Capítulo 6
Cuando la doncella entró en la habitación para descorrer las cortinas, Lalitha se despertó. Sin moverse, se quedó acostada un momento mientras admiraba la luz del sol que se reflejaba en el techo e inundaba toda la habitación.
Nattie entró detrás de la doncella, llevando a Royal atado a un collar, listo para su paseo por el jardín.
Ya hacía más de una semana, se dijo Lalitha, que habían regresado a Londres.
Cuando Ned regresó, había resultado más rápido ir a la Casa Rothwyn que volver al campo, aparte de que Lord Rothwyn requería los cuidados de un cirujano.
Hacia el amanecer, habían escuchado los pasos que se acercaban a la cabaña.
Lord Rothwyn estaba dormido, así que ella dijo con voz baja para no sobresaltarlo:
—Ya volvió Ned.
El abrió los ojos y se dio cuenta de que Lalitha lo sostenía en sus brazos, y que su cabeza estaba apoyada en el pecho de ella.
Cuando sugirió que ambos debían dormir, había apoyado la cabeza en el cojín traído del vehículo. No era muy cómodo, pero al menos no le lastimaba el brazo.
Mientras Lalitha permaneció despierta, pensando cuánto lo amaba, él se puso un poco inquieto. Murmuraba en sueños y ella adivinó que la herida le dolía y que tal vez tenía fiebre.
Sin saber qué hacer, se acercó más a él y lo observó a la luz del fuego, con el temor de que hiciera un movimiento brusco que provocara que la herida sangrara de nuevo.
Entonces, inesperadamente, él se deslizó un poco más abajo del cojín y se volvió hacia ella. Automáticamente, Lalitha lo rodeó con los brazos.
El había reclinado la cabeza contra su pecho y, como si eso fuera lo que buscaba, se sumió en profundo sueño.
Al principio, Lalitha temió moverse. No se atrevía casi a respirar; pero, después, la cercanía de él había despertado en ella una extraña y desconocida sensación.
Lo amaba desesperadamente, pero su amor tenía a la vez algo de protectora ternura maternal.
Deseaba salvar a Lord Rothwyn de todo lo desagradable, incómodo y malo de la vida. Le parecía un niño a quien debía proteger de la infelicidad, el sufrimiento y la soledad.
Le bastaba inclinar un poco la cabeza para tocarle el cabello con los labios. Era suave y sedoso, y cuando lo besó se avergonzó de su atrevimiento.
El nunca lo sabría, pensó, y cuando ya no se interesara más en ella, siempre podría recordar ese momento, viéndolo con la cabeza reclinada sobre su pecho, como si se hubiera vuelto hacia ella en busca de algo que nadie más podía ofrecerle.
Lalitha se durmió, y aunque el brazo se le adormeció y le produjo calambres, no se movió. El éxtasis que sentía en su alma la recompensaba por todo lo que había sufrido en los años anteriores.
Era algo que nadie, ni siquiera Sophie, podría quitarle y que atesoraría en su corazón por el resto de su vida.
Cuando Lord Rothwyn despertó advirtió que estaba reclinado sobre ella, y por un momento no se movió, pero luego se incorporó cuando Ned abrió la puerta.
Sin mirarlo, Lalitha se había alejado un poco de su lado y aunque le dolía el brazo, se obligó a hablar con tranquilidad al preguntar:
—¿Trajo un carruaje cómodo, Ned?
—Uno muy cómodo, milady.
Había recorrido el camino a Londres en silencio y cuando llegaron a la Casa Rothwyn, condujeron al herido a su dormitorio. Lalitha, al instante, envió a buscar a un cirujano.
—Su señoría acude al señor Henry Clive, milady —le informó el mayordomo—. Es uno de los especialistas que atienden a su Alteza Real.
—Mande a buscarlo enseguida. ¿Quién es el médico de su señoría?
—Sir William Knighton, que también lo es de su Alteza Real.
Había enviado a buscar a ambos, y sólo hasta que recibió el reporte médico, Lalitha, cansada y exhausta, se retiró a dormir.
Durmió hasta tarde y cuando despertó se enteró de que Nattie había llegado de la Casa Roth y había traído a Royal con ella.
Le encantó verlos y Nattie, enseguida, dio instrucciones irrevocables que Lalitha tuvo que obedecer.
A pesar de sus protestas, la obligó a guardar cama tres días y sólo después le permitió dar breves paseos por el jardín que rodeaba la Casa Rothwyn.
Más tarde, la dejó leer y ocuparse de los poemas escritos por Lord Hadley.
—¡Si estoy bien, muy bien, Nattie! —protestaba; y aunque no quería admitirlo se sentía débil.
«Se debió a la impresión de ver herido a Lord Rothwyn», se había dicho, pero, si bien trataba de olvidarlo, sabía que el sufrimiento y desesperación que sintió cuando Sophie la obligó a irse le habían hecho mucho daño.
Ahora estaba de regreso en la Casa Rothwyn, aunque su placer disminuía porque no podía ver a Lord Rothwyn.
Tenía la esperanza de que enviara por ella, pero los días pasaron, y aunque Nattie le informaba cómo seguía, no recibió la anhelada invitación a verlo.
Por fin, un tanto turbada, preguntó a Nattie:
—¿No podría yo… ver a su… señoría?
—Sir William dijo que no debería recibir visitas los primeros dos días y después no ha pedido verla.
Lalitha titubeó, pero se atrevió a decir:
—Me gustaría verlo. ¿Por qué no me… quiere… ver?
—Creo que a todos los hombres y quizá al amo Iñigo más que a los otros, les perturba tener que permanecer recluidos. Siempre fue así, desde pequeño. Jamás aceptaba sentirse enfermo o con dolor. No le gusta siquiera hablar de debilidad. Una noche que estaba muy enfermo y no me escuchó entrar en su dormitorio, lo encontré que repetía, una y otra vez: «¡Estoy bien, estoy bien, estoy bien!».
Lalitha recordó la valentía con que había sufrido las molestias de su hombro herido, y en cierto modo le reconfortó pensar que se abstenía de verla por orgullo, sin que ello significara que no necesitaba de su presencia.
Sin embargo como suspiraba por verlo, esa mañana no pudo evitar preguntar:
—¿Cómo amaneció su señoría?
—No lo he visto —le contestó Nattie— pero a juzgar por el desayuno que vi le llevaban, imagino que se repone con rapidez. —Me dijo ayer que la herida casi había cerrado.
—El señor Clive está muy complacido con el progreso de su señoría. Dice que nunca ha conocido un caballero que sane con tanta rapidez y tan bien.
—¡Me alegro… mucho!
Como Nattie no contestó, añadió:
—Es un hermoso día. Me quiero levantar y salir al jardín con Royal.
—Pero manténgalo alejado de los tiestos de flores —le advirtió Nattie— se hubiera ruborizado al oír lo que el jardinero decía.
—¡Se comportó muy grosero! —observó Lalitha – Creyó que había un hueso enterrado bajo los geranios.
Pensó que la travesura del animal divertiría a Lord Rothwyn, y dibujó un pequeño boceto a lápiz del perro escarbando bajo las flores.
Lo puso en un sobre y le pidió a Nattie que lo entregara a su señoría y cuando supo que lo había hecho reír, dibujó otro que representaba a los perros y a ella esperando con paciencia detrás de la puerta cerrada.
Nunca había sido muy hábil con la acuarela, que se consideraba una parte importante de la educación de una dama, pero tenía facilidad para las caricaturas, con las que divertía a su padre con frecuencia.
Así, al menos, tenía la satisfacción de saber que se comunicaba con Lord Rothwyn de alguna manera. Incluso se atrevió a esperar que le enviara una nota en respuesta pero no fue así.
Quizá, pensó con súbito temor, lamentaba ahora haber impedido que ella marchara a Norfolk. ¡Tal vez pensaba que había cometido un error y ella ya no le interesaba! Entonces recordó que le había dicho que nunca dejaba sin terminar un edificio en el que estuviera trabajando.
Y ella, sin duda, todavía no estaba terminada, pero cuando lo estuviera… aquel pensamiento era como una nube oscura en el horizonte de su vida.
Sacó a Royal al jardín y el perro se portó bien, porque lo mantuvo ocupado jugando con una rama y una pelota.
Lalitha almorzó sola, y cuando subió para descansar, según las instrucciones de Nattie, la encontró en su habitación.
—Espero que intente dormir, milady y no se ponga a leer.
—Quisiera leer un poco.
—Está bien, pero no mucho. Tiene que estar muy bonita esta noche.
—¿Ésta… noche?
—Su señoría espera que cene con él.
—¡Oh, Nattie!
Lalitha casi no podía hablar y después de un momento, preguntó:
—¿Ya se recuperó su señoría?
—Tengo entendido que todos regresamos mañana al Parque Roth.
—¡Oh, me alegro… me alegro… mucho!
Le pareció que alguien había tomado toda la luz del sol que había en el cielo y la hubiera puesto en sus brazos; tenía la sensación de poder bailar en el aire y volar a la luna.
Como deseaba verse bien para él, durmió un rato y después permaneció acostada, mientras contaba los minutos hasta que fuera hora de vestirse.
Cuando se estaba bañando, Nattie trajo un vestido nuevo.
—Su señoría desea que use este vestido hoy por la noche.
Era muy diferente a todos los que Lalitha había visto hasta entonces.
Ni siquiera estaba segura de qué color era. Estaba hecho de capas superpuestas de gasa en diferentes tonos de azul y verde, sobre un fondo plateado y, aunque revelaba las suaves curvas de su figura, la hacía aparecer casi etérea.
Mientras Lalitha se admiraba en el espejo, Nattie le llevó una gran caja de piel y la colocó en el tocador.
—Su señoría le pide que use esto.
Abrió la caja y Lalitha vio que contenía un collar de pequeñas estrellas de diamantes, colocadas con tan exquisito gusto, que parecían hechas por diminutas manos de hadas. También había varias estrellas para el pelo, que hacían juego con el collar.
Los diamantes reflejaban el nuevo brillo de su cabello, que aumentaba día a día. Su cabellera ya no era escasa y opaca. Formaba ondas que le llegaban hasta los hombros y tenía un grosor y brillo como jamás lo había tenido.
Lalitha sabía que ello se debía a la loción de durazno que Nattiele aplicaba todas las noches por instrucciones de la hierbera y también se enteró de que el cabello revelaba el estado de salud.
La caja contenía, además, un brazalete de estrellas y Lalitha se lo puso.
Se levantó del tocador para contemplarse en el espejo de cuerpo entero.
Observó su imagen, desde la reluciente cabellera hasta las zapatillas bordadas que hacían juego con su vestido.
Era difícil reconocer ahora a la sufrida, delgada y temerosa muchacha con quien Lord Rothwyn se había casado por venganza.
Por un momento, Lalitha sólo pudo ver sus ojos, que brillaban tanto como las joyas que adornaban su cabello.
También pudo notar que su piel era blanca y suave, con redondeces que antes no existían.
—¡Se le ve preciosa, milady!
Cuando ella se ruborizó por el halago y se miró de nuevo al espejo, vio, en lugar de su propia cara, el bello rostro de Sophie: los ojos azules, la dorada cabellera, y el cutis de durazno.
Se retiró del espejo.
Era inútil, se dijo, esperar que Lord Rothwyn la admirara tanto como a Sophie, pero quizá sería gentil con ella… por lástima.
Pero, sin importar lo que él sintiera por ella, lo amaba, y deseaba verlo con tanta desesperación, que tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y no correr, en vez de caminar, cuando bajaba la escalera hacia el salón donde la esperaba.
Cuando lo vio, al fondo del salón, pensó que ningún hombre podría ser más irresistible y atractivo.
Su chaqueta de etiqueta lo ceñía como una segunda piel y su blanca corbata era una obra de arte en medio de las puntas altas del cuello.
Ya no estaba tan bronceado y se veía un poco más delgado, pero en realidad eso lo favorecía.
Lalitha, sin dejar de mirarlo, se acercó a él, y mientras trataba de pensar en la forma de preguntarle cómo se sentía, lo oyó decir:
—¡Al fin sé de qué color es su cabello!
Ella lo miró, inquisitiva y él prosiguió:
—No podía encontrar cómo definirlo, pero ahora sé que es como la luz de la luna reflejada en el agua.
Lalitha se sorprendió tanto que ni siquiera se ruborizó y Lord Rothwyn le tomó una mano y se la llevó a los labios.
—Discúlpeme —dijo – Primero debí decir lo encantado que estoy de verla.
—¿Ya se recuperó?
—Me dicen que he sido un paciente ejemplar.
Lalitha ansiaba preguntarle por qué no había permitido que lo viera, pero antes que pudiera decir nada, él prosiguió.
—El descanso le sentó bien. Eso era lo que yo quería. Se le ve del todo diferente y estoy seguro que subió de peso.
—¡Bastante! —contestó Lalitha sonriente.
—¡La felicito!
Ella tuvo la extraña impresión de que, mientras sus bocas pronunciaban unas palabras, sus mentes decían algo diferente.
Le costaba trabajo mirarlo a los ojos y, al mismo tiempo, la estremecían pequeñas ráfagas de felicidad que la atravesaban como resplandores.
Casi no podía hablar, y sin proponérselo, recordó el momento en que la cabeza de Lord Rothwyn descansó sobre su pecho.
—Tenemos mucho de qué hablar —lo oyó decir, pero antes que pudiera seguir adelante, el mayordomo anunció que la cena estaba servida.
Lalitha no se dio cuenta de lo que comieron o bebieron. Sólo se percataba de la emoción y la alegría que le causaba el estar sentada a su lado y escuchar su voz.
La mesa estaba decorada con orquídeas verdes. A un platillo seguía otro, todos servidos en fuentes de plata por sirvientes de elegantes libreas muy bien entrenados y Lalitha se dijo que todo aquello era un sueño.
¿Era ella la misma persona que, muy poco antes, sólo podía comer las sobras de las demás y que comía en la mesa de la cocina porque su madrastra no le permitía hacerlo en el comedor?
Después de la cena, cuando volvieron al salón, Lord Rothwyn dijo:
—Sabía que las joyas la favorecerían. Pertenecieron a mi madre. Me decía que habían sido sus favoritas cuando era joven.
—¡Son preciosas! Y ha sido usted muy gentil al prestármelas.
—Son un regalo.
Lo miró asombrada y él agregó:
—Y le tengo otro regalo.
—Pero… no debe… no puede… hablar… en serio.
—Deseo agradecerle los cuidados que tuvo con mi herida. Además tengo la impresión de que, si no me hubiera protegido del salteador, mis heridas habrían sido peores —repuso él.
Notó que Lalitha se estremecía al recordarlo y agregó enseguida:
—Pero no hablemos de eso. Hay muchas otras cosas que discutir.
—No sé… cómo… agradecérselo, pero… le tengo… también… un regalo.
—¿En verdad? —preguntó Lord Rothwyn sorprendido.
—No es valioso, pero espero le agrade.
Lalitha cruzó la habitación hasta el lugar donde solía sentarse por las tardes y sacó un papel del cajón.
—Logré reconstruir el poema de Lord Hadley, sólo tuve que adivinar algunas palabras, que no eran importantes.
—¿Quisiera leérmelo?
Ella extendió la hoja de papel y leyó con voz suave:
El llamado del corazón es el llamado del amor.
Y juro por el cielo, allá en lo alto,
Que ahora y siempre mi amor será verdadero
Si tu corazón llama a mi corazón.
Al terminar levantó la vista, como si buscara la aprobación de Lord Rothwyn.
—Un excelente trabajo de reconstrucción. Y Lord Hadley se muestra elocuente.
—Tal vez no fuera el Lord Byron de su tiempo —sonrió Lalitha— pero imagino lo emocionada que debe haberse sentido la dama a quien lo escribió, al recibirlo.
—¿Cree que su corazón llamó al de él?
La voz de Lord Rothwyn era profunda y Lalitha pensó que le hacía una pregunta muy personal.
Sin saber por qué, no pudo responder y, en otro tono de voz, él añadió:
—Ahora permita que le entregue un regalo, en retribución a esos deliciosos dibujos que me envió.
—Pensé que lo… divertirían.
—¡Y así fue! Y aunque lo que le voy a dar no la divertirá, creo que le gustará.
El tomó una carpeta que estaba sobre una mesa y la puso en sus manos y cuando ella desató la cinta que la envolvía y la abrió, vio que contenía tres bocetos a lápiz.
Observó uno y sus ojos se abrieron desmesurados por el asombro.
—Ése es de Miguel Angel —explicó Lord Rothwyn.
—¡Es hermoso! ¡De una belleza increíble!
Ante el segundo, un panorama pleno de detalles, pensó que podría admirarlo durante horas.
—Ese otro es de Pieter Brueghel, pero creo que el último será el que le gustará más.
Era la cabeza de un ángel y la expresión mística y espiritual de su rostro hizo que Lalitha comprendiera que aquélla era una manifestación de auténtica belleza.
—Es de Leonardo Da Vinci —le explicó Lord Rothwyn – Fue uno de sus primeros bocetos para el ángel de su cuadro «La Virgen de las Rocas».
—¿Realmente… son… para mí? —preguntó Lalitha casi sin aliento—. ¡No puedo… creerlo!
—Quiero que me responda a una pregunta. Mire el cuadro que está sobre la chimenea.
Lalitha lo miró y vio que era un cuadro de Rubens, sin duda muy valioso.
—Ahora dígame qué tiene más significado para usted, si el cuadro terminado de Rubens, aclamado como un artista notable o los bocetos que tiene en la mano.
Lalitha lo pensó por un momento.
—Ambos son bellos a su manera. Todos me dan la sensación de belleza inexpresable, pero…
Se detuvo.
—Continúe.
—Tal vez sólo sea un sentimiento personal, pero para mí los bocetos me resultan de mayor inspiración.
Lord Rothwyn sonrió.
—¿Sabe que William Blake, amigo mío y que también es artista y poeta, dijo una vez de ellos: «No son dibujos… ¡son inspiración!»?
—No, lo ignoraba. Pero es lo que me… sucede cuando los veo… algo interior.
Como sentía que no se había explicado bien, Lalitha continuó diciendo:
—Siento como si no mirara el boceto con mis ojos… sino con mi… alma.
Le pareció que sonaba demasiado emocional, así que agregó:
—Se reirá… de mí… por ser tan… sentimental.
—No me río, Lalitha. Quiero decirle algo —contestó él. Extendió una mano al hablar y tomó la de ella.
Lalitha no supo si fue el roce de aquellos dedos o el tono de la voz de él, pero se quedó inmóvil, como si algo extraño y maravilloso estuviera a punto de sucederle.
Casi como si él la obligara, levantó los ojos y lo miró, como si se encontrara bajo los efectos de un hechizo.
El, a su vez, la miraba como jamás lo había hecho, como jamás la había mirado hombre alguno.
—Lalitha —exclamó Lord Rothwyn.
Detrás de ellos, la puerta se abrió.
—Sir William Knighton, milord —anunció el mayordomo.
Por un momento, ninguno de los dos pareció percatarse de la interrupción; pero luego, como si rompiera el hilo invisible que los unía, él le soltó la mano y se puso de pie.
—¡Sir William! —exclamó – No lo esperaba.
—Así es, milord. Tenía la intención de visitarlo por la mañana, antes que partiera usted para el campo.
Sir William Knighton ya había llegado junto a Lord Rothwyn y se estrecharon las manos.
—Debe perdonar mi intromisión a esta hora —continuó Sir William— pero su Alteza Real solicita mi presencia mañana en Brighton y debo salir temprano.
—Entiendo.
—Pensé que en lugar de molestarlo antes del desayuno, sería preferible revisar su hombro esta noche, así mañana podrá regresar al campo sin preocupación.
—Es usted muy amable.
Lord Rothwyn hizo una breve pausa y añadió:
—Sir William, creo que no conoce usted a mi esposa.
—¿Su esposa?
La sorpresa se reflejó en el rostro de Sir William.
—Hemos mantenido nuestro matrimonio en secreto y le agradeceré no se lo mencione a su Alteza Real antes que yo le escriba la noticia.
—Respetaré su deseo, como sabe su señoría, soy la discreción personificada.
Lord Rothwyn sonrió.
—Ambos sabemos que a su Alteza Real le molesta no ser el primero en enterarse de cualquier cosa que concierne a sus amigos.
—Es verdad.
—No deseo entretenerlo, ya que es un hombre muy ocupado. ¿Vamos a mi dormitorio?
—Sí, milord, por supuesto.
Lord Rothwyn advirtió que Lalitha titubeaba un momento antes de decir:
—Creo, Lalitha que entonces será mejor que nos demos las buenas noches. No quiero que te desveles por mí, ya que tenemos un día pesado mañana. Saldremos a media mañana, si te parece.
—Estaré lista.
Lord Rothwyn se llevó la mano de Lalitha a los labios y ella creyó advertir que él detenía su boca un poco más de lo usual en la suavidad de su piel.
Lord Rothwyn salió del salón delante de Sir William y ella los escuchó subir la escalera.
¡Se sentía frustrada! Como un niño a quien llevan a un espectáculo y el telón cae de pronto sin que el final lo satisfaga.
Con sensatez, se dijo que al día siguiente volverían a la Casa Roth. Allí estarían juntos. Ella viajaría junto a él y podrían continuar su conversación en el punto en que los habían interrumpido.
Abrió la carpeta. ¿Cómo era posible que él le obsequiara algo tan hermoso y exquisito? Debían ser unos bocetos muy costosos.
Pero eso no importaba. Lo importante era que había encontrado algo que le gustaba mucho. Tenía la sensación de que él trataba de decirle algo y que los dibujos eran parte de un mensaje que intentaba trasmitirle.
Miró de nuevo la cabeza del ángel y se emocionó del mismo modo que cuando él le rozó la mano con los labios.
¿Cómo pudo él adivinar que los dibujos la conmoverían más que un cuadro y que siempre había anhelado poseer uno?
¡Tenían ambos tantas cosas qué decirse!
Lalitha cerró la carpeta, y cuando se disponía a subir a su dormitorio, advirtió que la hoja donde había escrito el poema de Lord Hadley ya no estaba allí.
Lord Rothwyn se lo había llevado. ¿Le habían complacido sus esfuerzos?
Ella tenía tanto que contarle acerca del trabajo que había hecho, y de cómo había tenido que improvisar para que aquello que se había escrito siglos antes hiciera sentido.
Con lentitud, subió la escalera. Había sido una velada maravillosa, pero resentía la interrupción de Sir William. ¿Qué iba a decirle Lord Rothwyn?
Al llegar a su dormitorio no encontró a Nattie, como esperaba, ni a Robinson, la doncella que solía atenderla, sino a una jovencita a quien sólo conocía de nombre.
—Buenas noches, Elsie. ¿En dónde está Nattie?
—No se siente bien, milady, tampoco la señorita Robinson.
—¿No están bien?
—Creo que les hizo daño algo que cenaron. Ambas se sintieron enfermas y se me indicó que la atendiera.
—Espero que Nattie se reponga. ¿Podría subir a verla?
—Creo que sería preferible dejarla descansar, milady.
—Pero el doctor está aquí, podría verla si es algo serio.
—¡Oh, no, milady! —respondió Elsie apresurada—. No es para tanto. Sólo sentía algo de náusea. Quizá el pescado no estaba muy fresco, pero yo cené lo mismo y me siento bien.
—Entonces no debe ser nada serio —sonrió Lalitha. Se dirigió al tocador para quitarse el collar.
No creía posible que Lord Rothwyn hablara en serio al decirle que el collar era un regalo. Quizá no había entendido bien: el regalo sin duda consistía en permitir que lo usara mientras estuviera a su lado.
Lalitha colocó también en el estuche las estrellas del cabello y el brazalete y en aquel momento escuchó que tocaban a la puerta.
—Espero que sea Royal —le dijo a Elsie.
Un lacayo acostumbraba sacar a pasear al perro a la hora de la cena. Lalitha pensó que habían tardado en traerlo de vuelta.
Elsie se dirigió a la puerta. Habló con alguien y volvió junto a su ama.
—Me temo, milady, que Royal sufrió un accidente.
—¿Un accidente? ¿En dónde? ¿Qué sucedió?
—No es serio. ¿Desea verlo?
—Por supuesto. ¿En dónde está?
—Sígame, milady.
Caminaba delante de Liza y no se dirigió hacia la escalera principal, sino que continuó por el corredor hacia una de servicio que conducía a un extremo de la casa.
Sin duda era el camino más corto hacia el jardín, pensó Lalitha, mientras seguía el paso apresurado de Elsie que se movía nerviosa con rapidez.
Amaba a Royal y sabía cuánto la quería el animal. Se había acostumbrado a tenerlo siempre a su lado y dormía en su cama por las noches, aunque Nattie insistía en que debía obligarlo a dormir en su canasta. Y adondequiera que fuese allí estaba, como una pequeña sombra tras de sus talones.
Elsie la conducía por un corredor hacia una parte de la casa que ella no conocía. No había nadie allí y Lalitha supuso que toda la servidumbre se habría retirado ya a dormir.
Por fin llegaron ante una puerta y Elsie la abrió. Afuera esperaba un carruaje.
Lalitha se dio cuenta de que se encontraba en la parte de la casa que daba a la entrada de la cocina.
«Deben haber atropellado a Royal», pensó horrorizada y vio a un lacayo de pie junto al carruaje.
—Royal está adentro, milady —dijo Elsie y Lalitha se acercó. Trató de mirar al interior del carruaje, que estaba a oscuras y, de pronto, alguien le cubrió la cabeza con un saco.
Mientras luchaba por zafarse, la empujaron dentro del vehículo. Oyó que la puerta se cerraba y que los caballos empezaban a moverse.
Casi no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Luchó con todas sus fuerzas, pero la tela del saco era gruesa y sintió que unas manos rudas ataban un cordón a su alrededor, que le mantenían los brazos a los lados del cuerpo y ceñía el saco que la cubría de la cabeza a la cintura.
—¡Socorro! —Trató de gritar con voz ahogada—. ¡Socorro!
Una voz dura le contestó:
—Haga un ruido y le daré algo que la mantendrá en silencio.
El temor de que la golpearan volvió a la mente de Lalitha con más fuerza que nunca. Se quedó inmóvil, sin atreverse a hacer el menor ruido.
Ahora le ataban los tobillos y la cuerda le rozaba y lastimaba la piel.
—¡Así está mejor! —oyó decir al hombre—. Y si se mueve o habla sin que yo se lo diga la golpearé hasta dejarla inconsciente. ¿Está claro?
Lalitha permanecía muda de miedo. ¿Qué iba a sucederle? ¿Adónde la llevaban? ¿Qué había pasado con Royal?
Entonces comprendió que Royal no tenía nada que ver con lo que estaba sucediendo. No había sufrido ningún accidente. Había servido de carnada para obligarla a salir de su dormitorio y dirigirse al carruaje que la esperaba.
¿Por qué? ¿Adónde la conducían?
La respuesta llegó a su mente insidiosa como un reptil.
Recordó a la gente que había mencionado Lord Rothwyn. Aquellos que raptaban a jovencitas: ¡los tratantes de blancas!
En cuanto lo pensó, Lalitha trató de rechazar aquella idea. No podía ser verdad. Debía ser una treta de su imaginación. No era posible que se viera envuelta en algo tan horrible, degradante y aterrador.
Pero la idea persistía.
¿A qué otro sitio podrían llevarla? ¿Quién más estaría interesado en raptarla? No podían ser ladrones, ya que se había quitado sus joyas.
Pensó en Elsie. Parecía una doncella agradable, aunque no correspondía al tipo de sencilla campesina que solía encontrarse en las grandes mansiones de Londres.
¿Habría mentido respecto a la enfermedad de Nattie y de Robinson? Lalitha se formuló muchas preguntas para las que no encontró respuesta y cada una despertaba más aún su temor y su pánico.
Si eran los tratantes de blancas, en efecto, quienes la llevaban lejos, de modo que nadie volviera a verla nunca más, alguien debía ser responsable de ello.
¿Quién había preparado ese plan tan cuidadoso para hacerla caer en la trampa?
Sólo existía una persona capaz de odiarla hasta el punto de desear su muerte; alguien que deseaba vengarse porque Sophie no había logrado ser la esposa de Lord Rothwyn.
Una mujer, a la que temía más que a nadie en el mundo.
¡Su supuesta madrastra!