Capítulo 2
Recorrieron un buen tramo en silencio.
Thelma repasaba en su mente lo que llevaba consigo, preguntándose si no había dejado algo importante.
No había olvidado la carta de los abogados; la abrió antes de empezar a empacar su ropa, más al darse cuenta de que era muy larga, consideró no contar con tiempo para leerla.
Tiempo era lo único que ella no tenía. Debía encontrarse muy lejos de su casa cuando Sir Richard regresara de Canterbury.
Así que guardó la carta entre su ropa y añadió varias hojas de papel con el escudo de su padre y varios sobres.
Sabía que tenía que pensar con mucho cuidado la respuesta.
Abrigaba el temor de que, con alguna artimaña, su madrastra se apoderara de su fortuna.
Esto la hizo decidir que sería conveniente informar a su padre de su partida. Escribió:
Querido papá:
Voy a pasar unos días con unas amistades. Como no tengo deseos de discutir al respecto, no avisé a mi madrastra, sino sólo a ti.
Estaré recordándote y espero que te sientas mejor a mi regreso.
Con el cariño de tu hija,
Thelma.
Metió la nota en un sobre y la dejó sobre una mesa del corredor.
Sabía que el mayordomo o alguna doncella la entregaría a su padre cuando éste despertara.
Ahora que cabalgaba junto a Watkins rumbo a lo desconocido, esperaba haber pensado en todo.
Habría una conmoción cuando su madrastra descubriera que había desaparecido.
Normalmente, Denise se habría alegrado de deshacerse de ella.
Sin embargo, en las circunstancias actuales y cuando Sir Richard regresara triunfante llevando la Licencia Especial, no habría novia.
Como si sólo pensar en ello le provocara temor, Thelma acelero el paso de su caballo.
Dos horas más tarde estaban a bastantes kilómetros de la casa.
Thelma empezaba a sentir apetito y supuso que también lo tendría Watkins.
—¿En dónde nos detendremos para almorzar? —preguntó.
—Hay una aldea cerca de aquí, señorita Thelma —respondió él—, y tendrán cuando menos pan y queso.
—Estoy dispuesta a comer cualquier cosa siempre y cuando no nos lleve mucho tiempo —sonrió la muchacha.
Menos de un kilómetro más adelante llegaron a una pintoresca posada situada en las orillas de una aldea.
Se dirigieron al patio trasero, donde consideraron que estarían las caballerizas.
Thelma desmontó y Watkins tomó a Dragonfly de la rienda, mientras sugería:
—Quizá sea mejor que se siente usted a esperar afuera, para evitar que hagan preguntas.
Thelma lo consideró pertinente.
Tomó asiento sobre un banco que daba hacia la campiña y que tenía enfrente una mesa.
Supuso que sería donde, por las noches, los aldeanos se sentaban a beber después de terminadas sus labores. Ahora no había nadie, más que ella.
Watkins llevó el almuerzo, consistente en una hogaza de pan recién horneado, una barra de mantequilla y un queso grande.
También incluyó pepinillos en vinagre, que explicó había preparado la esposa del posadero.
Como estaba hambrienta, a Thelma le pareció todo exquisito.
Cuando partieron, se enteró por Watkins de que todo había costado sólo unos cuantos peniques.
Y habían avanzado bastante, cuando Watkins sugirió:
—Es conveniente, señorita Thelma, que si va a ocultarse, se cambie de nombre.
Thelma lo miró sorprendida antes de responder:
—Por supuesto, tienes razón. Yo misma debí haberlo pensado.
—Yo no lo consideré necesario hasta que el dueño de la posada me preguntó quién era usted.
—¿Y qué le contestaste?
—Le dije que la acompañaba a reunirse con su esposo y que teníamos prisa porque él está enfermo.
Thelma se rió.
—¿Qué te impulsó a decir eso?
—Porque no me pareció correcto —explicó lentamente Watkins—, que una señorita de sociedad viajara por el campo con la sola compañía de un sirviente.
Thelma reflexionó y comprendió que era sensato lo que Watkins decía.
Por supuesto que, como jovencita, debería llevar dama de compañía.
Estaba tan acostumbrada a pasear sola por la propiedad de su padre, que nunca pensó que la gente lo consideraría extraño.
—Fuiste muy astuto en pensar una respuesta así. ¿Qué apellido elegiré?
Pensó que no debía parecerse al suyo y le resultó divertido el cambiar de identidad.
Avanzaban a campo abierto, evitando los caminos.
Se le ocurrió pensar en apellidos como «Field», «Meaodws» o «Wood», pero todos le parecieron muy comunes, estaba segura de que podría pensar en otro menos difundido.
—¡Ya sé! —exclamó de pronto—. Me llamarás señora Forde.
Watkins sonrió.
Poco después llegaron a un arroyo y cuando detuvieron los caballos, el hombre dijo:
—No está hondo, señorita, podremos cruzarlo.
Hizo un guiño y añadió:
—Será como pasar de un mundo a otro.
Thelma se rió.
—Después de cruzarlo, nos dirigiremos hacia esas distantes colinas.
Como no deseaba cansar demasiado a sus monturas, se detuvieron, ya avanzada la tarde, en otra posada que se localizaba en una parte muy aislada del campo.
Thelma estaba segura de que aunque su presencia despertara su curiosidad, no tendrían con quién comentarlo.
La posada se veía muy tranquila y pequeña y ella temió que no hubiera lugar para que los hospedaran.
Envió a Watkins a preguntar si podrían pasar allí la noche.
Cuando él regresó le explicó que el lugar parecía limpio, las caballerizas adecuadas y que la esposa del dueño se había apresurado a subir para poner sabanas limpias en las camas.
Thelma ayudó a Watkins a acomodar los caballos y a darles de comer.
Mientras atendía a Dragonfly, Thelma se sintió feliz de tener con ella a su caballo favorito.
En seguida entro en la posada.
Era pequeña, con bajos techos con vigas y el único ocupante del bar era un viejo que estaba casi ciego.
Fue notorio que el posadero quedó impresionado por su apariencia.
—Es un gran honor, milady, poder tenerla con nosotros. Espero que podamos atenderla lo mejor posible.
—Estoy segura de que así será —sonrió Thelma—, y confieso que estoy muy hambrienta.
Subió la angosta escalinata hacia el dormitorio escasamente amueblado, que le fue asignado.
Sin embargo, estaba limpio y notó que la cama tenía un colchón de plumas que sin duda sería muy cómodo.
Se quitó la chaqueta y el sombrero para lavarse con agua fría.
Watkins había arreglado con el posadero que les habilitaran la salita para su uso privado.
Así, Thelma pudo cenar una comida sencilla, sin que nadie la observara y se alegró de no tener que hablar con ningún desconocido.
Cuando terminó, abrió la carta que enviaran los abogados de su madrina.
También llevaba consigo las hojas de papel y sobres que tomara de su casa.
Mientras cabalgaban decidió asegurarse de que su dinero estuviera intacto cuando llegara a reclamarlo, aunque no estaba muy segura de cómo lograrlo.
La carta de los abogados era muy concisa.
Escribieron para informar a su padre que tenían el honor de representar a la finada Duquesa viuda de Winterton y anexaban una copia del testamento.
Al leer las siguientes tres páginas, Thelma, con los ojos muy abiertos, se dio cuenta de que era inmensamente rica.
Su tía abuela le legó un capital de cerca de un millón de libras esterlinas.
Además, joyas, cuadros y mobiliario que se encontraban dentro de la casa en la cual había vivido en la propiedad del duque en Huntingdoshire.
Thelma se emocionó al saber que eran suyos y se dijo que siempre los atesoraría.
La carta finalizaba con un atento ruego a su padre, como tutor suyo, de dar instrucciones a los abogados a la mayor brevedad posible.
Como todo era tan inesperado y abrumador, Thelma leyó la carta una segunda vez.
Después de reflexionar un poco, tomó una decisión.
Pidió a la esposa del posadero una pluma y tinta. Una vez que los tuvo en sus manos, escribió:
A los señores Marlow, Theslethwaite y Downing.
Después de los formulismos de rigor, continuó:
Mi hija Thelma, heredera universal de mi tía, la duquesa de Winterton, se halla por el momento ausente de casa.
Por mi parte, me encuentro mal de salud y, por lo tanto, estoy imposibilitado para recibirlos.
Considerando lo anterior, les envió las siguientes instrucciones a nombre de mi hija. Administren los fondos como lo han hecho hasta ahora y conserven aseguradas todas sus demás propiedades hasta que Lady Thelma Fernhurst se ponga en contacto con ustedes.
Bajo ningún concepto, podrá alguien tener acceso a algo que le pertenezca a ella, ni tomar ninguna decisión en su nombre.
Sólo cuando mi hija acuda a verlos personalmente, lo cual será lo antes posible, se procederá a seguir aquello que la heredera indique respecto a sus nuevas propiedades.
Como padre y tutor de Lady Thelma le concedo mi autorización para actuar como ella prefiera en cualquier asunto que concierna a su herencia, sin que se permita la interferencia de ninguna otra persona.
Suyo atentamente
Fernhurst.
En seguida, Thelma falsificó la firma de su padre, como lo hiciera en anteriores ocasiones.
Lo hizo con tal habilidad que concedió que sería imposible para alguien afirmar que era falsificada.
Además, dado el estado actual de su padre, estaba segura de que él no podría recordar si era su firma o no.
Depositó la carta en un sobre y lo dirigió a los abogados. Antes de subirse a acostar encargó a la esposa del posadero que la enviara al correo a la mañana siguiente.
Le aseguró que así se haría.
Ella supuso que se mantendría despierta por la preocupación de su futuro, pero el colchón de plumas era tan cómodo que se quedó dormida al instante.
* * *
Despertó al escuchar el canto de un gallo. Momentos después percibió que el posadero y su esposa se movían abajo.
Después de un buen desayuno de tocino y jamón, ayudó a Watkins a ensillar los caballos y continuaron su viaje.
Cuando ya se habían alejado del lugar, Watkins preguntó:
—¿Tiene alguna idea, señorita Thelma, de hacia dónde iremos?
—¡Ninguna! —Respondió Thelma—. Pensé que lo primero era alejarnos de casa lo más rápido posible antes que mi madrastra o Sir Richard me buscaran.
—Será mejor que tengamos cuidado, para evitar que nos encuentren.
Thelma estaba segura de que a Watkins le desagradaba su madrastra tanto como al resto de la servidumbre.
Sabía que habían sido muy felices en su casa, en vida de su madre.
Guardaba en su mente aquellos rostros pálidos y llorosos durante su funeral, así como la forma en que, durante mucho tiempo, se les quebraba la voz cuando la mencionaban.
Sabía también que estaban escandalizados por la forma en que su madrastra se comportaba con Sir Richard.
A la vez, Thelma era lo bastante sensata para comprender que no podría permanecer ausente de su casa para siempre.
Después de escribir la carta la noche anterior, consideró que tal vez pasados algunos meses podría encontrar a un familiar, que de preferencia hombre, para que la apoyara para enfrentar a su madrastra.
Tal vez su padre la echara de menos cuando no regresara y eso lo ayudaría a rectificar su lamentable comportamiento.
Al presente todo era muy vago y le resultaba imposible hacer planes para el porvenir.
Todo lo que importaba ahora, era el hecho de que su madrastra intentaría, por todos los medios, apoderarse de su dinero.
Si regresaba a casa, indiscutiblemente la obligaría a casarse con Sir Richard.
Si ella se negaba, podría intentar otras formas de administrar el millón de libras.
Le asustó pensar en ello.
«Podría terminar asesinándome», se dijo Thelma.
Se estremeció, pues sabía que era una posibilidad real.
«De lo único que estoy segura», continuo pensando, «es que debo mantenerme lejos de casa hasta que encuentre el medio de revelar dónde estoy, sin ser amenazada».
Por el momento, eso parecía imposible.
Intentó concentrarse en pensar a dónde irían.
Supuso que, para esa hora, se estarían acercando a la costa para llegar a Sussex oriental.
Deseó tener un mapa, pero no había pensado en conseguirlo.
Continuaron avanzando.
Para almorzar, Watkins encontró de nuevo una posada, más no tan agradable como a la anterior.
Había varios hombres en el bar, que se asomaron a la ventana para mirarla.
Hicieron comentarios que ella no pudo escuchar, pero que provocaron vulgares carcajadas.
Una vez más almorzaron pan y queso.
El pan estaba correoso, la mantequilla rancia y el queso era de pésima calidad.
Se alejaron lo más rápido que pudieron y Watkins parecía estar molesto.
—Será mejor que tengamos más cuidado, señorita, para fijarnos a dónde vamos la próxima vez.
Thelma estuvo de acuerdo.
No obstante, temía entrar en posadas de mejor calidad o viajar por los caminos principales.
Sabía que su apariencia provocaría muchos comentarios, así como lo fino de sus caballos.
Si alguien la reconocía, podría, sin saberlo, dar a la madrastra una pista de dónde se encontraba.
Se ser así, estaría perdida.
«Sin embargo, no puedo seguir así por siempre», se dijo con amargura.
Mientras cruzaban un bosque y la sombra de los árboles era un filtro maravilloso para los intensos rayos del sol, Thelma descubrió al otro lado del camino una mansión de magnífico aspecto.
Con otro bosque al fondo, parecía una joya depositada en un estuche de terciopelo.
Detuvo su caballo para admirarla y Watkins la imitó.
—¿Quién vivirá allí? —preguntó.
El hombre no respondió y después de un momento, Thelma dijo:
—Vamos a verla más de cerca. Es el tipo de mansión que siempre he deseado conocer.
Recordó cómo en la escuela las chicas presumían de las espléndidas mansiones y castillos donde vivían sus padres.
En cierta ocasión, ella se había hospedado en el Castillo Warwick, y éste la emocionó enormemente.
La historia del lugar, con torres de piedra gris y habitaciones donde se alojaran reyes y reinas, robaba el aliento.
Alguna vez, una amiga la invitó a Longlet, donde la familia Thynne había vivido durante generaciones.
Para Thelma, era como el castillo de un cuento de hadas que figuraba en sus sueños y había pensado en él con frecuencia, ansiando volver.
Ahora estaba decidida a conocer la mansión que tenía frente a ella.
Ella y Watkins cabalgaron por el valle hacia una pequeña aldea.
Las casitas tenían techos de paja y sus jardines brillaban con el colorió de las flores primaverales.
Al fondo de la aldea observó lo que posiblemente era la entrada a la mansión.
Grandes portones de hierro, con puntas doradas, tenían a cada lado idénticas casetas de piedra.
Las puertas permanecían abiertas y, sin pensarlo, Thelma cabalgó al interior.
Tal como esperaba, había una larga vereda flanqueada por antiguos robles. Watkins la miró inquisitivo.
—Sólo deseo verla un poco más de cerca —explicó Thelma—. Si alguien nos descubre, podemos preguntar quién vive aquí y decir que, sin darnos cuenta, nos metimos en una casa equivocada.
Se rio y Watkins le hizo un guiño.
Cuando se acercaron un poco más a la mansión, ella lanzó un grito de alegría.
A su izquierda había una enorme tienda de lona, que no vieron antes porque la ocultaban los árboles.
—¡Es un circo! —exclamó—. ¡Qué emocionante!
Por el momento se olvidó de la mansión y se dirigió hacia la tienda.
Era muy grande y antes de llegar a ella, vio salir por su abertura a un hombre que llevaba a un tigre tirado de una correa.
Fue algo tan sorprendente e inesperado, que Thelma detuvo a Dragonfly, para observar.
Era un animal enorme y, ya bastante viejo.
El hombre lo condujo hacia una jaula rodante.
El tigre entró en ella sin necesidad de que lo obligaran y, después de quitarle la correa, el hombre cerró la puerta y le echó el cerrojo.
Intrigada, Thelma se aproximó un poco más.
Pudo ver que había otras seis jaulas que contenían leones, leopardos, chitas y una media docena de changos.
Estaba tan interesada que desmontó y Watkins tomó la tienda mientras ella caminaba hacia la jaula de los leones.
Eran dos estupendos animales.
Al mirarlos, pensó que parecían bien alimentados y con excelente salud.
Permaneció ahí unos minutos y se disponía a moverse hacia otra jaula cuando escuchó un ruido bajo la gran tienda de lona.
Curiosa, entró.
El lugar era tal como lo esperaba, con asientos alrededor destinados a los espectadores.
En la pista del centro, un caballo joven saltaba con violencia y reparaba.
Un hombre, tal vez mozo de cuadra o actor de circo, lo detenía de la brida, mientras otro observaba, evidentemente divertido ante la lucha de ambos.
Con un último salto violento, el caballo ganó.
Arrebató la rienda de la mano del mozo y sin dejar de saltar salió a galope por la parte trasera de la tienda.
El hombre corrió tras él, mientras que el otro lanzo una risa espontánea que también hizo reír a Thelma.
En ese momento, él al vio.
Durante unos segundos sólo la observó, después se dirigió hacia ella.
Thelma de inmediato se dio cuenta de que se trataba de un caballero.
Era muy apuesto, alto, con anchos hombros y, aproximadamente, de treinta años de edad.
No llevaba sombrero y su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás de su frente cuadrada.
Vestía pantalones de montar, camisa y una corbata anudada con descuido, como si no le interesara particularmente su apariencia.
—Buena tardes —saludó al llegar junto a Thelma—. Si vino a la función, me temo que se adelantó. No será sino hasta mañana.
—Sólo sentí curiosidad —respondió ella—, cuando vi sacar a un tigre de la tienda.
El caballero sonrió.
—Entiendo que le pareciera algo inesperado en pleno campo inglés.
—Igual que me lo parecieron los leones y los changos —sonrió Thelma.
—Entonces, permítame mostrarle mi circo.
—¿Su circo? ¿Entonces usted es el propietario?
—Soy el propietario de los animales, que provienen de mi zoológico particular.
—¡Qué emocionante! ¡Siempre deseé conocer un zoológico partículas! Por supuesto he oído hablar de ellos.
—Entonces, no podría yo dejar de mostrárselos —señaló el caballero—. A la vez, como actuarán en el circo, no presentarán su mejor aspecto.
—¿Por qué?
—¿Por qué están acostumbrados a la quietud e intimidad de sus alojamientos. Ahora tienen que mostrarse en público.
Había cierta nota de dureza en su voz que obligó a Thelma a mirarlo sorprendida.
Mientras hablaban habían salido de la tienda. Poco después se detuvieron frente a la jaula de los leones.
—Traje a Sambo conmigo de la India —explicó el caballero—. Era entonces sólo un cachorrito y hace tres años me regalaron a Sita, ¡y se me romperá el corazón al separarme de ellos!
—¿Separarse de ellos? —inquirió Thelma.
El caballero no respondió.
Abría la jaula.
Sambo, que sin lugar a dudas era un magnífico espécimen, se acercó a él y frotó la cabeza contra su brazo.
Como si Sita no quisiera pasar inadvertida, intentó llamar la atención del caballero frotando su nariz contra su camisa.
—¡Como puede ver, me quieren! —dijo el caballero a Thelma en tono casi desafiante.
—¡No hay duda! —respondió ella—. Por eso no puedo comprender el porqué habría de separarse de ellos.
De nuevo, el caballero no respondió.
Dio unas palmadas a los leones antes de cerrar y echar el cerrojo a la jaula, mientras ellos lo miraban a través de los barrotes.
Los miró un instante antes de decir:
—No debo quitarle su tiempo, madam, y si desea asistir a la función mañana, le puedo reservar un asiento.
Pareció contener el aliento antes de agregar:
—¡Le costará un soberano!
Thelma lo miró asombrada.
Sabía que era una cantidad muy elevada para un boleto de circo.
Aun cuando jamás asistiera a uno, el circo que ocasionalmente llegaba a la aldea cercana a su casa cobraba sólo un chelín por los mejores asientos.
Era evidente que el caballero esperaba que ella se retirara y, después de un momento de silencio, Thelma respondió:
—Me pregunto si podría ser tan amable de aconsejarme dónde podemos, mi sirviente y yo, pasar la noche. Hemos viajado todo el día y aún me espera un largo camino mañana.
—¿Viaja sola con su sirviente? —preguntó el caballero.
La sorpresa en su voz indicó a Thelma que Watkins había tenido razón.
Debía dar una buena explicación del porqué lo hacía.
—Soy la señora Forde. Mi marido se enfermó y, por lo tanto, pretendo llegar a su lado por la ruta más rápida.
—Entiendo —respondió el caballero—, y, por supuesto, sería un honor para mí que aceptara mi hospitalidad.
—¿Me ofrece hospedarme allí? —preguntó al tiempo que indicaba con la mano la casa que aparecía al otro lado del lago.
—Soy el conde de Merstone.
—¡Pienso que es la mansión más hermosa que he visto! —exclamó Thelma.
—Es lo que yo siempre opiné —contestó el conde—, y aun cuando me temo que no tendrá muchas comodidades, espero que, de todas maneras, me concederá el honor de ser mi huésped.
—Acepto encantada, si no es una molestia para milord.
Él sonrió como si ella hubiera dicho algo absurdo; entonces llamó al hombre que conducía al tigre y ordenó:
—¡Dan, tráeme a Mercury!
—Muy bien, milord.
Mientras esperaban, Thelma notó que el conde miraba hacia la casa que resplandecía bajo el sol del atardecer con una expresión que Thelma no comprendió.
Dan regresó condiciendo un animal de magnífica presencia, aunque no alcanzaba a igualar a Dragonfly o a Juno.
Sin embargo, el conde no hizo comentario alguno mientras ayudaba a Thelma a montar a Dragonfly.
No obstante, ella comprendió por su expresión que apreciaba lo notable que era el semental.
Se alejaron del circo y cruzaron un antiguo puente de piedra sobre el lago, rumbo a la gran mansión.
Cuanto más se acercaban a ella, más espléndida demostraba ser.
El sol brillaba sobre las ventanas, las urnas y estatuas de piedra se recortaban contra el azul del cielo.
Parecía, pensó Thelma, como salido de un cuento de hadas.
Al sentir sus manos en su cintura, ella se dijo que era un hombre muy fuerte.
También muy atractivo. De hecho, el más atractivo que había visto nunca.
El conde dijo a Watkins:
—Si me sigue, le mostraré el camino a las caballerizas, pero tendrá que atender a sus caballos.
—Está bien, milord, estoy acostumbrado a hacerlo —respondió Watkins.
Thelma pensó, con una sonrisa, que Watkins ya había averiguado por sí mismo quién era el dueño de la casa.
Lo había visto charlar con uno de los muchachos que trabajaban cerca de la tienda y estaba segura de que habría conseguido el máximo de información.
—Entre —indicó el conde a Thelma—, enseguida vuelvo.
Ella subió la escalinata de piedra.
La puerta estaba abierta y entró en un amplio e impresionante vestíbulo.
Había una escalera tallada en dorado de un lado y una enorme chimenea de piedra al centro del muro de enfrente.
Durante un momento quedó fascinada por su hermoso diseño.
La luz del sol penetraba a través de las altas ventanas, dando mayor luz a los cuadros que colgaban de los muros.
Entonces se dio cuenta, y fue casi un impacto, de que los muros necesitaban repararse.
El piso de madera no estaba pulido y la ceniza de un fuego que hacía tiempo se apagara, permanecía dentro de la chimenea.
Observó con más cuidado.
La alfombra de la escalera estaba gastada y las altas cortinas que colgaban de los lados de las ventanas demasiado raídas.
¿Cómo era posible que tan magnífica mansión se encontrara en tal estado?
No había señales del conde.
Después de lo que él dijera a Watkins, ella supuso que no habría servidumbres en las caballerizas y, como era evidente, tampoco la había en la casa.
Cruzó el vestíbulo y abrió una puerta situada al fondo.
Tal como esperaba, era un salón, con tres grandes candelabros que pendían del techo.
Las velas estaban a medio consumir y la cerca derramaba sobre el cristal.
La habitación era de amplias proporciones. Pero el mobiliario Luis XIV, con patas y brazos dorados, penosamente deteriorados.
En los muros había huellas de donde alguna vez estuvieran colgados cuadros o espejos y la porcelana de Sévres, que había sobre la chimenea, necesitaba lavarse.
Pensó que era una insensatez dejar que algo tan perfecto se ensuciara.
En ese momento, el conde entró en la habitación.
Al notar que miraba a su alrededor, observó con voz dura y amarga:
—Tal vez ahora que ha visto el interior de mi casa, prefiera irse a otra parte.
—No… por supuesto que no —respondió Thelma—. Más, por favor, dígame qué… sucedió aquí. ¿Cómo ha… llegado a tal… estado?
El conde plegó el labio al responder.
—No creo que sea preciso decirles algo tan evidente.
Thelma guardó silencio y él prosiguió:
—La explicación es muy sencilla. ¡No tengo dinero para pagar servidumbre, para vivir cómodamente aquí ni para mantener mi zoológico!
Thelma lo miró.
—Lo… lamento.
Como si la suavidad de su voz lo enfureciera, exclamó molesto:
—¡No necesito su compasión! Si esto no es bastante bueno para usted, puede irse a otra parte.
Su voz resonó en la habitación.
Como su forma de hablar la asustó, Thelma dio un paso hacia atrás.