Capítulo 4

Thelma despertó con una sensación expectante.

Sabía que ver a los animales actuar sería una de las cosas más emocionantes que le habían sucedido.

A la vez, no podía evitar sentir inquietud por el conde.

¿Cómo era posible que algo tan espléndido como esa mansión y él mismo se encontraran en tan precaria situación?

Estaba ansiosa por hacer preguntas, pues sentía una inmensa curiosidad.

Se puso una blusa y su falda de montar y bajó apresurada a desayunar.

Aun cuando era temprano, él ya se encontraba presente y se puso de pie al verla entrar en el comedor, diciendo con una sonrisa:

—Estaba empezando a pensar que realmente había sido producto de mi imaginación.

—No, soy de carne y hueso ¡y estoy hambrienta!

—Tuvo suerte de que le dejara un huevo —dijo él.

Mientras le entregaba su plato, ella pensó que había mostrado poco tacto.

La cena de la noche anterior resultó muy escasa.

Sólo esperaba que Watkins tuviera el buen sentido de conseguir algo mejor para el almuerzo.

Podría pagarlo sin que el conde se diera cuenta.

—Como tengo mucho trabajo esta mañana —dijo el conde—, le sugiero que, después de ver a los animales, regrese a la casa para explorarla.

—Estoy ansiosa por hacerlo —contestó Thelma—, más, sin duda, su zoológico es primero.

Como el conde estaba vestido con ropa casual, Thelma no recogió su sombrero ni su chaqueta y cabalgó con él hacia la tienda del circo vestida tal como estaba.

Los dos hombres que había visto antes, cuyos nombres eran Walter y Bill, ya se ocupaban, el primero con los tigres y el otro con los leones.

Los animales estaban afuera de sus jaulas, al parecer muy tranquilos mientras los hombres jugueteaban con ellos.

En cuanto apareció el conde, Sita se incorporó y trotó hacia él.

Se apoyó en sus hombros aferrándose con sus grandes patas y le lamió la mejilla.

Era una escena muy conmovedora y Thelma sintió deseos de dibujarla.

El conde comenzó a dar instrucciones a los hombres de los que debían hacer.

Mientras hablaba, un leopardo rasguñaba las paredes de su jaula para que acudieran a él.

El conde se acercó y abrió la puerta. Mientras lo acariciaba, el animal ronroneó como un gatito.

«¿Cómo es posible que aniquilaran o vendieran tan hermosas criaturas», se preguntó ella.

Era muy rica y sin importar su precio, sería una pequeña cantidad en su inmensa fortuna.

Entonces se dijo que había tenido un ejemplo del orgullo del conde al llegar.

Sabía, por instinto, que él resentiría la ayuda de una mujer, y especialmente viniendo de ella, porque pensaba que la protegía.

Era un dilema; sin embargo, no estaba dispuesta a ocuparse de él en ese momento.

Lo importante era que todo estuviera listo para esa tarde.

Varios chiquillos de la aldea habían acudido para ver a los animales y el conde les pidió que limpiaran las sillas.

Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de que no los alejaran de ese lugar.

Ahora el conde condujo a Thelma a ver a los changos, que saltaban de arriba abajo dentro de la jaula.

Eran muy traviesos y con evidentes deseos de salirse.

—Tengo la sensación —comentó el conde—, de que si los dejamos salir, sería muy difícil hacerlos volver.

—Supongo que están acostumbrados a tener más espacio —comentó Thelma.

—Le mostraré dónde se les aloja normalmente y también quiero que conozca a mi jirafa.

Después de dar otras instrucciones a Walter y Bill, el conde ayudó a Thelma a montar a Dragonfly.

A continuación subió a su caballo y se alejaron del sitio donde se ubicaba el circo.

Cruzaron un trecho de césped y después avanzaron por un claro delante del cual había un jardín bardeado; precisamente ahí se había dividido en partes el terreno.

Thelma pudo apreciar con cuánto esmero y acierto había arreglado el conde su zoológico.

Eso había sido, se enteró por labios de él, tres años antes que él partiera a la guerra.

Ahora estaba vació.

No obstante, pudo ver las cómodas instalaciones donde dormían los leones y que tenían amplio espacio para que se movieran.

Lo mismo aplicaba a los tigres y el leopardo.

Un lugar especial se destinó a los changos, rodeado de tela alambrada para evitar que se escaparan.

En el centro había árboles donde podían brincar. También columpios para que se divirtieran y una cabaña grande bien diseñada para que pudieran dormir.

—Parece muy cómodo —comentó Thelma.

—Me alegra que así lo vea —respondió el conde—. ¡Dediqué mucho esfuerzo y dinero para hacerlo!

Surgió una nota amarga al pronunciar la palabra «dinero».

—Ahora muéstreme su jirafa —se apresuró a decir Thelma.

La jirafa, cuyo nombre era Zambia, estaba alejada de los demás animales.

Era un animal de fina estampa y fascinó a Thelma ver uno de esos especímenes por primera vez.

Estiró su largo cuello sobre la barda para que el conde pudiera alimentarla.

—Había planeado conseguir un macho para Zambia en cuanto regresara a casa —explicó él—. Era muy pequeña cuando la traje. Mas ahora se convertirá en una vieja solterona para el resto de sus días.

—Eso es otra de las cosas que debemos evitar —opinó Thelma en un impulso.

—¿Tenemos? ¿Se identifica con mis problemas?

—No soy ninguna farisea —explicó Thelma—, y no puedo pasarlos por alto.

El conde sonrió antes de exclamar:

—¡No puede usted ser real! ¡Sé que estoy soñando todo esto!

—Incluso en un sueño tiene que ser práctico —respondió Thelma—. ¿Hay más que ver?

Él la tomo del brazo y la condujo a un estanque rodeado de una alambrada y, para sorpresa, Thelma se halló ante un hipopótamo.

—No participará en la función de esta tarde —indicó el conde.

—¡Qué lástima! —Se rio Thelma—. ¡Creo que sería una sensación!

—Bueno, esto es todo —dijo él con diferente tono de voz—. Pero para divertir al público, Walter y Bill harán algunas acrobacias y han enseñado a algunos chicos de la aldea a dar volteretas. Se vestirán de payasos.

—En mi opinión —dijo Thelma—, creo que el público recibirá mucho por lo que pague, ¡aunque cueste un soberano el asiento!

—Sólo espero que estén de acuerdo con usted —respondió el conde.

Ella lo miró antes de expresar:

—Depende de milord el convencerlos de que son muy afortunados.

Observó que no la supo interpretar.

—Siempre he sabido que del Maestro de Ceremonias depende el éxito de un circo y nadie podría desempeñar mejor ese papel que su señoría.

—No estoy seguro si me está halagando o insultando —protestó el conde.

Thelma se rió. Entonces, antes que él pudiera ayudarla, montó a Dragonfly.

—Dejaré que milord lo decida —sugirió—. Por cierto, ¿existe algún inventario del contenido de la casa?

—¡Mi primo se aseguró de ellos! ¡Lo mandó hacer mientras yo me encontraba en el extranjero, asegurándose de que se incluyera hasta la última taza!

—¿En dónde está? —preguntó Thelma.

—En la mesa de la biblioteca, ¡para que me recuerde sin cesar su existencia!

La voz del conde era cortante y como no deseaba perturbarlo más, Thelma exclamó:

—¡Eso es un reto y estoy decidida a encontrar algún error de su primo!

Se alejó al decirlo.

El conde la observó irse antes de, con un suspiro, montar su caballo.

«¡Es adorable! —se dijo—. ¡Por una vez, los dioses se han mostrado generosos conmigo!».

* * *

Thelma encontró a Watkins, tal como lo esperaba, en la caballeriza. Mientras desmontaba, comentó:

—Espero que hayas conseguido algo de comer para el almuerzo.

—Ya todo lo tengo dispuesto, señorita Thelma —respondió él.

—Su señoría no debe enterarse —se apresuró a indicar ella.

—Déjelo de mi cuenta, señorita.

Mientras tomaba la rienda de Dragonfly el hombre añadió:

—Este lugar sería espléndido si se invirtiera en él un poco de dinero.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Thelma—; más es indiscutible que muchos soldados regresaron de la guerra para encontrar arruinadas sus vidas.

—Es verdad y una verdadera vergüenza.

Watkins se dirigió hacia la caballeriza y Thelma lo siguió.

Mientras metía a Dragonfly en un pesebre, Watkins prosiguió:

—Me enteré, por la pareja de ancianos sirvientes que hay en la cocina, que su señoría es un hombre muy valeroso. Obtuvo una medalla por su valor, lástima que eso no pueda comerse.

Thelma permaneció en silencio un momento, entonces dijo:

—Tenemos que salvar a los animales, y estoy segura de que podrás deslizar algunas monedas en la colecta de esta tarde.

—Yo mismo estaba pensando lo mismo, señorita Thelma.

—Será mejor que no pongas demasiado, de lo contrario el conde se dará cuenta. Sin embargo, diez o veinte libras no se notarán.

Watkins asintió con la cabeza.

—Me encargaré de eso, señorita Thelma, y será mejor que usted se mantenga oculta esta tarde.

—¿Oculta? —repitió sorprendida Thelma.

—Por lo que me enteré, vendrán todos los nobles de las cercanías —le explicó Watkins—, y si la ven, señorita, hablarán.

Thelma contuvo el aliento.

—¡Sí, por supuesto, tienes razón! No había pensado en ello.

—Será mejor que permanezca sin ser vista —continuó Watkins—, porque si alguno que conozca a milady la descubre, podría decir dónde está usted.

—¡Oh, Watkins, gracias por prevenirme! —Exclamó Thelma—. Fui una verdadera tonta para creer que, como estábamos tan lejos de casa, nadie sabría quién soy.

—Es demasiado bonita para pasar inadvertida.

Sintiendo que no había más que decir, Thelma se dirigió a la casa.

Iba pensando que Watkins tenía mucho más sentido común que ella.

Por supuesto que la gente del condado que acudiera al circo para ayudar al conde, sentiría curiosidad respecto a su presencia.

Si descubría que él hospedaba a una joven sin dama de compañía, empezaría el chismorreo.

«Si mi madrastra se entera de dónde estoy, me llevará a rastras de regreso a casa para casarme con Sir Richard», pensó llena de pánico.

Se dijo que, para evitarlo, se vestiría de payaso si era preciso.

Llegó a la biblioteca y encontró el inventario.

Estaba en el lugar que el conde le dijera.

La biblioteca era magnífica y debía contener cuando menos diez mil volúmenes.

Un pasillo alto daba acceso a los estantes más altos y a él se llegaba por una escalera hecha de madera de ébano y en forma de caracol con barandal de metal.

Pensó que tal vez contendría primeras ediciones de libros famosos, por supuesto muy valiosas.

De inmediato comprendió que no tendría tiempo de buscarlos.

En cualquier caso, era casi seguro que el abominable primo del conde hubiera pensado antes en ello.

Revisó el inventario.

Era un libro con pasta de piel y gran número de páginas.

El contenido de todas las habitaciones estaba cuidadosamente anotado, pieza por pieza y era evidente que nada se había olvidado.

Volvió las páginas, tratando de decidir dónde debería buscar primero.

Entonces se dio cuenta de que el inventario terminaba en el segundo piso.

Supuso que los pisos más altos se destinarían para alojar a los sirvientes y debió haber una enorme cantidad de ellos.

En ese momento se dijo que en una casa tan espléndida como esa, debía haber también áticos igual que en la suya.

En ellos se guardaba todo cuanto se necesitaba.

Existía la probabilidad de que algo valioso se encontrara allí.

Llevando el inventario consigo, subió por la escalinata principal.

Después, otras dos escaleras laterales la condujeron hasta lo alto de la casa.

Tal como lo esperaba, había largas filas de habitaciones para la servidumbre, todas pequeñas y amuebladas con camas de metal y armarios de cajones.

En gran número de ellas el techo estaba dañado y los cristales de las ventanas tan sucios que apenas si penetraban la luz del sol.

Recorrió una a una las habitaciones, pero su búsqueda resultó infructuosa.

Al llegar al fondo bajó por una angosta escalera que la conduciría al ala oeste.

No era tan alta como el bloque central y todas las habitaciones se destinaban a huéspedes.

Estaban amuebladas con exquisitas cómodas francesas, finos muebles Chippendale y, en algunos casos, de roble al estilo isabelino.

Una rápida mirada al inventario le indicó que todo estaba enlistado.

Avanzó, con la frustrante sensación de que había sido demasiado optimista al suponer que de esta forma, podría ayudar al conde.

Al fondo del ala oeste había otra escalera.

Bajó por ella y se encontró en lo que debía ser la parte más antigua de la casa.

Era obvio que había existido durante muchos años, antes de las innovaciones que se hicieran a principios de ese siglo.

Los muros eran gruesos, tanto como los muros isabelinos de su casa solariega.

Las habitaciones, por el largo tiempo desocupadas, eran pequeñas y de techos bajos.

Miró al interior de una o dos y enseguida llegó a la capilla.

No le sorprendió, después de saber quién era el primo del conde, encontrar que no se había utilizado durante largo tiempo.

El polvo aparecía acumulado en el altar y en las filas de asientos tallados.

Las ventanas tenían rotas partes de sus vitrales.

Los pájaros habían anidado en lo alto de las columnas.

La cruz estaba tan manchada que era difícil definir si era de plata o de oro.

Thelma permaneció unos momentos mirando lo que alguna vez había sido la Casa de Dios.

Percibió que, a pesar de la apariencia, la atmósfera de santidad aún permanecía allí.

Avanzó para arrodillarse frente al altar.

Todo estaba en silencio y sintió como si sus oraciones pudieran, por lo tanto, ser escuchadas.

«Por favor, Dios mío», imploró, «permíteme ayudar al conde y devolverle su dignidad».

Recordó que cuando estaba en la escuela, una chica muy católica le había dicho que el santo patrón de las causas perdidas era San Judas.

Había sugerido a una compañera que deseaba aprobar en un examen muy difícil, que le rezara.

La chica así lo hizo y pasó el examen con excelentes calificaciones.

Thelma pensó ahora que la capilla, sin duda, había sido consagrada al principio de su larga historia por un sacerdote católico y, más tarde, por un protestante.

Así que le rezó a San Judas, con la esperanza de que la escuchara.

—Por favor, San Judas, permíteme encontrar algo digno de venderse y dar al conde el valor para continuar luchando por su casa y sus animales.

Fue una ferviente oración, y al pensar en que los animales tuvieran que venderse o aniquilarse, Thelma sintió la imperiosa necesidad de salvarlos.

De pronto, escuchó el canto de un pájaro afuera de la capilla y se dijo que era una señal de que su oración había sido escuchada.

Se levantó y observó, a la derecha, una cortina que supuso conduciría a la sacristía.

Como pensó que debía conocerlo todo, la hizo a un lado y entró.

Había un gran número de libros de himnos y una enorme biblia.

También un antiguo libro de registros donde se habían anotado nacimientos, muertes y bodas de miembros de la familia y de la servidumbre.

Lo abrió y su mano se cubrió del polvo acumulado en él.

Salió de la capilla abrigando una nueva esperanza en su corazón.

Encontró un pasaje que supuso la conduciría, por detrás de la casa, hasta la nueva construcción.

Estaba oscuro, pero había puertas a cada lado de él. Abrió una de ellas y descubrió que era un armario.

Contenía escobas y baldes destinados al aseo de la capilla.

Abrió la puerta de enfrente y lanzo una exclamación ahogada.

Era lo que había estado buscando. Una habitación larga y angosta que alguna vez debió usarse como sala o como salón de clases, quizá.

Ahora era sólo un lugar para guardar trebejos.

Estaba llena de muebles rotos, porcelana y cristal inservible, cojines raídos y cortinas descoloridas.

Había un caballo mecedora para niño, sin cola, y una casa de muñecas a la que le faltaba el techo.

Thelma miró a su alrededor, sintiéndose segura de que, aunque le tomaría tiempo, iba a encontrar algo de interés.

Entonces, al fondo de la habitación, vio contra un muro una pila de cuadros.

Los había pequeños, grandes, con los marcos o los cristales rotos.

Separó uno a uno.

Algunos eran mapas de la propiedad enmarcados; otros, copias de temas de cacería, manchados por la humedad, y varios retratos mal hechos de viejos caballeros.

Era desalentador, pero continuó en su empeño.

Poco después encontró dos pinturas que le parecieron de interés.

Estaban cubiertas de mugre.

Supuso que las habían arrinconado allí porque los hilos de los cuales colgaban se habían roto.

Los marcos, que le pareció eran de oro y tallados a mano, estaban ahora casi negros.

De una cosa estaba segura, no estaban inventariados y había la esperanza de que resultaran valiosos, una vez que los limpiara.

Los tomó y salió con ellos hacia el pasillo.

En el armario donde guardaban los útiles para el aseo, encontró un plumero. Con él los limpió un poco antes de proseguir su camino.

Se dirigió hacia el frente de la casa.

Ya era casi la hora del almuerzo; sin embargo no había todavía señales del conde.

Colocó las pinturas sobre una silla en la biblioteca y devolvió el inventario a su lugar.

Decidió no comentar nada de las pinturas al conde hasta que hubiera tenido oportunidad de examinarlas más cuidadosamente.

No deseaba alentar sus esperanzas sólo para destruirlas de nuevo.

Encontró dónde lavarse las manos y cuando llegó al vestíbulo, el conde entraba apresurado.

—Si me retrasé un poco, debe disculparme —dijo—. Tuvimos algunos problemas con los caballos. Aceptan a sus jinetes sentados, ¡pero no de pie sobre sus espaldas!

Thelma se rió.

—¿En lo que intentaban hacer Walter y Billy?

—Tienen mucha habilidad para ello —respondió el conde.

Y se dirigió a lavarse las manos.

Al regresar preguntó:

—¿Vamos al comedor con cierto optimismo? Me sentiré muy avergonzado si no hay nada que comer.

—Estoy segura de que habrá algo —respondió confiada Thelma.

En cuanto se sentaron, Watkins entró.

Llevaba una tortilla de huevos con setas que había cocinado a la perfección.

El conde la comió con apetito y Thelma esperó ansiosa qué seguiría.

No necesitaba haberse preocupado, era una deliciosa pierna de cordero, aderezada con verduras.

El conde se mostró extrañado.

—¿De dónde pudo venir esto? —preguntó.

—Lo conseguí en una granja esta mañana, milord —contestó Watkins.

El conde iba a decir algo, pero Watkins prosiguió:

—El granjero me pidió que rogara a su señoría aceptarlo como regalo, ya que es el primer cordero que se sacrifica este año.

Durante un momento, el conde se puso rígido, enseguida dijo:

—Es una gran bondad de su parte, cuando yo sé las dificultades que tienen, igual que el resto de nosotros.

—Tal vez las cosas mejoren —comentó Thelma.

—Bueno, ¡peor no pueden estar! —Respondió el conde—. He descubierto que muchos de los mercados en el campo han cerrado y los granjeros no encuentran dónde vender su mercancía.

Thelma sabía que era verdad.

Sin embargo, pensó que hablar de ello sería un gran error.

Así que dijo:

—¡Este cordero está delicioso! ¡Debe felicitar a Watkins por ser tan buen cocinero!

—Le estoy muy agradecido —dijo el conde dirigiéndose a él—. Sé que la señora Beale está ya muy entrada en años para carecer de ayuda; sin embargo, nada puedo hacer al respecto.

—¡Nos estamos arreglando muy bien, milord —aseguró Watkins.

Cuando salió de la habitación, Thelma dijo:

—Puede su señoría confiar en Watkins, es como una niñera. Se hace cargo de todo y siempre resulta en beneficio de uno.

El conde se rio divertido.

—Estoy dispuesto a aceptar su ayuda. ¡Dios sabe que la necesito!

—¿Qué hará esta tarde? —preguntó Thelma para cambiar el tema.

—Tener todo listo —respondió el conde—, y eso la incluye a usted. Creo que con que sólo la vieran montada en Dragonfly, el circo adquiría el toque de elegancia del cual carece por el momento.

Después de un silencio, Thelma dijo:

—Lo lamento, pero no puedo hacerlo.

—¿Cuál es la razón?

—Usted la adivinó… anoche.

—¿Qué se oculta?

La miró intrigado antes de agregar:

—No supondrá que alguien de los que van a venir la reconozca.

Por la forma en que habló, Thelma comprendió que él no pensaba que ella tuviera ninguna relevancia social.

Era algo que jamás había cruzado por la mente de Thelma.

Entonces se dio cuenta de que una dama de la alta sociedad jamás viajaría sola por el camino acompañada solamente por un criado.

Había intentado fingir que era una mujer casada.

Pero el conde pronto descubrió la mentira porque no llevaba anillo de bodas.

«¿Qué pensaría?», se preguntó.

Era demasiado inocente para adivinarlo.

Sólo supuso que él pensaría que ella era alguien que provenía de Londres, o que era una actriz.

En cualquiera de esos casos, era evidente que no la conocería ninguna de las familias del condado que asistirían esa tarde.

Como él esperaba su explicación, ella dijo:

—Admito que me estoy ocultando, pero aun cuando sus amistades no me reconocieran, podrían hablar. Sin duda les parecería extraño que me hospedara con su señoría sin la presencia de una dama de compañía.

—Sí, por supuesto, no había pensado en ello. Y supongo que Dragonfly no sería considerado como tal.

El conde se rio de su propio chiste y Thelma observó:

—Estoy segura de que sería muy estricto, de serlo. Pero si milord desea que Dragonfly actúe, su señoría puede montarlo.

Los ojos del conde resplandecieron al preguntar:

—¿Lo dice en serio?

—No podría yo negar a Dragonfly el aplauso que tanto merece y estoy segura que, montando en él, su señoría parecerá un Apolo.

—Acepto encantado su ofrecimiento, pero no podría permitir que usted se perdiera de la función.

—La veré desde bambalinas. ¿A qué hora llegará el público?

—A las cinco de la tarde, lo que significa que la función será a la luz del día y ellos podrán regresar a casa a tiempo para la cena.

Thelma se rió.

—Veo que pensó en todo cuidadosamente.

—Necesito el dinero —señalo el conde—, y es la mejor hora del día, en la que ellos no tendrán otros compromisos.

Como final se sirvió un queso excelente para comer después del cordero.

Terminaron con una taza de café caliente y aromático que compensó al conde por no tener qué beber si no agua.

—¡Un excelente almuerzo! —exclamó al terminar—. ¡Me siento listo para cualquier cosa!

—Los caballos esperaban afuera, milord —anunció Watkins entrando en la habitación—. Traje a Dragonfly y a Juno.

Miró a Thelma al decirlo y ella exclamó al conde:

—Lo que Watkins quiere decir es que su señoría debe montar a Dragonfly para empezar a conocerlo.

—Es algo que estoy más que dispuesto a hacer —respondió él.

El conde montó a Dragonfly después de ayudar a Thelma a montar a Juno.

Cabalgaron con rapidez hacia la tienda de lona, mientras Watkins los seguía en un caballo de inferior calidad.

Walter y Bill hacían que los chitas dieran vuelta a la pista.

A los hermosos animales pronto les aburrió hacerlo y trataron de escapar.

Al no conseguirlo, protestaron indignados hasta que los llevaron de regreso a su jaula.

Fue divertido verlos resistirse ante sus cuidadores y Thelma señaló:

—Si lo hacen así esta tarde, ¡será un espectáculo muy jocoso!

El conde sonrió.

—Es lo que estaba pensando. No son profesionales ni nunca lo serán, pero lo inesperado siempre es entretenido.

—Es milord tan listo, que podría dedicarse a esto como medio de vida —bromeó Thelma.

—Estaría dispuesto a hacerlo, si usted se asocia conmigo —respondió el conde.

Ella pensó que era una idea muy divertida.

Sin embargo, comprendía que en realidad sólo deseaba vivir como su padre y su abuelo vivieran en la gran mansión, atendidos por sirvientes.

Y, por supuesto, con las caballerizas llenas de espléndidos animales.

De nuevo rezó para poder ayudarlo, pero al mismo tiempo comprendía que no iba a ser fácil.

Walter y Bill, junto con el conde, llevaron a los demás animales a la pista, para que se acostumbraran a ella.

Después, los hombres fueron enviados a traer la jirafa y el conde miró el reloj.

—Es hora de ir a prepararme —dijo a Thelma.

—Sí, por supuesto, y como yo no voy a actuar, permaneceré aquí atrás.

Él sonrió y monto a Dragonfly para regresar a su casa.

Watkins fue con él para recoger parte de la ropa que se necesitaría.

—Los chicos no tardarán en llegar —comentó el conde a Thelma mientras se alejaba.

Ella lo observó alejarse y pensó que era un magnífico jinete. Jamás debería montar un caballo que no fuera tan fino como Dragonfly.

Se dirigió a la parte posterior de la tienda y empezó a preparar los disfraces de los payasos, depositados en un canasto junto a otra ropa.

Todo ello estaba con el resto del equipo del circo.

Pensó que alguna ropa debería haber sido lavada y planchada, pero ya era demasiado tarde.

La dispuso ordenadamente a fin de que, quienes tuvieran que usarla pudieran ponérsela a toda prisa.

Faltaba sólo media hora para que llegaran los chicos de la aldea y Walter y Bill no habían regresado con la jirafa.

De pronto, una voz extraña preguntó a sus espaldas:

—¿Quién es usted?

Ella levantó la vista y vio a un hombre como de cuarenta años y muy bien vestido.

Sus ajustados pantalones color champaña no tenían una arruga.

Sus botas altas brillaban como si las hubiera pulido con verdadero empeño.

Las puntas de su cabello, sobre una corbata de complicado nudo, se elevaban por encima de su barbilla.

Sin embargo distaba mucho de ser apuesto.

Tenía algunas hebras de cabello gris en las sienes y su rostro con expresión de libertino.

Sus ojos la recorrieron de manera impertinente.

Como respuesta a su pregunta, Thelma dijo:

—Soy yo quien debe preguntar quién es usted, señor.

—Si tanto le interesa, debo decirle que soy Cyril Mere y, como miembro de la familia, deseo saber qué sucede aquí.

Thelma ahogó una exclamación.

Esa mañana había leído que, en la portada del inventario, decía:

INVENTARIO DE LA CASA MERSTONE REALIZADO EN JULIO DE 1814, POR INSTRUCCIONES DE CYRIL MERE.

Comprendió que el hombre que estaba frente a ella era el primo y presunto heredero del conde y quien había dejado que la mansión llegara a tal estado de abandono.

Se preparó para enfrentarse a él y habló con voz lenta y decidida:

—Supongo, señor Mere, que la información deberá proporcionársela el Conde de Merstone, quien volverá en unos minutos.

—¿Quiere usted decir que este vulgar circo es obra de él? —preguntó Cyril Mere.

Miró a su alrededor con desdén. En seguida su mirada se volvió hacia ella.

—Y, por supuesto, no hay necesidad de preguntar qué papel juega usted en esto.

Se detuvo, como en espera de la respuesta de Thelma.

Ella sólo lo miró desafiante, y él agregó:

—Es demasiado bonita para desperdiciar sus encantos aquí. ¡Le aseguro que no recibirá ninguna retribución a cambio!

Cyril la recorrió con una mirada insolente.

—Le sugiero, señor Mere —le dijo ella con una voz que esperaba fuera tan despectiva como los sentimientos que le inspiraba—, que se ocupe de sus asuntos y me deje continuar con los míos. ¡Si desea ver el circo, tendrá que pagar su entrada!

Con rapidez se dirigió hacia la jaula de los leones, como si sintiera que éstos le ofrecían protección.

Con lentitud, como para hacer sentir su autoridad, Cyril Mere caminó tras ella.

Cuando vio dónde se había detenido, pareció indeciso de si debía continuar hablando con ella o ignorarla por sus modales agresivos.

Decidió lo último.

Sin levantarse el sombrero se retiró hacia donde, detrás de unos árboles, Thelma pudo ver que le esperaba un carruaje cerrado.

Era un elegante vehículo tirado por dos finos caballos, con conductor en el pescante y un sirviente que esperaba en la puerta.

Cyril Mere subió, sin mirar atrás.

Thelma notó que el escudo de armas Merstone estaba grabado en la puerta.

Sabía que eso habría enfurecido al conde, ya que su primo no tenía derecho a usar tal emblema.

Mientras lo veía alejarse, decidió no decir al conde que su primo había acudido para averiguar lo que estaba haciendo. Eso sólo lo enfurecería más.

Resultaba humillante que el hombre responsable de sus actuales problemas se diera cuenta de la forma en que intentaba salvar su zoológico.

«Cyril Mere es un tipo despreciable y estoy segura de que gasta el dinero del conde, mientras dejó a éste en la pobreza», se dijo Thelma.

Entonces comprendió, una vez más, que de alguna manera tenía que salvar al conde.

Debía impedir que lo arruinara alguien tan detestable como su primo.