Capítulo 7
Lord Rothwyn despertó con la sensación de que alguien lo llamaba. Escuchó los gemidos de un perro.
Se preguntó dónde estaría el animal y al oír un ladrido agudo y más gemidos, supo que se trataba de Royal.
El ruido provenía de la habitación de Lalitha, contigua a la suya, pero cuya puerta de comunicación no se había abierto desde que llegaron a la Casa Rothwyn.
Prestó atención y comprendió que algo andaba mal. Royal jamás gemía de ese modo si Lalitha estaba con él y, además, sus ladridos la hubieran despertado.
Lord Rothwyn se levantó, encendió la vela que estaba junto a su cama y se puso la bata de seda. Caminó hacia la puerta de comunicación y tocó con suavidad.
La única respuesta fue otro ladrido de Royal, y después de esperar un momento más, abrió la puerta.
Como la habitación estaba en penumbra, regresó a su cuarto para tomar la vela y Royal, ansioso, lo siguió.
Cuando volvió al dormitorio de Lalitha advirtió que en el aire flotaba la suave fragancia que él asociaba siempre con ella, pero cuando levantó la vela para iluminar la cama, vio que estaba intacta. ¿Adónde había ido Lalitha? ¿Por qué no estaba en su habitación? Era inconcebible que a esa hora permaneciera aún en la planta baja, donde él la había dejado al subir con Sir William Knighton. A toda prisa, Lord Rothwyn regresó a su alcoba y tiró con violencia del cordón de la campanilla. Luego, salió al pasillo.
¿Qué podía haber sucedido? ¿Cómo era posible que Lalitha desapareciera?
En aquel momento vio acercarse a su ayuda de cámara, que, inquieto y con el cabello revuelto, se abrochaba la camisa.
—¿Qué sucede, milord, se siente enfermo?
—¿En dónde está milady? No se encuentra en su dormitorio.
El ayuda de cámara volvió la vista hacia la puerta de Lalitha como si pensara que su amo se había equivocado.
—Debe estar en alguna parte de la casa —dijo Lord Rothwyn como si tratara de convencerse a sí mismo—. Suba al dormitorio de Nattie y vea si está allí, si no está, despierte al mayordomo y dígale que venga enseguida.
—Sí, milord —contestó el ayuda de cámara, apresurándose a cumplir las órdenes de su amo.
Lord Rothwyn empezó a vestirse y al consultar el reloj vio que eran apenas las dos de la mañana. ¿Sería posible que Lalitha hubiera huido de nuevo?
—Estaba seguro de que se había alegrado de regresar a casa. El había visto las lágrimas que surcaban su rostro cuando salió de la diligencia y aquella noche, cuando se reunieron en el salón, parecía más feliz que nunca.
Si ahora se había ido no fue por su voluntad, estaba seguro. Pero, quién pudo convencerla de que lo abandonara de nuevo.
Lord Rothwyn estaba casi vestido cuando su ayuda de cámara entró en el dormitorio. Detrás de él venía el mayordomo.
—El aya no ha visto a la señora, milord —avisó el ayuda de cámara.
Lord Rothwyn se volvió hacia el mayordomo.
—Hobson, que busquen en toda la casa y averigua si alguien la ha visto.
—Así lo haré, su señoría.
—¿Nadie vino después de que Sir William se fue?
—Nadie mientras yo estuve en el vestíbulo, pero preguntaré al lacayo que quedó de guardia por la noche.
—Hágalo y de prisa. También ordene un carruaje, tal vez lo necesite, no sé.
El mayordomo partió y el ayuda de cámara ayudó a Lord Rothwyn a ponerse la chaqueta.
Permanecían en silencio. Lord Rothwyn meditaba, preguntándose qué había sucedido y dónde podría buscar a Lalitha.
Aunque ella hubiera deseado, por alguna razón desconocida, reunirse con su vieja aya en Norfolk, no era probable que partiera a mitad de la noche.
Ninguna diligencia salía de Londres hasta las seis o siete de la mañana y, por lo tanto, no tenía objeto salir de la casa antes de las cinco.
—¿Notó algo extraño Nattie cuando ayudó a la señora a acostarse?
—El aya estaba enferma anoche, señor, así como las dos doncellas principales.
—¿Entonces, quién la atendió?
—No estoy seguro, señor, pero creo que debe haber sido Elsie.
—¡Que venga enseguida!
El ayuda de cámara se apresuró a obedecer. Lord Rothwyn puso algunas guineas en el bolsillo de su pantalón y abrió su cartera para asegurarse de que había varios billetes en ella.
Sin saber por qué tenía la sensación de que debía estar alerta para lo que se presentara.
Se preguntó de nuevo por qué Royal estaba solo en el dormitorio y si Lalitha se habría llevado algo consigo.
Al recordar que usaba una capa cuando se marchó en la diligencia, regresó a la habitación de ella y abrió el guardarropa.
Estaba lleno con los vestidos que Nattie había traído de la Casa Roth y con otros nuevos que él mismo había elegido cuando volvieron a Londres.
Los miró y se dio cuenta de dos cosas: no estaba el vestido que Lalitha llevaba puesto esa noche, pero sí la capa oscura, que era la única que poseía.
Se dirigió al tocador y vio que el estuche de las joyas que pertenecieran a su madre estaba abierto. El collar, las estrellas para el cabello y el brazalete estaban colocados en su lugar. Escuchó voces y volvió a su habitación. Entró el mayordomo, seguido de cuatro sirvientes.
—¿Descubrió algo, Hobson?
—Sí, algo muy extraño, milord.
—¿Qué?—
—Anoche, Henry sacó a pasear por el jardín a Royal durante la cena, como es la costumbre. Pero no lo subió enseguida con la señora, como eran sus órdenes.
—¡No pensé que era algo malo, lo juro, no quería hacer nada malo! —interrumpió Henry.
—¡Silencio! Déjame terminar de hablar con su señoría —ordenó el mayordomo—. Más tarde, George escuchó que Royal gemía y arañaba la puerta de una casita para herramientas que hay afuera. Lo sacó y lo subió.
—¿Por qué no avisaste? —preguntó Lord Rothwyn al joven lacayo.
—Henry me vio y me dijo que mantuviera la boca cerrada o me arrepentiría.
—El aya, la señorita Robinson y la otra doncella se enfermaron después de la cena, su señoría —continuó el mayordomo— así que Elsie fue quien atendió a la señora.
Lord Rothwyn miró a la joven doncella, quien llevaba puesto un chal sobre el camisón de franela y tenía el cabello suelto y despeinado. Estaba muy pálida, y aunque mantenía la cabeza en alto, le pareció que sus ojos expresaban temor.
—¿Qué sucedió cuando ayudó a la señora a retirarse?
—Nada, su señoría —contestó desafiante Elsie.
Entonces Henry intervino.
—No es verdad, milord. Pero no queríamos hacer nada malo… ¡le juro que no imaginábamos!
—¿Qué sucedió?
—Fue esa… señora, milord.
—¿Cuál señora?
—Una señora que venía todos los días a preguntar por la salud de su señoría. Me preguntó también por la señora y me dio medio soberano. No sé me ocurrió que quisiera hacer nada malo… señor…
—¿Y cada vez que venía te daba una propina?
—Sí y me preguntó si podría hablar con una de las doncellas. Se interesaba en la señora porque la conocía desde pequeña.
—¿Así que llevaste a Elsie con ella?
—Sí, señor, pero no a su carruaje.
—¿Entonces adónde?
—A una casa en la calle Hill, su señoría.
Lord Rothwyn se puso rígido. Empezaba a ver claro.
—¿Por qué llevaste a Elsie, que casi nunca atiende a la señora?
—No pensé que el aya ni la señorita Robinson querrían ir, su señoría.
Lord Rothwyn se volvió de nuevo hacia Elsie, quien nerviosa, retorcía las manos.
—Como Henry, yo tampoco quería hacer nada malo, señor.
—Cuéntame con exactitud lo que sucedió. Quiero conocer cada palabra de lo que dijeron.
Elsie respiró hondo.
—Parecía una buena mujer. Siempre hablaba con afecto de la señora.
—¿Qué te preguntó?
Se hizo una pausa y el color afloró al rostro de la doncella.
—¡Hice una pregunta y quiero la respuesta!
Elsie bajó la cabeza y contestó con una voz casi inaudible:
—Preguntó si usted y la señora dormían en la misma habitación.
—¿Qué contestaste?
—Dije que no, su señoría.
—¿Y qué más dijo la señora?
—Le dijo al caballero: «Se lo dije».
—¿Caballero? ¿Qué caballero?
—Había un caballero con ella, un extranjero que llevaba muchas joyas.
—¿Joven?
—No mucho, su señoría.
—¿Qué respondió al comentario de la señora?
—No estoy segura, su señoría. Pero me parece que respondió algo como «así la mercancía es más valiosa», aunque yo no comprendí nada.
Lord Rothwyn contuvo el aliento y agregó imperioso:
—¿Qué sucedió después? ¡Y quiero la verdad!
—La señora dijo que alguien deseaba ver a milady, pero en secreto. Yo… yo… pensé que era el caballero que estaba allí. Me prometió cinco libras si lograba que la señora saliera a hablar con el caballero que la esperaría afuera en un carruaje. ¡Nunca pensé que se la llevara!
—Pero tú no sueles atender a la señora.
—La señora me dio unos polvos para que los añadiera al guisado de la cena. Dijo que no harían mucho daño a las demás.
—¿Y fue su idea que usaras a Royal como pretexto para que Lalitha saliera?
—Me indicó que le dijera que había sufrido un accidente.
—¿Y cuánto le darían a Henry?
—Cinco libras, su señoría —respondió éste.
—¿No dijeron nada más? Piensa, es importante todo lo que dijera la señora o el hombre.
Elsie miró a Henry, quien tenía la vista baja.
—Cuando ya me iba, su señoría, me pareció que el caballero decía algo y aunque no entendí todo, creo que mencionó algo sobre la marea.
Lord Rothwyn lanzó una exclamación y sin decir más se lanzó a toda prisa hacia la escalera. Royal lo siguió sin que nadie pudiera detenerlo.
Un lacayo le entregó el sombrero y bastón y le abrió la puerta del frente. Afuera, lo esperaba un carruaje.
Lord Rothwyn subió al vehículo.
—¡Al muelle, a toda prisa! —dijo y cuando los caballos empezaron a moverse se dio cuenta de que Royal estaba sentado a su lado.
* * *
Lalitha comprendió que la llevaban lejos de la Casa Rothwyn.
Sentía demasiado miedo para moverse, aunque la sacudían los tumbos del carruaje.
La cuerda le lastimaba los tobillos y la gruesa tela que le cubría la cabeza le dificultaba la respiración.
Trató de pensar, pero sentía la cabeza como llena de paja y el alma invadida de terror.
Comprendió que tenía razón al pensar que la habían raptado: la llevarían lejos para venderla al mejor postor en un país extraño. Era demasiado inocente para saber con exactitud qué pasaría después, aunque presentía que se trataba de algo horrible y degradante.
Nadie podría encontrarla, se dijo. No volvería a ver a Lord Rothwyn y pensó en lo poco que tenía para recordar: el beso que le dio cuando la confundió con Sophie en la iglesia; la sensación de su cabeza al apoyarse en ella, y la seda de su cabello, que tocó con los labios.
¿Sería suficiente para sostenerla, para resistir sin enloquecer el terror que le esperaba?
Se preguntó si habría alguna posibilidad de que él la encontrara, aun después que la vendieran. ¿Pensaría Lord Rothwyn que valía la pena cruzar el canal en su búsqueda o jamás adivinaría lo sucedido?
Quizá, pensó con desesperación, creería que había huido de nuevo. Recordó el momento, después de aquella cena en que ella había sido tan feliz, en que los habían interrumpido.
«¡Lalitha!», había dicho él con tono de voz que la hizo vibrar. Y, después «Quiero decirle algo…».
¿Qué le quería decir? Recordó la mirada de sus ojos, una mirada que la emocionaba y la turbaba de un modo maravilloso.
Tal vez se había equivocado, sin embargo. Quizá sólo la cegaba su amor por él y le hacía imaginarse cosas sin ningún fundamento real.
Recordó haberle dicho que veía los dibujos no con los ojos, sino con el alma. Después, le había leído el poema y él le preguntó si creía que la dama a quien estaba dirigido habría llamado al corazón de Lord Hadley y cuando a ella le resultó difícil contestarle, el tono de voz de él cambió.
¿Qué significaba todo ello? ¿O no significaba nada?
Ahora nunca sabría las respuestas de todas las preguntas que la intrigaban.
¡La llevaban lejos! ¡Jamás lo vería de nuevo! El futuro podría ser un infierno peor que el sufrido con su madrastra.
Sintió deseos de gritar, pero se contuvo, porque sabía lo que le esperaba si hacía algún ruido.
Estaba de nuevo como al principio: aterrorizada ante la posibilidad de que la golpearan, en espera de azotes y segura de cometer errores debido a su miedo.
¿Nunca podría escapar?, pensó y, en su interior, creyó escuchar la respuesta: «¡Sólo con la muerte!».
Si era cierto lo que temía y la llevaban a un país extraño para sufrir humillaciones sin fin, era mejor morir.
Se preguntó cómo podría lograrlo. Era evidente que nunca tendría una pistola a su alcance y no creía que a los prisioneros se les permitiera tener cuchillos. ¿Cómo, entonces?
Si estaba decidida, lo lograría. Encontraría la manera, pero sólo cuando estuviera segura de que Lord Rothwyn no la rescataría. ¿Qué sentiría él si, después de buscarla, la encontraba muerta?
Un pensamiento burlón, insidioso, le indicó que tal vez se sintiera aliviado. Ya no sería más una molestia, como hasta ahora.
Recordó que aún no sabía qué le había dicho él a Sophie. ¿Por qué la había dejado en la Casa Roth para ir en su busca? Sophie había insistido en que lo único que él deseaba era su amor y que, en cuanto lo tuviera, no pensaría en nadie más.
Pero él había partido en su búsqueda, dejando atrás a Sophie, con tanta rapidez que logró alcanzar la diligencia antes que llegara a Londres.
¡Si ella hubiera llegado a Norfolk jamás la habría encontrado, ya que no sabía dónde vivía su aya!
Pero él no había terminado su labor que se había impuesto con ella y por eso la buscó.
De pronto, como si surgiera de un largo túnel, Lalitha vio una luz de esperanza.
El no la dejaría ir, estaba segura. La encontraría de algún modo.
Pero ¿cómo iba a saber lo que había sucedido? Todo se había preparado con tanta eficiencia… nadie la había visto salir en busca de Royal, excepto Elsie, quien sin duda era una cómplice.
Lord Rothwyn estaría ahora dormido, confiado en que ella también dormía en la habitación contigua.
¡Con cuánta frecuencia había mirado Lalitha la puerta de comunicación que se alzaba entre ellos!
Mientras estuvo enfermo, muchas veces deseó abrirla para llegar hasta él, aunque no la hubiera llamado.
Se habría escandalizado con su atrevimiento y quizá se habría molestado al considerarlo una impertinencia. Pero lo vería y oiría su voz. Incluso oírlo irritado era mejor que no escucharlo.
¿Qué sucedería cuando llegara la mañana? ¿Quién le avisaría que no había dormido en su cama?
Si Nattie se sentía bien, lo haría. De lo contrario, Elsie podría lograr que nadie en la casa se diera cuenta de su ausencia.
Podría pasar gran parte del día y, para entonces, ¿en dónde estaría ella?
Los caballos se detuvieron. Lalitha escuchó la campana de una embarcación y supo que habían llegado junto al río.
El hombre que iba a su lado le indicó:
—¡No se mueva, un ruido y la golpeo!
Lo oyó abrir la portezuela del carruaje y bajar y lo escuchó hablando con otro hombre, pero la tela que la envolvía era tan gruesa que no pudo entender lo que decían.
Manos rudas la levantaron y la sacaron del carruaje; dos hombres, sin duda. La envolvieron en otro saco que la tapaba del todo y que casi no le permitía respirar.
La colocaron en algo parecido a una camilla y empezaron a moverse. Caminaban sobre suelo empedrado y Lalitha se dio cuenta de que subían después por una pasarela.
Escuchó una voz en inglés, con fuerte acento extranjero.
—¡Llévenla abajo! Sólo falta una y zarpamos.
¡Los temores de Lalitha habían sido fundados! Estaba en un barco, y la llevaban al otro lado del canal.
Con desesperación empezó a rezar porque Lord Rothwyn la encontrara.
«¡Sálveme, sálveme!», lo llamaba desde el fondo de su corazón. «¡Descubra adónde… me llevan… o, de lo contrario… tendré que matarme!».
Los hombres colocaron la camilla sobre el suelo y uno de ellos la tomó en brazos y se la echó al hombro.
La bajó por una escalerilla hasta el fondo de la embarcación y caminó después por un pasillo tan estrecho que sus hombros rozaban los costados del buque.
Quitó el cerrojo de una puerta y para entrar, seguramente en un camarote, tuvo que doblar la cabeza y sujetar a Lalitha por la espalda para sostenerla mejor.
Entonces la dejó caer con fuerza al suelo, Lalitha, lastimada, lanzó una exclamación de dolor y enseguida se asustó temiendo que eso enfureciera al hombre.
Sintió que él la liberaba de las cuerdas amarradas a su cintura.
Después, le quitó la tela que le envolvía la cabeza.
Lalitha por un momento, no pudo ver nada y pensó que la habían cegado. Volvieron a atarle las manos y brazos al cuerpo y la amordazaron con un pañuelo que, según sospechó, no estaba muy limpio.
—Así se mantendrá callada. Ya sabe lo que le sucederá si hace algún ruido y eso también va para todas las demás.
Cuando el hombre salió, Lalitha notó que penetraba una débil luz por una claraboya y comprendió que la razón de que el lugar estuviera en penumbras era que afuera todavía estaba a oscuras.
Oyó que echaban el cerrojo a la puerta y se preguntó con quién hablaba el hombre cuando dijo las últimas palabras.
El lugar era pequeño, de techo bajo y sin ningún mobiliario, pero, conforme sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo distinguir a unas figuras tiradas en el suelo.
Supo que, como ella, otras mujeres estaban allí, atadas y amordazadas.
Poco a poco, la luz se hizo más fuerte y el resplandor del amanecer empezó a dispersar las tinieblas de la noche.
Centímetro a centímetro, Lalitha se deslizó hacia un muro y logró sentarse, apoyada en él. Ahora podía ver el camarote con claridad.
Había allí otras ocho mujeres más y, con la creciente luz, notó que todas parecían temerosas y que tenían los brazos y tobillos atados y las bocas amordazadas.
«Nueve», contó Lalitha. «Y una más que llega en este instante», añadió para sí al escuchar fuertes pisadas que se acercaban. Se abrió la puerta y, en efecto, el hombre llegó con otra mujer cargada al hombro.
La dejó caer en el piso y le quitó el saco que le cubría la cabeza. Luego, apretó las cuerdas alrededor de su cintura y la amordazó. Era una jovencita rubia.
—Vamos a zarpar —indicó el hombre— y cuando estemos en el mar las desataremos. Por lo tanto, pórtense bien.
Se rió como si hubiera dicho un chiste y salió, cerrando de nuevo la puerta con llave. «Salimos de Inglaterra», pensó Lalitha. «Me llevan al otro lado del mar y nadie sabrá nunca lo que me sucede».
Se preguntó si le sería posible liberarse y alcanzar el embarcadero, pero se dio cuenta de que, aunque pudiera desatarse, una puerta cerrada le impedía escapar y la única claraboya daba al río. Conocía, también, el castigo que le esperaba si la descubrían.
Al mirar a su alrededor, Lalitha vio que dos de las jóvenes tenían los ojos cerrados y parecían dormidas.
Estaba segura de que su sueño no era natural.
Las demás miraban a su alrededor como lo hacía ella, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas por el miedo.
Se dio cuenta de que la mayoría era como las había descrito Lord Rothwyn: Muchachas que provenían del campo. Y todas muy jóvenes, de quince o dieciséis años a lo sumo.
¿Cuál sería su destino… y el de ella?
Escuchó que levaban el ancla y voces que impartían órdenes y sintió que el barco se movía con las velas henchidas por el viento. Hacía frío y Lalitha se estremeció bajo el delgado vestido de noche. Ya debían haberse separado del embarcadero y estarían en el centro del río. Un rayo de sol penetró por la claraboya.
Lalitha se preguntó si aquella misma luz entraría en el dormitorio de Lord Rothwyn, y si lo despertaría.
Su corazón lo llamaba y se preguntó si se daría cuenta de lo mucho que lo necesitaba. El era tan fuerte, y tan perceptivo. ¿Sería posible comunicarse con él, no físicamente, sino a través de su mente?
Siempre había creído en el poder del pensamiento; estaba convencida de que para la mente no había límites ni obstáculos. ¿Pero esas ideas podrían ponerse en práctica y probarse en momentos de necesidad?
«¡Venga… lo necesito… sálveme!».
Repitió el angustioso llamado una y otra vez y añadió una plegaria:
«Por favor, Dios mío… permite que me… escuche… hazle saber que estoy… en peligro… hazlo comprender… ¡por favor, Dios mío!».
Pero comprendió que era inútil. El barco se movía con la marea, que la llevaba lejos de Londres y río arriba, hacia el mar. ¡Su llamado, como su plegaria, habían fracasado!
Lord Rothwyn no la había escuchado y ya no existía esperanza para ella ni para las desgraciadas jóvenes que estaban a su lado.
La chica que tenía más cerca, logró que la mordaza se deslizara por su barbilla hasta caerle sobre el pecho.
—¿Qué pasa? ¿Adónde vamos? —preguntó con voz atemorizada.
Hablaba con el acento de la gente del campo y Lalitha, al volver la cabeza, notó que era una hermosa jovencita. Su rostro redondo, que debía ser sonrosado, se veía ahora pálido de temor.
Lalitha la imitó y también logró quitarse la mordaza.
—¡Así es mejor, me asusta hablar sola! —dijo la jovencita, que la observaba.
—Lo comprendo.
—¿Qué pasa? No entiendo lo que sucede.
—¿De dónde viene?
—De Somerset. Me prometieron un empleo en Londres.
—¿Qué tipo de empleo?
—Como ayudante en la cocina de la casa de un noble. Yo indiqué adónde quería que me llevaran.
—¿A quién se lo dijo?
—A la mujer que conocí en la posada. Me invitó a ir con ella en su carruaje. Me pareció más cómodo que la diligencia. Se portó amable.
—¿Y qué pasó después?
—No lo sé bien. La señora me dijo que debía estar cansada después del viaje y me ofreció una bebida. Pero cuando la tomé me sentí rara y no supe más, hasta que me encontré aquí amarrada. ¿De qué se trata?
—Creo que nos lo dirán tarde o temprano —contestó Lalitha— pero sospecho que nos han raptado.
—¿Raptado? ¿Y para qué? Yo no traigo más de cinco peniques.
Lalitha no respondió. Temió asustarla más y eso no ayudaría en nada.
Miró a las otras y notó que la mayoría trataba también de zafarse de las mordazas, sin conseguirlo.
La joven de Somerset empezó a llorar.
—¡Quiero volver a casa con mi madre! —sollozó – Pensé que estaría bien en Londres y podría enviar dinero a mi familia, pero estoy asustada. ¡Quiero irme a mi casa!
«Es lo que todas deseamos», hubiera querido responderle Lalitha, pero, en cambio, dijo con voz baja:
—Debe ser valiente. No tiene caso enfadar a los que nos raptaron. Pueden portarse con dureza si no los obedecemos.
—¿Cree que… nos harán… daño?
Lalitha contuvo el aliento. Recordó que Lord Rothwyn le había dicho que los tratantes de blancas golpeaban o drogaban a quienes no les obedecían.
«¡Dios nos ayude!», pensó.
Se percató con inquietud de que el barco cobraba ímpetu y de que viajaban con más rapidez que antes.
Hacía fuerte viento y si continuaba así no les llevaría muchas horas cruzar el canal y llegar a Holanda, o adonde se dirigieran. Llegarían antes de la tarde. ¿Qué les esperaba entonces? Lalitha miró a las demás y pensó que ella debía ser la mayor.
No había razón de que la incluyeran en el grupo, a menos que les hubieran pagado a los tratantes y sabía que si alguien lo había hecho, sería sin duda su madrastra.
Podía imaginar la furia que le había provocado saber que Sophie, a pesar de su belleza, no había logrado retener a Lord Rothwyn ni evitar que saliera en busca de la diligencia.
Dudaba, a pesar de lo que Sophie dijera, que Julius Verton continuara a sus pies, pues en ese caso, en lugar de correr el riesgo de destruir la evidencia del matrimonio de Lalitha se hubiera conformado con el hombre con quien estaba comprometida.
Aquella noche, sin duda, Julius Verton había recibido en Wimbledon la nota que ella le envió y, aunque era bastante tonto e inmaduro, tenía orgullo y su sangre azul le impediría rebajarse y volver a Sophie después que ella lo había traicionado.
Lalitha estaba segura de que Sophie, en su nota, había dejado muy en claro que terminaba con él y, a pesar de su gran belleza, su matrimonio con aquel joven heredero de un ducado sería ya inconcebible.
La familia de él esperaría que hiciera una mejor elección y muchas madres lo considerarían un buen partido para sus hijas.
Lalitha estaba ahora segura de que Sophie había intentado volver con Lord Rothwyn sólo porque no contaba ya con Julius Verton. Si lo perdía, el único partido disponible sería el disoluto, viejo y desagradable Sir Thomas Whernside.
«¡Con razón ni ella, ni su madre, me podrán perdonar jamás!», pensó.
Sin embargo, a pesar de su caballeroso gesto al detener la diligencia y llevarla de vuelta a casa, era posible que Lord Rothwyn sintiera todavía algo por Sophie.
¿Quién podría resistirse a alguien tan bella, tan atractiva; alguien ante quien las demás mujeres se volvían insignificantes a su lado?
«¿Cómo pude esperar siquiera que él se interesara en mí?», se preguntó Lalitha con tristeza.
La voz de la chica a su lado interrumpió sus pensamientos.
—¿No podemos hacer algo? ¿No podríamos escapar de aquí?
—No se me ocurre cómo. ¿Puedes desatarte?
—No puedo desatar mis cuerdas, pero puedo intentar con las tuyas.
—¿Cómo?
—Si nos ponemos de espaldas una contra otra.
—¡Es cierto! ¡Qué astuta eres!
Se empujaron con los talones hasta que quedaron de espaldas. Entonces Lalitha sintió las manos de la jovencita que se movían en las cuerdas que la ataban.
—Tomó algún tiempo, pero al fin Lalitha logró zafar sus manos y después se apresuró a liberar a la joven de Somerset.
—Dijeron que nos soltarían al llegar al mar. Cuando vuelvan debemos fingir que estamos atadas o nos irá muy mal.
—Comprendo. ¿Qué hacemos con las demás?
—Creo que debemos aflojarles un poco las mordazas. Se las dejaremos en la barbilla, para que puedan colocarlas de nuevo con rapidez sobre su boca.
Impulsándose con sus piernas atadas, se acercó a las demás y empezó a aflojarles las mordazas. La joven de Somerset hizo lo mismo con otras.
Las chicas estaban asombradas y asustadas.
—¿Adónde nos llevan? ¿Qué será de nosotras? ¡Tengo miedo!
Todas repetían casi lo mismo y cuando Lalitha llegó hasta aquellas que se encontraban dormidas, al ver que su sueño era tan pesado adivinó que las habían drogado. Su dosis debió ser mayor que la que le dieran a la jovencita de Somerset.
«Quizá son más felices que nosotras», pensó. «Al menos, ignoran lo que les espera».
—Hablen con voz baja —indicó a las demás.
Los ruidos del exterior se intensificaban y Lalitha sospechó que se movían en aguas turbulentas, ya que las olas empezaban a chocar a los lados de la embarcación.
Entonces escuchó gritos alarmados y se oyeron fuertes pisadas por el pasillo.
Con rapidez, Lalitha y la otra joven se colocaron las mordazas y deslizaron los brazos bajo las cuerdas que rodeaban sus cuerpos, mientras aquélla indicaba en un susurro a las otras:
—¡Pónganse las mordazas!
Entraron cuatro hombres y empezaron a mover un muro de madera al final de la habitación.
Lalitha, asombrada, vio correrse un panel, tras el cual había una oscura cavidad.
—¡Apriétenles las mordazas, no vayan a hacer algún ruido! —ordenó el hombre que la había traído a bordo y que al parecer era el que mandaba.
Un hombre forzó a Lalitha a abrir más la boca y apretó la mordaza hasta lastimarla y luego, cuando una de las chicas, lanzó un grito de dolor, le propinó un golpe que casi la dejó inconsciente.
Por desgracia, cuando uno de los hombres levantó a la joven de Somerset, se zafó la cuerda que la ataba.
—Esta pequeña bruja se había desatado —exclamó.
—Átala de nuevo, la castigaremos después. Y asegúrate que las otras no se puedan mover.
Los hombres empezaron a trasladar a las jovencitas hacia el lugar oscuro que estaba detrás del panel.
Lalitha se dio cuenta de que era un escondite perfecto. No tenía luz y casi no penetraba el aire. Apiñaron a las jóvenes una sobre otra.
—¡Un ruido y las mataré! ¿Comprenden? ¡Las mataré!
Los hombres volvieron hacia el camarote y colocaron el panel en su lugar. Quedaba exacto; nada delataba lo que había detrás.
No había duda de que arriaban las velas y aunque Lalitha no estaba segura, le parecía que otra embarcación se acercaba.
Oía gritos, pero no los comprendía. Se estremecía de frío y de miedo y notó que las jóvenes a su lado temblaban.
Después de un largo rato, y cuando empezaba a pensar que se había equivocado, se oyeron pasos y voces provenientes del pasillo que conducía al camarote.
Se abrió la puerta y con un súbito vuelco del corazón, que casi la sofocó, Lalitha escuchó la voz de Lord Rothwyn que preguntaba:
—¿Qué hay aquí?
—Es sólo un camarote vacío, señor.
Lalitha se debatió frenética, pero la mordaza estaba muy apretada. Habría deseado golpear el piso con los pies, pero colgaban sobre el cuerpo de otra chica.
«No… oirá… ni verá… nada», pensó con desesperación y gritó en su interior: «¡Sálveme… estoy aquí… sálveme!».
Se escucharon gemidos y arañazos en la parte de atrás del muro del camarote.
¡Era Royal!
Lalitha conocía los sonidos que hacía cuando estaba nervioso y la buscaba y escuchó decir a Lord Rothwyn:
—¿Qué será lo que inquieta a mi perro? Parece indicarnos que hay algo detrás de ese muro.
—Ratas, señor. El barco está lleno de ratas.
—Es extraño que exciten tanto a mi perro.
Entonces levantó la voz.
—Oficial —llamó— aquí hay algo que quiero mostrarle.
—No hay nada —insistió el hombre—. Pierde su tiempo, señor.
—Confío en el instinto de mi perro.
Se escuchó a otros hombres que se acercaban.
—¿Me llamaba, señor?
—Sí, creo que mi perro descubrió algo.
Lalitha, con un esfuerzo sobrehumano que le arrancó la piel, logró liberar sus manos.
Se quitó la mordaza y trató de gritar y aunque sólo salió de sus labios un sordo gemido, hizo ruido.
Se abrió el muro y Royal saltó hacia la oscuridad. Ladraba excitado y le lamió el rostro.
La sacaron, y aunque tenía todavía los tobillos atados, estaba de pie y los brazos de Lord Rothwyn la sostenían.
—¡Me… encontró! —exclamó, incoherente mientras ocultaba su rostro en el hombro de él.
—¡Sabía… estaba… segura… que me escucharía… que lo llamaba!