IX

Durante las dos semanas adicionales que los huéspedes permanecieron en Los Alegres, los Sterling se vieron con los Merritt y los Malley bastante menos que lo que Ben había temido; pero la noche del sábado anterior a su partida, Lucila y Clarence ofrecieron una fiesta de despedida en honor de sus huéspedes.

Mientras Ben y Beth se vestían para la ocasión, en su dormitorio, oyeron chillidos y risas en la sala, que indicaban la presencia de algunos de los amigos de Shirley en la casa.

Ben se había puesto su mejor traje, de color azul marino, y una camisa blanca; mientras se hacia el nudo de la corbata frente al espejo de la cómoda, arqueó las cejas inquisitivamente hacia la imagen de Beth en el espejo.

— ¿Shirley da una fiesta esta noche?

— ¡Oh, no! Me dijo que vendrían algunos de los muchachos, nada más. Les dejé lo necesario para preparar sandwichs y algunas botellas de coca-cola en la heladera.

Ben se volvió, mientras se colocaba un pañuelo vainillado en el bolsillo superior de la chaqueta, y miró a Beth cariñosamente. Pensó que esa noche estaba encantadora con su vestido de chiffon floreado, su cabello ensortijado y suave en torno de la cara redonda y más bien infantil. Se sentía orgulloso de su linda mujercita. Todos querían a Beth por su charla inocente e intrascendente, su impulsiva cordialidad. Una sensación de bienestar lo invadió mientras contemplaba el elegante dormitorio de estilo sueco moderno. Parecían modelos de propaganda de una revista para mujeres: dos personas bien vestidas, bien parecidas, de la sólida clase media norteamericana, típicos ejemplos de la raza de seres más afortunada del mundo entero.

Se acercó y rodeó con los brazos la cintura de Beth, aspirando el perfume de flores de su cabello; luego apoyó ligeramente su mejilla contra la de ella. Beth puso las manos sobre las solapas de su chaqueta, y lo besó, también ligeramente para que no se le corriera la pintura.

Luego apoyó la frente contra la mandíbula de Ben, y murmuró:

—Quizá sólo sea imaginación, pero me parece que últimamente has sido más bueno que nunca conmigo, Ben.

Él la estrechó con un gesto de protección. Sí, también él se había dado cuenta. Excepto en lo que respecta a la pasión física, había sido más atento que de costumbre con Beth desde que había empezado a ser feliz gracias a Dolores. Efecto de su conciencia culpable, pensó con ironía. Paradójicamente, como sus palabras lo indicaban, Beth había salido ganando, en ternura, en esas pequeñas atenciones que tanto le gustaban; porque él trataba inconscientemente de compensarla por su abandono sentimental.

Bueno, su infidelidad no duraría siempre. Dentro de poco se hartaría de eso que antes necesitaba tanto, y que Dolores le proporcionaba. No seguiría arriesgando eternamente su felicidad con Beth. Pero de algún modo, Dolores había llenado una función en este momento de su vida. Ben ocultó entre los cabellos de Beth el leve fruncimiento de ceño. Una función peligrosa, quizás. Pero un hombre no podía realmente pasarse la vida entera consolidando su seguridad. Parecía existir la necesidad psicológica de buscar de vez en cuando el estímulo del peligro.

Entró en la sala, donde Beth estaba poniéndose el abrigo; contuvo su reacción de impaciencia al ver que Norman Bailey ya estaba allí, apoyado en un costado de la ortofónica. Shirley, de rodillas en el suelo, sacaba discos del estante. El altoparlante propalaba la melodía vocal de "Pretty Baby", y Ginny enseñaba a Bobby Whitlock un nuevo paso de baile en medio de la habitación. Bunnie Simmons estaba apoyada sobre el respaldo del sofá, contemplándolos, de rodillas sobre los almohadones.

En conjunto, la escena fué un consuelo para Ben. Le parecía que Shirley estaba más segura entre las paredes de su casa, rodeada por un grupo de amigas. Entonces sabía con certeza que ningún muchacho indeseable estaba iniciándola en los misterios del sexo, empujándola por senderos que no conducían a la meta que su padre le había señalado, meta notablemente similar a la que él había alcanzado con Beth.

Era una suave noche de luna, extrañamente cálida para la Costa de California; una cantidad respetable de gente se había congregado en casa de los Marritt, gente que ocupaba la terraza y circulaba a través de la sala y del comedor con cócteles y cigarrillos. Además del círculo íntimo, los Sterling, los White y los Foley, Lucila había invitado a la élite de la sociedad de Los Alegres, los Whitlock, Pete y Dotty Zangoni, Fred Colton, el jefe de policía y su mujer, née Zangoni. Ben se sorprendió un poco al ver a Jim Billings y a su esposa entre los concurrentes; no porque —a pesar de la inutilidad de Jim como Defensor de la Ley en interés de su propia clase social— los Billings no se contaran entre los ciudadanos de más sólida posición del pueblo, sino porque, siendo más viejos, no frecuentaban el grupo de los más "jóvenes". Probablemente Clarence había invitado a Billings porque Roy parecía haberse aficionado a él, prefiriendo aparentemente su compañía a la de su colega policial, Fred Colton, que también era un acaudalado propietario del pueblo.

Esta repentina amistad turbaba vagamente a Ben; pero éste hizo a un lado su inquietud. Hacía tiempo que se había habituado a esquivar esos temores; no era el momento de volver a darles importancia.

Tim y Etta Bailey no habían sido invitados, por supuesto. No eran amigos personales de los Merritt ni se contaban entre las personalidades sociales que aceptaban a los Merritt y a los Sterling y a los Foley como integrantes de su "círculo", pero que sólo los invitaban a sus "grandes" reuniones.

A medida que la velada progresaba, la gente comenzó a sentirse alegre; sin bullicio excesivo, hablaban rápidamente y en alta voz, y entre grupo y grupo había mucha animación y alegría mientras se servían ellos mismos las bebidas en el escurridor de mármol de la cocina.

Ben tenía siempre mucho cuidado con el alcohol. No rechazaba nunca una copa, pero observaba constantemente el reloj del aparador, y respetaba su ración habitual de un vaso por hora.

Este programa de calculado racionamiento le permitía, sin embargo, mantenerse comunicativo; y esa noche se sentía especialmente acalorado y satisfecho. Antes de salir de su casa se había demorado un rato con Beth en el patio, contemplando la luna que ascendía hacia el azul cada vez más oscuro del cielo, sobre el techo de la casa de los Smith, mientras bebían un cóctel casero "para ponerse a tono con la fiesta", como Beth había dicho alegremente.

Ben se mostró, más que de costumbre atento con Beth durante la reunión, le ofrecía cócteles, le traía la bandeja de canapés, se acercaba una y otra vez al grupo donde ella se encontraba; y a veces, mientras conversaban con los demás, le tomaba la cintura con el brazo impremeditadamente, o le dirigía a través de los concurrentes una sonrisa de intimidad. Él veía que a ella le gustaba esta plácida galantería. Los maridos de Los Alegres estaban acostumbrados a dar por sentada la existencia de sus mujeres, sin prestarles mayor atención; pero Ben había sido siempre más puntilloso con su mujer que la mayoría de sus amigos con las suyas. Comprendía que Beth interpretaba complacida su actitud como una simple continuación del impulso que lo había llevado a abrazarla cariñosamente en el dormitorio, antes de salir, resultado de uno de esos inexplicables períodos de exaltada ternura e intimidad que a veces se presentan sin razón aparente en un matrimonio feliz.

Esa noche, su tendencia de tratar de estar lo más cerca posible de Beth no era premeditada. Ben ni siquiera intentaba analizarla; obedecía simplemente a un impulso instintivo.

No habló mucho con Roy Malley, pero se detuvo una o dos veces a su lado para formularle las obligadas preguntas de cortesía sobre sus vacaciones, y para expresar el convencional desagrado que le causaba la inminente partida de los huéspedes.

Ben se dijo que no experimentaba ninguna clase de sentimiento hacia el inspector de Chicago. Simplemente el individuo no le interesaba; no era el tipo de persona que hubiera podido inspirarle simpatía.

Un poco después de medianoche Ben se encontraba en la cocina bebiendo su cuarto cóctel, el último antes del café y de la colación caliente que Lucila se disponía a servir en esos momentos en la mesa del comedor. Los otros concurrentes, con sus vasos en la mano, arrojaban la ceniza de sus cigarrillos sobre el linóleo del piso en cuanto su primera mirada no descubría un cenicero cerca; habían tomado mucho más de cuatro cócteles cada uno y estaban acalorados y efusivos. Clarence narraba un cuento indecente, interrumpido por Lucila cuando ésta entró para retirar del fogón la cafetera de sílex:

— ¡Clarence Merritt, te prohíbo terminar ese cuento mientras yo esté en la habitación!—y con un guiño risueño a los hombres apiñados en la cocina—: ¡Sobre todo porque sé cómo termina!

Salió por la puerta del comedor con un remolino de sus faldas largas, mientras Clarence continuaba estrepitosamente su relato. Los fornidos hombros de Jim Billings se estremecían de risa, y Tracy Whitlock lanzó un rebuzno de admiración. Roy Malley reía, semisentado en la mesa cromada de cocina, y Ben bebía un sorbo de su cóctel, sonriente.

La mirada de Roy se deslizó con buen humor hacia las facciones agradables y compuestas de Ben, las más sobrias de la casa en esos momentos. Roy había bebido bastante durante toda la velada, especialmente whisky puro con agua, confiado en su resistencia al alcohol. Había decidido no pensar nunca más en Ben Sterling; pero su indiscreto subconsciente no podía dejar de interesarse en el carácter del individuo.

Probablemente, su orgullo sufría al comprobar que un simple estrangulamiento sin importancia había logrado mistificar a un policía profesional.

Ya lo había sospechado anteriormente; pero esa noche se había convencido de que Ben no le tenía simpatía. No podía asegurar que Ben tuviera conciencia de su propia antipatía, pero sí podía adivinar en la actitud escrupulosamente agradable del individuo la premeditación con que esquivaba su proximidad.

Roy estaba acostumbrado a inspirar antipatía. Los hombres a quienes perseguía eran, por supuesto, enemigos suyos, y además tenía enemigos profesionales y políticos; pero las amistades sociales, por regla general, no reaccionaban desfavorablemente ante su presencia.

Esta confirmación de sus sospechas le causaba un irónico placer.

Algo más le había inquietado esa noche. Nuevamente, se trataba de esos fenómenos en apariencia psíquicos. Le parecía advertir una nota falsa en el comportamiento de Ben. Su sensitivo subconsciente le telegrafiaba un mensaje de atención; algo había fuera de tono. Y en el campo del crimen, cualquier cosa fuera de tono podía significar un peligro en potencia. La naturaleza del criminal es una entidad peligrosa cuando experimenta esas vibraciones que la desquician.

Roy se dirigió al escurridero, y se sirvió un whisky, a mil metros de distancia de las voces y las risas que lo rodeaban. Había bebido demasiado; eso era todo; estaba volviéndose visionario, comenzaba a sentir cosas que no existían. ¿Qué diablos había visto en Ben Sterling esa noche para considerarlo como un individuo peligroso? Era algo puramente subjetivo, producto del fastidio que le causaba ese hombre que había eludido el castigo en las mismas narices de la policía. Simplemente buscaba pretextos para considerar al individuo como una amenaza en potencia; buscaba una excusa para poder perseguirlo. No era extraño que el pobre hombre no se sintiera atraído hacia él. La gente intuía la verdad a través de las actividades de los demás, y Sterling había captado la inmotivada desconfianza del policía.

Algunos hombres salieron de la cocina, y Roy los siguió. Lucila urgía a los ocupantes de las otras habitaciones a que se sirvieran de la atrayente fuente que humeaba sobre la mesa, cubierta por un mantel de encaje.

Roy permaneció a un lado mientras los invitados comenzaban a agruparse con sus platos y servilletas. Ben se acercó a Beth, en esos momentos en el comedor con Marian. Inclinó la cabeza y habló sonriendo a su mujer; ésta alzó la vista hacia su rostro con alegre expresión. Se dieron el brazo; Ben continuó sonriendo a Beth y hablándole en voz baja. Se acercaron a la mesa, siempre del brazo, y cuando llegaron junto a la pila de platos colocada en uno de los extremos, Ben retiró el brazo, acariciando con los dedos el brazo de su mujer. Alzó la mirada, como por casualidad, y encontró la mirada de Roy; Ben sonrió negligentemente.

En ese momento Roy oyó la voz de Marian: —Será mejor que consigas un plato, Roy.

Sabía que su mujer no había escatimado los cócteles, por lo menos durante la última hora; por eso no se sorprendió cuando Marian agregó:

—Tal vez un pedazo del pastel de tomates que hizo Lucila te ayude a engordar un poco esos huesos.

Los que estaban junto a ella rieron, y Lucila agregó con voz chillona:

—Convendría que le quite el plato a mi viejo. Él sí que no necesita engordar.

Dotty Zangoni rió y señaló con el dedo a su marido, mientras con la otra mano se palmeaba el encaje verde pálido que cubría sus amplias caderas:

—Pete, no te atrevas a intervenir en esta conversación sobre siluetas. Esta noche quiero darme el gusto, y al diablo con el régimen.

En medio de estas bromas conyugales, y de las risas que las acompañaban, Roy rodeó la mesa sin llamar la atención, y salió por las puertas abiertas a la desierta terraza.

Sacó un cigarrillo, y se acercó al parapeto de ladrillos que limitaba el patio del fondo; se apoyó en él y contempló el cantero moteado por los dibujos que la luna formaba con las sombras de los árboles sobre el césped.

Un hombre demostraba su devoción hacia su esposa y no desfallecía en toda la velada. ¿Había en ello algo repudiable? ¿Había algo en esa conducta que explicara los breves toques de atención en su cerebro? ¿No era así como debía comportarse toda pareja de esposos?

Lo malo era, como ya hemos dicho, que en Los Alegres las personas casadas no se portaban de esa manera. Mezclados con la multitud y dispuestos a divertirse, parecían olvidarse uno de otro completamente, excepto para dar lugar a bromas bien intencionadas como las que acababa de provocar el pastel de tomates. Todas las galanterías eran dedicadas, y con mano bien cargada, a las esposas de los demás.

Pero había temperamentos diferentes. No todos obraban igual.

Roy frunció el ceño mientras encendía el cigarrillo. Ese era precisamente el inconveniente. Diferencias de temperamento... Un cambio ocurría —cuando la anormalidad no estaba ya en evidencia— en la conformación psicológica de un ser humano que había franqueado los límites proscriptos para la agresividad, hasta el extremo de quitar la vida a otro ser. Y esas diferencias que aparecían en el temperamento eran significativas. Requerían vigilancia.

Lo que le había sugerido tal necesidad de vigilancia era justamente que, en sus contactos sociales anteriores, Ben no había asumido la misma actitud de esta noche; parecía querer demostrar deliberadamente a todos, o a alguien, en particular, hasta qué punto estaba unido a su mujer.

Previamente se había mostrado —un poco menos, quizá— tan indiferente ante la presencia y la condición de su mujer como cualquier otro componente de su círculo. Pero esa noche parecía recordar constantemente la presencia de su mujer, y su actitud hacia ella era casi propiciatoria.

Y cuando la gente mostraba de pronto una nueva línea de conducta, esto indicaba que algo había ocurrido para que tal línea de conducta fuera necesaria.

Roy arrojó el cigarrillo y lo pisó; apoyado de costado, con el brazo extendido sobre el parapeto de ladrillos, tamborileaba con los dedos sobre la áspera superficie.

Cierto día, después de almorzar con Clarence, éste lo había llevado de paso a la tienda de Ben. Ben y el vendedor se habían ido a almorzar, y los había recibido la muchacha que trabajaba en la sección discos; ésta cambió algunas frases vivaces con Clarence, y sonrió cordialmente a Roy cuando aquél lo presentó. Roy advirtió, sin mayor interés, que era una joven muy bonita, de vivaces ojos castaños, labios rojos y carnosos, y un poco más rolliza y atrayente que la generalidad de las jóvenes, elegantemente escuálidas.

Ahora recordaba que al salir del local, Clarence había hecho algunas observaciones bastante groseras sobre los encantos de la muchacha, y que había agregado concupiscentemente:

—No me desagradaría tener algo así en la oficina. Lo único que nos mandan son unas solteronas esqueléticas que jamás han conseguido un hombre.

—Me asombra que ésta no se haya casado. Estoy seguro de que si quisiera no le costaría nada.

—Claro que no. Pero, que yo sepa, actualmente ni siquiera tiene novio. No sale con nadie desde que rompió con el muchacho Mathews, hace más o menos un año. Es una vergüenza —agregó Clarence codiciosamente— que pierda el tiempo aquí con Ben. Es tan ridículamente correcto, que probablemente ni siquiera se le ocurre tocarla un poco de vez en cuando.

Roy había sonreído, como correspondía, y había olvidado el crudo humorismo de su cuñado. Sabía que era simplemente producto de su deseo de parecer viril.

Ahora, a la luz de la luna, recordó a la muchacha, y recordó también las frases de su cuñado. Beth, Ben y una muchacha sexualmente atrayente. Era una situación que no le gustaba.

Supongamos que Ben tuviera algo, como se diría en Los Alegres, con su empleada. Naturalmente, todo sería muy secreto, y no despertaría sospechas mientras de Ben dependiera. ¿Por qué él, Roy Malley, sentía tanta alarma ante la posibilidad de este triángulo? No era nada insólito. Esas cosas ocurrían frecuentemente, y a menudo terminaban sin mayores consecuencias para ninguno de los implicados.

Tal vez fueran su oficio y su experiencia, pensó Roy. Desconfiaba de los asesinos. Quizá los temía un poco. Era ya casi un instinto en él vigilar atentamente sus movimientos, dispuesto a ver una amenaza en la conducta más inocente.

Sintió una momentánea irritación contra Jim Billings. Veinte años antes hubiera sido el momento de intervenir en el asunto, antes de que se complicara e involucrara la felicidad de esposas e hijos. Sabía con qué había luchado Billings, naturalmente; guiado sólo por una intuición, sin una sola prueba. Y una demanda por arresto equivocado podía hacer mucho más daño a un oficial de pueblo que a la misma policía de la ciudad.

Pero sabía que si él hubiera estado a cargo de la investigación habría insistido incansablemente hasta que uno de los dos se hubiera sentido vencido por el cansancio. Y todavía ningún criminal había vencido por cansancio a Roy Malley.

Apretó los puños y golpeó la pared con los nudillos, permitiéndose una sonrisa casi de vergüenza. Bueno, quizá ninguno lo había vencido por cansancio; pero se había encontrado a veces con caracteres tan fuertes como el suyo, a los que tampoco había logrado vencer.

Decidió entrar, tomar una taza de café, comer algo, y luego olvidar el asunto definitivamente.

Había refrescado y no había nadie ya en la terraza; retornó al zumbido de la charla y las risas, menos ruidoso ahora porque todos comían.

Era casi la una y media cuando los Sterling volvieron fatigados a su casa. Los Whitlock los habían llevado en el coche. La casa estaba a oscuras; al llegar, Ben descubrió que se había olvidado las llaves en otros pantalones; entraron por el camino lateral para pasar por la puerta del patio, en el fondo, que generalmente estaba abierta.

—Es inútil tocar la campanilla —dijo Beth tristemente—. Si Shirley está dormida no oirá nada. Puede dormir en medio de ruidos que despertarían a un muerto.

Pero al abrir el portillo entre el sendero y el patio del fondo descubrieron que Shirley no dormía. La luna estaba en lo alto del cielo, y su luz caía benignamente sobre el ancho diván-hamaca blanco, en el cual dos siluetas yacían acostadas con las cabezas juntas sobre un almohadón apoyado contra uno de los duros brazos.

Los ocupantes del diván no habían oído, evidentemente, los débiles pasos sobre el sendero; pero apenas se abrió el portillo de madera Shirley alzó la cabeza; su pelo rubio y revuelto brillaba argentino a la luz de la luna; Norman giró los hombros y adoptó una posición semisentada contra el almohadón. Al reconocer quiénes habían abierto el portillo en el brillante claro de luna, bajó torpemente las piernas y se sentó.

Shirley también se sentó, con las piernas dobladas sobre el asiento.

— ¡Oh! ¿Qué tal?—dijo con una fútil simulación de aplomo—. No...no los oímos entrar.

—Así parece —replicó airado Ben—. ¿Saben qué hora es?

—En realidad... no —dijo Shirley con excesiva indiferencia—. Serán las doce, supongo.

—La una y media —sentenció Ben ominosamente.

Norman se había puesto de pie.

—No pensé que fuera tan tarde.

—Chicos, pueden tomar frío —intervino Beth agitadamente, antes que Ben pudiera hablar—. No tienen que quedarse a la intemperie a estas horas de la noche.

Norman lanzó una débil risita incómoda:

—Hace apenas unos minutos que estamos aquí.

—Sí —agregó Shirley rápidamente—; los otros muchachos acaban de irse. La noche era tan hermosa, que decidimos quedarnos aquí unos minutos para contemplar el claro de luna.

—Bueno —dijo Norman, incómodo—, supongo que será mejor que me vaya.

Shirley se puso de pie.

—Te acompañaré hasta la puerta de calle —dijo.

—Tú te vas adentro inmediatamente —ordenó con aspereza Ben.

Los dos jóvenes lo miraron sobresaltados; luego, antes de que Shirley pudiera hablar, Norman anunció, en una vana tentativa de despreocupación:

—De todos modos ya me iba. Buenas noches a todos.

Mirando con indecisión a la joven esquivó a los padres para dirigirse hacia el portillo. Ben dió un paso hacia atrás, circunspecto, para permitirle el paso.

—Buenas noches, Norman —dijo Beth con voz más bien aguda.

Sin decir una palabra, Shirley se volvió y se alejó taconeando por el piso de lajas, dejando que la puerta de alambre tejido golpeara detrás de ella. Cuando sus padres llegaron a la puerta ya había encendido una de las luces, y los contemplaba con ojos furiosos, duramente fijos en su padre.

— ¿Qué significa esto?—preguntó— ¿Por qué adoptas esas actitudes y me pones en situación tan incómoda ante mis amigos?

Durante un segundo Ben se sintió desconcertado al ver que la muchacha lo atacaba en vez de esperar que él tomara la ofensiva; luego replico airadamente:

— ¿Qué significa? Me gustaría saber qué significa que estés acostada con un hombre en la oscuridad a altas horas de la noche.

Dió un paso o dos hacia Shirley con el rostro contraído:

— ¿Así que las cosas han llegado a un punto tal que no podemos dejarte sola en la casa por temor de que te acuestes con el primer atorrantito que se presente?

— ¡Ben! —exclamó Beth, horrorizada.

Luego se volvió como un relámpago y cerró las puertas de vidriera, para que la voz no se oyera desde afuera.

La expresión de la joven fué durante un instante de desconcertado asombro; permaneció callada, con la mirada atónita sobre el rostro furioso de su padre.

—No lo permitiré más, ¿comprendes? —gritó éste.

Detrás de él se oyó la voz de Beth, fría y terminante:

—Y yo no permitiré que esto siga un momento más. Shirley, sube a tu cuarto.

Los labios de la niña temblaron; luego giró rápidamente sobre sus talones y subió corriendo la escalera. Se detuvo en el descanso, y aferrada con ambas manos a la baranda, gritó:

—No tengo por qué soportar que me humillen y que me insulten —y miró trémula y furiosa a su padre—. No soportaré que me traten así, como si... como si fuera una... una prostituta, o algo por el estilo. Esto te costará caro, te lo aseguro.

Sollozando y tropezando siguió subiendo la escalera.

Ben le gritó inútilmente:

—Y yo te aseguro que te costará caro hablarme en ese tono.

Jadeando, se volvió hacia Beth.

— ¿Te has vuelto loco? —le preguntó ésta, con voz tranquila.

Su mirada era dura y su expresión impasible.

Mientras la mirada de Ben se posaba truculentamente sobre el rostro de ella su ira se apaciguó; observó que la otra personalidad de Beth, cuya oculta presencia siempre sospechaba, había resurgido y dominaba la situación.

Ya no lo miraba con ira, sino reflexivamente, como quien trata de averiguar las causas de una conducta inexplicable.

—Supongo que te parece encantador —dijo Ben amargamente— llegar a casa y encontrar que tu hija de diecisiete años está en los brazos de un hombre, a la una de la mañana.

—No me parece encantador —replicó ella fríamente—, pero no me sorprende demasiado; y con toda seguridad, no me enfurece. ¿Por qué —preguntó con voz seca y cortante— ver a tu hija abrazada con su novio te produce ese efecto? Todas las demás lo hacen.

—No por eso es más aceptable. Ni menos peligroso. ¿Quieres que uno de estos días se aparezca encinta? ¿Te gustaría un casamiento a la fuerza?

—Estupideces —le espetó groseramente Beth.

Indeciso, Ben miró sus ojos burlones. De pronto se detuvo en seco. Su ira se había agotado, y ahora se sentía vacío y deleznable.

Se volvió bruscamente, y se alejó hacia el dormitorio, murmurando:

—Muy bien; haz lo que quieras. Es tu hija: edúcala como te parezca; que sea una arrastrada, si eso te gusta.

Beth apagó la luz y lo siguió, replicando con vehemencia:

—Si abrazar a un muchacho perfectamente bien educado como Norman Bailey en una noche de luna significa que mi hija es una arrastrada, supongo que no quedará más remedio que acostumbrarse a considerarla una arrastrada.

Ben había encendido la luz del dormitorio; la mirada de Beth acusadora, se encontró con la suya; con la expresión de quien acaba de hacer un descubrimiento desagradable, la mujer le dijo:

—Eres mal pensado. Eso es todo lo que te ocurre.

Ben dió un tirón a su corbata y lanzó en voz baja un epíteto obsceno.

Mientras se desvestían, Beth estallaba de vez en cuando en airadas frases de reproche hacia su marido y de justificación hacia su hija.

Ben permanecía silencioso e irritado. Se tapó los oídos con las cobijas. Beth tardó más que él en acostarse; su esposo la esperó con los ojos cerrados para no ver la luz, más preocupado de lo que daba a entender. Él y Beth se habían peleado a veces a lo largo de su vida matrimonial, habían discutido cuando no estaban de acuerdo sobre alguna decisión de interés práctico, o porque Beth lo acusaba de que algo no había sucedido tal como ella deseaba.

Pero habían sido siempre peleas superficiales, explosiones momentáneas de furor, y ambos reconocían después tácitamente el carácter pueril de la disputa. Pero esa noche, Ben veía que había provocado en Beth odio y desprecio, y una hostilidad difusa e impersonal que trataba de desahogarse en frases irritadas. Esta vez, Beth se había alejado de él espiritualmente, con desprecio y repugnancia. Por el momento, era evidente que lo aborrecía.

Saber esto resultaba, por algún motivo secreto, aterrador. Ya no le importaba tener o no razón. En ese momento, ni siquiera le preocupaba Shirley. Su enojo con la joven y con Norman había sido borrado por el temor que le había causado el ataque de Beth. No podía, no se atrevía a provocar un rechazo por parte de su mujer.

Beth se echó en la cama y apagó la luz. Los movimientos con que se acomodó el colchón expresaban elocuentemente el disgusto que todavía la conmovía.

Una vez acomodada, permaneció rígida, sin hablar ni moverse. Ben se mantuvo en estado de tensión, esperando durante unos minutos; pero comprendió que no podía soportar ese estado de cosas. Era demasiado perturbador. Se volvió hacia ella y trató de tomarle el brazo con la mano.

—Tal vez me mostré un poco irreflexivo —dijo, titubeando.

— ¡Irreflexivo!—repitió ella, con escarnio— Lo que no me gusta es tu actitud —agregó en tono de rebelión.

Ben siguió pronunciando consoladoras palabras de disculpa. Deseaba lo mejor para Shirley. Tal vez su deseo de protección fuera excesivo. Estaba muy cansado esa noche. Un sábado, y tanto trabajo en la tienda. Cualquiera podía perder el dominio de sí mismo de vez en cuando.

Se acercó más a ella; sus cuerpos se tocaban; le pasó el brazo en torno de la cintura. Ella se mostraba un poco menos rígida, pero su respuesta sólo fué un murmullo ininteligible.

—No estés enojada conmigo —susurró él, cariñosamente; luego inclinó la cabeza y le acarició la nuca con los labios.

La atrajo hacia sí suavemente con el brazo, incitándola a que se volviera hacia él. Ella se volvió poco a poco, y dejó que su brazo reposara fláccidamente sobre el de su esposo.

Ben comenzó a respirar con más libertad. Se sentía aliviado; en cierto modo, a salvo; y con verdadera sinceridad la acarició hasta recuperarla en la unidad física del matrimonio.