XII

Cuando volvió al garage, Ben miró su reloj. Las ocho y veinticinco. No había estado más de media hora ausente. Apagó la luz del garage, y entró sin ruido en la casa. Al abrir la puerta del patio oyó el murmullo de la voz de Beth en el vestíbulo.

Sus labios se curvaron en una sonrisa cínica mientras se dirigía a su dormitorio; se quitó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de una silla. Miró sus manos, y recordando el perfume de las almohadas, olió las palmas. No olían a nada, pero sería mejor lavarlas.

Cuando salía del dormitorio, Beth entraba en la sala por la otra puerta.

—Esa Lucila —dijo Beth riendo—. Cuando empieza a hablar por teléfono no termina. Apostaría a que por lo menos hablamos veinte minutos.

—Un cuarto de hora, diría yo —le informó Ben con una sonrisa—. ¿Qué te parece un poco de fuego?—agregó, mirando el hogar—. Hace fresco esta noche.

Mientras arreglaba las maderitas y colocaba un par de troncos, pensó más bien abstraídamente en que esta vez no temblaba. Sin embargo, experimentaba la misma profunda sensación de entumecimiento.

A la mañana siguiente, Jim Billings dictaba una carta a su estenógrafa, cuando Walt Gordon, dueño de la peluquería contigua, pasó rápidamente frente a la ventana y abrió la puerta de calle, cerrada para impedir la entrada del aire matutino, húmedo todavía a causa de la niebla de la noche anterior.

— ¡Eh, Jim!—exclamó Walt al pasar junto al escritorio de Edith—. ¿Oyó la noticia? Encontraron a Dolores Baldwin asesinada en la plaza Eastside.

Jim estaba echado hacia atrás en su sillón giratorio, con los pies cruzados sobre un cajón entreabierto del escritorio. Lentamente se dejó caer hacia adelante hasta que la silla se enderezó, y bajó los pies hasta el piso.

Edith miraba fijamente a Walt con los labios levemente entreabiertos.

El peluquero levantó su chaqueta blanca, y metió una mano en el bolsillo del pantalón, sentándose a medias sobre el escritorio.

—Hará una hora que la encontraron —explicó—. Bill Mac Govern fué hace un instante a la peluquería para decírmelo. La llevaron a la casa de pompas fúnebres. Dicen que la estrangularon.

— ¡Dios mío! —exclamó Edith—, si ayer mismo estuvimos charlando en la tienda de Simmons a mediodía —y miró a uno y otro hombre, como desafiando la veracidad de la información de Walt—. Pensar que nos conocíamos desde que nacimos.

—Todos la conocíamos —aclaró Walt—. Es algo terrible. ¡Y que pueda ocurrir eso aquí, en Los Alegres! Uno se pregunta... —y miró acusadoramente a sus interlocutores—... si no es un peligro para el pueblo.

— ¿Qué más dijo Bill? —preguntó pesadamente Jim.

—Nada. Eso era todo lo que sabía. Fred Colton está muy ocupado con la investigación, naturalmente, y han mandado llamar al oficial de Coastville. Están todos como locos en las oficinas de la policía.

—Me pregunto quién habrá sido —dijo con temor Edith.

Walt buscó los cigarrillos en el bolsillo superior de su chaqueta.

—Y además, hay otra cosa. ¿Recuerda ese asunto de la chica Bailey, Jim, cuando usted era jefe de policía? Se parece un poco, en algunos detalles. Bill dice que la familia de la muchacha no se dió cuenta de su ausencia; actualmente no trabajaba y pensaron simplemente que se habría quedado dormida. Lo mismo que la chica Bailey, ¿recuerda? La única diferencia es que a Dolores no la encontraron los chicos. La encontró Clem Burroughs esta mañana, cuando empezaba a cortar el césped.

Jim miraba silenciosamente a Walt; éste se irguió, con el cigarrillo entre los dedos.

—Bueno, tengo que volverme. Dejé a Joe solo en la peluquería. No tenemos clientes, pero nunca se sabe... Cada vez que uno sale cinco minutos del negocio, la mitad del pueblo decide cortarse el pelo. De todos modos, pensé que les gustaría saber.

Jim meneó lentamente la cabeza.

—Naturalmente. Gracias, Walt.

Mientras el peluquero salía, Jim hizo el ademán de suspender algo:

—Terminaremos esa carta más tarde, Edith.

La joven cerró la libreta, y murmurando frases de horror, se retiró hacia su escritorio, junto a la entrada.

Jim sacó la pipa y la llenó. Recordaba a Dolores Baldwin con trenzas y sandalias; la veía correr por Main Street con una solera sobre su pechito escuálido, veía sus dos dientes sobresalientes y sus rodillas huesudas. Crecían tan rápido que uno se sentía viejo.

Pero, ¿qué hubiera podido hacer él? No disponía de un ápice de prueba. Todas sus preguntas, hasta sus amenazas, sólo habían logrado como respuesta miradas atónitas, inocentes, y finalmente ofendidas. Y dada su investidura de oficial de la ley, no podía ponerse a comentar algo que sólo era una intuición, especialmente cuando nadie compartía sus sospechas, ni siquiera los empleados de la oficina del sheriff. Hasta habían sostenido que había menos pruebas contra Ben que contra casi todos los demás.

Nadie, salvo ese tipo de Chicago. Ese sí que era inteligente. Descubrirlo después de veinte años. Pero Malley no le había reprochado su fracaso. Sabía cómo eran esas cosas.

Pero ahora era diferente. Demasiado tarde. Pero diferente. El esquema se repetía. Y nuevamente una conexión con Ben Sterling, ya que la joven había trabajado con él durante más de un año.

Las tupidas cejas de Jim se cernieron sobre sus ojos. No era demasiado amigo de Fred Colton. Tal vez Colton no tuviera mucho interés en saber lo que su colega había sospechado veinte años antes. Y dado el parecido entre ambos crímenes, era probable que nuevamente no hubiera pruebas.

Pero no le quedaba más remedio que ir a hablar con Colton.

Cuando Jim se detuvo en la puerta de la oficina, dirigió su mirada hacia la esquina, deteniéndola en el cartel que asomaba sobre la acera: "Sterling y Bailey, Radio y Música".

La noticia, que iba y venía por la calle como un incendio en la pradera, acababa de penetrar en la tienda de Sterling.

Harvey conversaba agitadamente con un grupo de gente del otro lado de la puerta. Ben se había retirado detrás de la registradora, con una expresión adecuadamente entristecida. En ese momento Tim salió de la trastienda limpiándose las manos con un trapo blanco y sucio; se acercó a Ben con una expresión dura en el rostro:

— ¿Se enteró de la noticia? —le preguntó ominosamente.

Ben asintió:

—Todavía no puedo creerlo.

Tim apoyó el trapo sobre el mostrador; los ojos de Ben advirtieron su puño contraído sobre el género.

—Igual que la otra vez —dijo Tim con voz espesa—. Inez.

Ben alzó la mirada, como sorprendido:

—Es verdad —dijo con voz emocionada—; se parece mucho.

Tim volvió la mirada hacia Ben; la expresión de sus ojos tenía un frío mortal.

—Aquello pertenece al pasado —dijo—. No pude nunca hacer nada. Pero si supiera quién es el degenerado que hizo esto, lo haría pedazos con las manos.

Volvió la cabeza, y miró con furia hacia la vidriera respirando pesadamente. Después de un momento dijo con voz más segura:

—Era una buena muchacha.

—Sí —dijo con dificultad—. Sí, lo era. Me siento... mal —dijo precipitadamente y en voz baja— desde que me lo dijeron.

Tim miró a su socio, y su expresión se dulcificó un poco.

—Sí. Se le nota —dijo con indiferencia, y miró hacia el frente de la tienda—. Supongo que debe ser peor para usted y para Harvey, habiendo trabajado con ella todo este tiempo.

Ben inclinó la cabeza y apoyó la frente sobre la parte superior de la registradora. No mentía cuando decía que se sentía mal. La sensación de debilidad y de vértigo se había apoderado de él al oír las palabras de Tim. No debía parecer demasiado emocionado por la noticia; pero todavía podía permitirse cierta emoción. Era natural que uno se sintiera horrorizado y casi asqueado por la noticia de la muerte violenta de una ex empleada.

Después de un momento alzó la cabeza y dijo, tratando de parecer animado:

—Bueno, supongo que será mejor que me ponga a trabajar. Pero no le niego que esta noticia ha sido un golpe terrible para mí —y buscó un cigarrillo en sus bolsillos—. Cuando uno tiene una hija, asusta un poco.

—Sí —murmuró lúgubremente Tim—; ya sé lo que se siente.

Mientras Jim Billings se dirigía hacia la Municipalidad, discutía melancólicamente consigo mismo. Después de todo, ¿qué podía decir a Fred Colton? Que veinte años antes habían asesinado a una muchacha de una manera similar; que Ben Sterling la conocía, vivía cerca de su casa, solía salir con ella cuando eran estudiantes. Que Ben también conocía a Dolores; que ésta había trabajado en su tienda hasta dos o tres semanas antes de su muerte. Y Fred Colton le diría: "¿Y qué? Todos los habitantes del pueblo conocían a las dos muchachas." Y no se podía decir a su sucesor como jefe de policía que uno estaba seguro porque así se lo decía el corazón, y porque un alto empleado de la policía de Chicago había sentido lo mismo cuando se habló del asunto en su presencia.

Jim hundió los puños en los bolsillos de los pantalones y siguió andando, obstinadamente. No le quedaba más remedio que tratar de explicar por qué se sentía tan seguro, le creyeran o no le creyeran. No se sentiría nunca tranquilo si no trataba de convencerlos.

Al subir los anchos escalones de cemento, entre los grandes globos blancos sobre pedestales colocados a cada lado de la escalera —esos escalones que otrora le habían sido tan familiares— pensó con impaciencia que Fred estaría indudablemente ausente toda la mañana investigando el crimen. Hubiera debido telefonear antes.

No obstante, atravesó el vestíbulo, con su linóleo pardo y sus oscuras paredes de color de mostaza, y abrió una de las pesadas puertas dobles que mostraban la inscripción "Departamento de Policía de Los Alegres" a la altura de los ojos.

Habló con el joven de camisa azul marino y corbata negra que se hallaba del otro lado de la verja que interrumpía el corredor.

— ¿Está el jefe?

—No está en este momento. ¿Puedo serle útil en algo, Jim?

—No; sólo quería hablar con Colton.

—Será mejor que concierten una cita. Hoy está muy ocupado —agregó el joven en tono de importancia.

En ese momento se abrió una puerta de la habitación y entró Colton, solo, con su chaqueta oficial y su gorra de visera.

Mientras el joven se volvía para ver quién entraba, Colton los saludó brevemente con la mano.

—Buenos días, Fred —dijo Jim—. ¿Puedo hablar un minuto con usted? Tengo que comunicarle algo.

— ¿Es algo muy urgente, Billings? Tengo que volver a salir inmediatamente. Me espera Granger afuera, en el coche.

—No tardaré mucho. Y se trata de ese asunto. He oído lo que pasó con la joven Baldwin, y hay algo que usted debería saber, me parece.

— ¡Oh, en ese caso, entre!

Jim siguió a Colton a través de una puerta en cuyo vidrio opaco se leía: "Jefe de Policía".

Colton señaló una silla:

—Siéntese.

Tomó un cigarro de su escritorio y lo encendió, sin quitarse la gorra.

— ¿Y bien?

Jim deseó por un momento no haber ido; pero retorciendo el sombrero entre las manos, tenazmente, dijo lo que tenía que decir: la semejanza entre ambos crímenes, la relación de Ben Sterling con ambas jóvenes, las sospechas que siempre había sentido pero que no le habían permitido llegar nunca a una conclusión.

Colton se había sentado ante su escritorio, y observaba atentamente a Jim mientras éste hablaba.

Cuando Billings terminó, Colton se inclinó hacia delante:

— ¿Qué le hizo sospechar de Sterling en aquella circunstancia?

Jim frunció el ceño:

—Nada concreto —y entrecerró los ojos, recordando el pasado—. Usted sabe lo que ocurre a veces: uno tiene la sensación de que hay algo extraño en la actitud de un sospechoso. Eso fué todo. Se mostraba demasiado tranquilo, demasiado inocente cuando lo interrogábamos. Los demás... todos estaban asustados, preocupados, agitados. Algunos se enfurecían, algunos lloraban, algunos hablaban demasiado, demostraban que era imposible que hubieran sido ellos. Pero Ben estaba tranquilo, perfectamente dueño de sí, siempre cortés —y se interrumpió—. No parece razonable, ¿no es cierto?—gruñó—, sospechar de un individuo porque no se comporta como uno supone que se comportaría un culpable. Pero así fué. Algo parecía decirme que había sido él. No hablé nunca de esa sensación con nadie, excepto con los que trabajaban conmigo en la investigación; y ellos se limitaron a reírse de mí. Pero cuando supe esta mañana lo de Dolores me decidí, se rieran o no se rieran; decidí decirle a usted que inmediatamente volví a pensar en Sterling.

Alzó la mirada con severidad:

—Fred, cuento con que usted sabrá guardar el más absoluto secreto sobre esta conversación. No quiero pelearme con Sterling; y si él no está de ningún modo complicado, no quiero que llegue nunca a saber lo que acabo de decirle.

—Por supuesto que no.

Colton aspiró el humo, y con una mirada abstraída contempló la pared, detrás de la silla de Jim. Alejó el cigarro y volvió a mirar a Jim.

—Le diré francamente, Billings, que si hubiera venido a verme hace una hora con esta vaga historia de "sospechas", habría pensado que estaba un poco chiflado, que por algún motivo le tenía antipatía a Sterling, y que a fuerza de pensarlo había llegado a creer que era un asesino. —Depositó cuidadosamente el cigarro en el cenicero—. Pero esta mañana apareció algo que cambia el aspecto de las cosas. —Miró seriamente a Jim y buscó algo en el bolsillo interior de su chaqueta—. Aprecio los motivos que lo indujeron a venir a hablarme, y reconozco que ha demostrado ser un hombre capaz de callarse la boca, capaz de no decir nada durante todos estos años porque carecía de pruebas que apoyaran sus suposiciones. Por lo tanto, lo pondré en conocimiento de algo. Por ahora, esto no debe salir de estas cuatro paredes.

Sacó un cuaderno grueso, de cubiertas rojas, con una faja de cuero que cerraba las tapas mediante un candadito de oro. La palabra "Diario", escrita diagonalmente con letra cursiva, aparecía estampada en oro sobre el cuero. Prosiguió:

—Después de descubrir el cadáver registramos la habitación de la muchacha, y encontré esto en su escritorio. La llave estaba en el llavero que hallamos en la cartera, junto al cadáver.

Jim se había inclinado hacia adelante, tenso y sus ojos brillantes y entusiasmados iban del libro a la cara de Colton.

—Tenía bastante cuidado —dijo secamente Colton—. Cuando hablaba del hombre con quien tenía relaciones sólo usaba la inicial B. No tuve tiempo de leer muy atentamente el diario, pero no se necesita ser demasiado detective para descubrir que se trataba de Sterling; a veces se refiere a incidentes que ocurrían en la tienda, por ejemplo. No puedo decir, mientras no lo estudie con más detención, si servirá para probar que realmente se trataba de Sterling, ya que sólo disponemos de la inicial. Pero es una prueba de que algo había entre ellos. Estaba bastante desesperada por la pérdida de su empleo; temía que él rompiera las relaciones. Y por lo poco que pude leer, es evidente que la muchacha se lo tomaba muy en serio: quería que él deshiciera su hogar y se uniera a ella.

Jim volvió a apoyarse sobre el respaldo de la silla:

—Por supuesto, ésta no es una prueba suficiente —murmuró.

Colton tomó el libro y se lo deslizó resueltamente en el bolsillo.

—No —dijo agriamente—, pero es una gran ayuda. Una gran ayuda. Ahora voy a la casa de Sterling para hablar con las mujeres, verificar las coartadas, etcétera.

Jim se puso bruscamente de pie.

—Bueno, no quiero detenerlo más. Y buena suerte, Fred.

—Gracias, Jim. Le agradezco mucho que haya venido a verme.

Billings se detuvo brevemente en el vano de la puerta, y una sonrisa sardónica contrajo su fornido rostro:

—Por una vez, Fred, se lo aseguro, no me dará rabia ver que otro triunfa donde yo fracasé.