VII

Como de costumbre, esa noche cenaban en el comedor. Shirley no había considerado necesario mencionar su programa para esa noche, y Ben tenía una buena excusa para no hablar de negocios delante de Shirley. Beth había estado todo el día ocupada en un comité de damas de la parroquia, preparando el festival anual de verano al aire libre, con cena, que tendría lugar en los jardines entre la rectoría y la iglesia.

Mientras comía, entretuvo a sus familiares con una descripción de las dificultades que significaba trabajar en un comité formado por mentalidades tan diferentes entre sí.

—Si no fuera un deber moral —declaró— no aceptaría ninguna responsabilidad de ese tipo. En cualquier cosa que se relacione con la iglesia, uno tiene que trabajar con toda clase de gente. No son como las amigas personales, a las que uno ha elegido precisamente porque puede entenderse con ellas. Y con las damas de la iglesia... en verdad, lo único que uno tiene en común con algunas de ellas, a veces, es el hecho de ser cristianos. Por qué habrán nombrado a Etta Bailey —dijo de pronto cambiando de tono— presidenta del Comité de Preparativos es algo que no podré comprenderlo nunca. No quiero decir que no sea una buena mujer. No tengo nada que decir en contra de Etta; pero hay que empujarla paso a paso. Hay que estar todo el tiempo atrás de ella o no se haría nunca nada. A mí me parece que una presidenta debería de dirigir un poco.

Ben suspiró levemente. Otra Bailey. Desde hacía un día o dos parecían zumbar junto a sus oídos como mosquitos.

—No sé por qué —intervino sensatamente Shirley— te preocupas por el Comité. Lo único que consigues es hacerte mala sangre cada vez que hay reunión.

—Bueno, uno tiene que ayudar. Trato de no meterme en demasiadas actividades comunales; pero uno tiene que interesarse de vez en cuando por mejorar el lugar donde vive.

—No creo que me quede a vivir en un pueblo cuando sea grande... cuando termine los estudios —corrigió rápidamente Shirley—. Pienso vivir en una ciudad, como San Francisco, o Los Ángeles. En una ciudad, uno no está obligado a interesarse por la "comunidad".

Su mirada se posó soñadoramente en las persianas venecianas que daban a la calle. Se preguntaba qué harían exactamente los electrotécnicos. ¿Se irían a vivir a lugares olvidados de la mano de Dios, a construir diques, como los ingenieros que aparecían en las novelas? ¿O tenían algo que ver con las grandes fábricas, las dínamos y esas cosas, en espantosos lugares industriales, como Detroit?

Después de comer Ben se sentó en el diván con una revista; cuando terminó con los platos, Shirley subió corriendo la escalera, hacia su habitación. A las siete y media sonó la campanilla y Beth salió de la cocina para abrir.

Cuando hizo entrar a Norman en la sala, Ben se volvió para mirar por encima del respaldo del sofá; luego puso lentamente los pies en el suelo, hasta quedar sentado normalmente, con la revista todavía en la mano. Saludó con la cabeza, y sonrió no muy cordialmente al muchacho.

—Siéntate, Norman —invitó amablemente Beth—. Shirley está arriba. Bajará dentro de un momento.

Beth se sentó en una silla y lo miró amistosamente:

—Otro día de calor, ¿no es cierto?

—Sí. Y todavía hace calor afuera.

Se había sentado incómodamente sobre el ancho taburete que hacía juego con el sillón colocado frente a la chimenea; con una sonrisa también incómoda dejó que la conversación feneciera.

Pero Beth, vivazmente, le administró los primeros auxilios:

—Shirley dice que piensan ir al cine. Bob Hope, ¿no es cierto?

—Sí, así es. Dicen que es muy divertida.

—Me encanta Bob Hope. Siempre lo oímos por la radio. Es decir, lo oigo yo mientras preparo la comida. En invierno está precisamente a la hora en que ando por la cocina. Ben no alcanza nunca a escucharlo sin embargo, porque a esa hora está cerrando el negocio para volver a casa. Pero también le gustan sus películas, ¿no es verdad?

—Ésta no la hemos visto, Beth. ¿Por qué no te pones el abrigo y vamos todos juntos? —dijo Ben, como cediendo a una repentina inspiración.

Beth lanzó una risita aguda.

— ¡Oh, por Dios!, esta noche no. Estuve en la iglesia toda la tarde inventariando la vajilla para el festival. Y estoy rendida. Supongo que tu madre también estará fatigada esta noche, Norman; con la responsabilidad de ser presidenta...

—Creo que sí —dijo él sin seguridad, evidentemente muy poco enterado de las pesadas obligaciones sociales de su madre.

—Aquí llega Shirley —exclamó vivamente Beth cuando la muchacha, con un abrigo rosado, un delgado vestido y sandalias, descendió corriendo la escalera mientras exclamaba alegremente:

— ¡Hola!

Ben se levantó mientras la joven pareja se dirigía hacia la puerta. Con voz que simulaba frivolidad dijo:

—Anoche volviste bastante tarde, Shirley; trata entonces hoy de volver temprano.

—No tardaremos —contestó ella descuidadamente; y Ben tuvo la decepcionante seguridad de que no volvería a casa mientras no se le diera la real gana.

Cuando la puerta se cerró tras ellos se volvió hacia Beth, acusadoramente:

—Dos noches seguidas con el mismo muchacho.

—No te exaltes, querido. No podemos hacer absolutamente nada para impedirlo.

Beth se dejó caer en un sillón, encendió la lámpara de la mesita, y colocó el tejido sobre su regazo.

—Harías mejor en resignarte. Parece que siente un interés extraordinario hacia Norman Bailey, y tenemos que esperar a que se le pase.

Él volvió a echarse en el sofá:

— ¿Y si no se le pasa?

—Paciencia. Algún día tiene que formalizarse y dedicarse a un solo muchacho. Ya sé, ya sé —dijo, alzando la vista, mientras sus agujas se movían rápidamente—; los Bailey son un poco vulgares y además hay ese horrible escándalo de Inez, hace tantos años; pero Norman parece tan inteligente y bien educado como los otros muchachos que conocemos. De todos modos —agregó alzando la mano para sacar la lana del ovillo—, no me gusta que se le eche en cara a nadie su clase social. No es propio de americanos —dijo con orgullo—. Hay que juzgar a la gente por lo que es en sí.

Ben frunció el ceño, con la mirada en la vacía chimenea, y no dijo nada. No podía decir nada. Porque Beth tenía razón.

—Para decirte la verdad —proseguía ésta plácidamente—, toda esta cuestión de los amigos de Shirley es un problema. Te gusta mucho que salga con Tony Zangoni; pero supón que algún día decidiera casarse con él. ¿Nunca te detuviste a pensar en que los Zangoni son católicos? Y ya sabes lo que eso significa en materia de casamientos. Tienen la obligación de educar a los hijos en la religión; y eso sólo originaría peleas y discusiones. O si no, Spec Miller. Claro, los Miller son propietarios de casi todo el pueblo. Pero... —y alzando los ojos miró expresivamente a Ben— Shirley me cuenta muchas cosas. Y si supieras lo que sé, no te gustaría que saliera con Spec. Shirley dice que es temible. Casi ninguna de las chicas se atreve a salir con él, a menos que vayan otros. Y Boby Whitlock... bastante buen muchacho, naturalmente; pero, ¡tan tonto, Dios mío! No aprueba nunca una sola materia en la escuela, y lo hacen pasar de año para deshacerse de una vez de él...

Resignado, Ben dejaba que las palabras lo envolvieran. Sabía que tendría que callarse y aceptaba la situación. No tenía con qué defenderse. Si hubiera sido un hombre más recio, probablemente se habría resistido. De todos modos, no podía dejar entrever a Beth o a Shirley que su desagrado sólo era de origen psicológico.

Cerró los ojos, cansado. En cierto modo, comenzaba a sentirse atrapado; y era una situación más desagradable todavía porque no podía señalar nada tangible que motivara tal sensación. Simplemente le desagradaba la idea de cualquier vínculo con la familia Bailey. Un desagrado irracional, puesto que no podía temer nada de ellos.

—Etta Bailey me hizo hoy una observación extraña —decía Beth en ese momento—. Estuvimos solas unos minutos en la cocina de la iglesia, y me dijo con una sonrisita forzada: "Creo que nuestros maridos tuvieron una pequeña conversación esta mañana". En ese momento entró la señora Jackson y no pude preguntarle qué quería decir. ¿A qué se refería?

Ben aspiró y dejó escapar el aire con un silbidito. Bueno, ya estaba decidido. Ahora tenía que contárselo a Beth.

Así lo hizo, tranquila y desapasionadamente.

Mientras escuchaba, el tejido de Beth reposaba inmóvil sobre su regazo. Cuando Ben terminó, su mujer alzó lentamente el rectángulo de suave lana de color de coral que pendía de las agujas, y comenzó a tejer sin alejar la mirada de su trabajo.

Ben esperaba, como una criatura frente al maestro. Cuando ella dejaba de hablar, de hablar con ese su estilo incoherente y frívolo, y se retiraba como ahora a sus pensamientos, Ben adivinaba la presencia de esa parte de su espíritu que él siempre sospechaba oculta y que ella escondía detrás de su manera de ser frívola y desconsiderada; sabía que momentáneamente su segundo ser predominaba.

Por fin, Beth preguntó con tranquilidad:

— ¿Qué piensas tú?

—Desde un punto de vista práctico, me parece bien. Pero desde el punto de vista personal, no me gusta. Prefiero ser independiente. No me gusta estar atado a otras personas.

Las agujas se movían velozmente. Durante un rato no se oyó más sonido que el del rítmico tintineo del acero.

Luego, sin interrumpir el movimiento de los dedos, y sin alzar la mirada, Beth dijo con voz opaca:

—En los negocios hay que ser práctico. No se puede prosperar si no se es práctico. Y en cuanto a independencia, debemos dinero al Banco. Eso no es independencia. Con esa deuda estamos atados a otras personas.

—No es lo mismo.

—No.

Beth alzó la vista y dejó que sus manos y su labor descansaran sobre su regazo.

Ben, mirando de reojo, advirtió que su mujer "volvía". Se había retirado al cimiento de roca de su personalidad para extraer sus conclusiones y ahora volvía nuevamente a ser "natural".

—Es más eficaz —dijo con fluidez—. La tendencia de hoy es hacia el monopolio. Fíjate en las cadenas de tiendas. Tim tiene un empleado para que le atienda el negocio —dijo reanudando vivazmente su tejido—, excepto cuando lo ayuda Norman. Ese sueldo quedaría directamente suprimido. Y tú podrías despedir a Dolores y quedarte con Harvey. Tú y Tim podrían turnarse en el piso bajo mientras Harvey trabaja en el entrepiso. Sería mejor quedarse con Harvey y no con Dolores —agregó con indiferencia— porque él tiene que mantener a una familia; y tú necesitas otro hombre para desempaquetar la mercadería, trasportar el material pesado y todo lo demás.

Ben sintió un leve pinchazo bajo la piel cuando su mujer mencionó a Dolores. Beth había visto rápidamente la posibilidad de eliminar a la muchacha.

Dejó que su mirada cayera casualmente sobre su mujer. No había dejado entrever nunca nada; pero ¿le causaría alguna inquietud la presencia de una joven atractiva en la tienda? Naturalmente, alguna vez le había tomado el pelo porque había elegido una muchacha tan bonita; pero no había sido más que eso: una tomadura de pelo. Siempre le pareció que Beth confiaba plácidamente en él.

La rapidez con que ella había visto la oportunidad de deshacerse de Dolores le molestaba un poco. Le indicaba que en esos recovecos de su personalidad, cuya existencia sólo él sospechaba, había tal vez más de lo que él mismo imaginara.

El pensamiento de que Beth pudiera desconfiar secretamente de su fidelidad, de que pudiera sospechar de él, era oscuramente aterrador. Necesitaba sentir que ella confiaba plácida y sólidamente en él, así como él confiaba en ella. La idea de que ella pudiera dudar de él conmovía los cimientos de su propia seguridad, como el temblor de un terremoto imperceptible.

Beth seguía charlando, como de costumbre, frívolamente; no era imprescindible escuchar su charla; permaneció inmóvil, con las manos debajo de la cabeza y el rostro inexpresivo.

No había meditado nunca en el hecho de que, en realidad, Beth podía muy bien estar celosa. Sabía que Beth no tenía por qué temer la pérdida de su afecto, y mucho menos una posible ruptura. Pero si ella hubiera leído lo que pasaba por su imaginación cuando pensaba en Dolores, o se hubiera enterado del beso junto al salón de baile, se habría sentido traicionada.

Involuntariamente recordó la cálida seducción del cuerpo de Dolores entre sus brazos, el vibrante abandono de sus labios; y todo su cuerpo le pareció invadido por un repentino ardor.

De pronto se sintió furioso, burlado y —nuevamente— atrapado.

Muchos otros hombres, en su lugar, ante una muchacha apasionada que se les echaba en los brazos, la hubieran aceptado simplemente satisfechos, y habrían olvidado el asunto; sus mujeres no se hubieran enterado, y, en caso de saberlo, habría quedado todo como antes después de algunas escenas de llanto.

Pero él... él no tenía coraje. No sabía qué hacer, temeroso por una parte de una relación subrepticia con la joven, y por otra demasiado dominado por los deseos que ella despertaba en él para decidirse de una vez por todas a alejarla de su lado.

Nada le impedía aceptar a Dolores si ésta se ofrecía, sin que Beth se enterara en lo más mínimo del asunto. Nada, excepto su miedo. Si las cosas hubieran ocurrido de otra manera en su vida, lo habría hecho, aceptando los riesgos que ello implicaba como parte del juego de la existencia.

Poco a poco se dió cuenta, con desolación, de que casi nunca era capaz de una acción audaz, de un sentimiento de libertad y de independencia. Tal vez ese tipo de acción no correspondiera a su naturaleza; pero le parecía que alguna vez no había sido así... cuando era joven.

Él había construido su vida de acuerdo con el plan que se había propuesto y había logrado lo que quería; entonces, ¿por qué experimentaba ahora esa sensación de no haberse movido con libertad, de no ser amo de sí mismo; la sensación de que todos sus actos habían sido demasiado cautelosos, limitados, siempre contenidos?

Pensó en la popular y graciosa expresión: "¿Eres un hombre o un ratón?" Comprendió lamentablemente que se sentía como un ratón. Y esto era absurdo, porque siempre había hecho exactamente lo que quería hacer.

Excepto, por supuesto, poseer a Dolores. Sorprendido, pensó en que era la primera mujer que deseaba desde su casamiento con Beth.

— ¿Por qué frunces el ceño, querido? —preguntó ésta sin darle importancia.

Ajustó rápidamente sus pensamientos y cambió la expresión de su rostro para mirarla con su habitual sonrisa circunspecta:

—Pensaba en la propuesta de Bailey.

—Bueno, nada te obliga a adoptar una decisión precipitada. Puedes tomarte todo el tiempo que quieras y pensarlo bien.

Ben se levantó del sofá y se acercó a ella. Beth alzó la cara con una débil sonrisa, y él se inclinó y le besó la mejilla. Su mano le oprimió un momento el hombro; luego, Ben se alejó.

—Será mejor que cierre el regador —dijo.

Ben se despertó a la mañana siguiente con la sensación de no haber descansado. Había permanecido despierto mucho después de la llegada de Shirley, a las once y cincuenta según el cuadrante luminoso del despertador.

Esta asociación con Tim Bailey acercaría mucho más a las dos familias y fortificaría los vínculos nacientes entre ambos jóvenes. Norman Bailey podría con el tiempo llegar a ser su yerno y, algún día, a pesar de sus fantasiosos estudios, encargarse de la tienda de Los Alegres cuando los dos padres se retiraran del comercio.

Ben no veía la manera de rechazar la proposición de Tim. Se sabría que éste le había propuesto asociarse. Si Ben se hubiera acercado a Tim para comprarle el negocio o para asociarse con él, nadie habría pensado nada si Tim se hubiera negado. Pero la gente comprendería que la mayor parte de las ventajas eran para Ben, y pensarían que sólo un loco podía rechazar la oferta de Tim.

Trató de convencerse de que debía resignarse a la situación y ser más sensato. No había motivo para ese sentimiento de pánico, ese asco.

Mientras se vestía cuidadosamente, se afeitaba con toda pulcritud, se cepillaba el liviano cabello castaño, con una leve onda aparentemente descuidada que se alzaba un poco sobre la frente, trató de tomar una actitud de resignación ante el desarrollo que habían seguido los acontecimientos; trató de mostrarse impávido.

Sin embargo, al dirigirse hacia el centro, en el fresco y húmedo aire matutino, con el sol claro y dorado sobre los silenciosos canteros de césped y los jardines floridos, sintió todavía cierta rebeldía; se sintió frustrado, atrapado. En el fondo estaba furioso; furioso con los Bailey, con la vida, consigo mismo. No se daba cuenta del motivo de ese resentimiento, de esa sensación de restricción, de creciente molestia.

Bajo la luz del Este, el interior de la tienda brillaba; metódicamente comenzó Ben sus rutinarias labores matutinas: abrir los cajones, contar el dinero en la registradora, alzar las persianas metálicas, saludar a Harvey.

Cuando Dolores llegó, Ben estaba en el depósito de atrás. No pensó en ella hasta que subió a su oficina con la correspondencia de la mañana y se sentó ante el escritorio para leerla; entonces la vió moverse entre los estantes, en el otro extremo del entrepiso.

Escogió un sobre más grueso que los demás y se acercó a ella.

—Aquí llegó un nuevo catálogo de Columbia. ¿Quiere verlo?

—Naturalmente.

Ella tomó el catálogo y lo extendió luego sobre la vitrina del mostrador, con los codos apoyados en el vidrio, la cabeza inclinada sobre los diversos avisos.

Él permaneció a su lado leyendo sobre su hombro los títulos más grandes. Un perfume penetrante y especioso ascendió desde la luciente cabellera de la joven hasta su nariz. Sus ojos recorrieron la nuca y el cuello, hasta llegar a la suave carne de los hombros, apenas cubiertos por los volantes de su blusa. La mirada de Ben se sintió fascinada por la suave y curva depresión entre las mórbidas carnes de sus omóplatos.

Sintió una oleada temeraria y repentina de rebelión, como si en la cálida carne de la joven su molestia naciente encontrara una forma de liberación. Se inclinó y apretó los labios contra la cálida piel.

Ella se irguió, sobresaltada al comienzo; luego, con una lenta y maliciosa sonrisa, dijo suavemente:

— ¡Pero, señor Sterling!

Él miró el fondo de sus expertos y jóvenes ojos con una leve y enigmática sonrisa, sintiéndose de repente inexplicablemente aplomado y seguro de sí mismo. Extendió la mano y le acarició el brazo desnudo, más arriba del codo; luego se volvió, y se dirigió con toda compostura hacia su oficina, examinando con indiferencia el haz de cartas que todavía tenía en la mano.

Se negó a volver atrás; a considerar sus sentimientos previos, sus temores y desconfianzas con respecto a la joven. La sensación de haberse afirmado a sí mismo, de haber desafiado algo —no sabía exactamente qué—, había mejorado mucho su estado de ánimo; le había proporcionado una sensación de alivio, de satisfacción, de poder, por lo menos momentáneo; ya no podía permitir que vagos peligros lo preocuparan. Había obedecido a un impulso, tal como haría cualquier otro, con la indiferencia y despreocupación que de vez en cuando eran permitidas a todo hombre.

La comida en el jardín de la iglesia debía tener lugar el sábado por la noche; en compañía de Harvey, Ben se dirigió, después de cerrar la tienda, hacia los agradablemente rumorosos canteros que rodeaban la iglesia.

Había una gran multitud; Ben vió a su mujer y a su hija que iban de un lugar a otro entre las mesas, con delantales de organdí. En los rincones había mesas y sillas; toda clase de muebles de jardín, traídos por la congregación, estaban agrupados bajo los árboles de los jardines de la rectoría.

Ben conocía a todos los presentes; se abrió paso hasta llegar junto al improvisado mostrador entoldado en el que se había instalado una especie de buffet.

Los Malley estaban todavía en el pueblo; Ben saludó con la cabeza y sonrió a Lucila y Marian, sentadas en un sillón de mimbre; Clarence estaba de pie junto a ellas, con una taza de café en la mano. Ben miró en torno, buscando a Roy Malley, y lo vió tendido en una silla plegadiza, abstraído en profunda conversación con Jim Billings, que a su vez estaba incómodamente ubicado en una silla similar. Los dos permanecían aislados, apartados en el oasis de sombra que formaba un gracioso sauce japonés. Tenían cierto aspecto de franca intimidad, como dos viejos amigos que plácidamente se hubieran alejado de la murmurante multitud.

Los ojos de Ben se demoraron contemplándolos; su rostro era inexpresivo. En ese momento, ocurrió que ambos hombres miraron distraídamente hacia él; y durante un instante ambos pares de ojos se demoraron también inexpresivamente en su contemplación, con idéntica mirada.

Ben sonrió, y alzó una mano con un ademán de saludo. Al volverse, vió que los dos rostros se contraían en una sonrisa, como respuesta a su saludo, mientras Billings elevaba un poco la mano para contestar el cordial ademán.

Mientras se alejaba por el sendero hacia el mostrador, Ben se sentía inquieto. Imaginaba esos ojos que lo seguían pensativamente. Recordó la observación casual de Clarence, días atrás, de que estaban tratando de convencer a los Malley para que se instalaran definitivamente en Los Alegres. Las cejas de Ben se contrajeron un poco, inquietas; descubría por primera vez que no le agradaría mucho vivir cerca de Roy Malley.

Los dos hombres siguieron durante un momento la marcha de Ben por el sendero con impenetrable expresión. Luego Billings divisó a su mujer, cerca del mostrador, y volvió la cabeza hacia Malley con una sonrisa resignada.

—Mi vieja me hace señales. Supongo que será mejor que vaya a ver qué quiere.

Se levantó de la tira de lona que constituía su asiento, y se alejó lentamente.

Roy continuó echado, gozando de ese momento de soledad. Siguió ociosamente con la mirada los movimientos de Ben. Vió que el pastor se le acercaba y que ambos se daban la mano. Luego, Tim Bailey se aproximó a ellos comiendo un pedazo de pastel que traía en un platito de cartón. Hizo una observación jocosa y los otros dos hombres respondieron evidentemente en el mismo tono de broma. Shirley pasó por allí con una bandeja llena de tazas sucias, y se detuvo junto a su padre, inclinando hacia un lado la cabeza con un gracioso ademán. Ben rodeó los hombros de la muchacha con el brazo, en un gesto muy paternal, y los tres hombres la miraron; todo el grupo mantuvo unos minutos de viva conversación, y luego la niña se alejó con livianos pasos.

Roy echó hacia atrás la cabeza, contemplando los frágiles y pendientes racimos de hojas que lo cubrían, convencido de que nada bueno podía resultar de su intervención en asuntos que no le concernían.

Esa vieja filosofía del ojo por ojo, diente por diente, ¿no era a veces más dañosa que útil? Quizá el daño que causaba era mayor que el que resultaba de la pérdida del ojo o del diente originarios.