Capítulo 1

1819

Pero, Sophie, no puedes hacerlo.

—¡Puedo hacer lo que quiera!

¡Era difícil imaginar que alguien pudiera ser más hermosa! Con sus rizos dorados, su cutis blanco y sonrosado y facciones perfectas, Sophie Studley había logrado ascender a la fama en cuanto la vieron los caballeros de Saint James.

Después de haber permanecido un mes en Londres se le proclamaba como «Incomparable» y a los dos meses ya estaba comprometida en matrimonio con Julius Verton, quien a la muerte de su tío se convertiría en Duque de Yelverton.

El compromiso se había anunciado en los periódicos y ya empezaban a llegar regalos de boda a la casa que Lady Studley había alquilado en Mayfair durante la temporada social.

Pero ahora, a dos semanas de celebrarse el matrimonio, Sophie había declarado que tenía intención de fugarse con Lord Rothwyn.

—¡Provocarás un gran escándalo! —protestó Lalitha – ¿Por qué vas a hacerlo?

La diferencia entre ambas muchachas, que eran casi de la misma edad, era sorprendente.

Sophie constituía el ideal de belleza para cualquier hombre y parecía una rosa inglesa, y Lalitha era en cambio, patética.

Una enfermedad sufrida durante el invierno la había dejado «en los huesos», como decían los sirvientes.

Debido a las largas horas que pasaba cosiendo para su madrastra, con una cantidad insuficiente de velas para alumbrarla, sus ojos estaban irritados e hinchados.

Su cabello estaba tan opaco y sin vida que casi parecía gris. Lo usaba estirado hacia atrás, de una forma poco favorecedora que le dejaba despejada la frente, fruncida siempre en una perenne expresión de angustia.

Las dos eran casi de la misma estatura, pero Sophie parecía simbolizar la salud y la alegría de vivir, Lalitha por el contrario, semejaba una sombra al punto del colapso.

—Pensaría que incluso para alguien tan tonto como tú, la razón es evidente.

Lalitha no respondió y Sophie prosiguió:

—Es verdad que Julius llegará a ser duque, de lo contrario no habría aceptado casarme con él, pero la pregunta es: ¿cuándo?

Hizo un expresivo ademán con ambas manos.

—El duque de Yelverton no tiene más de sesenta años —continuó— y puede vivir diez o quince años más. Para entonces ya estaré demasiado vieja para disfrutar de mi posición como duquesa.

—Todavía seguirás hermosa.

Sophie se volvió para mirarse en el espejo. Una sonrisa surgió en su rostro al contemplar su imagen. No cabía duda de que el costoso vestido de crepé azul claro con pechera de encaje le favorecía mucho.

La cintura ceñida había vuelto a ponerse de moda. Los nuevos corsés de París hacían que su cintura pareciera mucho más pequeña, efecto que se acentuaba con las amplias faldas adornadas con ramilletes de flores y lazos de tul.

—Sí —asintió con lentitud—. Todavía seré bella, pero más que nada me gustaría ser pronto duquesa y así poder asistir a la apertura del Parlamento luciendo una coronita y tomar parte en la Coronación.

Hizo una pausa y añadió:

—Ese viejo, loco y cargante rey tiene que morirse pronto.

—Quizá el duque no te haga esperar tanto —sugirió Lalitha con su voz suave y musical.

—No tengo intención de esperar mucho ni poco. Me fugaré con Lord Rothwyn esta noche. Ya está todo arreglado.

—¿Te parece que haces bien?

—Es muy rico, uno de los hombres más ricos de Inglaterra y amigo del Regente, algo a lo que nunca podrá aspirar el pobre de Julius.

—Es que es mayor que el señor Verton y aunque no lo conozco, creo que debe atemorizar bastante.

—Tienes razón. Es de pelo oscuro, más bien siniestro y muy cínico. ¡Eso le brinda un inmenso atractivo!

—¿Y te ama?

—¡Me adora! Bueno, ambos, pero con franqueza, Lalitha, si los comparo, creo que Lord Rothwyn es mejor elección.

Después de un momento de silencio, Lalitha dijo:

—Considero que lo que debes tomar en cuenta, más que nada, es con quién de ellos serás más feliz. Eso es lo que en realidad… importa en el matrimonio.

—¡Has vuelto a tus libros y mamá se pondrá furiosa si te descubre! El amor es para los libros y para las doncellas, no para las damas de la nobleza.

—¿En realidad puedes pensar en casarte sin él?

—Puedo pensar en casarme con quienquiera que me ofrezca la mayor ventaja y estoy convencida de que Lord Rothwyn puede hacerlo. ¡Es rico, muy muy rico!

Se alejó del espejo para dirigirse a un armario que tenía las puertas abiertas, lleno de una gran cantidad de bellos vestidos que, como Lalitha sabía, aún no se habían terminado de pagar.

Pero eran las armas indispensables que Sophie debía usar para atraer la atención del «Bello Mundo», lo cual le había hecho conseguir tres proposiciones de matrimonio.

Una vez fue la de Julius Verton, el futuro Duque de Yelverton. La segunda, inesperada, y que apenas se había producido la semana anterior, había sido la de Lord Rothwyn.

La tercera, que Sophie había rechazado enseguida, provenía de Sir Thomas Whernside, un caballero viejo, disoluto y jugador, quien para sorpresa de sus amigos, que lo consideraban un soltero empedernido, había caído rendido a los pies de Sophie la primera noche que la viera.

Había habido otros pretendientes, por supuesto, pero se mostraron indecisos o Sophie los consideró demasiado pobres para tomarlos siquiera en cuenta.

Cuando Julius Verton le propuso matrimonio, a ella le pareció, en el primer momento, que todos sus sueños se convertían en realidad.

Convertirse en duquesa excedía todas sus ambiciones, por lo que aceptó con entusiasmo, aunque no sin reparar en algunas desventajas.

La peor era que Julius Verton tenía poco dinero. Recibía una pequeña pensión de su tío, como heredero del ducado, por lo que él y Sophie tendrían que conformarse con una vida sencilla hasta que heredara la propiedad Yelverton, que se encontraba a bastante distancia de Londres.

Entre tanto, les sería imposible mantenerse en el ritmo lujoso y extravagante de la sociedad londinense que Sophie envidiaba y que le encantaba.

Sin embargo, no se había atrevido a renunciar a una alianza de tal importancia social.

Lady Studley se había apresurado a anunciarlo en el periódico y se planeó que la boda tuviera lugar antes que el Regente partiera hacia Brighton.

Los días de Sophie estaban llenos de pruebas con las costureras, con la recepción de regalos y felicitaciones de sus conocidos.

Sophie y su madre no habían vivido lo suficiente en Londres como para haber adquirido amistades.

Su hogar, como explicaban a todo el que quisiera escucharlas, estaba en Norfolk, donde los antepasados del finado Lord Studley habían vivido desde los tiempos de Cromwell.

Studley podría ser un apellido muy respetado en la campiña, pero era desconocido en el mundo social londinense. Por ello era todavía más gratificante el triunfo de Sophie, que no tenía más recomendación que su bello rostro.

Todo parecía ir sobre ruedas hasta que, de forma inesperada, Lord Rothwyn apareció en escena.

Sophie lo había conocido en uno de los bailes a los que ella y Julius Verton eran invitados noche tras noche.

Lord Rothwyn había estado ausente de Londres, por lo que no había tenido aún oportunidad de caer en las redes de Sophie.

—¿Quién demonios es ella? —Escuchó exclamar y vio que un hombre moreno y sardónico miraba en dirección donde estaba.

Sophie no se había sorprendido, ya que estaba acostumbrada a la admiración del sexo fuerte.

—¿Quién es el caballero que acaba de llegar? —preguntó a uno de los hombres que la rodeaban.

—Lord Rothwyn. ¿No lo conoce?

—Nunca lo había visto.

—Es un sujeto extraño e imprevisible con un genio endemoniado pero rico como Creso y el Regente le consulta todos sus locos proyectos arquitectónicos.

—¡Si aprobó el Pabellón de Brighton debe estar loco! —exclamó Sophie—. Ayer me lo describieron como una pesadilla hindú.

—Sin duda una buena descripción. Pero veo que Rothwyn está decidido a conocerla.

Era evidente que Lord Rothwyn había pedido que le presentaran a Sophie, pues un conocido mutuo lo conducía a través de la habitación.

—Señorita Studley —dijo— deseo presentar a Lord Rothwyn. Me parece que dos de los más distinguidos ornamentos de la sociedad deben conocerse uno al otro.

Sophie le había dedicado una de sus más encantadoras sonrisas y Lord Rothwyn se inclinó con una elegancia que ella no esperaba.

—Estaba ausente de Londres, señorita Studley y a mi regreso descubro que ha sido asolado por un meteoro pleno de un divino poder que ha hecho que todo cambie de la noche a la mañana.

Ése fue el principio de un cortejo avasallador, tan ardiente, impetuoso y violento, que intrigó a Sophie. Flores, cartas y regalos llegaban casi a cada hora del día.

Lord Rothwyn había invitado a Sophie a pasear en su faetón; luego, a su palco en la ópera, acompañada de su madre, y le ofreció una fiesta en la Casa Rothwyn.

Más tarde, Lalitha se enteró de que aquel sarao había excedido en lujo y esplendor a todas las fiestas a que había asistido Sophie.

—¡Su Alteza Real estaba presente! —le había contado Sophie, fascinada— y mientras me felicitaba por mi compromiso con Julius, pude ver que se daba cuenta de que Lord Rothwyn también está a mis pies.

—Imagino que será difícil que alguien no se dé cuenta —comentó Lalitha.

—¡Me adora! Si hubiera pedido mi mano antes que Julius, lo habría aceptado.

Y ahora, de pronto, casi a última hora, Sophie había decidido fugarse con él.

—Significa que renunciaré a mi grandiosa boda. No tendré damas de honor ni recepción ni luciré mi bello vestido de novia —dijo melancólica— pero su señoría me ha prometido una gran recepción en cuanto volvamos de nuestra luna de miel.

—La gente quizá se escandalice de que plantes así al señor Verton.

—Eso no evitará que acepten la invitación a la Casa Rothwyn. Saben bien que serán muy pocas las fiestas que pueda dar Julius antes de convertirse en duque.

—Yo creo que debes casarte con el hombre a quien diste tu palabra.

—Me alegra no tener esos remordimientos de conciencia. Pero no perderé la oportunidad de hacerle notar a su señoría el gran sacrificio que hago por él.

—¿Crees que lo amas?

—¡Por supuesto! Le he dicho que me fugo con él sólo porque estoy muy enamorada y no podría soportar vivir sin él.

La risa que acompañó sus palabras no era muy agradable.

—Y en verdad podría amar a cualquiera que fuera tan rico como Rothwyn, sólo que lamento no poder llevar el emblema ducal, que me quedaría tan bien.

Lanzó un pequeño suspiro y agregó:

—Bueno, tal vez su señoría no viva mucho. Entonces me convertiría en una viuda rica y podría casarme con Julius, así también sería duquesa.

—¡Sophie! ¡Qué manera tan malvada de hablar!

—¿Y por qué no? Después de todo, Elizabeth Gunning no era más bella que yo y se casó con dos duques, solían llamarla la «doble duquesa».

Lalitha no respondió, convencida de que nada cambiaría el modo de pensar de Sophie.

—No estoy segura de que éste sea el traje adecuado para fugarme. Como aún hace algo de frío por las noches, me pondré encima la capa de terciopelo azul ribeteada con armiño.

—¿Vendrá su señoría por ti?

—¡Claro que no! Cree que mamá se molestaría y nos pondría obstáculos —rió al decir eso y agregó—: ¡No conoce a mamá!

—¿En dónde te encontrarás con él?

—Afuera de la iglesia de San Alphage, al norte de la Plaza Grosvenor. Es pequeña, oscura y bastante pobre, pero a su señoría le parece el lugar adecuado para una fuga.

Sonrió maliciosa y añadió:

—Y lo más importante es que al vicario puede pagársele para que mantenga la boca cerrada.

—¿Y… el señor Verton? —preguntó Lalitha.

—Le escribí una nota que mamá enviará por medio de un mensajero para ser entregada justo antes que yo llegue a la iglesia. Pensamos que así parecería más correcto, ya que se enterará antes que la ceremonia tenga lugar.

Sophie sonrió.

—En realidad es una treta, ya que como Julius está de visita con su abuela en Wimbledon no recibirá la carta hasta mucho después de que yo ya esté casada.

Añadió después de una pausa:

—Pero imaginará que hice lo correcto y será demasiado tarde para que haga algo para impedirlo.

—Lo lamento por él. Está muy enamorado de ti, Sophie.

—Para serte franca, Lalitha, siempre me pareció aburrido.

Aquello no sorprendió a Lalitha. Desde el principio, se había dado cuenta de que a Sophie no le interesaba Julius Verton en lo absoluto como hombre.

Las cartas de amor permanecían sin abrir. Sophie apenas miraba las flores que le enviaba y se lamentaba sin cesar de que sus regalos no fueran lo suficientemente caros o lo que ella esperaba.

—¿Qué hora es? —preguntó Sophie, sentada en su tocador.

—Siete y media.

—¿Por qué no me has traído algo que comer? Debiste suponer que ya tenía hambre.

—Lo haré enseguida.

—Espero que sea algo apetitoso.

—¿A qué hora tienes que reunirte con su señoría? —preguntó Lalitha mientras se dirigía hacia la puerta.

—Me espera a las nueve y media, pero lo haré esperar. Le sentará bien preocuparse un poco y preguntarse si me he arrepentido en el último momento.

En el momento de cerrar la puerta, Lalitha escuchó que Sophie la llamaba de nuevo.

—Creo que debes enviarme ya al mensajero. Le llevará más de una hora llegar a Wimbledon. La nota está en mi escritorio.

—Lo buscaré.

Lalitha cerró la puerta y bajó la escalera y cuando encontró la nota la miró durante un momento.

Tuvo la sensación de que Sophie hacía algo irrevocable que después lamentaría, pero luego se dijo que no era asunto suyo.

Con la nota en las manos, bajó por la angosta y oscura escalera que conducía al sótano.

Había pocos sirvientes en la casa, que estaban mal entrenados y cumplían sus deberes con negligencia, ya que todo lo que poseía Lady Studley, que no era mucho, se había gastado en la renta de la casa y en el vestuario de Sophie.

Todo había sido una trampa preparada para atrapar un marido rico e importante para Sophie y había tenido éxito.

Lalitha había tenido que sufrir las consecuencias de aquel sistema de vida. Mientras vivían en el campo, incluso después de la muerte de su padre, bastantes sirvientes viejos continuaban en la casa porque habían estado en ella durante años.

En Londres, en cambio, había tenido que fungir de cocinera, camarera y doncella, aparte de mensajera, desde las primeras horas de la mañana hasta tarde en la noche.

Su madrastra siempre la había odiado y después de la muerte de su padre comenzó a tratarla con desprecio.

Lalitha se convirtió en esclava, a quien se obligaba a realizar las tareas más humillantes y a quien se castigaba con crueldad si protestaba.

Algunas veces, llegó a pensar que su madrastra la trataba de esa forma con la esperanza de conducirla a la muerte y tuvo que enfrentarse al hecho de que era bastante probable.

Sólo ella sabía la verdad; sólo ella conocía los secretos sobre los cuales Lady Studley se construía una nueva vida para ella y para su hija, de modo que su muerte sería un alivio para ambas.

Pero Lalitha se repetía que aquéllas eran ideas morbosas que llegaban a su mente porque estaba muy débil desde su enfermedad.

Se había visto obligada a levantarse de la cama mucho antes de lo que convenía a su salud, por la simple razón de que, mientras permanecía en su dormitorio, no tenía qué comer.

Por instrucciones de Lady Studley, los sirvientes de la casa no podían atenderla y, después de varios días de creciente debilidad por falta de alimento, no había tenido más remedio que bajar para evitar morir de inanición.

—¡Si puedes comer, también puedes bajar! —le había dicho su madrastra, así que tuvo que volver a la rutina acostumbrada de hacer lo que nadie más en la casa quería hacer.

Ahora, mientras caminaba por el frío pasillo hacia la cocina, se dio cuenta de que estaba muy sucio y que requería una buena limpieza.

Pero no había a quién ordenarlo. Ella tendría que realizar esa labor, así que mantuvo la esperanza de que su madrastra no lo notara. Abrió la puerta de la cocina, un lugar oscuro y descuidado.

El lacayo, que también hacía todo tipo de tareas, estaba sentado a la mesa y bebía un vaso de cerveza de raíz.

Una mujer de cabello gris cocinaba algo sobre la estufa que no despedía un olor muy agradable.

Era una incompetente emigrada irlandesa; la única que, tres días antes, se había decidido a aceptar el escaso sueldo que ofrecía Lady Studley.

—Por favor, lleve esta nota a la Duquesa Viuda de la Casa Yelverton —indicó Lalitha al lacayo—. Me parece que está en Wimbledon.

—Iré cuando termine mi cerveza.

Lalitha ya se había dado cuenta de que los sirvientes se percataban enseguida de su escasa importancia en la casa, y que le tenían incluso menos consideraciones de las que se permitían entre ellos.

—Gracias —respondió, tranquila.

Se volvió hacia la cocinera para indicarle:

—La señorita Studley desea algo qué comer.

—No hay mucho. Hago un estofado para todos, pero todavía no está listo.

—Quizá haya huevos y podamos enviarle una tortilla.

—No puedo dejar lo que ahora hago —contestó desafiante la cocinera.

—Yo lo haré —contestó Lalitha.

De cualquier modo, sabía de antemano que tendría que hacerlo y tuvo que limpiar una sartén antes de preparar la tortilla de huevos para Sophie.

Le agregó champiñones y puso, en una fuente, pan tostado, un poco de mantequilla y un tarro de café.

Unos minutos antes que subiera la fuente, el lacayo partió para llevar la nota, después de una agria discusión con la cocinera en la que no faltaron palabras soeces.

Mientras subía la escalera, Lalitha se preguntó qué habría opinado su madre al escuchar a los sirvientes hablar de esa manera en su presencia.

El solo pensar en su madre hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos y, con resolución, se dijo que debía concentrarse en lo que hacía.

Se sentía muy cansada. Había sido un día de mucho quehacer. Las piernas le dolían y soñaba con tener un minuto para sentarse a descansar.

Pero aquél era un privilegio que sólo se le concedía cuando todos los demás se habían retirado a dormir.

Abrió la puerta del dormitorio de Sophie.

—¡Te tardaste mucho! —le reprendió Sophie.

—Lo siento, pero no había nada preparado.

—¿Qué me trajiste?

—Te preparé una tortilla de huevos con champiñones. No había nada más.

—No sé cómo no ordenas más comida, para que haya cuando la deseamos. ¡Eres una incompetente sin esperanza!

—El carnicero se niega a enviarnos nada hasta que paguemos la cuenta —se disculpó Lalitha— y cuando esta mañana vino el pescadero, tu madre no había dejado dinero y no quiso vendernos a crédito nada.

—Siempre tienes una sarta de disculpas tontas. Dame esa fuente. Lalitha tuvo la sensación de que Sophie buscaba pretextos, para quejarse, porque la comida estaba en realidad deliciosa. —Sírveme un poco de café.

Pero Lalitha parecía prestar atención a otra cosa.

—Me parece que tocan —dijo – Jim se fue a la Casa Yelverton a entregar tu nota y estoy segura de que la cocinera no abrirá.

—Será conveniente entonces que lo hagas tú —respondió Sophie con tono sarcástico.

Lalitha salió de la habitación y bajó de nuevo la escalera, abriendo enseguida la puerta del frente.

Un lacayo de uniforme le entregó una nota.

—Para la señorita Sophie Studley.

—Gracias.

Lalitha miró la nota y supuso que se trataría de otra carta de amor, como las que recibía Sophie a todas horas, pero cuando se dispuso a subir de nuevo la escalera escuchó un grito.

Lady Studley dormía en una pequeña habitación del primer piso porque le disgustaban las escaleras, aunque el dormitorio de Sophie, como todos los demás, estaba en el segundo.

Lalitha puso la nota sobre una mesa del rellano y se dirigió a la alcoba de su madrastra.

Lady Studley estaba de pie junto a la cama, vestida para una recepción a la que pensaba asistir media hora más tarde.

Era una mujer alta que había sido atractiva en su juventud, pero ahora tenía las facciones duras y una silueta poco grácil.

Era difícil creer que fuera la madre de la hermosa Sophie, aunque era muy agradable con la gente. Sólo quienes vivían con ella sabían lo dura, cruel y exigente que podía ser.

No se esforzaba en dominar su carácter, a menos que así le conviniera, y ahora Lalitha, con un estremecimiento de temor, se dio cuenta de que estaba furiosa.

—¡Ven acá, Lalitha! —exclamó.

Con timidez, Lalitha se acercó y Lady Studley le mostró un vestido al que se le había roto un ojal.

—Te dije antier que lo cosieras.

—Lo sé, pero realmente no tuve tiempo y no puedo hacerlo por la noche. Me arden los ojos y no puedo ver el delicado encaje más que a la luz del día.

—¡Como siempre, todo son excusas para tu incompetencia y tu haraganería!

Como si el solo hecho de ver a Lalitha la hiciera perder los estribos, le lanzó una andanada de improperios:

—¡Haragana inútil! Desperdicias tu tiempo y mi dinero cuando debías trabajar. Te he dicho no una sino miles de veces que no lo toleraré y que cuando te ordeno algo debes hacerlo enseguida.

Lanzó el vestido de encaje a los pies de Lalitha.

—¡Levántalo! —le gritó—. ¡Y para que no olvides lo que acabo de decirte, te daré una lección que no olvidarás en mucho tiempo!

Tomó una vara de un rincón de la habitación, pero Lalitha, al incorporarse después de recoger el vestido, se dio cuenta de las intenciones de su madrastra.

Era demasiado tarde, sin embargo. El golpe le azotó los hombros y cuando lanzó un grito su madrastra la golpeó una y otra vez, hasta obligarla a caer de rodillas. La vara caía sobre sus espaldas sin cesar.

Lalitha llevaba un vestido que había pertenecido a Sophie y que le quedaba grande. Tratando de repararlo lo había estrechado y levantado un poco de frente, pero como en las últimas semanas había bajado aún más de peso, le quedaba muy escotado en la espalda.

Así que la vara cortaba su carne desnuda, hacía brotar la sangre y abría viejas heridas de otras golpizas anteriores.

—¡Maldita seas! ¡Te enseñaré cuál es tu lugar en esta casa y te obligaré a obedecerme!

Después del primer gemido, Lalitha no gritó más. El intenso dolor y el horror de lo que sucedía, la dejaban como siempre, casi sin aliento. Los golpes continuaron y la oscuridad invadió su mente, interrumpida sólo por ráfagas rojas cada vez que la vara castigaba su cuerpo.

De pronto, se abrió la puerta.

—¡Mamá, mamá!

La voz de Sophie era tan imperiosa y excitada, que el brazo de Lady Studley quedó inmóvil en el aire.

—¿Qué crees que ha sucedido? —preguntó Sophie.

—¿De qué se trata? —inquirió Lady Studley.

Sophie ignoró el cuerpo de Lalitha tendido en el suelo y dio a su madre la nota que había puesto sobre la mesa.

—¡El Duque de Yelverton se muere! —exclamó.

—¿Se muere? —repitió su madre—. ¿Cómo lo sabes?

—Alguien me escribió en nombre de Julius para explicarme que ha tenido que salir enseguida para Hampshire y no tuvo tiempo de avisarme.

—Déjame ver.

Se acercó a la luz de las velas y leyó con voz alta:

«El señor Julius Verton me ha pedido que le ofrezca disculpas en su nombre por no poder acudir a su casa hoy, como era su propósito.

Lo han llamado al lado de su tío, el Duque de Yelverton, y se ha dirigido a toda prisa a Hampshire. Es lamentable, pero se teme que su señoría no viva más allá de esta noche. Le envío, señorita, todos mis respetos.

Christopher Dewar».

—¿Lo ves, mamá, lo ves? —preguntó Sophie con voz de triunfo.

—¡Vaya lío! Y Lord Rothwyn que te espera.

—Sí, lo sé, pero mamá, ¡tengo que ser duquesa!

—¡Por supuesto! Imposible que ahora renuncies.

—Tendré que decirle a Lord Rothwyn que no puedo casarme con él —comentó Sophie, con preocupación— y sé que se molestará.

—¡Es su culpa! Nunca debió convencerte de que huyeras con él.

—No puedo dejarlo esperando.

Sophie lanzó un grito de pronto.

—¡Mamá!

—¿Qué sucede?

—¡La carta que envié a Julius! ¡Le dije a Lalitha que la enviara!

Ambas se volvieron para mirar a Lalitha, que a duras penas se levantaba del suelo, se le había soltado el cabello, que le caía sobre los hombros sangrantes. Tenía el rostro muy pálido y los ojos cerrados.

—¡Lalitha! ¿Qué hiciste con la nota para el señor Verton? —preguntó Lady Studley con tono imperioso.

Se hizo una pausa antes que Lalitha pudiera responder, y luego, con gran esfuerzo, logró decir:

—Se la… entregué… al lacayo… y ya se… fue.

—¡Alguien debe detenerlo! —Casi gritó Sophie.

—No importa —la tranquilizó su madre—. Julius no estará en casa de su abuela como suponíamos.

—¿Por qué?

—Según dice la nota del señor Dewar, se ha ido a Hampshire.

Sophie lanzó un suspiro de alivio.

—Sí, claro.

Lo que debemos hacer es dirigirnos temprano a casa de la duquesa viuda y recoger tu nota. Podemos decir que ya no es oportuna y que has cambiado de parecer. La romperás y te olvidarás que la escribiste.

—¡Qué astuta eres, mamá!

—Si no lo fuera, no estarías donde estás.

—¿Y qué hago con Lord Rothwyn?

—Bueno, debe enterarse de que cambiaste tu decisión. Lady Studley meditó por un momento antes de continuar: —Por supuesto no le dirás la verdadera razón. Deberás decir que lo has pensado bien y que ahora te parece incorrecto quebrantar tu palabra de honor y que, por lo tanto, cumplirás la promesa que hiciste a Julius Verton.

—Me parece que es lo que debo hacer. ¿Le escribo?

—Creo que es lo mejor.

Lady Studley lanzó una exclamación de súbito:

—¡No, no! Una nota sería un error. ¡Nunca dejes nada por escrito! Uno puede eludir sus mentiras de una u otra forma, pero no lo que queda en tinta.

—Me niego a hablar con él —dijo alarmada Sophie.

—¿Por qué no?

—Con franqueza, mamá, me asusta. No deseo sostener una discusión con él. Además, es imponente y capaz de sacarme la verdad. A veces me resulta difícil contestar algunas de sus preguntas.

—No me parece entonces que fuera el tipo de marido adecuado para ti. Pero si tú no vas, alguien tendrá que hacerlo.

—Tú no, mamá —se apresuró a decir Sophie—. Le he repetido una y otra vez que no aprobarías mi fuga.

—Entonces Lalitha tendrá que hacerlo. Aunque Dios sabe que armará un lío mayor.

Lalitha ya estaba de pie y, aunque tambaleante, se dirigía hacia la puerta con el vestido de encaje en las manos.

—¿Adónde vas? —le preguntó Lady Studley.

Lalitha no respondió. Se detuvo, vacilante, y volvió la vista hacia su madrastra. Las lágrimas empapaban aún su rostro y tenía húmedos los ojos.

Estaba tan pálida que Sophie exclamó, irritada:

—Será mejor que le des algo que beber, mamá, parece que va a morirse.

—¡Ojalá así fuera!

—Bueno, mantenla viva hasta después de que lleve mi recado a Lord Rothwyn.

—¡No es más que un estorbo y una molestia!

Lady Studley se dirigió hacia una mesita y tomó una botella de coñac. Puso un poco en un vaso y lo entregó a Lalitha, mientras ordenaba:

—¡Bebe! Aunque es una lástima desperdiciarlo en un espantapájaros.

—Estaré… bien.

—Haz lo que te digo, sin discutir… ¡a menos que quieras otra tunda!

Con dificultad, Lalitha se acercó a ella y tomó el vaso. Bebió de él y sintió cómo el licor le quemaba la garganta, pero, a pesar de ello, le dio nuevas fuerzas y dispersó la negrura que aún persistía en su mente.

—Escucha, Lalitha, y si cometes un solo error, te golpearé hasta que pierdas el sentido.

—La… escucho —murmuró Lalitha.

—Irás a la iglesia de San Alphage en el carruaje que vendrá a las nueve y media. Buscarás allí a Lord Rothwyn y le explicarás que Sophie es una muchacha demasiado honorable y de tan buena educación, que no puede faltar a su palabra de honor. Por lo tanto, ha decidido que no puede romper el corazón del señor Verton, por lo que se casará con él según lo convenido.

Hizo una pausa para preguntar:

—¿Está claro?

—Sí, pero… por favor… no me obliguen… a hacerlo.

—Ya te dije lo que sucederá si discutes —la amenazó su madrastra.

Levantó de nuevo la vara, pero Sophie intervino:

—¡No, mamá, si le pegas de nuevo se desmayará y no nos será útil! Yo hablaré con ella. El carruaje tardará en llegar todavía una hora.

—Está bien —accedió renuente Lady Studley, como si lamentara— no poder golpear más a la desventurada muchacha.

En aquel momento escucharon que llamaban a la puerta de la calle.

—Debe ser el carruaje que viene por mí —dijo Lady Studley—. ¿Iré a casa de Lady Carey o me quedaré en casa ya que hemos sabido de la inminente muerte del duque?

Sophie lo pensó durante un momento.

—Creo, mamá, que deberías quedarte. Si Julius se entera de que te fuiste a una fiesta después de saber lo que me había escrito, pensará que fue una descortesía tuya.

—Claro, debí pensarlo —contestó Lady Studley riendo—. Bueno, me quedaré a pasar una noche aburrida. Pero al menos tendré la oportunidad de hacer planes para el futuro. ¡Oh, querida, siempre soñé en verte convertida en duquesa!

—Gracias a Dios que lo supe a tiempo. Nunca me habría perdonado fugarme con Lord Rothwyn y después enterarme de que Julius se había convertido en duque.

—¡Nos salvamos por un pelo! —exclamó Lady Studley. Miró a su hija y añadió—: Quítate ese vestido, no vayas a maltratarlo. Es uno de los mejores que tienes.

—Me pondré una bata.

—Sí, y llévate a esta andrajosa. El solo verle me enferma.

—Bueno, al menos es útil. No hay nadie más a quien podamos enviar para dar la mala noticia a Lord Rothwyn.

—Y no creo que la reciba de buenas —observó Lady Studley con una risita—. Conozco pocos hombres tan arrogantes como su señoría.

—Ya se repondrá —contestó Sophie.

Salió de la habitación y Lalitha la siguió, pero Sophie llegó al segundo piso antes que aquélla pudiera subir la escalera.

—¡Vamos! —le indicó, impaciente—. Tengo que desvestirme.

Cuando al fin entraron en el dormitorio, Lalitha, con el vestido de encaje en las manos, dijo con voz quejumbrosa:

—Sophie… no me hagas… llevar ese mensaje. Tengo la sensación de… que Lord Rothwyn… se enfadará mucho. Quizá hasta… más que… tu madre.

—¿Por qué no le dices mamá? Te ha repetido que lo hagas.

—Quise… decir… mamá.

—No me sorprende que se enfurezca contigo. Eres una tonta, Lalitha, y si Lord Rothwyn también te golpea, no es más que lo que mereces.

—No podría… soportarlo.

—Ya lo has dicho antes.

Miró el rostro de Lalitha y añadió con voz más amable:

—Tal vez mamá se sobrepasó un poco contigo esta noche. Es muy fuerte y tú muy delgada, me pregunto si su vara no te rompió algún hueso.

—¡Yo siento… como si… los tuviera… rotos!

—Si lo estuvieran no podrías caminar.

—No… supongo que no… pero no puedo… enfrentar hoy… la furia de… Lord Rothwyn.

—No lo conoces. ¿Cómo sabes que se enfurece?

Lalitha no respondió y Sophie insistió:

—Dímelo. Sabes algo, lo adivino.

—Fue un… libro… que encontré aquí… en la casa… se llama «Leyendas de familias Famosas de Inglaterra».

—Debe ser interesante. ¿Por qué no me lo mostraste?

—No sueles leer y también… temí… que te molestaras.

—¿Molestarme? ¿Por qué?

—Se remonta a los orígenes de los Rothwyn y relata que el fundador de la familia, Sir Hengist Rothwyn era un aventurero y un pirata.

—Vamos, continúa.

—Que era un triunfador y también que era muy violento.

Lalitha notó que Sophie le escuchaba con atención y prosiguió:

—En los siglos posteriores, dice el libro, los Rothwyn han heredado el temperamento incontrolable de su antepasado. El nombre de Lord Rothwyn, «Iñigo», significa violento.

—Me parece que soy afortunada de librarme de ese caballero.

—Hay un verso acerca de Sir Hengist, escrito en mil quinientos cuarenta.

—¿Qué dice?

Lalitha se detuvo un momento y dijo luego con voz temblorosa:

Ojos negros, cabello negro,

furia negra, así que cuidado,

si un Rothwyn jura venganza.

Sophie se rió.

—¿No creerás que tengo miedo a esa tontería, verdad?