Capítulo 1

1818

Thelma, quien cabalgaba de regreso a su casa bajo el sol primaveral, observó que la mansión de su padre, a la distancia, se veía muy atractiva.

Originalmente de estilo Tudor, fue sufriendo alteraciones a través de las generaciones de la familia Fern durante trescientos años.

El actual Lord Fernhurst quedó muy abatido al perder a su único hijo varón en Waterloo.

A raíz de esa tragedia dejó de mostrar interés por sus propiedades y pasaba la mayor parte de su tiempo en Londres.

El resultado fue desastroso.

A principios de mil ochocientos dieciocho decidió regresar al campo después de casarse con una mujer que desagradó a Thelma en cuanto la conoció.

El sentimiento fue recíproco.

La nueva Lady Fernhurst parecía no escatimar esfuerzos para convertir en un infierno la vida de su hijastra.

Al principio, Thelma pensó que su padre la ayudaría, al comprender cuán difícil resultaba para ella ver a una desconocida ocupar el lugar de su madre.

No obstante, Lord Fernhurst tomó la actitud de menor resistencia.

Se había consolado de la pérdida de su primera esposa y de los caprichos de su segunda entregándose a la bebida.

Era increíble para Thelma que su padre hubiera cambiado a tal punto en tan corto tiempo.

Pensó, cuando él solía beber sin medida después de la muerte de su hermano, que sólo sería un paliativo temporal y que pronto volvería a sus antiguas costumbres.

Sin embargo, en su club de Londres bebía en exceso. Y también se había enterado de que inducía a otros a hacerlo con él y en cualquier lugar.

Después de su última ausencia de casi seis meses volvió al campo y a Thelma le fue difícil reconocerlo.

Poco tiempo después de la muerte de su madre, ella ingresó a un Colegio para Señoritas.

Cuando volvió a su hogar se encontró que todo era diferente, especialmente su padre.

Era indiscutible que Denise Fernhurst misma lo animaba a beber.

Eso, pensó Thelma despectiva, era para que él no se percatara del escandaloso comportamiento de su madrastra.

Jamás consideró que una dama pudiera comportarse de esa forma.

Habría sido muy torpe para no darse cuenta de que su madrastra tenía un amante.

De hecho, habían sido dos desde que ella regresara a casa. Basándose en los decires de la servidumbre, sacó en conclusión que tuvo varios antes.

Se escandalizó terriblemente.

Su madre era dulce, tierna y amaba mucho a su padre.

Por lo tanto, Thelma jamás había estado en contacto con mujeres tan descaradas como su madrastra.

Denise era hermosa, nadie podría negarlo; sin embargo, también era dura, ambiciosa y sólo pensaba en sí misma.

Se mostraba despótica y desagradable con los viejos sirvientes que tenían muchos años en la casa.

No visitaba a los granjeros de la propiedad ni a los ancianos de aldea.

Hablaba en contra de ellos durante las comidas, lo que significaba que sus palabras eran eco en toda la propiedad.

Al principio Lord Fernhurst estaba muy entusiasmado con su mujer y ésta podía manejarlo a su antojo con sólo mover el dedo.

Poco a poco, pensó Thelma, su padre empezó a descubrir quién era ella y, para evitar enfrentarse a su fracaso, reincidió en la bebida.

Thelma se acercaba a la casa, cabalgando sobre uno de los briosos caballos de su padre.

Se encogió ante la idea de que, en unos cuantos minutos más, estaría en compañía de su madrastra.

A la vez, la idea de abandonar su hogar la abrumaba. Sería decir adiós a todo cuanto le era familiar y querido.

Llegó a pensar que habría familiares que aceptarían cuidarla si se los pedía, más el orgullo, parte de su herencia familiar, surgía altivo en ella, haciéndola sentir que sería humillante explicar la penosa situación de su padre.

El sirviente que la acompañaba se acercó a su lado cuando entraron en el patio.

Tomó la brida del caballo mientras Thelma desmontaba.

Ella acarició al animal, que se frotó contra su brazo y en ese instante comprendió que no podía alejarse de los caballos que amaba.

Por desagradable que fuera su madrastra, siempre tenía el consuelo de poder cabalgar y alejarse de la casa.

Al menos por ese tiempo quedaba fuera del alcance de su lengua mordaz y sarcástica.

—Gracias, Ben —dijo Thelma al sirviente.

Subió la antigua escalinata de piedra y entró en el vestíbulo.

Se quitó el sombrero y lo colocó, junto con sus guantes, sobre una silla.

Al mirar hacia el reloj observó que era más tarde que de costumbre, así que decidió desayunar antes de cambiarse el traje de montar por un vestido.

Si dirigió hacia el desayunador.

Al disponerse a abrir la puerta, escuchó la voz de su madrastra que mencionaba su nombre.

—¿Cómo iba a imaginar que a Thelma le heredaran tanto dinero? —decía.

—¡Es una joven con mucha suerte! —respondió la voz de un hombre.

Thelma sabía que quien hablara era el amante en turno de su madrastra.

Su nombre era Sir Richard Leith y a ella le desagradó desde que llegara a la casa señorial, tres meses atrás.

—Debemos ser listos en este asunto —dijo Denise Fernhurst.

—¿Astuto?

Su voz denotaba curiosidad, más no un interés especial.

—¡No seas tonto! —Exclamó Lady Fernhurst cortante—. ¡Sólo podremos apoderarnos de ese dinero si tú lo haces!

—¡No sabes lo que dices! —respondió Sir Richard.

La voz de Denise se hizo más baja y Thelma adivinó que se inclinaba hacia él por sobre la mesa.

—Escucha —dijo—, lo primero que tenemos que hacer es evitar que Thelma lea el periódico. Después, partirás para Canterbury.

—¿Para qué? —preguntó Sir Richard con asombro.

—Porque, querido mío, esta es la oportunidad por la que has estado rezando. ¡Quieres dinero y sabemos que Thelma lo tiene!

—¿Quieres decir… estás sugiriendo?… —empezó a decir Sir Richard.

—¡Que debes casarte con la muchacha antes que lleguen los cazafortunas y te hagan a un lado!

Fue evidente que Sir Richard guardó silencio ante la sorpresa de escuchar esas palabras y la mujer continuó:

—Piensa, cuando todo ese dinero te pertenezca, podremos divertirnos como nunca, ya que ahora yo tengo que mendigar de rodillas cada centavo que me dan.

Hizo un ligero sonido de deleite antes de proseguir:

—Podrás tener todo lo que siempre has ambicionado: un lugar en Londres donde podamos estar juntos, caballos, faetones y un guardarropa que será la envidia de todos los petimetres de St. James.

—¡Denise, eres un genio! —exclamó Sir Richard.

—Siempre lo he pensado —coincidió complacida Lady Fernhurst—; sin embargo, es cuestión de actuar con rapidez, antes que Thelma y ese tonto borracho con el que estoy casada descubran lo que sucede.

—¿Debo declararme a Thelma enseguida? —preguntó Sir Richard.

—¡No, por supuesto que no! —Respondió Denise—. Debemos esperar hasta que tengas la Licencia Especial en tus manos. Entonces yo la obligaré a casarse contigo antes que los abogados puedan informarle lo que dice el testamento.

Thelma no esperó a escuchar más.

Sabía que debía leer los periódicos que su madrastra intentaría ocultarle.

Cruzó el vestíbulo con tanta rapidez y silencio como pudo. Al fondo de otro pasillo estaba el estudio de su padre.

Seguramente allí encontraría un periódico.

Cada día, el viejo mayordomo Newman, durante treinta años había colocado el Morning Post en la mesa del desayunador y el Times en el estudio de Lord Fernhurst.

Thelma abrió la puerta del estudio.

Corrió hacia donde vio que estaba el Times junto con otras revistas y lo tomó.

Miró hacia el escritorio de su padre.

Como de costumbre, ahí estaba el correo que, más tarde, revisaría su secretario.

Thelma buscó entre las cartas hasta que encontró la que deseaba.

Era una que, sin lugar a dudas, provenían de una firma de abogados.

Tenía impreso en el sobre: MARLOW, THESTLETHWAITE AND DOWNING.

La guardó en el bolsillo de su chaqueta y caminó hacia la puerta que había dejado abierta.

No la cruzó, se ocultó tras ella y abrió el periódico.

Pronto encontró lo que buscaba en la segunda página y decía:

MUERTE DE LA DUQUESA VIUDA DE WINTERTON

Lamentamos mucho anunciar el fallecimiento de la Duquesa viuda de Winterton, a la edad de noventa y ocho años. La Duquesa, Dama de Honor de Su Majestad La Reina, estuvo enferma durante varios años. Dejó de existir en su casa de campo de Northamptonshire.

Continuaba describiendo que la dama fallecida fue hija del 4º Lord Fernhurst y se había casado con el Duque de Winterton a los dieciocho años.

Este fue el segundo hijo del Duque de Winterton y cuando su hermano murió se convirtió en heredero y titular del ducado.

Después, se enumeraba una larga relación de obras de caridad hechas por la duquesa, así como los cargos de importancia que había desempeñado y los honores de que se le hizo objeto.

Continuaba:

La duquesa heredó una cuantiosa fortuna de su padrino, Sir Trevor Hayton, quien fuera consejero de varios potentados del Oriente, Sir Hayton nunca regresó a Inglaterra y, a su muerte, legó cuanto poseía a su ahijada.

Se sabe que la desesperada duquesa viuda dejó su fortuna a su sobrina nieta, la Honorable Thelma Fern, hija única del 6º Lord Fernhurst.

Después de leer el reporte rápidamente, Thelma dobló el periódico y lo regresó al lugar de donde lo tomara.

Se apresuró a regresar al desayunador.

Abrió la puerta y, al instante, su madrastra y Sir Richard, quienes continuaban hablando en voz baja, guardaron silencio.

Ambos la miraron de una manera que hubiera considerado inusitada, si no comprendiera con claridad la razón de ella.

—Buenos días señora —saludó con voz tranquila—. Buenos días, Sir Richard.

Ellos no respondieron.

Se dirigió al mueble lateral para elegir lo que comería de los platones que de alguna forma utilizada entonces, hacía que los alimentos se mantuvieran calientes.

Mientras tomaba asiento a la mesa, dijo:

—Lamentó llegar tarde, pero es tan hermoso cabalgar bajo la luz del sol, que me alejé más que de costumbre.

—Me alegro que lo disfrutaras, querida —repuso Lady Fernhurst con voz menos agresiva de la que solía usar, mientras dirigía a Sir Richard una mirada significativa, que lo impulsó a levantarse.

—Será mejor que me ponga en camino. Espero que no te importe que tome prestado un faetón y un tiro de tus excelentes caballos.

—No, por supuesto que no —respondió Lady Fernhurst—, y trata de no llegar tarde para la cena.

—¿A dónde va Sir Richard? —preguntó Thelma con voz llena de candidez.

—A visitar a unas amistades —respondió su madrastra.

Thelma percibió la reveladora mirada que se cruzó entre ellos antes que él abandonara la habitación.

Fingió no haberlo notado.

—¿Cómo está papá esta mañana? —preguntó mientras se servía una taza de café.

—Tu padre está dormido y no lo despiertes.

—Por supuesto que no.

Lady Fernhurst se levantó, con el Morning Post apretado en la mano.

—Yo creo que tendrás bastante que hacer, Thelma —comentó—, yo estaré muy ocupada esta mañana.

—Lo entiendo —respondió Thelma—, y yo también lo estaré.

Era verdad, tenía muchos menesteres y poco tiempo para hacerlos.

Terminó de desayunar y subió apresurada por la escalera.

Mientras, hacía una lista mental de lo que necesitaría.

Entró en su dormitorio, que las doncellas ya habían aseado. Cerró la puerta y se sentó para pensar con claridad.

Sabía que sería preciso abandonar su casa.

Era demasiado inteligente para no darse cuenta de lo que vendría después.

Su madrastra haría hasta lo imposible para obligarla a casarse con Sir Richard.

Tenía sólo dieciocho años. Por ley, su padre era su tutor y ella tenía que obedecer todo cuanto éste le ordenara.

Cuando estaba pasado de alcohol, su madrastra podía forzarlo a acceder a cuanto ella quería.

Thelma sabía que ya había gastado más de lo conveniente y hasta había hipotecado parte de la propiedad que no estaba bajo inventario del título, para poder obtener más dinero.

Habría vendido las pinturas si las circunstancias se lo permitieran.

Sin embargo, estaba bajo inventario para quien heredara el título y a menos que su padre tuviera otro hijo, el futuro duque sería un sobrino que nunca le había agradado.

Thelma comprendió que la idea de apoderarse de una fortuna era irresistible para su madrastra.

Usaría todas las mañas que tuviera a su alcance por degradantes que fueran, para conseguirlo.

Sólo ella habría podido urdir tan vergonzoso plan como el de casar a su hijastra con su propio amante.

Sir Richard se había comportado de una manera que Thelma consideraba tan humillante como escandalosa.

Cuando su padre estaba sobrio, Sir Richard lo halagaba y atendía.

No obstante, cuando se retiraba, hablaba de él despóticamente con Lady Fernhurst.

«¡Lo detesto, es un hombre despreciable!», se dijo Thelma.

Prefería la muerte antes que casarse con un hombre así.

Le resulta difícil decidir adónde iría. Necesitaba ocultarse en algún lugar donde no pudieran encontrarla, antes que Sir Richard regresara con la Licencia Especial.

Supuso que lo que su madrastra debía estar haciendo en ese momento era preparar la capilla.

Construida al mismo tiempo que la casa, era muy hermosa.

Cuando su madre vivía, el capellán personal de su padre, que era también el vicario de la iglesia de la aldea, acudía cada domingo a la mansión para oficiar los servicios a los que asistían todos los que la habitaban.

Desde muy pequeña, a Thelma le parecieron siempre muy bellas las ceremonias.

Consideraba que todos los asistentes eran, en cierto modo, parte de una misma familia.

Los sirvientes que llevaban años en la casa, la consideraban como suya.

Amaban tiernamente a Thelma y a su hermano Iván, a quienes conocían desde que nacieron.

La nueva Lady Fernhurst rápidamente cambió las costumbres establecidas desde los viejos tiempos.

Abolió los servicios dominicales, diciendo que eran una pérdida de tiempo para la servidumbre, cuando debían estar trabajando.

Si su padre protestó, Thelma nunca lo supo.

Sólo estaba enterada de que habían cerrado la capilla. Los jardineros ya no colocaban flores en el altar y el polvo se acumulaba en el piso y en los tallados.

«Tomará bastante tiempo limpiarla», pensó y era lo que necesitaba.

Eligió de su guardarropa los vestidos más ligeros, de gasa y muselina, que pesaban poco y podían ocupar menos espacio al empacarse.

Los colocó en la cama y agregó camisones y otras cosas necesarias.

Incluyó un par de zapatillas de satén.

Cuando terminó decidió que no sería demasiada carga para ser transportada en dos caballos.

Varios años antes, cuando por primera vez acudió a hospedarse con unas amistades, su padre le había comprado bolsas especiales para llevarse atadas en la silla del caballo.

Thelma recordó que estaban guardadas en un cajón de su dormitorio.

Las sacó para llenarlas con todo cuanto había considerado necesario.

En seguida las ocultó bajo la cama y descendió por la escalera.

Lo más importante y difícil era conseguir dinero. Tendría que durarle bastante tiempo.

Mientras pensaba cuál podría ser la solución recordó que al día siguiente era viernes y fin de mes.

Eso significaba que el señor Simpson pagaría los sueldos y esa mañana debería haber ido al banco para sacar el importe de los mismos.

Ya para esa hora estaría de regreso, para después visitar las granjas y cobrar la renta a los granjeros, así como las correspondientes a las casitas que se alquilaban en la aldea.

Eso lo entretendría hasta muy avanzada la tarde.

Se dirigió a la oficina del secretario y la encontró vacía.

Estaba segura de que el señor Simpson se encontraría haciendo su recorrido.

El dinero que sacara del banco se encontraría en la caja fuerte.

Thelma echó llave a la puerta para que nadie pudiera sorprenderla y buscó la llave de la caja.

La encontró escondida en un lugar que el señor Simpson consideraba secreto y abrió la caja fuerte.

Tal como lo esperaba, encontró unas bolsas que contenían soberanos, otras medio soberanos y, una más, monedas de plata.

También billetes de alta denominación, que Thelma sabía eran para su padre, a quien molestaba cargar monedas que hacían bulto dentro de sus bolsillos.

Contó los billetes y descubrió encantada que sumaban más de cien libras esterlinas.

Los guardó en el bolsillo de su chaqueta y también tomó las bolsas de monedas.

Buscó más adentro de la caja de seguridad y encontró la chequera de su padre.

Por un momento dudó.

No deseaba hacer nada que pudiera ser ilegal, aun cuando no era probable que la llevaran ante las autoridades.

Durante los últimos meses, con frecuencia había firmado con el nombre de su padre, cuando él era incapaz de hacerlo.

Su madrastra siempre se opuso a ayudar a los aldeanos.

Thelma había acudido a su padre cuando alguno de los viejos sirvientes que trabajaran para ellos durante años, tenían alguna necesidad urgente.

—Sin duda, papá —había suplicado—, ayudarás a la vieja Lucy, fue doncella aquí durante muchos años. Ahora necesita una muleta para poder moverse, pero no tiene dinero para comprarla.

—Claro, claro —contesto su padre en voz gruesa—, yo la pagaré.

—Sabía que lo harías —dijo Thelma—, y también está Browning, quien limpiaba los calentadores. Está casi ciego y necesita anteojos.

Ella continuó mencionando la lista de necesidades que era preciso atender y para las que necesitaba una fuerte suma.

Cuando Lord Fernhurst iba a firmar el cheque, ella se dio cuenta de que la mano le temblaba tanto que le resultaba imposible hacerlo.

Intentó guiársela, pero aun así fue inútil.

Ella terminó por firmarlo y se lo mostró.

—¿Así es tu firma, verdad, papá? —preguntó.

—Sí, así es —contestó él con voz gruesa.

El señor Simpson cobró el cheque en el banco sin problemas.

Ahora, Thelma pensó que si llegara a sentirse muy necesitada, podría falsificar la firma de su padre, así que tomó dos cheques y se los guardó en el bolsillo.

Después escribió una nota al señor Simpson diciéndole cuánto dinero había tomado y le pedía que se lo avisara a su padre, más por ningún motivo a su madrastra.

Dejó la nota en la caja fuerte y regresó a su dormitorio.

En el camino se encontró con doncellas que llevaban escobas, cubetas y cepillos rumbo a la capilla.

Adivinó que su madrastra todavía se encontraba allí.

Se puso su mejor traje de montar, que acababa de recibir de Londres.

Su padre se lo había dado como regalo de cumpleaños. Llevado de un momento de buen humor le dijo que lo encargara al mejor sastre, exclusivo de las damas de la Alta Sociedad.

Era un hermoso traje, de tono azul oscuro.

Hacía que su cabello se viera tan dorado como el sol de primavera y su piel nítida como una perla.

Bajo la amplia falda, llevaba una enagua almidonada con orla de encaje.

Su bonita blusa de fina muselina estaba adornada con tiras también de encaje.

El sombrero complementario de su atuendo era muy elegante, con un velo de gasa que hacía juego con sus ojos y flotaba a su espalda cuando ella galopaba.

También se puso un par de finas botas que le daban hasta arriba de los tobillos.

Tenía una capa para cubrirse de la lluvia, en caso necesario, y decidió llevarla.

Al fin, estaba lista.

Recorrió la habitación con la mirada para cerciorarse si no faltaba algo de empacar.

Sobre una mesa, vio su caja de pinturas.

Durante un momento titubeó, y pensó que podría necesitarla.

Sus maestros en la escuela le habían dicho que tenía aptitudes paras el dibujo y la pintura.

Pensó entonces que sería atinado limpiar y restaurar algunos de los cuadros que había en la casa.

Su madre mostraba mucho interés en ellos, pero su padre era indiferente.

Denise, recordaba Thelma, apenas si los miró cuando supo que le sería imposible venderlos.

Thelma puso especial cuidado con los que eran muy antiguos y que habían sido heredados durante generaciones.

Limpio el polvo acumulado por espacio de años y los restauró como le enseñaran a hacerlo sus maestros.

Había llegado el momento de abandonar todo lo que amaba, incluyendo las pinturas.

Su hermano Iván se sentía muy orgulloso de la casa y de todo lo que contenía.

Thelma era cinco años menor que él. Sin embargo, siempre jugaban juntos de niños y era ella quien lo incitaba a las travesuras que hacían que sus risas se escucharan por los corredores y que hicieran eco en las bajas habitaciones isabelinas, llegando su infantil sonido hasta el amplio vestíbulo medieval con el vitral del escudo de armas Fern.

Cuando hacía frío, Thelma solía recostarse frente a la chimenea donde ardía un tronco entero.

Ella jamás se sintió sola allí.

Sus antepasados se reunieron innumerables veces en el gran vestíbulo antes de una batalla, para celebrar sus bodas o para velar a sus muertos.

Podía sentirlos observándola y protegiéndola.

Ahora, abandonaba a sus antepasados así como la casa donde se deslizara hasta entonces su existencia.

Dejaría el recuerdo de su madre, cuya presencia podía sentir en cada habitación, especialmente en su dormitorio.

«Es inútil, mamá», dijo con la voz de su corazón, «¡tengo que huir! De lo contrario, me casarán con Sir Richard porque mi madrastra tendrá a la ley de su parte y papá jamás podrá enfrentársele».

Mientras pensaba, ponía a buen resguardo su dinero.

Colocó parte en su equipaje y parte en el bolsillo interior de su chaqueta.

En seguida pensó en algo más, que era importante.

Tuvo la precaución de echar llave a la puerta de su dormitorio antes de bajar por la escalera.

Fue hacia la sala de armas, que daba al vestíbulo.

Era una habitación pequeña, donde su padre guardaba sus rifles de tiro al blanco y de cacería.

Thelma sabía que guardaba varias pistolas de duelo en un cajón, dos de los cuales eran más pequeñas que las otras y esas sacó.

Después de revisarlas, buscó las balas.

Las encontró en un pequeño paquete y las deslizó en el bolsillo. Ocultó las pistolas bajo su chaqueta y subió.

Al fin, ya estaba lista para partir.

Tomó las bolsas que había empacado y caminó por el corredor.

Bajó por una escalera lateral que la conduciría a la puerta más cercana a la caballeriza.

Salió a la luz del sol y en ese instante la invadió el pánico.

Se preguntó si debía hacer un último esfuerzo de acudir a su padre y pedirle que la apoyara.

No obstante, sabía que aun cuando él accediera a hacerlo, después sería inútil.

Cuando llegara la noche y bebiera gran cantidad de clarete y brandy, estaría demasiado ebrio para poder discutir con su madrastra.

Para entonces ya la capilla estaría lista y sólo faltaría enviar por el capellán.

Thelma podía imaginar con claridad el gesto reflejado en el rostro de Sir Richard cuando regresara con la Licencia Especial.

Él se consideraba un hombre apuesto; sin embargo, tenía los ojos demasiado juntos y su boca era pequeña y delgada.

Thelma estaba segura de que no sentía ningún tipo de afecto por su madrastra.

La admiraba y eso era comprensible.

Sin embargo, si la mujer no hubiera podido apoyarlo en Londres, con el dinero de su marido, él la habría ignorado.

Como estaban las cosas, pensó Thelma, él montaba los caballos de su padre y bebía de su vino.

Si eso no estuviera a su disposición, pronto encontraría a alguien más de quien aprovecharse.

Estaba segura de que le complacería mucho casarse con alguna joven heredera como ella.

No se limitaría a compartir la fortuna de Thelma con Lady Fernhurst, que era lo que ésta pretendía, sino lo haría también con cualquier otra mujer bonita que le interesara.

Y no le importaría si era de la Alta Sociedad o simplemente una cortesana.

«¿Cómo podría yo pasar el resto de mi vida con un hombre de tan pocos escrúpulos?», se preguntó y corrió a la caballeriza.

Se acercó a un mozo de cuadra y le preguntó:

—¿En dónde está Watkins?

—Ejercitando a Juno, señorita Thelma.

Juno era una magnífica yegua por la que ella sabía que el hombre tenía un profundo afecto.

Dedicaba grandes cuidados a todos los caballos, pero Juno era su favorita.

—¡Buenos días, señorita Thelma! —le dijo al verla llegar.

Miró sorprendido lo que ella llevaba.

Watkins era un hombre de baja estatura y muy ágil que había sido el asistente de su hermano Iván desde el momento en que éste ingresó a su Regimiento.

Después de la muerte de aquél, Watkins, quien resultó herido levemente, fue enviado de regreso a Inglaterra.

De inmediato acudió a ver a Lord Fernhurst para comentarle cómo había muerto su hijo.

Thelma escuchó también su relato. Comprendió cuán sincero era el dolor que mostraba Watkins y cuánto había querido a Iván.

Su padre lo conservó como uno de sus principales palafreneros y Watkins demostró ser muy apto y responsable.

Se dedicaba a los caballos, más siempre estaba dispuesto a hacer cuanto se le solicitara.

Transfirió su amor por Iván a la hermana de éste.

Thelma sabía que, en su fuga, Watkins debía acompañarla.

Con voz que era casi un susurro, aun cuando no había quién pudiera escucharla, le contó lo que había descubierto.

Watkins la oyó en silencio hasta que terminó de hablar.

—Eso está muy mal, señorita Thelma —exclamó.

—¿Cómo voy a casarme con un hombre así?

—Es un malvado, ¡y ni siquiera sabe montar!

—Comprenderás entonces que debo huir enseguida —exclamó Thelma—. Y necesito que vengas conmigo. Llevo suficiente dinero y pienso que tú debes cargar parte de él, por seguridad.

Le entregó las bolsas con monedas de soberanos y medios soberanos.

Sin discutir, Watkins las guardó en su chaqueta.

Después Thelma le entregó una de las pistolas y balas.

El hombre las tomó y, como si sólo fuera a dar un paseo, preguntó:

—¿Qué caballo desea montar, señorita Thelma?

Ella titubeó un poco.

—Si tú montas a Juno, yo iré en Dragonfly.

Este último era la más reciente adquisición de su padre.

Lo compró la última vez que visitó Londres.

Se trataba de un magnífico semental y Lord Fernhurst pagó una alta suma por él en Tattersall, después de competir con otros aspirantes.

Watkins aprobó la elección de Thelma y con una ligera sonrisa se dirigió al pesebre de Dragonfly para ensillarlo.

Después ensillo a Juno y sacó a ambos al patio.

Thelma montó a su caballo y como éste se mostraba inquieto, se adelantó.

Salió por la puerta posterior de la caballeriza, donde nadie de la casa descubriría su partida ni podría ver qué dirección tomaba.

Watkins tardó sólo unos minutos en recoger sus pertenencias y colocarlas dentro de una bolsa atada a la silla de Juno.

Pronto alcanzó a Thelma.

Ella no estaba segura de a dónde irían e, instintivamente, se dirigió hacia el sur.

Los caballos avanzaron a galope y ella se dijo que era lo más emocionante y arriesgado que hubiera hecho nunca.

Su huida era toda una aventura, partía hacia lo desconocido, sin tener ni la más remota idea de lo que encontraría o lo peligroso que resultara.