XIV
Mientras atravesaban el pueblo en automóvil, la mente de Fred Colton bullía. Pero se mantenía silencioso, pensando intensamente.
Cuando llegó a la oficina exterior hizo un gesto con las cejas a Bill; éste le dijo:
—Sterling está adentro, con Charlie.
— ¿Habló a Clarence Merritt, como le ordené?
—Sí. Confirmó todo. Dijo que siempre suele tomarle el pelo a su mujer porque habla tanto por teléfono sin motivo aparente; y anoche, para divertirse, le tomó el tiempo. Ella siempre jura que no habla más de diez o quince minutos; por eso Clarence decidió demostrarle lo contrario, y ella apenas quiso creerlo. Dijo que la conversación era con la señora Sterling. Oyó algunos trozos sueltos de conversación mientras leía el diario.
Fred se pasó la yema de los dedos por la mejilla, y tomó el teléfono del escritorio. Harvey, en la tienda de Sterling, contestó el llamado.
— ¿Está allí Tim Bailey?
—Sí.
— ¿Puede llamarlo un momento? Le habla Fred Colton.
— ¡Oh... por supuesto! Por supuesto, señor Colton.
Cuando oyó la voz de Tim, Fred dijo:
— ¿Podría venir inmediatamente a mi oficina? Tendrá lugar una entrevista y quisiera que usted asista.
—Pero... naturalmente, Fred. ¿Ocurre algo malo?
—No. Solamente algunas cosas que quisiera que usted escuchara.
Cuando colocó el teléfono sobre el escritorio, el jefe de policía se pasó la punta de la lengua por los dientes, recorriéndose la boca por dentro. Luego, con aire decidido, volvió a coger el receptor.
— ¿Jim?—preguntó a la voz que lo atendía—, Fred Colton. Tengo algo que seguramente le interesará. Se me ocurrió, considerando lo que hablamos hoy, que le gustaría estar presente. ¿Podría venirse inmediatamente a mi oficina?
Antes de diez minutos el grupito se había reunido en torno de la mesa de roble dorado, en la sala de conferencias del alcalde, frente a las oficinas de la policía.
Ben esperaba que lo interrogaran. Naturalmente, había tenido a sus órdenes a la muchacha durante más de un año, y se supondría que sabía algo de su vida. Se sorprendió un poco de que lo condujeran a la Municipalidad para la entrevista, pero sólo sentía la inquietud, rígidamente reprimida, que era de esperar en su situación. No esperaba ser objeto de una acusación concreta.
Mantuvo esporádicos diálogos con Charlie Jones, aparentemente designado para hacerle compañía hasta que Fred Colton llegara. Cuando éste entró en la sala de conferencias, de amplias ventanas que daban al Norte, y Ben vió que Tim lo acompañaba, no se sintió tampoco demasiado alarmado, pero su atención se hizo más intensa, más dispuesta a no dejar pasar nada por alto.
Los primeros estremecimientos de pánico comenzaron cuando Jim Billings golpeó y entró en la habitación minutos más tarde. Ben comenzó a pensar que allí había gato encerrado. Su mirada recorrió rápidamente la reunión. Tim mostraba un aire de intrigada curiosidad, lo mismo que Charlie Jones, sentado frente a Colton en el otro extremo de la mesa. Jim Billings parecía estólidamente atento. Sólo los modales de Fred Colton eran completamente inexpresivos, lo que demostraba a Ben que el jefe de policía sabía perfectamente lo que iba a ocurrir.
Ben mantenía una actitud grave y preocupada, como alguien que ha venido a investigar "a fondo" un asunto de importancia en compañía de varios amigos y en paridad de condiciones.
—No necesito decirle por qué está usted aquí —comenzó Colton, impasible—. Es a causa del asesinato de Dolores Baldwin. Sabemos, gracias a lo investigado hasta ahora, que la joven murió estrangulada entre las ocho y las nueve de anoche; con diez o quince minutos de error. Su familia testimonia que cenó a las seis y media, y los contenidos de su estómago señalan las ocho y media como la hora más probable del deceso. Ahora bien; hemos estado verificando algunas coartadas, y descubrimos...
Miró a Ben con una mirada tranquila.
—.. .que sus andanzas, señor Sterling, nos son desconocidas desde aproximadamente las siete y cincuenta hasta las ocho y media.
Ben lo miró con no fingido asombro.
—¡ Cómo, si anoche no salí de mi casa —exclamó—, desde mi llegada, más o menos a las seis y media, hasta esta mañana a las ocho y cuarenta y cinco!
—Sólo tengo su palabra para demostrarlo.
—Mi esposa puede corroborar esta declaración. Estuvimos juntos minuto tras minuto.
— ¿No llamaron acaso por teléfono a su esposa ayer por la noche?
El aspecto asombrado y desconcertado de Ben no revelaba las heladas agujas de miedo que le recorrían las vísceras. Frunció levemente el ceño, como alguien que trata de recordar un incidente trivial.
—Sí, en efecto. Ahora que usted lo dice, creo que la llamaron... la señora Merritt —y parecía recordar con gran dificultad—. Un poco después de las ocho, creo.
Colton sacó su libretita negra y la consultó, para mayor efecto. Sabía letra por letra lo que allí decía.
—La llamada fué de casa de la señora de Merritt, y según el testimonio de ella y de su esposo duró exactamente desde las ocho menos once minutos hasta las ocho y treinta minutos y medio.
Las arrugas que se habían formado en el rostro de Ben mientras Colton consultaba la libreta parecían haberse congelado en su cara. ¿Quién hubiera soñado que los Merritt tomarían el tiempo por reloj de una llamada telefónica?
—No consigo comprender —dijo con una risita seca y casi de reproche—, qué tiene esto que ver con el asunto. Yo estuve en la sala todo el tiempo que duró la conversación de mi mujer.
Pensaba desesperadamente, recordando la luz del garage. Pero la ventana iluminada quedaba del lado de los Morrison, y las cercas medianeras la ocultaban. Sólo hubieran podido verla desde las ventanas del patio de su casa. Había decidido suprimir la historia de las revistas y de la sociedad de beneficencia, porque Beth no sabía que él había salido de casa mientras hablaba con Lucila.
—Desde todo punto de vista usted carece de coartada convincente durante esos cuarenta minutos. Su esposa, sentada junto a la mesita del teléfono, sólo podía ver un trozo muy reducido de la sala, en el extremo oeste de la habitación.
Ben lanzó un suspiro de exasperación.
—Fred, ¿usted cree realmente que yo sería tan loco para ir corriendo hasta la plaza Eastside, cometer un crimen y volver, y confiar en que mi mujer no sabría que yo había salido de casa?
Fred hizo un mohín con los labios.
—Bueno, tal vez tuviera una excusa preparada por si se presentaba la ocasión. La señora Sterling mencionó que un rato antes usted había dicho que pensaba hacer ciertos arreglos en el garage. Si ella hubiera entrado en la sala y hubiera descubierto que usted no se encontraba allí, habría supuesto que estaba en el garage y no le habría dado mayor importancia.
Excepto su exterior, cuidadosamente normal, todo en Ben se había paralizado. Pero no por eso perdió su aparente aplomo.
— ¡Ridículo! —exclamó despectivamente.
Y miró a los demás, como solicitando su desdén por tan rebuscado razonamiento.
Tim, mirando alternativamente a Ben y al jefe de policía, escuchaba con ansiosa concentración. Billings escrutaba parsimoniosamente a Ben, tamborileando con los dedos sobre la mesa, y Charlie Jones alternaba miradas de respetuoso asombro hacia su jefe con miradas de incrédulo asombro hacia Ben.
—No sé qué estará tratando de hacer creer, Colton —expuso Ben con dignidad—. Este tipo de razonamiento no le serviría de nada ante un juzgado. Y —sentándose un poco más erguido en su silla, y concluyendo con un aspecto de inocencia ofendida— si piensa seguir con estas insinuaciones me veré obligado a ponerme en contacto con Tracy Whitlock, mi abogado. No creo que usted tenga el derecho de insultarme de esta manera en presencia de mis amigos.
— ¡Oh! Tengo motivos —replicó tranquilamente Colton.
Hurgó en su bolsillo, y sin prisa sacó el diario de Dolores. Todos los ojos se fijaron intensamente en el cuaderno.
—Lo primero que buscamos en estos casos —prosiguió filosóficamente— es el motivo. Y este librito... el diario de la joven —explicó generosamente a los demás— nos revela un motivo insuperable en desmedro de usted, señor Sterling.
La cara de Ben se había vuelto de un color blanco grisáceo muy peculiar. No podía apartar la mirada de la letra cursiva sobre la tapa roja: ¿Quién hubiera soñado que Dolores llevaría un diario?
De alguna parte de su alma surgieron nuevas fuentes de energía. No hubiera creído nunca que poseía semejantes poderes de acomodación, de dominio sobre sí mismo. Cuando comprendió rápidamente que su reputación ya no tenía esperanzas, que su matrimonio mismo se veía amenazado por la voz escrita de la joven, consideró el único problema que podía resolver a su favor: el de su vida. Sin pensar en sus otras pérdidas, un hombre lucha hasta el final por su vida. Y sintió una oleada repentina de inesperado vigor al comprender que a pesar del diario, a pesar de la debilidad de su coartada, no podrían probar nunca que él había matado a Dolores.
En medio del silencio mortal que reinó en la habitación después de las palabras del jefe de policía, se oían distintamente los ruidos exteriores: la risa de un hombre en la escalera de entrada, la aguda fusión de dos voces de mujeres en la acera, la explosión repentina de un motor de automóvil que arrancaba junto al cordón de la acera, el trino agudo y ascendente de un pájaro en uno de los arces de la calle.
—Sabemos por este diario —Colton lo golpeó suavemente con un dedo—, y por el informe del médico legal, que la joven estaba encinta.
Se oyó un débil sonido emitido por Charlie Jones, y un áspero y ahogado gruñido de Tim Baley. Éste miraba fijamente a Colton con ojos sobrenaturalmente brillantes.
Colton hizo girar el diario, y pellizcó suavemente el mórbido cuero de la encuadernación. Prosiguió como en una conversación corriente:
—Probablemente todos ustedes se habrán preguntado por qué pedí a Jim y al señor Bailey que asistieran a esta breve... charla. Pero se me ocurrió que había muchos puntos de contacto entre este crimen y el asesinato de Inez Bailey, hace veinte años.
Miró a Tim como por casualidad. Éste miraba fijamente a Colton, como si se hubiera convertido en una estatua de piedra.
—Ante todo usted recordará, Tim, que el señor Sterling, aquí presente, era vecino suyo en esa época; había conocido a su hermana de usted durante años, había salido muchas veces con ella cuando eran estudiantes...
En forma de manchones, el color volvía al rostro de Ben. Se inclinó hacia adelante y espetó:
—Esas insinuaciones están evidentemente fuera de lugar. Por supuesto que yo conocía a Inez. Todos los habitantes del pueblo la conocían. Billings mismo, aquí presente, les dirá que no había la más mínima prueba de que yo tuviera algo que ver con su muerte.
Billings lo miró tranquilamente.
—Tiene razón —dijo sin prisa—; no había pruebas.
—Pero esta vez tenemos pruebas —replicó con voz sedosa Colton, y alzó ligeramente el cuaderno en su ancha mano.
Tim parecía volver poco a poco a la vida, después de haberse tomado el tiempo necesario para que sus procesos mentales aprehendieran lo que acababa de oír. Con ambos puños contraídos sobre la pulida madera de la mesa, volvió la cabeza y fijó la mirada en el rostro de Ben.
Alzando la mandíbula con un gesto de desafío, Ben le devolvió la mirada; pero tuvo que ceder ante la amenaza creciente de los ojos de su socio.
Con una maldición, casi un gruñido, Tim se irguió, echando hacia atrás la silla con los pies.
—Dije que si alguna vez me encontraba con ese hombre lo mataría, y por Dios...
La voz autoritaria de Fred interrumpió su amenaza. Colton ya había hecho una señal a Charlie, y éste se había situado con rapidez felina junto a Tim con una mano en la cintura, sobre el machete de la policía.
—Tranquilo, Bailey —ladró.
Pero Tim se abalanzó a través de la mesa; sus manos extendidas casi alcanzaron los hombros de Ben, que retrocedió con un salto aterrorizado. Charlie cogió los brazos de Tim, pero éste se libró con un movimiento salvaje y trató de rodear la mesa. Colton lo esperaba; colocó una de sus manazas contra el pecho de Tim, y con la otra empuñó el machete que pendía a su costado.
—Basta, Bailey. Charlie y yo tenemos nuestros machetes y los emplearemos si es necesario. Estamos aquí para mantener el orden. Procederemos de acuerdo con la ley o no procederemos.
Mientras Tim miraba salvajemente el rostro del oficial, la razón pareció asomar poco a poco a sus ojos.
—Muy bien —dijo de mala gana—. Pero les advierto que este hombre tendrá su merecido. Si la ley no se encarga de castigarlo me encargaré yo.
Embravecido al ver que los uniformes azules de la policía lograban contener la ira de Tim, Ben se puso de pie.
—Fred Colton, exijo que arreste a este hombre. Las amenazas de violencia constituyen una ofensa criminal.
Colton volvió a sentarse, mientras Tim se dejaba caer de mala gana en su silla; miraba con expresión asesina a Ben; éste se sentó también, rápidamente. La frente de Ben estaba cubierta de gotas de sudor; su respiración era entrecortada. Advirtió, con una especie de interés impersonal, que las carnes de sus muslos temblaban y que no podía dominar ese temblor.
Fred sacó de un bolsillo interior una hoja de papel doblada, y la abrió, revelando algunos párrafos prolijamente escritos a máquina; la deslizó sobre la mesa, hacia Ben. Preparó la estilográfica y se la tendió; pero Ben no se movió para tomarla.
—Es una confesión del asesinato de Dolores Baldwin. Léala y fírmela.
Ben lo miró con desafío.
—Esto es intimidación —declaró con voz aguda y temblorosa—. No conseguirá nada con eso. Solicito un abogado.
Colton se encogió de hombros.
—Si no quiere firmarla, no puedo obligarlo. Para decir verdad, ni siquiera lo detendré. Puede salir de aquí e ir a buscar a su abogado mientras preparamos la orden de arresto. No nos costará mucho obtenerla, gracias a las pruebas de que disponemos. Rogaré a Jim y a Charlie que se queden aquí unos minutos conmigo, para discutir algunos asuntos. Usted y el señor Bailey están en libertad de retirarse.
Ben frunció el ceño, mirando al jefe de policía; luego contempló los labios apretados de Tim, del otro lado de la mesa; miró sus ojos, que habían brillado con expresión maligna al comprender las palabras del policía.
—No puede hacer eso —gritó Ben a Colton—. Es una forma de coerción —y señaló con un dedo tembloroso hacia Tim—. ¡Me amenazan con este hombre! Esto le costará a usted su empleo.
— ¿Qué hice yo?—dijo Colton, mirando a todos los presentes con grandes ojos de inocencia—. ¿Hice algo ilegal?
Jim Billings titubeó, frunció el ceño, estudió a Ben durante un instante, y luego, de mala gana, meneó la cabeza.
—Por supuesto —dijo Colton virtuosamente—, si ocurriera que Tim lo encontrara afuera y lo moliera a golpes, si llegara a írsele un poco la mano y usted resultara muerto en la... discusión, naturalmente lo haría arrestar y juzgar —y meneó la cabeza con desaprobación—. No toleramos ese tipo de cosas.
Volvió a menear la cabeza y lanzó un suspiro melancólico:
—Pero usted ya sabe lo que es la opinión pública y lo que son los jurados del condado. Uno no sabe nunca cómo reaccionarán. Es prácticamente imposible elegir doce personas libres de prejuicios. Si ocurriera que Tim lo... lo lastimara demasiado hasta podría darse el caso de que lo consideraran como homicidio accidental. No quiero decir con eso que sea seguro que no lo condenaran.
Ben escuchaba horrorizado. Su mirada se dirigió hacia los puños cerrados, anchos y peludos, de Tim. Con aterrada fascinación sus ojos se alzaron hacia el rostro rígido e implacable. Esos Bailey eran bárbaros; de clase baja, de emociones primitivas. Ojo por ojo.
Recordó aquel momento en que había apoyado la cabeza, mareado, contra la registradora. "Lo haría pedazos con las manos".
Una breve y efímera rabia llameó por última vez en Ben Sterling; y su mirada se dirigió con rebeldía a cada uno de los hombres que ominosamente lo vigilaban.
Su voz fué un agudo chillido:
—Su responsabilidad lo obliga a protegerme. No quiero salir solo de esta habitación.
Colton se encogió de hombros.
—Entonces, creo que Charlie y Jim y yo tendremos que retirarnos a mi oficina para charlar un rato, como ya le dije. Usted no está bajo mi custodia, y no tengo por qué ser su niñera mientras esté usted en libertad.
La mirada de Ben recorrió desesperadamente los rostros de los circunstantes. Todos juntos y de acuerdo. Contra él. Mentirían todos... de acuerdo. Hasta Charlie Jones. Ya los veía, suaves e imperturbables, en el banquillo de los testigos. Ellos no sabían que Tim le daba tanta... importancia al asunto. No recordaban ninguna palabra ni ademán de amenaza. Lo habían dejado salir con Ben, de perfecta buena fe.
Y Tim. Su odio y su venganza serían los únicos móviles de su mente primitiva, unilateral, hasta que su rabia asesina se hubiera consumido a sí misma. Un animal..., eso era Tim; un animal.
Si él se negaba a salir de la habitación, Fred, Charlie y Jim se irían y lo dejarían allí con Tim; si fuera necesario le impedirían que los acompañara, y luego eludirían su responsabilidad mediante la mentira. O si no, lo echarían afuera, con esa bestia. No había merced ni compasión en esos hombres que él había creído sus amigos.
¡Sus amigos! ¡Qué horrible ironía! Porque lo que él había hecho, las dos veces, había sido por consideración hacia ellos, o hacia otros hombres como ellos en Los Alegres. En realidad, había matado en defensa propia. Pero no lograría nunca hacérselo comprender. Inez y Dolores; ambas habían amenazado su posición social entre los Billings, los Colton... todas las personas acomodadas e influyentes de Los Alegres. Había matado para poder seguir siendo uno de los respetados y respetables ciudadanos de la comunidad. Sin Beth, sin el dinero de su padre y lo que ambos significaban en el pueblo, no habría llegado nunca a ser un hombre de negocios prominente, amigo de esas mismas personas que Billings y Colton representaban: los Miller, los Zangoni, los Whitlock, la gente que era "alguien". Y ahora esas mismas personas, a través de su representante, la policía, se volvían contra él, lo perseguían por actos cometidos para conservar la amistad de todos ellos.
Era injusto, inequitativo. Podía decirse que lo había hecho por amor hacia ellos.
Pero siempre había sabido, por supuesto, que el mundo era así, como esos feroces y malignos rostros vueltos ahora contra él. Por eso había propiciado la sociedad que ellos dirigían, hasta el extremo de matar para poder conservar su aprobación.
Su manera de obrar en este momento, despiadada, cruel, vengativa, probaba que él había tenido razón, que el asesinato de esas muchachas había sido en defensa propia, para impedir que lo derribaran de su posición entre esos crueles y virtuosos e implacables "mejores", que, cuando uno no era uno de ellos, estaban contra uno.
Y todo había sido inútil. A pesar de sus esfuerzos se habían vuelto brutalmente contra él, lo habían repudiado, tal como antes imaginaba que lo repudiarían en cuanto tuvieran una oportunidad.
Los ojos de Ben retornaban desesperadamente hacia los puños contraídos y duros de Tim. El horror máximo era esa traición: Utilizar a un hombre que también era de "afuera", que no había borrado nunca las huellas de sus orígenes en la Railroad Avenue, para que ejecutara esa porquería en su nombre, para que lo atrapara y lo destruyera.
Las manos se abrían y se cerraban lentamente.
La rabia momentánea de Ben había desaparecido, dejando sólo en su espíritu un frenético terror. Tenía miedo; un miedo que no había sentido nunca en su vida. Ese miedo impedía que su cerebro considerara nada que no fuera el peligro inmediato, ineludible, abrumador. Cualquier cosa, con tal de librarse de la amenaza de esas manos asesinas que se abrían y cerraban sobre la madera pulida de la mesa, frente a él.
Como un hombre que no sabe nadar salta al agua para huir de las garras inminentes y las fauces abiertas de un animal salvaje en la orilla, Ben tomó la lapicera y firmó temblorosamente con su nombre el papel que le habían entregado.
FIN