Capítulo 2

Mientras se dirigía a la iglesia, Lalitha deseó no sentirse, tan enferma.

El coñac que su madrastra le había dado la hizo sentirse mejor durante un rato pero ahora la invadía una extraña laxitud y su espalda empezaba a dolerle de forma intolerable.

Sabía que debía agradecer a Sophie que su madrastra ya no la golpeara hasta dejarla inconsciente, como lo había hecho en otras ocasiones.

Apenas la semana anterior, había entrado una noche en su dormitorio para regañarla por algo que la había molestado y la encontró en camisón.

La había golpeado hasta dejarla sin sentido tirada en el suelo, donde permaneció durante horas, aterida de frío. Después, requirió de todas sus fuerzas para llegar a la cama. Le castañeteaban los dientes y no pudo dormir en toda la noche.

Comprendía que cada vez estaba más débil y que la enfermedad había minado sus últimas reservas de valor para soportar la crueldad de su madrastra.

Con frecuencia, se sentía tan infeliz que deseaba orar pidiendo a Dios la muerte, pero el recuerdo de su madre la libraba de tal cobardía.

Su madre, una mujer pequeña, gentil y frágil, siempre había admirado a la gente valiente.

—Todos tenemos que demostrar nuestro valor en la vida —le dijo a Lalitha en cierta ocasión— pero lo importante no es el valor físico sino el espiritual y mental.

Lalitha pensaba que el permitir que Lady Studley la matara, sería una forma cobarde de salir del infierno en que se encontraba desde la muerte de su padre.

Aun después de vivir dos años con su madrastra, apenas podía creer que los horrores por los que atravesaba no fueran parte de una pesadilla.

Recordar su niñez la hacía volver a vivir la felicidad de sus primeros años.

Su madre no había sido una mujer fuerte y conforme pasaron los años solía escasear el dinero para adquirir las cosas que deseaban, pero nada de eso importaba junto a la alegría de estar juntos.

Su padre, hombre amable y de buen humor, era muy amado y respetado por quienes vivían y trabajaban en su propiedad, pero la excesiva benevolencia de su carácter le había impedido prosperar.

Jamás se atrevía a obligar a sus inquilinos a pagarle las rentas.

—Siento que debo brindarle otra oportunidad —solía decir.

Debido a ello, nunca había suficiente dinero para reparaciones, compra de herramientas o para las necesidades de la familia, pero a su esposa no le importaba.

—Soy tan afortunada —le decía con frecuencia a Lalitha— de tener a mi esposo y mi hija. Para mí, son la gente más maravillosa del mundo.

Todo el día se mantenía ocupada, aunque llevaba una vida muy aislada, ya que la propiedad que había pertenecido por siglos a la familia Studley se encontraba en un lugar muy alejado del país. Era buena tierra de labranza, pero los vecinos eran pocos y dispersos.

—Cuando crezcas irás a Londres y disfrutarás de los bailes y recepciones que tanto me gustaron cuando era jovencita —le decía su madre.

—Soy feliz aquí contigo y papá —le respondía la niña.

—Supongo que todas las madres desean que sus hijas tengan éxito en sociedad. Sin embargo, yo pasé mi temporada social en Londres y volví aquí a casarme con el hombre que había amado desde niña.

Sonrió y añadió:

—Pero fue salir al mundo y conocer hombres elegantes e importantes en Londres lo que me convenció de que tu padre sería al único que amaría y con el que deseaba pasar el resto de mi existencia.

—Tuviste suerte, mamá, ya que la propiedad de tu padre colindaba con la de papá, así que lo tenías a la puerta, como quien dice. Pero yo no tengo a nadie.

—Es verdad, y por eso debemos ahorrar cuanto podamos para que cuando cumplas diecisiete años deslumbres al mundo con tu lindo rostro.

—Nunca seré tan bella como tú, mamá.

—¡Me halagas! —protestó su madre.

—Papá dice que nadie puede ser más adorable que tú y siento que es verdad.

—Si me convences de que piensas lo mismo a tu regreso de Londres, te creeré.

Pero no había habido temporada social en Londres para Lalitha, ya que su madre había muerto, de súbito, un invierno.

Para Lalitha y su padre fue aquél un desastre tan tremendo que les costaba trabajo creer que fuera cierto.

Un momento antes, aquella excelente mujer reía, los atendía y fascinaba a todo el que se encontraba a su alrededor. Algunas horas después, estaba en un ataúd en la iglesia y la casa se veía vacía y silenciosa.

—¿Cómo pudo suceder? —preguntó Lalitha a su padre.

—Ni siquiera sabía que estaba enferma —repetía él una y otra vez.

Pronto, Lalitha se percató de que, al morir su madre, su padre había muerto también en cierta forma.

De un día para otro, cambió por completo. Perdió interés en todo y se convirtió en un bebedor.

Lalitha intentó sacarlo de su letargo, pero le fue imposible y una noche, en invierno, él sufrió un accidente cuando volvía de una posada adonde había ido a tomar unas copas.

Lo encontraron a la mañana siguiente en muy mal estado. Lo llevaron de regreso a casa, y aunque duró dos meses más, era un hombre sin deseos de vivir.

Fue entonces cuando la señora Clement se presentó en la casa, alegando que deseaba ayudarlos.

Lalitha podía recordar que, al año anterior, su padre había comentado a su madre durante el almuerzo:

—¿Recuerdas a un individuo apellidado Clement? Atendía una farmacia en Norwick.

—Sí, claro, lo recuerdo. Me parece que era un hombre inteligente.

—Sí, por eso es que creo que debo ayudar a su hija.

—¿Su hija? Me parece recordar que tuvo un problema…

—Así es —dijo Sir John – Se fugó cuando tenía diecisiete años con un joven oficial del ejército. Clement se enfureció y dijo que no quería volver a saber de ella.

—Sí, claro, ahora recuerdo —respondió Lady Studley— aunque entonces sólo estábamos comprometidos. Mi madre se escandalizó mucho y dijo que era terrible que una joven defraudara así a sus padres. Pero, claro, ella era muy conservadora.

—Lo era —convino Sir John con una sonrisa— y creo que nunca me aprobó.

—Se encariñó mucho contigo cuando vio lo feliz que era yo.

Sus ojos habían mirado con profundo cariño a su esposo y Lalitha, que escuchaba, preguntó:

—¿Qué le pasó a la hija del señor Clement?

—Regresó. La encontré esta mañana y me preguntó si le podía rentar una casita.

—Oh, no parece alguien muy deseable en la propiedad —dijo con rapidez la madre de Lalitha.

—Sentí pena por ella. El hombre con quien se fugó resultó ser un canalla. Nunca se casó con ella y la dejó desamparada después de algunos años. Se ha mantenido trabajando como sirvienta y tiene una hija.

—Si el señor Clement viviera sufriría un ataque. Siempre se sintió superior.

—La familia no quiere tener nada que ver con la «oveja negra», pero yo creo que no debemos darle la espalda.

—¿Le rentaste una casita?

—La que está cerca del iglesia. Es pequeña, pero suficiente para una mujer y una niña.

—Tienes el corazón demasiado blando, John. No será bien vista en estos lugares.

—Supongo que no deseará tener contacto con la gente de la villa —contestó Sir John—. Parece superior en todos sentidos. Todavía es una mujer atractiva y su hija es más o menos de la edad de Lalitha, tal vez un poco mayor.

Hizo una pausa y añadió con cierta incomodidad:

—Dijo que si necesitabas ayuda en la casa tendría mucho gusto en ponerse a tus órdenes.

—Ya lo creo, pero no necesitamos a nadie.

Lalitha no conoció a la señora Clement, como se hacía llamar ahora, hasta después de la muerte de su madre, cuando se presentó inesperadamente a ofrecer sus servicios en aquellos difíciles momentos, ya que casi no contaban con servidumbre.

La señora Clement había preguntado a Lalitha si podía ayudar, y como estaba tan desesperada, la joven aceptó.

Aquella mujer probó ser una torre de resistencia. Hizo funcionar la casa y, empezó a manejar a Sir John de forma que provocó la admiración de Lalitha. Parecía que sólo ella podía convencerlo para que comiera o bebiera algo.

Era la señora Clement quien mantenía el fuego en la chimenea y le llevaba sus zapatillas cuando volvía de cabalgar y era ella quien lo persuadía para que tomara alguna decisión acerca de la propiedad.

Cuando trajeron a Sir John a casa víctima de un accidente, pareció natural que Lalitha acudiera a la mujer en busca de ayuda.

—Yo lo cuidaré, querida, no te preocupes —le aseguró.

Lalitha, pálida y llorosa, sintió un alivio al permitir que ella llevara las riendas, aunque después, se había repetido con frecuencia que debió percatarse de lo que sucedía.

Pero la señora Clement, que envolvía sus palabras en una voz suave, comprensiva y amable, podría haber engañado hasta a una persona más astuta y experimentada que la joven Lalitha, de sólo dieciséis años.

Se mudó a la casa y trajo a su hija consigo. Sophie se mostró tan encantadora como su madre y Lalitha encontró en la hermosa joven la compañera de su edad que nunca había tenido.

Sólo algunas veces le parecía que Sophie se sobrepasaba, ya que tomaba prestada su ropa, e incluso se llevaba artículos pequeños, como guantes, lazos y pañoletas, sin pedirle permiso.

Pero Lalitha pensaba que no debía ser egoísta. Ella tenía mucho y Sophie no tenía nada.

Fue después de la muerte y funeral de Sir John que la señora Clement se había mostrado tal cual era.

La casa estaba en silencio y Lalitha, de luto, pensaba en lo sola que se había quedado después de la muerte de sus padres.

Decidió escribirle al hermano de su madre, quien se había mudado de Norfolk a Cornwall, y a quien no habían visitado antes por falta de dinero.

Su tío no había podido asistir al funeral de su hermana, pero había enviado al padre de Lalitha una larga carta de condolencia.

—Debo escribir a tío Ambrose —se dijo Lalitha—, quizá me invite a vivir con él.

Ya estaba sentada en el escritorio de su padre cuando la señora Clement entró en la habitación.

—Deseo hablar contigo, Lalitha —dijo con voz autoritaria que jamás le había escuchado la joven.

También la llamaba por su nombre de pila, lo que su madre habría considerado una impertinencia.

—Por supuesto, señora Clement. ¿De qué se trata?

—Quiero que sepas que estaba casada con tu padre.

Por un momento, Lalitha pensó que había escuchado mal.

—¿Casada con papá? ¡Imposible!

—Por lo tanto, ahora soy Lady Studley.

—¿Cuándo se casaron y en qué iglesia?

—Será mejor para ti que no hagas preguntas. Aceptarás la situación y de ahora en adelante eres mi hijastra.

—Me… temo que no… puedo creerla. Ahora mismo escribo a mi tío Ambrose para decirle que voy a visitarlo a Cornwall. No debe saber que papá murió, porque de lo contrario me habría escrito.

—¡Te prohíbo que lo hagas!

—¿Prohibirme? —preguntó asombrada Lalitha.

—Ahora soy tu tutora legal y me obedecerás. No escribirás a tu tío ni a ningún otro familiar. Te quedarás aquí y no cometas errores, soy la dueña de esta casa.

—Eso no es justo —exclamó Lalitha—. Papá siempre dijo que ésta sería mi casa y también la propiedad me pertenece.

—Creo que será difícil probarlo —replicó la señora Clement y en su sonrisa había algo siniestro.

Apareció un extraño abogado a quien Lalitha no había visto nunca. Presentó un testamento escrito con mano tan insegura, que, sólo en apariencia, semejaba la letra de su padre, en el que dejaba todas sus posesiones a «mi amada esposa Gladys Clement» y nada a Lalitha.

A Lalitha le pareció que algo andaba mal, pero el abogado le mostró el testamento y le aseguró que, no sólo era legal, sino que expresaba el deseo de su padre.

Ella no pudo decir nada; pero, en cuanto el hombre se fue, se sentó y le escribió a su tío, como había planeado.

La señora Clement, o Lady Studley como ahora se hacía llamar, la descubrió cuando salía de la casa para depositar la carta en el correo.

Entonces la había golpeado por primera vez. La azotó hasta que Lalitha pidió clemencia a gritos y prometió, ya que no tenía otra alternativa, que no volvería a escribir a su tío.

La nueva Lady Studley tuvo buen cuidado en mantenerse apartada de los vecinos y, poco a poco, ellos se enteraron de que se había hecho cargo de la casa y la propiedad y que se había casado con Sir John antes de su muerte.

Pocas personas sabían quién había sido ella antes y el apellido «Clement» desapareció como si nunca hubiera existido. Sin embargo, Lalitha casi sufrió un colapso cuando se dio cuenta de que Sophie también se había adjudicado el apellido Studley.

—¡No eres mi hermana! —protestó Lalitha – ¿Por qué usas mi apellido si mi padre no era tuyo?

La madre de Sophie la escuchó.

—¿Quién dice que tu padre no lo era también de Sophie?

—Sabe que no es así. Usted apenas llegó hace un año. Se dio cuenta de que su madrastra no la escuchaba y fue la primera vez que no la castigaron por responder.

Durante un año no se habló más de eso y Lalitha se dio cuenta de que Lady Studley procuraba sacar el máximo de la propiedad.

Ya no hubo más esperas para inquilinos morosos, ni se tenía compasión alguna con los campesinos o granjeros empobrecidos.

Las granjas se vendieron una a una y las casitas se daban a quienes pudieran pagar altas rentas que se fijaban. Se despidió a los jardineros y el jardín, que era la alegría de su madre, quedó hecho una ruina.

Con lentitud, también, lo más valioso de la casa fue desapareciendo. Primero, un par de espejos Reina Ana, que su madre había traído de su casa, se enviaron a reparar y jamás volvieron y los retratos de familia fueron enviados para remate en Londres.

—No tiene derecho a venderlos —desafió Lalitha a su madrastra—. Pertenecen a la familia. Y como mi padre no tenía un hijo, yo quería que el mío los heredara.

—¿Y quién dice que tendrás uno? ¿Crees que alguien querrá casarse contigo? ¿O que yo acepte prescindir de tus servicios?

Hablaba con tono sarcástico, ya que para entonces Lalitha se había convertido en una sirvienta sin sueldo y ella, con un estremecimiento de horror, pensó que ésa sería su posición el resto de su vida.

Sophie había cumplido dieciocho años el verano anterior y a Lalitha le sorprendió que Lady Studley no hiciera ningún intento de llevarla a Londres o de ofrecer fiestas en su honor.

Se había convertido en una extraordinaria belleza y la propia Lalitha tenía que reconocer que era difícil encontrar una mujer más linda.

Fue después de Navidad que comprendió la razón.

—Sophie tiene diecisiete años y medio —comentó Lady Studley en enero.

Lalitha la miró sorprendida, ya que sabía la verdadera edad de Sophie, pero ya había aprendido a no contradecir ni discutir, a fin de no recibir una violenta golpiza por su impertinencia.

—Nació —continuó Lady Studley— el tres de mayo y en ese día celebraremos su cumpleaños.

—¡Pero si ése es mi cumpleaños! —exclamó Lalitha.

—Te equivocas. Tú cumpliste dieciocho el pasado diez de julio.

—¡No, ése fue el cumpleaños de Sophie!

—¿Deseas discutir conmigo? —la retó Lady Studley.

La expresión de su rostro hizo retroceder a Lalitha.

—No… no… —repuso atemorizada.

—Sophie es hija mía y de tu padre —continuó Lady Studley—. Nació diez meses después de nuestra boda, como puedo probar con facilidad. Tú también eres mi hija y de tu padre, pero por desgracia, naciste bastarda.

—¿Qué… dice? ¡No… comprendo!

Lady Studley le hizo ver clara y abruptamente las cosas. Ella sería Sophie y Sophie ocuparía su lugar. Sólo como una concesión, no se haría saber que su padre había sido un oficial del ejército desconocido, sino Sir John:

—¿Supones que alguien lo dudará si yo lo afirmo en Londres? Lalitha no pudo contestar. No conocía a nadie en Londres y sería su palabra contra la de su madrastra.

Estaba derrotada, pero le resultaba intolerable que esa mujer vulgar y ambiciosa fingiera ser su madre.

Había tomado el lugar de su verdadera madre y se había apropiado de todo el dinero, pero Lalitha no tenía a quién acudir, y nadie la creería.

Golpeada y abatida, no tenía ya presencia de ánimo. Ni siquiera parecía ya, se dijo, una dama, sino la bastarda por la que Lady Studley quería hacerla pasar y a quien se cuidaba por caridad.

También tenía que llamar «mamá» a esa usurpadora y, si olvidaba hacerlo, Lady Studley la golpeaba y después de un tiempo Lalitha ya no pudo luchar, ni siquiera por la memoria de su madre.

Lady Studley planeó su entrada en sociedad con una habilidad que Lalitha habría admirado, de no ser la víctima en el proceso.

El dinero que había reunido no duraría mucho, sólo lo suficiente para que Sophie hiciera un buen matrimonio.

Para Lalitha no habría ni un centavo y tenía la sensación de que, en cuanto Lady Studley lograra su propósito, la arrojarían a la calle y se desentenderían por completo de ella.

Entre tanto, la necesitaban como sirvienta.

Algunas veces había planeado escribir a su tío, pero resultaba muy complicado y sabía lo severa que sería la sanción si la descubrían.

Tres semanas después de haber llegado a Londres, Lady Studley le había arrojado el periódico con una carcajada cruel.

—Tu tío ha muerto. Puedes enterarte en la columna de defunciones.

—¡Muerto! —Casi gritó Lalitha.

—Y no tendrás tiempo de guardarle luto. ¡A trabajar!

Lalitha comprendió que su última esperanza de escapar se había esfumado. Sólo le quedaba tratar de sobrevivir día a día.

Cuando terminaba la gran cantidad de tareas que le asignaban, estaba demasiado exhausta como para hacer otra cosa que buscar el refugio del sueño.

Empezaba a sentir que aquella vida afectaba su cerebro. La falta de afecto y continuas golpizas la hacían sentir tan tonta, que a veces, no sólo le costaba trabajo recordar algo, sino hasta comprender lo que le decían.

Ahora trataba de acordarse de lo que Lady Studley le había ordenado que dijera a Lord Rothwyn, pero su mente parecía estar en blanco y sólo podía pensar en el dolor de su espalda.

Podía sentir el vestido pegado a las heridas abiertas que había causado la vara de su madrastra, sabía que al quitárselo sufriría un intenso dolor y que al arrancar la tela las heridas sangrarían de nuevo.

Bajo la capa oscura se desabotonó la espalda del vestido. Nadie la vería, y en cuanto cumpliera con el encargo, regresaría a casa para lavar las heridas que la hacían sufrir más.

—Ojalá ya todo hubiera terminado y no tuviera yo que dar el mensaje a su señoría —murmuró para sí.

Se le ocurrió la súbita idea de escapar; pero ¿a dónde iría? No tenía dinero ni a quién acudir y si volvía a casa sin haber hablado con Lord Rothwyn sabía bien lo que le esperaba.

El carruaje alquilado que la conducía la esperaría para llevarla de vuelta, lo cual era una concesión, ya que su madrastra podría haberle ordenado que volviera a pie.

Vio que se acercaban a la iglesia y, frenética, trató de recordar lo que debía decir.

Cuando se detuvieron se cubrió la cabeza con la capucha de la capa, que era gruesa. Sintió frío y se estremeció, pero se dijo que se debía más al temor que al viento que soplaba afuera.

«No debo asustarme», pensó: «No es asunto mío… sólo soy una mensajera», no obstante, mientras entraba en la iglesia, temblaba.

Era un lugar oscuro, aunque se alumbraba con linternas. Las piedras grises semejaban centinelas acusadoras, como si se escandalizaran de las mentiras que estaba obligada a decir.

De pronto, escuchó pasos y antes que pudiera ver quién se aproximaba, unos brazos la rodearon.

—¡Mi amor, viniste! ¡Sabía que lo harías!

Lalitha levantó el rostro para protestar y unos labios masculinos se apoderaron de su boca.

Por un momento la sorpresa la paralizó. No podía moverse y los labios insistentes, apasionados, exigentes, no le permitían hablar.

Vagamente, desde el fondo de su mente, se dijo que nunca había imaginado que un beso pudiera ser así. Con un esfuerzo tremendo, forcejeó para liberarse.

—¡Por favor… por favor! —balbuceó – ¡No… soy… Sophie!

—Eso veo.

Lalitha miró al hombre y a la luz de la linterna pudo ver que era más alto de lo que esperaba. Su presencia era imponente.

—¿Quién es usted? —preguntó cortante.

—Soy… la hermana… de Sophie —logró decir Lalitha.

Todavía podía sentir la presión de sus labios, y aun cuando ya no la tocaba, le parecía estar en sus brazos.

—¿Su hermana? No sabía que la tuviera.

Lalitha trató de poner en orden sus pensamientos. ¿Qué era lo que debía decir?

—¿En dónde está Sophie?

La voz era dura y amenazadora.

—Vine… a decirle… señor —balbuceó Lalitha— que no… puede… venir.

—¿Por qué no?

La abrupta pregunta la desconcertó. Trataba de recordar las palabras exactas que debía decir.

—Siente… señor… que debe… hacer… lo que es… honorable y… no romper… su promesa… con el señor Verton.

—¿Tiene que repetir esa letanía? —le preguntó con rudeza—. Lo que en realidad quiere decir es que su hermana se ha enterado de que el Duque de Yelverton se muere. ¿No es así?

—¡No… no… yo… no!

—¡Miente! —le espetó—. Miente tanto como su hermana. Yo le creí cuando dijo que me amaba. ¿Cómo pudo una mujer engañarme así?

Había tal desprecio en su voz que Lalitha hizo un intento desesperado por evitar que condenara a Sophie.

—No es… así —tartamudeó— ella… solo… quiere… cumplir el compromiso… que hizo… antes de conocerlo… a usted.

—¿Espera que crea esas tonterías? —preguntó furioso—. No añada mentira tras mentira. Su hermana se burló de mí, como bien sabe, pero… ¿Qué mujer puede resistir el convertirse en duquesa?

Añadió furioso, con un tono que parecía atravesar las paredes de la iglesia:

—¡Vuelva y diga a su hermana que me ha dado una lección que nunca olvidaré! Y lo que es más, la maldigo tanto como me maldigo a mí mismo por confiar en ella.

—No… diga… eso —le suplicó Lalitha – Es de… mala… suerte.

—¿Qué tiene que ver aquí la suerte? Su hermana no sólo me ha hecho perder una esposa sino también diez mil guineas.

Lalitha lo miró, y como no pudo evitar sentir curiosidad, preguntó:

—¿Cómo… pudo… hacerlo?

—Aposté esa suma porque estaba convencido de su sinceridad; de que no era una ambiciosa como el resto de las mujeres; que para ella el rango no significaba tanto como el afecto, ni un título más que el amor que con tanta facilidad me ofreció.

—Así es… para algunas… mujeres —respondió Lalitha sin poder evitarlo.

—Si las hay todavía no conozco ninguna.

—Tal vez lo haga… algún día.

—¿Cree que debería apostar a eso? —preguntó él con voz salvaje y luego añadió—. ¡Váyase! ¡Regrese a su casa! ¿Qué espera? Descríbale a su hermana mi furia, mi frustración y, por supuesto, mi desesperación porque no se convirtió en mi esposa.

Había tanta furia contenida en su voz, que Lalitha no pudo moverse. Se sentía como hipnotizada por las intensas emociones que sacudían a aquel hombre y que no le permitían obedecerlo. Y, sin embargo, anhelaba huir.

—¡Diez mil guineas! —repitió Lord Rothwyn.

Casi como si hablara para sí mismo, pero todavía con el tono de furia que había utilizado al dirigirse a Lalitha, añadió:

—¡Me lo merezco! ¿Cómo pude ser tan tonto, tan absurdo e infantil como para suponer que era diferente?

Como si las palabras avivaran el fuego de su ira incontrolable, gritó a Lalitha:

—¡Fuera de mi vista! Dígale a su hermana que si vuelvo a verla, la mato. ¿Me escuchó? ¡La mataré!

Lalitha atemorizada, se volvió para alejarse, pero al dar el primer paso oyó que Lord Rothwyn decía, con voz más tranquila, pero todavía amenazadora:

—¡Espere! Si es usted la hermana de Sophie su apellido será también Studley.

Lalitha se volvió, sorprendida. No comprendía por qué le interesaba eso a él, pero como se dio cuenta de que esperaba una respuesta, respondió titubeante:

—S… sí.

—Tengo una idea que tal vez salve mi dinero y hasta mi orgullo. ¿Por qué no? ¿Por qué demonios no?

Estiró la mano y tomó a Lalitha de un brazo.

—Venga conmigo.

La condujo por el pasillo hacia el frente de la iglesia.

—¿Qué… sucede? ¿Adónde… me lleva?

—¡Se casará conmigo! Una señorita Studley es lo mismo que otra y sería una lástima no utilizar los servicios del párroco que espera.

—¡No… lo dice… en serio! —protestó Lalitha – ¡Es una… locura!

—Aprenderá que yo siempre hablo en serio. Se casará conmigo y eso, al menos, mostrará a su mentirosa y traicionera hermana que hay otras mujeres además de ella.

—¡No… no! —protestó de nuevo Lalitha—. ¡No puedo… hacerlo!

—Puede y lo hará —fue la orden terminante.

Ella levantó la cara para mirarlo y su rostro le pareció el del mismo diablo. Jamás había visto, sin embargo, un hombre tan apuesto y a la vez tan enfurecido, a punto de perder el control.

Sus ojos eran apenas unas delgadas hendiduras y una línea blanca rodeaba sus labios.

El eco de los pasos de ambos resonaba en las paredes de la silenciosa iglesia.

—No… no… no… —protestaba Lalitha, casi en un susurro porque al respeto que debía al lugar no le permitía levantar la voz.

Lord Rothwyn no le respondió. La obligaba a caminar hacia al altar, donde los esperaba un sacerdote.

Frenética, Lalitha trató de zafarse, sin conseguirlo. El era fuerte y ella demasiado débil para forcejear.

—No… puedo… por favor… por favor… es una locura… deténgase, por favor… por favor… por favor.

Habían llegado al altar y la joven volvió sus ojos hacia el sacerdote. Pensó que tal vez podría apelar a él y pedirle ayuda, pero vio que era un hombre muy viejo, de cabellera blanca y rostro surcado de arrugas. Estaba casi ciego y era evidente que le costaba mucho trabajo verlos, y que casi no se percataba de su presencia.

Por alguna razón, las palabras que Lalitha deseaba decir murieron en sus labios.

—Queridos míos… —empezó a decir el anciano con voz monótona.

«¡Debo detenerlo… debo hacerlo!» se dijo Lalitha, pero las palabras que podrían lograrlo no acudían a su boca.

Creyó que iba a desvanecerse y la vista se le nubló.

Estaba consciente de la intensa fragancia de los lirios que decoraban al altar, de las luces que parpadeaban frente a ella, de la paz y el silencio de la iglesia.

«No pronunciaré… las palabras… que me convertirán… en su esposa», se dijo. «Esperaré hasta ese… momento… y entonces diré… ¡no!».

—¿Tú, Iñigo Alexander tomas a esta mujer como tu esposa? —Escuchó que el sacerdote preguntaba.

La respuesta, fuerte y firme, resonó en las paredes de piedra.

—¡Sí!

Todavía estaba enfurecido, pensó Lalitha con un estremecimiento de temor.

El clérigo se volvió hacia ella.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Lord Rothwyn.

—Lalitha… pero no… puedo… —respondió ella.

—Se llama Lalitha —indicó Lord Rothwyn al anciano, como si ella no hubiera hablado.

—Repita conmigo «Yo, Lalitha…».

—No puedo… no puedo —empezó a decir en un susurro.

Los dedos de Lord Rothwyn se cerraron con fuerza sobre su brazo. Le producían un profundo dolor y la obligaban, por el hábito que los golpes de su madrastra le habían creado, a hacer lo que se le indicaba. La invadió el mismo miedo que sentía cuando esperaba que cayera sobre ella otro golpe de la vara en su espalda.

Casi sin pensar, y sin que su voluntad interviniera, se escuchó balbucear:

—Yo… Lalitha… tomo a… Iñigo Alexander…

Cuando todo terminó, salieron de la iglesia y viajaron juntos, pero no en el carruaje rentado en el que Lalitha llegó, sino en un lujoso vehículo con adornos de plata y mantas de marta cebellina para cubrirles las piernas.

Lalitha no habló; pero sin necesidad de palabras, comprendía que Lord Rothwyn continuaba tan furioso como antes. Percibía su ira, que, con la fuerza de un trueno, llenaba la tensa atmósfera del carruaje.

Ella trataba de pensar en las consecuencias de haber ocupado el lugar de Sophie ante al altar y todavía no podía creer que fuera verdad.

—¿Qué sucederá… conmigo? ¿Qué… haré? —se preguntó, pero no encontró respuestas.

Estaba tan aterrorizada que apenas podía respirar y tan exhausta que, si caía al suelo del carruaje permanecería allí, y jamás volvería a incorporarse.

El carruaje se detuvo frente a una de las elegantes mansiones del Parque Lane.

Una luz dorada brotaba de las puertas abiertas y sirvientes de librea con adornos dorados extendieron una alfombra roja sobre la escalinata y acudieron a abrir la puerta del vehículo.

Lalitha descendió primero y caminó hasta el imponente vestíbulo, donde se detuvo, confusa y asustada.

—¡Venga por acá!

De nuevo Lord Rothwyn la tomaba de un brazo y la condujo a través del vestíbulo hacia una hermosa habitación y Lalitha, al ver la gran cantidad de libros que allí había, comprendió que aquélla era la biblioteca.

En el centro había un gran escritorio, donde un lacayo colocó dos candelabros, aunque había suficiente luz, procedente de las lámparas de plata que adornaban los muros.

—¿Necesita algo más, su señoría? —preguntó el mayordomo con respeto.

—No. Déjennos solos, pero mantenga un lacayo en servicio. Tendrá que entregar una nota.

—Muy bien, su señoría.

Lalitha oyó cerrarse la puerta y se estremeció. Estaba sentada en el escritorio, por indicaciones de Lord Rothwyn y, frente a ella, había una gran caja de piel decorada con grabados dorados.

Lord Rothwyn la abrió, sacó algunas hojas de papel grabado y una elegante pluma blanca para escribir.

En un gesto automático, Lalitha se quitó la capucha y desató la cinta que anudaba la capa de su cuello.

Le resultaba difícil mover el brazo, así que aflojó la presión de la capa, haciéndola un poco hacia atrás y tomó la pluma que él le ofrecía.

—Escriba —le ordenó.

Obediente, porque no podía evitarlo, Lalitha se inclinó y apoyó la mano contra el papel.

«Querida Sophie», le dictó con voz dura y ella lo escribió, mientras él proseguía:

«Entregué tu mensaje a Lord Rothwyn, y como él creyó que era una lástima desperdiciar los servicios del párroco y las festividades que había preparado para ti, tomé tu lugar y ahora soy su esposa. Estoy segura que te alegrará saber que todos los temores por la salud del Duque de Yelverton eran infundados y que se espera que goce de buena salud durante muchos años».

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

De pronto levantó la vista hacia Lord Rothwyn, que estaba de pie a su lado.

—¡No era… verdad! Fue usted… quien envió… esa nota a Sophie. ¡El duque… no está… moribundo!

—No, no está moribundo —respondió Lord Rothwyn—. Era una prueba, en la cual fracasó su hermana.

—¿Cómo fue capaz de hacer algo así? ¡Fue malévolo… cruel!

—¿Cruel? —repitió él—. ¿Le parece cruel poner a prueba un amor que se ha jurado una y otra vez; un amor en el que yo creía, pero existía sólo en mi loca y absurda imaginación?

De nuevo, Lalitha pudo sentir el peso de su violencia.

—Vamos, termine su carta —le ordenó—. El lacayo espera.

—No… puedo… escribir… esto… me… matarán. ¡Me… matarán… por haber… tomado parte… en el engaño!

Su voz revelaba un profundo terror. Soltó la pluma y trató de leer lo que había escrito, pero las palabras bailaban ante sus ojos.

—¡Estoy loca! ¡Debí estarlo… para permitir… que me hiciera… esto… y… no… puedo… soportar… más!

Se cubrió el rostro con las manos y dejó caer la cabeza sobre el escritorio.

Al moverse, la capa se deslizó por su espalda, desde los hombros hasta el respaldo de la silla.

—¡Vamos! No es momento para debilidades. No la matarán, se lo prometo.

—No… debí… hacerlo.

El iba a responderle, pero la desesperación que advirtió en la voz de ella lo detuvo. Bajó la vista y vio la espalda de Lalitha, al instante tomó un candelabro del escritorio.

Lo sostuvo sobre la cabeza de Lalitha y la luz reveló con claridad las sangrantes heridas.

Ella llevaba el vestido desabotonado casi hasta la cintura y él notó las marcas que habían dejado la vara y Lady Studley. Algunas tenían un color púrpura oscuro y otras, que sangraban, eran tan innumerables que cubrían casi toda la espalda.

—¡Dios mío! —exclamó Lord Rothwyn, preguntando luego con un tono de voz muy diferente al que había empleado antes:

—¿Quién la trató así? ¿Quién le hizo esas heridas en la espalda?

Cansada, Lalitha apartó el rostro de sus manos y lo levantó. La cabeza le daba vueltas y no podía pensar con claridad.

—Mi… madrastra —respondió casi sin pensar.

Pero al escuchar sus propias palabras, gritó frenética:

—¡No… no… quise decir… mi madre! ¡Fue… un error! ¡Es… mi… madre… sí… es… mi madre!

Lord Rothwyn, con el candelabro en la mano, la miró asombrado. Lalitha se levantó del escritorio y se dirigió a él suplicante:

—¡No… no lo dije… le juro… que no lo… dije… y no… puedo…!

Lo miraba con terror, como si dudara que la escuchara. Hizo un ademán desesperado y cayó al piso desvanecida.