Capítulo 7

Por un momento, los dos se quedaron inmóviles, como petrificados.

Con un pequeño grito como el de un niño que encuentra la seguridad después de una experiencia aterrorizante, Roxana se lanzó a los brazos del conde.

Él la oprimió contra su pecho y un momento después la estaba besando, primero en los labios, después en los ojos húmedos y en las mejillas cubiertas de lágrimas y otra vez en los labios.

Ella sintió que sus oraciones recibieron respuesta. Como si hubiera muerto y se encontrara en una Gloria tan perfecta, tan maravillosa, que ni siquiera era necesario que respirara.

Él siguió besándola, hasta que ella no pudo ya pensar. Él estaba ahí, todo había cambiado; ya no estaba sola, ni se sentía desventurada; ahora era una parte de él, como lo había sido antes.

Por fin, él levantó la cabeza para mirar el rostro radiante con una belleza que nunca había visto antes, con sus pestañas húmedas y sus labios temblorosos no de miedo, sino del placer de sus besos.

—¡Te… amo! —murmuró ella, sintiendo que su voz llegaba de una gran distancia.

—¿Cómo pudiste abandonarme? ¿Cómo fue posible que me dejaras? —preguntó él—. ¡He estado desesperado, casi loco de terror, pensando que tal vez nunca volvería a encontrarte!

Ella lanzó un leve suspiro, de franca felicidad.

Y él la estaba besando de nuevo, como si tuviera miedo de perderla, otra vez, más y más cerca, hasta que sus cuerpos parecieron fundirse uno con el otro y sus almas fueron una sola.

Por fin, cuando pareció que la naturaleza humana iba a romperse bajo la tensión, él dijo con una voz curiosamente temblorosa:

—Te he encontrado, preciosa mía, y te juro que no volveré a perderte. ¿Cuándo puedes casarte conmigo?

La luz se encendió en los ojos de ella; como si mil velas ardieran en su interior. Entonces apoyó la cabeza contra el hombro de él para decir:

—¿Qué dirán los… holandeses? ¿Cómo lograste… llegar hasta aquí… sin que ellos lo supieran? —Pero la invadió de pronto el temor por Karel, que le hizo lanzar un breve grito de terror—. No vienen… contigo, ¿verdad? ¿No has… vuelto para… entregarme a ellos?

—¡Claro que no! ¿Crees que realmente te permitiría volver? Mi amor, fue muy inteligente de tu parte escapar. Sin embargo, quisiera que hubieras confiado en mí.

—¿Cómo… me encontraste? ¿Cómo… pudiste llegar… hasta aquí?

Las preguntas parecieron atropellarse en sus labios y él besó su frente antes de decir:

—Es una larga historia. ¿Qué te parece si vanos a sentarnos en algún lugar cómodo? Hace mucho calor y me gustaría una de esas bebidas frías que prepara Geertruida, si no es mucha molestia.

Roxana se salió de sus brazos y tomó su mano como lo había hecho la noche en que caminaron a través del bosque, en la oscuridad.

Le ofreció una sonrisa de felicidad tan radiante, que él sintió que le corazón le daba un vuelco.

«Nunca» se dijo, «pudo existir una mujer más hermosa, más exquisita en todos los sentidos».

Pasaron a un balé cercano que era muy parecido al que Roxana había usado como sala en el norte, excepto que tenía menos muebles.

Lo más cómodo que había para sentarse era una cama nativa cubierta con un sarong de seda, bordado exquisitamente.

Roxana dejó al conde por un momento, mientras daba órdenes a Geertruida con voz vibrante de felicidad y excitación.

Unos cuantos segundos después volvió a su lado.

Se sentaron en el improvisado sofá, como si la intensidad de sus sentimientos los hubiera debilitado. Roxana, mirándolo con expresión de adoración, preguntó:

—Cuéntame cómo me encontraste.

—Debes darle las gracias a Ida Anak Temu por eso.

—¿Él te lo dijo? —preguntó Roxana con incredulidad—. Yo estaba segura de que él guardaría mi secreto.

—Y así lo hizo, al principio.

—Pero ¿cómo pudiste hablar con él?

—Me llevé conmigo al superintendente de tu pueblo.

—Por supuesto… Tunas Kantor. Él habla varios idiomas.

—Habla holandés, lo cual era importante desde mi punto de vista. Y siempre tendré con él una deuda de gratitud.

—Sigue… cuéntame qué pasó.

—Ponok te vio partir y aunque él comprendió que no deseabas ser vista, reconoció al conductor de la carreta.

—¿Se dio cuenta de que era uno de los hijos de Ida Anak Temu?

—Me imagino que así fue. De cualquier manera, el superintendente y yo fuimos al bosque —sonrió antes de añadir—: te aseguro que tu maestro tallador fue al principio muy discreto y negó saber tu paradero.

—Yo sabía que él me sería leal —murmuró Roxana.

—Cuando le dije que yo sabía que eran hombres de él los que estaban moviendo tus esculturas y que fue su hijo con quien te había llevado, empezó a sentirse un poco incómodo.

—¿No fuiste… cruel con él?

—Jamás lo sería con un amigo tuyo, menos aún con tu maestro.

—Entonces, ¿por qué te dijo… lo que querías… saber?

—Le dije que tenía que encontrarte porque intentaba casarme contigo y no podía perder a la única mujer que había amado en mi vida. —Roxana lo miró con ojos asombrados y él continuó diciendo—: el anciano me observó como tú me dijiste que ves un trozo de madera, probándome, mirando más allá de la superficie…

—¡Con el… alma! —murmuró Roxana.

—¡Exacto! —asintió el conde—. Eso era lo que él estaba haciendo y es indudable, mi amor, que pasé la prueba.

Ella se acercó un poco más a él y el brazo del conde la rodeó.

—Cuando me dijo adónde habías ido y que te encontraría a salvo en la casa de su más famoso alumno, Gueda Tano, me enfrenté a un nuevo problema.

—¿Cómo… llegar aquí?

—Comprendí que no iba a ser fácil —dijo el conde—. Escapar de los holandeses sin hacerles sospechar dónde estabas.

—He tenido… tanto miedo —confesó Roxana—. He estado tan temerosa de que… de algún modo… encontraran la forma… de hacerme volver.

—Te juro que nunca harán eso —prometió el conde—. Pero, por tu propio bien, preciosa mía, no quiero incidentes desagradables, sobre todo con el gobernador.

Roxana se ruborizó y ocultó su rostro en el hombro de él.

—Yo sentí… que me estaba… amenazando.

—Eso es algo que no hará en el futuro —declaró el conde con firmeza—. No obstante, no quiero que él envíe informes desfavorables sobre ti a Amsterdam.

—¿Crees que hará eso?

—No es nada probable. Usé todo mi ingenio para venir aquí y no tiene por qué relacionarme con tu desaparición.

—Dime qué hiciste… ¿cómo llegaste aquí sin que él sospechara nada?

El recorrido era muy largo a caballo y ella no creía que él hubiese encontrado amigos de Ida Anak Temu en todos los pueblos, como ellos.

—Vine por mar —dijo el conde.

—¿Por mar? —inquirió Roxana asombrada.

—Me pareció lo más sensato. Le dije al gobernador que intentaba dar una vuelta a la isla por mar, para verla desde todos los puntos. Él me advirtió repetidas veces que no me acercara al sur, donde los holandeses no tenían ninguna autoridad. Le prometí que navegaría desde Boulbeng, en el norte, para desembarcar en Lambok que está bajo la protección holandesa.

—¿Y él aprobó la idea?

—Con toda franqueza, creo que se alegró de librarse de mí. Yo resultaba un estorbo para la intensa búsqueda que estaba haciendo él.

—¿Él no… sabía adónde había… yo venido?

—Cuando yo partí, tenía la seguridad de que estabas en el bosque; pero como hay muchos bosques en el norte, creo que le va a tomar un tiempo considerable convencerse de que no estás escondida en algún oscuro pueblo o tal vez en una cueva… —Roxana levantó las manos en un gesto de susto y él agregó—: una vez que seas mi esposa, todos los gobernadores del mundo no podrán asustarte. ¡Yo me encargaré de eso!

Roxana levantó el rostro hacia el conde, pero antes de que éste pudiera besarla, Geertruida entró con una bandeja en las manos, sobre la que se erguía un vaso con jugo de fruta.

—¿No le sorprende verme, Geertruida? —preguntó el conde en holandés.

—¡Sí, su señoría!

—No parece muy complacida —observó el conde en tono acusador—. A pesar de eso, espero que se quede con nosotros cuando nos casemos. Mi esposa no va a querer perderla después de todo lo que han pasado juntas.

—¡Se van a casar! —exclamó Geertruida con asombro.

—Sí, Geertruida, enseguida que encontremos la forma de hacerlo.

—¡Gracias a Dios que mis oraciones han tenido respuesta! —exclamó Geertruida. Y se dio la vuelta con rapidez y se marchó porque, Roxana lo adivinaba, no quería que el conde viera en sus ojos las lágrimas de la alegría.

—Geertruida estaba convencida —dijo Roxana cuando se quedaron solos—, de que estabas jugando con mis sentimientos.

—¡Yo jamás haría tal cosa, preciosa mía! Mas, para ser sincero contigo, no comprendí con cuánta desesperación te amaba hasta que desapareciste.

Se quedó un momento inmóvil, como si estuviera recordando la desventura por la que había atravesado, el pánico que lo había invadido cuando creyó que tal vez no volviera a encontrarla nunca.

—Sentía que yo era el Príncipe Rama —dijo en voz baja—, enloquecido de desesperación, mientras buscaba a su esposa, que estaba en poder de los demonios.

Roxana sonrió.

—Y tú no tenías a Hanuman y su ejército de monos para ayudarte.

—Tenía, en cambio, a Tunas Kantor, que fue una torre de fortaleza —contestó el conde—. Él me encontró un buen barco, tripulado por excelentes marineros que me trajeron hasta aquí. Ahora tenemos que esperar un vapor que nos lleve a Singapur. Me dijeron en el puerto que pasan numerosos barcos por aquí, en dirección a otras islas.

—No debe ser… un barco holandés —dijo Roxana con voz titubeante.

—¿Tienes miedo todavía? —preguntó el conde con una sonrisa—. Los holandeses no pueden hacerte daño si estás bajo mi protección, como mi esposa o mi prometida.

—Pero… tengo que pensar en Karel —dijo en voz baja—. Todavía… podrían quitármelo… porque la ley dice que los huérfanos deber ir a un orfanato. Tienen varios en Java.

—¿Huérfanos? —repitió el conde, desconcertado.

Roxana lo miró y entonces dijo:

—Ya sé que… te dije que Karel era… mío, pero yo supuse… yo pensé que… Ida Anak Temu te… había dicho… la verdad.

Por un momento el conde se quedó inmóvil.

—¿Karel no… es tu hijo? —preguntó.

—¡No, claro que no! —contestó Roxana—. Yo dije eso sólo porque… me dio miedo de que… se lo llevaran… porque tú eres holandés.

—Entonces, ¿de quién es?

La voz del conde sonó extraña a sus propios oídos.

—Era de mi tía Agnes. Ella murió poco después del dar a luz… —Roxana dejó escapar un suspiro recordando el dolor que le había causado la muerte de su tía, y luego continuó contando al conde la historia de sus desventurados tíos y de su pequeño hijo.

—¡Es… hijo de tus tíos! —Al conde le resultó difícil pronunciar las palabras.

—¿Me quieres decir —preguntó Roxana en un susurro—, que me pediste que… me casara contigo… pensando que tenía yo… un hijo sin ser… casada?

—Perdóname, mi amor —contestó el conde—. Debí confiar en ti. Debí haber comprendido que eso era algo que tú jamás habrías hecho. Sin embargo, las pruebas circunstanciales estaban en tu contra. Tus misterios, las insinuaciones del gobernador, el hecho de que te encontré dormida con el bebé en brazos… y tú me dijiste…

—¡Perdóname! ¡Perdóname! —lo interrumpió Roxana—. Me asustaste y yo estaba… aterrorizada de que después de todo… lo que Geertruida y yo habíamos hecho para… salvar a Karel… él fuera… enviado a un orfanato.

Por unos instantes al conde le fue imposible hablar. Se limitó a oprimir a Roxana contra su pecho, con los labios sobre su cabello.

Debido a que la amaba tan intensamente, había decidido casarse con ella sin importar lo que hubiera hecho en el pasado.

Cuando no pudo encontrarla, comprendió que el amor que se profesaban era demasiado grande, demasiado perfecto para que les preocupara otra cosa que no fuera el hecho de que espiritualmente eran parte el uno del otro, y que se habían convertido en un solo ser indivisible.

Pero ahora se daba cuenta de que Roxana era justamente lo que él había intuido la primera vez que la besó: pura, inocente, todo lo que anhelaba encontrar en una mujer y que había dudado que fuera posible hallarlo.

Como si ella comprendiera lo que estaba pensando él, Roxana dijo:

—Pensar que te hubieses… casado conmigo creyendo tales… cosas sobre mí… todo lo que puedo decir es que ningún hombre… podría ser más maravilloso que tú… más noble y más bueno.

Ella levantó sus labios hacia él y el conde empezó a besarla con pasión, aunque Roxana percibió que había algo más en sus besos. Tal vez, cierta reverencia, quizá el idealismo que descubre que su amor no es sólo apasionado y posesivo, sino también sagrado.

Largo tiempo más tarde, el conde dijo:

—Debemos hacer planes, preciosa mía. Hablemos con Gueda Tano y averigüemos cuándo llegará un barco que nos lleve a Singapur.

Porque se sentía tan feliz, Roxana estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él le pidiera.

Se puso de pie y el conde la besó de nuevo, antes que ella tomara una sombrilla para protegerse de los candentes rayos del sol.

Encontraron a Gueda Tano trabajando en sus tallas, tal y como el conde había visto a Ida Anak Temu concentrado en las suyas. Sentado con las piernas cruzadas, inclinó la cabeza cuando ellos aparecieron. No se levantó, pero ordenó a su ayudante que les trajera sillas.

Como su maestro, Gueda Tano no hablaba holandés, porque odiaba a los opresores de su pueblo; pero hablaba, en cambio, un poco de inglés.

Dijo al conde, con una amplia sonrisa:

—¿Encontró a la señorita Barclay, señor? ¡Qué bueno!

—Sí, la encontré —afirmó el conde—, y ahora necesitamos su ayuda. ¿Tiene usted idea de cuándo habrá un barco que pueda llevarnos a Singapur? En el puerto me informaron, cuando llegué, que no pensaban que habría unos antes de dos o tres semanas.

—Cierto, cierto —contestó Gueda Tano—. Uno aquí… hace tres días. Ahora ya fue. Esperar tiempo para otro.

—Entonces —dijo el conde—, como otra alternativa, tal vez pueda decirme si hay alguien en Bali de Sur que pueda casarnos. —Roxana se volvió a mirarlo asombrada y él dijo en voz baja—: no puedo esperar tanto tiempo para convertirte en mi esposa. ¿Y qué lugar mejor para nuestra luna de miel que éste?

Le fascinó la forma en que se iluminó de alegría el rostro de Roxana, después se volvieron los dos suplicantes hacia el hombre que se encontraba sentado frente a ellos con las piernas cruzadas.

—¿Ustedes… cristianos? —preguntó Gueda Tano—. El conde asintió con la cabeza y él continuó diciendo: —no cristianos en Bali del Sur. Ingleses fueron. Holandeses en el norte…— vio la desilusión reflejada en el rostro tanto del conde como de Roxana y preguntó: —¿Por qué no matrimonio balinés? Ustedes buenas personas… nuestros dioses bendicen ustedes. Señorita Barclay gran tallador como yo.

El conde miró a Roxana y vio la interrogante que había en sus ojos.

—¿Te quieres casar aquí conmigo, con la bendición de los dioses en los que ambos creemos?

—¿Podríamos… hacer… eso?

—¡Claro que podemos! —contestó él—. Y confía en que me casaré contigo de nuevo, cuando lleguemos a Singapur. Te prometo que me casaré contigo por cuanta ley y voto exista, para no perderte jamás. Pero no quiero esperar.

—Ni… yo tampoco —murmuró Roxana.

No tuvieron que comunicar a Gueda Tano su decisión. Él la vio en sus rostros y dijo con una nota de excitación en la voz:

—¡Yo arreglo! Muy hermoso, muy buen matrimonio. Yo hablo sacerdote.

Roxana miró al conde con ojos muy brillantes.

—Creo que es la idea más maravillosa que he oído nunca —dijo—. ¿Podría yo desear nada mejor que convertirme tu esposa en la «Isla del Paraíso»?

Una boda es motivo de excitación en todos los países y en todas las religiones, pero los balineses nunca habían tenido un matrimonio en la que los contrayentes era de allende el mar y, como Gueda Tano había dicho al duque: «entre dos personas muy bellas».

El conde comprendió que la razón por la que el sacerdote estaba dispuesto a realizar la boda aunque los novios no eran de su religión, era que consideraban a Roxana una elegida de los dioses porque poseía el talento de tallar la madera. La gente en Bali respetaba mucho a los grandes talladores, a quienes consideraba no artesanos, sino artistas.

Roxana, por su parte, sospechó que el muy generoso donativo que el conde hizo al templo contribuyó también al entusiasmo del sacerdote por la ceremonia.

Pero ella no quería arruinar la calidad mágica, casi de cuento de hadas, de los preparativos pensando en algo tan mundano como el dinero.

Gueda Taso, que estaba haciendo todos los arreglos, insistió en que debían esperar dos días, para dar a las mujeres tiempo de preparar la fiesta que era parte importante de la ceremonia.

—Si estuviéramos haciendo las cosas tal como se hacen aquí —dijo Roxana riendo—, tendrías que raptarme primero, como era tradicional entre los balineses del pasado.

—¿Qué pasaba entonces? —preguntó el conde.

—Aunque todos sabían lo que iba a suceder, el padre se mostraba furioso y organizaba una partida para ir a rescatar a su hija. Pero todo estaba arreglado para que no encontraran a la pareja en el escondite elegido para su luna de miel —el conde la miró asombrado y ella se echó a reír—: en Bali la luna de miel es primero y el matrimonio después.

—Es una práctica peligrosa —dijo el conde con sequedad—, y yo no me arriesgaría contigo.

Ella le sonrió y él vio tanto amor en sus ojos que comprendió que había sido ya bendecido por los dioses y debía considerarse el hombre más afortunado de la tierra.

Tomó a Roxana en sus brazos y la estrechó contra su pecho.

—Todo en ti es tan perfecto, que no quiero correr el menor riesgo de perderte.

—Voy a orar todas las noches porque… sigas pensando así. Quiero ser siempre… digna de ti.

—¿Cómo puedes decirme tales cosas? —preguntó él—. Yo soy quien no es digno de ti. He hecho muchas cosas en el pasado que me avergüenzan.

Pensó, al decir eso, en Luise van Heydberg y recordó que cuando creyó que había perdido a Roxana, lo había aterrorizado la idea de que tal vez era el precio que debía pagar por sus malas acciones.

—¡El pasado está olvidado! —dijo Roxana con suavidad—. Es el futuro lo que… importa y yo soy tu… futuro… como tú eres… el mío.

—No pido nada más —contestó el conde.

Habían bajado la pared de bambú, para poder hablar y que nadie los viera desde el patio.

—Hay algo que tengo que decirte —murmuró Roxana en voz baja.

—¿Qué es?

—Nunca dije a los holandeses, ni aquí, ni en Holanda, quién era mi padre.

—¿Y quién es él? —preguntó el conde sin ningún interés. Estaba mirando las facciones de Roxana como si cada línea que viera lo deleitara. Jamás se cansaría de ver la luz de sus ojos y la curva de sus labios.

—Cuando papá vivía —contestó Roxana—, era el presidente de la Cámara de los Lores y caballero de honor de la Reina Victoria.

El conde sonrió.

—Me siento muy impresionado, querida mía, pero yo sé que en realidad tu padre era Júpiter y tu madre era Venus.

La estrechó con más fuerza y su boca aprisionó la de ella, de modo que todo lo demás dejó de tener importancia.

Cuando se supo que iban a casarse, hubo actividad incesante en el patio de la casa de Roxana. Las mujeres pasaron todo el día decorándolo con lamaks. Éstas eran tiras decorativas hechas con una hoja de palma muy tierna. Estaban entrelazadas muy artísticamente, los diversos tonos de verde, desde el oscuro hasta el casi blanco, formaban intrincados diseños.

Las mujeres prendían estos diseños con trocitos de bambú, de centímetro y medio, que eran tan efectivos como alfileres de metal o clavos.

Los adornos dieron al patio un aire muy festivo. Todos en el pueblo empezaron a traer ofrendas de frutas, flores, huevos, pollos y arroz blanco en platones hechos con hojas de plátano.

Fueron llegando más y más cada hora, hasta formar una bella pirámide multicolor de ricas frutas.

Roxana sabía lo que sucedía en todas las cocinas del pueblo: hombres y mujeres estaban trabajando en la preparación de deliciosos platillos calientes.

Varios lechones se asaban en las hogueras. Después de la ceremonia, serían cortados y colocados en hojas de plátano con satay de ternera o de cerdo, y grandes trozos de tocino prendidos en palitos.

Lo servían como penjon, o coco rallado, muy condimentado con especias rojas y verdes, así como mritja, palabra balinesa con que nombraban el pimentón español.

Aunque el conde estaba dispuesto a pagar todo lo que fuera necesario, Roxana le explicó que se bebería poco.

—Los hombres beben cerveza y licor de arroz o de palma —explicó, pero los balineses son un pueblo casi abstemio. Detestan beber mucho, porque la mente confusa es una sensación que ellos menosprecian.

Era un matrimonio tan diferente a todo lo que ella había imaginado que, en cierta forma, pensó Roxana, resultaba más maravilloso de lo que una ceremonia familiar, en su propia patria, hubiese sido.

Era parte de la magia que ella y el conde habían sentido uno por el otro, desde que se habían conocido, la magia que habían encontrado en el ketjak y en ese momento maravilloso en que él la besó por primera vez bajo el fragante franchipianero.

El conde no se había hospedado en la casa de Roxana, aunque había mucho espacio en ella y varios balés estaban vacíos.

Gueda Tano le encontró una casa en las afueras del pueblo, que había pertenecido a un inglés que volvió a su patria un año antes y estaba vacía desde entonces.

Por instrucciones de Gueda Tano, las mujeres del pueblo la limpiaron. El ayuda de cámara del conde hizo todos los arreglos necesarios para brindar a su amo el máximo de comodidades, como había hecho siempre en sus muchos años que tenían de viajar juntos.

Geertruida proporcionó algunas de las sábanas de lino que habían traído con ellas y aunque Roxana estaba demasiado ocupada con los preparativos que se hacían en su propia casa, como para tener tiempo de visitar la villa, supo que era ya una casa muy cómoda.

El conde había logrado comprar, de un modo o de otro, todo lo indispensable.

Era típico del pueblo balinés, pensó Roxana, que aunque lo más probable era que el dueño de la casa no volviera nunca, nadie robara ni sacara nada de la villa.

Como sabía lo atractivos que estarían los invitados a la boda, con sus flores en el cabello y sus brillantes sarongs, Roxana estaba casi temerosa de que la eclipsaran.

Después de mucho pensarlo, decidió ponerse el más bonito de sus vestidos blancos de noche. Estaba adornado con encaje en el talle y descendía del polisón en una caída de volantes del mismo encaje.

Geertruida le confeccionó un velo que caía a ambos lados de su rostro, hasta debajo de la cintura, sostenido por una guirnalda de flores blancas prendida en lo alto de la cabeza.

Estaba muy hermosa y tan etérea, que para el conde resultó la personificación misma de Afrodita.

Él le había enviado un ramillete de gardenias y, mientras ella esperaba su llegada, pensó que nada podía ser más perfecto que el que se casaran no sólo con la bendición de los pedanda, los sacerdotes balineses, sino entre el pueblo sencillo y afectuoso que ella tanto amaba.

No habría las críticas, las envidias, ni la pomposidad que sin duda habrían estado presentes en su boda, si se hubiera casado en Inglaterra o en Holanda.

—¡Aquí está ya! —exclamó Geertruida, llena de excitación cuando el conde entró en el balé donde Roxana lo esperaba, oculta de la multitud por la cortina de bambú.

Por un momento él permaneció de pie, contemplándola, y ella no vio en sus ojos más que amor y una expresión en su rostro que ella supo, por instinto, que ninguna otra mujer había visto nunca.

Se acercó a ella y, sin tocarla, dijo:

—Ésta es una boda muy extraña, mi adorada, pero creo que los antiguos dioses bendecirán a quien, como tú, es parte de ellos. Pareces una diosa y yo te adoro con mi corazón, mi mente y mi alma.

Él le ofreció el brazo y Geertruida levantó la cortina de bambú que los ocultaba de los invitados, para que pudieran bajar al patio.

Estaba repleto. La gente había estado esperando ahí casi desde el amanecer. Los hombres todos llevaban hibiscos escarlata detrás de las orejas, mientras que las mujeres lucían guirnaldas de flores sobre los pechos desnudos, así como gardenias blancas y capullos de franchipianero en el cabello.

El sacerdote se encontraba de pie detrás de un altar cubierto con lamak. Llevaba un Sorong verde oscuro y un baju, la gorra que representaba su condición, blanco. Ante él había una caja tallada con una campana de latón, flores y recipientes con agua bendita.

Gueda Tano había explicado ya a Roxana y al conde lo que tenían que hacer y se sentaron sobre sus talones, frente al sacerdote.

El conde extendió una ofrenda de fruta, sobre una hoja de palma, que representaba todas la demás ofrendas. El sacerdote la santificó tocando la campana, orando en silencio, rompiendo un pedazo de la hoja y rociándola con gotas de agua bendita.

Enseguida cortó un pedazo de hielo blanco, lo arrojó a un lado y lo cubrió con gardenias que habían sido puestas frente a él.

Después de eso, durante algunos minutos, sólo el sacerdote se movió.

Se sentó con los ojos cerrados, orando, haciendo movimientos rítmicos con las manos, sobre las flores y hacia los novios.

En el fondo, las notas de la orquesta tradicional, tocaba música que parecía imitar el movimiento de los campos de arroz sacudidos por el viento, o las hojas de los franchipianeros movidas por la brisa.

Reinaba un absoluto silencio de recogimiento entre la multitud que contemplaba la escena. Roxana oraba desde el fondo de su corazón porque pudiera dar al conde felicidad y porque ambos se amaran hasta el fin de sus días.

Por fin, el sacerdote se levantó. Tomando un cuenco con agua bendita roció unas gotas con sus largos dedos primero en la cabeza de Roxana y después en la del conde.

Dio a cada uno un capullo de tjempaka. El conde se la puso en el ojal, aunque un novio balinés se la hubiera puesto detrás de la oreja, y Roxana se prendió el suyo en el cabello.

El sacerdote entregó a Roxana un cuadro hecho con hoja de palma y alcanzó al conde un kris, que era la espada tradicional que todos los balineses llevaban a la batalla, con incrustaciones de piedras preciosas en su empuñadura.

Por último, el sacerdote les entregó huevos, que eran augurios de fertilidad, y que se pasaron uno al otro, mientras él hacía sonar su campanilla metálica.

Por último, levantó los brazos al cielo, implorando a su voz en cuello la bendición de los dioses.

Roxana miró al conde, vio la expresión de su rostro y oró:

«Por favor, Dios mío, haz que le dé hijos tan fuertes y apuestos como él».

Como si comprendiera que él podía leer sus pensamientos, el rubor subió a sus mejillas y el conde agradecía que ella fuera tan pura de mente y de cuerpo como él había deseado siempre a quien llegara a desposar.

La música sonó con más intensidad, la ceremonia terminó, y los niños empezaron a reír y a jugar. Geertruida, con Karel en brazos, se unió a otras madres de niños pequeños, y empezó a departir con ellas, aunque no hablaban el mismo idioma.

Tazas de cerveza balinesa empezaron a ser distribuidas entre los invitados y empezó la fiesta.

El conde y Roxana dieron las gracias al sacerdote y a Gueda Tano, y después besaron a Karel. Entonces, tomando a Roxana de la mano, el conde la alejó de la gente que reía, comía y se divertía en el patio, para llevarla a través de la puerta.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

Él sonrió y la ayudó a subir a una carreta pintada y decorada con flores. Unas cuantas personas se dieron cuenta de que los novios se iban y salieron a despedirlos con movimientos de las manos.

El conde se llevó la mano de Roxana a los labios.

—¿Sientes que eres de verdad mi esposa? —le preguntó.

Los ojos de Roxana parecían estrellas cuando le contestó.

—Sé que llevo ahora tu nombre y que somos marido y mujer en la isla de Bali.

—¡Intento casarme contigo en Singapur y también, si quieres, en la India y en cuanto país toquemos antes de llegar a casa!

—Será lo que tú quieras. De aquí en adelante no tengo más voluntad que la tuya y tú tomarás todas las decisiones.

El conde la rodeó con un brazo y continuaron en silencio el recorrido. Llegaron por fin a la casa en la que él se había estado hospedando.

Estaba rodeada por una ancha terraza, pero los arbustos floridos habían crecido a su alrededor en tal profusión, que la rodeaban por completo, subían por los pilares e invadían el techo. La villa no era más que un gigantesco ramo de flores de brillantes colores.

Roxana lanzó un grito de felicidad.

—¡Es como una casa de cuento de hadas!

—Eso pensé —contestó el conde—, y porque tú misma eres una novia de cuento de hadas, decidí traerte aquí.

La carreta se detuvo, el conductor les deseó buena suerte y se alejó sonriendo.

—Nuestra primera casa —dijo el conde con suavidad y tomó en brazos a Roxana para entrar con ella así a la casa.

La sala era pequeña, pero fresca, con paredes blancas, y había flores por todas partes. A través de la puerta abierta, ella pudo ver un dormitorio. Era blanco también, con una gran cama tallada, con cortinajes blancos que semejaban las velas de un barco.

Roxana se volvió hacia el conde y éste preguntó:

—¿Te gusta, preciosa mía?

—Es tan hermoso, que ningún otro lugar en el mundo podría ser más perfecto como fondo para nuestro amor.

—Te amo, vida mía, no encuentro palabras para expresarlo. Por lo tanto, sólo puedo demostrártelo.

Al decir eso, la atrajo hacia él y Roxana pensó que de todos los besos que le había dado, éste era el más maravilloso, porque ahora era su esposa y nada podría separarlos ya.

Él la soltó un momento, para sacar del bolsillo de su chaleco una argolla matrimonial de oro, que puso en el dedo anular de su mano izquierda.

Le besó la mano y después dijo con voz muy tierna:

—Con este anillo te desposo, con mi cuerpo de adoro y con él te entrego mi corazón por toda la eternidad, mi adorada esposa.

Lágrimas de felicidad asomaron a los ojos de Roxana. Él la tomó de la mano y la condujo hacia el dormitorio. Le quitó la guirnalda de flores de la cabeza y después el velo.

La miró por un momento y entonces, con gentileza, desprendió los broches de su cabello y dejó que este cayera sobre sus hombros.

Ella temblaba con una excitación que nunca había sentido antes, cuando él la tomó de nuevo en sus brazos.

—Eres mía —dijo—. Mía, mi adorable y perfecta mujercita. Dime que tú me amas también.

Sus labios estaban muy cercanos y Roxana murmuró contra ellos:

—Te amo, mi maravilloso… esposo. Somos como dos amantes… en el Paraíso.

FIN