Capítulo 4

Lalitha bajó la escalera seguida de un pequeño perro blanco y negro.

¡Cada día que había pasado en la mansión de Lord Rothwyn estaba lleno de maravillosos descubrimientos!

Primero, le habían mostrado la casa, que se había construido durante el reinado de Carlos II, con ampliaciones de cada generación de Rothwyn.

Nunca imaginó que algo tan grande y tan impresionante pudiera conservar la calidez, la atmósfera y la intimidad de un hogar.

Dondequiera que mirara, descubría tesoros: fabulosos cuadros y tapices en los muros; mobiliario que varios dueños sucesivos habían traído de Francia e Italia, piezas todas ellas que se complementaban por la finura de sus tallas y que formaban, reunidas, un conjunto tan bello que la emocionaba hondamente.

Y el hecho de que Lord Rothwyn le explicara la historia de aquellos tesoros constituía un deleite que jamás había conocido antes.

Grabadas en piedra sobre la puerta del frente, se leían estas palabras:

Esta casa la construyó Litigo, el primer Lord Rothwyn, no sólo con tabiques y vigas sino con su mente, imaginación y corazón. Erigida en el año de Nuestro Señor, 1678.

—Comprendo que así lo sintiera —exclamó Lalitha.

—¡También yo! —coincidió Lord Rothwyn.

—¿Es así… como usted… construye?

—Sí.

Se hizo una pausa y Lalitha quiso preguntar si, al restaurarla a ella, como él decía que estaba haciendo, le daba también su mente, imaginación y corazón.

¡Pero no se atrevió! De todos modos, él jamás le entregaría su corazón.

Lord Rothwyn la llevó después a la inmensa biblioteca y cuando ella vio el bello techo pintado y miles de libros, la emoción que experimentó casi la hizo perder el aliento.

—¿Me… me… permitiría… leer… algunos? —preguntó ansiosa.

El hizo un gesto para señalar toda la habitación.

—¡Todos son suyos!

—¡Casi no puedo creerlo! Todos estos últimos años… me sentía como muerta de hambre… porque no me permitían… leer.

—No era sólo de libros de lo que tenía hambre.

Se ruborizó y exclamó enseguida:

—¡Pero ya estoy mejor! No me veo tan fea como antes.

—Nunca fue fea —contestó él con su voz profunda— sólo que estaba muy descuidada.

—Trato de comer todo lo que me dicen. Tomo litros de leche, aunque no me gusta.

—Tampoco a mí —confesó Lord Rothwyn— pero Nattie siempre insistió, así que hay que obedecerla.

Lalitha rió.

—Es muy tierna, pero también firme. Y se siente muy orgullosa de usted. Piensa que todas sus buenas cualidades se las debe a ella.

—Y así es —aceptó Lord Rothwyn – ¿pero y las malas?

Miró a Lalitha con una cínica sonrisa y ella comprendió que se refería al terrible temperamento que había mostrado la noche de la boda.

—Creo —dijo con lentitud— que quizá se… enorgullece mucho… de ser como su… famoso antepasado.

—¿Se refiere a Sir Hengist? ¿Cómo sabe de él?

-Leí un verso acerca de su mal genio.

—Por eso fue que me dijo que maldecir a Sophie era de mala suerte. ¿Para ella o para mí?

—Para ambos, porque creo que la furia y el odio dañan a quienes los sienten.

—Veo que deberé tener cuidado de no mostrarme enfadado frente a usted —dijo Lord Rothwyn y notó que Lalitha lo miraba nerviosa.

Se dio cuenta de que, aunque estaba mucho mejor de salud y parecía muy diferente de la desvalida y maltratada criatura que había llevado a su casa la noche en que se casaron, bajo la superficie, persistía aún en ella el temor.

Era como un animal a quien se ha tratado con crueldad y que, de cada mano levantada, espera un golpe.

Entre las cosas que habían contribuido a la nueva felicidad de Lalitha, una de las principales era el cariño que había logrado despertar en uno de los perros spaniels.

Lord Rothwyn tenía varios perros que lo seguían a todas partes, pero uno de los spaniels se había acercado a Lalitha enseguida el primer día que ella bajó y después de olfatearla la acarició.

—Veo que Royal le da la bienvenida.

—¿Así se llama? ¡Qué lindo es! Una vez tuve uno, al que quería mucho, pero…

No terminó la frase y Lord Rothwyn, por la expresión de sus ojos, comprendió que la habían separado de él.

Lalitha no se daba cuenta; pero, sin preguntarle nada, porque sabía que al hacerlo provocaba esa terrible expresión de temor en sus ojos, Lord Rothwyn sacaba en limpio, poco a poco, lo que había sucedido en su vida antes de conocerla.

Con frecuencia, ella olvidaba el papel que estaba obligada a representar.

—Antes que mamá muriera solíamos leer juntas —dijo una vez, sin percatarse del significado que tenía esa frase.

—Había un hombre en Northwich que cultivaba rosas como ésas —fue otra pieza del rompecabezas que Lord Rothwyn empezaba a armar.

Esa mañana, mientras bajaba la escalera, Lalitha estaba emocionada porque su señoría le había prometido que, si se sentía bien, la llevaría después del almuerzo a conocer la casa isabelina que había renovado.

Le había enseñado un bosquejo de cómo estaba la casa cuando la encontró por primera vez, casi en ruinas.

—Así es como está ahora —le explicó Lord Rothwyn— éstos son los planos de cómo visualizamos que era, por los cimientos que quedaban.

—¡Es muy grande!

—Muchas casas de por aquí lo son, en especial las construidas por los nobles.

—¿Así que perteneció a algún noble?

—Sí, era un gran aristócrata y debe haber visto con desprecio a mis rústicos antepasados bucaneros.

—Me pregunto si sabrá que cualquier insulto que haya hecho a Sir Hengist lo ha olvidado y perdonado usted ahora.

—Esperemos que apruebe lo que hice. Sin embargo, queda algo por terminar. ¿Le gustaría ayudarme?

—¿Podría ayudar en algo? —preguntó Lalitha—. Sabe que me gustaría más que nada.

—Iba a esperar hasta que conociera la casa, pero se lo encargaré ahora. Será una tarea difícil.

Lalitha se preguntó qué podría ser. Entonces Lord Rothwyn sacó una cajita plateada de un cajón y, cuando, la abrió, ella vio que estaba llena de pedazos de papel.

—¿Qué es? —preguntó.

—La encontramos en un armario secreto detrás de unos viejos paneles. Los ratones royeron los papeles y al principio pensé que se trataría de documentos de Estado.

—¡Oh, qué lástima!

—Cuando los revisé con cuidado me pareció que es parte de un poema. La historia dice que Lord Hadley, el noble dueño de la casa, escribía sonetos.

Lalitha lo miró sorprendida y él le explicó:

—Todos los caballeros de la corte de la Reina Isabel se consideraban románticos, y por lo tanto se expresaban en versos dirigidos a su Majestad o a la dama de su preferencia. La mayoría de sus esfuerzos, sin duda, deben haber tenido poca calidad literaria, pero les daban gran placer entonces.

—En especial a la persona a quien se los dedicaban —observó Lalitha.

Pensó con tristeza cómo le gustaría que alguien le escribiera un poema, aunque había muy pocas probabilidades de que tal cosa sucediera.

—Lo que deseo que haga es tratar de reunir estos fragmentos.

Mucho se destruyó, por lo que tendrá que intentar ver si es posible sacar algo en claro de lo que queda, sería interesante enterarse de lo que escribió.

—Me siento muy honrada y orgullosa de que confíe en mí para algo tan delicado.

—No se fatigue. Si siente que los ojos le lastiman, debe detenerse al instante.

Hizo una pausa y añadió:

—Ahora los tiene muy diferentes a cuando la conocí.

—Tenía que coser hasta tarde por la noche y carecía de suficientes velas —explicó Lalitha – Pero en cuanto Nattie me lo permita, le bordaré su monograma en sus pañuelos. Lo sé hacer bastante bien.

Se preguntó entonces si permanecería con él lo suficiente para hacerlo, pero sus dudas se aclararon cuando le contestó:

—Sería para mí un gran honor también, pero no debe intentarlo hasta que esté bien del todo, ¿lo promete?

—Lo prometo, pero Nattie y usted me echarán a perder. Me volveré gorda y perezosa y bastante inútil para otra cosa que no sea permanecer acostada entre sábanas de seda.

—Así me gustaría verla.

Ella levantó la vista hacia él y cuando sus ojos se encontraron se quedó de súbito sin aliento. Algo se anudó en su garganta, sin poderse explicar la causa.

Entonces él se volvió hacia ella para tomar la caja y ponerla en sus manos.

—Esperaré con impaciencia saber lo que Lord Hadley escribió a alguna belleza isabelina.

A Lalitha la consumía la curiosidad y esa mañana habría querido sentarse a la mesa de su dormitorio a trabajar en los papeles, pero Nattie la había hecho bajar.

—Es un hermoso día, señorita. Salga a gozar del sol y guarde esa tarea para los días lluviosos. Además, creo que su señoría la espera.

Eso era suficiente para conseguir que Lalitha se apresurara.

Se había puesto un vestido nuevo de un suave tono rosa orquídea.

Era un color que no había usado antes y se preguntó, algo turbada, qué le parecería a Lord Rothwyn.

«Soy como una de esas casas que reconstruye», pensó «y así como elige las cortinas y alfombras adecuadas, escoge mis vestidos».

Le producía un inefable placer saber que alguien, y en especial Lord Rothwyn, se interesara tanto como para gastar tiempo y energías en ella.

Llegó al vestíbulo y se dirigió hacia el estudio de Lord Rothwyn y casi había llegado a la puerta, cuando ésta se abrió y salió un joven de la habitación.

Cerró la puerta tras él y se quedó inmóvil un momento en el pasillo, con la mirada perdida, antes de llevarse las manos al rostro.

Luego, se acercó a la pared de enfrente para apoyarse, como si estuviera a punto de desvanecerse.

Lalitha pensó que estaba enfermo y se acercó rápidamente a él, pero un momento después, sorprendida y horrorizada, advirtió que lloraba.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó, conmovida.

—¡Nadie… puede… ayu… darme!

—¿Qué sucedió?

—Fue culpa mía. Pensé que había un error, pero estaba demasiado asustado para… decirlo.

Cerca de ellos se veía la puerta abierta de un salón vacío.

—Venga —indicó con gentileza, lo tomó del brazo, ya que tenía todavía el rostro cubierto con las manos y lo condujo hacia el salón.

—Dígame qué sucedió.

El apartó las manos de su cara, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las lágrimas.

—Estoy avergonzado de mí mismo, milady. Por favor, olvide lo que ha visto.

—No hay razón para que lo haga. Quisiera ayudarlo, si puedo.

—Pero ya le dije, nadie puede ayudarme.

—¿Qué hizo?

—Su señoría está furioso conmigo.

Lalitha esperaba esa respuesta.

—¿Qué lo enfureció?

—Construí uno de los contrafuertes en la posición equivocada.

Cometí un error al leer los planos. Y aunque me di cuenta de que algo estaba mal, no me atreví a consultar con su señoría, temí que se molestara.

—Y ahora se dio cuenta de lo que hizo.

—Me despidió.

Las lágrimas inundaron de nuevo sus ojos, y se las secó con un gesto de ira.

—Me sentía tan orgulloso, tan lleno de gratitud de tener la oportunidad de trabajar para él y deseaba complacerlo. Dios sabe que lo intenté, pero temía fallar… ¡así que fallé!

—Lo entiendo —murmuró Lalitha – ¿Me esperará? Prométame que no se irá hasta que yo vuelva— agregó después de pensarlo un momento.

Como si de pronto se diera cuenta de la forma tan poco convencional en que se comportaba, el joven se puso de pie.

—Discúlpeme, milady. No debí molestarla. Ha sido muy amable, pero debo irme, espero… con un poco más de dignidad.

—No, le pido que me espere. ¿Lo promete?

—Si eso la complace, aunque no comprendo…

—¡Sólo espere!

Lalitha salió de la habitación y cerró la puerta y luego, aspirando profundamente, cruzó el corredor hacia la puerta del estudio. Como esperaba, Lord Rothwyn estaba solo, sentado en su escritorio con cubierta de piel, teniendo varios planos desplegados ante su vista.

Lalitha, con un vuelco en el corazón, notó que estaba irritado. No había visto esa expresión en su rostro desde la noche en que se casaron.

Se detuvo en la puerta, con los ojos grises muy abiertos y Lord Rothwyn levantó la vista.

—¡Ah, es usted!

Su gesto se suavizó y se levantó con lentitud de su asiento. Lalitha cerró la puerta y se acercó al escritorio.

Se detuvo frente a él, sin hablar, pero al ver que movía nerviosa los dedos, Lord Rothwyn le preguntó, cortante:

—¿Qué la inquieta?

—Tengo algo que… decirle… pero no quiero que me… crea una… impertinente.

Su voz temblaba.

—Nada que me pueda decir me parecerá una impertinencia. ¿Desea sentarse?

—Como… sabe —empezó a decir Lalitha, sentada apenas en la orilla de la silla— soy una… cobarde y temo a muchas cosas. Cuando uno está asustado con frecuencia… se equivoca sólo porque uno… está atontado por el… miedo.

Lord Rothwyn se puso rígido.

—Imagino que habló con Jameson, a quien acabo de despedir.

—Sé lo que está… sintiendo… porque su señoría… intimida.

—¿Me culpa por la incompetencia de ese joven?

—Tuvo miedo… de discutir… con usted, como me… pasó… ¡a mí! —repuso con voz muy baja.

Se hizo el silencio y después Lord Rothwyn dijo:

—¿No se muestra muy valiente al decirme ahora esto?

—Lo siento… por él —explicó Lalitha— porque cuando la gente es fuerte y tiene confianza no puede comprender lo… débil y… tonta que puede ser la gente como yo.

—¿En serio considera que es una excusa para hacer un mal trabajo?

—Me parece que en este caso fue un error de juicio. Y todos… pueden cometer un error.

Una débil sonrisa torció los labios de Lord Rothwyn.

—Como el que yo cometí. Está bien, Lalitha, lo digo por usted, porque eso es lo que piensa, ¿no?

Ella bajó la vista y sus pestañas, que habían crecido, espesas y oscuras, resaltaron sobre sus claras mejillas.

—Le dije que… le parecería… una impertinencia —dijo casi en susurro.

—Me parece que no es usted tan cobarde como dice, pero no deseo perturbarla. Hablaré con Jameson. ¿En dónde está?

Lalitha lo miró y él percibió en sus ojos un súbito resplandor.

—En el salón de junto.

—¡Quédese aquí!

Lord Rothwyn salió, cerrando la puerta tras él, y Lalitha elevó una plegaria desde el fondo de su corazón para que fuera amable con el joven.

Nadie era capaz de comprender, pensó, cuán insidioso podía ser el temor, que se enroscaba en el cuerpo como un reptil, debilitando la voluntad hasta el punto de impedir pensar con claridad.

Lord Rothwyn volvió a la habitación y ella lo miró, aprensiva, sin atreverse a hablar hasta que lo vio sentarse de nuevo ante el escritorio.

—Lo reinstalé. ¿Complacida?

Los ojos de Lalitha brillaron y juntó las manos.

—¿Lo hizo? ¡Cuánto me alegro!

—Le dije que siempre espero sólo la perfección.

—Sí, lo sé, pero creo que también busca la belleza y ésta no siempre es simétrica, como en el caso de la nariz de Cleopatra.

—¡Es verdad!

—Y… la felicidad —comentó con algo de titubeo Lalitha— es algo que uno no… puede… someter a un plan.

Lord Rothwyn rió y se inclinó en su sillón.

—Me doy cuenta de que va a alterar todos los esquemas sobre los cuales me he basado durante tanto tiempo y, sin embargo, no puedo refutar sus argumentos. ¿Quién le enseñó esas cosas?

—Quizá el sufrimiento que padecí estos últimos años me ha enseñado que lo que la gente desea en realidad de la vida es la felicidad. Hay gente que piensa que depende del éxito, del dinero o de la posición social.

Hizo una pausa antes de proseguir:

—Puede ser verdad para algunos, pero me parece que son la excepción. La gente común y corriente busca el amor y sólo lo encuentra cuando se siente segura, no amenazada o aterrorizada y no puede haber felicidad cuando se tiene… miedo —concluyó con pasión.

—Permítame que le haga una pregunta, Lalitha. ¿Ha logrado ser un poco más feliz durante estas últimas semanas?

—Han sido mucho más maravillosas de lo que podría explicarle. Es como si me hubiera usted rescatado de un profundo y oscuro calabozo y me sacara a la luz del sol.

—Gracias —fue la respuesta de Lord Rothwyn.

—¿Me llevará, como prometió, a ver la casa isabelina esta tarde?

—Era mi intención, pero tendré que pedirle que me disculpe, Lalitha. La llevaré mañana, había olvidado que tengo un compromiso en Londres.

Vio la expresión de desencanto que asomaba al rostro de Lalitha y se apresuró a agregar:

—Cuando le explique de qué se trata, estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que no debo faltar.

Lalitha lo miró con curiosidad y él continuó:

—Un amigo mío, Henry Grey Bennet, es presidente de un Comité Parlamentario. Se ocupa de injusticias y disturbios, que incluyen ese terrible tráfico que existe ahora y en el que envían a jovencitas, muchas de ellas casi unas niñas, hacia el continente.

Los ojos de Lalitha se agrandaron al preguntar:

—¿Para qué?

Lord Rothwyn elegía sus palabras con cuidado.

—Las venden como esclavas. Hay ciertos lugares en Amsterdam donde pueden comprarse jovencitas inglesas como si fueran ganado, que se da al mejor postor. Algunas de ellas se envían a países lejanos como Marruecos, Turquía y Egipto.

—¿Y ellas no pueden evitarlo?

—¡No! A muchas las raptan en plena calle. También, me ha dicho mi amigo, hay varias mujeres que se detienen en las posadas donde paran las diligencias y traban amistad con las jovencitas que vienen del campo.

—¿Y por qué las chicas hablan con desconocidas?

—Si una mujer, en apariencia amable y bondadosa, les ofrece alojamiento y la oportunidad de un trabajo lucrativo, acceden gustosas, pero nunca más vuelve a saberse de ellas.

—¡Qué horrible!

—Este tráfico asume tales proporciones, que es tiempo de que el gobierno haga algo al respecto. Por el momento, la ley es poco severa con quienes practican lo que se llama «tráfico de blancas» y pocas veces se les arresta.

—¿Y ustedes creen poder lograr que se apruebe una ley que lo prevenga?

—La enmienda que propone mi amigo se aceptó en la Cámara de los Comunes y esta tarde se presenta a la Cámara de los Lores. Como no tiene mucha confianza en su éxito, le prometí apoyarlo y por eso voy a Londres.

—¡Por supuesto! ¡Es importante, muy importante! No puedo evitar pensar en esas pobres jóvenes. ¿Las tratan mal?

—Si no obedecen, las golpean o las drogan.

Lord Rothwyn notó que Lalitha se estremecía.

—Debe hacer todo lo que pueda para que esa enmienda se apruebe.

—Lo haré, pero eso significa que tendré que partir para Londres enseguida.

—¿Regresará hoy en la noche?

—Espero hacerlo durante la tarde y, sin duda, estaré a tiempo para la cena. ¿Cenaremos juntos?

—¿Puedo bajar a cenar con usted? ¡Así estrenaría uno de mis vestidos nuevos!

—Lo convertiremos en una celebración. Su primera noche abajo, bien la merece.

—Me da la impresión de que es sólo un pretexto suyo para hacerme comer más. Voy a engordar tanto que todos mis vestidos nuevos ya no me quedarán.

—Cuando eso suceda, le compraré otros nuevos.

—Ya me ha dado… tanto… y no sé cómo… agradecérselo.

—De eso hablaremos durante la cena. Dejaré a Royal y a los otros perros para que la cuiden.

La ausencia de Lord Rothwyn hizo que a Lalitha le pareciera la casa vacía. Salió al jardín con los perros y paseó, sin alejarse mucho por temor a perderse.

Se detuvo un buen rato en el estanque de peces dorados que se encontraba en un jardín secreto, tras un muro de ladrillos rojos estilo isabelino.

Todo era muy bello y muy cálido el sol, pero contaba las horas que faltaban para el regreso de Lord Rothwyn.

«Se debe a que estoy ansiosa por saber si tuvo éxito con la enmienda que van a proponer», pensó, pero sabía que en realidad deseaba estar a su lado y hablar con él de los temas que interesaban a ambos. Para no agotarse demasiado, se sentó en el jardín y pasó la tarde absorta en la tarea de reunir los pedazos de papel, en los que Lord Hadley había escrito su poema trescientos años atrás.

Era sorprendente que todavía quedara tanto de su trabajo, a pesar de los roedores. Por fortuna había escrito en papel grueso y de buena calidad y con letra firme y nítida, fácil de comprender. Pero aun así era una tarea lenta.

Entusiasmada, estaba a punto de completar una frase cuando un lacayo se acercó:

—La señorita Studley desea verla, milady.

Lalitha lanzó una exclamación ahogada y, al ponerse de pie, vio, de pie frente a la puerta de la casa, a Sophie.

Sophie sonreía, pero Lalitha temblaba mientras avanzaba hacia ella.

—¿Te sorprende verme?

—Ss… sí —logró decir Lalitha mientras entraban en la casa.

—Deseaba hablar contigo y como supe que estarías sola esta tarde, vine.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó Lalitha cuando entraron en uno de los salones de recibir.

—El periódico decía que Lord Rothwyn hablaría hoy por la tarde en la Cámara de los Lores. Así tendremos oportunidad de charlar un poco.

Lalitha no contestó y Sophie observó a su alrededor.

—¡Qué hermoso lugar! ¿Puedo sentarme?

—Sí… sí, claro. Lo siento, pero me sorprendió verte.

—No temas, Lalitha, mamá no está molesta contigo.

—¿N… no? —tartamudeó Lalitha.

—No. Comprende que no pudiste evitarlo, si es que en verdad estás casada con Lord Rothwyn como me dijo él en su carta.

—¿Te… te escribió?

—Sí, pero es extraño que su boda no se haya anunciado ni nadie lo sepa.

Lalitha guardó silencio y Sophie continuó:

—Eso me lleva a pensar que se trata sólo de un arreglo temporal. Y te diré la verdad, Lalitha, amo a Lord Rothwyn. ¡Cuando supe que lo había perdido me di cuenta de que era lo único que me importaba en la vida!

Lalitha la miró asombrada.

—Pero no… parecía… que lo amaras —protestó—. Dijiste que te casabas con él… sólo porque era… rico.

—Supongo que temí confesar la profundidad de mis sentimientos. Y como te digo, no fue hasta después de que habías ido a llevarle mi recado de que cumpliría mi promesa con Julius que me tuve que enfrentar a la verdad.

Lalitha se sentó, anonadada. Le costaba trabajo creer que Sophie hubiera cambiado de parecer, pero jamás la había oído hablar con tanta emoción.

—¿Y qué hay… del señor Verton? —preguntó.

—Julius nunca recibió la nota que le escribí, así que continúa a mis pies, con más deseos que nunca de que nos casemos.

—¿Y por qué no lo han hecho? —preguntó Lalitha – La boda debió realizarse hace más de dos semanas.

—No fue el duque quien murió —explicó Sophie – Eso fue solo una broma, por cierto de muy mal gusto, que me gastó Lord Rothwyn. Pero una tía a quien Julius tenía mucho cariño sí falleció, así que tuvimos que posponer nuestra boda, por luto.

—Ya veo… y entre tanto, te has dado cuenta de que… amas a Lord Rothwyn.

—Así es. Y por eso te pido, Lalitha, que me devuelvas lo que siempre fue mío.

—No… comprendo.

—Es sencillo. Como bien sabes, Lord Rothwyn me ama.

—Estaba… furioso… contigo… por eso me… obligó a… tomar tu… lugar.

—Como venganza, ¡lo dijo muy claro en su carta! —replicó Sophie con tono despreocupado—. Pero no pensarás en ningún momento que, en realidad, quisiera casarse con alguien que no fuera yo, ¡si me adora! ¡Y no pueden haber cambiado sus sentimientos en tan breve tiempo!

—No… supongo que… no.

—Así que tengo un plan muy sensato, que mi mamá aprueba del todo.

—¿Cuál… es?

—Que tú te vayas de aquí enseguida. Mamá está segura de que te gustará reunirte con tu vieja aya, con la que estabas tan encariñada. Así que te envía un regalo de veinte libras… piénsalo, Lalitha, ¡veinte libras! ¡Es una gran cantidad de dinero!

—No me puedo… ir así… nada más —protestó Lalitha – Su señoría ha sido muy amable y logró que me pusiera… bien.

—Sé con exactitud todo lo que ha hecho —respondió Sophie, por primera vez con voz dura.

—¿Lo… lo sabes?

—Hay siempre gente dispuesta a contarlo todo.

—¿Te refieres a los… sirvientes?

—No hay necesidad de que entremos en detalles —contestó evasiva Sophie – Lo que te sugiero tiene gran sentido común, Lalitha. Estoy segura de que lo comprenderás. No puedes imponer tu presencia para siempre a Lord Rothwyn, ¿verdad? Así que en lugar de convertirte en una carga para él, ya innecesaria puesto que yo he vuelto y dispuesta a darle todo lo que me pida, será mejor que tú desaparezcas.

—Me gustaría despedirme… y darle… las gracias.

—¿Por qué? —preguntó Sophie – Te usó como un arma para herirme. Si en tu lugar hubiera ido una doncella o cualquier sirvienta, habría hecho lo mismo.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Y no querrás, ahora, hacerlo pasar el mal momento de tener que despedirte como una sirvienta cualquiera.

Tenía la mirada fija en el rostro de Lalitha mientras añadía:

—Pensé que desearías comportarte como una dama. Es por eso que mamá te envió ese dinero, para que puedas mostrar algo de dignidad en esta circunstancia tan poco afortunada.

Lalitha hizo un gesto de impotencia y preguntó:

—¿Qué… quieres que… haga?

—Quiero que reúnas algunas cosas, sólo lo que puedas llevar bajo tu capa sin que se note y fingiremos que salimos a dar un paseo. Mi carruaje espera afuera.

—¿Y… entonces?

—Te llevaré hasta el próximo cruce de caminos, donde se para la diligencia camino a Londres. Una vez allí, supongo que sabrás cómo llegar a tu aya. Mamá está segura de que sabes dónde vive.

—Sí… por supuesto… lo sé.

—¿Entonces qué te preocupa?

—Es que no sé… si es correcto… lo que hago.

—Cuando Lord Rothwyn sepa que he venido a entregarle mi corazón y estoy dispuesta a convertirme en su esposa, no querrá tener más molestias contigo.

—No… supongo que tienes… razón.

—Te acompañaré a que recojas tu capa —indicó Sophie – No dejes ningún recado con los sirvientes. No escribas nada. No tiene objeto que hagas las cosas más difíciles para él de lo que ya lo son. Es natural que se sienta con la obligación de detenerte.

—Pero… ¡estamos casados!

Sophie rió al escucharla.

—Un matrimonio que con unas cuantas libras se borrará de la memoria del vicario y la evidencia puede eliminarse del registro. Lalitha miró a Sophie y exclamó:

—¡Y ya… lo hiciste!

—Sí, ya lo hice. Fue fácil. No había nadie en la iglesia cuando entré a la vicaría. El registro estaba abierto sobre una mesa. Arranqué la página. Nadie sabrá que te obligaron a casarte con un hombre, sólo porque no eras la novia que él esperaba.

Lalitha cerró los ojos. No había nada más que pudiera decir. De nuevo, Sophie hacía lo que quería y ella no podía oponérsele. Subieron hacia el dormitorio de Lalitha. No había nadie a esa hora. Nattie debía encontrarse en su habitación y las doncellas sólo aparecían si se les llamaba.

Sophie abrió las puertas del armario.

—¡Su señoría te ajuareó muy bien! Qué suerte que podamos usar ambas la misma ropa.

—Me temo que esos vestidos te quedarán muy ajustados. Soy mucho más delgada que tú.

—Se pueden arreglar. No puedes llevártelos. Sería demasiado sospechoso si los lacayos tuvieran que bajar un baúl.

—Está… bien. Lalitha tomó un camisón y algo de ropa interior de los cajones y los puso sobre un chal de seda que extendió en la cama. Añadió un cepillo, pero entonces Sophie la presionó:

—Ya es suficiente. Hasta eso hará bulto bajo tu capa. Lalitha comprendió que Sophie no le dejaba tomar nada más porque ella deseaba quedarse con todo, pero era inútil discutir. Tenía que marcharse y cuando llegara a Norfolk no habría ocasión para usar ninguno de esos elegantes vestidos comprados en la calle Bond.

—Aquí tienes el dinero —dijo Sophie, con sequedad.

Lalitha lo aceptó, con cierta reticencia.

Le habría gustado decir que no deseaba aceptar nada de Sophie ni de su madre, pero se dijo que debía ser práctica y no convertirse en una carga para su vieja aya, que tenía muy poco para compartir. Puso el dinero en una bolsa de satén, añadió un pañuelo y tomó un par de guantes de ante. Sophie la miró.

—Pareces mucho mejor que antes. Imagino que encontrarás algún tipo de trabajo donde vivas.

—Sí, claro. Por cierto, eso me recuerda que debo llevarme aguja y sedas de bordar.

Las sacó de un cajón, mientras recordaba con tristeza que se las había pedido a Nattie para empezar a bordar las iniciales de su señoría en sus pañuelos. Tomó la pequeña bolsa, que también contenía un dedal y tijeras.

—¡Vamos! ¡A este paso nunca saldremos!

Lalitha miró a su alrededor, contemplando la habitación; aquélla en la que había recobrado la salud y que le parecía un oasis de seguridad y paz.

Pero ahora debía abandonarla y lanzarse a un futuro incierto. De pronto, se sintió desesperada y temerosa.

Regresaba a un mundo hostil, al que creyó no tener que volver jamás. Abandonaba a Lord Rothwyn, porque había prometido protegerla.

—¡Apresúrate! —la apremió impaciente Sophie – Perderás la diligencia y tendrás que pasar la noche, sola, en Londres.

Lalitha se estremeció de temor. El pánico la inmovilizó. ¡Debía quedarse!

Pensó en correr hacia Nattie en busca de ayuda y comunicarle lo que Sophie la obligaba a hacer, pero comprendió que no podía rebajarse a comportarse de ese modo.

Sophie tenía razón. Lord Rothwyn había sido amable, pero no se interesaba por ella. Era a Sophie a quien deseaba y si ella estaba dispuesta a amarlo como él deseaba ser amado, serían felices.

Sin hablar, siguió a Sophie hacia el vestíbulo. El mayordomo se acercó cuando llegaban a la puerta y preguntó:

—¿Saldrá, milady?

—Sí, vamos a dar un paseo —contestó Sophie, ya que Lalitha no podía hablar—. Volveremos pronto.

—Muy bien, señorita —contestó el mayordomo y se dirigió hacia Lalitha.

—¿Llevará a Royal, milady?

Por primera vez, Lalitha se dio cuenta de que Royal estaba a sus pies y lo tomó en brazos.

Era un momento difícil. Amaba al animal. Lo apretó contra su pecho y besó su sedosa cabeza.

—Llévelo con Nattie, por favor —indicó.

Oyó que Royal gemía mientras lo alejaban de ella.

El lacayo les abrió la puerta del carruaje, colocó una manta sobre sus rodillas y los caballos iniciaron la marcha.

«Me voy», se dijo Lalitha y sintió como si un puñal se le clavara en el corazón. «Jamás volveré».

Cuando salieron de la vereda y tomaron el camino, Lalitha miró hacia atrás.

A la luz del sol, la casa se veía hermosa. Pero también había sido un cielo seguro que la había envuelto en sus brazos protectores. Y ahora se marchaba para siempre.

«Adiós… mi amor», susurró para sí.

Comprendió entonces que no era de la casa de quien se despedía, sino de su dueño.