioma, pero Agatha los entendió.
Había descubierto con deleite que no le resultaba nada difícil la lengua de Balutik. Era una mezcla de albano y serbio, con muchas palabras rumanas y una o dos griegas, idiomas que ella hablaba muy bien.
Insistió en hablar la lengua de su nuevo país siempre que estaba con la baronesa, podía sostener una conversación sencilla sin ningún problema.
—Supongo que el Príncipe Fredrick, aunque el alemán, puede también hablar balutik —había comentado Agatha a la baronesa.
—No lo creo. Parece que él considera que falta a su dignidad al hablar cualquier idioma que no sea el suyo.
—¡Qué ridiculez! —había exclamado Agatha sin poder contenerse. Pero de inmediato cambió de tema.
Ahora llegaban a las afueras de Tilbury y Agatha, al comprender que faltaba muy poco tiempo para que subieran al barco que la alejaría de Inglaterra para siempre, sintió pánico.
¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Por qué se había dejado envolver en aquella red que la sacaba de su mundo para llevarla a otro?
No tenía el menor deseo de ser princesa reinante, y aunque a menudo había pensado en el matrimonio, siempre había imaginado que se casaría con alguien que fuera una edición más joven de su padre.
Había deseado un hombre que tuviera los mismos intereses que ella, y que no se preocupara demasiado por el protocolo y las exigencias sociales.
—¡Debo estar loca para haber aceptado! —se dijo, pero sabía que no tenía la menor importancia que hubiera aceptado o no.
La habían colocado en una posición en la que estaba obligada a hacer lo que le ordenaban.
«Es una alemán», se dijo, «y sin duda exige que la gente lo obedezca, sin darle tiempo a pensar».
Apretó las manos con fuerza sobre sus piernas, pues sentía deseos de gritar y de abrir la puerta del carruaje y escapar.
Su rostro palideció cuando vio por primera vez el barco de guerra que habían enviado para llevarla a su destino.
Era muy bonito, si bien se miraba: un barco moderno, construido hacía pocos años, y aunque tenía dos mástiles y velas, se parecía mucho a un acorazado.
El ministro y su esposa habían llegado antes y la esperaban junto a la pasarela.
Cuando ella bajó del carruaje se escucharon redobles de tambores y una banda interpretó los himnos de Inglaterra y de Balutik.
El ministro le presentó a Agatha al capitán del barco y a sus oficiales, todos los cuales la saludaron en inglés defectuoso y con marcado acento alemán.
Después la llevaron a un recorrido por el barco, para que conociera el puente, los cañones y los botes salvavidas.
Por último bajaron al salón, donde la tripulación le dio un precioso modelo en miniatura del barco como regalo de bodas para ella y el Príncipe Fredrick.
Agatha pronunció un breve discurso de agradecimiento y, aunque se sentía un poco nerviosa, tenía cierta experiencia en estas cosas, pues cada año inauguraba el bazar para los pobres y la exposición floral del pueblo. Sabía, por lo tanto, cómo hacer para que su voz se escuchara y, cuando terminó el ministro le dijo:
—¡Fue un discurso excelente! Ya tenía la sospecha, Lady Agatha, de que usted iba a ser una excelente oradora.
—Ojalá fuera cierto —respondió Agatha—, y espero no tener que hacerlo con demasiada frecuencia.
Cuando le estaban ofreciendo una copa de champaña, el capitán se precipitó a cubierta y ella comprendió que alguien acababa de llegar.
Momentos después, el capitán llegó acompañado del recién llegado y ella supuso que se trataba del Marqués de Weybourne.
Él no era, en modo alguno, como ella lo había imaginado.
Era el más alto de los hombres del grupo y vestía con refinada elegancia, lo cual provenía del hecho de que no parecía preocuparse por ella.
Tenía un definitivo aspecto autoritario y a la vez muy distinguido.
Agatha no podía explicarse lo que sentía, pero el marqués parecía empequeñecer a los demás hasta hacerlos desaparecer, y le resultaba imposible apartar la mirada de él.
El ministro se apresuró a saludarlo, diciendo:
—Me preocupaba que no hubiera encontrado el camino, marqués.
—Salí un poco tarde de Londres —dijo el marqués con evidente aburrimiento—. Pero mis caballos hicieron su mejor esfuerzo para evitar que ustedes zarparan sin mí.
—¡Eso jamás hubiera podido suceder! —le aseguró el capitán, como si hubiera hablado en serio.
Mientras hablaba, condujeron al marqués hacia el otro lado del salón, donde se encontraba Agatha junto a una mesa, en la que había asentado el modelo del barco.
Ahora, mientras esperaba, ella se alegró de que hubiera al menos una persona inglesa con ella a su llegada a Balutik.
Por muy impresionante que pudiera ser el Príncipe Fredrick, sin duda el marqués representaría a la corona británica con ventaja.
—Lady Agatha —dijo el ministro—, permítame presentarle al Marqués de Weybourne; quien, como usted sabe, la acompañará a Balutik en representación de su Graciosa Majestad y del Príncipe Consorte.
Agatha hizo una reverencia y extendió la mano. Pero, para su sorpresa, el marqués, quien había inclinado la cabeza, pareció no tener la intención de tomársela y, por un momento, la mano de Agatha quedó suspendida en el aire.
Cuando, por último, sintió los fuertes dedos de él alrededor de los suyos, vio que el marqués la miraba con desprecio y casi con disgusto.
Por un momento ella pensó que aquello no era posible, pero luego lo escuchó decir con voz fría y cortante:
—Mis mejores deseos, Lady Agatha, y ojalá que sea muy feliz con el esposo que ha escogido.
Su tono cínico hizo que Agatha se estremeciera.
«¿Por qué», se preguntó, «me habla de esa manera?».
Sin haberlo conocido antes, ella era consciente de que le desagradaba.
Estaba segura de que estaba en lo cierto, pues el marqués, sin decir una palabra más, le dio la espalda y se volvió para saludar a la condesa y a los demás personajes que habían venido desde Londres.
También se encontraban presentes el Embajador de Austria, los ministros de Bulgaria y de Serbia y, para regocijo de Agatha, el Embajador de Rumanía.
Ella estaba segura de que él conocía a la familia de su bisabuela, y tan pronto como fueron presentados, Agatha comenzó a conversar con él en rumano.
Hablaron sobre la belleza del país, y de los caballos que su padre y ella habían montado cuando ambos visitaron Rumanía.
Agatha tenía entonces quince años, pero al comentarlo con el embajador le pareció que había sido ayer, y se dijo que siempre se sentiría como en casa en un país al que pertenecían parte de sus antepasados.
—Cuando esté casada deberá convencer a Su alteza Real para que la traiga a Rumanía —dijo el embajador.
—Espero poder visitar muchos lugares en los Balkanes, de los que papá me habló a menudo —respondió Agatha.
—Será una sorpresa para ellos que usted, como lo hacía su padre, puede hablar su idioma, y permítame felicitarla, milady por lo bien que habla el mío.
—Me da mucho gusto saberlo —dijo Agatha con una sonrisa—. Temía haber olvidado, desde la muerte de mis padres, los idiomas que eran parte de mí como el inglés.
—Ojalá hubiera podido reinar en mi país —suspiró el embajador—, en lugar de reinar en Balutik que cada día se vuelve más alemán.
En aquel momento asomó una mirada de preocupación a su rostro y Agatha comprendió que, como estaban hablando en rumano, el embajador se había olvidado de que no debía criticar a su futuro esposo.
El embajador tosió para ocultar su turbación y dijo:
—Si alguna vez puedo servirla en algo, Lady Agatha, lo haré con mucho gusto.
Como si se avergonzara por haber expresado sus verdaderos sentimientos acerca de Balutik, se retiró cuando otra persona se acercó para hablar con Agatha.
—Pronto el capitán anunció que el barco se disponía a zarpar.
Los invitados tardaron un poco en despedirse, y cuando bajaron por la pasarela hacia sus carruajes, Agatha deseó poder ir con ellos.
Pero permaneció junto a la baronesa, y saludó con la mano cuando el barco comenzó a moverse lentamente a los acordes de la banda.
Un rato después, cuando ya le dolía el brazo y el muelle apenas era visible, se dio cuenta de que el marqués no aparecía por ninguna parte.
Él no había tomado parte en ninguna de las ceremonias y ella supuso que se había ido al puente a observar las maniobras de zarpar o se había retirado a su camarote.
La baronesa insistió en que bajaran a la cubierta inferior.
—Espero que no tengamos mal tiempo en el Canal —dijo—, pues le confieso que no soy muy buena marinera, Lady Agatha.
—Lo siento —respondió Agatha—. ¡A mí me encanta el mar, sobre todo el mar agitado!
La baronesa no respondió. Era evidente que se sentía mareada con sólo pensar en un barco meciéndose sobre las olas.
Agatha descubrió que le habían asignado el mejor camarote, que sin duda pertenecía al capitán y que ocupaba toda la popa.
En el dormitorio había una cama tradicional de cuatro postes, a pesar de que se encontraban en un buque de guerra.
Junto al camarote había otro pequeño salón, con una mesa para comer y varios sillones.
Greta, su doncella, ya había abierto su baúl y ordenado la ropa que ella usaría durante el viaje.
Como Agatha podía también conversar con la doncella en el idioma de Balutik, le preguntó:
—¿Es usted buena marinera, Greta?
—Trato de serlo, milady —respondió Greta.
—Entonces ni usted ni yo tendremos miedo a la bahía de Vizcaya, y sin duda este barco debe de navegar muy bien. ¿Cómo fue el viaje de ida?
—Un poco agitado —respondió Greta y ambas rieron.
Como la baronesa se había ido a su camarote, Agatha continuó hablando con Greta. Era una doncella muy experimentada que, a pesar de encontrarse retirada, había sido llamada especialmente para atenderla a ella.
—¡Quiere decir que dejó a su esposo y a su familia! —exclamó Agatha asombrada.
Greta hizo un elegante gesto con la mano.
—No tenía otra alternativa, milady.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Su Alteza Real me ordenó que la atendiera a usted. Él me conoció cuando yo estaba al servicio de una de las damas de honor de la difunta princesa, quien me enseñó a ser muy eficiente.
La forma de hablar de Greta, como si se sintiera avergonzada ante la pregunta, le hizo pensar a Agatha que había algo extraño acerca de ella.
También le pareció extraordinario que hubiera tenido que volver a trabajar por órdenes del príncipe.
—Usted sin duda ha impresionado muy favorablemente al príncipe —observó tentativamente.
—Su Alteza Real considera que le soy útil —replicó Greta con voz dura.
Y, como si deseara cambiar de tema, preguntó:
—¿Qué desea ponerse milady para la cena de esta noche?
—Tengo tantos vestidos —respondió Agatha—, que casi no me acuerdo de ellos. Escoja usted uno adecuado para que todos me admiren.
Mientras hablaba se acordó del marqués y se dijo que tal vez él se mostraría más agradable cuando se volvieran a ver. Pero, más tarde, cuando subió al salón donde la esperaban, se dio cuenta de que su señoría se comportaba tan despectivo como antes.
El grupo que la esperaba no era grande, pero allí se encontraba la baronesa, el marqués y un ayudante de campo, quien había sido enviado para representar al ejército, así como el capitán y el primer oficial.
Como la mayoría de ellos casi no hablaba inglés era más fácil conversar en alemán.
El marqués dominaba bastante bien el alemán y Agatha, aunque le desagradaba ese idioma, también lo hablaba con fluidez.
Le pareció que el marqués se mostraba sorprendido al ver que ella era capaz de participar en la conversación. Hablaron en general, sobre el barco en que navegaban y sobre la flota que estaba siendo construida por órdenes del Príncipe Fredrick.
—Pronto tendremos otro acorazado y varios destructores —anunció el capitán—; pero son muy caros y, estando tan lejos del mar, a los ciudadanos de Balutik les molesta tener que pagar impuestos para construir barcos que ellos no ven jamás.
—Realmente no comprendo para qué desean tener una marina tan grande —comentó Agatha.
Hubo una leve pausa y entonces el capitán respondió:
—Su Alteza Real está convencido de que, tarde o temprano, todos los países de los Balkanes tendrán que luchar contra la agresión.
—¿Quién los agrede? —preguntó Agatha.
Recordó que su padre había dicho que Alemania amenazaba a los países más pequeños tratando de incorporarlos uno a uno a su territorio para que, a la larga, todos quedaran bajo la bandera alemana.
—Me temo, Lady Agatha, que soy muy ignorante en lo que a política se refiere, pero estoy seguro de que Su Alteza Real estará ansioso por comentar con usted sus planes y sus ambiciones.
Agatha pensó que el capitán había evitado responder a una pregunta embarazosa de una manera muy hábil y al ver brillar los ojos del marqués, comprendió que éste se reía de ella.
«¡Lo odio!», se dijo a sí misma. «¿Por qué tiene que ser tan grosero conmigo?».
Pero a la vez tenía que admirarlo porque comprendía que, una vez más, él opacaba a todos los presentes.
También notó que sus palabras eran recibidas con un silencio respetuoso, como si fuera un miembro de la realeza.
Pero no dejaba de notar su cínica actitud, que evidenciaba que estaba molesto e inconforme con la situación que vivía.
En cuanto pudo, Agatha le dio las buenas noches y se retiró a su camarote, donde Greta la estaba esperando.
—¿Causó admiración milady? —preguntó Greta.
—No, Greta. Nadie se fijó en mí. De lo único que hablaron fue de barcos.
Greta rió.
—¡Eso es muy propio de todos los hombres! Ellos sólo piensan en sus asuntos y las mujeres no tienen importancia… excepto en la cama.
Había hablado sin pensar y luego, como si se diera cuenta de que había sido impertinente, agregó:
—Perdón, milady. Eso es algo que nunca debí decir.
—No, Greta. Puede decirme exactamente lo que guste y lo que piense. Quiero que me hable como a una amiga. Eso me hará sentir mejor.
Agatha se dio cuenta de que la doncella se sentía conmovida cuando respondió:
—Siento pena por usted, milady, de veras la siento. Nunca debieron pedirle a alguien tan joven y tan bella que fuera la esposa del príncipe.
Hubo una breve pausa antes de que Agatha contestara:
—Dígame la verdad, Greta. ¿El príncipe es popular en Balutik?
Greta fingió estar muy ocupada desabotonando el vestido de Agatha.
—¡Dígamelo! —insistió Agatha.
De nuevo hubo una larga pausa y al fin Greta respondió:
—Milady me pide que le hable a una amiga y, por lo tanto, debo decirle la verdad.
—Hágalo, por favor —suplicó Agatha.
—El príncipe es muy duro y muy estricto y eso nosotros no lo entendemos. Somos un pueblo feliz, reímos, lloramos, cantamos, pero el príncipe es alemán y muy diferente a nosotros.
«Es lo que me había imaginado», pensó Agatha.
Cuando se quedó a solas en la oscuridad, escuchando el ruido de las máquinas, sintió deseos de hacer volver el barco y regresar a su país.
Lo que ella había sospechado era cierto: el príncipe no era un gobernante popular, y la estaba utilizando a ella, como a un peón de ajedrez, para mejorar su posición en Balutik.
«¿Por qué tengo que hacer esto? ¿Por qué yo?», se preguntó.
Era una pregunta que hombres y mujeres se han hecho a través de los siglos y para la cual no parecía haber respuesta.
Mientras el barco avanzaba a través de la oscuridad de la noche, Agatha permaneció despierta. Tenía miedo, aún más que antes, de lo que la esperaba a su llegada a Balutik.